Sentencia No. C-221 de 1994.

 

 

DROGADICCION-Comportamiento personal

 

Dentro  de un sistema penal liberal y democrático,  como  el que  tiene que desprenderse de una Constitución del mismo  sello, debe  estar  proscrito el peligrosismo, tan caro  al  positivismo penal, hoy por ventura ausente de todos los pueblos  civilizados. Porque a una persona no pueden castigarla por lo que posiblemente hará,  sino  por lo que efectivamente hace. A menos  que  el  ser drogadicto   se   considere  en  sí  mismo   punible,   así   ese comportamiento  no trascienda de la órbita más íntima del  sujeto consumidor,  lo que sin duda alguna es abusivo, por  tratarse  de una  órbita  precisamente  sustraída al derecho  y,  a  fortiori, vedada   para   un  ordenamiento  que  encuentra  en   la   libre determinación  y  en  la dignidad de la  persona  (autónoma  para elegir  su  propio  destino)  los  pilares  básicos  de  toda  la superestructura  jurídica. Sólo las conductas que interfieran con la  órbita  de  la libertad y los intereses  ajenos,  pueden  ser jurídicamente exigibles. No se compadece con nuestro ordenamiento básico  la tipificación, como delictiva, de una conducta que,  en sí  misma,  sólo incumbe a quien la observa y,  en  consecuencia, está  sustraída  a  la forma de control  normativo  que  llamamos derecho y más aún a un sistema jurídico respetuoso de la libertad y de la dignidad humana, como sin duda, lo es el nuestro.

 

 

CONSTITUCION POLITICA-Naturaleza/JUEZ CONSTITUCIONAL-Función

 

La  filosofía  que  informa  la Carta  Política  del  91  es libertaria   y  democrática  y  no  autoritaria  y  mucho   menos totalitaria.  Por  tanto,  si  del texto  de  una  norma  pudiera desprenderse  una  conclusión  a tono con una  ideología  de  esa naturaleza,  sería  necesario,  en  una  tarea  de   armonización sintáctica que incumbe al intérprete, extraer de ella un  sentido que no rompa abruptamente el sistema sino que lo preserve. Porque la  tarea  del juez de constitucionalidad no consiste,  ni  puede consistir,  en resignarse a que la norma básica es un  tejido  de retazos incongruentes, entre sí inconciliables, sino en  eliminar contradicciones y hacerlo de modo razonable.

 

 

DERECHO A LA SALUD-Tratamiento médico

 

Cada  quien  es  libre  de decidir si es o  no  el  caso  de recuperar   su  salud.  Ni  siquiera  bajo  la  vigencia  de   la Constitución anterior, menos pródiga y celosa de la protección de los  derechos fundamentales de la persona, se consideraba que  el Estado  fuera el dueño de la vida de cada uno y, en  armonía  con ella,  el  Decreto 100 de 1980 (Código Penal) no  consideraba  la tentativa de suicidio como conducta delictual; mucho menos podría hacerse  ahora esa consideración. Si yo soy dueño de mi  vida,  a fortiori  soy  libre de cuidar o no de mi  salud  cuyo  deterioro lleva a la muerte que, lícitamente, yo puedo infligirme.

 

 

DERECHO   AL   LIBRE   DESARROLLO   DE   LA    PERSONALIDAD-Límites/AUTONOMIA PERSONAL

 

El  legislador  no  puede  válidamente   establecer   más limitaciones que aquéllas que estén en armonía con el espíritu de la  Constitución.  La primera consecuencia que se  deriva  de  la autonomía,  consiste en que es la propia persona (y no nadie  por ella) quien debe darle sentido a su existencia y, en armonía  con él,  un rumbo.  Si a la persona se le reconoce esa autonomía,  no puede  limitársela sino  en la medida en que entra  en  conflicto con la autonomía ajena. El considerar a la persona como  autónoma

tiene sus consecuencias inevitables e inexorables, y la primera y más importante de todas consiste en que los asuntos que sólo a la persona  atañen, sólo por ella deben ser decididos.  Decidir  por ella  es arrebatarle brutalmente su condición ética, reducirla  a la  condición de objeto, cosificarla, convertirla en  medio  para los  fines  que  por fuera de ella se eligen.  Cuando  el  Estado resuelve  reconocer  la  autonomía  de  la  persona,  lo  que  ha decidido,  ni  más  ni  menos, es  constatar  el  ámbito  que  le corresponde  como sujeto ético: dejarla que decida sobre  lo  más radicalmente  humano, sobre lo bueno y lo malo, sobre el  sentido de  su existencia. Que las personas sean libres y autónomas  para elegir  su  forma  de vida mientras ésta  no  interfiera  con  la autonomía  de las otras, es parte vital del interés común en  una sociedad  personalista, como la que ha pretendido  configurar  la Carta  Política  que  hoy  nos  rige.  Si  el  derecho  al  libre desarrollo  de  la  personalidad tiene algún  sentido  dentro  de nuestro  sistema,  es  preciso  concluir  que,  por  las  razones anotadas,  las normas que hacen del consumo de droga  un  delito, son claramente inconstitucionales.

 

 

DROGADICCION-Educación como obligación estatal

 

¿Qué  puede  hacer  el Estado, si  encuentra  indeseable  el consumo   de  narcóticos  y  estupefacientes  y  juzga   deseable evitarlo, sin vulnerar la libertad de las personas? Cree la Corte que la única vía adecuada y compatible con los principios que  el propio  Estado  se  ha  comprometido a  respetar  y  a  promover, consiste en brindar al conglomerado que constituye su pueblo, las posibilidades  de  educarse. ¿Conduce dicha vía  a  la  finalidad indicada?  No necesariamente, ni es de eso de lo que se trata  en primer  término. Se trata de que cada persona elija su  forma  de vida  responsablemente,  y para lograr ese objetivo,  es  preciso remover el obstáculo mayor y definitivo: la ignorancia. No puede, pues, un Estado respetuoso de la dignidad humana, de la autonomía personal y el libre desarrollo de la personalidad, escamotear  su obligación  irrenunciable  de  educar,  y  sustituir  a  ella  la represión como forma de controlar el consumo de sustancias que se juzgan  nocivas  para la persona individualmente  considerada  y, eventualmente, para la comunidad a la que necesariamente se halla integrada.

 

 

UNIDAD NORMATIVA

 

Resultan violatorias del Estatuto Básico, los artículos 51 y 87  de  la  ley 30 de 1986, este  último  por  constituir  unidad normativa con los acusados.

 

 

DROGADICCION-Tratamiento médico

 

Que una persona que no ha cometido ninguna infracción  penal -como  lo  establece el mismo artículo- sea  obligada  a  recibir tratamiento  médico contra una "enfermedad" de la que  no  quiere curarse,  es  abiertamente  atentatorio de la libertad  y  de  la autonomía  consagradas en el artículo 16, como "libre  desarrollo de la personalidad". Resulta pertinente, en este punto, remitir a las  consideraciones  hechas atrás acerca  del  internamiento  en establecimiento psiquiátrico o similar, considerado, bien bajo la perspectiva  del tratamiento médico, bien bajo la perspectiva  de la   pena.   Si   se  adopta  la  primera,   la   norma   resulta inconstitucional  por  violentar  la  voluntad  del  destinatario mediante  la  subrogación  de su capacidad  de  decidir,  por  la decisión  del  juez o del médico. Cada quien es libre  de  elegir (dentro  de nuestro ordenamiento) qué enfermedades se trata y  si es  o no el caso de recuperar la "salud", tal como se concibe  de acuerdo  con  el criterio oficial. Si se adopta  la  segunda,  la evidencia  de inconstitucionalidad es aún mayor, pues no sólo  es inconcebible  sino monstruoso y contrario a los  más  elementales principios  de  un derecho civilizado, que a una  persona  se  le sancione  sin  haber infringido norma alguna, o se le  compela  a recibir un tratamiento médico que no desea.

 

 

 

 

 

DESPENALIZACION DEL CONSUMO DE LA DOSIS PERSONAL

 

Los preceptos de la Carta que resultan directamente violados por las disposiciones señaladas, son los siguientes: el  artículo 1o. que alude al respeto a la dignidad humana como fundamento del Estado;  el  2o.  que obliga al mismo  Estado  a  garantizar  "la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados  en la Constitución"; el 5o. que reconoce la primacía de los derechos inalienables  de la persona, dentro de los cuales ocupa un  lugar privilegiado  el de la autonomía, como expresión inmediata de  la libertad;   el   16   que  consagra   expresamente   el   derecho anteriormente  referido, y el 13 consagratorio del derecho  a  la igualdad, pues no se compadece con él, el tratamiento diferente a categorías de personas que deben ser análogamente tratadas.

 

 

REGULACION DEL CONSUMO DE DROGAS

 

En ese mismo orden de ideas puede el legislador válidamente, sin vulnerar el núcleo esencial de los derechos a la igualdad y a la  libertad,  desconocidos  por  las  disposiciones  que   serán retiradas del ordenamiento, regular las circunstancias de  lugar, de edad, de ejercicio temporal de actividades, y otras  análogas, dentro  de  las cuales el consumo de droga resulte  inadecuado  o socialmente nocivo, como sucede en la actualidad con el alcohol y el tabaco. Es ésa, materia propia de las normas de policía.  Otro tanto cabe predicar de quienes tienen a su cargo la dirección  de actividades  de  instituciones,  públicas  o  privadas,   quienes derivan  de  esa  calidad la competencia  de  dictar  reglamentos internos  que posibiliten la convivencia ordenada, dentro de  los ámbitos que les incumbe regir.

 

 

DECLARATORIA DE INEXEQUIBILIDAD-Efectos

 

La  declaración de inexequibilidad de los artículos 51 y  87 de  la  ley  30 de 1986, por las razones  expuestas,  impide  que revivan normas de contenido similar, que fueron derogadas por  la ley en cuestión.

 

 

Magistrado Ponente: Dr.CARLOS GAVIRIA DIAZ.

 

En Santafé de Bogotá, D.C., a los cinco (5) días del mes  de mayo  de mil novecientos noventa y cuatro (1.994), la Sala  Plena de la Corte Constitucional, EN NOMBRE DEL PUEBLO  Y POR MANDATO DE LA CONSTITUCION,

 

Procede a dictar sentencia en el  proceso de constitucionalidad  contra  el  literal j) del artículo  2  y  el artículo 51 de la Ley 30 de 1.986.

 

 

1. ANTECEDENTES.

 

El  ciudadano ALEXANDRE SOCHANDAMANDOU, en ejercicio  de  la acción  pública de inconstitucionalidad, solicita a la Corte  que declare inexequibles el literal j) del artículo 2o. y el artículo 51 de la ley 30 de 1986.

 

Cumplidos como están los trámites constitucionales y legales exigidos  para  procesos  de  esta índole,  procede  la  Corte  a decidir.

 

 

 

 

2. NORMAS ACUSADAS.

 

El  texto de las disposiciones objeto de impugnación  es  el que sigue:

 

"artículo  2o. Para efectos de la presente ley se  adoptarán las siguientes definiciones: ..................

j) Dosis para uso personal: Es la cantidad de estupefaciente que una persona porta o conserva para su propio consumo.

 

Es  dosis para uso personal la cantidad de marihuana que  no exceda  de veinte (20) gramos; la de marihuana hachís la  que  no exceda  de cinco (5) gramos; de cocaína o cualquier  sustancia  a base  de  cocaína  la  que  no exceda  de  un  (1)  gramo,  y  de metacualona la que no exceda de dos (2) gramos.

 

No  es  dosis para uso personal, el  estupefaciente  que  la persona  lleve consigo, cuando tenga como fin su  distribución  o venta, cualquiera que sea su cantidad".

 

“artículo 51. El que lleve consigo, conserve para su  propio uso  o  consuma, cocaína, marihuana o cualquier  otra  droga  que produzca  dependencia, en cantidad considerada como dosis de  uso personal,  conforme a lo dispuesto en esta ley, incurrirá en  las siguientes sanciones:

 

a) Por primera vez, en arresto hasta por treinta (30) días y multa en cuantía de medio (1/2) salario mínimo mensual.

 

b) Por la segunda vez, en arresto de un (1) mes a un (1) año y  multa  en  cuantía  de medio (1/2) a  un  (1)  salario  mínimo mensual, siempre que el nuevo hecho se realice dentro de los doce (12) meses siguientes a la comisión del primero.

 

c)  El  usuario o consumidor que, de  acuerdo  con  dictamen médico  legal,  se encuentre en estado de drogadicción  así  haya sido sorprendido   por   primera   vez,   será   internado en establecimiento psiquiátrico o similar de  carácter  oficial  o privado,  por el término necesario para su recuperación. En  este caso no se aplicará multa ni arresto.

 

La autoridad correspondiente podrá confiar al drogadicto  al cuidado  de  la familia o remitirlo, bajo la  responsabilidad  de ésta a una clínica, hospital o casa de salud, para el tratamiento que  corresponda, el cual se prolongará por el  tiempo  necesario para la recuperación de aquél, que deberá ser certificada por  el médico tratante y por la respectiva Seccional de Medicina  Legal. La  familia del drogadicto deberá responder del  cumplimiento  de sus  obligaciones,  mediante caución que  fijará  el  funcionario competente, teniendo en cuenta la capacidad económica de aquella. El  médico tratante informará periódicamente a la  autoridad que   haya  conocido  del  caso  sobre  el  estado  de  salud   y rehabilitación  del  drogadicto.  Si la familia faltare a las obligaciones que le corresponden, se le hará efectiva la  caución y   el   internamiento  del  drogadicto  tendrá   que   cumplirse forzosamente." 

 

 

3. LA DEMANDA.

 

A  pesar de que la redacción de la demanda no es  tan  clara como  sería  deseable,  se alcanza a entender  en  ella  que  las razones   del   actor  para  considerar   violadas   las   normas constitucionales, son las siguientes:

 

 

 

 

 

3.1.  SOBRE LOS LIMITES CONSTITUCIONALES A  LA  INTERVENCION DEL ESTADO EN LA SALUD PERSONAL.

 

Dice el actor que las normas acusadas violan el artículo 366 de la Constitución, pues, si el Estado no puede  garantizar  la curación  del enfermo, tampoco puede privarle de la droga que  le proporciona  alivio.  "Si  el  Estado  no  puede  garantizar   la recuperación  de  la salud de los enfermos  psicofisiológicos  de drogadicción  o  toxicomanía, porque no  existe  clínicamente  el tratamiento radical y científico que asegure su curación, tampoco puede  el Estado impedir o limitar el uso del medicamento que  le procura  alivio al sufrimiento del enfermo. Los estupefacientes son parte integral de la enfermedad de drogadicción o toxicomanía y a la vez, son  el medicamento que  alivia  el  dolor  y  el sufrimiento de los enfermos incurables."

 

Según  el  demandante,  las  normas  acusadas violan los artículos  5,  28, 29, 34 y 49 de la Carta Política,  porque los drogadictos y toxicómanos son enfermos psicofisiológicos, estén o no  bajo  los efectos de un estupefaciente; "el Estado  no  puede sancionar  con pena o medida de seguridad el derecho inalienable de las personas a estar  psicofisiológicamente  enfermas  por cualquier causa, inclusive de drogadicción o toxicomanía."

 

Añade  el  accionante  que las normas  acusadas  violan  los artículos 28 y 95 numeral 1° de la Carta, pues no se "puede penar a quienes simplemente consumen estupefacientes, porque con su conducta no perjudican a persona diferente a ellos mismos."

 

 

3.2. SOBRE EL TRATAMIENTO DISCRIMINATORIO PARA LOS CONSUMIDORES DE DETERMINADOS ESTUPEFACIENTES.

 

El demandante anota la discriminación de los adictos  frente a  otros enfermos incurables, afirmando que si el Estado  permite que el padecimiento de otros enfermos incurables sea mitigado con drogas que producen adicción, al drogadicto incurable no le puede negar el Estado el consumo de la droga que mitiga su sufrimiento, so pretexto de que ésta produce adicción, sin violar el derecho a la igualdad.

 

El actor sólo acusa como inconstitucionales al artículo 51 y al  literal j) del artículo 2, porque el tratamiento dado por  la Ley  30  de  1.986  a los otros  drogadictos  y  toxicómanos,  es considerado  por  él  como constitucional, lo  que  resalta  otra discriminación que viola el derecho a la igualdad. Efectivamente, según  la  Ley  30,  el nicotinómano  y  el  alcohólico  son  tan drogadictos  y toxicómanos como el marihuanero y el  cocainómano; pero, se incurre en trato discriminatorio cuando se dá a los  dos primeros  el tratamiento legal de adictos socialmente  aceptados, mientras  se  trata  a  los demás  consumidores  de  drogas  como contraventores  o delincuentes, dependiendo de qué  tan  enfermos estén.

 

Afirma  el accionante que la discriminación impuesta por  la Ley 30 de 1.986 para los toxicómanos distintos al alcohólico y el nicotinómano,  no  sólo  es apreciable si se  mira  a  los  otros enfermos  incurables y a los otros toxicómanos, sino que  la  Ley impone  también  una discriminación entre los drogadictos  más  y menos afectados. La cantidad de droga que un toxicómano  requiere diariamente, depende de su grado de adicción y de las condiciones biofisiológicas de cada quien. Por esto, establecer una  cantidad tope a la dosis personal, que desconozca las necesidades de uno o varios   adictos,  introduce  una  diferenciación  artificial e injustificada entre personas enfermas del mismo mal, con la única consecuencia legal de tratar como contraventores a los que  menos consumen  y,  como  delincuentes,  a los  más  afectados  por  la enfermedad.

 

 

 

 

3.3.  SOBRE  EL TRATAMIENTO MEDICO PREVISTO  EN  LAS  NORMAS ACUSADAS.

 

Para el actor, los artículos 51 y 2 literal j) de la Ley  30 de 1.986, violan el artículo 5 de la Carta, "porque los  derechos inalienables  de  la  persona, se extienden hasta  su  derecho  a enfermarse psicofisiológicamente."

 

Añade  que  se  violan los artículos 28 y 34  de  la  Carta, porque existen toxicómanos incurables, "en cuyo caso la  duración de  los  tratamientos  sería indefinida y la  INTERNACION  en  un ESTABLECIMIENTO  PSIQUIATRICO o similar por el TERMINO  NECESARIO PARA SU RECUPERACION se convertiría en una PENA IMPRESCRIPTIBLE."

 

Señala también el accionante que las normas acusadas  violan el  artículo 47 de la Carta, "porque el Estado colombiano  carece en  la práctica de la provisión necesaria en todos los aspectos, para brindar a los ENFERMOS DE DROGADICCION O TOXICOMANIA centros psiquiátricos  de  rehabilitación,  que no  sean  anexos  de  las cárceles,  ni tugurios infrahumanos donde se violan los  derechos humanos de los ENFERMOS."

 

Finalmente,  el  actor anota que sobre la  libertad  de  las personas  sólo  puede decidir constitucionalmente un Juez  de  la República  y nó el médico tratante o unos funcionarios  estatales que  no  tienen  jurisdicción; "...la situación  jurídica  de  un ENFERMO  DE  DROGADICCION  O  TOXICOMANIA,  internado  en   algún establecimiento psiquiátrico, estaría sujeta a la  vulnerabilidad del  grupo de personas del sector oficial o privado con  facultad de  decidir  discrecionalmente  sobre  la  rehabilitación  o   no rehabilitación del enfermo."

 

 

4. INTERVINIENTES:

 

El Ministerio de Justicia por medio de apoderado constituído para el efecto, presentó un escrito en el que expone las  razones que  justifican la constitucionalidad de las  normas  demandadas, las cuales se resumen en  seguida:

 

-  El  literal j) del artículo 2o. de la ley 30 de  1986  no viola  el  artículo  366 de la Carta, por  que  "las  necesidades insatisfechas de salud de los usuarios de los estupefacientes  no se  solucionan administrándoles el tóxico, ni permitiéndoles  que sigan  usándolo  libremente, sino con medidas  de  educación,  de prevención, de tratamiento y de rehabilitación de su  enfermedad, que se fundamentan todas en la supresión del uso de la droga".

 

-  En  lo  que respecta al artículo 51 de la  misma  ley  se afirma  que no viola el artículo 5o. de la Carta "puesto  que  el ciudadano  colombiano  tiene derecho a la salud,  tanto  psíquica como  orgánica  y no, como lo plantea el  demandante,  derecho  a estar enfermo, puesto que la enfermedad es un concepto opuesto al de  la  salud...  la acción del Estado debe  estar  encaminada  a ayudarle  al enfermo a recobrar su salud y no a  facilitarle  que con  el  uso  de  una sustancia tóxica  que  es  dañina  para  su organismo y para su psiquismo, perpetúe su enfermedad".

 

-  Tampoco  se  vulneran los artículos 34, 47 y  49  de  la Constitución,  pues el demandante "confunde el  tratamiento  para una  enfermedad,  con  la  pena para  un  contraventor",  ni  los artículos  28 y 29 del mismo Ordenamiento, por que la  misma  ley parcialmente demandada, como las normas penales de  procedimiento consagran    "la   jurisdicción   competente, formalidades  y procedimiento  para  el juzgamiento de quien ha incurrido  en  la contravención consagrada en el artículo 51".

 

-  El artículo 95-1 de la Ley Suprema no  resulta  lesionado por el mandato acusado, ya que si bien es cierto que señala  como deber de la persona y del ciudadano "respetar los derechos ajenos y  no  abusar  de los propios. El  individuo  que  consume  droga estupefaciente  a  sabiendas  de que se trata  de  una  sustancia tóxica,  deletérea para su salud, está abusando de su derecho  de libertad,  sólo  que  algunas  veces  lo  hace  motivado  por  su enfermedad; de manera que cumple el Estado con su función  cuando trata  de suministrarle o al menos de facilitarle la  posibilidad de tratamiento para su dolencia".

 

-  Finalmente anexa un concepto emitido por el  subdirector de  investigación científica del Instituto Nacional  de  Medicina Legal y Ciencias Forenses, sobre el tema.

 

 

5. CONCEPTO FISCAL.

 

El  Procurador  General de la Nación  (Encargado)  rinde  la vista  fiscal de rigor en oficio No. 350 del 1o. de diciembre  de 1993,  la  que  concluye  solicitando  a  la  Corte  que  declare exequibles el literal j) del artículo 2o. y el artículo 51 de  la ley  30 de 1986, este último "en el entendido que la  sanción  de internamiento  o  restricciones  a la libertad en  virtud  de  su literal  c),  no  pueden ser superiores a las  penas  de  arresto contenidas en sus literales a) y b)".

 

Son estas las argumentaciones del citado funcionario:

 

-  La ley 30 de 1986 otorga un tratamiento más benigno  para quien  consume droga que para quien la produce y comercializa,  y la  razón "puede encontrarse en el hecho de que quien es  usuario de la droga por regla general, es considerado una víctima más que un  delincuente y por ello antes que un castigo debe  recibir  un tratamiento  adecuado para lograr su recuperacion". Para que  una conducta  relacionada con la utilización de drogas encaje  dentro de  una contravención se requiere, conforme al artículo 51 de  la ley,  "que la cantidad de ellas corresponda al concepto de  dosis personal",   el  cual  también  se  encuentra  definido  en   ese ordenamiento.

 

- El "establecimiento de topes máximos en las cantidades  de drogas  o sustancias controladas que hace la ley  para  ubicarlas dentro  del  concepto de dosis personal,  no  contraría  precepto alguno de nuestro ordenamiento constitucional. La penalización  o no  del consumo, su tratamiento como delito o  contravención,  la determinación  de  porciones máximas, como  dosis  personal,  son consecuencia  fundamentalmente de la política criminal que en  un momento  determinado haya adoptado el Estado en materia de  lucha contra  el narcotráfico. Lo anterior como es lógico, siempre  que la  escogencia de cualquiera de esas opciones se haga dentro  del límite de lo razonable y con salvaguardia de nuestros  principios constitucionales y de la dignidad humana".

 

-  El  literal  i) del artículo 2o. de la  ley  30  de  1986 consagra  que  la  dosis terapéutica es la cantidad  de  droga  o medicamento  que  un  médico  prescribe  según  las   necesidades clínicas  de  su paciente,  sin que dentro de dicho  estatuto  se consagre sanción alguna para las conductas relacionadas con dosis de  esa  índole,  y por el contrario "lo relativo a la dosis terapéutica  es una de las posibles utilizaciones lícitas de  las drogas controladas, dentro del concepto no de estupefaciente sino de medicamento, en el marco del ejercicio de una actividad lícita como  es la medicina, y con una finalidad legítima  jurídicamente como es el tratamiento, curación o rehabilitación de un enfermo", pudiendo  incluso  la dosis terapéutica ser superior a  la  dosis personal.

 

 -  En  relación  con  el  artículo  51  demandado,  dice  el Procurador,  que  el  literal  c)  de  dicha  disposición   "está orientado a lograr la recuperación del drogadicto a través de  su internación  en un establecimiento adecuado para que allí  reciba tratamiento  médico necesario, o de la entrega a la familia  para que  bajo su responsabilidad se le siga dicho tratamiento" y  por tratarse de un enfermo no se le imponen las sanciones de multa ni arresto, ejerciendo así el Estado "una función social tendiente a la  recuperación de la salud de aquél que es dependiente  de  las drogas", cumpliendo lo dispuesto en los artículos 47, 48 y 49  de la Carta.

 

-  La  función  curativa y rehabilitadora  de  la  norma  se percibe  también  en  el inciso 2o. del  literal  c)  del  citado artículo 51 "cuando prevé la posibilidad de confiar el drogadicto al cuidado de la familia, o remitirlo bajo la responsabilidad  de ésta  a  una  institución  especializada  para  recibir  allí  el tratamiento debido". Sin embargo, considera el Procurador que  el internamiento  del drogadicto a que se refiere el inciso  primero del artículo 51 demandado "tiene el carácter de sanción e implica para quien es acreedor de ella, la pérdida de la libertad en  los casos en que el internamiento deba cumplirse forzosamente, o  una limitación  al ejercicio de la misma cuando se confía al  cuidado de  la  familia.  Como  se trata de una  mengua  a  los  derechos fundamentales  de  la persona entre los cuales  se  encuentra  la libertad,  no es posible que las restricciones a ella  tengan  el carácter   de  indeterminadas.  La  expresión  “por  el   término necesario  para su recuperación” contenido en la disposición  sin la  fijación  de  un tope máximo permitiría  que  la  sanción  se prolongara en el tiempo de manera indefinida, llegando incluso  a ser  perpetua  en los casos en que el drogadicto  no  lograre  su recuperación, lo cual contraría de manera flagrante los artículos 16,  28 y 34 de la Carta Política", tal como lo sostuvo la  Corte Constitucional en sentencia C-176 de mayo 6 de 1993.

 

-  Por consiguiente considera el Procurador que  "cuando  se imponga  al  consumidor o usuario de drogas que se  encuentre  en estado  de drogadicción, el internamiento o cualquier medida  que implique  pérdida  o  restricción de su  libertad,  a  título  de sanción de acuerdo con el literal c) del artículo 51 de la ley 30 de  1986,  estas medidas no podrán ser superiores a  los  máximos determinados  como pena de arresto para quienes  hayan  realizado las  mismas conductas pero que no sean drogadictos y que  son  de treinta  (30) días cuando sea la primera vez que hayan  realizado las  conductas descritas en dicho artículo y de doce  (12)  meses por la segunda vez".   

 

 

6. CONSIDERACIONES DE LA CORTE.

 

6.1.- Competencia.

 

Dado  que la acusación se dirige contra normas que  integran una  ley,  es competente esta Corporación para decidir  sobre  su constitucionalidad, conforme a lo ordenado por el artículo 241- 4 de la Constitución Nacional.

 

 

6.2.- CONSIDERACIONES DE FONDO.

 

 

6.2.1.-  El derecho como forma de regulación de la  conducta interferida. Existen deberes jurídicos para consigo mismo?.

 

Más allá de las disputas de escuelas acerca de la naturaleza del derecho, puede afirmarse con certeza que lo que caracteriza a esa forma específica de control de la conducta humana es el tener como objeto de regulación el comportamiento interferido, esto es, las  acciones de una persona en la medida en que injieren  en  la órbita  de  acción de otra u otras, se entrecruzan con  ella,  la interfieren.  Mientras esto no ocurra, es la norma moral  la  que evalúa  la conducta del sujeto actuante (incluyendo  la  conducta omisiva dentro de la categoría genérica de la acción). Por eso se dice, con toda propiedad, que mientras el derecho es ad  alterum, la  moral  es ab agenti o, de otro modo, que  mientras  la  norma jurídica  es  bilateral,  la moral  es  unilateral.  En  lenguaje hohfeldiano,  puede  afirmarse que el precepto del  derecho  crea siempre  una situación desventajosa correlativa a  una  situación ventajosa.  En el caso concreto, cuyo análisis importa, un  deber correlativo  a  un  derecho. La moral no  conoce  esta  modalidad reguladora. Las obligaciones que ella impone no crean en favor de nadie la facultad de exigir la conducta debida. En eso radica  su unilateralidad. No en el hecho de que no imponga deberes frente a otro, sino en la circunstancia que no confiere a éste facultad de exigir.

 

De  allí  que  no  haya  dificultad  alguna  en  admitir  la existencia  de  deberes morales frente a uno mismo  y  menos  aún cuando la moral que se profesa se halla adherida a una concepción teológica  según la cual Dios es el dueño de nuestra vida,  y  el deber de conservarla (deber frente a uno mismo) se resuelve en un deber frente a Dios.

 

Pero  otra  cosa sucede en el campo del derecho:  cuando  el legislador  regula mi conducta con prescindencia del  otro,  está transponiendo fronteras que ontológicamente le están vedadas.  En otros términos: el legislador puede prescribirme la forma en  que debo  comportarme  con  otros,  pero no  la  forma  en  que  debo comportarme  conmigo  mismo, en la medida en que mi  conducta  no interfiere  con  la órbita de acción de nadie.  Si  de  hecho  lo hace,  su prescripción sólo puede interpretarse de una  de  estas tres  maneras: 1) expresa un deseo sin connotaciones  normativas; 2)   se asume dueño absoluto de la conducta de cada persona,  aún en los aspectos que nada tienen que ver con la conducta ajena; 3) toma  en  cuenta  la situación de otras  personas  a  quienes  la conducta del sujeto destinatario puede afectar.

 

 

6.2.2.- Implicaciones en el caso sub-examine.

 

En el caso que ocupa a la Corte, (en relación con el consumo de  estupefacientes) es preciso vincular las normas de la ley  30 de  1986,  que  se refieren al consumo  de  las  sustancias  allí indicadas, con el inciso último del artículo 49 de la Carta,  que dispone:  "Toda  persona tiene el deber de  procurar  el  cuidado integral  de  su salud y la de su comunidad." (énfasis  fuera  de texto). Aplicando los lineamientos anteriores al examen de  dicho inciso, se tendría:

 

1).  Se trata de un mero deseo del Constituyente, llamado  a producir  efectos psicológicos que se juzgan plausibles, pero  en modo alguno generador de un deber jurídico genérico,  susceptible de plasmarse en la tipificación de una conducta penal.

 

2).  El  Estado  colombiano se asume (en  tanto  que  sujeto pretensor)  dueño y señor de la vida de cada una de las  personas cuya  conducta rige y, por eso, arrogándose el papel de Dios,  en la  concepción  teológica, prescribe, mas allá de la  órbita  del derecho, comportamientos que sólo al individuo atañen y sobre los cuales cada persona es dueña de decidir.

 

3). Toma en consideración las consecuencias, frente a otros, de  la  conducta  individual y por esa razón la  hace  objeto  de regulación  jurídica,  v.gr.: la situación de  desamparo  en  que puede  quedar  la  familia  del drogadicto;  la  privación  a  la comunidad de una persona potencialmente útil; el peligro que para los  demás  puede entrañar la conducta agresiva desatada  por  el consumo de las sustancias indicadas en la ley.

 

Entra   la   Corte  a  examinar   las   tres posibilidades hermenéuticas señaladas, empezando por la últimamente enunciada y tomando en cuenta las situaciones que, a modo de ejemplo, allí se indican, así: 

 

 

PRIMERA POSIBILIDAD HERMENEUTICA.

 

1).  Si  se  asume que es en consideración  a  las  personas próximas al drogadicto, que se verán privadas de su presencia, de su afecto y, eventualmente de su apoyo económico, que la conducta punible  se  tipifica,  habría que concluir que  el  tener  seres queridos y obligaciones familiares qué cumplir, tendría que hacer parte  de  la  conducta  típica  y,  por  ende,  quienes  no se encontraran  dentro de esa situación no podrían ser  justiciables por el delito en cuestión. Pero resulta que la norma prescinde de

todos  esos  condicionamientos  y hace reos de  la  infracción  a quienes  se coloquen en su hipótesis, independientemente  de  que tengan o no familia  y de que tengan o no vínculos obligacionales con alguien. En otros términos: un sindicado por esos delitos  no podría, válidamente, argüir en su favor, para hacerse acreedor  a la exención de responsabilidad, que es solo en la vida y a  nadie está ligado por vínculos de sangre o de afecto.

 

Pero si se trata de alguien que sí se halla integrado a  una comunidad familiar, y la sanción penal se ha revelado inepta para inhibir  el consumo, el mantenimiento del castigo  sólo  serviría para  añadir  a  la familia una nueva angustia,  derivada  de  la sanción.

 

2).  Si se argumenta, entonces, que es la comunidad toda,  a la  que  inexorablemente  ha de pertenecer, la que se  va  a  ver privada de uno de sus miembros potencialmente útiles, habría  que concluir  que los ya marginados por otro tipo de  comportamientos asociales,   egoístas  irredentos,   misántropos   irreductibles, podrían gastar su existencia en el consumo de sustancias  nocivas y  con ello la sociedad, antes que perder, ganaría,  pues  habría segregado,  de  modo  natural, a un  miembro  indeseable.  Y  aún subsiste una duda: ¿por qué si es ese el motivo de la prohibición no se le conmina bajo pena el consumo del tabaco que, de  acuerdo con investigaciones médicas confiables, y de amplia aceptación en el  campo científico, es causa del cáncer de pulmón y del  cáncer en  general?  y  ¿por  qué  no se  le  prohibe  la  ingestión  de sustancias grasas que aumentan el grado de colesterol y propician las  enfermedades  coronarias,  acelerando  así  el  proceso  que conduce  a  la  muerte?. Pero no. El  sujeto  en  cuestión  sería justiciable   por  la  conducta  que,  desde   esa   perspectiva, resultaría socialmente provechosa. Luego, tampoco parece ser  ésa la razón justificativa de la represión.

 

3).  Pero  finalmente,  puede invocarse como  motivo  de  la punición,  el  peligro potencial que para los  otros  implica  la conducta agresiva desencadenada por el consumo de la droga. Sobre este  punto, es preciso hacer varias consideraciones: la  primera se  refiere  al  trato abiertamente discriminatorio  que  la  ley acuerda  para  los  consumidores de las drogas  que  en  ella  se señalan  y para los consumidores de otras sustancias  de  efectos similares, v.gr., el alcohol. Porque mientras el alcohol tiene la virtud  de verter hacia el otro a quien lo consume, para  bien  o para mal, para amarlo o para destruirlo, el efecto de algunas  de las sustancias que la ley 30 incluye en la categoría de "drogas", como  la  marihuana  y  el  hachís,  es  esencialmente  interior, intensificador  de  las  experiencias íntimas,  propias  del  ser monástico.  Por  eso ha podido decir Octavio Paz que el  vino  se halla  vinculado al diálogo (la relación con el otro)  desde  sus comienzos: el simposio griego. La droga a los viajes  interiores, más propios de la cultura oriental. Quien toma alcohol, se  halla dentro  de la más pura tradición occidental, mientras que el  que se  droga es un heterodoxo (tal vez sea por eso por lo que se  le castiga).

 

¿No  es  acaso  un hecho empíricamente  verificable  que  la ingestión de alcohol, en un elevado número de personas,  ocasiona el   relajamiento  de  lazos  inhibitorios  y   la   consiguiente exteriorización de actitudes violentas reprimidas hasta entonces, y es factor eficiente en la comisión de un sinnúmero de  delitos? ¿Por   qué,  entonces,  el  tratamiento  abiertamente   distinto, irritantemente  discriminatorio, para el alcohólico (quien  puede consumir sin medida ni límite) y para el drogadicto?.

 

Veamos  si no, los datos suministrados por el  Instituto  de Medicina  Legal  y Ciencias Forenses,  Regional  Nor-Occidente  - Medellín,  acerca de la incidencia del alcohol en  las  conductas delictivas  no  sólo  desde  el punto de  vista  de  los  sujetos activos, sino también del de las víctimas.

 

Dice  dicho  informe en su parte pertinente:  "En  la  cifra bruta de mortalidad por causas violentas, al menos para la ciudad de  Medellín,  existe un factor que parece  pudiera  considerarse como riesgo, y es el de la ingestión de bebidas alcohólicas; para 1980 el 27% de las víctimas de muerte violenta tenía en su sangre cifras positivas para alcohol, para el año de 1990 ese porcentaje se había incrementado al 48.51% ".

 

Y luégo, a través de dos anexos, que se incluyen al final de este  fallo, se ilustra gráficamente lo anterior y se  establece, específicamente,  una  relación entre los  delitos  cometidos  en estado de embriaguez y las conductas delictivas determinadas  por la dependencia de drogas.

 

La  segunda  dice  relación al hecho de  que  dentro  de  un sistema  penal  liberal  y democrático, como  el  que  tiene  que desprenderse  de  una Constitución del mismo  sello,  debe  estar proscrito el peligrosismo, tan caro al positivismo penal, hoy por ventura  ausente de todos los pueblos civilizados. Porque  a  una persona  no pueden castigarla por lo que posiblemente hará,  sino por  lo que efectivamente hace. A menos que el ser drogadicto  se considere  en  sí  mismo  punible,  así  ese  comportamiento   no trascienda de la órbita más íntima del sujeto consumidor, lo  que sin   duda  alguna  es  abusivo,  por  tratarse  de  una   órbita precisamente  sustraída al derecho y, a fortiori, vedada para  un ordenamiento  que  encuentra en la libre determinación  y  en  la dignidad  de la persona (autónoma para elegir su propio  destino) los pilares básicos de toda la superestructura  jurídica.

 

Con  razón  ha dicho Thomas Szasz, crítico agudo de  lo  que pudiéramos llamar el totalitarismo psiquiátrico: "En una sociedad de  hombres libres, cada uno debe ser responsable de sus actos  y sancionado como tal. Si el drogadicto comete un crimen, debe  ser castigado por ese crimen, no por ser drogadicto. Si el cleptómano roba,  si  el pirómano incendia, si el  regicida  asesina,  todos deben caer bajo el peso de la ley y ser castigados."  (Entrevista concedida a Guy Sorman, en "Los verdaderos pensadores de  nuestro tiempo", Seix Barral, 1992.).

 

 

SEGUNDA POSIBILIDAD HERMENEUTICA.

 

Pero  descartada  por arbitraria e  inarmónica  con  nuestro estatuto   básico  la  anterior  vía   interpretativa,   (resulta violatoria de la libertad y de la igualdad) es preciso  detenerse en la enunciada en segundo término, a saber: el Estado colombiano se  asume dueño y señor de la vida y del destino de cada  persona sujeta a su jurisdicción, y por eso le prescribe  comportamientos que  bajo una perspectiva menos absolutista quedarían librados  a la decisión suya y no del Estado. Empero, también esta  tentativa exegética  debe ser desechada, pues la filosofía que  informa  la Carta   Política  del  91  es  libertaria  y  democrática  y   no autoritaria y mucho menos totalitaria. Por tanto, si del texto de una  norma  pudiera desprenderse una conclusión a  tono  con  una ideología  de  esa naturaleza, sería necesario, en una  tarea  de armonización  sintáctica  que incumbe al intérprete,  extraer  de ella un sentido que no rompa abruptamente el sistema sino que  lo preserve.  Porque  la  tarea del juez  de  constitucionalidad  no consiste, ni puede consistir, en resignarse a que la norma básica es  un tejido de retazos incongruentes, entre sí  inconciliables, sino en eliminar contradicciones y hacerlo de modo razonable. Por ejemplo:  si de una norma se sigue que el hombre es libre y,  por tanto, dispone de un ámbito de autonomía compatible con el ámbito ajeno;  y  de  otra,  que  no lo  es,  la  alternativa  no  tiene escapatoria:  optamos  por darle relevancia a  la  primera  ("pro favor  libertatis")  ratificando la sustancia  ideológica  de  la Carta, o la distorsionamos, atribuyendo trascendencia derogatoria a  un precepto de significación normativa vicaria. La opción  que en esta sentencia se avala es, sin duda, la primera.

 

Pero si, moderando la perspectiva, asumimos que no se  trata de un Estado omnímodo, con pretensiones de injerencia en las  más íntimas  decisiones  del sujeto destinatario, sino de  un  Estado paternalista  y protector de sus súbditos, que conoce  mejor  que éstos  lo  que conviene a sus propios intereses y  hace  entonces obligatorio lo que para una persona libre sería opcional, por esa vía benévola se llega al mismo resultado inadmisible: la negación de la libertad individual, en aquel ámbito que no interfiere  con

la esfera de la libertad ajena. 

 

 

 

 

TERCERA POSIBILIDAD HERMENEUTICA

 

Queda, entonces, como única interpretación plausible la  que se  enunció en primer término, a saber: que se trata tan sólo  de la  expresión  de un deseo del constituyente,  de  mera  eficacia simbólica,  portador  de un mensaje que el  sujeto  emisor  juzga deseable,  pues  encuentra bueno que las personas  cuiden  de  su salud, pero que no puede tener connotaciones normativas de  orden jurídico   en   general,   y   muchísimo   menos   de    carácter específicamente  punitivo.  Esto  porque, tal como  se  anotó  al comienzo, no es posible hablar de sujeto pretensor de este deber, sin  desvirtuar la Carta Política actual y la  filosofía  liberal que  la  inspira,  determinante de que  sólo  las  conductas  que interfieran con la órbita de la libertad y los intereses  ajenos, pueden ser jurídicamente exigibles.

 

 

6.2.3.-  El  tratamiento médico como medida  protectora  del drogadicto, y la sanción penal.

 

Especial  atención  merece  el literal c)  del  artículo  51 demandado,  que  prescribe:  "El usuario  o  consumidor  que,  de acuerdo  con  dictamen médico legal, se encuentre  en  estado  de drogadicción,  así  haya sido sorprendido por primera  vez,  será internado  en establecimiento psiquiátrico o similar de  carácter oficial o privado, por el término necesario para su recuperación.  En este caso no se aplicará multa  ni arresto".

 

"La autoridad correspondiente podrá confiar al drogadicto al cuidado  de  la familia o remitirlo, bajo la  responsabilidad  de ésta,  a  una  clínica,  hospital  o  casa  de  salud,  para   el tratamiento que corresponda, el cual se prolongará por el  tiempo necesario   para  la  recuperación  de  aquél,  que  deberá   ser certificada por el médico tratante y por la respectiva  Seccional de Medicina Legal. La famila del drogadicto deberá responder  del cumplimiento de sus obligaciones, mediante caución que fijará  el funcionario competente, teniendo en cuenta la capacidad económica de aquélla". 

 

"El médico tratante informará periódicamente a la  autoridad que   haya  conocido  del  caso  sobre  el  estado  de  salud   y rehabilitación  del  drogadicto.  Si la  familia  faltare  a  las obligaciones que le corresponden, se le hará efectiva la  caución y   el   internamiento  del  drogadicto  tendrá   que   cumplirse forzosamente."

 

Tal  disposición impone al drogadicto (condición que  ha  de establecerse  mediante peritación médico-legal) el  internamiento "en establecimiento de carácter psiquiátrico o similar" hasta que la recuperación se produzca. La pregunta que la norma suscita, es obvia:  ¿se trata de una pena (retaliación por haber  delinquido) que  se  destina al sujeto activo de un delito, o de  una  medida humanitaria  en beneficio de un enfermo? Si lo primero, la  norma es inconstitucional, conforme al análisis que antes se ha  hecho, pues   no  se  compadece  con  nuestro  ordenamiento  básico la tipificación,  como delictiva, de una conducta que, en sí  misma, sólo  incumbe  a  quien  la  observa  y,  en  consecuencia,  está sustraída a la forma de control normativo que llamamos derecho  y más  aún a un sistema jurídico respetuoso de la libertad y de  la dignidad humana, como sin duda, lo es el nuestro. ¿O se  tratará, tal  vez,  de una medida humanitaria encaminada  a  restituir  la salud  a quien padece una grave enfermedad? No hay duda, para  la Corte,  de que también bajo esta perspectiva, la  disposición  es abiertamente  inconstitucional,  pues  cada  quien  es  libre  de decidir  si  es o no el caso de recuperar su salud.  Ni  siquiera bajo  la  vigencia de la Constitución anterior, menos  pródiga  y celosa  de  la  protección de los derechos  fundamentales  de  la persona,  se consideraba que el Estado fuera el dueño de la  vida de  cada  uno  y, en armonía con ella, el  Decreto  100  de  1980 (Código  Penal)  no  consideraba la tentativa  de  suicidio  como conducta   delictual;  mucho  menos  podría  hacerse  ahora   esa consideración.  Si yo soy dueño de mi vida, a fortiori soy  libre de cuidar o no de mi salud cuyo deterioro lleva a la muerte  que, lícitamente, yo puedo infligirme.

 

Bajo  el  tratamiento  de ciertas conductas  que  se  juzgan desviadas,  como  enfermedades,  se esconde el  más  feroz  poder represivo,  tanto más censurable cuanto más se presenta como  una actitud paternal (casi amorosa) frente al disidente. La reclusión en establecimientos psiquiátricos o similares, ha sido desde hace mucho, un vitando mecanismo usado por los regímenes  totalitarios para  "curar" a los heterodoxos. Y las sociedades  contemporáneas se  han  empeñado en tratar a los drogadictos  como  heterodoxos, pero heterodoxos enfermos a quienes hay que hacerles ver el mundo como  lo ven los gobernantes. Sobre el punto anota Szasz, con  su habitual  agudeza:  "El hecho de drogarse no  es  una  enfermedad involuntaria, es una manera totalmente deliberada de afrontar  la dificultad de vivir, la enfermedad de vivir. Pero como no sabemos curar la enfermedad de vivir, preferimos 'tratar' al drogadicto". ob cit.

 

Refiriéndose al mismo problema (el encubrimiento de la  pena por  el tratamiento) cuenta Lon L. Fuller en "The anatomy of  the law"  que  algún  curioso  visitante  de  uno  de  esos   famosos establecimientos  donde  se  dice no sancionar  sino  tratar,  al advertir  que  a  uno de los pacientes lo sometían  a  una  cruel tortura consistente en ponerle un chorro de agua a presión  sobre la nariz, preguntó con inteligente candor: "¿Y a esto se le puede llamar 'hidroterapia'?".

 

Sobre   el  punto  que  venimos  examinando,  a  saber, la obligación  de  un  enfermo (o que es considerado  como  tal)  de observar  un tratamiento médico encaminado a la curación,  existe un notable precedente en esta misma Corte. Es la sentencia No. T-493 de 1993 de la Sala Segunda de Revisión, que con ponencia  del H. Magistrado Antonio Barrera, sentó una significativa  doctrina, al denegar una tutela tendiente a imponer, a quien padecía de una enfermedad  grave, la obligación de tratarse médicamente.  En  su aparte más relievante dice el mencionado fallo:

 

“Tanto  los  peticionarios de la tutela, como el  fallo  del Juzgado Promiscuo del Circuito de Ituango Antioquia,  desconocen el  mandato  constitucional  del artículo  16,  que  reconoce  el derecho   al  libre  desarrollo  de  la  personalidad  "sin   más limitaciones  que las que imponen los derechos de los demás y  el orden  jurídico", en cuanto coartan la libertad que  posee  María Libia  Pérez Duque de decidir si se somete o no a un  tratamiento médico  y las modalidades del mismo, e interfieren  indebidamente la  potestad de autodeterminarse, conforme a su  propio  arbitrio dentro  de los límites permitidos, en lo relativo a lo que  a  su juicio es más conveniente para preservar su salud y asegurar  una especial calidad de vida".

 

En   la  norma  citada  hay  implícita  una   discriminación inadmisible  para el drogadicto que tiene recursos  económicos  y para el que carece de ellos, pues mientras el primero puede ir  a una   clínica   privada  a  recibir  un   tratamiento   con   los especialistas  que él mismo elija, el segundo se verá  avocado  a que  se le conduzca a un establecimiento no elegido por  él,  con todas las connotaciones de una institución penitenciaria.

 

 

6.2.4.- La sanción (o tratamiento) por el consumo de droga y el libre desarrollo de la personalidad.

 

Para dilucidar "in toto" la constitucionalidad de las normas que  hacen del consumo de droga conductas delictivas, es  preciso relacionar  éstas con una norma básica que, para este  propósito, resulta decisiva. Es el artículo 16 de la Carta, que consagra  el derecho  al libre desarrollo de la personalidad. Lo hace  en  los siguientes términos: "Todas las personas tienen derecho al  libre desarrollo  de su personalidad sin más limitaciones que  las  que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico".

 

La  frase  "sin  más limitaciones que las  que  imponen  los derechos  de  los demás y el orden jurídico",  merece  un  examen reflexivo,  especialmente en lo que hace relación a la  expresión subrayada. Porque si cualquier limitación está convalidada por el solo  hecho  de estar incluida en el orden jurídico,  el  derecho consagrado  en  el artículo 16 Superior, se  hace  nugatorio.  En otros términos: el legislador no puede válidamente establecer más limitaciones que aquéllas que estén en armonía con el espíritu de la Constitución.

 

Téngase  en cuenta que en esa norma se consagra la  libertad "in nuce", porque cualquier tipo de libertad se reduce finalmente a ella. Es el reconocimiento de la persona como autónoma en tanto que digna (artículo 1o. de la C.P.), es decir, un fin en sí misma y  no un medio para un fin, con capacidad plena de decidir  sobre sus  propios  actos  y, ante todo, sobre su  propio  destino.  La primera  consecuencia que se deriva de la autonomía, consiste  en que  es la propia persona (y no nadie por ella) quien debe  darle sentido a su existencia y, en armonía con él, un rumbo.  Si a  la persona  se le reconoce esa autonomía, no puede limitársela  sino  en  la medida en que entra en conflicto con la  autonomía  ajena.  John Rawls en "A theory of justice" al sentar los fundamentos  de una  sociedad justa constituída por personas libres, formula,  en primer  lugar,  el  principio  de  libertad  y  lo  hace  en  los siguientes  términos:  "Cada persona debe gozar de un  ámbito  de libertades tan amplio como sea posible, compartible con un ámbito igual de libertades de cada uno de los demás".  Es decir: que  es en  función  de la libertad de los demás y sólo de  ella  que  se puede restringir mi libertad.

 

Lo   anterior,  desde  luego,  dentro  de   una   concepción personalista  de  la  sociedad, que postula  al  Estado  como  un instrumento al servicio del hombre y no el hombre al servicio del Estado  para  la  realización de un fin más allá  de  la  persona (transpersonalismo),  como la victoria de la raza superior  o  el triunfo de la clase proletaria.

 

El   considerar  a  la  persona  como  autónoma  tiene   sus consecuencias  inevitables  e  inexorables, y la  primera  y  más importante  de  todas consiste en que los asuntos que sólo  a  la persona  atañen, sólo por ella deben ser decididos.  Decidir  por ella  es arrebatarle brutalmente su condición ética, reducirla  a la  condición de objeto, cosificarla, convertirla en  medio  para los fines que por fuera de ella se eligen.

 

Una  vez  que se ha optado por la libertad, no se  la  puede temer. En un hermoso libro "El miedo a la libertad" subraya Erich (1)  Fromm  como  un signo del hombre moderno  (a  partir  de  la Reforma)  el  profundo temor del individuo a  ejercer  su  propia libertad  y  a que los demás ejerzan las suyas. Es  el  pánico  a asumirse como persona, a decidir y a hacerse cargo de sus propias decisiones,  esto  es,  a ser responsable. Por eso  se  busca  el amparo de la colectividad, en cualquiera de sus modalidades:  del partido, si soy un militante político, porque las decisiones  que allí se toman no son mías sino del partido; de la iglesia, si soy un  creyente de secta, porque allí se me indica qué debo creer  y se me libera entonces de esa enorme carga de decidirlo yo  mismo; del gremio, porque detrás de la solidaridad gremial se  escamotea mi responsabilidad personal, y así en todos los demás casos.

 

Cuando  el  Estado  resuelve reconocer la  autonomía  de  la persona,  lo  que ha decidido, ni más ni menos, es  constatar  el ámbito  que le corresponde como sujeto ético: dejarla que  decida sobre lo más radicalmente humano, sobre lo bueno y lo malo, sobre el sentido de su existencia. Si la persona resuelve, por ejemplo, dedicar  su vida a la gratificación hedonista, no injerir en  esa decisión  mientras  esa  forma  de  vida,  en  concreto,  no   en abstracto, no se traduzca en daño para otro. Podemos no compartir ese  ideal de vida, puede no compartirlo el gobernante, pero  eso no  lo  hace ilegítimo. Son las consecuencias que  se  siguen  de asumir  la libertad como principio rector dentro de una  sociedad que, por ese camino, se propone alcanzar la justicia.

 

Reconocer y garantizar el  libre desarrollo de la personalidad,  pero  fijándole  como  límites  el  capricho   del legislador,  es  un truco ilusorio para negar lo que  se  afirma. Equivale  a  esto: "Usted es libre para elegir,  pero  sólo  para elegir lo bueno y qué es lo bueno, se lo dice el Estado".

 

Y  no se diga que todo lo que el legislador hace lo hace en función  del  interés común, porque, al revés, el  interés  común resulta  de observar rigurosamente las pautas básicas que se  han establecido  para la prosecución de una sociedad justa. En  otros términos: que las personas sean libres y autónomas para elegir su forma de vida mientras ésta no interfiera con la autonomía de las otras,  es  parte  vital  del  interés  común  en  una   sociedad personalista,  como  la  que ha pretendido  configurar  la  Carta Política que hoy nos rige.

 

Si  el derecho al libre desarrollo de la personalidad  tiene algún sentido dentro de nuestro sistema, es preciso concluir que, por  las  razones anotadas, las normas que hacen del  consumo  de droga un delito, son claramente inconstitucionales.

 

 

6.2.5.-  Libertad, educación y droga.

 

Cabe  entonces  preguntar: ¿qué puede hacer el Estado, si encuentra indeseable el consumo de narcóticos y estupefacientes y juzga  deseable  evitarlo,  sin  vulnerar  la  libertad  de las personas?  Cree la Corte que la única vía adecuada  y  compatible con  los  principios que el propio Estado se  ha  comprometido  a respetar  y a promover, consiste en brindar al  conglomerado  que constituye  su  pueblo, las posibilidades de  educarse.  ¿Conduce dicha  vía a la finalidad indicada? No necesariamente, ni  es  de eso  de lo que se trata en primer término. Se trata de  que  cada persona  elija su forma de vida responsablemente, y  para  lograr ese objetivo, es preciso remover el obstáculo mayor y definitivo: la ignorancia. Sin compartir completamente la doctrina  socrática de  que el único mal que aqueja a los hombres es  la  ignorancia, porque  cuando  conocemos la verdad conocemos el  bien  y  cuando conocemos  el bien no podemos menos que seguirlo, sí  es  preciso admitir  que  el conocimiento es un presupuesto  esencial  de  la elección  libre y si la elección, cualquiera que ella sea,  tiene esa  connotación,  no  hay  alternativa  distinta  a  respetarla, siempre  que  satisfaga  las condiciones que  a  través  de  esta sentencia varias veces se han indicado, a saber:  que no  resulte atentatoria  de la órbita de la libertad de los demás y que,  por ende, si se juzga dañina, sólo afecte a quien libremente la toma.

 

Poco sirven las prédicas hueras contra el vicio.  Tratándose de seres pensantes (y la educación ayuda a serlo) lo único digno y eficaz  consiste  en mostrar de modo  honesto  y  riguroso  la conexión causal existente entre los distintos modos de vida y sus inevitables consecuencias, sin manipular las conciencias.  Porque del  mismo  modo que hay quienes se proclaman personeros  de  una cosmovisión,  pero la contradicen en la práctica por ignorar  las implicaciones que hay en ella, hay quienes optan por una forma de vida, ciegos a sus efectos.

 

El examen racional de las cosas no lleva fatalmente a que la voluntad  opte por lo que se juzga mejor. Pero tiene una  ventaja inapreciable: garantiza que la elección es libre y, generalmente, la  libertad rinde buenos frutos. Al menos ése es el supuesto de una  filosofía libertaria, como la que informa  nuestro  estatuto básico.  Con  toda  razón  ha  escrito  Richard  Rorty  (2):  "El aglutinante  social  que  mantiene unida a  la  sociedad  liberal consiste en poco más que el consenso en cuanto a que lo esencial de la organización social estriba en dar a todos la  posibilidad de crearse a sí mismos según sus capacidades".

 

Si,  en  una hipótesis meramente teórica -que  la  Corte  no propicia  ni juzga deseable- una sociedad de hombres  educados  y libres  resuelve vivir narcotizada, nada ético hay que  oponer  a esa  decisión.  Pero  si dichos supuestos se  dan,  es  altamente probable  que  tal  cosa  no  ocurra.  La  educación  tiene   por destinatario,  idéntico sujeto que el derecho: el  hombre  libre. Los shocks eléctricos, los cortes quirúrgicos y los  tratamientos químicos  no  educan, inducen conductas irresistibles y,  en  esa medida, niegan brutalmente la condición moral del hombre, que  es lo único que nos distingue de los animales.

 

No puede, pues, un Estado respetuoso de la dignidad  humana, de la autonomía  personal  y  el  libre  desarrollo de la personalidad, escamotear su obligación irrenunciable de educar, y sustituir a ella la represión como forma de controlar el  consumo de   sustancias   que   se  juzgan  nocivas   para   la   persona individualmente considerada y, eventualmente, para la comunidad a la que necesariamente se halla integrada.

 

 

 

7. UNIDAD NORMATIVA.

 

Conforme  a lo anterior, resultan violatorias  del  Estatuto Básico,  los artículos 51 y 87 de la ley 30 de 1986, este  último por  constituir  unidad  normativa con los acusados.  No  así  el literal  j) del artículo 2o., también demandado, por las  razones que  más  adelante  se  expondrán, y que  llevan  a  la  Corte  a considerarlo claramente ajustado a la Carta.

 

En  efecto,  para  integrar  la  proposición  normativa,  es preciso  hacer  referencia al artículo 87 que, sin  duda,  merece comentario especial. Dicha norma establece:

 

“Las  personas  que,  sin  haber  cometido  ninguna  de  las infracciones  descritas en este estatuto, estén afectadas por  el consumo de drogas que producen dependencia, serán enviadas a  los establecimientos  señalados  en los artículos 4 y 5  del  Decreto

1136  de 1970, de acuerdo con el procedimiento señalado por  este Decreto".

 

Que una persona que no ha cometido ninguna infracción  penal -como  lo  establece el mismo artículo- sea  obligada  a  recibir tratamiento  médico contra una "enfermedad" de la que  no  quiere curarse,  es  abiertamente  atentatorio de la libertad  y  de  la autonomía  consagradas en el artículo 16, como "libre  desarrollo de la personalidad". Resulta pertinente, en este punto, remitir a las  consideraciones  hechas atrás acerca  del  internamiento  en establecimiento psiquiátrico o similar, considerado, bien bajo la perspectiva  del tratamiento médico, bien bajo la perspectiva  de la   pena.   Si   se  adopta  la  primera,   la   norma   resulta inconstitucional  por  violentar  la  voluntad  del  destinatario mediante  la  subrogación  de su capacidad  de  decidir,  por  la decisión  del  juez o del médico. Cada quien es libre  de  elegir (dentro  de nuestro ordenamiento) qué enfermedades se trata y  si es  o no el caso de recuperar la "salud", tal como se concibe  de acuerdo con el criterio oficial.

 

Si se adopta la segunda, la evidencia de inconstitucionalidad  es aún mayor, pues no sólo es  inconcebible sino  monstruoso y contrario a los más elementales principios  de un derecho civilizado, que a una persona se le sancione sin haber infringido norma alguna, o se le compela a recibir un tratamiento médico que no desea. Ahora bien: la protección de los disminuidos "físicos,  sensoriales y psíquicos" a que se refiere el  artículo 47 de la Carta, hay que entenderla como una obligación del Estado frente a las personas que, hallándose en una de esas situaciones, la  soliciten, creándose así una situación ventajosa para  ellas, que  tienen, entonces, la facultad de exigir dicha ayuda y no  la obligación  de  soportar  las  decisiones que  en  contra  de  su autonomía resuelva tomar el Estado, el cual, se repite, dentro de nuestro ordenamiento, no puede asumirse como dueño de la voluntad y la vida de los destinatarios.

 

Acerca  del  "deber", establecido en el  inciso  último  del artículo  49,  se  hicieron, en otro  lugar  las  consideraciones pertinentes. A ellas se remite la Corte.

 

En  síntesis:  los  preceptos  de  la  Carta  que   resultan directamente  violados por las disposiciones señaladas,  son  los siguientes:  el artículo 1o. que alude al respeto a  la  dignidad humana  como  fundamento del Estado; el 2o. que obliga  al  mismo Estado a garantizar "la efectividad de los principios, derechos y deberes  consagrados en la Constitución"; el 5o. que reconoce  la primacía  de los derechos inalienables de la persona,  dentro  de los  cuales ocupa un lugar privilegiado el de la autonomía,  como expresión   inmediata  de  la  libertad;  el  16   que   consagra expresamente   el  derecho  anteriormente  referido,  y   el   13 consagratorio del derecho a la igualdad, pues no se compadece con él,  el tratamiento diferente a categorías de personas que  deben

ser análogamente tratadas. 

 

 

 

 

8.- EL LITERAL J) DEL ARTÍCULO 2O. DE LA LEY 30 DE 1986

 

En cuanto al literal j) del artículo 2o., también demandado, encuentra  la  Corte  que  se ajusta  a  la  Norma  Básica,  pues constituye  un  ejercicio  de la  facultad  legislativa  inscrito dentro de la órbita precisa de su competencia. Porque  determinar una dosis para consumo personal, implica fijar los límites de una actividad lícita (que sólo toca con la libertad del  consumidor), con  otra  ilícita: el narcotráfico que, en  función  del  lucro, estimula tendencias que se estiman socialmente indeseables.

 

En ese mismo orden de ideas puede el legislador válidamente, sin vulnerar el núcleo esencial de los derechos a la igualdad y a la  libertad,  desconocidos  por  las  disposiciones  que   serán retiradas del ordenamiento, regular las circunstancias de  lugar, de edad, de ejercicio temporal de actividades, y otras  análogas, dentro  de  las cuales el consumo de droga resulte  inadecuado  o socialmente nocivo, como sucede en la actualidad con el alcohol y el tabaco. Es ésa, materia propia de las normas de policía.  Otro tanto cabe predicar de quienes tienen a su cargo la dirección  de actividades  de  instituciones,  públicas  o  privadas,   quienes derivan  de  esa  calidad la competencia  de  dictar  reglamentos internos  que posibiliten la convivencia ordenada, dentro de  los

ámbitos  que les incumbe regir. Alude la Corte a los  reglamentos laborales, disciplinarios, educativos, deportivos, etc.

 

Cabe  reiterar,  entonces,  que no  afecta  este  fallo  las disposiciones  de  la  ley 30 del 86,  relativas  al  transporte, almacenamiento,  producción, elaboración, distribución,  venta  y otras  similares  de  estupefacientes,  enunciadas  en  el  mismo estatuto.

 

Finalmente,   juzga  la  Corte  conveniente  observar   que, conforme a la Convención de Viena de 1988, suscrita por  Colombia y que, conjuntamente con la ley 67 del 93,  fue revisada por esta Corporación,  (sent. C-176/94.), dicho Instrumento  Internacional establece  la  misma distinción mantenida en el  presente  fallo, entre  consumo  y narcotráfico, y que, con respecto  al  primero, deja en libertad de penalizarlo o no, a los Estados signatarios.

 

La  declaración de inexequibilidad de los artículos 51 y  87 de  la  ley  30 de 1986, por las razones  expuestas,  impide  que revivan normas de contenido similar, que fueron derogadas por  la ley en cuestión.

 

En   mérito   de  lo  expuesto,  la   Corte   Constitucional administrando  justicia en nombre del Pueblo y por mandato de  la Constitución Nacional,

 

 

R E S U E L V E :

 

 

PRIMERO:  Declarar EXEQUIBLE el literal j) del artículo  2o. de la ley 30 de 1986.

 

SEGUNDO: Declarar INEXEQUIBLES los artículos  51 Y 87 de  la ley 30 de 1986.

 

Cópiese,  notifíquese,  comuníquese  a  quien   corresponda, publíquese,  insértese en la Gaceta de la Corte Constitucional  y archívese el expediente.

 

 

 

Salvamento de voto a la sentencia No. C-221 de 1994.

 

 

DERECHO  AL  LIBRE  DESARROLLO  DE  LA  PERSONALIDAD-Límites (Salvamento de voto)

 

Interpretar, como lo ha hecho la mayoría, que el derecho  al libre desarrollo de la personalidad implica la facultad ilimitada de  cada quien de hacer o no hacer lo que le plazca con su  vida, aún  llegando a extremos de irracionalidad, -como atentar  contra su  propia  integridad física o mental-, constituye  un   funesto error;  pero peor aún resulta interpretar que tal  derecho  puede ejercerse  aun en perjuicio de los demás. El libre desarrollo  de la  personalidad se basa, entonces, en el principio de una  justa autonomía  del  hombre,  como sujeto personal de  sus  actos.  En virtud  de  la razón natural, que es expresión de  sabiduría,  la razón humana es la suprema ley del hombre.

 

 

DIGNIDAD HUMANA-Drogadicción (Salvamento de voto)

 

La  dignidad  humana  exige  pues  el  respeto  y  promoción incondicionales  de  la  vida corporal; por  tanto,  la  dignidad humana  se  opone  a  esa concepción  que,  en  aras  del  placer inmediato,  impide la realización personal, por anular  de  forma irreversible tanto el entendimiento  como la voluntad, es  decir, torna  al  hombre en esclavo del vicio, como ocurre  en  el  caso patético  de la droga. No es admisible ningún  atentado    contra ese  valor personal del hombre que es su dignidad. Todo el  orden jurídico,  político y económico debe permitir que cada  ciudadano preserve su dignidad, y en orden a la coherencia, debe garantizar la  prevalencia  de  dicha dignidad, que siempre  es  de  interés general.  Quienes suscribimos este Salvamento no entendemos  cómo puede  considerarse  que la autodestrucción  del  individuo,  sin posibilidad  de  reprimir  su conducta nociva y  ni  siquiera  de rehabilitarlo,  pueda  tomarse  como una  forma  de  realizar  el mandato constitucional de respeto a la dignidad humana, cuando es precisamente  ésta la primera lesionada y, peor  aún,  aniquilada por el estado irracional al que se ve conducido  irremisiblemente el consumidor de droga.

 

 

CONSUMO  DE  DROGAS/DESPENALIZACION DEL  CONSUMO  DE  DROGAS (Salvamento de voto)

 

Se   colige  que  el  consumo  de  drogas  no  es  un   acto indiferente, sino lesivo contra el bien común y desconocedor  del interés  general.  Ante  esta clase de actos, la  ley  tiene  que prohibir   esa  conducta,  so  pena  de  legalizar  un   desorden  evidente  en  las relaciones humanas; desorden  que  imposibilita lograr los fines del Estado Social de Derecho, y que vulnera,  en lo más hondo, la dignidad humana. Resulta contra la naturaleza de la ley, despenalizar una conducta lesiva per se. Es un derecho de la  sociedad, y de los mismos enfermos, el que la ley no  permita el  consumo de sustancias que, como está  plenamente  demostrado, inexorable e irreversiblemente atentan contra la especie  humana.

 

No  hay ningún título jurídico válido que permita la  destrucción de   la   humanidad.   Resulta  un   contrasentido   amparar   la despenalización  del  consumo de drogas, así sea  limitado  a  la llamada  "dosis  personal", en el argumento de la defensa  de  la dignidad  humana, por cuanto precisamente es esa dignidad la  que se ve gravemente lesionada bajo los efectos de la drogadicción.

 

 

PREVALENCIA  DEL INTERES PARTICULAR/PREVALENCIA DEL  INTERES

 

GENERAL (Salvamento de voto)

 

En  cuanto hace a la prevalencia del interés general,  sobre el  particular,  principio preconizado en  las  distintas  normas constitucionales  (Arts.  2o., 58, 82),  este  principio  resulta desconocido abiertamente por la Sentencia de la cual discrepamos, en  cuanto  ésta  lo supedita a una  concepción  absolutista  del derecho   al  libre  desarrollo  de  la  personalidad,   haciendo prevalecer  elementos  tales  como el  irrefrenable  deseo  y  la imperiosa necesidad del consumo en quien, bajo el único  pretexto de su soberana voluntad, envenena su propio organismo y  proyecta en  la sociedad los negativos efectos de la  perturbación  mental que la sustancia le causa.

 

 

DERECHOS DE LA FAMILIA-Violación (Salvamento de voto)

 

Ningún sentido tiene, entonces, que mientras la Constitución busca proteger a la familia con tanto énfasis, pueda invocarse el libre  desarrollo de la personalidad de uno de sus miembros  como argumento    que    prevalezca    sobre    tales     concepciones institucionales, dentro de un criterio individualista que resulta a todas luces extraño a una concepción contemporánea del derecho.

 

 

ALCOHOL-Consumo/TABACO-Consumo/DROGA-Consumo (Salvamento  de voto)

 

No desconocemos,  en manera alguna,  los efectos nocivos que puede  causar  el  alcohol  ingerido  en  altas  dosis  para   el organismo, ni el hecho de que éste ha sido causa de muchos  actos de violencia interpersonal. Pero equiparar los daños que causa la droga, tanto para la propia persona como para el entorno  social,  con los que pueden causar el tabaco o el alcohol, es un exabrupto que  no resiste ningún análisis ni científico ni estadístico.  En cuanto al tabaco, es evidente que la nicotina en él contenida  es un  problema para la salud, el cual se ve agravado por el  de  la adicción.  Sin embargo, la nicotina no es un intoxicante  que  se convierta en un riesgo para el comportamiento humano; tampoco es una fuente, inmaginaria o real, de grandes poderes internos  o de intuiciones.

 

 

DOSIS   PERSONAL/NARCOTRAFICO-Penalización  (Salvamento de voto)

 

De  la decisión mayoritaria se desprende una paradoja y  una ambigüedad muy difíciles de entender: Por un lado se autoriza  el consumo  de  la  dosis personal, pero por  otro  se  mantiene  la penalización  del  narcotráfico. Es decir que se  permite  a  los individuos  consumir  droga,  pero  se  prohibe  su   producción, distribución y venta. Carece de toda lógica que la ley ampare  al consumidor  de  un producto y, en cambio sancione a quien  se  lo suministre.

 

"La  verdadera libertad no consiste en el derecho a  escoger el  mal,  sino en el derecho a elegir sólo entre las  sendas  que conducen al bien". G.  MAZZINI

 

"La verdadera libertad consiste en el dominio absoluto de sí mismo".  MONTAIGNE

 

Los suscritos magistrados, JOSE GREGORIO HERNANDEZ  GALINDO, HERNANDO  HERRERA VERGARA, FABIO MORON DIAZ y  VLADIMIRO  NARANJO MESA  salvan  su  voto  en el asunto de  la  referencia,  por  no compartir  la  decisión  de fondo de la Sala Plena  de  la  Corte Constitucional  del  día  cinco (5) de mayo  de  mil  novecientos noventa  y cuatro (1994), que declaró inexequibles los  artículos 51 y 87 de la Ley 30 de 1986.

 

Las  razones  que  mueven  a  los  suscritos  magistrados  a apartarse  de la decisión mayoritaria son, básicamente, de  orden jurídico,  por considerar que las normas declaradas  inexequibles tenían   pleno   fundamento  constitucional  y,  por   ende,   no contrariaban  ninguno  de  los preceptos de  la  Carta  Política. Adicionalmente,   consideramos   que  dicha  decisión   no   sólo contradice  claros  preceptos que informan el  Estado  Social  de Derecho,  sino que sus efectos pueden resultar altamente  nocivos para bienes protegidos por la Carta como la salud física y mental de  los  colombianos, la  pacífica convivencia  ciudadana,  o  la integridad de la familia como núcleo fundamental de la  sociedad, y contrarían la obligación que tiene toda persona de procurar  el cuidado  integral de su salud y la de su comunidad, el  principio de solidaridad social, el de  la prevalencia del interés  general sobre  el  particular, y la obligación de respetar  los  derechos ajenos  y  no  abusar  de  los  propios,  entre  otros  preceptos constitucionales.  A  continuación nos  permitimos  explicar  las razones que motivan nuestro disentimiento:

 

La Sentencia tiene una motivación que bien puede calificarse de  ingenua,  y  anacrónica  a  la  vez,  pues  sólo  refleja  la concepción    del   liberalismo   individualista    decimonónico, sostenedor  del  desueto  "Estado gendarme"  del  Laissez  faire-laissez   passer,   desconociendo  en   absoluto   la   evolución ideológica, política y económica experimentada por el liberalismo contemporáneo.  Cabe señalar que dicha evolución se plasma en  el concepto  de  Estado Social de Derecho, cuyo diseño  en  Colombia empezó en la Reforma Constitucional de 1936 y culminó en la Carta de  1991.  Es éste un liberalismo que exalta  las   libertades  y derechos,  pero que admite limitaciones a éstos en aras del  bien común y la intervención del Estado en la vida económica y social, buscando   con  su  actividad el logro de un  orden  justo  y  la prevalencia del interés general sobre el individual.

 

 

1.  El derecho al libre desarrollo de la personalidad no  es un derecho absoluto

 

Una  imprecisión  sobre  el sentido de  la  libertad  -decía Locke-  puede  anular  la libertad misma.  Otro  tanto  se  puede afirmar sobre el derecho al libre desarrollo de la  personalidad, consagrado en nuestra Constitución, en buena hora, en su artículo 16.  Interpretar, como lo ha hecho la mayoría, que  este  derecho implica  la facultad ilimitada de cada quien de hacer o no  hacer lo  que  le  plazca  con su vida,  aún  llegando  a  extremos  de irracionalidad, -como atentar contra su propia integridad  física o  mental-, constituye un  funesto error; pero peor  aún  resulta interpretar  que tal derecho puede ejercerse aun en perjuicio  de los  demás. No podemos los suscritos magistrados  compartir  esta interpretación  profundamente individualista y absolutista, a  la vez,  del artículo 16. Ella  resulta, por lo demás,  abiertamente contradictoria con reiterada jurisprudencia de esta Corte, en  la que  se reconoce que no existen, ni pueden existir,  derechos  ni libertades absolutos, y que todo derecho o libertad está limitado por  los  derechos  y  libertades de los demás  y  por  el  orden jurídico.

 

El  caso del derecho al libre desarrollo de la  personalidad no es una excepción. Sorprende que en la decisión mayoritaria  se haya pasado por alto el hecho palmario de que el propio  artículo 16  señala  con  toda claridad las  limitaciones  que  tiene  ese derecho:  "las que imponen los derechos de los demás y  el  orden jurídico".  En  el caso concreto del drogadicto,  objeto  de  las normas  declaradas  inexequibles,  es evidente que  éste  con  su conducta no sólo se está causando grave daño físico y mental a sí mismo,  sino  que  con ella está afectando  de  manera  grave  su entorno  familiar y, en todo caso, su entorno social.  Es  cierto que  el  drogadicto, en sí mismo, no puede considerarse  como  un delincuente,  sino como un enfermo en cuyo auxilio el Estado y  la sociedad  tienen  el  deber de recurrir. Pero  por  la  condición mental  y psicológica a que su situación lo conduce, no es  menos cierto  que  el drogadicto corre el riesgo, más que  ningún  otro adicto,  de caer en la delincuencia, como lo demuestran de manera cada  vez más alarmante todas las estadísticas en este campo.  De ahí que no pueda reducirse de manera tan simplista el problema de la  drogadicción a un asunto que sólo tiene que ver con el  fuero interno o la intimidad de la persona, sino que, por el contrario, forzosamente afecta a todo el entorno social. En consecuencia, en aras  de defender a todo trance la iniciativa individual,  no  se puede  tolerar  que  se atropellen bienes  fundamentales  de  los asociados  reconocidos  en nuestra Carta Política, como  son  los  derechos a la la vida, a  la paz, a la salud, a la seguridad,   a la convivencia, al bienestar, etc.

 

Los  filósofos clásicos -de todas las corrientes-  coinciden en que no hay libertad contra el género humano, así como  también en  que toda libertad es responsable. De suerte que  afirmar  que hay libertad para el vicio, equivale a decir que el vicio, de una u  otra  forma, es un objeto jurídico protegido. Siendo  que  el vicio no puede considerarse como un bien, sino causa y origen  de males,  tal  aserto  resulta absurdo. La libertad,  no  puede  ir contra  la naturaleza humana, porque, en la esencia  del  hombre, como  principio de operación, encuentra ella su razón de ser.  La naturaleza  humana es racional, y en tal virtud el  hombre  puede medir  y  regular  sus actos y tendencias; por  eso  la  libertad presupone  el dominio de la persona sobre su ser.  El  tratadista español Millán Puelles analiza el tema de la posible -y  confusa- disyuntiva entre naturaleza y libertad, que pretenden  establecer algunos,  así:   "La naturaleza sigue idéntica, a  lo  largo  del cambio. Es algo fijo, como principio de comportamiento. Mas no es lo  mismo  ser  un  principio  fijo  de  comportamiento,  que  un principio  de comportamiento fijo. En la confusión de  estas  dos cosas hay una buena clave para enjuiciar la crítica  historicista a  la noción aristotélica de naturaleza. Afirmar que ésta  es  un principio  de  comportamiento fijo no es todavía  decir  que  tal comportamiento  no pueda ser libre; ni hay aquí  tampoco  ninguna consecuencia  necesaria.  Se  trata  sólo  de  una  determinación genérica,  susceptible  de inflexiones específicas,  pero  en  la cual,  no  obstante, ya hay algo valioso para el asunto  que  nos ocupa: la concepción de la naturaleza como principio y fuente  de operación y de conducta"1 .

 

Como vemos, la supuesta contradicción que algunos ven  entre naturaleza  y  libertad, obedece a una confusión:  creer  que  la naturaleza  humana es un comportamiento fijo. Cuando se habla  de naturaleza  humana, no se señala con ello una pauta de  conducta, sino  un  principio de operación. Ahora bien,  ese  principio  es racional -tiende a la perfección y no a la destrucción- y en  tal virtud, es libre. No hay, pues, antinomia alguna entre naturaleza y libertad, sino todo lo contrario: la libertad se fundamenta  en la  naturaleza  perfectible del hombre. La libertad no  puede  ir contra  el hombre, porque el ser humano es fin en sí  mismo.  Por ello  resulta  cuando menos impropio afirmar que, en aras  de  la libertad,  el  hombre  se  puede degenerar,  lo  que  equivale  a despersonalizarse.   El  derecho  al  libre  desarrollo   de   la personalidad  supone que el hombre, en el ejercicio libre de  sus actos,  aumente su autonomía, de suerte que sea dueño de  sí,  es decir, como persona y no lo contrario: que se anule como tal.

 

Emmanuel  Kant  advierte  en torno a la  finalidad  del  ser humano,  que el libre albedrío no puede tener su esencia sino  en la  realización de los fines racionales del hombre. La  finalidad de que habla el filósofo alemán es la finalidad de la naturaleza; dicha  finalidad no es otra que el mismo hombre, ya que  éste  es "el  único ser sobre la tierra que posee un entendimiento y,  por tanto,  una  facultad de proponerse unos fines,  por  eso  merece ciertamente  el  título  de  señor de  la  naturaleza,  y  si  se considera a la naturaleza como a un sistema teleológico, es según su destino, el fin último  de la naturaleza; pero es solamente de una  manera condicional, es decir, a condición de que sepa  y  de que tenga la voluntad de establecer entre ella y él una  relación final  tal,  que  ésta  sea independiente  de  la  naturaleza  y, bastándose a sí misma, pueda ser por consiguiente fin último" (2) .

 

Por lo demás, la interpretación errónea del derecho al libre desarrollo  de  la personalidad como un derecho absoluto  que  se consigna  en la Sentencia, conduciría también a concluir que,  en ejercicio  de  tal derecho, serían lícitas otras  conductas  que, aparentemente,  pertenecen al fuero interno de la persona,   como cuando una mujer consiente acabar con la vida de la criatura  que está  en  su vientre, es decir, el aborto. Siendo  ello  así,  la Sentencia  está  entonces en abierta contradicción  con  reciente jurisprudencia  sentada por esta misma Corporación, que  declaró exequible  el  artículo  343 del Decreto 100  de  1980,  el  cual penaliza  el  aborto  (Sentencia C-133 de 17 de  marzo  de  1994, Magistrado ponente Dr. Antonio Barrera Carbonell).

 

 

2. La drogadicción atenta contra la dignidad humana

 

Resulta un contrasentido, por decir lo menos, que uno de los escasos  argumentos  de  tipo  jurídico que  se  menciona  en  la Sentencia  para  avalar la supuesta inconstitucionalidad  de  las normas consideras inexequibles, sea el de la dignidad humana.

 

La  dignidad  humana,  que es un  bien  irrenunciable,  está implícita en el fin que busca el hombre en su existencia. El  ser humano  es fin en sí mismo, ya que toda la finalidad terrena,  de una u otra manera, está referida a su ideal de perfeccionamiento. Cada  hombre,  en el uso de su libertad, debe ser  consciente  de esto,  pues sólo el hombre tiene la superioridad sobre los  demás seres  del universo. He ahí el por qué es fin en sí  mismo;  pero dicha  finalidad  no es absoluta, sino limitada, ya  que  el  ser personal  está ordenado a unos fines que vienen determinados  por la naturaleza humana. El hombre no vive sólo para sí mismo,  sino también para los demás.

 

¿Qué  comporta la dignidad del ser humano? Comporta  que  el hombre  es  un ser ordenado a la perfección, como  fin  esencial. Acrecentar  la  dignidad  humana es una exigencia  de  la  propia esencia del hombre, que es perfectible. Apartarse de la  dignidad lleva,  ineludiblemente, a la degradación del hombre. De  ahí  la reiterada apelación de los tratadistas de derechos  fundamentales a  los  fines racionales del hombre; y de ahí también  que  tales fines constituyan para la civilización los principios básicos  de moralidad  de  los actos humanos. La perfección  del  hombre,  la obtención  de los fines, que lleva consigo la plenitudo  essendi, constituye su deber ser fundamental, pues obtener tal  perfección es  exigencia de su ser personal. En tal sentido, el  deber  ser, además de ser un imperativo, implica el ascenso del hombre  hacia la realización de sus fines racionales.

 

La  persona humana está pues destinada a unos fines, y  ello implica que bienes como la vida, la salud y la integridad física, psíquica   y   moral,  están  traspasados  de  finalidad   y  de trascendencia.  La libertad se tiene para aumentar el señorío  de la persona sobre el entorno, y no para degradar la  personalidad. La  libertad supone un imperativo ético inescindible y  por  ello contribuye  a  los fines supremos del hombre. Esto  enlaza  -dice Kant-  con  la  ley natural. Tal ley no  es  tampoco  un  añadido meramente  extrínseco al hombre; la ley racional que  dirige  las tendencias de éste hacia sus fines propios, es la regla y  medida de  los  actos  humanos. De ahí que lo  fundamental  que  aparece respecto de la vida, de la integridad física, psíquica y moral, y de la salud, sea el deber de conservarlas. Pero a la vez, como el hombre  -según  se  ha  manifestado- es un ser  de  fines,  y  la libertad  es  un  despliegue del ser personal,  tal  facultad  se encauza a los fines del ser humano.

 

Estas consideraciones fueron las que movieron a John  Locke, considerado como el padre del liberalismo filosófico, a proclamar que la libertad está ordenada a unos fines, y que no consiste  en una  potestad  absoluta,  y mucho menos en  una  disposición  que atente  contra  el  mismo hombre o  contra  sus  semejantes.  "La libertad del hombre en sociedad consiste -dice Locke- en no estar sometido  a  otro poder legislativo que el que se  establece  por consentimiento  dentro  del  Estado". Locke  refuta  al  filósofo subjetivista  Robert Filmer, quien concebía la libertad como  "la facultad  que  tienen todos de hacer lo que bien les  parece,  de vivir  según les place, y de no encontrarse trabados por  ninguna ley". "La libertad del hombre sometido a un poder civil, sostiene Locke,  consiste  en disponer de una regla fija para  acomodar  a ella  su vida, que esa regla sea común a cuantos forman parte  de la  sociedad,  y que haya sido dictada por el  poder  legislativo que  en  ella rige.  Es decir, la facultad de  seguir  mi  propia voluntad en todo aquello que no está determinado por esa  regla". (3)

 

Del  pensamiento  de Locke se pueden sacar en  claro  varias conclusiones:  en primer lugar, la distinción entre  la  libertad natural    y   la   libertad   civil.   Aquella   significa    la autodeterminación  del  hombre, no sometido  a  ninguna  potestad sobre la tierra, y no teniendo más límite que la ley natural;  en la  libertad  civil el hombre sólo se somete a la ley,  la  cual, para  ser  válida, necesita del consentimiento común, en  el  que está,  sin lugar a dudas, el propio juicio de quien consiente  en  someterse  a la ley, para gozar así de la libertad en el seno  de la  sociedad.  La  ley,  para Locke, no es  una  cortapisa  a  la libertad,  sino  una garantía social de la misma.  Respetando  el contenido  de  la ley, se aseguran  las  facultades  individuales coordinadas  hacia el bien común. El filósofo liberal,  demuestra que  la tesis de Filmer niega la esencia de la libertad,  ya  que ésta  no consiste en hacer lo que nos plazca, porque  tenemos  el deber de encauzar nuestras facultades hacia el bien.

 

Pero además, Erich Fromm, ilustre sicoanalista contemporáneo -citado,  por cierto, en la Sentencia aprobada por  la  mayoría-, también  explica,  desde otra perspectiva, cómo  la  libertad  es perfeccionante,  y censura el falso ideal de libertad  que  lleva consigo la facultad de destruirnos, individual o  colectivamente. "Sabemos  -dice  Fromm-  que  la  pobreza,  la  intimidación,  el aislamiento,  están  dirigidos contra la vida: que  todo  lo  que sirve  a la libertad y desarrolle el valor y la fuerza  para  ser uno  mismo  es algo en favor de la vida. Lo que es bueno  o  malo para  el  hombre  no constituye  una  cuestión  metafísica,  sino empírica,  y  puede  ser resuelta analizando  la  naturaleza  del hombre y el efecto que ciertas condiciones ejercen sobre él". (4) Vemos, pues, cómo el famoso científico coincide con los  clásicos en  el sentido de no reconocer una supuesta libertad  que  niegue los valores humanos.

 

Fromm  explica: "El fenómeno del masoquismo nos muestra  que las  personas  pueden  sentirse  impulsadas  a  experimentar   el sufrimiento o la sumisión. No hay duda de que tanto éstos como el suicidio  constituyen la antítesis de los objetivos positivos  de la vida (...). Tal atracción hacia lo que es más perjudicial para la  vida es el fenómeno que me parece con más derecho  que  todos los  demás al nombre de perversión patológica. Muchos  psicólogos han supuesto que la experiencia del placer y el rechazo del dolor representan  el  único  principio legítimo  que  guía  la  acción humana:  pero  la  psicología dinámica  puede  demostrar  que  la experiencia  subjetiva  del  placer  no  constituye  un  criterio suficiente  para  valorar,  en función de  la  felicidad  humana, ciertas  formas  de conducta. Un ejemplo de esto es  el  fenómeno masoquista. Su análisis muestra que la sensación de placer  puede ser  el  resultado de una perversión patológica,  y  también  que representa   una  prueba  tan  poco  decisiva  con  respecto   al significado objetivo de la experiencia, como el gusto dulce de un veneno para su efecto sobre el organismo. Llegamos así a  definir como ideal verdadero todo propósito que favorezca el  desarrollo, la  libertad  y la felicidad del yo, considerándose,  en  cambio, ficticios aquellos fines compulsivos e irracionales que, si  bien subjetivamente  representan experiencias atrayentes, en  realidad resultan perjudiciales para la vida". 5

 

En otras palabras, hay que pasar de la ilusión de  libertad, que  se  basa  en la subjetividad absoluta, a  la  vivencia  real dentro  de  la libertad, que comporta un límite  ético  necesario para  coordinar  los  distintos y  legítimos  intereses  vitales, dentro  de  un margen de respeto, tolerancia y  apoyo  mutuo.  Se trata  de  una proclamación de la singularidad de cada  uno,  sin entorpecer ni el desarrollo vital propio ni el de los demás.

 

El  libre desarrollo de la personalidad debe pues  consistir en  un acto de racionalidad y no de barbarie. La actividad de  la razón  humana determina la expresión de la personalidad: la  vida moral  exige la creatividad propia de la persona, origen y  causa de sus actos deliberados. La razón encuentra su fundamento en  el orden  a la perfección, al crecimiento ontológico de la  persona: ésta  es  llamada a ser cada vez más. El libre desarrollo  de  la personalidad  se  basa, entonces, en el principio  de  una  justa autonomía  del  hombre,  como sujeto personal de  sus  actos.  En virtud  de  la razón natural, que es expresión de  sabiduría,  la razón  humana es la suprema ley del hombre. La razón no  es  otra cosa  que la regla y medida de los actos humanos, de  suerte  que hace  que  el  hombre  sea  libre, y  en  aras  de  la  libertad, responsable.  La autonomía de la razón práctica significa que  el hombre  en  sí  mismo posea la propia ley de  prudencia  para  la praxis. La autonomía racional propia del hombre, por lo anterior, no implica el rechazo del orden moral, sino todo lo contrario: la compenetración   de   la   plena  racionalidad   en   los   fines perfeccionantes  a  que está llamado el hombre. De ahí  que,  por medio  de la libertad, el ser humano es un animal moral, como  lo llamara  Santo  Tomás  de Aquino,  aludiendo  al  zoon  politicón

aristotélico.

 

La  dignidad  humana  exige  pues  el  respeto  y  promoción incondicionales  de  la  vida corporal; por  tanto,  la  dignidad humana  se  opone  a  esa concepción  que,  en  aras  del  placer inmediato,  impide la realización personal, por anular  de  forma irreversible tanto el entendimiento  como la voluntad, es  decir, torna  al  hombre en esclavo del vicio, como ocurre  en  el  caso patético  de la droga. No puede afirmarse que el uso de la  droga pueda ser algo opcional, porque no hay una indeterminación de los efectos,  sino todo lo contrario:  conduce a la privación  de  un bien  -la  salud, tanto física como mental- de manera  a  menudo irreversible    y   siempre   progresiva.   La   producción  de estupefacientes  es,  a  todas  luces, un  crimen  actual  -y  no potencial- contra la humanidad, y tolerar el consumo de la  causa de  un mal, es legitimar sus efectos nocivos. En otras  palabras, es legalizar lo que es de por sí no legitimable.

Nuestro ordenamiento constitucional se funda en la  dignidad de  la persona. En efecto, el artículo 1o. de la Carta  establece que "Colombia es un Estado Social de Derecho, organizado en forma de  República Unitaria ... fundada en el respeto de  la  dignidad humana". Por esta razón no es admisible ningún atentado contra ese  valor personal del hombre que es su dignidad. Todo el  orden jurídico,  político y económico debe permitir que cada  ciudadano preserve su dignidad, y en orden a la coherencia, debe garantizar la  prevalencia  de  dicha dignidad, que siempre  es  de  interés general.  La  dignidad  del  hombre  no  permite  que  éste   sea esclavizado, o que  corra el peligro de caer bajo los efectos  de la  drogadicción,  que  es  una  forma  de  esclavitud.  Por   el contrario,  el Estado y la sociedad tienen el deber de  preservar al hombre en su dignidad, y de manera muy especial, de defender a la juventud de todo peligro moral y físico.

 

La  dirección  del  hombre  hacia el  bien,  sólo  se  logra mediante  la  libertad, entendida como la facultad de  obrar  con conciencia de las finalidades perfeccionantes a que está ordenada la naturaleza humana. Con frecuencia se confunde la libertad  con el  libertinaje, que es la distorsión de aquella, su  caricatura. La libertad fomentada en forma depravada, conduce al  libertinaje y   no  ennoblece al hombre, sino que le mengua su  dignidad.  La dignidad  humana, requiere, por tanto, que el hombre actúe  según su  conciencia  y  libre elección, es  decir,  inducido  por  una convicción interna personal y no bajo la presión de una pasión  o de  un  deseo desordenado, que en el fondo es una  coacción.  Por ello, abandonar a su suerte al enfermo de drogadicción,  equivale a  dejarlo  sometido  a  la  esclavitud  que  le  ha  creado su dependencia  de  la droga; abandonarlo a su aparente  uso  de  la libertad,  no es otra cosa que colocarlo al arbitrio  de  quienes manipulan  y  controlan  el  mercado infame  de  la  droga,  que, complacidos,  verán cómo ya sus víctimas están  autorizadas  para seguir dependiendo de su mercado letal.

 

No  se compadece, pues, con el concepto de  dignidad  humana ese  enfoque radicalmente individualista y ciego, en cuya  virtud se debe permitir la libre determinación de la persona, en lo  que concierne  al  consumo  de  estupefacientes,  así  sea  en  dosis limitadas. No necesitamos demostrar los perniciosos efectos que causa   la droga en la mente, en el cuerpo y en el  espíritu  del adicto,  quien  se convierte en un ser carente  de  todo  dominio sobre   sí  mismo,  extraviado  y  ajeno  a  todo   concepto   de comportamiento  digno,  gobernado únicamente  por  los   impulsos irracionales  que  en él provoca la ingestión de  las  sustancias tóxicas.

 

Quienes suscribimos este Salvamento no entendemos cómo puede considerarse   que   la  autodestrucción   del   individuo,   sin posibilidad  de  reprimir  su conducta nociva y  ni  siquiera  de rehabilitarlo,  pueda  tomarse  como una  forma  de  realizar  el mandato constitucional de respeto a la dignidad humana, cuando es precisamente  ésta la primera lesionada y, peor  aún,  aniquilada por el estado irracional al que se ve conducido  irremisiblemente el consumidor de droga.

 

El hombre logra hacer real su dignidad, cuando se  encuentra liberado  totalmente  de la cautividad de las  pasiones  y  puede libremente  tender  hacia  sus fines  vitales,  sin  coacción  de circunstancias externas.

 

El  argumento  de  la  Sentencia se  sostiene,  como  se  ha señalado, en una errónea interpretación: como la voluntad  humana apetece  en   ciertas  ocasiones  la droga,  en  aras  del  libre desarrollo de la personalidad, hay que permitir tal decisión,  so pena de que el orden jurídico -que es externo- se involucre en la intimidad de cada cual. La sola fuerza sensitiva no es  expresión de  una voluntad consciente, de manera que el adicto a la  droga, cuando  la  consume, no está ejercitando su libre  voluntad,  que siempre  es  racional,  sino  dejándose  llevar  por  la   fuerza sensitiva; es decir, no está ejerciendo su plena libertad.

 

La  dignidad del hombre, pues, conduce a que éste ejerza  su libre  albedrío  y  no  se deje determinar  por  la  mera  fuerza sensitiva.  De  no ser así, inútiles  serían  los  racionamientos legales, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos. Para demostrarlo, hay que tener  presente que hay seres que obran sin juicio previo alguno, como sucede con los  seres carentes de razón. Otros obran con un  juicio  previo, pero  no  libre: los animales que obran  con  juicio  instintivo, natural,  pero  no deliberativo. En cambio, el  hombre  obra  con juicio,  puesto que por su facultad cognoscitiva, juzga sobre  lo que debe evitar o buscar. Como quiera que este juicio no proviene del  instinto natural ante un caso concreto, sino de un  análisis racional,  se  concluye que obra por un juicio libre.  Cuando  se trata  de  algo  contingente, la razón  puede  tomar  direcciones contrarias.   Ahora   bien,   las   acciones   particulares   son contingentes, y, por lo tanto, el juicio de la razón sobre  ellas puede  seguir diversas direcciones, sin estar determinado  a  una sola. Así pues, es necesario que el hombre tenga libre  albedrío, por lo mismo que es racional. Pero cuando cae bajo la dependencia absoluta  de  la  droga,  no puede decirse  que  el  hombre  está autodeterminándose, sino que ha perdido su libre albedrío y  está sometido  a la fuerza sensitiva que le determina la necesidad  de la  droga  de la cual depende. ¿Cuál libertad hay,  pues,  en  el drogadicto? ¿Puede haber libertad contra la dignidad?

 

 

3.   El  consumo de la droga no puede considerarse  como  un acto indiferente

 

Como  ya es tradición jurídica inobjetable, los actos de  la ley   pueden  clasificarse  en  mandar,  permitir,  prohibir, y castigar, de acuerdo con la naturaleza de los actos humanos. Así, por  ejemplo,  la  ley  manda  los  actos  humanos   benéficos  y necesarios para el bien común; v.gr. los actos de solidaridad.  A su  vez, la ley prohibe los actos nocivos contra el  bien  común; v.gr.: el  homicidio, el secuestro, el narcotráfico.  Los  actos indiferentes, es decir, aquellos que tienen muy poco de bondad  o maldad, son permitidos. Y la transgresión a la ley es castigada.

 

Ahora  bien,  de la decisión mayoritaria se  colige  que  el consumo personal de estupefacientes, por ser un acto privado,  es un  acto indiferente para el derecho, aunque tenga  repercusiones morales.  Pero  resulta  que no todo acto privado  es,  de  suyo, indiferente,  porque  puede trascender a la comunidad  y  afectar tanto el interés general como el bien común. La gravedad evidente -que  por  tanto,  no requiere ser  demostrada-  del  consumo  de drogas,  hace que sea apenas razonable juzgar que el  consumo  de tales  tóxicos no sea indiferente. No puede ser indiferente  para el Estado, ni para la sociedad civil, el que uno de sus  miembros esté  privándose  de la salud de manera injustificada  y  con  la complicidad  de  los asociados. El bienestar de cada uno  de  los asociados es de interés general.  La Sentencia arguye que, en ese orden de ideas, se tendrían que prohibir  las bebidas alcohólicas y  el consumo de cigarrillos. La diferencia ya es bien  conocida:  con el consumo de cigarrillos o de bebidas alcohólicas existe  la posibilidad  de  lesión,  y  así como no  puede  obligarse  a  lo imposible,  tampoco  puede  limitarse  a  toda  posibilidad,  por indeterminación  del objeto. El hecho posible es  incierto.  Pero ocurre que con el consumo de drogas alucinógenas, la circunstancia  no  es  la mera posibilidad  de  lesión,  sino  la certeza  de  lesión   y la probabilidad, en muy  alto  grado,  de dependencia.  Ya no hay un mero riesgo, sino un peligro  grave  e inminente de que el efecto nocivo se produzca.

 

Por todo lo anterior, se colige que el consumo de drogas  no es  un  acto  indiferente, sino lesivo contra  el  bien  común  y desconocedor  del interés general. Ante esta clase de  actos,  la ley  tiene  que prohibir  esa conducta, so pena de  legalizar  un desorden   evidente  en  las  relaciones  humanas;  desorden  que imposibilita lograr los fines del Estado Social de Derecho, y que vulnera, en lo más hondo, la dignidad humana.

 

Resulta, pues, contra la naturaleza de la ley,  despenalizar una  conducta lesiva per se. Es un derecho de la sociedad,  y  de los  mismos  enfermos,  el que la ley no permita  el  consumo  de sustancias  que,  como está plenamente demostrado,  inexorable  e irreversiblemente atentan contra la especie humana. No hay ningún título jurídico  válido  que  permita  la  destrucción  de   la humanidad.  El  sofisma que se trae a cuento,  en  la  Sentencia, según el cual entonces deberían prohibirse todos los vicios,  fue hace  mucho resuelto por los juristas romanos y por los  clásicos pandectistas, cuando demostraron cómo no todos los vicios humanos pueden  ser  erradicados por la ley; pero cuestión  diferente  es cuando  se  está en presencia de un vicio que  obstruye  directa, grave e inminentemente el bienestar individual y colectivo,  caso en el cual la razón impele a prohibirlo por necesidad.

 

 

 

4.   Las  normas  declaradas  inexequibles  tienen   sólidos fundamentos constitucionales

 

Como lo afirmamos al comienzo de este Salvamento, las normas declaradas     inexequibles    tienen     sólidos     fundamentos constitucionales.  Para  empezar,  en el Preámbulo  de  la  Carta Política se señala entre los fines de ésta el de "asegurar a  sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, el conocimiento, la  libertad  y  la paz dentro de un  marco  jurídico  (...)  que garantice  un orden (...) social justo". Es claro, y no  necesita de mayor demostración, que la vida, la convivencia, el trabajo  y la paz, entre otros valores, se ven gravemente comprometidos  por efectos  de la drogadicción. No es compatible la coexistencia  de un  verdadero  orden justo, con la destrucción  paulatina  de  un sector  de la población  víctima del consumo de drogas,  el  cual por  lo  demás,  mucho  tememos  se   verá  incentivado   con  la despenalización,   así  ésta  se  limite  a  la  llamada   "dosis personal".

 

A   continuación   señalaremos  otros  de   los   clarísimos fundamentos  constitucionales  que han sido desconocidos  por  la Sentencia al declarar la inexequibilidad de las normas objeto  de la decisión:

 

 

4.1  Se  fundamentan en el concepto de Estado  Social  de Derecho

 

El artículo 1o.  define a Colombia como un Estado Social  de Derecho,   con   todas   las  implicaciones   que   ello   tiene, particularmente en cuanto hace a la efectividad del principio  de la  prevalencia  del interés general, que también  consagra  este artículo.  Pero,  además, señala él qe la República  de  Colombia está "fundada en el respeto de la dignidad humana, en el  trabajo y la solidaridad de las personas que la integran". En cuanto hace a   la   dignidad  humana,  como  se  ha   demostrado   de   modo incontrovertible en el presente Salvamento, ésta se desconoce  de manera flagrante  al permitirse el consumo de drogas sicotrópicas y alucinógenas, bajo cuyos efectos el individuo atenta contra  su propia  dignidad como persona, al reducirse a la categoría de  un ente  que actúa sin responsabilidad y sin conciencia, cayendo  en los  más  abyectos estados  de relajamiento  moral  y  ético,  en conductas irracionales y, con lamentable frecuencia, en conductas delictivas.  Resulta un contrasentido amparar la  despenalización del  consumo  de  drogas, así sea limitado a  la  llamada  "dosis personal",  en el argumento de la defensa de la dignidad  humana, por  cuanto precisamente es esa dignidad la que se ve  gravemente lesionada  bajo los efectos de la drogadicción. Por  otra  parte, tampoco   resulta  difícil  demostrar  cómo  el  trabajo  se   ve gravemente  afectado  por el flagelo de la drogadicción,  y  cómo quienes son sus víctimas ven sensiblemente reducidas su capacidad laboral  y  productiva. Las  estadísticas  demuestran  claramente cómo, en muy alto porcentaje, quienes caen en la drogadicción, al disminuir su capacidad laboral, terminan engrosando las filas  de desempleo, la vagancia y la mendicidad.

 

 

4.2   Se fundamentan en los fines esenciales del Estado

 

El  artículo  2o. señala los fines  esenciales  del  Estado. Entre  ellos aparecen los de "servir a la comunidad, promover  la prosperidad   general   y  garantizar  la  efectividad   de   los principios,  derechos y deberes consagrados en  la  Constitución, así como los de asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un  orden justo".  No puede ser compatible la coexistencia de  un verdadero   orden  justo,  ni  la  prosperidad  general,  ni   la convivencia  pacífica, con la destrucción paulatina  de  sectores cada  vez  más grandes de la  población,  particularmente  de  la juventud, por obra del consumo de drogas alucinógenas.

 

Menos  aún  puede ser compatible con la coexistencia  de  un orden  justo ni con la convivencia pacífica, el hecho de  que  al despenalizar el consumo de drogas  sicotrópicas y alucinógenas se incentive,  por  otro  lado, la producción y  tráfico  de  éstas, fortaleciendo  así  a los carteles de la droga,  que  desde  hace largos  años  se  han convertido en los  peores  enemigos  de  la sociedad  colombiana  e internacional, a través no sólo  de  este tráfico  nefando, sino de sus acciones criminales que,  en  forma tan  grave  e  irreparable, han atentado  y  atentan  contra  los derechos  fundamentales, contra la convivencia pacífica y  contra el orden legal.

 

El  mismo artículo 2o. establece que "las autoridades de  la República  están instituídas para proteger a todas  las  personas residentes  en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias,  y demás  derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento  de los   deberes  sociales  del  Estado  y  de  los   particulares". (Subrayados  nuestros).  Es  claro  que  las  normas   declaradas inexequibles constituían un desarrollo de esta disposición, sobre todo lo que hace a la protección a la vida y al aseguramiento  de los deberes sociales de los particulares, disposición esta última que  se enmarca también dentro del concepto de Estado  Social  de Derecho.

 

 

4.3   Se fundamentan en el deber del Estado y de la sociedad de velar por la salud de los asociados

 

De  manera  nítida  y  reiterativa  la  Constitución   busca asegurar  la  protección  de las salud física  y  mental  de  los asociados.  El  artículo 13 establece que  "el  Estado  protegerá especialmente a aquellas personas que por su condición ... física o   mental   se  encuentren  en   circunstancias   de   debilidad manifiesta".  Es  evidente que el drogadicto debe ser  objeto  de esta especial protección, por su condición física y mental y  por la circunstancia de debilidad manifiesta a que su dependencia  de las drogas alucinógenas lo reduce.

 

Por otro lado, el artículo 47 de la Carta Política  dispone: "El Estado adelantará una política de previsión, rehabilitación e integración  social para los disminuidos físicos,  sensoriales  y psíquicos,  a quienes se prestará la atención  especializada  que requieran".

 

En  las  dos  normas  declaradas  inexequibles  se  preveían mecanismos  para  la rehabilitación e integración social  de  los drogadictos, a quienes debe tratarse, como es apenas lógico, como disminuidos  físicos,  sensoriales y síquicos, y a  quienes,  por tanto, debe prestarse la atención especializada que necesitan,  a través  de establecimientos siquiátricos o similares de  carácter oficial o privado, por el término necesario para su recuperación, tal como disponía el artículo 51 de la Ley 30 de 1986.  Más  aún, este artículo establecía que: "La autoridad correspondiente podrá confiar al drogadicto al cuidado de la familia o remitirlo,  bajo la  responsabilida  de ésta, a una clínica, hospital  o  casa  de salud, para el tratamiento que corresponda, el cual se prolongará por el tiempo necesario  para la recuperación de aquel".

 

El  artículo 49, por su parte, consagra que "la atención  de la  salud  y el saneamiento ambiental son  servicios  públicos  a cargo  del Estado", y que "se garantiza a todas las  personas  el acceso a los servicios de promoción, protección y recuperación de la  salud".   Y  en  su inciso  final,  este  mismo  artículo  es perentorio:

 

"Toda persona tiene el deber de procurar el cuidado integral de su salud y  la de su  comunidad".  (Subrayado nuestro).

 

No se limita pues  esta disposición a garantizar a todas las personas  el  acceso a los servicios de promoción,  protección  y recuperación de la salud, sino que impone a cada uno el deber  de procurar  el cuidado integral no sólo de su salud sino la  de  su comunidad.  Así, se desprende que dentro de un Estado  Social  de Derecho, el problema de la salud individual no es un problema  al cual  el  Estado pueda ser ajeno, sino que interesa a éste  y  en general a toda la comunidad.

 

Como  si ello fuera poco, el artículo 366 establece que  "el bienestar  general y el mejoramiento de la calidad de vida de  la población  son  finalidades  sociales del  Estado"  y  que  "será objetivo   fundamental  de  su  actividad  la  solución  de   las necesidades básicas insatisfechas de salud, etc. ...". Así, tanto el bienestar general como el mejoramiento de la calidad de  vida, que  tan  seriamente  se ven afectados por  la  drogadicción,  se consagran  como finalidades sociales del Estado; y como  objetivo fundamental  de  su  actividad,  aparece  en  primer  término  la solución de las necesidades insatisfechas de salud, solución  que se  busca, entre otros mecanismos, a través de los  previstos  en las normas declaradas inexequibles.

 

Como puede apreciarse, la Constitución Política consagra  el deber del cuidado de la salud, tanto en cabeza de los  asociados, individualmente considerados, como del Estado mismo.  Ninguno  de los  enunciados propósitos constitucionales puede  cristalizarse, si se considera contraria a la Carta Política una norma legal que obliga al Estado a prestar atención especializada a quien  padece notorias  y  graves afecciones ocasionadas por  su  situación  de drogadicto.

 

Pero,  además,  en  el mismo campo de  la  solidaridad  como criterio  orientador  en  la interpretación  de  la  Carta,  debe decirse que permitir a las personas portar y consumir  libremente determinada dosis de droga representa la negación de aquel.   Las consecuencias  que se derivan del consumo de alucinógenos,  tanto para  quien los usa como para el núcleo social en cuyo  medio  se desenvuelve, resultan desastrosas.

 

 

4.4 Se fundamentan en la prevalencia del  interés  general sobre el particular y en el catálogo de deberes de las personas

 

En  cuanto hace a la prevalencia del interés general,  sobre el  particular,  principio preconizado en  las  distintas  normas constitucionales  (Arts.  2o., 58, 82),  este  principio  resulta desconocido abiertamente por la Sentencia de la cual discrepamos, en  cuanto  ésta  lo supedita a una  concepción  absolutista  del derecho   al  libre  desarrollo de la personalidad, haciendo prevalecer  elementos  tales  como el  irrefrenable  deseo  y  la imperiosa necesidad del consumo en quien, bajo el único  pretexto de su soberana voluntad, envenena su propio organismo y  proyecta en  la sociedad los negativos efectos de la  perturbación  mental que la sustancia le causa.  La colectividad, por su parte,  queda inerme, pues a partir de la interpretación que se ha impuesto, no contará  siquiera con el amparo de la ley para reprimir el uso de la  droga,  ni  para actuar sobre el drogadicto con  miras  a  su recuperación.  Los elementos de defensa social han sido excluídos así del ordenamiento jurídico.

 

Nos negamos a aceptar que esto pueda ser así a la luz de  la Constitución.  Como ya lo hemos resaltado, su mismo artículo  16, invocado  por la mayoría como norma quebrantada, impone al  libre desarrollo de la personalidad, como limitaciones, los derechos de los demás y el orden jurídico, auténticas expresiones del interés general.

 

Debe  tenerse  en cuenta, por otra parte, que al  tenor  del artículo 95 de la Carta, el primer deber de toda persona consiste en respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios  (art. 95,  num.  1).   A renglón seguido,  así  mismo,  dicho  artículo consagra también como deberes de la persona y del ciudadano el de "obrar conforme al principio de solidaridad social,  respondiendo con acciones humanitarias ante situaciones que pongan en  peligro la vida o la salud de las personas".   (art. 95, num. 2).   A  la vez,  el  ya  citado artículo 49,  inciso final,  impone  a  toda persona " el deber  de procurar el cuidado integral de su salud y la de su comunidad".

 

 

4.5  Se fundamentan en los derechos de la familia, los niños y los adolescentes

 

El  artículo 5o. de la Constitución reconoce y ampara  a  la familia   como   institución  básica de la sociedad y  el  42  la define como núcleo fundamental de la misma.

 

Es  la  familia  la primera que padece, y  no  de  cualquier manera,  los efectos negativos que propicia el consumo de  drogas por  parte  de  cualquiera  de  sus  miembros.   La  drogadicción destruye  la  unidad familiar, hace perder el respeto  entre  sus miembros, genera violencia, implica pérdida del autocontrol   por parte de quien la usa,  elimina todo valor y hace desaparecer  en la persona cualquier concepción edificante.  Muy grave es el daño que  causa el padre drogadicto:  su estado provoca la ruptura  de los lazos afectivos, genera la desintegración entre los  cónyuges y  ocasiona, en razón de la despersonalización de la víctima,  un resquebrajamiento de su autoridad y la absoluta imposibilidad  de educar a los hijos, sin contar con la ruina moral y material  que se  produce,  de  manera  casi  inevitable,  en  el  seno  de  la institución  familiar,  si  persisten las  causas  del  mal.   El afectado pierde todo sentido de responsabilidad y de juicio.

 

Por  su  parte,  el  hijo perturbado  por  la  ingestión  de alucinógenos desconoce la autoridad de sus padres, se  constituye en  un  mal  ejemplo  para sus  hermanos,  socava  las  bases  de comprensión  y  respeto que inspira el hogar y  se  convierte  en permanente amenaza de zozobra para quienes integran la familia.

 

Frente a tan delicadas consecuencias, alguna respuesta  debe hallarse, y se halla en la Constitución Política. El Estado y  la sociedad, según su artículo 42 "garantizan la protección integral de  la familia". Ella debe comprender tanto el  aspecto  material como  el  moral  y la armonía familiar,  indispensables  para  su subsistencia y necesarios para la convivencia pacífica dentro del entorno social.

 

La   misma  norma declara que la dignidad de la  familia  es inviolable y establece que las relaciones familiares se basan  en el  respeto  recíproco entre todos sus integrantes.  Una  y  otra resultan gravemente afectadas cuando la droga irrumpe en el  seno del hogar.

 

El   artículo 42 reprime, además, "toda forma de violencia" en  la familia, porque la considera "destructiva de su armonía  y unidad",  razón por la cual estatuye que será sancionada conforme a la ley.

 

Ningún sentido tiene, entonces, que mientras la Constitución busca proteger a la familia con tanto énfasis, pueda invocarse el libre  desarrollo de la personalidad de uno de sus miembros  como argumento    que    prevalezca    sobre    tales     concepciones institucionales, dentro de un criterio individualista que resulta a todas luces extraño a una concepción contemporánea del derecho.

 

Al considerar  los graves efectos que tiene el consumo de la droga  en  el  seno  de la familia,  causando  su  destrucción  y lesionando gravemente a quienes son miembros de ella, no  podemos dejar  de  referirnos  a  los derechos de  los  niños  y  de  los adolescentes,   plasmados  en  los  artículos  44  y  45  de   la Constitución.

 

En  cuanto a los niños alude, la Carta Política ha  incluido entre  sus derechos fundamentales el de "tener una familia",  así como el derecho "al cuidado y al amor", elementos todos éstos que desaparecen cuando la dependencia de los estupefacientes afecta a los padres y a los hermanos mayores.

 

También señala el precepto, que los niños "serán  protegidos contra  toda forma de abandono y de violencia física o moral".  A nuestro  juicio,  es  claro  que los  menores  son  las  primeras víctimas   del   consumo  de  alucinógenos  por  parte   de   sus progenitores, pues no es menester demostrar que si el responsable de  la  familia  o  uno de sus miembros es  adicto,  el  niño  es abandonado  a  su  suerte, y es casi seguro que  sea  víctima  de violencia física y, en todo caso, moral por parte de aquel.

 

Por  lo  que  hace  al adolescente, el  artículo  45  de  la Constitución declara que  éste "tiene derecho a la protección y a la  formación integral". Es decir, cuando el legislador -como  en el  caso de las normas acusadas- estatuye formas concretas en  el campo de la recuperación del joven que ha caído en la dependencia de  la  droga, no hace cosa diferente de desarrollar  el  mandato constitucional.  Mucho más en un Estado Social de Derecho como el que  proclama el artículo 1o. de la Constitución, con el cual  no sería  compatible la defensa de unos órganos estatales ajenos  al compromiso  de asistir al adolescente, cuyo estado de  postración física y moral demanda la presencia eficiente de quienes tienen a su cargo el cuidado de la comunidad.

 

 

4.6   Se fundamentan en la Convención de Viena suscrita  por Colombia

 

Dice  el artículo 93 de la Constitución, que los derechos  y deberes consagrados en ella "se interpretarán de conformidad  con los  tratados internacionales sobre derechos humanos  ratificados por  Colombia". En la materia de que se trata, tiene  excepcional importancia  la  Convención  de las  Naciones  Unidas  contra  el tráfico  ilícito  de estupefacientes y  sustancias  sicotrópicas, suscrita  en Viena el 20 de diciembre de 1988 y aprobada  por  la Ley  67 de 1993,  hallada exequible por esta Corte  (Fallo  C-176 del  12  de  abril  de 1994,  magistrado  ponente  Dr.  Alejandro Martínez Caballero).

 

Allí se afirma que las partes llegan a adoptar los  acuerdos que  componen  la Convención "profundamente  preocupadas  por  la magnitud y la tendencia creciente de la producción, la demanda  y el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias  sicotrópicas, que representan una grave amenaza para la salud y el bienestar de los seres humanos y menoscaban las bases económicas, culturales y políticas  de la sociedad".  (Subrayamos).

 

Según  el  artículo 3o. de la Convención, cada  una  de  las partes adoptará las medidas que sean necesarias para tipificar en su derecho interno delitos relativos a la fabricación, la oferta, el  transporte  y  el tráfico  de  estupefacientes  y  sustancias sicotrópicas.

 

Dice  el literal 2) de dicho artículo que, a reserva de  sus principios constitucionales y a los conceptos fundamentales de su ordenamiento  jurídico,  cada  una de  las  partes  adoptará  las medidas  que sean necesarias para tipificar como delitos  penales la  posesión, la adquisición o el  cultivo de estupefacientes   o sustancias sicotrópicas para el consumo personal. Es decir, que a la luz de la Convención de Viena, cada Estado podrá, a su juicio, establecer  en su legislación si penaliza o no la  llamada  dosis personal.  No otra cosa fue lo que hizo el legislador  colombiano mediante   la  Ley  30  de  1986  en  los  artículos   declarados inexequibles.

 

 

5.   La penalización de la tenencia de estupefacientes  para consumo personal

 

La  cuestión  de  si la  tenencia  de  estupefacientes  para consumo  personal debe ser o no objeto de sanción legal, ha  sido ampliamente discutida, tanto en los países donde se ha llegado  a la  despenalización, como en los que aún se mantiene, que son  la inmensa mayoría.  Respecto de aquellos, resulta oportuno  señalar cómo  la permisividad ha producido funestas consecuencias como ha ocurrido  en  España,  en Inglaterra -donde  la  medida  ha  sido reconsiderada-, o en la misma Holanda, precursora en este  campo, y  cómo, en general, en estos países la permisividad se limita  a las  drogas  menos  dañinas, como la marihuana  o  el  hachís  en pequeñas  dosis,  pero se ha mantenido la  prohibición  para  las llamadas  drogas  "duras". En todo caso,  la  despenalización  ha tenido,  en general, efectos contraproducentes.  Así se  registra en un estudio sobre la materia:

 

“Hay dos antecedentes importantes que muestran el fracaso de la legalización: Inglaterra tomó medidas en los años 60 y 70 para que  los  adictos  pudieran recibir  heroína  legalmente  en  las farmacias;  el resultado fue un aumento del 100% en el número  de adictos y un aumento del 300% en el tráfico ilegal. Alaska emitió una  ley  que aumentó la dosis personal de marihuana  a  4  onzas (unos  140 gramos) y el resultado es que el uso de  la  marihuana entre  los  niños de 11 a 14 años se hizo casi tres  veces  mayor allí  que  en  el resto de los Estados Unidos.  Esta  medida  fue derogada recientemente". 6

 

Cabe anotar, por lo demás, que se trata, en estos casos,  de países que no son productores ni exportadores de droga;  distinto es el caso de Colombia, donde a los altos índices de consumo   se agrega  el  hecho desgraciado de que es uno  de  los  principales productores y exportadores a nivel mundial, con las implicaciones que ello puede acarrear.

 

Sobre  el  tema  de la penalización  del  consumo  personal, consideramos  pertinente transcribir el muy  autorizado  concepto del  jurista Carlos Santiago Nino, en su obra "Etica  y  derechos humanos":

 

"Al  discutir  este tema me parece relevante partir  de  la base  de  que la adicción, por lo menos a algunas  drogas,  puede efectivamente  degradar  la calidad de vida de  un  individuo  al deteriorar  varias de sus capacidades  afectivas,  intelectuales, laborales, etc.

 

"Asimismo, ninguna discusión responsable de este tema  puede dejar de tomar en cuenta los argumentos fácticos que han  alegado legisladores  y  jueces  para  justificar  la   represión  de  la tenencia de estupefacientes para consumo personal.

 

"Es  indudablemente cierto, en primer lugar, que el  consumo habitual  de, por lo menos, muchas de las sustancias  calificadas como estupefacientes acarrea serios trastornos físicos e incluso, eventualmente,  la  muerte de quien incurre en  él.   También  es incuestionable   que  ese  hábito  pueda  dar  lugar   a   graves perturbaciones  psíquicas, sea por efecto directo de la  droga  o por  efecto de la combinación entre la creciente  dependencia  de ésta  y  al  dificultad  para satisfacer  la  necesidad  que  esa dependencia genera.

 

“Tampoco puede dudarse que el consumo de estupefacientes por parte  de ciertos individuos tiene  consecuencias  extremadamente perniciosas para la sociedad en conjunto.  En primer lugar,  como se  ha  dicho  muchas veces, el círculo  inicial  de  drogadictos tiende  naturalmente  a  expandirse,  como  en  el  caso  de  una enfermedad  comunicable.  L.G. Hunt ha formulado la hipótesis  de que la drogadicción presenta las características de una verdadera epidemia,  puesto que cada adicto introduce a otros en el  vicio, los que, a su vez, introducen a otros, extendiéndose la  adicción en  forma contagiosa.  En segundo término, el consumo  de  drogas aparece   asociado   con   la  comisión   de   algunos   delitos, principalmente delitos contra la propiedad.

 

"También  el  consumo  de drogas  se  presenta  vinculado  a situaciones  de desempleo, aunque aquí se debe ser  cauteloso  al establecer la dirección de la relación causal.

 

"En  la  apreciación  de los efectos  sociales  nocivos  del consumo  de drogas se debe también tomar en cuenta la  incidencia que la prohibición misma del tráfico de estupefacientes tiene  en la generación de tales efectos.  Por ejemplo, es indudable que el consumo  de  estupefacientes  alimenta un  tipo  de  delincuencia organizada con ramificaciones internacionales, que está  asociada con  hechos de violencia, corrupción y una amplia gama  de  otras actividades  ilícitas;  este tipo de  delincuencia  aprovecha  la oportunidad para explotar cualquier actividad lucrativa que  esté legalmente  proscripta en cierto ámbito, como fue el caso  de  la fabricación y venta de bebidas alcohólicas en los Estados  Unidos de  los años 20, y lo es ahora en relación al juego  clandestino, la prostitución, el tráfico de armas, etcétera.

 

"Es  posible que la percepción de los daños  individuales  y sociales que el consumo de estupefacientes genera no sea la única razón  por la cual él es valorado negativamente por la  moralidad media.  Aun  frente  a  un  caso  hipotético  en  que,  por   las características  de la droga consumida o por las  condiciones  en que  se la consume, estuviéramos relativamente seguros de que  el drogadicto   no  está  expuesto  a  daños  físicos  serios  o   a perturbaciones psíquicas desagradables para él, y que su adicción no tiene consecuencias nocivas para otra gente o para la sociedad en conjunto, de cualquier modo su hábito de consumir drogas sería considerado  disvalioso  y  reprochable  por  la  opinión   moral prevaleciente  en el medio social.   Se juzga a la  drogadicción, independientemente  de  sus  efectos  nocivos,  como  un   hábito degradante  que  manifiesta un crácter moral defectuoso.   No  es fácil  articular  la justificación de esta reacción  moral,  pero ella está posiblemente asociada a un ideal de excelencia personal que forma parte de nuestra cultura occidental, y que exalta,  por un lado, la preservación de nuestra capacidad de adoptar y llevar a  cabo  decisiones, en contraste con una autoinhibición  en  tal sentido,  y  que  enaltece,  por otro  lado,  la  adquisición  de experiencias  "reales" a través de nuestras propias acciones,  en contraste  con el goce de experiencias "artificiales" que  no  se corresponden  con nuestra actuación en el mundo.   Robert  Nozick hace  explícitos  algunos  de  los  aspectos  de  este  ideal  de excelencia   humana  al  mostrar  lo  insatisfactorio   que   nos resultaría  la alternativa imaginaria de pasar toda nuestra  vida conectados   a  una  fantástica  máquina  de   experiencias   que pudiéramos programas a voluntad de tanto en tanto,  proveyéndonos la   sensación   de   vivir  la  vida   que   consideramos    más satisfactoria.   Preferimos tener una vida menos  agradable  pero que sea "nuestra" vida, o sea el resultado de nuestra actuación y contacto con la realidad.  Los estupefacientes pueden ser  vistos como un sustituto rudimentario de esa "máquina de  experiencias". 7

 

6.   ¿Es tan nociva la droga como el alcohol y el  tabaco  y por ende debe dárseles a éstos el mismo tratamiento?

 

La  Sentencia pretende equiparar los efectos del consumo  de la  droga  con el del alcohol. Llega inclusive  a  preguntar  con alarma: "¿Por qué entonces, el tratamiento abiertamente distinto, irritantemente  discriminatorio,  para el alcohólico  y  para  el drogadicto?".  Y,  aunque no lo dice claramente, sugiere  que  al penalizarse  el  consumo de droga y no el del  alcohol,  se  está desconociendo  el  derecho a la igualdad. Pretende  demostrar  su aserto con unos datos, según los cuales, en la ciudad de Medellín ha  aumentado  en la última década el porcentaje de  víctimas  de muerte  violenta  que tenían en su sangre  "cifras  positivas  de alcohol"  (A  propósito  cabría preguntar ¿bajo  efectos  de  qué sustancias se encontraban sus victimarios?). No desconocemos,  en manera  alguna,  los efectos nocivos que puede causar el  alcohol ingerido  en  altas dosis para el organismo, ni el hecho  de  que éste  ha sido causa de muchos actos de  violencia  interpersonal. Pero equiparar los daños que causa la droga, tanto para la propia persona  como para el entorno social,  con los que pueden  causar el  tabaco  o el alcohol, es un exabrupto que no  resiste  ningún análisis ni científico ni estadístico. 

 

En  cuanto  al  tabaco, es evidente que la  nicotina  en  él contenida  es un problema para la salud, el cual se  ve  agravado por  el  de  la  adicción. Sin embargo,  la  nicotina  no  es  un intoxicante que se convierta en un riesgo para el  comportamiento humano;  tampoco  es una fuente, inmaginaria o real,  de  grandes poderes  internos   o  de intuiciones.  Nadie  comete  un  crimen inducido  por  una dosis de nicotina. De igual  forma,  nadie  se presenta  al  trabajo con signos de incapacidad para  laborar,  o acude  a la escuela con problemas de aprendizaje, por  culpa  del tabaco.  Mientras que los consumidores de drogas son  calificados socialmente como adictos, al fumador de tabaco jamás se le asigna tal calificativo social. 

 

En cuanto al alcoholismo, no se necesita ir demasiado  lejos para  comprobar  que son inmensamente más graves  los  daños  que causa  la drogadicción a la propia persona y al  entorno  social,  que  los  que puede causar aquél. Que se sepa, un  alcohólico  no suele atracar ni asesinar para obtener el dinero para pagarse  un trago,  cosa que, por el contrario, sucede cotidianamente con  el drogadicto,  aquí  y  en todas partes del  mundo.  Que  se  sepa, tampoco   los  alcohólicos  son  protagonistas  de   masacres   y

genocidios;  en  cambio está plenamente probado  que,  en  muchos casos,  los  sicarios que cometen tales crímenes  lo  hacen  bajo efectos   de  alucinógenos.  Tampoco  se  requiere   de   amplios conocimientos   médicos  para  saber  que  uno  de  los   efectos principales  del  alcohol   consiste en un  relajamiento  de  las funciones motrices y la somnolencia, lo cual le impide actuar con agilidad,  cosa que no ocurre con la droga que, por el contrario, en  la  mayoría  de los casos obra  como  excitante  del  sistema nervioso. Que en Colombia el alcohol haya sido causa de violencia es,  como lo decimos, indiscutible. Pero que la droga lo ha  sido en  proporciones  inmensamente mayores también lo es. No  es  una simple  coincidencia el hecho de que el alarmante aumento de  los índices  de criminalidad en nuestro país en las últimas  décadas, haya  ido parejo con el del consumo de drogas, sin contar con  la que  ha  generado  el  tráfico de la  misma.  El  aumento  de  la delincuencia  común  entre nosotros  está,  pues,  indisoluble  e indiscutiblemente asociado al del tráfico y consumo de drogas.

 

En   cuanto   al  riesgo  de  adicción  por   consumo,   las estadísticas  demuestran cómo mientras el del alcohol es del  10% de los consumidores regulares, el de la cocaína supera el  80%  y el  del  basuco,  o "crack", o el de  la  heroína,  por  ejemplo, virtualmente alcanzan un 100%.  En lo que se refiere al poder  de alteración  mental,  mientras  la  nicotina  ocasiona  únicamente alteraciones  afectivas  y  el  alcohol   consumido  en   grandes cantidades, puede llegar a tener efectos de alteración mental, en cambio, la cocaína aun siendo utilizada en pequeñas dosis,  tiene los  más altos riesgos de producir alteración mental.  Frente  al argumento  de  que  el consumo de marihuana no  es  peor  en  sus efectos que el del alcohol o la nicotina, un informe de  Naciones Unidas señala lo siguiente:

 

"A  diferencia del alcohol, que por lo general  abandona  el organismo   antes   de  24  horas  en  virtud  de   su   carácter hidrosoluble,  la marihuana es liposoluble, lo que significa  que los productos químicos psicoactivos se fijan en las partes grasas del   organismo  (por  lo  general  el  cerebro  y  los   órganos reproductores) y pueden detectarse hasta 30 días después del  uso inicial. Una amplia investigación ha demostrado que la  marihuana altera  la memoria reciente y retarda el  aprendizaje;  dificulta las funciones reproductoras normales; afecta negativamente a  las funciones   cardíacas;  tiene  graves  consecuencias   sobre   la percepción y el desempeño de actividades especializadas, como  la conducción  u  otras tareas complejas en las que  intervienen  el juicio o destrezas motoras especiales, y dificulta seriamente las funciones  pulmonar  y respiratoria. Un cigarrillo de marihuana contiene más agentes carcinógenos que el más fuerte cigarrillo de tabaco". 8

 

De  acuerdo con el Dr. Herbert Kleber, experto en drogas  de la  Universidad  de  Columbia en Nueva  York,  psiquiatra  y  ex-funcionario  de  la oficina de Política para el  Control  de  las Drogas,  el  poder  adictivo de la cocaína  en  polvo  tiene  una proporción  de  5  a 1. Es decir, por  cada  cinco  personas  que consumen esta droga, una se vuelve adicta a ella. Para el  Crack, la proporción es de 3 a 1, en cambio para el alcohol es de 7 a 1.  Por  otra  parte, un estudio realizado por el profesor  Dr.  Mark Gold   de  la  Universidad  de  la  Florida,  señala   que   "los adolescentes  son  particularmente susceptibles de  llegar  a  un grado  de adicción por consumo de cocaína. En efecto,  señala  el profesor Gold, que mientras que un adulto requiere en promedio de cuatro  años  de consumo de cocaína para  experimentar  deterioro físico y la consecuente adicción, en el caso de adolescentes  ese lapso se reduce a un promedio de uno y medio años.". 9

 

 

7.  Una   paradoja  inexplicable   y   una   contradicción protuberante                                                      

                                                                     

De  la decisión mayoritaria se desprende una paradoja y  una ambigüedad muy difíciles de entender: Por un lado se autoriza  el consumo  de  la  dosis personal, pero por  otro  se  mantiene  la penalización  del  narcotráfico. Es decir que se  permite  a  los individuos  consumir  droga,  pero  se  prohibe  su   producción, distribución y venta. Carece de toda lógica que la ley ampare  al consumidor  de  un producto y, en cambio sancione a quien  se  lo suministre.  ¿Cómo  resolver éste dilema?  ¿Acaso  despenalizando también  la  producción, distribución y venta de  la  droga?  ¿Es decir,   legalizando  toda  la  actividad  del   narcotráfico   y convirtiendo así de la noche a la mañana, a sus tenebrosas mafias  en "honestos comerciantes y exportadores"? La opinión nacional  e internacional,  con toda razón, serían unánimes en  repudiar  tan aberrante solución, que implicaría ni más ni menos que  convertir de  una plumada a los peores criminales que ha  conocido  nuestra historia,   a  los  responsables  de  millares  y   millares   de asesinatos,  de secuestros, de magnicidios, y del  envenenamiento sistemático y colectivo de la juventud, en inocentes víctimas del  peso  de  la  ley.  Quienes  suscribimos  este  Salvamento  somos perentorios en rechazar de la manera más rotunda tal posibilidad. Pero,  al igual que el resto de la opinión, manifestamos  nuestra perplejidad ante la enorme contradicción que ha quedado planteada con el fallo.

 

Finalmente, los suscritos magistrados vemos con preocupación cómo  este  fallo  ha suscitado en todos  los  estamentos  de  la sociedad  una previsible y a nuestro juicio justificada  reacción de inconformidad y rechazo, que necesariamente incide en el  bien ganado   prestigio  de  una  Corporación  que,  como   la   Corte Constitucional,  ha  venido  trabajando  con  tanto  empeño   por defender el orden jurídico, los fundamentos del Estado Social  de Derecho,  y  los  más altos valores que informan  a  la  sociedad colombiana.  Reconocemos,  sin embargo, que la  decisión  de  los cinco  magistrados  que  conformaron  la  mayoría  se  adoptó  en ejercicio  pleno de claras facultades constitucionales. Por  otra parte,  celebramos el hecho de que finalmente se haya  consignado en  la  Sentencia, de manera expresa, la facultad  que  tiene  el legislador para "regular las circunstancias de lugar, de edad, de ejercicio  temporal de la actividad, y otras análogas, dentro  de las cuales el consumo de drogas resulta inadecuado o  socialmente nocivo",  aclaración  que  busca  morigerar  los  efectos  de  la gravísima   decisión  aprobada  por  la  mayoría  y,  en   parte, restaurar,  aunque  parcialmente, la efectividad  de  las  normas declaradas  inexequibles, pero que sin embargo deja en  firme  el incalculable  daño  causado.  Empero,  sin  esta  aclaración  los efectos  de la Sentencia serían aún más funestos que los  que  la sociedad en general, con justa razón teme.

 

 

Fecha ut supra.

     JOSE GREGORIO HERNANDEZ GALINDO

     Magistrado

     HERNANDO HERRERA VERGARA

     Magistrado

     FABIO MORON DIAZ

     Magistrado

     VLADIMIRO NARANJO MESA

     Magistrado

 

(1) Paidós, Buenos Aires, 1962.

(2)   "Contingencia, Ironía y Solidaridad",  Paidós,  Buenos Aires, 1991.

2 KANT, Emmanuel.  Crítica del juicio (París, 1965). Pág. 23 ss.

3  LOCKE,  John.  Ensayo sobre el Gobierno Civil.  Cap.  IV. No. 21.

4  FROMM,  Erich.  "El miedo a la libertad",  Buenos  Aires, Paidos, XV edición,  1991, p. 253.

5 Ibídem. Pág. 254.

6  (PEREZ GOMEZ, Augusto. SUSTANCIAS PSICOACTIVAS:  HISTORIA DEL CONSUMO EN COLOMBIA; Editorial Presencia, Bogotá, 1994)

7  NINO, Carlos Santiago.  "Etica y derechos humanos".   2a. Edic. Edit. Astrea, Buenos Aires.  1989. pp. 420 y ss.

8  (Programa  de las Naciones Unidas para  la  Fiscalización Internacional  de Drogas; LAS NACIONES UNIDAS Y LA  FISCALIZACION DEL USO INDEBIDO DE DROGAS, 1992; PÁG. 57)

9 (Traducido de la Información remitida por el United States Information  Services  al Director Nacional  de  Estupefacientes. Mayo de 1994).