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EN EL AGRO: ESPECIALIZACIÓN COLONIAL[1]

 

Jorge Enrique Robledo Castillo[2]

 

El Plan Colombia tiene dos partes. Una, la más conocida y comentada, tiene que ver con el aumento de la injerencia militar de Estados Unidos en los asuntos internos del país. Además, la “ayuda” viene condicionada a definir cómo se gastarán 4.700 millones de dólares de los recursos del país en los próximos años, suma que tiene el obvio propósito de embellecer el Plan, acrecentando, en términos de la consabida demagogia, la plata norteamericana. Y en el mencionado convenio también se define la orientación de toda la economía nacional en los próximos años.

Al respecto de la política agraria, el Plan Colombia señala:

“En los últimos diez años, Colombia ha abierto su economía, tradicionalmente cerrada... el sector agropecuario ha sufrido graves impactos ya que la producción de algunos cereales tales como el trigo, el maíz, la cebada, y otros productos básicos como soya, algodón y sorgo han resultado poco competitivos en los mercados internacionales. Como resultado de ello —agrega— se han perdido 700 mil hectáreas de producción agrícola frente al aumento de importaciones durante los años 90, y esto a su vez ha sido un golpe dramático al empleo en las áreas rurales”. Y concluye: “La modernización esperada de la agricultura en Colombia ha progresado en forma muy lenta, ya que los cultivos permanentes en los cuales Colombia es competitiva como país tropical, requieren de inversiones y créditos sustanciales puesto que son de rendimiento tardío”[3].

Nada más, pero tampoco nada menos. Es evidente que el Plan Colombia ni siquiera hace demagogia sobre recuperar las 700 mil hectáreas de cultivos transitorios perdidas bajo el peso de unas importaciones agropecuarias que llegaron a siete millones de toneladas o impedir la ruina de la producción cerealera sobreviviente y toda la que no resista la muy dura competencia del mercado mundial, a pesar de reconocer que el gran debilitamiento de esos sectores ha lesionado en materia grave la producción y el empleo en el campo. Y es notorio también que lo pactado somete al país a especializarse en cultivos tropicales, especies que por causa del clima no pueden producirse en las zonas templadas, donde se localiza Estados Unidos. Lo leonino del compromiso salta a la vista: los estadounidenses “renuncian” a producir lo que no pueden cultivar y los colombianos aceptamos no sembrar buena parte de lo que sí podemos cosechar.

Y en la misma dirección de lo definido en el Plan Colombia se redactó el acuerdo firmado con el Fondo Monetario Internacional. Allí se señala que se seguirá actuando en consonancia con las definiciones de la Organización Mundial del Comercio y que, además, el país también deberá someterse al Área de Libre Comercio de las Américas —ALCA—, compromiso que ya formalizó Andrés Pastrana Arango.

El ALCA es un acuerdo de todos los países de América, exceptuando a Cuba, para conformar un sólo gran mercado en el continente, el cual debe empezar a funcionar en el 2005 mediante disminuciones arancelarias y supresión de cuotas, hasta llegar a aranceles cero y total libertad para el movimiento de los capitales y las mercancías en el 2015. De acuerdo con Robert Zoellick, representante de la oficina de comercio de Estados Unidos,

El ALCA abrirá los mercados de América Latina y el Caribe a las empresas y agricultores de Estados Unidos al eliminar las barreras al comercio, a las inversiones y los servicios...[4]

Es importante aclarar que con lo perniciosa que ha sido la apertura definida en 1990, ésta no fue total. Todo lo que queda del agro nacional aún está protegido, bien sea por aranceles o cuotas a las importaciones. Por ejemplo, entre paréntesis los aranceles a algunos productos: maíz amarillo (49%), arroz (72%), frijol soya (40%), sorgo (49%), azúcar (46%) y trozos de pollo (102%), con lo que queda en evidencia que, con el ALCA, estos sectores tenderán a desaparecer

En el caso del arroz, uno de los cultivos mecanizados sobrevivientes en el país, no obstante los graves problemas de rentabilidad que ha tenido por la eliminación de los precios de sustentación definida con la eliminación del Idema y por la importaciones de arroz por las fronteras venezolana y ecuatoriana, hay cómo mostrar que, como se dice, “vienen por él”. Linda Kotschwar, ponente por el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos en el XIII Congreso Internacional de Induarroz, en octubre de 1998, afirmó:

“En 1997/98 América Latina se ha convertido en un mercado muy importante (para el arroz norteamericano), específicamente Colombia y Ecuador (...) También es factible —agregó— que Colombia se convierta en un mercado regular para el arroz norteamericano”[5].

Y en ese mismo evento, el pensamiento del neoliberalismo colombiano sobre el arroz y el azúcar lo expresó con cierta franqueza el funcionario del Banco de la República, Carlos Felipe Jaramillo. Allí dijo:

"En las negociaciones internacionales el tema del arroz y del azúcar siempre genera discordia y rechazo entre nuestros socios. Se suele preguntar: ¿por qué Colombia protege estos dos cultivos? ¿Qué tienen de especial esos cultivos? ¿Qué es lo que están escondiendo? Si las protecciones fueran relativamente bajas, de niveles de 10%, 15% o 20%, se podría argumentar que esos niveles son normales y se generarían menos presiones. El problema es que el arroz y el azúcar son los únicos cultivos con niveles de protección del 60% y 70%",

al tiempo que silenció que la "protección" de la que habla no tiene origen en los estímulos que reciben los arroceros colombianos sino los extranjeros. Y agregó:

"participé en las negociaciones del GATT y en la formación de la OMC. Conozco la naturaleza de estas discusiones y debo advertirles que el arroz en estos momentos se encuentra en una situación vulnerable. Durante la nueva ronda de negociaciones del GATT que se inicia en 1999, a Colombia le van a reclamar por la protección elevada del arroz. Esto también ocurrirá en las negociaciones de una zona de libre comercio de las Américas"[6].

Además, como la mayor apertura que busca imponer el ALCA es con todos los países del continente, unos nos golpearán por sus desarrollos y otros por sus pobrezas. Entre los primeros aparecen Estados Unidos, obviamente, y Canadá y México, este último en buena medida simple maquilador de los monopolios gringos que exportan de todo desde allí, hasta comida procesada[7], aunque también son de temer Brasil y Argentina, con establecimientos industriales y agropecuarios más poderosos que los colombianos. Y en el segundo grupo están los demás, fuertes competidores en razón de sus miserables condiciones laborales, como lo vienen demostrando las crecientes importaciones a Colombia de productos del Ecuador, incluidas las de café. Pero, de lejos, las grandes beneficiadas con el ALCA serán las transnacionales norteamericanas, así algunas decidan instalarse en otros países del continente a la caza de impuestos menores y mano de obra y materias primas baratas, en consonancia con los “intereses nacionales” estadounidenses, como en cada decisión que toman les gusta refregarlo a sus presidentes. Tan peliagudas aparecen las cosas que Myles Frechette advirtió que George W. Bush escogerá los acuerdos “que sean más provechosos para E.U.” y preguntó: “¿Estará listo el sector privado (colombiano) para competir con los productos norteamericanos antes del 2004?”[8].

Claro que los colombianos que trabajan con las transnacionales que operan en el país y la tecnocracia neoliberal criolla ya salieron con la baratija de que todo el problema se limita a “saber negociar” el ALCA, como si no se supiera que fueron precisamente ellos los que “negociaron” los acuerdos en la Organización Mundial del Comercio que desquiciaron la industria y el agro y los que “negociarán” los que vienen, y como si alguien dudara que las suertes de estos personajes están atadas a las de sus patrones y socios                                                      y a los puestos que logren conseguir en las agencias internacionales de crédito.

Por lo demás, la especialización del país en productos tropicales como parte de las políticas neoliberales ha sido expresada por distintos funcionarios de alto nivel, así no haya sido con la franqueza que sería de esperar de acuerdo con la gravedad implícita en esa orientación. En 1997, cuando a la ministra de Agricultura se le pidió su opinión acerca de que las importaciones de maíz habían pasado de 17 mil a 1.7 millones de toneladas, respondió:

Colombia tiene que entender que no puede ser un país competitivo en producción de cereales”[9],

Por su parte, Alvaro Uribe Calad, Director Corpoica, explicó:

nos parece que seguir sembrando maíz, cebada y otros cereales es desperdiciar el esfuerzo y la inversión porque en ese campo no somos rentables y tenemos mucha competencia”[10]

Y Luis Arango Nieto, viceministro Agricultura y miembro del estrecho círculo que rodea a Andrés Pastrana Arango, en la misma semana del Paro Nacional Agropecuario, dijo que “desde el punto de vista del abastecimiento del país él no” observa las importaciones agrícolas “como algo negativo”, a lo que, poniéndole una lápida al agro nacional, agregó:

el país no tiene que producir todo lo que necesita, sino que los colombianos deben tener acceso a productos más baratos y competitivos”[11].

Que de lo que se trata con la apertura neoliberal es de eliminar competidores, para darle salida a la crisis de superproducción de Estados Unidos y de las restantes potencias, no hay duda. Para el caso del agro, Lester Turow explicó:

el mundo sencillamente puede producir más que lo que necesitan comer los que tienen dinero para pagar. Ningún gobierno firmará un acuerdo que obligue a un elevado número de sus agricultores y a una gran extensión de sus tierras a retirarse de la agricultura”[12],

La estricta y definitiva especialización de Colombia en cultivos tropicales, con el argumento de que el país no es “competitivo” en nada más[13], constituiría un desastre de proporciones indescriptibles para la economía nacional.

En primer término, la reducción del área sembrada sería inmensa, porque no existe ni la más remota posibilidad de cubrir toda la superficie agrícola que hoy tiene el país con cultivos del trópico. Baste saber que la más reciente propuesta de Andrés Pastrana Arango en “defensa” de la caficultura consiste en reducir en 300 mil hectáreas los cafetales colombianos. Y pensar en pasar a ganadería todas la tierras nacionales —incluidas las de altas calidades, como las del valle del Cauca— constituiría una monstruosidad, y no solo porque el impacto socioeconómico de la producción de ganado es sustancialmente inferior. Resulta muy probable que ni esa opción pueda concretarse, porque en leche no hay cómo competir contra las tecnologías y los subsidios foráneos y porque, seguramente, en carne de res tampoco, dado que ésta también sufriría por la competencia directa y por la que le harían sustitutos como el pollo.

Con la mencionada especialización acabarían de desaparecer los sectores más modernos de la agricultura nacional, donde se aclimataron los mayores desarrollos tecnológicos. En el arroz, cuya productividad por hectárea está entre las altas del mundo, quedaron refugiados quienes cultivaban algodón y otros cereales. Y buena parte de las tierras productoras de maíz, soya, arroz, etc. del valle del Cauca terminaron plantadas, ante el embate de la apertura, en caña de azúcar, siendo éste uno de los sectores más avanzados de la agroindustria del país y, según se vio atrás, también uno de los más amenazados. Quienes duden de que las cosas puedan llegar a tanto, que miren hacia el departamento del Cesar, donde a los tractores del algodón se los come el óxido en los campamentos abandonados de las fincas.

El golpe que le significaría al mercado interno la definitiva pérdida de todo lo que no sean productos tropicales sería bárbaro. ¿Qué pasaría, por ejemplo, en todas las actividades económicas del Tolima sin los ingresos de los empresarios y campesinos que cultivan arroz en sus tierras y sin los millones de jornales de sus obreros agrícolas? ¿Qué al Valle si se arruinan los ingenios azucareros y terminan en el desempleo las decenas de millares de corteros? ¿Y qué a Boyacá, Cundinamarca y Nariño sin la papa, la única agricultura de importancia que queda en las tierras frías del país, exceptuando a las flores, luego de que desaparecieran el trigo y la cebada[14]? ¿Alguien ha hecho la cuenta de lo mucho que debilitó al mercado interno nacional la decisión de acabar con la producción de trigo en el país, cereal del que fuimos autosuficientes hasta los inicios de la década de 1960, y que fue eliminado para darle salida a los llamados “excedentes agrícolas” norteamericanos? Y cuando se habla de mercado interno no se refiere solo a la disminución de las ventas de bienes de consumo. También se llama la atención sobre todo lo que tiene que ver con los diferentes insumos necesarios para la producción agrícola, parte vital del progreso industrial de cualquier nación. ¿O será que la agricultura norteamericana no constituye uno de los pilares de las industrias del acero, automotriz, metalmecánica, petroquímica e ingeniería genética de ese país?

La pérdida de mayor gravedad sería la de la seguridad alimentaria de Colombia, entendida ésta como la capacidad que debe tenerse para producir internamente la dieta básica de la nación. Y el concepto, si se entiende bien, tiene que ver con el de soberanía nacional, porque es obvio que país que no produzca la comida de su pueblo será sometido al chantaje que le quieran imponer los países de donde deba importarse, así como al de las transnacionales que la comercializan en el mundo. Comentando hasta donde están dispuestas a llegar las potencias en las retaliaciones contra los países que no se sometan a sus designios, el secretario del Tesoro norteamericano afirmó:

incluso la importación de alimentos sería restringida. Una perspectiva bien poco agradable”[15].

A lo anterior hay que agregar que este debate sobre la seguridad alimentaria viene siendo enredado, con todo propósito, por los neoliberales, quienes señalan que ésta no debe pensarse como un problema nacional —de los 40 millones de colombianos— sino como un asunto que le atañe únicamente al campesinado, por lo que proponen que el concepto no se use para ir más allá de lograr que cada familia campesina produzca en su parcela la comida que requiera. Esta manera de ver las cosas implica sacar al campesinado de la lucha por resistirle a la apertura, enterrándolo, además, en la miseria propia de la economía natural, hecho que ni siquiera lo eximirá de su ruina final, porque uno de los más notorios objetivos de la globalización consiste en eliminar todas las economías que no sean monopolistas. Y esa concepción llama al campesinado a renunciar al mercado interno como el mercado natural de sus productos, pues acepta que se traiga del exterior la comida de quienes no sean productores directos, es decir, de todos los habitantes de las zonas urbanas y de buena parte de las rurales, pues es imposible que cada campesino cultive la totalidad de su alimentación, para no mencionar la de los jornaleros, quienes por definición carecen de tierras propias donde cultivar.

Pero lo anterior no debe entenderse como un ataque a que el campesinado siembre más productos de pancoger en sus parcelas, como una manera de resistirle parcial y temporalmente a la crisis de la apertura; simplemente, se le señalan las evidentes limitaciones a esa estrategia y, principalmente, se llama la atención sobre la importancia de defender la seguridad alimentaria como un problema nacional, incluso en medio de la lucha por lograr que el campesinado sea menos dependiente de la comida importada. La invitación también es a que los esfuerzos por mejorar la microeconomía no terminen convertidos en pretextos para no atender los problemas macroeconómicos, que es lo que, en últimas, quiere el Fondo Monetario Internacional.

Productos tropicales, es decir, coloniales:

El concepto de economías coloniales se refiere a los desarrollos que los imperios les impusieron a sus colonias, con el propósito de establecer unas relaciones de dominación en las cuales los pueblos sometidos actuaran como mercados de los productos de las metrópolis y que éstas recibieran de aquéllos bienes que por alguna razón no estaban en condiciones de producir. En términos generales, las potencias se reservaron el monopolio de las mercancías de origen industrial y de las mineras y agrarias que estaban a su alcance, las cuales vendían en sus dominios al precio que se les antojara, y éstos exportaban barato, bien barato, lo que las metrópolis requerían. Fue típico de esta etapa que los pueblos sometidos exportaran sus bienes como materias primas, con muy poca o ninguna transformación, y que a esos productos el principal valor se les agregara en los centros donde se consumían.

En esta relación se reconocía abiertamente que los pueblos coloniales eran simples bestias de carga de los imperios y que éstos poseían el derecho militar, y hasta moral, de esquilmar hasta la miseria a sus vasallos, a quienes no se les permitía más desarrollo económico que el que fuera necesario para que la exacción colonial fuer posible. Para consolar a los explotados y oprimidos, se les decía que habían entrado a hacer parte del mundo “civilizado”.

Son conocidas las invocaciones con las cuales David Ricardo y Adam Smith intentaron reservarle a la Inglaterra de la época la producción de bienes manufacturados, mientras llamaban a los restantes países a especializarse en la producción de materias primas agrícolas o mineras. La división internacional del trabajo, las llamaron. Pero hay menor consciencia acerca de que esas teorías, que en ese momento se presentaron con la supuesta respetabilidad que daba catalogarlas de “científicas”, no pasaban de ser meros trucos con los que esos súbditos ingleses defendían los intereses de “su” imperio. De ahí que los franceses, norteamericanos y alemanes, naciones con menores desarrollos relativos en ese momento, nunca acogieran esas recomendaciones para aplicarlas en sus territorios, pero sí las impusieron en sus respectivos dominios coloniales o neocoloniales una vez pudieron hacerlo.

Si algo fue típico entre los productos coloniales fueron los agrícolas propios del trópico, pues como no pueden sembrarse en las zonas templadas, que es donde por razones históricas se han localizado los imperios, sirvieron de base a desarrollos económicos recortados en las colonias y sin causar siquiera la “molestia” de competir lo producido en las metrópolis, donde a partir de ellos se crearon algunas de las mayores transnacionales del mundo.

Con el paso del colonialismo al neolcolonialismo no desapareció la explotación en las relaciones entre los imperios y los países que no lograron liberarse de sus órbitas, así éstos hubieran alcanzado las más formales de las independencias políticas. Simplemente, la dominación económica se hizo velada y sutil y se llenó de eufemismos. Entre esos eufemismos el más conocido consiste en afirmar que el capital financiero imperialista le “ayuda” al desarrollo de los países atrasados de la tierra. Y en la literatura económica poco volvió a hablarse de productos coloniales, frase que fue reemplazada por la de bienes básicos o primarios, aunque su definición sea la misma: son aquéllos de origen agrario o minero que se exportan con muy poca o ninguna transformación, por lo que la principal parte de su valor final se les agrega en los países desarrollados.

La especialización colonial en la producción de materias agrícolas o mineras para la exportación estuvo generalmente atada a la monoproducción, otra característica indeseable que significa una excesiva dependencia de uno o muy pocos productos, porque país que se especialice en ese grado queda condenado a padecer por la tremenda vulnerabilidad económica implícita en la falta de diversidad de su economía.

También singulariza a los productos coloniales que su comercio internacional lo controlan las transnacionales, empresas que tienen como países sede a los grandes imperios a los que se les exportan esos bienes. Y es obvio que esos monopolios poderosísimos imponen los precios a voluntad. Los sucesos del café de la última década son ilustrativos de cómo el mercado “libre” no pasa de ser la libertad otorgada a las transnacionales para que esquilmen a su antojo a los países cafeteros. De acuerdo con Daniele Gianvannucci, funcionario del Banco Mundial, en la década de 1980 —cuando el Pacto Internacional del Café algún control le ponía a las ganancias de los monopolios del comercio y la industrialización del grano—, los consumidores finales pagaban 30 mil millones de dólares al año y los países productores recibían 9 mil millones; en tanto en los años 90, los consumidores pagaron 55 mil millones de dólares y los productores recibieron apenas 7 mil millones[16]. Claro que en esta diferencia de escándalo no cuenta solo el rompimiento de los acuerdos de cuotas vigentes hasta 1989; también define, y de qué manera, que Estados Unidos y Francia, con recursos del Banco Mundial, estimularon la superproducción mediante la política de aumentar la siembras de cafetales en Asia. Si algo no debe perderse de vista en la globalización neoliberal es que al capitalismo es un sistema de competencia feroz entre los individuos, capaz de imponer hasta la ruina de quien sea si eso da ganancia, y que ese tipo de relación puede imponerse también entre las naciones.

Sin embargo, la cabal comprensión de la naturaleza colonial de un producto exige ir más allá de la mención de que se exporta como materia prima para que algún monopolio lo procese y se gane la parte del león. Requiere entender también que las realidades económicas impuestas por el gran capital financiero internacional hacen prácticamente imposible modificar esa relación desventajosa en favor de los países neocoloniales, salvo que, por razones particulares del interés de los monopolios, éstos decidan sacar de sus países sedes los procesos de transformación.

Este aspecto del análisis tiene su importancia para no alentar falsas ilusiones, pero, sobre todo, para impedir que con argumentos supuestamente “nacionalistas” se atente contra la institucionalidad cafetera que en algo protege la exportación del café como producto primario. Curiosamente, fueron los mismos personajes que aplaudieron el rompimiento del Pacto Cafetero y que abierta o disimuladamente han pedido que se elimine la intervención en el mercado del café colombiano quienes, un buen día, generaron un pequeño escándalo afirmando que la crisis cafetera actual se explicaba porque el país no exportaba su grano procesado. Que lo que había que hacer —dijeron— “era mandar unos cuantos paisas bien avispados a Nueva York” a que inundaran con café colombiano las estanterías de los supermercados. Lo que olvidaron en su alarde retórico fue que eso se dice más fácil de lo que se hace, porque, obviamente, para ello es menester desalojar a unos competidores que juegan en la cúspide de las finanzas del mundo y que no vacilan en aplicar hasta el dumping (la venta a pérdida) para liquidar a cualquier competidor que no posea tesorerías tan bien nutridas como las suyas.

Como se sabe, el llamado self space —el espacio en las estanterías de los supermercados— no está disponible para el que desee llegar a ocuparlo; hay que quitárselo a quienes lo tienen y éstos, aun si no son los propietarios de las propias cadenas de distribución, lo disputan ofreciendo distintas variedades de café y otros muchos productos. Tan difícil es introducir una nueva marca de cualquier producto en el mercado norteamericano, por ejemplo, que hay estudios que señalan que en la operación deben arriesgarse alrededor de cien millones de dólares y sin embargo fracasan nueve de cada diez intentos. Para completar el tema debe saberse que los países consumidores gravan con aranceles las importaciones de café procesado para impedir que se afecten sus industriales y sus empleos y que hasta tienen la posibilidad legal de tomar medidas retaliatorias contra los países productores que se atrevan a aumentar las exportaciones de grano procesado. A diferencia de lo que ocurre en Colombia, esos gobiernos sí usan la soberanía nacional para defender a sus compatriotas. Al respecto, dicen Roberto Junguito y Diego Pizano:

“... ya que la ‘Ley de Comercio’ tiene claramente un carácter proteccionista para la industria norteamericana, y busca defender el empleo de mano de obra en ese país, un aumento excesivo de los precios, por ejemplo, que afecte la industria de torrefacción, o el incremento de exportaciones de café procesado, podrían llegar a ser motivo para la adopción de medidas discriminatorias”[17].

Por consiguiente, no es que no se entienda que para Colombia podría ser mejor otra realidad, o que se desconozca la importancia de agregarles valor a la materias primas nacionales, o que siquiera se plantee que no se intente exportar café procesado. Por el contrario, si alguna empresa nacional emprende la tarea de introducir grano transformado en los mercados de los países desarrollados, buen viento y buena mar. Pero hasta los más optimistas tendrán que reconocer la complejidad del asunto y deberán aceptar que la actual crisis no se superará por ese camino, pues, en el mejor de los casos, un aumento notable de los embarques de grano procesado sería un proceso que tardaría décadas. Tan compleja vieron la concreción de su idea los que propusieron resolver el problema actual de los cafeteros colombianos mediante el procesamiento del café nacional, que terminaron deslizándose hacia una posición paradójica: que las plantas de procesamiento debían establecerlas en Colombia las mismas transnacionales que supuestamente deseaban derrotar, con lo cual, obviamente, recogieron su posición inicial y la vaciaron de contenido, porque, en este caso, la parte principal del trabajo nacional agregado en la industrialización del grano no acumularía riqueza en el país sino en el exterior y esas plantas sólo aparecerían el día en que les interesara a los monopolios foráneos, tal y como ya ocurre con varias de las factorías que producen café soluble en el país para venderlo en el exterior.

El otro aspecto que merece comentarse sobre el procesamiento del café en el país tiene que ver con que esa propuesta se ha hecho creando la impresión de que así se le mejoraría el precio de compra al agricultor. Y nada más falso, porque es apenas obvio que quien industrializara café en Colombia compraría la materia prima tan barata como la adquieren quienes lo hacen para exportarla. Sólo un necio podría argüir que el capital industrial involucrado en esa operación, así fuera nacional, les trasladaría una porción o toda su utilidad a los caficultores. Ello equivaldría a negar algo que es ABC en el capitalismo: cada capital adquiere el derecho de apoderarse de la parte de la ganancia que le corresponda a cada fase de la operación, como bien lo ilustran las utilidades que consiguen los que tienen por negocio el transporte del café. La única manera que tendrían los cultivadores de apropiarse de ganancias industriales consistiría en que ellos mismos financiaran esas operaciones. Pero así obtendrían rendimientos por sus inversiones como industriales, lo que no los eximiría de seguir perdiendo como agricultores. Y si esa fuera la acción escogida, solo podrían aspirar a participar en ella todos los caficultores colombianos logrando que esas plantas fueran creadas por las instituciones que los representan y las cuales funcionan, no debe olvidarse, con sus aportes.

En conclusión, puede decirse con Jorge Ramírez Ocampo, al concluir un estudio en el que reseñó los avatares del comercio cafetero en el mundo:

“... después de recorrer las fluctuaciones de los precios del café y las dificultades que han encontrado los países exportadores para mantener sus ingresos de divisas en medio de los vaivenes de carácter estructural y especulativo, no es exagerado calificar a los países exportadores de café como naciones proletarias[18].

Y la condición de nación proletaria es la peor que pueda sufrirse en el mundo de las economías de mercado, tal y como le ocurre a los obreros en sus respectivos países, que es de donde Ramírez extrae su metáfora.

El otro hecho que acompaña a los productos tropicales es que padecen por lo que los economistas llaman el deterioro de los términos de intercambio, concepto que significa que con la misma cantidad de éstos cada vez se compra una menor cantidad de los bienes manufacturados que deben importarse de los países desarrollados. Un ejemplo con cifras imaginarias ilustra el punto: si hace dos décadas con la venta de 100 sacos de café se compraba un automóvil, hoy ya se necesitan vender 150. Y la razón última de este fenómeno es simple: mientras el valor agregado en el café como materia prima sigue siendo básicamente el mismo, el de los automóviles aumenta en la medida en que se hacen más refinados y complejos.

Además, el consumo de los productos tropicales crece a una tasa menor que lo que crece el conjunto de la economía de los países desarrollados, en los cuales cada vez se gasta menos, relativamente, en comida, mientras aumenta el gasto en bienes industriales. Es fácil entender que quien desayuna con una tasa de café no pasa a tomarse diez el día en que se gana la lotería. De este hecho, y de la especialización que se les impone a los países tropicales en ese tipo de productos, sumado a la desesperada búsqueda de las divisas que requieren para atender sus importaciones y el pago de sus deudas externas, se deriva una tendencia hacia su superproducción y a los precios bajos que vienen con ella, otra característica detestable de este tipo de cultivos. Y este cuadro desastroso se completa cuando se sabe que no puede resolverse el problema de la baja de sus precios apelando al crecimiento de sus exportaciones, porque cada aumento de los despachos produce una caída de las cotizaciones más que proporcional, lo que significa que los precios, inevitablemente, caen con mayor fuerza que los incrementos en los embarques.

Complica también a los productos tropicales que, casi sin excepción, no hacen parte de la dieta básica de la humanidad, por lo que, en las crisis económicas, sus consumos y sus precios tienden a caer en picada, al tiempo en que esas mermas en las ventas difícilmente pueden subsanarse con el aumento del consumo interno. Si la crisis global capitalista en ciernes se agravara, cosa que seguramente sucederá, lo natural sería que bajara el consumo de productos como el café y el banano, y con ello sus cotizaciones internacionales, para no mencionar lo que podría ocurrirle a ocurrencias para desarrollar al agro nacional como la uchuvas y las pitayas.

El otro hecho negativo cierto sobre los cultivos tropicales, el cual se menciona poco o nada, tiene que ver con que mecanizarlos resulta difícil o imposible, en todo o en parte de sus procesos de cultivo y recolección, como bien lo ilustran el café, el cacao, el banano y la palma africana. Esto presupone operaciones muy intensivas en mano de obra y éstas, a su vez, van atadas —tienen que ir— a bajos precios de la mano de obra, lastre que inevitablemente debe superar cualquier nación que quiera poseer un mercado interno poderoso, requisito para salir del subdesarrollo. De esta característica también se deriva que, en muy buena medida, la competencia internacional en estos productos se fundamenta en los bajos salarios o, dicho de manera más directa, se compite a punta de hambre. El mensaje que les están mandando los gringos a los caficultores del mundo es sencillo: “quien quiera sobrevivir como productor tendrá que aprender a aguantar el hambre que aguantan los campesinos y jornaleros vietnamitas”.

La otra consideración que puede hacerse sobre los cultivos tropicales en la globalización neoliberal, es si su cultivo permanecerá indefinidamente en manos de los colombianos o si terminará en poder del capital extranjero. El caso del banano y de las flores, en los que su producción ya se encuentra en parte en poder de monopolios foráneos, puede agravarse en el futuro.

Finalmente, unas preguntas que podrían tener respuestas desgraciadas en la medida en que el neoliberalismo siga imponiendo en el mundo sus recetas: ¿si el día de mañana los avances en la manipulación genética de las plantas permitiera producir café en Nueva York y banano en la Florida, y hacerlo a menores precios como seguramente sería en razón de sus avances tecnológicos y sus subsidios, también deberá renunciar Colombia a esos cultivos y dedicar la totalidad de sus tierras a cargar rastrojos? ¿Será un exceso de suspicacia pensar que, en el largo plazo, casi todo el territorio nacional pueda terminar también, como el Chocó y la amazonia, convertido en pulmón “de la humanidad”, como para la segunda se establece en el Plan Colombia?

Empezando la apertura, Francisco Mosquera, uno de los colombianos que mejor y de manera más temprana explicó lo que ocurriría, caracterizó la etapa como una de “recolonización” imperialista, en la que se endurecerían hasta niveles insospechados las relaciones neocoloniales que desde hacía décadas padecía Colombia con Estados Unidos. Y hubo algunos que, aun vislumbrando el calibre de la amenaza, les pareció que usar ese término constituía una exageración. Pero los hechos, los tozudos hechos, vienen dándole la razón a quien en vida fuera uno de los más geniales pensadores del país. Al respecto, Abdón Espinosa Valderrama afirmó:

La globalización, como el libre cambio, se concibe y vende a la luz de los intereses de las grandes potencias, cualesquiera sean sus nocivas implicaciones para el Tercer Mundo. Contra lo pregonado al fin de la Segunda Guerra Mundial, el colonialismo no desapareció a su término. Tomó nuevas modalidades y se ingenió nuevos instrumentos...”[19].

Y aun antes de que el mundo tuviera que observar y padecer la manera cómo George W. Bush blande con todavía más fuerza y descaro el big stick, con el pretexto de los actos terroristas contra las Torres Gemelas y el Pentágono, el propio Juan Pablo Segundo, expresó su preocupación porque la globalización neoliberal se esté convirtiendo en “una nueva versión del colonialismo”[20]

El debate que se realiza en Colombia y en el mundo no es, entonces, si existen relaciones económicas internacionales, como con una mezcla de estupidez y astucia alegan los neoliberales. Y ni siquiera es acerca de si hay o no una economía de carácter global, hecho que empezó a configurarse desde la llegada de Colón a América y que ya en el siglo XIX constituía una realidad indiscutible. La controversia reside en si la globalización del presente y el futuro de la humanidad será diferente a la que impusieron las potencias colonialistas, la cual perduró hasta bien entrado el siglo XX, cuando el mundo estaba aún más “abierto” que el de hoy. El pleito está en si los intercambios se harán con el tamiz del cabal ejercicio de las soberanías nacionales de todos los países, de forma que se garanticen intercambios de respeto mutuo y beneficio recíproco, o si lo que se impondrán serán los excluyentes intereses y derechos de las potencias y, en últimas, de la única superpotencia global que existe: los Estados Unidos de América.

Es obvio que la especialización del agro en productos tropicales constituye una evidente imposición imperialista de carácter colonial, razón de sobra para repudiarla sin vacilaciones. Pero también se sabe que en economía la confrontación teórica suele presuponer intereses divergentes y, en este caso, absolutamente contradictorios con el imperio norteamericano y con quienes en el país fungen de colaboracionistas. De ahí también se deriva una batalla política y social de proporciones gigantescas, nunca vista en la historia republicana del país, salvo que la nación se resigne a retrotraerse a estadios que parecían superados, lucha que solo podrá ganarse si se logra unir a todos aquellos —campesinos, indígenas, obreros, empleados, trabajadores por cuenta propia y empresarios— que estén dispuestos a ofrecerle resistencia civil a la agresión de la que está siendo objeto Colombia.

Manizales, 15 de octubre de 2001.



[1] Ponencia presentada en el Seminario Internacional “Plan Colombia, una mirada a sus impactos políticos, económicos, sociales y ambientales”, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 12 a 14 de septiembre de 2001.

[2]  Profesor Titular, Universidad Nacional de Colombia, Sede Manizales.

[3]  Subrayado en este texto.

[4] Departamento de Estado Noticias desde Washington. Fecha: Mon, 9 Jul 2001 14:49:50 –0500. Servicio noticioso desde Washington. 05 July 2001, por internet. Subrayados en este texto.

[5] Revista Induarroz, marzo de 1999. Subrayado en este texto.

[6] Ibid., p. 70.

[7] Ver “Comida ‘hecha en México’ para toda Latinoamérica”, The Walls Street Journal Americas, 13 de diciembre de 1999.

[8] El Tiempo del 2 de febrero de 2001.

[9] El Tiempo, 1º de noviembre de 1.997.

[10] El Espectador, Agosto17 de 1998, p. 2b.

[11] El Tiempo, 5 de julio de 2001.

[12] Thurow, Lester, La guerra del siglo XXI,  p.73, Vergara, Buenos Aires, 1992. Subrayado en este texto. Es obvio que el autor se refería a los gobiernos de los países desarrollados y no a los de Gaviria, Samper y Pastrana.

[13]  Se pone competitivo entre comillas porque no es posible competir con el gran desarrollo tecnológico de Estados Unidos y las otras potencias industriales, aun si éstos no le otorgaran a sus agricultores y ganaderos 370 mil millones de dólares anuales en subsidios directos.

[14]  En el solo estado de Idaho, en Estados Unidos, hay 2.160.000 toneladas de papa en bodegas que no tienen compradores. The Economist, 14 de julio de 2001.

[15]  Roddick, Jaqueline, El negocio de la deuda externa, p. 80, El Áncora Editores, Bogotá, 1990..

[16]  El Tiempo, 8 de octubre de 2001, p. 3-6.

[17]  Junguito, Roberto, y Pizano, Diego, El Comercio exterior y la política internacional del café, p. 85, Fondo Cultural Cafetero y Fedesarrollo, Bogotá, 1993.

[18]  Ramírez Ocampo, Jorge, y Pérez Gómez, Silverio, 83 años de política cafetera internacional y la participación de Colombia en este proceso, Federación Nacional de Cafeteros, sin fecha en el libro, pero en él se analiza hasta octubre de 1982. Subrayado en este texto.

[19]  “Estrategia de corto plazo o aflictiva travesía”, por Abdón Espinoza Valderrama, El Tiempo, 23 de marzo de 1999, p. 5A. Subrayado en este texto.

[20]  “El Papa fustiga globalización”, al dirigirse a los miembros de la Academia Pontifical de Ciencias Sociales, reunidos en el Vaticano en su asamblea anual. El Tiempo, 28 de abril de 2001, p. 1-12.


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