Ver en detalle el articulo de Uricoechea y el ensayo de Marco Palacios.
Los intelectuales constituyen una categoría social de difícil precisión. En efecto, como es sabido, la relación histórica entre intelectual y vida pública está asociada a un momento preciso de la cultural eurooccidental: ese momento de fines del siglo XIX en que la controversia sobre una decisión del Estado y más específicamente del poder judicial, provocó la acción colectiva de reputadísimas figuras científicas, artísticas y literarias de Francia, encabezadas por Emilio Zola, seguido de otros como Anatole France, Marcel Proust. El episodio es conocido simplemente como el "Affaire Dreyfus", y el pronunciamiento publico como el Manifiesto de los Intelectuales(1898). Los intelectuales habían puesto en aquellas circunstancias al servicio del interés general de la sociedad lo que se ha considerado su privilegio, el ser depositarios de un capital específico, el capital cultural, un capital cuya característica esencial es que no se gasta tanto a favor de sus propietarios sino de causas que comprometen la sociedad en un momento determinado. Los signatarios, convencidos todos de la inocencia del oficial francés de origen judío, Dreyfus, acusado de espionaje a favor de los alemanes, tomaron partido por Dreyfus, es decir, le apostaron a la verdad y a la conciencia, frente a quienes invocando la razón de Estado se negaban a reconocer el error judicial y sus consecuencias. Cuál es su relación con el Estado, con el pasado nacional, con sus lealtades de clase y de partido, y cuál el alcance y límites de su autonomía, son las preguntas a las cuales desde entonces han tratado de responder, con diferentes enfoques teóricos y metodológicos … autores como Weber, Gramsci, Julien Benda, Robert Merton, Sartre, Norberto Bobbio, Pierre Bourdieu y muchos otros. Más allá, pues, de cualquier definición, el tema de los intelectuales es un tema esencialmente político.
Fue por consiguiente, un debate decisivo en la lucha por la democracia el que constituyó a los intelectuales como ``hombres públicos", como actor colectivo que se expresa no sólo a través de la escritura y de la representación, sino a través de la movilización. La convocatoria, como forma típica de protesta de los intelectuales contra la opresión y la guerra, se ha dicho, es lo que la huelga a los obreros2.
Hombres de letras y escritores desde luego que los hubo desde mucho antes, siglos antes, pero fue por primera vez en aquella fecha, 1898, y a raíz de aquel episodio, que esos hombres de letras, científicos e ideólogos, hablaron en representación de heterogéneas fuerzas sociales y de valores históricos de la cultura occidental, como los derechos del hombre, la verdad y la democracia, valores básicos de la sociedad que probablemente en una nación en crisis como la nuestra no sean los dominantes..
Independientemente, entonces, de cualquier definición normativa o sociológica que se adopte, tres serían, de acuerdo con lo anterior, los elementos constitutivos de la relación originaria: la interpelación a la opinión pública, el distanciamiento o ruptura frente al poder estatal, y el recurso a la acción colectiva, todo ello con el propósito bien definido de restablecer la justicia quebrantada, por encima de cualquiera otra consideración....3.
Son temas que siguen aún vivos al lado de tendencias que advierten sobre el declinio del poder de los intelectuales. En los Estados Unidos comenzó a hablarse desde hace un tiempo del destronamiento e incluso de la desaparición de los intelectuales de la escena pública . Desde luego es una dramatización de Russell Jacoby en su The Last Intellectuals, que casos como el de Noam Chomsky, o Edward Said, obligarían a matizar. Pero no deja de ser una apreciación muy significativa que apunta al problema mismo de la identidad colectiva de los intelectuales hoy. Diferente, muy diferente es la trayectoria y la perspectiva latinoamericana.
Segunda constatación y premisa esta vez de orden metodológico: cada momento histórico desarrolla formas características de intervención de los intelectuales y criterios de validación propios de esa intervención. Esto quiere decir que la participación y el compromiso del intelectual depende no sólo de la ubicación de éste como categoría social, sino también del tipo de sociedad en la cual se materializa su intervención, y de su entronque con la organización de la cultura. Su historia es parte de la historia social de la cultura.
Tercer presupuesto: vamos a asumir, para efectos de esta presentación, que cuando hablamos de ``intelectuales" nos estamos refiriendo a los intelectuales públicos5, es decir, a aquellos cuyo quehacer opera como referente en el debate y en la formación de opinión ciudadana.
Retomando los elementos enunciados, se puede afirmar que la categoría intelectual integra lo siguientes componentes: una definición intrínseca a la propia comunidad de intelectuales (la autopercepción de tales); una organización para la acción colectiva; y una relación específica con el poder-Estado. Es la conjunción de los tres la que permite diferenciar al intelectual del simple académico, científico o artista.
Dentro de las anteriores premisas generales, voy a enunciar e ilustrar un esquema histórico de la relación de los intelectuales con la política en la era republicana, centrado en Colombia, pero en diálogo permanente con la historia cultural del subcontinente.
Me voy a referir a cuatro momentos y modalidades de esa relación: a) Los intelectuales letrados b) Los Maestros c)Los Intelectuales crítico-contestatarios c) Los Intelectuales Ciudadanos o Intelectuales para la Democracia, y d) Los Intelectuales Mediadores.
Desde esta perspectiva resulta apenas lógico pensar que, si las letras ( a menudo asociadas a las leyes) eran la fuente del poder, el medio más idóneo para contrarrestarlo, sin subvertirlo, era también educarse...``paz, instrucción y progreso material bajo la Constitución de Rionegro", fue uno de los slogans de la era radical. Como lo han señalado Aline Helg y Jaime Jaramillo Uribe, la creencia en el poder rectificador de la educación se manifestaba, por ejemplo, en el hecho de que después de cada guerra se formulara frecuentemente una reforma educativa7, y si posible, para guardar el culto a las formas, una nueva Constitución, desde luego.
Educación para la democracia, es una consigna típicamente republicana, y como instrumento de promoción y nivelación compite con, o se constituye en alternativa a, la fortuna y el linaje. Instrucción pública, gratuita y obligatoria es quizás la bandera más consistentemente agitada durante el período liberal-radical que va de 1850 a 1880. La educación, como motor civilizatorio, jugará un papel central no solo a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX sino también en las primeras décadas del XX entre los sectores populares y revolucionarios, incluidos los anarquistas no sólo en Colombia sino en toda América Latina.
No obstante estos esfuerzos democratizadores, a menudo con efectos perversos, como en el caso de la educación respecto a los pueblos indigenas, durante el período de la Regeneración que cubre las dos últimas décadas del siglo XIX - tal como se ha podido señalar en varios estudios recientes 8- se logró tejer, en esa Colombia todavía agraria y pastoril, una estrecha relación entre los letrados dedicados a las lenguas y a la cultura clásicas, la filología y la gramática en particular, y el ejercicio del poder y el prestigio social. Del bien decir y del bien escribir, debía fluir de manera natural el buen gobernar, parecía ser la concepción de esta mirada elitista sobre la sociedad, la cultura y la política. Pureza de la raza, pureza de la lengua y pureza del cuerpo de la nación, eran elementos estructurantes de la metáfora civilizatoria9.
En la pugna de ordenadores simbólicos de la cultura terminan imponiéndose pues en el último cuarto del siglo XIX la Gramática y la Filología en estrecho maridaje con la política. La figura emblemática es Miguel Antonio Caro, fundador de la Academia de la Lengua de Colombia y luego Presidente de la República. No fue el único por lo demás.
La gramática y el estudio de la lengua en general, sumados a una visión católica y jerarquizada de la sociedad eran un componente esencial del orden socio-político. "La letra, dice el crítico uruguayo Angel Rama en su Ciudad Letrada, apareció como : la palanca del ascenso social, de la respetabilidad pública y de la incorporación a los centros de poder"10…
La relación entre las Letras y la política resultaba tan natural durante el siglo XIX, y en su forma extrema en Colombia, que los especialistas de las ramas aparentemente más apolíticas de las letras son los responsables de las grandes decisiones políticas en el tránsito del siglo XIX al XX. Baste evocar cuatro filólogos, gramáticos y en cuatro momentos cruciales: Miguel Antonio Caro es el artífice de la Constitución de 1886; Manuel Marroquín presidente de Colombia durante un trama de La Guerra de los Mil días y facilitador del proceso que llevó a al desmembramiento de Panamá; Marco Fidel Suárez gestor del restablecimiento de las relaciones con Estados Unidos, deterioradas con la pérdida de Panamá; Abadía Méndez, último presidente de la hegemonía conservadora administrador de la crisis económica mundial del 29.
Daba la impresión de que estos personajes, mientras más distantes, evasivos e incomunicados se presentaran frente a la sociedad real, tanto más exitosos resultaban en sus pretensiones políticas.
La importancia del idioma, se ha sugerido, estaba dada por el hecho de que éste constituía para la visión conservadora el vínculo directo con el pasado hispánico y colonial. La Iglesia podía encargarse de hacer el resto. En efecto, a las restricciones y al elitismo que imponía el culto al idioma, se sumaba otro factor de selección cultural: el que la Iglesia realizaba a través del fatídico Indice, uno de los más poderosos y abusivos instrumentos de control ideológico, pariente de la Inquisición, y mediante el cual se decidía sobre lo que podía o no leerse, almacenarse en las bibliotecas o exhibirse en las librerías.
La Regeneración, y a la larga la República Conservadora, significaban por consiguiente una incuestionable interrupción en el proceso de acercamiento al mundo experimental que se había iniciado desde los tiempos de José Celestino Mutis y de Francisco José de Caldas, en las postrimerías de la era colonial. Una verdadera transición regresiva, un contragolpe cultural, con su visión tiránica y homogeneizadora de la cultura y de la sociedad.
Los fundamentos materiales de ese tipo de visión, que se vieron reforzados por el formalismo y la retórica de los hombres de leyes, sobrevivieron con el cambio de siglo. Gramaticalidad y formalidad jurídica eran componentes indisociables del mismo universo mental.
Había desde luego opciones estéticas, idiomáticas y culturales alternativas, como las que irrumpían e Antioquia en confrontación abierta con el centralismo político y cultural de Bogotá; pero, eran sólo destellos, sin continuidad estructural.
El paradigma latinoamericano de la transición de la hegemonía cultural francohispana a la anglosajona será el Ariel (1900) de José Enrique Rodó11. El panamericanismo aparece en la coyuntura de fin de siglo XIX simultáneamente en su doble expresión: como factor liberador (en la guerra hispanoamericana que da la independencia a Cuba) y como nueva expresión del expansionismo, especialmente para Colombia, con el papel decisivo de los Estados Unidos en la desmembración de Panamá. José Martí en Cuba y José María Vargas Vila en Colombia actuarán como guardianes y voceros de la integridad latinoamericana.
Subterráneamente a la cultura elitista y dogmática de las postrimerías del siglo XIX hay dos corrientes que van a comenzar a diferenciar y a cambiar de manera decisiva el panorama cultural colombiano, los sistemas de representación y las sensibilidades.
La primera corriente cultural es la que el historiador norteamericano Frank Safford hace remontar a los esfuerzos borbónicos por introducir en la Nueva Granada los llamados ``conocimientos útiles". Se trata, en el esquema de Safford, de la consolidación de un ``ideal de lo práctico", cuyos valores y condiciones económicas sólo vinieron a cristalizarse, inicialmente, con la creación de la Universidad Nacional (1867) y, luego, con la fundación de la Escuela de Minas de Medellín (1888). Esta última, sobre todo, marcaba un incipiente desplazamiento hacia nuevas influencias culturales norteamericanas, creaba bases firmes para la formación de una élite técnica y empresarial (no necesariamente teórica, científica o intelectual) opuesta a la hegemonía política y cultural de las élites bogotanas, aunque estrechamente asociada a los patrones culturales de la Iglesia católica. Conjuga, pues, de manera muy original, invención empresarial con tradición religiosa. El culto a la Escritura y a la Palabra siguen latentes, pero comienzan a verse competidos por una nueva racionalidad y por el culto a la producción material y a la gestión administrativa. El papel de los ingenieros, de los técnicos, de los economistas y de los pedagogos comenzó a ser cada vez más notorio en las altas esferas político-administrativas del país, y en el análisis mismo de la realidad nacional en claro desafío a la tradicional supremacía de abogados y de médicos. Ingeniero fue el más influyente líder conserva del siglo XX, Laureano Gómez; ingeniero y rector de la Escuela de Minas fue también el posterior presidente conservador Ospina Perez; economista fue el reformador de los años treinta López Pumarejo. Perfiles muy distintos a los letrados del siglo XIX.
Para una mirada a la cotidianidad bogotana de principios de siglo hay que examinar cuidadosamente el texto de Joaquín Tamayo Temas de Historia, en especial el texto ``veinticinco años de vida colombiana", publicado por la Biblioteca del Banco Popular, 1975.
La segunda corriente innovadora es la que se insinúa, a comienzos de los años treinta del siglo veinte con la fundación de la Facultad de Ciencias de la Educación cuyos efectos fueron mucho más profundos y duraderos en la cultura nacional y en la formación de las nuevas comunidades científicas (antropólogos, sociólogos, historiadores...). La idea subyacente a esta propuesta intelectual era la de concentrar en dicha Normal Superior los mejores cerebros del país y formar las nuevas generaciones en ese nuevo espíritu de la época, cuyo momento inaugural para el efecto suele ubicarse, internacionalmente, en el movimiento reformador de Córdoba (Argentina) en 1919.
Se trataba por lo demás de una gran empresa cultural, coetánea de otros movimientos militantemente innovadores, en las artes plásticas, con su sello indigenista, los "Bachués"; y también en múltiples variantes del vanguardismo literario que incluyen a figuras tan dispares como el poeta León de Greiff ; el novelista José Eustasio Rivera (La Vorágine, 1924); al ensayista Baldomero Sanín Cano (Crítica y arte, 1932) y a reformadores del sistema educativo como Germán Arciniegas. El tema omnipresente en las décadas del treinta y cuarenta era el de la pedagogía y la construcción de Estado, con los intelectuales como mediadores de esa construcción.
Todas estas búsqueda y expresiones eran coetáneas, finalmente, de un proceso general de ampliación de la ciudadanía en el plano político, de un tránsito claramente identificable al pluralismo cultural, étnico y social, en expresa reacción contra las exclusiones y sectarismos. Como en muchos otros países latinoamericanos, y dentro de las más variadas vertientes ideológicas, fue este el período de grandes temas en el debate intelectual, como la cuestión social (campesina, obrera e indígena); la pluralidad cultural ; la diversidad regional, y las condiciones de explotación de los recursos energéticos. Se trataba de temas dominados por preocupaciones en torno a la identidad y la cuestión nacional, cuya centralidad en la agenda de los intelectuales ya se había hecho patente desde el siglo XIX.12
El intelectual de esta generación - estamos en los años treinte-y de los perfiles que hemos ilustrado, era cada vez más autónomo de los partidos y del poder estatal, y tenía obviamente mayores vínculos orgánicos con la sociedad que los letrados, pero centraba su mirada en la perspectiva de la transformación, no de la sociedad en su conjunto, sino de uno de sus mecanismos de reproducción, el aparato educativo, como punto estratégico para la transformación de la sociedad. La Escuela Normal Superior, ideada sobre el modelo de su contraparte francesa, formaba maestros, Intelectuales-Maestros. No era función exclusiva pero sí distintiva de la Escuela.
A la Normal, abanderada de esta mutación cultural, se vincularon Maestros y Maestros de Maestros de varias generaciones, dentro de los cuales numerosos extranjeros, algunos de ellos fugitivos del Nazi-fascismo-franquismo europeo.
Entre maestros y alumnos, la Escuela Normal albergaba a la mayor parte de las grandes figuras de las ciencias sociales contemporáneas en el país. Pero, para volver al tema central que nos ocupa, hay que insistir que se trata, en general, y a diferencia de los letrados, de figuras más bien esquivas a la política, y en cambio muy receptivas y propensas a la indagación científica y a la secularización.
En todo caso el movimiento de renovación cultural, es abruptamente interrumpido el 9 de abril de 1948, dia del asesinato de Gaitán, que es también un hito en la confrontación de mentalidades.
La intemperancia política y cultural de la Violencia, como se sabe, obliga al cierre de centros de debate intelectual y de prestigiosas publicaciones, y provoca el retorno a sus sitios de origen de algunos de los migrantes extranjeros que en décadas precedentes habían llegado a Colombia perseguidos por los gobiernos de sus propios países . Este estrangulamiento cultural podría asimilarse a una especie de contra-revolución preventiva, que es la caracterización que del fascismo hacían los anarquistas italianos. Y se produce en el preciso instante en que florecían los centros académicos de otros países latinoamericanos, como El Colegio de México, fundado en 1940; o se afirmaban tempranos procesos de institucionalización de las Ciencias Sociales, como el de Brasil, que había contado con el apoyo directo de figuras como Fernand Braudel, Lévy-Strauss y Roger Bastide.
Colombia, por el contrario, entraba en un silencio cultural de casi dos décadas, entre 1945-1965, y eso en el contexto de la aceleración temporal del siglo XX era mucho tiempo.
Para la cronología intelectual La Violencia representa simplemente un elevadísmo ``lucro cultural cesante", una generación perdida, o al menos una ``generación invisible", como la llamó el poeta Jorge Gaitán Durán.
Desde el poder hay incluso un intento expreso de romper la continuidad histórica, de matar la memoria de este período, de hacer de ella un muerto más. En efecto, por una Orden del Ministerio de Gobierno, declaró en 1967 como ´´archivo muerto´´, y aquí el lenguaje burocrático coincide con el simbólico, el de los años de 1949 a 1958, el período de la Violencia.13 La precisión de las fechas deja ver claramente que el problema no era el `ambiente de olor insoportable" y el estado `horrible" de la oficina, como se arguyó, sino la pestilencia de la época que había que suprimir.
El despojo de la memoria colectiva y por lo tanto de la identidad durante la Violencia hizo muy arduo, demasiado arduo el proceso de reconstrucción de los espacios para la creación y para la crítica.
Cerrado el paréntesis de la Violencia, se inicia en los sesenta-setenta un proceso de modernización de la sociedad (educación, secularización, clases medias) y del aparato productivo y cultural, un proceso que también se observa a lo largo del continente pero sobre premisas diferentes.
Dichos procesos están acompañados a su vez de por lo menos tres grandes signos de renovación, que en diferentes momentos han caracterizado el desarrollo intelectual latinoamericano:
En todo caso, en Colombia, después del eclipse de la Violencia, los años sesenta restablecen la continuidad perdida con la Normal Superior, con los Maestros y estos encuentran el espacio para la institucionalización de nuevas disciplinas sociales que rompen su cordón umbilical con la matriz jurídica. La Universidad puede volver a indagarse sobre su papel en la producción de ciencia, cultura y tecnología .Es también el despuntar de las más notables figuras contemporáneas de las artes y las letras colombinas: Alejandro Obregón, Edgar Negret, Ramírez Villamizar, Fernando Botero, Gabriel García Márquez.
En el contexto de liberalización relativa y de evidente modernización cultural se abre paso un tercer tipo de Intelectual, el Intelectual Crítico, independiente de los partidos y del Estado.
En el caso concreto colombiano, el intelectual crítico es el intelectual que ha asimilado la experiencia histórica de la Violencia, que la ha vivido como barbarie cultural, y que se propone en cierto modo disecarla. Es lo que se hace desde la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional con la cual se inicia lo que podríamos llamar la anatomía de la Violencia... Y - es preciso recordarlo- en su momento la sola descripción tenia una fuerza demoledora, subversiva.
Sociólogos, antropólogos y geógrafos confluyen en la Violencia...: disecan, diagnostican y proponen, en general para instituciones públicas, como el instituto colombiano de Reforma Agraria y otros. Desarrollo agrario y desarrollo industrial, movimiento campesino y movimiento obrero, fueron los ejes del diálogo más o menos fecundo de economistas, sociólogos e historiadores.
Por la vía de la aproximación crítica a la Violencia, este intelectual se encuentra y choca con la realidad externa al mundo universitario, al sistema educativo. Se encuentra con partidos, con campesinos, con hacendados, con guerrilleros, con clases, con estructuras sociales, con un poder político. Su blanco y también su reto es la sociedad global. Su compromiso político es una clara prolongación de sus actividades intelectuales. Es el momento de surgimiento de una nueva conciencia política de los intelectuales, de la crítica política del orden existente, y de la aspiración a erigirse, como lo quería Wright Mills, en conciencia moral de la sociedad. Es también, para ponerlo en términos de Jack Newfield, el momento de las ``minorías proféticas", que hablan a nombre de los desheredados, llámense obreros, campesinos, indígenas o pobladores de las barriadas. El intelectual de los años 60 está ligado, mucho más que hoy, a una intensa vocación de poder, de poder alternativo, incluso en su manifestación más descarnada de poder armado.
Es pues en esta atmósfera cultural de la época en donde, casi sin advertirlo, se encuentran el intelectual y el guerrillero. Pero no es, desde luego, la única forma de compromiso o de fusión de la teoría y la práctica. El compromiso asume también variantes inéditas como la de ``los pies descalzos" (los intelectuales que se unen a las masas) y la de la ``investigación-acción".
En Colombia, las fronteras entre el pensamiento crítico del académico y la acción revolucionaria del guerrillero llegan a su máxima tensión precisamente en la vida y obra de Camilo Torres, el cura al mismo tiempo profesor de la Universidad Nacional, analista de la Violencia y combatiente.
Tal tipo de desarrollo no dejó de tener su efecto perverso: la debilidad de una intelectualidad de derecha, la ausencia de una intelectualidad orgánica de la derecha, en la Universidad, a mi modo de ver afectó profundamente la maduración de la intelectualidad de izquierda. La intelectualidad de izquierda no tenía contendientes en los estrados universitarios. En consecuencia no había debate. Y en consecuencia la intelectualidad de izquierda hablaba para sí misma, aunque su pretendido interlocutor fuera el ``pueblo''.
En este contexto, muchos intelectuales empezaron a ejercer su poder simbólico de manera muy distinta a como lo habían hecho en las décadas precedentes e incluso entraron a jugar un papel, de facilitadores informales de la comunicación entre el Estado y la insurgencia, o de actores comprometidos con la consolidación de los procesos ya formalizados de pacificación. Desde este punto de vista, no disimulan ellos su pretensión, por limitada que sea, de incidir en las políticas estatales, ( "intelectuales del Estado"), en los actores políticos y en la construcción de instituciones democráticas("intelectuales en la política"), o en el acompañamiento a los nuevos movimientos sociales, los "intelectuales de la nueva ciudadanía", o intelectuales societarios, que pretenden convertirse en los voceros de los marginados. Todo esto sin menoscabo necesariamente de la autonomía que les confiere su pertenencia al campo cultural.16
Esta confluencia de funciones de los intelectuales quizás esté asociada también a las transformaciones que se han producido en los contenidos de la política. Como ha señalado insistentemente Norbert Lechner, la "política ya no es que lo fue", ya no representa "el vértice ordenador de la pirámide social", las "luchas políticas ya no logran representar a la diversidad de intereses focalizados". Lo cual de paso transforma también el contenido del "ser ciudadano", amplia su sentido, pues ya no se refiere tan sólo a la política institucional, al Estado y al sistema político, sino progresivamente a la vida social.17
El replanteamiento de las relaciones Estado-Intelectuales-Universidad que ha facilitado el reencuentro de la academia con la política, a partir de un concepto abierto de Intelectuales para la Democracia, o de ``intelectuales ciudadanos", como diría Chomsky, (ligados ya sea al Estado, a la politica o a los movimientos sociales) que piensan que la actividad de diagnóstico de un programa o gestión gubernamental, e incluso la vinculación a una función pública, no presupone necesariamente la renuncia a una posición contestataria. Se trataría de una perspectiva en la cual no importa exclusivamente el lugar de su actuación (Estado, Academia, sociedad...) sino, y de manera decisiva, su función. Porque, contra toda visión esencialista, es preciso reconocer que desde el Estado se pueden cumplir tareas democratizadoras (en los entes de fiscalización,como la Procuraduría, en las Consejerías de Paz y en las oficinas de Derechos Humanos), que por lo demás no implican abandono de los quehaceres intelectuales, y que a la inversa, desde la insurgencia se pueden alimentar y de hecho se alimentan actitudes, prácticas y visiones despóticas de la sociedad. Sobre la base de este reconocimiento se diversifica enormemente el abanico de posiciones intelectuales. Claro, todo ello con extrema precaución, pues como diría Coser, si antes la queja era por el rechazo de la sociedad oficial…ahora deben temer que se les acepte con demasiada rapidez.18
Al reflexionar sobre estas diversas formas históricas del papel de los intelectuales, - quisiera enfatizar -, no estoy estableciendo una secuencia lógica según la cual las nuevas formas supriman las anteriores. He subrayado las formas dominantes en cada momento. Pero me atrevería a decir que incluso la presencia múltiple de todas ellas es deseable y necesaria. Más claro aún: no se puede prescribir que la función del intelectual deba ser revolucionaria, pero a nadie debería prohibírsele o inhibírsele de adoptar una posición revolucionaria... tampoco sería aconsejable prescribirle a nadie ser conservador.. pero debería facilitársele a los intelectuales expresar esa posición. Como dijo Karl Manheim, por allá en los lejanos años treinta del siglo XX, en su famosa Ideología y Utopía, el hecho de que los intelectuales no estén socialmente adscritos a una determinada clase o sector de la producción, les permite hacer una verdadera elección: o tomar partido o aprovechar su ventaja estratégica de la equidistancia para construir una "perspectiva total" sobre la estructura social y política. Pero en cualquier caso las fuerzas de uno y otro bando deberían permitir que los conflictos de intereses se convirtieran en conflictos de ideas…19 porque cuando los conflictos de intereses no se pueden transformar en conflictos de ideas, como es el caso en la Colombia de hoy, el conflicto de intereses se vuelve confrontación armada, terror, exilio intelectual… Asimismo, una negociación sin controversia sería un contrasentido.
Las preguntas del gran sociólogo americano Robert Merton, a fines de los años 40, siguen siendo muy válidas "Qué roles están llamados a cumplir los intelectuales? Qué conflictos y frustraciones han experimentado en sus esfuerzos por desempeñar esos roles? Qué presiones institucionales se ejercen sobre ellos Quién define sus problemas intelectuales?.. Cuáles son los típicos problemas que resultan de mantener líneas de comunicación entre los políticos y los intelectuales".20
En la segunda mitad del siglo XX y hasta el presente, Colombia ha estado en permanente desfase con el resto del continente. Si se piensa en los contextos político-culturales que han amenazado la estabilidad de muchos de los grandes centros o al exilio de sus líderes intelectuales, puede constatarse que en Colombia vivimos tempranamente, bajo la Violencia, el autoritarismo anti-intelectual que luego se difundió por gran parte de la geografía latinoamericana, alimentado directamente por el Estado o por actores estatales. Observemos también que en Colombia la expansión de centros, actores y productos culturales se produce, en los 70 y 80, en contravía de las tendencias de los países del Cono Sur y de los centroamericanos que pasan por las peores dictaduras . La misma asintonía se detecta en los últimos lustros: en el momento que se expanden y consolidan los procesos de democratización en América Latina, en Colombia resurgen las amenazas al mundo cultural. Lo que hace también que la Violencia se viva como una experiencia ininterrumpida.
Permítanme ser un tanto personal para ilustrar esta que es una vivencia colectiva: nací en plena Violencia a fines de los años 40 en una de las zonas más convulsionadas del país, el Tolima, y creo que sobreviví por azar. No podría contar hoy los vecinos y coterráneos muertos. Dos de mis compañeros de salón en la Universidad, el senador Ricardo Villa Salcedo y el defensor de presos políticos Eduardo Umaña Mendoza, fueron asesinados en distintos momentos de la década del noventa; dos compañeros de generación estudiantil universitaria, el antropólogo y profesor de la Universidad de Antioquia, Hernán Henao, y el economista y exConsejero de Paz, Jesús Antonio Bejarano, fueron asesinados en su oficina y en el aula respectivamente en el segundo semestre del 99; un alumno, a quien dirigí su tesis de Maestría, Darío Betancourt, fue desaparecido y salvajemente asesinado a mediados del año anterior; colegas del Instituto donde trabajo han salido del país por amenazas de distinta procedencia, y el Director del mismo Instituto aquí presente, Eduardo Pizarro, sufrió un atentado al cual sobrevivió de milagro en vísperas de Navidad. Por eso nadie se sorprendió cuando a raíz de uno de estos episodios nuestro Instituto levantó esta consigna: "que el pensamiento deje de ser objetivo militar". Difícil por tanto para las gentes de mi generación escapar a la idea de que hemos vivido casi sin pausa la violencia a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.
No estoy abogando desde luego por una defensa corporativa de los intelectuales en contraposición a otros sectores que se van organizando cada día en Colombia para ponerse al margen del conflicto, reclamando especificidades o privilegios frente a los señores de la guerra. No me estoy olvidando de los 25 mil muertos al año por la Violencia, que se traducen en la más alta tasa de homicidios en el mundo después de El Salvador ; tampoco del millón y medio de desplazados de la última década que nos ponen al lado de Sudan, Afganistán y Angola ; ni de los secuestrados cuyas cifras en Colombia ascienden al 50% del total de secuestrados en el mundo; tampoco estoy ignorando las continuas y flagrantes violaciones a los derechos humanos de los que no tienen voz; y mucho menos podría omitir entre los datos estratégicos de la guerra en este momento que Colombia fue en 1999 el tercer más grande receptor en el mundo de asistencia militar americana, después de Israel y Egipto, con una ayuda equivalente a la recibida por toda la América Latina y el Caribe juntos; y en el horizonte inmediato cuenta con 1.600 millones de dólares para el llamado Plan Colombia cuya aprobación está a consideración del Congreso de los Estados Unidos, bajo el escrutinio de los mas diversos sectores de la sociedad americana y colombiana.
La importancia de los intelectuales, si alguna les queda frente a este panorama, está en la capacidad que tengan para convertirse en agentes del ensanchamiento de la sociedad civil, de ese centro del cual ellos son parte, y que ha venido creciendo tímida pero persistentemente a través de múltiples formas de acción colectiva: llámense pronunciamientos, protestas, marchas, incluidas las multitudinarias contra el secuestro, cuyo promotor ha debido abandonar el país esta semana. . Era la perspectiva por la que abogaba el historiador y economista asesinado Jesús Antonio Bejarano. Claro que hay signos contrarios que apuntan más a la defección o contracción de la sociedad frente a los actores armados, que a una expansión de sus recursos de poder y de su autonomía. Asediada por la violencia la sociedad cada vez hace más concesiones: 1. Negociación en medio de la guerra, es decir resignación frente a la violencia. 2. Si no se puede ganar la guerra, hay que civilizarla, pobre papel para el Derecho Internacional Humanitario. 3. Se agotaron los argumentos políticos y militares, hay que convencer y convencernos de que "la paz es rentable", es decir, pongámosle una buena dosis de utilitarismo al proceso. 4. Ruptura de todas las barreras éticas frente a fenómenos como el secuestro, al cual se acepta ponerle solo restricciones nominales de edad (los ancianos y los niños) y hasta se acepta considerar la posibilidad de prolongarlo hasta tanto no se obtengan recursos alternativos para sus ejecutores.
En América latina, y especialmente en la Colombia de hoy, con realidades como éstas, para el intelectual no es una opción sino una necesidad estar en la política. Incluso la neutralidad se les enrostra a los intelectuales y se les cobra como traición. No se les acepta al margen de la polis. Por eso, señalaba yo recientemente en otro contexto, a los intelectuales se les intimida hoy no tanto por estar de un lado o del otro, sino porque no quieren estar ni con el uno, ni con los otros. Lo cual asociaba también a un hecho central en las dos últimas décadas: el déficit de intelectuales en los actores armados, e idéntico déficit en el Establecimiento. Asistimos así a lo que podríamos llamar una "des-substanciación" de la confrontación, es decir, a una guerra sin política y a una política sin ideas.21
Con todo, resultaría apremiante la necesidad de pensar en una categoría o función propia de intelectuales para el momento actual, que pudieran inscribir su acción y su pensamiento no en la perspectiva de legitimación y conservación de una sociedad en crisis y tampoco del escalamiento de la guerra sino de negociación, superación de la crisis y terminación de la guerra. Es posible que los intelectuales ya no puedan, como en los tiempos del Affaire Dreyfus, apoyados por la opinión pública, prevalecer sobre los hombres del poder y de las armas. Tal vez sea demostrable que efectivamente han sido desplazados en muchos aspectos por la mediatización y privatización de la cultura, y por las formas de comunicación audiovisual que los han atomizado y les han anulado en parte su carácter colectivo y su función de guías de costumbres y valores de la cotidianidad privada y política,22 aunque a decir verdad estos recursos también han potenciado su visibilidad. Pero aún así, con sus limitaciones, los intelectuales tal vez tengan importantes tareas que cumplir como actores de la esfera pública, mucho más desde luego en sociedades como las latinoamericanas que aún conservan una, pienso yo, saludable carga de politización de la cultura.
2 Norberto Bobbio, La Duda y la Elección. Intelectuales y Poder en la Sociedad Contemporánea, Paidós, Barcelona, 1997, p. 47
3 Para una genealogía del concepto, véase: Christophe Charle, Naissance des <<intellectuels>> 1880-1900, Editions de Minuit, París, 1990; Humberto Quiceno, Los intelectuales y el saber, Centro Editorial Universidad del Valle, Cali, Colombia, 1993, pp. 9-16, especialmente.
4 Jesús Martín-Barbero, Conferencia en el Instituto de Estudios Políticos, Bogotá, 1997
5 Jacoby Russell, The Last Intellectuals, New York, The Noonday Press, 1987, p.221.
6 Angel Rama, La Ciudad Letrada, Ediciones del Norte, 1984, p. 49
7 Jaime Jaramillo Uribe, Manual de Historia de Colombia, Colcultura, Bogotá, 1980, t.III., p.260
8 Véase de Malcolm Deas, El Poder y la Gramática, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1993; y de Marco Palacios Estado y Clases Sociales, especialmente el primer capítulo ``La Clase Más ruidosa", Procultura, Bogotá, 1986
9 Jean Franco, "Latin american Intellectuals and Collective Identity", en Constructin Collective identities, Luis Roniger and Mario Sznajder (Editores), sussex Academy Press, Brighton,1998
10 Ibid. 74
11 Para una visión panorámica de estos temas, véase el libro de la historiadora suiza Aline Helg, La Educación en Colombia 1918-1957, Fondo Editorial CEREC, Bogotá, 1987. El título en francés es más diciente: Civiliser le peuple et former les élites.
12 Fernando Uricoechea, ''Los intelectuales colombianos: pasado y presente", en Análisis Político, No.11, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá,1990,p.62.
13 Los ejecutores de esta determinación fueron : la Jefe del Grupo de Archivo Elvira de Chaparro; el Jefe de División Adminsitrativa Gerardo Vesga Tristancho y el Secretario General del Ministerio, Jacobo Pérez Escobar, entre otros.
14 Lewis A. Coser, Hombres de ideas, Fondo de Cultura Económica, México, 1968, pp. 19-25
15 Retomo aqui algunas de las ideas esbozadas en la sesión inaugural del Simposio ``Democracia y Restructuración Economica en America Latina", celebrado en Villa de Leyva en abril de 1994, y convocado por el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.
16 José Joaquín Brunner/Alicia Barrios, Inquisición, Mercado y Filantropía. Ciencias Sociales y Autoritarismo en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, Flacso, Santiago,1987,p.183
17 Norbert Lechner, "Nuevas Ciudadanías", en Revista de Estudios Sociales, Facultad de Ciencias Sociales Uniandes/Fundación Social, No. 5, p.25
18 Coser, op. Cit. p.371
19 Karl Manheim, Ideología y Utopía, Fondo de Cultura Económica, México, 1941, p. 141
20 Robert Merton, "Role of the Intellectual in Public Bureaucracy", en Social Theory and Social Structure,The Free Prss, New York, 1957, pp. 262-263
21 Gonzalo Sánchez G. "Los Intelectuales y la Política", en Análisis Político,No. 38, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Bogotá, Sept/Dic 1999, pp. 37-38
22 Régis Debray, Le Pouvoir Intellectuel en France, Editions Ramsay, Paris, 1979. Ver también Beatriz Sarlo, "Intelectuales, un examen"…, en Revista de Estudios Sociales, Facultad de Ciencias Sociales Uniandes/Fundación Social, No. 5, enero 2000, …p.12, y Jean Franco, op. Cit.
23 Norberto Bobbio, La Duda y la Elección. Intelectuales y poder en la Sociedad Contemporánea, Paidós, Barcelona, 1998, p.10
24 Las observaciones que siguen surgieron de una comunicación con Juan Gabriel Gómez
25 Beatriz Sarlo, Revista de Estudios Sociales, Facultad de Ciencias Sociales Uniandes/Fundación Social, No. 5, enero 2000,…p.
26 Antanas Mockus, "Anfibios Culturales y divorcio entre ley, moral y cultura", en Análisis Político, Instituto de Estudios Políticos, Universidad Nacional de Colombia, No.21, enero/abril de 1994, pp. 37-48.