M A M A C O C A |
"We have to travel the path less traveled by"
: Robert Frost
(Tenemos que tomar la ruta menos transitada)
Carlos Gustavo
Cano[*]
Congreso de la República de
Colombia
Bogotá, Mayo 24 y 25 del 2001
I. UN PROBLEMA DE SEGURIDAD NACIONAL
Ciertamente la producción mundial y el consumo de drogas
sicotrópicas ilícitas han representado, en especial desde la
caída del muro de Berlín y la finalización de la era de la
guerra fría, uno de los más serios problemas de seguridad nacional
tanto para los gobiernos de Estados Unidos como para los colombianos y sus
vecinos de la Región Andina.
Pero no por igual. Para los primeros,
el eje de la solución yace en la fumigación o supresión
forzosa de los cultivos de materias primas de origen agrícola utilizadas
en su elaboración. Pues, como afirmó Lee Brown, el primer zar
antidrogas de la administración Clinton, “es más
fácil acabar con el panal que luego con las abejas volando.” En
similar sentido se pronunció el nuevo zar, recientemente designado por el
Presidente Bush, John P. Walters, quien declaró que es preciso combatir
el negocio de las drogas “en la fuente.”
Mientras que para
los segundos, lo que está en juego no es la simple erradicación de
los cultivos de uso ilícito exigida por aquellos – cuyo mercado
sigue estando a la cabeza entre todos los del mundo -, sino la lealtad al Estado
de Derecho de los cientos de miles de familias campesinas suyas que, a fin de
poder sobrevivir, vienen dependiendo de esa actividad. Lealtad refundida por su
desconfianza en aquél e hipotecada a las guerrillas – primero en el
Perú y ahora en Colombia -, las cuales se la han arrebatado a la fuerza o
comprándosela mediante su protección personal y económica,
que en realidad se ha convertido en un instrumento de sometimiento servil y
cruel explotación.
Adicionalmente, en análoga medida
cuentan los problemas de seguridad humana y ambiental, materializados en los
devastadores efectos sobre la salud, el medio ambiente y los recursos naturales
de las fumigaciones, de un lado. Y, del otro, del desplazamiento forzoso o huida
de los cultivadores en busca de espacios geográficos más remotos
para reemplazar sus siembras donde el acceso de los equipos aeronáuticos
sea más difícil. Todo ello se ha reflejado en masiva tala de
bosques, deterioro de los suelos, contaminación de las corrientes de
agua, e invasión de parques y reservas naturales. Cabe señalar que
para sembrar una hectárea de coca, hay que destruir, en promedio, tres de
bosque. Y que en la elaboración de pasta básica de cocaína
intervienen hasta 32 precursores químicos nocivos, entre los cuales se
destacan el permanganato de potasio; el hidróxido de amonio; los
ácidos sulfúrico y clorhídrico; acetona, metil y etil y
acetato de etilo; y cemento.
Tal es la diferencia fundamental que
ha dividido a la opinión pública nacional e internacional frente
al Plan Colombia, cuya estrategia central está anclada en la
erradicación con agroquímicos amparada en la represión
militar – la prioridad gráficamente descrita por Brown y refrendada
por Walters -, en tanto que el Desarrollo Alternativo apenas figura como una
herramienta atenuante o residual de sus costos sociales y de sus secuelas
relativas a los derechos humanos de los pobladores rurales.
En esta
materia, el discurso oficial del Perú desde 1990 ha sostenido que, sin
oponerse al marchitamiento de la clandestina actividad, es evidente que una
represión que deje a los agricultores sin otras opciones
económicas derivaría en la agudización de su pobreza
crítica y en una guerra civil insospechada. Y que, por ende, urge la
presencia efectiva del Estado para “arrebatarles a los narcotraficantes y
a los que actúan con ellos, en alianza abierta o encubierta, la lealtad
de millones de
campesinos.”[1]
Ese
año, el entonces Presidente George Bush también le había
pedido al gobierno peruano montar una especie de Plan Perú, consistente
en el equipamiento y entrenamiento de 4.200 de sus soldados a fin de destruir
las plantaciones de hoja de coca mediante acciones contra sus productores. Pero
éste se rehusó a hacerlo, tras una década de intentos
fallidos por la vía de la represión, marcando una diferencia entre
los agricultores y los traficantes, o, en otras palabras, entre el campesinado y
las redes de compra.
Y, con esa base, lejos de continuar
persiguiéndolos y en vez de fumigar sus sementeras, adoptó una
conducta inspirada, según la retórica gubernamental de la
época, en el reconocimiento de su racionalidad, comenzando por la
despenalización de su actividad. Y, por tanto, optando más bien
por la persecución contra las redes de compra y sus aviones, con la cual
se provocó, por la vía de la disminución de la demanda, la
caída de los precios de la coca, que fue el factor realmente clave para
la reducción de las siembras de 115.000 hectáreas en 1995 a 34.000
hectáreas el año
anterior.[2]
Tales argumentos
estuvieron apoyados en ese momento por algunos militares, quienes creían
sinceramente, como lo ha explicado el General Alberto Arciniega – el
entonces jefe del establecimiento castrense en el Alto Huallaga -, que la
propuesta norteamericana no habría sido sino un vehículo para
fortalecer aún más al movimiento Sendero Luminoso, cuya
financiación provenía principalmente de las contribuciones que los
cultivadores de coca le tenían que pagar por su protección. Y que,
en su lugar, deberían aprender de la máxima de Ho Chi Minh y sus
discípulos, según la cual mientras las guerrillas puedan mezclarse
con el pueblo campesino, como el pez se sumerge en el agua, jamás
será derrotado. Fue así como el levantamiento terrorista se
debilitó, y luego, con el concurso de las célebres “rondas
campesinas”, terminó virtualmente
aniquilado.[3]
Luce
paradójico que el totalitario régimen de Alberto Fujimori hubiera
tomado un camino opuesto al de la formalmente democrática Colombia,
destinado a combatir la fuente nutricia de la subversión izquierdista.
Sin embargo, los acontecimientos recientes han demostrado que el verdadero
ánimo que se escondía detrás de tan bien adornada
presentación, era transar favores, “licencias de
funcionamiento” y armas con los narcotraficantes, al menos de parte de
quien fungía como su asesor en el área de seguridad nacional.
En análogo sentido al discurso oficial del gobierno peruano se ha
planteado lo que podría denominarse la doctrina Antezana, inspirada en el
ex viceministro de Agricultura y dos veces jefe de la misma cartera en Bolivia
Osvaldo Antezana, quien sostenía que su país no aspiraba a recibir
ayuda externa reembolsable, sino, en cumplimiento de una obligación moral
de los consumidores, el pago de indemnizaciones que, a través del
Desarrollo Alternativo, le compensaran el enorme daño propinado a su
economía por la erradicación sin sustitución de los
cultivos de coca, y así le permitieran recuperar la confianza de sus
campesinos y sus indígenas en el Estado. Allí la extensión
sembrada pasó de 48.000 hectáreas en 1996, a 15.000
hectáreas el año anterior.
No obstante, la verdad es que
tales posiciones a la postre no han sido sino un wishful thinking, o sea
la acostumbrada práctica de pensar con el deseo, a juzgar por la miseria
en que terminaron atrapados los ex cocaleros de ambas naciones, lo cual
constituye un elocuente testimonio sobre el fracaso del Desarrollo Alternativo.
Y, consecuentemente, por el llamado “efecto globo” en virtud del
cual, tras la represión en el Monzón y el Alto Huallaga en
Perú y en los Yungas y el Chapare en Bolivia, ésta se
multiplicó en Colombia, primero en Guaviare y luego en Caquetá, y,
finalmente, en el Putumayo, el sur de Bolívar, el Catatumbo y la
Serranía del Perijá.
Así ocurrió tras la
decisión de los narcotraficantes de fomentarla finalmente en el patio
colombiano mediante una audaz y masiva operación de agricultura
contratada ante la dificultad y los “crecientes costos” que
implicaba seguir dependiendo de sus anteriores fuentes. Y al emprenderse ahora
por parte de las autoridades, bajo la asistencia norteamericana a través
del Plan Colombia, la eliminación de las siembras allí, los
habitantes de las provincias vecinas de Ecuador, Venezuela y Brasil y sus
respectivos gobiernos han entrado en un estado de creciente
nerviosismo.
En el primero, ya se han reportado por primera vez siembras
de coca y amapola. Mientras que en Venezuela la tensión es aguda debido a
las migraciones de mano de obra desplazada de Colombia, y en Brasil se estima
que existe un área de 20.000 hectáreas dedicadas al cultivo del
alcaloide.
Y así, sucesivamente, avanza la ola de éste
sinfín. O sea que lo ocurrido en Bolivia y el Perú representa no
más que una victoria pírrica desde el punto de vista del negocio
en el ámbito de la Región Andina, ya que lo que viene sucediendo
es una corrida de la actividad hacia otras áreas, sin reducirse en un
ápice el flujo global de las drogas hacia sus tradicionales centros de
destino.
Los primeros intentos serios y formales de emprender programas
de Desarrollo Alternativo en la Región Andina comenzaron en Bolivia hace
27 años, posteriormente en Perú, y más recientemente en
Colombia. Tras el repaso de sus respectivas experiencias, resulta evidente la
existencia de notorios errores en su concepción y en su aplicación
que pueden contribuir a explicar sus fracasos y, por ende, a
enmendarlos.
Entre los trabajos mejor documentados que apuntan en esa
dirección cabe señalar el realizado recientemente por el
investigador de la Universidad Internacional de la Florida Francisco Thoumi, el
cual será publicado en breve por la John Hopkins
University[4].
De otra parte,
los ejercicios en campo, la elaboración y evaluación de proyectos,
y la constatación personal de quien escribe estas líneas en
Bolivia, Colombia y Perú durante los últimos tres años, le
han permitido confirmar las observaciones de Thoumi, pero sin compartir su
conclusión de que no sería posible, bajo ninguna circunstancia, ni
aún con una sustancial reorientación de sus modalidades, que el
Desarrollo Alternativo se torne en una herramienta eficaz para provocar la
reducción de las áreas sembradas en coca y amapola.
Por
tanto, dentro de este orden de ideas es conveniente enumerar, así sea en
el corto espacio del presente documento de manera apenas sumaria y enunciativa,
las experiencias más recientes y relevantes de las tres naciones
afectadas con mayor intensidad por este flagelo planetario.
En 1974, por primera vez en la historia de la Región Andina que
había formalizado su existencia seis años atrás mediante la
firma del Acuerdo de Cartagena, el Secretario de Estado de los Estados Unidos
autorizó al entonces Presidente boliviano, General Hugo Bánzer, el
mismo que hoy ocupa por segunda vez ese cargo, un aporte de US$5 millones para
financiar estudios que condujeran a la identificación y promoción
de oportunidades de inversión sustitutivas de los extensos cultivos
ilegales de coca en las zonas de los Yungas y el Chapare.
Doce
años más tarde un grupo de analistas, tras evaluar los primeros
proyectos en marcha, llegó a la conclusión de que habían
sido mal concebidos, advirtiendo que en su lugar, a fin de prevenir la ulterior
expansión de las siembras en el Chapare, se debería haber
impulsado más bien la creación masiva de empleos en los sitios de
donde provenían los inmigrantes hacia sus centros cocaleros, es decir en
la Sierra, con el objeto de atacar las causas - en vez de los efectos - de este
fenómeno con importantes ingredientes demográficos.
Ese
mismo año, en noviembre de 1986, la administración del Presidente
Paz Estenssoro desistió de dichos intentos sustitutivos y, a cambio,
adoptó una simple política de eliminación de los cultivos
mal llamada “voluntaria”, con base en una compensación de
US$2.000 por hectárea y un plazo de 12 meses a cada campesino, con la
advertencia de que al cabo de ese período el Estado aplicaría todo
el peso de su fuerza en contra de los que no lo hubieren hecho.
Los
afectados desde entonces se quejaban de que su participación en la
formulación de esta y las demás políticas de combate a los
cultivos era nula; que todas solían venir de arriba hacia abajo sin tener
en cuenta la opinión de las bases; y que por tal razón estaban
condenadas al fracaso. En efecto, poco después se comprobó que
esta forma de adjudicar las compensaciones lo que produjo fue una masiva
renovación de cocales viejos financiada con esos recursos, y un impacto
similar al de un precio de sustentación para la hoja de
coca.
Posteriormente fue dictada la Ley 1008 de 1988, que se halla
aún vigente, y que ordena la erradicación gradual a cambio de un
plan de desarrollo rural integrado, típico de zonas de
colonización, orientado hacia la construcción de infraestructura
de agua potable, energía, crédito, asistencia técnica,
vías e investigación agrícola. Sin embargo, a pesar de las
recomendaciones impartidas por los gobiernos a los organismos ejecutores, casi
siempre de origen foráneo y sin conocimientos suficientes sobre la
racionalidad andina, la participación de los campesinos en su
formulación tampoco se materializó, y sus resultados han sido no
solamente insignificantes, sino también notoriamente
contraproducentes.
En efecto, en no pocos casos el sólo
mejoramiento de la infraestructura en las zonas de cultivo, sin la
participación de sus pobladores en la creación de fuentes
productivas de empleo bien remunerado y permanente, llevó a la
conformación de condiciones aún más propicias para una
producción cocalera con mayores niveles de eficiencia y competitividad de
la cual se beneficiaron fundamentalmente sus compradores, dejando a los
productores primarios expuestos a las vías represivas por parte de unas
autoridades cada vez más frustradas y acosadas por la presión
internacional.
Adicionalmente, en materia de crédito
agrícola, los cultivadores siempre se han resistido a aceptar el pago de
intereses durante los períodos pre-operativos o pre-productivos de los
proyectos sustitutivos de la coca, bajo el argumento muy razonable de que lo que
hay que sustituir es el flujo de caja de esa actividad por otro similar, en vez
de tener que aventurarse a sacrificar sus entradas de hoy por unas inciertas y
muy dudosas promesas en el futuro.
Así las cosas, la
mayoría de los programas de Desarrollo Alternativo no ha obtenido sino
malos resultados. En 1997, por ejemplo, tras una evaluación adelantada
por Gregorio Lanza en 14 plantas de procesamiento de yuca, palmito, té y
leche, se encontró que sólo dos estaban en operación.
Durante ese ejercicio se hizo notable el caso de una planta pasteurizadora
donada por el gobierno sueco por intermedio de una iglesia protestante, la cual
se instaló en una zona bananera sin pastos. Episodio muy similar al de
una célebre donación de una pasteurizadora por parte de la
cooperación italiana en Colombia tras la erupción del
volcán nevado del Ruiz, en Lérida, un municipio donde no
había vacas.
Ahora bien, a pesar de las circunstancias
anteriormente anotadas, el hecho de que en Bolivia el área sembrada en
coca en vez de haber crecido se haya mantenido constante entre 1990 y 1997,
sólo se puede explicar por los golpes sufridos por los carteles de
Medellín y Cali, y en particular por la decisión de los sucesores
de sus cabecillas de impulsar el traslado de la producción primaria a
Colombia en respuesta a los tropiezos que les estaban ocasionando las labores de
interdicción del Gobierno peruano en contra de los vuelos de sus aviones
por su territorio.
De otra parte, durante todo este tiempo la más
grave consecuencia de la falta de participación de los beneficiarios
desde el inicio del trazado de los programas; de la ausencia de consenso entre
los productores acerca de los mismos; y del desconocimiento de su
específica racionalidad por parte de las entidades ejecutoras, ha sido la
pérdida de la confianza del campesinado en el Estado, en los organismos
de Cooperación Internacional, y en las políticas de Desarrollo
Alternativo.
Al punto de que para sus voceros el vocablo
’alternativo’ se ha tornado, cada vez en mayor medida, en
sinónimo de engaño e imposición; los organismos cooperantes
y sus consultores, en los grandes ganadores; el Estado, en una categoría
ajena, remota y represiva; y la coca, en el único cultivo que les ha dado
poder ante éste y la comunidad internacional, pues de no haberla
sembrado, según ellos mismos, no habrían podido llamar su
atención.
A partir de 1998 otra ha sido la suerte de los cocaleros
con el regreso al poder del General Bánzer, quien, bajo el lema
“Por la Dignidad”, puso en marcha una política de
erradicación forzosa que ha arrojado resultados eficaces en corto
término desde el exclusivo ángulo de ese objetivo. De suerte que a
Bolivia sólo le queda en la actualidad una extensión de coca
ilícita por erradicar de 3.000 hectáreas, a juzgar por las cifras
reveladas por The Economist. Es decir, sin contar con las 12.000
hectáreas que por razones históricas y culturales se le permite
conservar a la población de los Yungas – concentrada en los
municipios de Coroico, la Asunta y Caranavi -, para su propio consumo.
Es
un aparente triunfo del Gobierno desde el punto de vista de la estrategia de
eliminación de la oferta “excedentaria” destinada a la
elaboración de pasta básica de cocaína para su ulterior
refinación, adelantada por el Plan Dignidad del Presidente. Pero el
balance social y político es desastroso, pues, tras su reducción,
dicha fuente de empleo e ingresos no ha sido suplida por opción alguna
diferente al ocio.
De ahí el levantamiento organizado por la
Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de
Bolivia, cuyo presidente, Felipe Quispe Huanca, suscribió en octubre del
año anterior una “acta de rendición” de cincuenta
puntos, entre los cuales figuraban cláusulas tan ambiguas como
“precios justos” para la producción agrícola
lícita, y tan debilitantes para el Estado como el retiro de la fuerza
pública del Chapare a cambio del cese del bloqueo que con su protesta
habían provocado sus afiliados. En tanto que, bajo el lema “coca o
muerte”, una mayoría de rebeldes disidentes, conducida por el
diputado y dirigente indígena Evo Morales, reclamaba como solución
definitiva la autonomía territorial de las comunidades cocaleras. Como
era de esperarse, el gobierno no pudo cumplir el pliego de promesas, y el
levantamiento ha vuelto a tomar fuerza y a perturbar la calma.
En cuanto al Perú se refiere, las conclusiones que se pueden sacar
relativas a las experiencias de la Cooperación Internacional son, en lo
fundamental, las mismas. Al fin y al cabo, a pesar de que los programas pioneros
se iniciaron en Bolivia con aproximadamente una década de anterioridad a
los del Perú, las condiciones geográficas, culturales y
agroecológicas de ambas naciones no se apartan sustancialmente unas de
otras.
Igual aseveración puede hacerse de sus fuentes y
modalidades de operación, caracterizadas, sobre todo en el caso de las
más importantes - que han sido las norteamericanas -, por la
contratación de la formulación y ejecución de los programas
a través de un grupo de organizaciones no gubernamentales de su mismo
origen que ordinariamente compiten y se rotan entre sí, las cuales, a su
vez, suelen subcontratar a entidades y consultores locales para realizar los
trabajos de campo.
Adicionalmente, cabe señalar el marcado acento
“productivista” o primario de los proyectos, es decir, sin
articulación suficiente con los procesos de poscosecha, ni acceso
efectivo a fuentes formales de crédito, ni conexión directa con
los mercados. En otras palabras, sin planes de negocios integrales que
garanticen su ulterior réplica y expansión, cuyo logro no ha sido
posible, entre otras razones, por las deficiencias institucionales en materia de
financiamiento interno, y por el excesivo riesgo de los proyectos en
términos bancarios debido a su fragilidad operativa y a su muy reducida
capitalización.
Por consiguiente, concurren en la misma canasta
de problemas las causas ya mencionadas de la endémica ineficacia de los
programas: desarrollos de “arriba hacia abajo” que no consultan, ni
estimulan, ni cuentan con la participación por consenso de las
comunidades previamente a su formulación. De ahí el divorcio entre
su índole y la racionalidad económica y cultural de sus supuestos
beneficiarios. Y, como consecuencia, la pérdida de su confianza en el
proceso y en las instituciones que en este intervienen.
A ello se agrega
el hecho de que la agencia gubernamental encargada de dichos programas –
la Comisión para el Control del Abuso de Drogas (CONTRADROGAS) -,
probablemente por haber nacido dentro del marco de una estrategia de combate al
consumo nacional de narcóticos, en vez de encontrarse adscrita al
Ministerio de Agricultura depende del Ministerio de Salud. Dicha circunstancia
la ha mantenido aislada funcionalmente del resto de las políticas de
desarrollo rural, en especial de las de corte sectorial, además de
imprimirle un sello más policial que racional frente a los productores,
característica que contradice en esencia el espíritu que, al menos
en la forma, pretendía exhibir la doctrina oficial que impera desde el
inicio de la década pasada.
Una excepción comienza a
perfilarse, sin embargo, en algunos programas impulsados por el Programa de las
Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de las Drogas
(PNUFID), que cuentan como eje la promoción de la palma aceitera en los
departamentos de Ucayali y San Martín, los cuales, bajo la
dirección del Ministerio de Agricultura y la aprobación y apoyo de
la mencionada agencia de las Naciones Unidas, se han articulado en un programa
de desarrollo regional de alta prioridad nacional. En su desenvolvimiento se
espera que participen otras órbitas del Estado y de la comunidad
internacional que serían responsables de propiciar la integralidad del
proceso en aspectos relativos a la infraestructura física y social, la
industria, el comercio exterior, la capacitación y el financiamiento,
además de las organizaciones comunitarias de base cuyas demandas y
propuestas en tal dirección han sido la llave para el lanzamiento esa
iniciativa.
En análogo sentido, el Ministerio de Agricultura ha
propuesto convertir también el programa de Desarrollo Alternativo de
cacao en el valle de Apurímac en un plan nacional materializado en dicha
zona, dentro del marco del desarrollo regional y bajo su rectoría. Sin
embargo, tal determinación dependerá, en últimas, de la
agencia de Cooperación Internacional responsable del programa, y, como
también sucede en el caso de la palma aceitera, de los recursos que
asigne el Gobierno para tal efecto.
La condición de
“bancabilidad” es clave para el crecimiento sostenible de los
programas y proyectos de Desarrollo Alternativo, pues implica, de un lado, que
la Cooperación Internacional debe concentrar su responsabilidad en la
financiación del diseño y construcción de los
“prototipos” y su puesta en marcha, mientras que el Estado tiene que
continuar cofinanciando los instrumentos de política general que sobre su
perfil se adopten a fin de garantizar su multiplicación. Y, del otro, que
aquellos deben pasar primero que todo las más exigentes pruebas de la
competitividad operativa y la viabilidad financiera. De lo contrario, como ha
ocurrido en el pasado, apenas se retiren sus consultores con sus recursos, tales
programas seguirán derrumbándose como castillos de naipes sin
haber superado los estrechos límites de sus plataformas de
lanzamiento.
Por razón de la ineficacia de los programas
corrientes de Desarrollo Alternativo o, al menos, de su extrema fragilidad, las
cotizaciones de la hoja de coca comenzaron a recuperar sus anteriores niveles en
el Perú a partir del momento en que se aprobó el Plan Colombia,
cuyos primeros “éxitos” en términos de la
destrucción de plantaciones en el departamento de Putumayo, donde ahora
se localiza el 40% de la producción de Colombia en 60.000
hectáreas plenamente verificadas, está induciendo su
rebrote.
De acuerdo a Patrice Vandenberghe, representante en el
Perú del PNUFID, sus más recientes estimaciones ya muestran un
incremento del 20% sobre las 34.000 hectáreas que el año pasado
conformaban la extensión plantada, y una acentuada tendencia a seguir
creciendo aún más, lo cual representa un punto de inflexión
negativo en la lucha contra los cultivos de la hoja en ese país.
No obstante, el Embajador de Estados Unidos insiste en que dicha cifra
no ha variado, y que, por el contrario, sus progresos en esa lucha son evidentes
e irreversibles. Y en que el único método empleado para ello ha
sido el corte de raíz de las plantaciones.
“Hay más
coca de la que se piensa – sostiene Vandenberghe -. Además, vemos
una tendencia a sembrar más coca o a recuperar las hectáreas
abandonadas...Los campesinos han sembrado nuevos cocales fuera de las
áreas tradicionales de cada valle. Los han puesto en las cumbres de los
cerros y sólo son visibles desde avión o helicóptero. Si
bien el crecimiento está ocurriendo en todos los valles, la tendencia es
más pronunciada en Apurímac e Inambari-Tambopata, donde
también está ocurriendo un cambio sustancial en los lugares de
siembra – prosigue su informe -. El precio es la llave del problema.
Mientras los precios del cacao, café y palmito, que son cultivos
impulsados por los programas de Desarrollo Alternativo, se mantienen bajos, el
de la coca está aumentando.”
Según PNUFID, el 15 de
abril el precio de la hoja de coca en los valles de Apurímac,
Aguaytía y Uchiza estaba entre los US$20 y los US$25 por arroba, mientras
que en el valle del Monzón llegó hasta los US$39, un nivel contra
el que los cultivos alternativos no pueden competir. Adicionalmente,
“durante diez años de programas de Desarrollo Alternativo,
sólo hemos beneficiado a cerca de 25.000 familias. Es como una gotita de
agua en un terreno seco...Durante años se presentó como
éxito el abandono de superficies sembradas con cocales cuando el precio
de la hoja estuvo bajo. Son estas superficies las que se rehabilitan ahora. Por
esto el Perú es tan atractivo para los narcotraficantes. Una
pequeña inversión directa les reporta grandes ganancias. En su
pobreza, los campesinos ven una oportunidad para mantenerse...Para revertir este
problema deberíamos multiplicar por 50 las inversiones que están
haciendo estos
programas.”[5]
De otra
parte, de acuerdo a un informe del investigador sobre asuntos de
narcotráfico Roger Rumrill, tras una inspección en la
Amazonía peruana limítrofe con Colombia realizada en abril de este
año, “como efecto del Plan Colombia, los narcotraficantes
colombianos han retornado a las cuencas cocaleras peruanas, su antigua
ubicación durante los años 80, y los precios de la hoja de coca
peruana han comenzado a incrementarse. De 5 dólares en 1998, hoy se puede
encontrar a 30 dólares la arroba inglesa (11.5 kilos) de hoja de coca y
los campesinos han comenzado de nuevo a cultivarla.”
La
verdad es que en el Perú la situación parece estar llegando a un
punto explosivo debido a la supuesta aplicación de diversos agentes
biológicos con imprevisibles consecuencias en algunas zonas donde se ha
comprobado la presencia de siembras nuevas, como el Monzón y el valle del
Apurímac, a juzgar por las aseveraciones de sus líderes cocaleros
durante un reciente simposio sobre el tema realizado en Lima en el Centro
Peruano de Estudios Sociales
(CEPES).[6] “Al paso que vamos,
el terrorismo también va a rebrotar. Porque el Desarrollo Alternativo no
es más que una estafa para los campesinos, y un medio de enriquecimiento
únicamente para organizaciones extranjeras que vienen a plantar unas
cuantas maticas de palmito, maracuyá, piña o cacao, a tomarse unas
fotos, a cortar una cinta y a imprimir un bello folleto, para luego irse sin
dejar rastro alguno y sin rendirle cuentas a nadie”, afirmó Nancy
Obregón Peralta, una impulsiva mujer de 30 años procedente de
Tocache, un importante centro productor del Alto Huallaga.
“Se
trata de la regla de oro, que consiste en que quien pone el oro pone la
regla”, agregó José Villanueva, ex alcalde de San Francisco,
un pequeño poblado ubicado en la selva en el departamento de Ayacucho,
citando otra memorable frase del profesor de Economía de la Universidad
del Pacífico Carlos Amat, actual Ministro de Agricultura, al describir de
manera gráfica la forma en que regularmente ha operado la
Cooperación Internacional en éste campo.
De otro lado,
Rebeca Tuesta Cárdenas, una enérgica mujer morena presidenta del
Comité de Defensa de los Intereses de Curimaná en la provincia de
Padre Abad, departamento de Ucayali, denunció ante una mesa de
diálogo entre representantes del gobierno del Presidente Valentín
Paniagua y los cocaleros la erradicación violenta de cultivos de coca.
“Desde helicópteros se dejan caer objetos semejantes a unas
pastillas blancas sobre las plantaciones de coca. Varios campesinos hemos visto
cómo arrojaban desde los helicópteros estas pastillas. Incluso
hemos recogido varias de ellas, pero a los dos días desaparecen. De ello
son testigos el párroco, el gobernador y el médico de la
zona.”
Durante el mes de mayo de este año el malestar se
generalizó, y, como consecuencia, se presentó un sinnúmero
de paros y demostraciones de descontento y preocupación por parte de
diversas organizaciones campesinas de las principales zonas de
producción, en particular del Alto Huallaga, Alto Monzón, Uchiza,
Aucayacu, Chinchao, Padre Abad y Aguaytía.
Sus principales quejas
se concentran en señalar el recrudecimiento de las acciones de
erradicación “forzosa y violenta”, a pesar de que el cultivo
no es ilegal en el Perú; el fracaso de los programas de Desarrollo
Alternativo; y la celebración de nuevos consorcios que se
encargarán de la continuación de los mismos “a espalda de
los campesinos...sin tener en cuenta a las organizaciones de base, Gobierno y
agricultores teniendo como base la Mesa de Diálogo y
Concertación.“[7]
Finalmente, en Colombia, aunque al inicio se le conoció como un
Programa Especial de Cooperación (PEC) financiado por un grupo de
países desarrollados, el Desarrollo Alternativo comenzó a adquirir
un perfil más o menos formal después del asesinato del entonces
candidato a la Presidencia de la República Luis Carlos Galán en
1989. Sin embargo, en los términos de Thoumi, “la evaluación
de este programa muestra un alto grado de improvisación, falta de
continuidad y seguimiento, e intentos de la burocracia colombiana de capturar
esos fondos externos bilaterales y multilaterales a fin de mantener sus propias
operaciones. La mayoría de los proyectos tuvo muy poca relación
con la lucha contra las drogas y no fue implementada.” De otra parte,
agrega Thoumi, “ la vida de las burocracias domésticas e
internacionales dedicadas a la cooperación técnica depende de la
continuidad de los flujos de la asistencia internacional. Esta fuerza
arrolladora supera a la importancia de la calidad de los proyectos.”
Para llegar a esa conclusión, un grupo evaluador, encabezado por
Thoumi, examinó 112 proyectos para los cuales el Gobierno colombiano
había pedido financiamiento externo. El tipo de proyectos y el porcentaje
de los fondos solicitados, fueron los siguientes: promoción de
exportaciones, 8%; desarrollo industrial, 37%; sustitución de cultivos,
15%; Plan Nacional de Rehabilitación (PNR), 28%; desarrollo rural, 3%;
sistema judicial, 6%; programa de libertad de prensa, 2%; programas de la
juventud, 1%; y mejoramiento de la imagen del país en el exterior,
0.1%.
Después de agrias confrontaciones entre los países
sobre las formas más indicadas para ayudar a Colombia durante la etapa
conocida como “narcoterrorismo”, los aportes finalmente provinieron
de las siguiente fuentes: Estados Unidos, US$200 millones; Unión Europea,
US$75.6 millones; Luxemburgo, US$20 millones; Alemania, $15 millones; y PNUFID,
US$36 millones. Francia y la Gran Bretaña se abstuvieron de contribuir
por considerar que los programas de Desarrollo Alternativo terminarían
politizándose, por sus dudas sobre la efectividad de los mismos, y por la
excesiva influencia de Estados Unidos en su orientación.
A la
altura de 1995, solamente el 29% de los proyectos estaba concluido o en proceso
de ejecución; el 15% seguía estudiándose; y el 56%
había sido abandonado. Entre los primeros cabe destacar la
promoción de la producción de seda natural, la
modernización del Instituto de Comercio Exterior, programas de desarrollo
e innovación tecnológica, asistencia técnica para el
mejoramiento de la calidad en la producción de manzanas, y hasta
programas para el control de la fiebre aftosa.
Años más
tarde, en 1994, entró en funcionamiento el PLANTE, el instituto rector
del Desarrollo Alternativo en el país, adscrito directamente a la
Presidencia de la República. Desde entonces, se han emprendido numerosos
proyectos en diversas zonas, en su mayoría muy pequeños y
excesivamente dispersos frente a la dimensión real y a la naturaleza del
problema, de cuyos resultados infortunadamente no se dispone de evaluaciones
beneficio - costo sistemáticas y confiables por cada caso.
Entre
estos figuran muchas inversiones que antes eran atendidas por el Plan Nacional
de Rehabilitación (PNR), el programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI),
el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA), y la Caja Agraria, como
construcción de vías, adecuación de tierras, vivienda,
recreación, educación, salud y crédito rural. O sea que, en
buena parte, ya provenían de recursos de los presupuestos públicos
y, por tanto, no deberían contarse como iniciativas genuinamente nuevas
ni específicamente destinadas a programas de Desarrollo Alternativo.
Además, proyectos de sustitución en los mismos sitios de
producción de coca por café, banano, yuca, caña de
azúcar, fríjol, frutas, cacao, palmito, palma aceitera, caucho,
ganadería, porcicultura, acuicultura y reforestación. Y en
localizaciones tan diversas como los departamentos del Cauca, Nariño,
Caquetá, Putumayo y Guaviare, entre otras.
Sin embargo, como
comúnmente se dice, por sus resultados los conoceréis. Lo cierto
es que desde la iniciación del PEC hace 12 años, el área
sembrada en coca y amapola en Colombia se ha quintuplicado, llegando actualmente
a 162.000 hectáreas, según el Sistema Integral de Monitoreo de
Cultivos Ilícitos (SIMCI) creado por el Gobierno y las Naciones Unidas y
basado en el servicio francés de fotografía satelital Spotimage.
Todo ello a pesar del desmonte de los carteles de Medellín y Cali, los
más poderosos de la historia contemporánea del mundo. Y de masivas
operaciones de fumigación, las cuales cubrieron durante el último
año una superficie de 58.200 hectáreas, y un promedio anual
durante el lustro anterior de 45.000.
De otra parte, la
incursión de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en el
negocio de las drogas es verdad bien sabida. Lo mismo puede decirse de su
desviación de los ideales izquierdistas y marxistas que les dieron origen
al haber suplido las fuentes soviéticas y cubanas de financiación
con el llamado “gramaje” o contribución obligada de los
cultivadores de coca y amapola, y por sus cada vez más íntimas
vinculaciones con el tráfico de cocaína, heroína y
armas.
Una vez más, como suele suceder en el ámbito de la
Cooperación Internacional en el Desarrollo Alternativo, se trata de otra
manifestación de la “regla de oro” en la que finalmente
cayeron víctimas quienes alguna vez encarnaron una esperanza
política para una porción del pueblo campesino de
Colombia.
Adicionalmente, según Bruce Bagley, un investigador de
la Universidad de Miami, a los carteles de Medellín y de Cali los
sucedieron pequeños sindicatos tipo “boutique” liderados por
grupos familiares y profesionales de la clase media, conectados estrechamente
con los paramilitares, que controlan el 60% del tráfico de drogas.
En el caso de los paramilitares, su cuna fue el mismo
narcotráfico, convirtiéndose en el grupo armado del más
alto crecimiento, pasando de un pie de fuerza de 1.200 hombres en 1993 a 4.500
en 1998 y, en la actualidad, a 9.000.
Durante la década de los
años 80 los narcotraficantes adquirieron cerca de un millón de
hectáreas principalmente en el Magdalena Medio, los Llanos Orientales,
Córdoba, Antioquia y Sucre. Y crearon lo que a la postre se
conoció con el nombre de “autodefensas”, en respuesta a la
ola de secuestros y extorsiones que desde aquel entonces montaron las guerrillas
como otra modalidad para su financiamiento, especialmente en las antes
mencionadas zonas ganaderas, otra industria delictiva en la que Colombia
igualmente ocupa el primer lugar en el mundo.
Dicho grupo
también ha logrado el apoyo o, al menos la simpatía, de no pocos
empresarios rurales y de una pequeña pero creciente franja de la clase
alta, y, según recientes declaraciones de Carlos Castaño al diario
Washington Post, su comandante más visible, el reclutamiento de
más de 800 hombres que antes actuaban bajo la égida de las
guerrillas, y de cerca de 1.200 ex militares.
En suma, los motivos que
animan a ambos movimientos hoy son comunes, y el enfrentamiento entre ambas
fuerzas se reduce a su lucha por el control territorial de las áreas
donde se hallan los cultivos y por la sumisión de los campesinos que
allí moran, quienes conforman la masa crítica de las
víctimas de esta guerra. Como si todavía fuera poco el acoso
contra sus cultivos por parte de los aviones de fumigación y los
helicópteros que los apoyan.
No es de extrañar, entonces,
que Colombia ocupe el segundo puesto en el planeta en número de
desplazados, aproximadamente dos y medio millones de ciudadanos que representan
el 7% de la población total, aumentando a un ritmo de 863 en promedio por
día, sólo superado por Sudán, y por encima de otras
naciones célebres por la barbarie que padecen, entre ellas Angola, el
Congo, Sierra Leone e Indonesia.
Es éste un holocausto silencioso
y paulatino que muy pocos parecen advertir, sin duda la consecuencia más
dolorosa y el costo humano más oneroso de las luchas intestinas que
están siendo alimentadas por el incesante consumo de drogas
sicotrópicas prohibidas en las sociedades más prósperas del
orbe.
Se trata de una categoría diferente a la de refugiados, que,
según la definición convencional, está referida
exclusivamente a aquellos que, “debido a bien fundadas razones de temor
por raza, religión, nacionalidad, grupo social u opinión
política, se hallan fuera de su propio país...por la incapacidad
de sus autoridades de brindarles protección.”
Pero como
aún no han cruzado las fronteras, esta gente no despierta la
atención oficial del señor Ruud Lubbers, el alto comisionado de
las Naciones Unidas para los refugiados, quien alega que ante tal circunstancia
esa no es su función. Es probable que así mismo piensen algunos de
los entusiastas visitantes extranjeros y sus respectivos organismos de
Cooperación Internacional a la zona de distensión de El
Caguán, donde funciona el comando central de las FARC, por considerar que
su carácter de parias domésticos, que ni siquiera están en
capacidad de sembrar coca por no haberles llegado aún la oportunidad, no
les da credenciales suficientes para ser también merecedores de su
acogida y su asistencia.
Los narcotraficantes, en cambio, por intermedio
de sus redes de compra, suelen operar mediante una muy bien articulada
estrategia corporativa y zonal, como mandan las leyes contemporáneas del
mercado y la administración de empresas. Orientados fundamentalmente
hacia la demanda, y ligados, a través de una singular atención en
materia de servicios, a todos los eslabones de las cadenas productivas de las
drogas. Empezando por los cultivadores nuevos y antiguos a los que les brindan
el paquete tecnológico, les proveen las semillas y les suministran la
financiación. Y, adicionalmente, velan por su seguridad personal,
controlan el procesamiento y la comercialización, y les garantizan su
correspondiente y cumplido pago, dentro del contexto de una genuina modalidad de
compra anticipada o, al menos asegurada, de sus cosechas.
Competir dentro
del actual ámbito de la globalización por la vía de la
disuasión con semejante red de eslabones especializados del circuito de
estas actividades ilícitas y sus derivadas, exige romper primero que todo
con los esquemas convencionales de las políticas macroeconómicas y
apartarse de la ortodoxia de su manejo. Y luego garantizar que los países
que responden por la mayor parte de la demanda aporten los recursos
indispensables y suficientes para financiar y subvencionar una estrategia
integral y sostenida de Desarrollo Alternativo para el conjunto de la
Región Andina que preceda a las políticas de erradicación,
en tanto no ceda el consumo global, o sus gobiernos mantengan la decisión
de no legalizarlo junto con su comercio.
La misma revista
The
Economist, tan poco amiga de la intervención de los estados en
las economías, en su informe antes citado así lo ha reconocido.
Además de sostener que “la ayuda militar del Plan Colombia se halla
exclusivamente focalizada hacia la guerra de los Estados Unidos contra las
drogas, en vez de enfrentar los problemas propios de Colombia. Dos
décadas de represión contra la industria de las drogas en los
países andinos han fallado en ponerle coto a su producción
global.”
En efecto, del aporte norteamericano al mismo que, como
bien se sabe, asciende a US$1.319.1 millones, únicamente US$81
están destinados al Desarrollo Alternativo, y aún no han comenzado
a desembolsarse. No obstante, los primeros US$440 ya están siendo
utilizados para el entrenamiento de tres batallones militares, los cuales
constan de 2.500 hombres, 16 helicópteros Blackhawk y 22
helicópteros Huey, según lo ha revelado
The Economist.
Cabe agregar, sin embargo, que en la versión más
reciente del Plan aparece una partida que no figuraba en las anteriores, al
menos de manera específica, por US$25 millones para ”programas de
desarrollo alternativo y otros económicos y sociales, solamente sur de
Colombia”.[8] Lo mismo que
aclaraciones sobre la composición de sus principales capítulos,
que tampoco habían sido publicadas en los órganos de
divulgación convencionales del Gobierno norteamericano ni del
colombiano.
En adición a ello, Washington resolvió reforzar
el Plan Colombia mediante un suplemento denominado Iniciativa
Antinarcóticos Andina de US$731 millones, recientemente sometido por el
Presidente Bush al estudio del Congreso de su país, suma que sería
distribuida entre Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador, Brasil, Venezuela y
Panamá.
Se trata de su respuesta a las presiones de los
países vecinos de Colombia derivadas de sus temores por los supuestos
efectos de aquél sobre sus territorios. El mismo Powell declaró
que con este aporte las autoridades norteamericanas pretenden “evitar que
el problema de la droga se traslade de un país a otro.” En tanto
que, en cuanto se refiere a su frente interno, el mandatario también les
solicitó a sus legisladores asignar US$4.700 millones al sistema federal
de prisiones sobre la base de un incremento estimado del 32% en el número
de detenidos durante el próximo lustro, en medida significativa por una
proyección de las sentencias dictadas por delitos conectados con las
drogas. Cabe recordar que cerca de la cuarta parte de los dos millones de
prisioneros que hay en Estados Unidos ya corresponde a esa categoría, o
sea 460.000, cifra que es diez veces mayor a la correspondiente a 1980.
En tal materia, la presidencia de la Unión Europea declaró
por intermedio de un vocero suyo en una reunión convocada en Costa Rica
en octubre del año pasado para analizar las implicaciones del Plan
Colombia sobre el proceso de paz en esa nación, que “no hay
solución militar que permita lograr una paz duradera. Este país
conoce una violencia endémica cuyas causas van más allá del
conflicto engendrado por las guerrillas y el tráfico de drogas. Por ello,
la Unión Europea alienta sin reservas al gobierno colombiano a que adopte
con determinación políticas de reformas estructurales que permitan
reducir las desigualdades, fomenten el progreso social y aumenten el nivel de
vida, sobre todo en el campo.”
Y, al reclamar una
“política agraria ambiciosa”, agregaba que
“habría que prestar especial atención a los campesinos que
han conservado cultivos tradicionales, con el fin de darles los medios para
poder resistir la presión o la tentación de optar por la
ilegalidad...Las experiencias llevadas a cabo en otros países andinos
para reducir los cultivos ilícitos han dejado patente que si el problema
se aborda en un único país, sólo se consigue desplazando a
otro país vecino (la producción). La lucha contra el
tráfico de drogas y la delincuencia organizada sólo sería
eficaz si se planea a nivel regional e
internacional.”[9]
En
desarrollo de dicha declaración, la Unión Europea
oficializó su apoyo al proceso de paz de Colombia con el anuncio el
pasado 30 de abril en Bruselas de un aporte de US$330 millones, pero sin
determinar aún los programas específicos que financiará, ni
los canales a través de los cuales distribuirá esa suma. Sin
embargo, sería de esperar que, en concordancia con la posición
asumida en Costa Rica, su objetivo prioritario fuera la creación de
empleos alternativos en el medio rural para la prevención oportuna y el
reemplazo gradual, racional, sostenible y pacífico de los cultivos de uso
ilícito. Lo que sí se sabe es que del aporte de España a
dicho monto, que será de US$100 millones, cerca del 75%
corresponderá a créditos reembolsables dentro de los criterios y
políticas de su Fondo de Ayuda al Desarrollo (FAD), el cual ha estado
concentrado en operaciones con el sector eléctrico colombiano.
A medida que la ineficacia de los programas de Desarrollo Alternativo para
el conjunto de la Región Andina se ha hecho más visible, los
gobiernos de los tres principales países productores, tanto por su
desilusión frente a sus fallidos efectos como por las exigencias de la
comunidad internacional, han comenzado a bajar la guardia en su
aplicación y, en su lugar, a darle paso a estrategias de
erradicación forzosa cada vez más severas.
Mientras tanto
el Desarrollo Alternativo está quedando reducido apenas a una herramienta
supuestamente útil para apaciguar a los campesinos y a los
políticos que los apoyan, pero no para generar las condiciones de
racionalidad económica suficientes que los hagan moverse voluntaria y
pacíficamente hacia la producción de renglones diferentes a las
materias primas para la elaboración de las drogas de consumo
prohibido.
Lo que las cifras revelan es que se trata de un negocio hasta
el momento en incesante expansión, cuyas palancas están
controladas por organizaciones transnacionales que, tras explotar a su
amaño a quienes en calidad de productores de materias primas en estos
tres países sólo aportan entre el 1.5% y el 3% del precio final de
las drogas, derivan el grueso de sus dividendos de las actividades de
agregación de valor que obtienen más allá de sus fronteras,
mucho más cerca de los mercados de destino que de sus fuentes
rurales.
Según el Banco Mundial en un documento presentado
recientemente por su presidente, el señor Wolfensohn, en una
reunión de un grupo inter-agencial para el desarrollo rural de las
Américas convocada por el IICA en Panamá el mes
anterior[10], la contribución
al producto interno bruto de éstas tres economías representaba en
1996 entre el 5% y el 6%, sus utilidades equivalen al 70% de la de todas sus
exportaciones lícitas, y sus tasas de retorno oscilan entre dos y cinco
veces más que las obtenidas en las cosechas tradicionales. De
éstas cifras, según The Economist, entre el 2% y el
·4% del producto interno bruto de Colombia corresponde a la
repatriación de capitales hecha por la industria de las drogas hacia el
país, es decir entre US$2.500 millones y US$5.000 millones por
año.[11]
No obstante,
los campesinos jamás han sido los beneficiados. Únicamente sus
amos y explotadores, que ahora son en Colombia los guerrilleros y los
paramilitares; sus respectivos aliados y proveedores de armas y precursores
químicos de los países vecinos y del resto del mundo; y una nueva
generación de narcotraficantes locales.
Son negocios que siguen
progresando de manera sostenida a tasas mucho más altas que las del resto
del aparato productivo, a pesar de las diversas iniciativas sobre acceso
preferente a los mercados de Estados Unidos – Andean Trade Agreement
Act (ATPA) -, y de Europa – una aplicación especial de su
Sistema Generalizado de Preferencias -, para una importante fracción de
los bienes y servicios lícitos.
Cabe recordar que ya han
transcurrido 29 años desde que el Presidente de Estados Unidos Richard
Nixon declaró formalmente la guerra frontal contra las drogas
sicotrópicas cuyo consumo se halla prohibido en su país. No
obstante, su mercado continúa siendo el más grande de la tierra, a
pesar de una leve reducción del consumo per cápita, sustituida en
su mayor parte por productos sintéticos como el éxtasis, lo cual
constituye un escenario que sin duda está contribuyendo a provocar una
caída de los precios de la cocaína en los mercados finales. Sin
embargo, dicha guerra, cuyos contornos esenciales no se han modificado desde
entonces, sigue arrojando los efectos más perversos imaginables sobre la
humanidad, en especial contra sus miembros más pobres e indefensos que
habitan la Región Andina. Es hora de reconocer su fracaso, entender su
enorme complejidad, y adoptar REMEDIOS RADICALMENTE DIFERENTES
a los
hasta ahora empleados.
El propio Secretario de Estado de Estados Unidos,
Colin Powell, en un discurso pronunciado ante la Cámara de Representantes
de su país en abril de este año, admitió que “el
verdadero problema en la zona andina no es causado por la región misma
sino por lo que pasa en las calles de Nueva York y otras urbes, donde no solo
niños pobres sino abogados y artistas continúan usando drogas.
Esto está causando el problema en Colombia y en otras naciones andinas.
Tenemos no solo que perseguir la oferta y recurrir a la
interdicción.”
Así las cosas, lo que se impone es una
revisión a fondo, mejor dicho, una completa reinvención del
Desarrollo Alternativo en cuanto se refiere su concepción, sus
métodos, sus instrumentos y, sobre todo, su inspiración. De suerte
que ésta deje de estar basada en los criterios y la cultura de los
países y las organizaciones cooperantes, y parta, en cambio, de la
particular racionalidad social y económica de las comunidades campesinas
hacia las cuales supuestamente está dirigido.
La verdad es que así como es de difícil convertir las
conversaciones entre las FARC y el Gobierno de Colombia en verdaderas
negociaciones en medio del fuego, lo es en mucho mayor grado, por no de decir
que inviable, obtener los efectos buscados por los programas de Desarrollo
Alternativo en medio de las fumigaciones contra los cultivos de las materias
primas de uso ilícito y de la persecución policial contra quienes
los tienen bajo su cuidado. Es más, en tanto subsista el temor de los
políticos norteamericanos a que se les señale por parte de la
opinión pública de su país de “suaves” o laxos
en el tema de las drogas si ponen sobre el tapete el asunto de la
legalización del consumo, la lucha seguirá siendo un
desafío de titanes.
Dentro de este orden de ideas, la
legalización no debería ser una opción sustitutiva del
Desarrollo Alternativo, sino un requisito previo. Sin embargo, sería
ingenuo pensar que dicho debate rendiría frutos en el corto plazo. Pues
son muchos y muy poderosos quienes saldrían perdiendo si se tomare
semejante medida, la cual, al suprimir la clandestinidad de su comercio,
heriría de muerte su diabólica rentabilidad.
Comenzando por
quienes, igualmente, resultarían siendo los peor librados de un proceso
de certificación multilateral genuino que colocara a los países
consumidores en la misma mira de la evaluación unilateral a la que hoy se
hallan sometidos los productores. O sea los operadores del lavado de dinero y
las instituciones y banqueros que se prestan para ello; los fabricantes y
comercializadores de precursores químicos; los fabricantes y traficantes
regulares e irregulares de armas, un negocio tan grande, rentable y letal como
el de las drogas; las compañías de cigarrillos, cuyas
exportaciones a Aruba, por ejemplo, como lo señala Thoumi en su trabajo
citado, representan el 25% de su ingreso nacional, y sirven de base para una de
las más conocidas operaciones de lavado a través de su contrabando
a Colombia y a otras naciones del continente; y los productores y
contrabandistas de computadoras, aparatos eléctricos y otros bienes y
servicios que entran a muchos países en vía de desarrollo, entre
otros.
Por tanto, dentro del marco de la
realpolitik, por donde se
debería empezar entonces es por la
“descriminalización” o DESPENALIZACIÓN de los
cultivadores, así como por la SUSPENSIÓN DE LAS FUMIGACIONES
y las aplicaciones de sustancias de naturaleza bioquímica contra los
mismos. Y por poner en marcha ambiciosos PROGRAMAS DE DESARROLLO ALTERNATIVO
COMO UN PASO QUE PRECEDA – Y NO SUCEDA – A LAS FAENAS DE
ELIMINACIÓN manual o mecánica de las plantaciones.
No es cierto, como suele afirmarse, que no exista “tejido
social” en las zonas de cultivos de uso ilícito en la Región
Andina. Por el contrario. Casi sin excepción, en cada rincón del
territorio, independientemente de su grado de marginalidad, se hallan diversas
modalidades de organización familiar, vecinal y comunal, cuya
informalidad es sólo el producto de la falta de reconocimiento por parte
de los estados y quienes los dirigen.
Dentro de este orden de ideas,
LA UNIDAD MÍNIMA QUE DEBE SER OBJETO DE LOS PROGRAMAS DE DESARROLLO
ALTERNATIVO ES LA FAMILIA, en vez de los individuos aisladamente
considerados. En segundo término, la vecindad con la cual ésta se
relaciona. Y, por último, la comunidad a la cual pertenece y dentro de la
que se le identifica y acepta como
miembro.[13]
Tal es el
escenario de donde surgen los patrones básicos de índole
organizacional de los productores, los cuales, bajo cualquier circunstancia,
deben ser respetados e incorporados como elementos esenciales de los programas
que se les propongan. Un caso muy ilustrativo es el conjunto de las relaciones
de intercambio de trabajo solidario en algunas culturas y zonas expresadas en
instituciones como la “minca” o “minga”, la “mano
cambiada”, el “aini” y el “ayllu”.
De
otra parte, hay que tener en cuenta los factores estacionales que son inherentes
a la vida rural, cuya naturaleza da lugar a una amplia diversidad y complejidad
de actividades combinadas en cabeza de las mismas familias. Por ejemplo, faenas
domésticas, trabajos asalariados de tiempo completo o parcial,
explotación de ganadería menor, tareas remuneradas o sin pago en
efectivo de carácter solidario a favor de la vecindad o la comunidad,
entre muchas otras.
O sea que la unidad típica de
producción no necesariamente tiene que ser una parcela. En cambio,
podría ser más bien la cantidad de actividades diversas que una
familia realiza por unidad de tiempo. Luego la productividad no siempre se puede
medir por hectárea, sino más apropiadamente por la mano de obra
familiar referida a un complejo de actividades.
Así las cosas, la
coca casi nunca representa un monocultivo, sino apenas una parte dentro de la
complejidad productiva de una familia, un núcleo vecinal o una comunidad.
De suerte que podría afirmarse que, en términos de su racionalidad
económica, EL “ÓPTIMO CAMPESINO” ES LA
MINIMIZACIÓN DEL RIESGO MEDIANTE LA DIVERSIFICACIÓN DE
ACTIVIDADES, Y, COMO RESULTADO, LA ÉSTABILIZACIÓN DEL INGERSO
FAMILIAR o grupal, según el caso.
Finalmente, se debe
RECONOCER EL LIDERAZGO DE LA MUJER, particularmente en el caso de las
sociedades y los lugares más afectados por la violencia. Basta con
subrayar que la mayoría de las cabezas de hogar en situación de
desplazamiento o desarraigo por presión guerrillera o paramilitar, son
mujeres; que la mayoría de los microempresarios rurales no agricultores
está conformada por mujeres; y que el índice de cartera vencida de
la banca rural que está en cabeza de mujeres en la Región Andina,
suele ser inferior al que figura a nombre de los hombres.
Ahora bien, a partir de estas consideraciones es indispensable redefinir el
concepto, reorientar las políticas y precisar el alcance del Desarrollo
Alternativo. Así las cosas, esta herramienta debe ser entendida como un
conjunto de procesos de desarrollo rural competititivo diseñados para
prevenir o reducir los cultivos de plantas que contienen sustancias
sicotrópicas con fines ilícitos, a través de estrategias y
acciones de largo aliento y mediano plazo que, como mínimo:
Generen EMPLEO ALTERNATIVO, estable y bien remunerado, NO SOLAMENTE DE ORIGEN AGROPECUARIO, partiendo de la racionalidad económica y las características socioculturales de los grupos destinatarios. Es decir, mediante la consulta previa con éstos y su directa participación en las políticas, los programas y los proyectos. Es preciso tener en cuenta que en el campo la agricultura genera no más de la mitad de los empleos, de suerte que deben evitarse los sesgos predominantemente agraristas en el tratamiento de problema.
Que estén en capacidad de sustituir de manera gradual, eficiente y eficaz los flujos de caja de los SISTEMAS DE AGRICULTURA CONTRATADA (o por contrato) que en general caracterizan a las cadenas productivas de las drogas, basados en la prestación a los agricultores de asistencia técnica, provisión de semillas, suministro de agroquímicos, financiación, pago oportuno de las cosechas, protección personal, y articulación e integración vertical con las etapas posteriores de agregación de valor.
Que incorporen ejercicios de BANCA DE INVERSIÓN para identificar y seleccionar proyectos ya existentes, elaborar nuevas propuestas, capacitar empresarialmente a las comunidades, organizar socialmente la producción en escalas mínimas, diseñar y ofrecer líneas de crédito acordes con sus flujos de caja, y establecer Unidades Ejecutoras transitorias hasta su arranque y consolidación bajo el control accionario y administrativo de aquellas.
Que reconozcan la etiología demográfica del fenómeno, y que, en consecuencia, también cubran los lugares de origen de los cultivadores emigrantes y ATAQUEN LAS CAUSAS ECONÓMICAS Y SOCIALES DE SU EXPULSIÓN. Lo cual supone extender los programas hacia la reactivación de la llamada agricultura de los renglones tradicionales en los territorios mejor servidos en materia de infraestructura física y social; en vez de limitarse a introducir rubros exóticos, con mercados diminutos, en zonas agroecológicamente frágiles, como ha ocurrido con los esfuerzos de sustitución en buena parte de las áreas de cultivos de coca y amapola.
Y que estén acompañadas de MEDIDAS QUE ENFRENTEN LOS EFECTOS INHIBITORIOS DE LAS VARIABLES MACROECONÓMICAS sobre las políticas sectoriales, locales y microeconómicas. Esto es, acudiendo a REGÍMENES DE EXCEPCIÓN en las políticas de comercio; a un FONDO ANDINO DE GARANTÍAS que avale ante la banca nacional e internacional las obligaciones crediticias de aquellos proyectos que adolezcan de insuficiencia en el respaldo; y a SUBSIDIOS DIRECTOS bajo el amparo del principio de la MULTIFUNCIONALIDAD de la agricultura, según el cual, en el caso de la Región Andina, su relevancia yace más en consideraciones de índole geopolítica que meramente económicas a la luz de su condición de herramienta de ocupación lícita y sostenible de sus territorios afectados por actividades ilícitas.
Ahora bien, las preguntas que surgen son:
¿Quiénes ejecutarían dichos planes y programas? ¿Acaso
las agencias de ayuda o firmas de consultoría de las naciones
cooperantes, tal como ha sucedido hasta el presente la mayoría de las
veces? O las instituciones públicas de las beneficiarias, generalmente
descalificadas por aquéllas debido a su falta de eficiencia o pulcritud?
¿O las comunidades afectadas que, al haber sido consuetudinariamente
ignoradas en el diseño y aplicación en este tipo de acciones por
no gozar de la confianza de los gobiernos de unas y otras, tampoco
confían ni en las primeras ni en las últimas?
A fin de responder a éstos interrogantes hay que reconocer antes que
todo que, como aquí se ha visto y ya dicho, la falta de una visión
regional sobre el problema y sus soluciones sólo ha conducido hacia el
desplazamiento de las áreas de siembra de unos sitios a otros, sin
disminuir la producción y el tráfico.
O sea, provocando lo
que se conoce como el “efecto globo”, según el cual si se
aprieta en un sector del mismo, el aire buscará salidas en otras zonas.
De paso, dando lugar en cada país a actitudes apenas reactivas,
incoherentes y descoordinadas por parte de sus respectivos gobiernos.
Además de acciones fragmentadas, dispersas y, a la postre, ineficaces.
Por tanto, es indispensable adelantar una sola estrategia, integral y unificada,
de Desarrollo y Empleo Alternativos para el conjunto de la Región
Andina.
En otras palabras, se trata de
ANDINIZAR
estas políticas, de suerte que los países de la
región:
Compartan OBJETIVOS COMUNES.
Conduzcan, a partir de una especie de COMISIÓN O VEEDURÍA COLEGIADA, sus negociaciones con los países consumidores de droga, sus entidades cooperantes y los organismos multilaterales y regionales de comercio y financiación como la Organización Mundial de Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la Corporación Andina de Fomento (CAF).
Orienten mancomunadamente la cooperación internacional desde lo local, de abajo hacia arriba, a partir de la constitución de un FONDO REGIONAL COMPETITIVO que reúna la totalidad de sus recursos, al que accedan directamente, a través de modalidades de calificación o concursos de méritos, las comunidades destinatarias mediante la elaboración y presentación de sus propias propuestas de desarrollo, de acuerdo a reglas y criterios de elegibilidad previa y consensualmente definidos por todas las partes.
A partir de dichos programas de desarrollo, debidamente concertados y aprobados, les confíen la asignación de recursos por proyectos específicos y la ejecución y el control social de los mismos a organizaciones colegiadas de los productores de coca y amapola, los gobiernos locales, las universidades, y demás voceros autorizados de la sociedad en cada zona.
Pacten condiciones de acceso privilegiado a mercados a través de marcas colectivas y sellos de denominación especiales para el reconocimiento social de los renglones originados en programas de Desarrollo Alternativo, de manera análoga a la modalidad de calificación de “mercados justos”.
Sobre el particular, se
debe observar que los organismos de la Cooperación Internacional no
deberían ser vistos ni considerados como los responsables de la
ejecución de los programas de Desarrollo Alternativo. Por tanto, tampoco
de sus eventuales éxitos o fracasos. Sino apenas como
codiseñadores y financiadores de prototipos y modelos
“bancables” que, con el apoyo de Unidades Ejecutoras especializadas
por proyecto, han de replicarse y multiplicarse dentro del marco de las
políticas regionales en materia de desarrollo rural y sectorial a partir
de organizaciones creadas autónoma y libremente por sus propios
beneficiarios.
Solamente cuando los cultivadores de coca y amapola tengan algo qué
ganar apoyando a sus estados – que en la actualidad los persiguen y
reprimen -, y algo qué perder contemporizando con los movimientos
subversivos de todas las suertes y con los narcotraficantes – que dicen
protegerlos -, será posible derrotar la producción y sus
conexiones con el terrorismo y la violencia.
[*] Economista colombiano
(Universidades de los Andes de Colombia, Lancaster de Inglaterra y Harvard de
Estados Unidos). Ha sido asesor en banca de inversión y presidente de la
Federación Nacional de Arroceros (FEDEARROZ), la Sociedad de Agricultores
de Colombia (SAC), la Corporación Colombia Internacional (CCI), la Caja
Agraria (hoy Banco Agrario) y el diario El Espectador. Y miembro del
Comité Nacional de Cafeteros y de las Juntas Directivas de la
Asociación Bancaria y de los bancos Popular, del Estado, Caja Social y
Fundación Social. En la actualidad es Coordinador de la Unidad de
Desarrollo Rural Alternativo del Instituto Interamericano de Cooperación
para la Agricultura (IICA) con sede en Lima (Perú). Este trabajo es de
responsabilidad personal y exclusiva del autor, y, por tanto, no compromete a
las instituciones con las cuales ha estado o está vinculado. E mail:
carlosgcano@hotmail.com
[1]
Doctrina Fujimori sobre la Política de Control de Drogas y Desarrollo
Alternativo. Lima, Octubre 26 de
1990.
[2] Cotler, Julio. Drogas y
Política en el Perú. Instituto de Estudios Peruanos. Lima,
1999.
[3] Arciniega, Alberto.
Buenos Días Ejército del Perú. Ediciones Referéndum.
Lima, 2001.
[4] Thoumi, Francisco
E. Illegal Drugs, Economy and Society in the Andes. Versión en Borrador.
Viena, 2000.
[5] Declaraciones al
diario El Comercio. Lima, 28 de abril del
2001.
[6] Centro Peruano de
Estudios Sociales (CEPES). Simposio sobre la Experiencia de la Región
Andina en la Lucha Anti-Drogas y el Plan Colombia. Lima, Diciembre 13 y 14 del
2000.
[7] Asociación de
Agricultores y Productores de Hoja de Coca del Alto Huallga, Valle del
Monzón y Padre Abad-Aguaytía. Lima, Mayo 11 del
2001.
[8] U.S. Department of State.
U.S. Support for PLAN COLOMBIA. February, 2001.
[9] Encuentro entre
representantes de la sociedad civil de Colombia, el Gobierno Nacional y la
comunidad internacional, celebrado en octubre del 2000 en San José, Costa
Rica, con el objeto de analizar los alcances del Plan Colombia.
[10] IICA. Grupo Inter-agencial
para el Desarrollo Rural de las Américas. Panamá, Abril del 2001.
[11] The Economist. Drugs, War
and Democracy: A Survey. April 21th – 27th
2001.
[12] Al contrario de
Bolivia y Perú, en Colombia, donde se halla el 70% de la extensión
dedicada a cultivos de uso ilícito en la Región Andina,
éstos están prohibidos y penalizados por ley. Por tanto, sus
cultivadores, al estar por fuera de ésta, adquieren el carácter de
delincuentes. De esa manera se le abre el camino a las fumigaciones, y se
dificulta en grado sumo su relación con el Estado para propósitos
de Desarrollo Alternativo.
[13]
Eduardo Musso, consultor del IICA, está adelantando una minuciosa
investigación sobre el tema en el Perú.