EL TIEMPO – CAMBALACHE
Un plan alucinado sobre alucinógenos
Daniel Samper Pizano
Prohibir por Constitución la dosis personal de droga logrará lo contrario a lo que se propone.
El Gobierno está preocupado por el aumento en el consumo de drogas ilícitas en Colombia, y, como solución, el presidente Álvaro Uribe "propondrá al Congreso, a través del ministro Fernando Londoño, introducir en la reforma constitucional un artículo donde se sancione penalmente el consumo de la dosis personal" (EL TIEMPO, 29 de septiembre).
La dosis personal es hija de un acto filosófico y jurídico de la Corte Constitucional que en 1994 derogó los artículos del Estatuto Nacional de Estupefacientes donde se prescribía cárcel y tratamiento médico a los consumidores. Desde entonces, un ciudadano que porte menos de un gramo de cocaína, 20 de marihuana o 5 de hachís incurre apenas en una contravención.
Antes de que el Gobierno restablezca la prohibición y la atornille en la mismísima Constitución Nacional para que no la toque la Corte, le recomiendo que consulte algunos estudios sobre la lucha contra el consumo de drogas. Estados Unidos, país donde han fallado todos los intentos de reducirla mediante la prohibición, ofrece pistas interesantes. En 1980, la tasa de encarcelación por delitos relacionados con drogas era de 15 por 100.000 habitantes; en 1996 se había multiplicado por diez (era ya de 148 por 100.000), pero el consumo general no disminuía. Ya que somos casi un estado fantasma de la Unión Americana (ahora hasta los grandes delincuentes, como Carlos Castaño, negocian directa y secretamente con Washington una justicia particular), deberíamos aprender la lección: el aumento de las penas por consumo incrementa el número de presos, pero no mengua la demanda. En 1977, la Corporación Rand concluyó que "recortar el consumo de drogas mediante tratamiento y no mediante prisión reduce la criminalidad grave con eficiencia quince veces mayor".
También lo dice la experiencia doméstica. La ley colombiana de 1955 resolvió sancionar con penas de dos a siete años a quienes fumaran marihuana. En 1956 condenó a 53 personas por esta causa. En 1963, lejos de haber bajado, el consumo se había multiplicado por 11. Salvo ocasionales y breves revisiones, el espíritu prohibicionista prevaleció hasta hace ocho años, sin que descendiera el empleo de sicotrópicos. La dosis personal tampoco lo redujo, por supuesto, pero al menos al que se fuma un cacho ya no lo mandan a una penitenciaría atiborrada para que, por tan poca cosa, lo violen, le enseñen vicios y delitos peores y salga transformado en un marginal absoluto.
Esto se logra cuando encarcelan a quienes meten droga: formar un país de reclusos. Estados Unidos lo sabe. Allí, 2 millones de ciudadanos permanecen entre rejas, 4,5 millones están libres bajo fianza y 3 millones más son ex presidiarios. Unos 400.000 detenidos proceden de crímenes por droga, desde consumo hasta venta y tráfico. Son las cifras más altas del mundo. Y, sin embargo, como dice el profesor John Gray, "el empleo de droga es más endémico e incontrolado allí que en cualquier otro país".
Convertir a los varetos en delincuentes por reforma constitucional no es solo un exabrupto jurídico, sino que los vuelve carne de presidio y de chantaje policial, sin curar su adicción. Con ello se agrega trabajo a las autoridades -incapaces ya de frenar a los criminales peligrosos-, hacinamiento a las prisiones y gastos al presupuesto nacional. La cárcel es para los narcotraficantes; las campañas de prevención y rehabilitación, para los consumidores.
Tres cosas sorprenden en la propuesta oficial. Primero, la desinformación. Cuando muchos países del mundo -aun varios Estados gringos- reconocen el fracaso de la prohibición de la droga y buscan otros caminos para recuperar una guerra perdida, Colombia pretende lanzarse a un seguro fracaso social.
La segunda es el talante autoritario que esta "solución" revela. Al menor obstáculo, el Gobierno acude a la fuerza. Es el mismo impulso que, en otro orden, privilegia la bala sobre el diálogo político. ¿Que aumentan los consumidores de droga? Pues a la cárcel con ellos. Un día pensará que el adulterio atenta contra la familia, y enguandocará a las mujeres que tengan amante. No es un chiste: así fue durante muchos años.
La tercera es la estirpe fundamentalista de la propuesta. El Presidente no se contenta con una ley que penalice la droga: quiere alojarla en la Constitución, donde sea muy difícil cambiarla. Londoño, que fue profesor de derecho, habría desaconsejado en su cátedra este tic de llevar a la Carta Magna toda iniciativa personal que el Gobierno considere interesante.
Si prohibimos la dosis mínima en un artículo de la Constitución, ¿por qué no consagrar en otro la importancia de obedecer el semáforo? Se sabe que la violación de las leyes de tráfico deja cada año más muertos que el uso de drogas.
Algún día el presidente Uribe y los demás gobernantes entenderán que el consumo caerá cuando deje de ser una lucrativa tentación administrada por la mafia. Es decir, cuando se haga con la droga lo que con el alcohol. A nadie se le ocurriría hoy rehabilitar borrachitos encerrándolos en el calabozo, sino acudiendo a Alcohólicos Anónimos.
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