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Tenemos la responsabilidad de generar esperanza y ganar confianza en
que Colombia puede ser gobernada de otra manera, por otras fuerzas, por
otros liderazgos, con otras costumbres, con otra cultura, sólo así
volverá a tener vigencia y viabilidad la imprescindible salida política
del conflicto colombiano.
El mes de noviembre del año 2000 fue decisivo en el proceso de
guerra y paz. En ese momento con la constitución del Frente Común
Contra la Violencia, originado en la propuesto de Serpa a Pastrana ante
la congelación de los diálogos por parte de las FARC, tomó
cuerpo la tesis y la estrategia de institucionalización de la guerra.
Señalé en ese momento: “El Acuerdo es una hábil salida,
gestada entre Serpa y Pastrana, ante las dificultades y las exigencias
de la coyuntura, pero a la vez está expresando la inclinación
de la élite política tradicional hacia la opción de
darle más fuerza a la acción militar que al diálogo
–sin necesariamente interrumpirlo o terminarlo- con miras a “persuadir”
a la guerrilla a una negociación real, barata y rápida. Y
me atrevo a añadir que este acuerdo es también una seña
sobre el carácter que tendrá el próximo gobierno,
sea quien sea el que gane la Presidencia entre Serpa, Noemí o Uribe
Vélez: será el gobierno encargado de llevar hasta el final
la ejecución del Plan Colombia y para ello tendrá que ser
más militarista que negociador, hábil en el discurso pero
duro en la práctica frente a la insurgencia, el reclamo social y
los esfuerzos de renovación de la política. Razón
no le falta al Presidente Pastrana cuando afirma: “Yo llegue con
un mandato de paz; el peligro es que mi sucesor llegue con un mandato militarista”
(El Espectador, Nov. 17/2000, 2A), escenario probable de futuro que él
mismo ha contribuido a crear, precisamente al sustituir el original Plan
Marshall por el actual Plan Colombia” .
Uribe no ingresó a ese Frente conformado por actores gastados,
no creíbles, pero asumió íntegramente la estrategia
allí gestada. Tampoco ingresó a él Luis Eduardo Garzón
que ya desde entonces comenzó a perfilarse como vocero supérstite
y soporte de opinión de la salida política negociada frente
al guerrerismo en ascenso dentro y fuera del Frente Común. Allí
escogió Uribe el camino que lo llevó a la victoria. El capitalizó
el desgaste de los diálogos en el Caguán frente a las sucesivas
crisis del proceso, así volvió a ocurrir en octubre de 2001
y en enero-febrero de 2002. Se equivocan quienes hoy piensan que Uribe
ha cambiado de estrategia: que nos prometió guerra triunfante y
nos resultó dialogante. No, para nada. Ni los diálogos de
bajo perfil para la rendición del ELN, ni los eventuales diálogos
con las FARC sin cese de hostilidades para el intercambio humanitario y
mucho menos los diálogos con las AUC para legitimarlas e integrarlas
significan abandono o debilitamiento de la estrategia de guerra. Estos
movimientos, por el contrario, son parte del acomodamiento para darle visos
de legitimidad a lo que es decisión de fondo: escalar la guerra
hasta doblegar a la guerrilla, la vía y el escenario del diálogo
deben seguir abiertos como un expediente de la rendición que se
espera después de la derrota.
Estamos en pleno despliegue de la institucionalización de la
guerra con la inspiración, supervisión e intervención
de los Estados Unidos, con el apoyo y bendición de algunos prelados
de Iglesia, con los tímidos e intrascendentes reparos de la Unión
Europea en la que predomina la posición de Aznar y Solana. Hay recursos,
hay leyes, hay opinión, hay apoyo internacional a favor de la guerra
de Uribe. El referendo-plebiscito pretende ser la consagración definitiva
de que el Estado con amplio respaldo de opinión lo dispone todo
para ganar la guerra: las finanzas públicas, la gobernabilidad,
la justicia, la política social, el aparato público, las
costumbres políticas... En la misma dirección se inscriben
el discurso sobre derechos humanos, la conmoción interior que se
aspira a convertir en Estado de Sitio permanente y también el Plan
de Desarrollo 2002 – 2006 “Hacia un Estado Comunitario” cuyas bases ya
se han hecho públicas. Pueden llegar a ser piezas garantes de continuidad
de la estrategia: un cambio regresivo más radical de la Carta, la
constitución en partido político de la nueva derecha y aún
el intento de prolongar el mandato de Uribe en la Presidencia.
Hay que ser plenamente conscientes de las dificultades que reviste
hoy sostener la imprescindibilidad de la salida política negociada
del conflicto armado interno. Dificultad ideológica: el proyecto
de Uribe se vende como parte de la guerra antiterrorista global, como estrategia
de seguridad democrática y como construcción de Estado donde
no lo había y, en particular, de Estado de carácter social
y comunitario. Dificultad política: cuenta con amplio apoyo nacional
e internacional, los otros poderes públicos se doblegan o son doblegados,
igual ocurre con los gobiernos regionales. Dificultad, también política,
originada en la actitud de los movimientos insurgentes que degeneran en
acciones desesperadas dando lugar a ser señalados de terroristas;
la imagen que proyectan es de radicalidad militarista, inflexibilidad y
pobreza de proyecto político. El Presidente Uribe está a
la ofensiva con su estrategia de escalada militar y restricción
democrática, es evidente que cada día cohesiona más
claramente un bloque de derecha, ha logrado captar figuras independientes
y pacifistas y practica un estilo realmente notable de proximidad con la
ciudadanía a través de los consejos comunales y el manejo
de medios. El resultado es un sentimiento general de confianza y de liderazgo
como hacía mucho tiempo no lo experimentaba el país alrededor
de un Presidente. En este contexto los pacifistas y demócratas somos,
a los ojos de muchos, los opositores irracionales a una guerra justa, legítima
y necesaria y aún los aliados de la subversión terrorista.
¿Qué pensar y qué hacer frente a un proyecto hasta
ahora en ascenso? Dos breves puntadas al respecto: el proyecto de Uribe
tiene su talón de Aquiles en la economía que está
siendo estrangulada y no estimulada, en la explosividad social por la acentuación
del modelo neoliberal, en la carencia de nervio moral en las élites
políticas, en la cortedad de la reforma política a través
del referendo-plebiscito, en la precariedad de resultados que será
puesta en evidencia más temprano que tarde, lo cual afectará
seriamente el respaldo tanto de la opinión nacional como de la comunidad
internacional. La fatiga por la guerra y su costo puede volver a traer
el péndulo al otro lado. Pero nada ocurrirá por inercia.
Sigue existiendo una estructura de oportunidad política que sólo
puede ser aprovechada a través de un proyecto político de
transformación democrática conciente, estructurado, paciente
y metódicamente construido. La paz que queremos los pacifistas,
los independientes, los líderes sociales, los defensores de derechos
humanos, los autonomistas regionales, las mujeres constituyentes, los académicos
demócratas, no puede seguir siendo sólo algarabía
callejera, deliberación permanente pero inconducente, sueños
de nuevo país y reclamo por la aplicación del derecho internacional
humanitario. Es preciso que la paz del país nacional transite a
ser un proyecto autónomo de poder y de gobierno. El nuevo papel
del movimiento de paz ha de ser el de articulador, constructor de identidad
e impulsor de sujeto político democrático. Este tercer polo
es necesario y posible. Hay materia prima más que suficiente para
construirlo. Tenemos la responsabilidad de generar esperanza y ganar confianza
en que Colombia puede ser gobernada de otra manera, por otras fuerzas,
por otros liderazgos, con otras costumbres, con otra cultura, sólo
así volverá a tener vigencia y viabilidad la imprescindible
salida política del conflicto colombiano. Si de verdad queremos
la paz, de verdad revolucionemos la política.
16.12.02. lsandom@hotmail.com