EL JUEGO DE LOS DINOSAURIOS
La hora de los dinosaurios. Conflicto y depredación en Colombia
de Boris Salazar y María del Pilar Castillo, Bogotá, cidse-cerec, 2001, 182 páginas.
Bernardo Pérez Salazar*
se requiere por tanto un nuevo cuadro de preguntas, o como sugiere Galtung, el cambio de una orientación interdisciplinaria a una interproblemática que remita no tanto a respuestas que se puedan producir, según distintas disciplinas, a las variadas manifestaciones de violencia, sino que articule las variables que explícita o implícitamente están presentes en la formación de la paz, y que pudieran ser el puente entre la plétora de investigaciones sobre la violencia y el campo baldío de las investigaciones para la paz (1995, 10).
Jesús Antonio Bejarano
En la historia natural del planeta pocas formas de vida han sido tan exitosas como los dinosaurios. Antes de extinguirse, hace 65 millones de años, los dinosaurios dominaron la vida de la tierra por más de 200 millones de años. El título, La hora de los dinosaurios, recuerda con sarcasmo la irónica comparación del ex presidente César Gaviria entre la guerrilla colombiana y esa especie extinta: fuera de tiempo e infecunda. Diez años después, las organizaciones armadas ilegales no sólo proliferan sino que definen las elecciones a los altos cargos del Estado e inciden en la agenda de los gobiernos. Y la historia parece repetirse aquí en orden inverso, después de la comedia sigue la tragedia.
Este gran error de apreciación histórica de un dirigente político en la cumbre del poder revela la precaria comprensión que tenemos los colombianos del mayor de nuestros males, y da la razón a Jesús Antonio Bejarano cuando insistía en la imperiosa necesidad de investigar para hacer la paz. La hora de los dinosaurios es un serio esfuerzo en esa dirección, cuyos aportes no han sido plenamente valorados.
Sus autores plantean varias preguntas pertinentes para entender el conflicto armado y delimitar un mapa conceptual para las investigaciones que buscan romper el círculo explosivo. En un país donde no han prosperado los intentos de implantar la hegemonía del Estado ni las dictaduras benignas –donde “en lugar de un dictador mítico, tenemos un coronel derrotado en veinte guerras esperando con dignidad una pensión”– ¿habrá, entre los tipos de orden y de arreglos institucionales existentes, alguno que sirva como punto de partida para construir un Estado legítimo? ¿Será el embrión de esa nueva configuración política el aprendizaje y la adaptación de tecnologías depredadoras que, por cuenta de organizaciones armadas de distinta índole –no sólo la guerrilla insurgente– y saqueadores de cuello blanco, han sostenido por más de dos decenios la expansión e intensificación continuas del conflicto violento en Colombia? ¿O será ese embrión la intrincada red de intercambios urdida por la población que no enfrenta con violencia a las organizaciones armadas, y a pesar del incierto e inestable orden autoritario que esas organizaciones le imponen con sus estrategias de depredación, sigue empeñada en sobrevivir y mejorar su economía?
Salazar y Castillo ofrecen respuestas tentativas apoyadas en conceptos tomados de la economía evolutiva “que hace énfasis en los procesos de adaptación de gente común que interactúa a través de instituciones específicas”[1]. Mientras que otros analistas centran su atención en la falta de instituciones de regulación y de justicia “clásicas” o propias del liberalismo, ellos no se interesan en explorar lo que no existe ni en calcular las pérdidas derivadas de no estar en una situación ideal. Se ocupan, en cambio de analizar el surgimiento espontáneo de relaciones de intercambio en el incierto contexto del conflicto colombiano, cuya solución parece ser remota. En los intercambios moldeados por estas dos condiciones extremas –incertidumbre y soluciones remotas– existe un alto contenido heurístico y de información que les imprime una robustez excepcional. La apuesta inicial de los investigadores es que estos intercambios –en los que la población paga con dinero, tiempo y a veces aun con la vida, para saber qué hacer y aprender reglas de decisión que incrementen sus posibilidades de supervivencia y de mejoramiento económico– pueden generar instituciones, normas, acuerdos y contratos duraderos, viables y útiles para regular y ordenar nuestra sociedad, azotada por un conflicto violento y prolongado.
Hoy las guerras convencionales entre Estados nacionales y ejércitos regulares son la excepción. En el mundo, los conflictos armados irregulares se han incrementado en número e intensidad en respuesta a los incentivos que brinda la globalización a la privatización general: las organizaciones armadas irregulares tienen oportunidades sostenidas para captar flujos económicos de gran escala a través de intercambios legales e ilegales en los mercados internacionales. El conflicto colombiano exhibe peculiaridades que se manifiestan en coaliciones entre diversos grupos en las que predominan lealtades exiguas y cambiantes, que se alternan continuamente en breve y anárquica sucesión. En el país, el control de la población y del territorio pasa de manos de un grupo armado a otro con pasmosa fluidez.
Ante estas características del objeto de estudio, los autores cuestionan el valor de la lógica funcional de causa y efecto para ponderar el peso específico de los factores que se podrían establecer como “causas” del conflicto. No tiene sentido seguir buscando sus fuentes en algún rasgo de irracionalidad o preferencia congénita de los colombianos por la violencia. Juzgan más apropiado un enfoque estratégico que explore las lógicas de acción de los protagonistas, no solamente a partir de las motivaciones iniciales de los participantes sino también en el trascurso de sus interacciones.
Siguiendo este enfoque estratégico, el análisis se centra en la explicación de las expectativas y las formas de razonar y decidir de los diversos actores, considerando el conocimiento acumulado por la experiencia de cada cual en el curso del enfrentamiento. Para ello, los autores recurren a un variado arsenal de técnicas de teoría de juegos.
En general se apartan de los agentes racionales –propios del marco tradicional de la teoría de juegos– que juegan simultáneamente y alcanzan un equilibrio de Nash aplicando coherentemente algoritmos de optimización [2]. Y emplean modelos de interacción estratégica en los cuales los agentes tienen información imperfecta y aspiraciones que ajustan continuamente de acuerdo con la evolución de sus apreciaciones acerca de la viabilidad de su cumplimiento. Los agentes poseen además memorias de diverso alcance y, como resultado de su historia anterior, hacen conjeturas acerca de los resultados de sus acciones y de las de los agentes con los que interactúan. A partir de sus conjeturas, deciden cómo continuar su interacción: si no hay incentivos para moverse del estado en que se encuentran, éste se mantendrá, estableciendo así un statu quo, cuya inercia proviene de la historia anterior. En suma, en estos modelos los agentes “tratan conciente, pero quizás imperfectamente, de lograr un buen pago”[3].
Con base en estos modelos de interacción estratégica, en los que la historia ayuda a explicar el comportamiento posterior de los agentes, los autores proponen modelar y discernir las diversas alternativas de cursos posibles de acción –secuencias de jugadas y respuestas– que pueden seguir los agentes para encontrar resultados estables[4].
¿Podrán las organizaciones armadas conducir a nuestra sociedad a un estado de acción colectiva coherente, distinto del actual estado de anarquía y de las relaciones contractuales basadas en la coacción armada? ¿Pueden las organizaciones que surgen como respuesta al aprendizaje de la población para sobrevivir en el juego de “amenaza y protección” sobre la cual opera la estrategia depredadora de las organizaciones armadas, contribuir de alguna manera al cambio? Las respuestas que sugieren los modelos discutidos en La hora de los dinosaurios coinciden en señalar que el aprendizaje adquirido en el enfrentamiento –el de las organizaciones armadas y el de las organizaciones espontáneas que han surgido en la población expuesta a la violencia modulada de la coacción armada– conduce inevitablemente al escalamiento militar.
La dinámica de escalamiento que describen y explican un su conjunto los modelos expuestos por Salazar y Castillo, en general, sigue la siguiente evolución: en los conflictos que involucran fuerzas insurgentes que desafían al Estado, los primeros momentos del conflicto deben favorecer al ejército regular por el tamaño de su pie de fuerza y experiencia en el combate[5]. Sin embargo, si con una estrategia de corta duración y alta intensidad el ejército regular no logra exterminar el núcleo insurgente, el horizonte temporal modifica en forma radical el panorama y la perspectiva del enfrentamiento. Con la prolongación indefinida del mismo, los recursos económicos que la insurgencia obtiene de la economía civil mediante la estrategia de “amenaza y protección” –seguridad a cambio de apoyo y tributación–, le permiten obtener mayores recursos para escalar su acción militar y continuar su expansión económica y territorial.
Ante el fracaso de la estrategia inicial de aniquilación, el ejército pierde la iniciativa táctica y operativa. Pronto se ve atrapado en la dinámica de escalamiento gradual, que representa una ventaja estratégica para la insurgencia en tanto le permite continuar su aprendizaje táctico y fortalecer su poder de fuego y control territorial.
A medida que crece el control territorial de la insurgencia, esta aprende a debilitar al Estado penetrando las administraciones de las entidades territoriales en el ámbito local. Aquí, la insurgencia interviene en un ambiente general de impunidad, producto de una historia de fracasos reiterados en la vigilancia y supervisión de lo público mediante procesos democráticos y legales. De esta circunstancia, y de los relatos sobre sus orígenes –en el caso particular de las farc, un grupo de finqueros medianos con sólida experiencia guerrillera, que fue expulsado a sangre y fuego por un ejército que seguía la doctrina del enemigo interno– la insurgencia deriva la “superioridad política y moral” que le permite justificar su accionar y permanencia por vía de la coacción armada.
Sin embargo, la fragilidad de las ganancias territoriales de la insurgencia obtenidas por la vía de las armas, la obliga a emprender la construcción de “Estados embrionarios”. Ello implica la creación y sostenimiento de fronteras territoriales de hecho, la capacidad para ejercer el monopolio de la violencia dentro de esos límites, así como un nivel razonable de organización y capacidad comprobada para controlar las tendencias centrífugas que se presentan en toda organización armada ilegal[6].
Pero de otra parte, la misma eficiencia del modelo de “amenaza y protección” utilizado por la insurgencia lleva al surgimiento de los paramilitares. En un inicio –como respuesta de terratenientes y narcotraficantes para resistir activamente a la guerrilla– son aliados naturales del ejército regular en la lucha contra la insurgencia. La estrategia paramilitar busca controlar la expansión insurgente con el uso modulado de la violencia y el terror para disputarle sus fuentes de apoyo y crecimiento: la población civil y los recursos económicos. Además, en una confrontación violenta de esta naturaleza –en la que no existe dimensión ideológica de importancia alguna– el éxito de los paramilitares reside en la ventaja estratégica del más rápido y liviano en sus desplazamientos frente a la guerrilla más atada al territorio, y por tanto, más vulnerable militarmente. Al convertirse en el agente más efectivo para desarrollar la estrategia de “amenaza y protección”, los paramilitares elevan su capacidad de supervivencia y expansión, hasta el punto de actuar en forma autónoma, por fuera de su alianza natural con el ejército, y de convertirse en el principal obstáculo militar y estratégico efectivo que encuentra la insurgencia.
La dinámica propia de estas interacciones entre organizaciones armadas ilegales rivales, convierte el desafío de la estabilidad de los arreglos institucionales que se hallan bajo control del enemigo, en la razón esencial de la supervivencia de cada contendiente. Puesto que el mejoramiento de la posición propia con respecto a la del adversario radica en ampliar el conjunto de información e incrementar los recursos económicos que se controlan, el escalamiento gradual se convierte en el curso de acción natural para ampliar el control del territorio y de la población mediante la violencia selectiva y el terrorismo modulado.
A su vez, el escalamiento gradual transforma de manera decisiva los conjuntos de información que la población civil requiere para sortear las demandas impuestas por la estrategia de “amenaza y protección”, así como las decisiones en relación con el establecimiento de alianzas cambiantes, ora con un agente armado, ora con su enemigo. La ausencia de distinciones ideológicas marcadas que soporten lealtades para una u otra alianza contribuye a acentuar la asimetría informativa en la que debe actuar la población civil, y la expone a cometer errores que pueden conducirla a la muerte o a la desaparición. Por cuenta de esta dinámica la población entra en el proceso de aprendizaje que soporta fenómenos de organización popular, entre ellos, las organizaciones campesinas contra la erradicación forzosa de cultivos ilícitos, las comunidades de paz, las organizaciones de familiares de secuestrados, de desplazados, de oposición a la creación de nuevas zonas de despeje, y otras más.
Pero si bien las organizaciones civiles representan estrategias que activan canales de comunicación más sensibles y precisos para detectar el peligro, así como establecer reglas de decisión relativamente exitosas para mantener o satisfacer las aspiraciones de supervivencia de la población civil, su capacidad para modificar el curso del escalamiento militar está severamente limitada por la naturaleza de sus interacciones con las organizaciones armadas. Las organizaciones civiles son objetivos primordiales de infiltración por parte de las organizaciones armadas a través de la cooptación de sus líderes, bien sea para transmitir sus propuestas y ganar adeptos para su causa, o bien para infundir terror y lograr que la población retire el apoyo al enemigo. A veces, los espacios de organización política y civil llegan a ser absolutamente controlados por las organizaciones armadas, hasta el punto de que la protesta social y ciudadana es monopolizada por estas últimas para sus propios fines.
Finalmente, el escalamiento militar se mantiene sin que las organizaciones armadas deban sufragar sus costos. El límite para la expansión y escalamiento del conflicto se encuentra cuando la extracción que realicen las organizaciones armadas en su conjunto afecte la capacidad de la economía para generar excedentes. Dentro de este límite, la única elección que enfrenta cada agente armado es la de mantener una posición económicamente ventajosa frente sus contrincantes para asegurar su fortalecimiento militar. Perversamente, cuanto más eficientes sean las organizaciones armadas en la extracción de excedentes de la economía civil, mayor es el incentivo para continuar el conflicto militar. Y la irrupción de nuevos contendientes no sólo lleva a incrementar los esfuerzos bélicos e intensificar las actividades de apropiación de recursos económicos, sino a mayores ingresos controlados por las partes involucradas. De esta manera, el enfrentamiento armado lleva a en un resultado estable que se puede denominar “equilibrio de escalamiento”.
La catástrofe colectiva a la que puede conducir el escalamiento militar indefinido obliga a explorar la naturaleza de la interacción que guía su dinámica. ¿Se trata de un equilibrio miope, resultado de agentes que por inercia se apegan a sus estrategias iniciales sin una adecuada comprensión de sus rivales, o sin tener en cuenta los cambios en las estrategias de estos en el desarrollo del conflicto? ¿ O se trata de una situación en la que los agentes son sensibles a los cambios de estrategia del rival y transforman en consecuencia sus estrategias, con lo que nos mantenemos en la inercia de un equilibrio de escalamiento?
Salazar y Castillo insinúan en diversas partes de su libro, que ambas situaciones coexisten en el conflicto colombiano. En cuanto a las Fuerzas Armadas, cuestionan la validez de la imagen que el ejército construyó de la guerrilla en el pasado –el escalamiento verbal de su desvalorización como bandoleros, cuadrillas, narcoguerrillas puede reflejar un autentico error de percepción del adversario que persiste hasta hoy– y su capacidad para crear los canales y el contexto adecuado para aprender de la experiencia y del conflicto. ¿Qué papel jugó la “miopía” de la Fuerzas Armadas en la transformación del conflicto colombiano, que de una lucha social por la tierra se convirtió en un enfrentamiento con organizaciones armadas capaces de extraer tributos de la economía civil para sostener el escalamiento militar?
En la actualidad las Fuerzas Armadas pretenden intensificar la escalada militar con base en la expectativa de que podrán crear un desequilibrio decisivo utilizando su ventaja en poder de fuego como una “tecnología con rendimientos crecientes” ¿Es esta una apreciación estratégica dentro de un conflicto que se desarrolla en un territorio que para efectos prácticos es ilimitado?[7], ¿O se trata de una estrategia inercial que se mantiene en forma miope y que además da una ventaja estratégica a la insurgencia por cuanto el escalamiento gradual le permite mantener la iniciativa táctica y operacional?
Por su parte, la insurgencia –y en particular las farc– en el pasado ha seguido de manera juiciosa una estrategia exitosa basada en la consolidación de Estados embrionarios mediante la coacción armada y el intercambio de protección por apoyo y tributación. ¿Pero puede la insurgencia estar cayendo en la trampa cognitiva de las estrategias exitosas que se repiten de modo acumulativo en el tiempo, hasta llevar a que la organización se apegue a un curso de acción superior en el corto plazo, que en el largo plazo resulta inferior? ¿Es su estrategia el producto de una búsqueda sistemática de cursos de acción superiores a su alcance o el resultado del carácter rutinario de los procesos de aprendizaje de su organización?
Es claro que el objetivo de la insurgencia de destruir y sustituir el régimen político actual es esencial para mantener su unidad y cohesión interna. El movimiento insurgente se ha construido sobre la confianza ciega en que ese será el resultado futuro de su acción presente. El objetivo de derrocar y sustituir el régimen es además el núcleo central de su carácter y esencia estratégica como ejército disciplinado, dispuesto al combate, que ha mostrado una coherencia práctica en sus objetivos como ninguna otra organización puede hacerlo hoy en Colombia.
¿Pero ante la renovación tecnológica del ejército y la contraofensiva de los grupos paramilitares, estará la insurgencia en capacidad de ampliar su control territorial con la velocidad requerida para consolidar un Estado embrionario antes de ser militarmente más vulnerable? ¿Y puede sostener esa expansión, crecimiento y consolidación, sin lograr la legitimidad indispensable para formar alianzas duraderas con sectores de la población civil basadas en una hegemonía política y no armada? Por la errónea confianza en que la debilidad del enemigo justifica su propia falta de legitimidad política, ¿estará la insurgencia incurriendo en una sobrevaloración miope de sus propias posibilidades?
El resultado de la interacción entre Estado, insurgencia y grupos paramilitares es que la población y la economía civil se han convertido en objetivo militar central de un enfrentamiento cuyo curso se aparta cada vez más de las normas que regulan los conflictos convencionales. Estamos ante una situación que permite a los grupos armados ilegales seguir –en función de sus respectivos cálculos militares– las conductas que produzcan o aseguren los mejores pagos o resultados, sin consideración humanitaria alguna ni tampoco de los intereses sociales o económicos directamente afectados por sus decisiones.
El escalamiento indefinido del conflicto violento –una de cuyas consecuencias más inmediatas y catastróficas es el desplazamiento forzoso de la población civil asentada en los territorios en disputa– está modificando en forma rápida y violenta la configuración política, espacial y demográfica del país. ¿Cuál es la estabilidad de este “equilibrio de escalamiento”, cuya viabilidad depende de la extracción indefinida de excedentes de la economía? ¿Cuál puede ser en el futuro el resultado estable para una sociedad que se está formando en respuesta a un conflicto violento, irregular y prologado?
El flujo rápido, violento y prolongado en que se desenvuelve el conflicto colombiano no es favorable para que la población civil encuentre una salida a esta trampa del equilibrio de escalamiento. Ante la incertidumbre, las decisiones de vida o muerte y la velocidad con que cambia la configuración de los eventos, los agentes tienden a adaptar sus previsiones y expectativas con más rapidez y usando memorias más cortas. Esta estrategia adaptativa tiende a introducir un elemento cíclico en la conducta de la población, que la hace propensa a apoyar la discrecionalidad, propicia al oportunismo y abierta a los contratos y la reciprocidad asimétricos. La prevalencia de este comportamiento dominado por consideraciones de corto plazo, que se expresa en organizaciones civiles predispuestas a contratos e intercambios regulados por la violencia modulada de la coacción armada, sólo contribuye a reproducir de manera miope condiciones favorables para el orden de “equilibrio de escalamiento” en el que vivimos los colombianos.
Esta última conclusión es el pago que al final obtienen Salazar y Castillo a su apuesta inicial de que tal vez en los intercambios espontáneos de la población civil, forjados al fragor de la incertidumbre y de una solución lejana, se podría hallar el embrión de una configuración política capaz de propiciar la acción colectiva coherente –es decir, capaz de garantizar la justicia social– en el contexto de la sociedad colombiana.
El lector que hojee el libro de Salazar y Castillo para constatar la fidelidad literal de este comentario sintético se verá defraudado. Esta reseña es una de varias lecturas posibles y su propósito fue sistematizar y hacer explícitas las hipótesis de los autores relacionadas con la dinámica del conflicto, a partir del análisis de la lógica interactiva de los actores involucrados. Pero como insinúan las referencias de las notas de pie de página, el libro también permite una lectura metodológica y técnica de la modelación de conflictos violentos y de la acción colectiva mediante juegos evolutivos y adaptativos con aprendizaje. También presenta una visión crítica de la historia social y política de la segunda mitad del siglo xx y numerosos y perspicaces comentarios sobre algunos acontecimientos.
Quizás la riqueza temática, analítica y metodológica del texto, así como su presentación en capítulos que a veces dan la sensación de ser ensayos independientes, sean atributos que no facilitan la síntesis de las ideas centrales en una primera lectura. Puede ser éste uno de los motivos para que el libro no haya atraído la atención del público no especializado y que sus valiosos aportes aún no enriquezcan e informen las discusiones públicas.
Antes de terminar esta reseña es conveniente discutir a la luz de las hipótesis planteadas por Salazar y Castillo, la decisión explícita de la administración Uribe de enfrentar el desafío insurgente con el escalamiento militar, luego del fracaso de los diálogos directos entre el expresidente Pastrana y las farc.
¿Esa decisión se funda en una adecuada comprensión de la naturaleza del conflicto? Aquí es útil transcribir una cita que La hora de los dinosaurios no explora en detalle. Una reflexión de Max G. Manwaring, profesor de estrategia militar del U.S. Army War College, a propósito del manejo del conflicto peruano en 1995:
Al mismo tiempo, parece que los poderes en el Perú no entienden que una vez una organización como Sendero Luminoso está bien establecida, no será derrotada del todo mediante las reformas diseñadas para eliminar las causas de la insurgencia. La organización sólo será derrotada por una organización superior y una estructura política y moral diseñada para neutralizarla o eliminarla[8].
Pensar que la solución consiste en diezmar la capacidad militar de las organizaciones armadas ilegales es ignorar que el fondo de la disputa violenta es la legitimidad –política y moral– de la actual distribución del poder del Estado. Si hemos entendido bien a Malcom Deas, la importancia histórica de la violencia política en Colombia radica en su utilización simbólica por sectores que consideran marginados —social o territorialmente— por la distribución y el ejercicio del poder político del Estado (Deas, 1994, 3-86).
Para precisar esta interpretación puede ser conveniente valernos de la reflexión de Alfred Hirschman sobre los efectos integradores o disipativos de los distintos tipos de conflicto, recogida por Freddy Cante en forma sintética y pertinente para el caso colombiano[9]. Hirschman propone clasificar los conflictos en divisibles e indivisibles. Los conflictos divisibles son integradores por cuanto admiten la aceptación o el rechazo parcial de demandas sociales de acciones correctivas que incluyan y den participación a quienes están excluidos, en aras de la convivencia, por ejemplo, situaciones de inequidad y crisis, asimetrías de información o demanda de derechos individuales. Los conflictos indivisibles tienen efectos disipativos sobre la sociedad por cuanto excluyen a quienes no comparten ciertas características o valores a los que no están dispuestos a renunciar las sociedades, colectividades o los individuos, por ejemplo, atributos de carácter social, étnico, lingüístico o religioso.
Los conflictos divisibles son pilares de la democracia moderna, por cuanto se negocian políticamente. Se basan en rivalidades “dependientes”. Es decir, se resuelven con el intercambio y el regateo: los individuos ofrecen lo que saben y poseen a cambio de lo que ignoran y carecen, y en el juego del intercambio terminan convirtiendo en amigos a los enemigos. En palabras de Rodrigo Uprimny (2001, 45):
La política democrática no sólo acepta sino que considera imprescindible convivir con el conflicto, pues en sociedades complejas, llenas de incertidumbre, las disputas son inevitables. Pero para que el conflicto tenga efectos útiles y justos debe, en cierta medida, ser domesticado por las instituciones y por las dinámicas sociales y culturales ya que, como lo dice sugestivamente Johan Galtung, la violencia es un síntoma de nuestra incapacidad para transformar creativamente un conflicto.
En cambio, los conflictos indivisibles sólo se pueden manejar encontrando alternativas para que los rivales renuncien a lo que en principio no estaban dispuestos a renunciar. Es decir, no basta negociar la distribución del poder político, sino que también se deben reconocer y aceptar atributos y valores sociales excluidos en la práctica por la estructura y distribución de competencias del Estado. Es justamente en esta dimensión dónde se debe ganar a la insurgencia la batalla de la legitimidad o, en palabras de Manwaring, donde hay que construir una estructura de legitimidad política y moral superior, que haga posible el apoyo popular y el compromiso vinculante con la acción colectiva coherente.
Como señala Félix Ovejero, los ciudadanos reconocen la legitimidad de su Estado cuando perciben que la gestión pública se funda en razones –o emociones– de justicia con las que se pueden identificar. De ser así, las investigaciones para la paz que reclamaba Bejarano quizás se deberían centrar en la búsqueda de maneras de involucrar a la población –sobre todo a aquella que aún no está sometida directamente a la violencia modulada de la coacción armada– en procesos participativos que corrijan los sesgos de información que afectan las decisiones de política pública, cuando se ignoran las experiencias a las que están sometidos los sectores que se consideran marginados social y territorialmente[10].
Es más fácil y eficaz obtener el respaldo de los ciudadanos y su compromiso con la gestión pública cuando participan directamente en las decisiones públicas y son plenamente conscientes que cuando actúan por temor y sin ponderar las consecuencias.
Bejarano, J. 1995. Una agenda para la paz, Aproximaciones desde la teoría de la resolución de conflictos. Bogotá, tm Editores, pp. 268.
Brams, S. 1997 “The rationality of surprise: Unstable Nash equilibria and the theory of moves”, Geva, N. y Mintz, A., editores, Decision making on war and peace.. The cognitive-rational debate, Londres, Lynne Rienner Publishers.
Cante, F. 2001 “Agencias de protección privada y resolución asimétrica del conflicto: ¿Institucionalización de preferencias masoquistas en Colombia?”, Martínez, A., editor, Economía, conflicto y crimen, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, pp. 59 –75.
Deas, M. 1994 “Canjes violentos: Reflexiones sobre la violencia política en Colombia”. Dos ensayos sobre la violencia en Colombia, Bogotá, fonade–dnp.
Friedman, D. 1999. Evolutionary economics goes mainstream: A review of the theory of learning in games, mimeo, Universidad de California, Santa Cruz, Departamento de Economía.
Fundenberg, D. y Levine, D. K. 1996. Learning and evolution in games, mimeo, Summer Meetings of the Econometric Society.
Hirshleifer, J. 1991. “The technology of conflict as an economic activity”, American Economic Review Papers and Proceedings 80, pp. 130-34.
Manwaring, M. G. 1995. “Peru’s Sendero Luminoso: The shining path beckons”, Annals of the aapss 541, pp. 157-166.
Mason, T. D. y Fett, P. J. 1996. “How civil wars end: A rational choice approach”, Journal of Conflict Resolution 40, pp. 546-568.
Ovejero, F. 2001 “Democracia liberal y democracias republicanas”, Claves de la razón práctica 111, pp. 18 – 30.
Salazar, B. y Castillo, M. del P. 2001. La hora de los dinosaurios. Conflicto y depredación en Colombia, Bogotá, cidse-cerec.
Skaperdas, S y Syropoulos, C. 1995. “Gangs as primitive states”, Fiorentini, G. y Peltzman, S., editores, The economics of organised crime, Cambridge, Reino Unido, Cambridge University Press, pp. 61-82.
Uprimmy, R. 2001 Orden democrático y manejo de conflictos, Bogotá, Corporación Viva la Ciudadanía–Universidad Pedagógica Nacional.
Vega-Redondo, F. aa. vv. 1998. “Evolving aspirations and cooperation”, Journal of Economic Theory 80, pp. 292-331.
** Director del Observatorio del Manejo del Conflicto, Facultad de Economía, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, obsconflicto@uexternado.edu.co.
[1] Ver Friedman (1999, 1) citado en Salazar y Castillo (2001, 31).
[2] Un ejemplo muy conocido de este tipo de modelos es el dilema del prisionero. Dos individuos presuntamente cómplices en un delito son aprehendidos. Si ninguno delata al otro, no habrá cómo iniciar un proceso en contra de ninguno y ambos quedarán libres. Incomunicados e interrogados por separado, cada uno puede delatar a su cómplice y recibir una pena favorable. De no hacerlo, se expone a ser delatado por su cómplice, en cuyo caso la pena es severa. Ante el riesgo de delación, la jugada que ofrecería el mejor pago a cualquiera de los dos presos sería la de delatar a su cómplice para beneficiarse de la pena más leve. Pero si entre ambos existe una relación que se puede extender a largo plazo, y en la que la misma situación se repita con frecuencia, es probable que ambos tiendan a cooperar y se abstengan de delatarse. De no hacerlo, quedarían expuesto a retaliaciones más costosas por cuenta de su cómplice, convertido en rival, que podrían superar los beneficios de no cooperar. Esta consideración aconseja que ambos converjan en no delatarse. La expectativa de que la interacción continúe en el largo plazo lleva a que la delación no garantice la estabilidad para ninguno de los dos, mientras que la opción de no delatar produce un resultado estable para ambos.
[3] Ver Fundenberg y Levine (1996, 3), Brams (1997, 103-129), Vega-Redondo aa. vv (1998, 292-331), citados en Salazar y Castillo (2001, 150).
[4] El concepto de resultados estables tiene un valor particular en el ámbito de las teorías de la acción colectiva. Representa un estado en el que hay convergencia o consenso social en torno a ciertas funciones de bienestar social, así como sobre los medios para alcanzarlas. La estabilidad de estos estados depende de la coherencia de la acción colectiva. Es decir, de la inexistencia de ciclos y zonas borrosas –situaciones en que valores y normas muy disímiles hacen que su propia validez y legitimidad sean difusos a los ojos de los individuos de la sociedad. En este contexto, las reglas inestables o auto-contradictorias son más propensas a la influencia discrecional de grupos de presión minoritarios, lo que afecta negativamente la acción colectiva haciéndola incoherente e inoperante. Ver Cante (2001, 69-71).
[5] Ver Mason y Fett (1996), citado en Salazar y Castillo (2001, 76).
[6] Ver Skaperdas y Syropoulos (1995, 61-82), citado por Salazar y Castillo (2001, 42).
[7] Ver Hirshleifer (1991, 130-134), citado en Salazar y Castillo (2001, 159).
[8] Ver Manwaring (1995, 166), citado por Salazar y Castillo (2001, 82).
[9] Ver Hirschman (1995) citado por Cante (2001, 63-64).
[10] Ver Ovejero (2001, 18-30). “La deliberación para ser buena, requiere de todos los datos; y parte de esos datos son filtrados por sesgos cognitivos, derivados de experiencias vitales. La participación corrige los sesgos de información en la medida en que amplía el inventario de respuestas a los problemas, entre otras razones porque otorga voz a quienes experimentan y acumulan buena parte del conocimiento que sólo la práctica proporciona” (p. 28).
Mama Coca Home | Contra la Guerra Química | Enlaces | Contáctenos |