Sentencia No. C-221 de 1994.
Dentro de un sistema penal liberal y democrático, como el que tiene que desprenderse de una Constitución del mismo sello, debe estar proscrito el peligrosismo, tan caro al positivismo penal, hoy por ventura ausente de todos los pueblos civilizados. Porque a una persona no pueden castigarla por lo que posiblemente hará, sino por lo que efectivamente hace. A menos que el ser drogadicto se considere en sí mismo punible, así ese comportamiento no trascienda de la órbita más íntima del sujeto consumidor, lo que sin duda alguna es abusivo, por tratarse de una órbita precisamente sustraída al derecho y, a fortiori, vedada para un ordenamiento que encuentra en la libre determinación y en la dignidad de la persona (autónoma para elegir su propio destino) los pilares básicos de toda la superestructura jurídica. Sólo las conductas que interfieran con la órbita de la libertad y los intereses ajenos, pueden ser jurídicamente exigibles. No se compadece con nuestro ordenamiento básico la tipificación, como delictiva, de una conducta que, en sí misma, sólo incumbe a quien la observa y, en consecuencia, está sustraída a la forma de control normativo que llamamos derecho y más aún a un sistema jurídico respetuoso de la libertad y de la dignidad humana, como sin duda, lo es el nuestro.
La filosofía que informa la Carta Política del 91 es libertaria y democrática y no autoritaria y mucho menos totalitaria. Por tanto, si del texto de una norma pudiera desprenderse una conclusión a tono con una ideología de esa naturaleza, sería necesario, en una tarea de armonización sintáctica que incumbe al intérprete, extraer de ella un sentido que no rompa abruptamente el sistema sino que lo preserve. Porque la tarea del juez de constitucionalidad no consiste, ni puede consistir, en resignarse a que la norma básica es un tejido de retazos incongruentes, entre sí inconciliables, sino en eliminar contradicciones y hacerlo de modo razonable.
Cada quien es libre de decidir si es o no el caso de recuperar su salud. Ni siquiera bajo la vigencia de la Constitución anterior, menos pródiga y celosa de la protección de los derechos fundamentales de la persona, se consideraba que el Estado fuera el dueño de la vida de cada uno y, en armonía con ella, el Decreto 100 de 1980 (Código Penal) no consideraba la tentativa de suicidio como conducta delictual; mucho menos podría hacerse ahora esa consideración. Si yo soy dueño de mi vida, a fortiori soy libre de cuidar o no de mi salud cuyo deterioro lleva a la muerte que, lícitamente, yo puedo infligirme.
DERECHO AL LIBRE DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD-Límites/AUTONOMIA PERSONAL
El legislador no puede válidamente establecer más limitaciones que aquéllas que estén en armonía con el espíritu de la Constitución. La primera consecuencia que se deriva de la autonomía, consiste en que es la propia persona (y no nadie por ella) quien debe darle sentido a su existencia y, en armonía con él, un rumbo. Si a la persona se le reconoce esa autonomía, no puede limitársela sino en la medida en que entra en conflicto con la autonomía ajena. El considerar a la persona como autónoma
tiene sus consecuencias inevitables e inexorables, y la primera y más importante de todas consiste en que los asuntos que sólo a la persona atañen, sólo por ella deben ser decididos. Decidir por ella es arrebatarle brutalmente su condición ética, reducirla a la condición de objeto, cosificarla, convertirla en medio para los fines que por fuera de ella se eligen. Cuando el Estado resuelve reconocer la autonomía de la persona, lo que ha decidido, ni más ni menos, es constatar el ámbito que le corresponde como sujeto ético: dejarla que decida sobre lo más radicalmente humano, sobre lo bueno y lo malo, sobre el sentido de su existencia. Que las personas sean libres y autónomas para elegir su forma de vida mientras ésta no interfiera con la autonomía de las otras, es parte vital del interés común en una sociedad personalista, como la que ha pretendido configurar la Carta Política que hoy nos rige. Si el derecho al libre desarrollo de la personalidad tiene algún sentido dentro de nuestro sistema, es preciso concluir que, por las razones anotadas, las normas que hacen del consumo de droga un delito, son claramente inconstitucionales.
¿Qué puede hacer el Estado, si encuentra indeseable el consumo de narcóticos y estupefacientes y juzga deseable evitarlo, sin vulnerar la libertad de las personas? Cree la Corte que la única vía adecuada y compatible con los principios que el propio Estado se ha comprometido a respetar y a promover, consiste en brindar al conglomerado que constituye su pueblo, las posibilidades de educarse. ¿Conduce dicha vía a la finalidad indicada? No necesariamente, ni es de eso de lo que se trata en primer término. Se trata de que cada persona elija su forma de vida responsablemente, y para lograr ese objetivo, es preciso remover el obstáculo mayor y definitivo: la ignorancia. No puede, pues, un Estado respetuoso de la dignidad humana, de la autonomía personal y el libre desarrollo de la personalidad, escamotear su obligación irrenunciable de educar, y sustituir a ella la represión como forma de controlar el consumo de sustancias que se juzgan nocivas para la persona individualmente considerada y, eventualmente, para la comunidad a la que necesariamente se halla integrada.
Resultan violatorias del Estatuto Básico, los artículos 51 y 87 de la ley 30 de 1986, este último por constituir unidad normativa con los acusados.
Que una persona que no ha cometido ninguna infracción penal -como lo establece el mismo artículo- sea obligada a recibir tratamiento médico contra una "enfermedad" de la que no quiere curarse, es abiertamente atentatorio de la libertad y de la autonomía consagradas en el artículo 16, como "libre desarrollo de la personalidad". Resulta pertinente, en este punto, remitir a las consideraciones hechas atrás acerca del internamiento en establecimiento psiquiátrico o similar, considerado, bien bajo la perspectiva del tratamiento médico, bien bajo la perspectiva de la pena. Si se adopta la primera, la norma resulta inconstitucional por violentar la voluntad del destinatario mediante la subrogación de su capacidad de decidir, por la decisión del juez o del médico. Cada quien es libre de elegir (dentro de nuestro ordenamiento) qué enfermedades se trata y si es o no el caso de recuperar la "salud", tal como se concibe de acuerdo con el criterio oficial. Si se adopta la segunda, la evidencia de inconstitucionalidad es aún mayor, pues no sólo es inconcebible sino monstruoso y contrario a los más elementales principios de un derecho civilizado, que a una persona se le sancione sin haber infringido norma alguna, o se le compela a recibir un tratamiento médico que no desea.
Los preceptos de la Carta que resultan directamente violados por las disposiciones señaladas, son los siguientes: el artículo 1o. que alude al respeto a la dignidad humana como fundamento del Estado; el 2o. que obliga al mismo Estado a garantizar "la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución"; el 5o. que reconoce la primacía de los derechos inalienables de la persona, dentro de los cuales ocupa un lugar privilegiado el de la autonomía, como expresión inmediata de la libertad; el 16 que consagra expresamente el derecho anteriormente referido, y el 13 consagratorio del derecho a la igualdad, pues no se compadece con él, el tratamiento diferente a categorías de personas que deben ser análogamente tratadas.
En ese mismo orden de ideas puede el legislador válidamente, sin vulnerar el núcleo esencial de los derechos a la igualdad y a la libertad, desconocidos por las disposiciones que serán retiradas del ordenamiento, regular las circunstancias de lugar, de edad, de ejercicio temporal de actividades, y otras análogas, dentro de las cuales el consumo de droga resulte inadecuado o socialmente nocivo, como sucede en la actualidad con el alcohol y el tabaco. Es ésa, materia propia de las normas de policía. Otro tanto cabe predicar de quienes tienen a su cargo la dirección de actividades de instituciones, públicas o privadas, quienes derivan de esa calidad la competencia de dictar reglamentos internos que posibiliten la convivencia ordenada, dentro de los ámbitos que les incumbe regir.
La declaración de inexequibilidad de los artículos 51 y 87 de la ley 30 de 1986, por las razones expuestas, impide que revivan normas de contenido similar, que fueron derogadas por la ley en cuestión.
Magistrado Ponente: Dr.CARLOS GAVIRIA DIAZ.
En Santafé de Bogotá, D.C., a los cinco (5) días del mes de mayo de mil novecientos noventa y cuatro (1.994), la Sala Plena de la Corte Constitucional, EN NOMBRE DEL PUEBLO Y POR MANDATO DE LA CONSTITUCION,
Procede a dictar sentencia en el proceso de constitucionalidad contra el literal j) del artículo 2 y el artículo 51 de la Ley 30 de 1.986.
1. ANTECEDENTES.
El ciudadano ALEXANDRE SOCHANDAMANDOU, en ejercicio de la acción pública de inconstitucionalidad, solicita a la Corte que declare inexequibles el literal j) del artículo 2o. y el artículo 51 de la ley 30 de 1986.
Cumplidos como están los trámites constitucionales y legales exigidos para procesos de esta índole, procede la Corte a decidir.
2. NORMAS ACUSADAS.
El texto de las disposiciones objeto de impugnación es el que sigue:
"artículo 2o. Para efectos de la presente ley se adoptarán las siguientes definiciones: ..................
j) Dosis para uso personal: Es la cantidad de estupefaciente que una persona porta o conserva para su propio consumo.
Es dosis para uso personal la cantidad de marihuana que no exceda de veinte (20) gramos; la de marihuana hachís la que no exceda de cinco (5) gramos; de cocaína o cualquier sustancia a base de cocaína la que no exceda de un (1) gramo, y de metacualona la que no exceda de dos (2) gramos.
No es dosis para uso personal, el estupefaciente que la persona lleve consigo, cuando tenga como fin su distribución o venta, cualquiera que sea su cantidad".
“artículo 51. El que lleve consigo, conserve para su propio uso o consuma, cocaína, marihuana o cualquier otra droga que produzca dependencia, en cantidad considerada como dosis de uso personal, conforme a lo dispuesto en esta ley, incurrirá en las siguientes sanciones:
a) Por primera vez, en arresto hasta por treinta (30) días y multa en cuantía de medio (1/2) salario mínimo mensual.
b) Por la segunda vez, en arresto de un (1) mes a un (1) año y multa en cuantía de medio (1/2) a un (1) salario mínimo mensual, siempre que el nuevo hecho se realice dentro de los doce (12) meses siguientes a la comisión del primero.
c) El usuario o consumidor que, de acuerdo con dictamen médico legal, se encuentre en estado de drogadicción así haya sido sorprendido por primera vez, será internado en establecimiento psiquiátrico o similar de carácter oficial o privado, por el término necesario para su recuperación. En este caso no se aplicará multa ni arresto.
La autoridad correspondiente podrá confiar al drogadicto al cuidado de la familia o remitirlo, bajo la responsabilidad de ésta a una clínica, hospital o casa de salud, para el tratamiento que corresponda, el cual se prolongará por el tiempo necesario para la recuperación de aquél, que deberá ser certificada por el médico tratante y por la respectiva Seccional de Medicina Legal. La familia del drogadicto deberá responder del cumplimiento de sus obligaciones, mediante caución que fijará el funcionario competente, teniendo en cuenta la capacidad económica de aquella. El médico tratante informará periódicamente a la autoridad que haya conocido del caso sobre el estado de salud y rehabilitación del drogadicto. Si la familia faltare a las obligaciones que le corresponden, se le hará efectiva la caución y el internamiento del drogadicto tendrá que cumplirse forzosamente."
3. LA DEMANDA.
A pesar de que la redacción de la demanda no es tan clara como sería deseable, se alcanza a entender en ella que las razones del actor para considerar violadas las normas constitucionales, son las siguientes:
3.1. SOBRE LOS LIMITES CONSTITUCIONALES A LA INTERVENCION DEL ESTADO EN LA SALUD PERSONAL.
Dice el actor que las normas acusadas violan el artículo 366 de la Constitución, pues, si el Estado no puede garantizar la curación del enfermo, tampoco puede privarle de la droga que le proporciona alivio. "Si el Estado no puede garantizar la recuperación de la salud de los enfermos psicofisiológicos de drogadicción o toxicomanía, porque no existe clínicamente el tratamiento radical y científico que asegure su curación, tampoco puede el Estado impedir o limitar el uso del medicamento que le procura alivio al sufrimiento del enfermo. Los estupefacientes son parte integral de la enfermedad de drogadicción o toxicomanía y a la vez, son el medicamento que alivia el dolor y el sufrimiento de los enfermos incurables."
Según el demandante, las normas acusadas violan los artículos 5, 28, 29, 34 y 49 de la Carta Política, porque los drogadictos y toxicómanos son enfermos psicofisiológicos, estén o no bajo los efectos de un estupefaciente; "el Estado no puede sancionar con pena o medida de seguridad el derecho inalienable de las personas a estar psicofisiológicamente enfermas por cualquier causa, inclusive de drogadicción o toxicomanía."
Añade el accionante que las normas acusadas violan los artículos 28 y 95 numeral 1° de la Carta, pues no se "puede penar a quienes simplemente consumen estupefacientes, porque con su conducta no perjudican a persona diferente a ellos mismos."
3.2. SOBRE EL TRATAMIENTO DISCRIMINATORIO PARA LOS CONSUMIDORES DE DETERMINADOS ESTUPEFACIENTES.
El demandante anota la discriminación de los adictos frente a otros enfermos incurables, afirmando que si el Estado permite que el padecimiento de otros enfermos incurables sea mitigado con drogas que producen adicción, al drogadicto incurable no le puede negar el Estado el consumo de la droga que mitiga su sufrimiento, so pretexto de que ésta produce adicción, sin violar el derecho a la igualdad.
El actor sólo acusa como inconstitucionales al artículo 51 y al literal j) del artículo 2, porque el tratamiento dado por la Ley 30 de 1.986 a los otros drogadictos y toxicómanos, es considerado por él como constitucional, lo que resalta otra discriminación que viola el derecho a la igualdad. Efectivamente, según la Ley 30, el nicotinómano y el alcohólico son tan drogadictos y toxicómanos como el marihuanero y el cocainómano; pero, se incurre en trato discriminatorio cuando se dá a los dos primeros el tratamiento legal de adictos socialmente aceptados, mientras se trata a los demás consumidores de drogas como contraventores o delincuentes, dependiendo de qué tan enfermos estén.
Afirma el accionante que la discriminación impuesta por la Ley 30 de 1.986 para los toxicómanos distintos al alcohólico y el nicotinómano, no sólo es apreciable si se mira a los otros enfermos incurables y a los otros toxicómanos, sino que la Ley impone también una discriminación entre los drogadictos más y menos afectados. La cantidad de droga que un toxicómano requiere diariamente, depende de su grado de adicción y de las condiciones biofisiológicas de cada quien. Por esto, establecer una cantidad tope a la dosis personal, que desconozca las necesidades de uno o varios adictos, introduce una diferenciación artificial e injustificada entre personas enfermas del mismo mal, con la única consecuencia legal de tratar como contraventores a los que menos consumen y, como delincuentes, a los más afectados por la enfermedad.
3.3. SOBRE EL TRATAMIENTO MEDICO PREVISTO EN LAS NORMAS ACUSADAS.
Para el actor, los artículos 51 y 2 literal j) de la Ley 30 de 1.986, violan el artículo 5 de la Carta, "porque los derechos inalienables de la persona, se extienden hasta su derecho a enfermarse psicofisiológicamente."
Añade que se violan los artículos 28 y 34 de la Carta, porque existen toxicómanos incurables, "en cuyo caso la duración de los tratamientos sería indefinida y la INTERNACION en un ESTABLECIMIENTO PSIQUIATRICO o similar por el TERMINO NECESARIO PARA SU RECUPERACION se convertiría en una PENA IMPRESCRIPTIBLE."
Señala también el accionante que las normas acusadas violan el artículo 47 de la Carta, "porque el Estado colombiano carece en la práctica de la provisión necesaria en todos los aspectos, para brindar a los ENFERMOS DE DROGADICCION O TOXICOMANIA centros psiquiátricos de rehabilitación, que no sean anexos de las cárceles, ni tugurios infrahumanos donde se violan los derechos humanos de los ENFERMOS."
Finalmente, el actor anota que sobre la libertad de las personas sólo puede decidir constitucionalmente un Juez de la República y nó el médico tratante o unos funcionarios estatales que no tienen jurisdicción; "...la situación jurídica de un ENFERMO DE DROGADICCION O TOXICOMANIA, internado en algún establecimiento psiquiátrico, estaría sujeta a la vulnerabilidad del grupo de personas del sector oficial o privado con facultad de decidir discrecionalmente sobre la rehabilitación o no rehabilitación del enfermo."
4. INTERVINIENTES:
El Ministerio de Justicia por medio de apoderado constituído para el efecto, presentó un escrito en el que expone las razones que justifican la constitucionalidad de las normas demandadas, las cuales se resumen en seguida:
- El literal j) del artículo 2o. de la ley 30 de 1986 no viola el artículo 366 de la Carta, por que "las necesidades insatisfechas de salud de los usuarios de los estupefacientes no se solucionan administrándoles el tóxico, ni permitiéndoles que sigan usándolo libremente, sino con medidas de educación, de prevención, de tratamiento y de rehabilitación de su enfermedad, que se fundamentan todas en la supresión del uso de la droga".
- En lo que respecta al artículo 51 de la misma ley se afirma que no viola el artículo 5o. de la Carta "puesto que el ciudadano colombiano tiene derecho a la salud, tanto psíquica como orgánica y no, como lo plantea el demandante, derecho a estar enfermo, puesto que la enfermedad es un concepto opuesto al de la salud... la acción del Estado debe estar encaminada a ayudarle al enfermo a recobrar su salud y no a facilitarle que con el uso de una sustancia tóxica que es dañina para su organismo y para su psiquismo, perpetúe su enfermedad".
- Tampoco se vulneran los artículos 34, 47 y 49 de la Constitución, pues el demandante "confunde el tratamiento para una enfermedad, con la pena para un contraventor", ni los artículos 28 y 29 del mismo Ordenamiento, por que la misma ley parcialmente demandada, como las normas penales de procedimiento consagran "la jurisdicción competente, formalidades y procedimiento para el juzgamiento de quien ha incurrido en la contravención consagrada en el artículo 51".
- El artículo 95-1 de la Ley Suprema no resulta lesionado por el mandato acusado, ya que si bien es cierto que señala como deber de la persona y del ciudadano "respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios. El individuo que consume droga estupefaciente a sabiendas de que se trata de una sustancia tóxica, deletérea para su salud, está abusando de su derecho de libertad, sólo que algunas veces lo hace motivado por su enfermedad; de manera que cumple el Estado con su función cuando trata de suministrarle o al menos de facilitarle la posibilidad de tratamiento para su dolencia".
- Finalmente anexa un concepto emitido por el subdirector de investigación científica del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, sobre el tema.
5. CONCEPTO FISCAL.
El Procurador General de la Nación (Encargado) rinde la vista fiscal de rigor en oficio No. 350 del 1o. de diciembre de 1993, la que concluye solicitando a la Corte que declare exequibles el literal j) del artículo 2o. y el artículo 51 de la ley 30 de 1986, este último "en el entendido que la sanción de internamiento o restricciones a la libertad en virtud de su literal c), no pueden ser superiores a las penas de arresto contenidas en sus literales a) y b)".
Son estas las argumentaciones del citado funcionario:
- La ley 30 de 1986 otorga un tratamiento más benigno para quien consume droga que para quien la produce y comercializa, y la razón "puede encontrarse en el hecho de que quien es usuario de la droga por regla general, es considerado una víctima más que un delincuente y por ello antes que un castigo debe recibir un tratamiento adecuado para lograr su recuperacion". Para que una conducta relacionada con la utilización de drogas encaje dentro de una contravención se requiere, conforme al artículo 51 de la ley, "que la cantidad de ellas corresponda al concepto de dosis personal", el cual también se encuentra definido en ese ordenamiento.
- El "establecimiento de topes máximos en las cantidades de drogas o sustancias controladas que hace la ley para ubicarlas dentro del concepto de dosis personal, no contraría precepto alguno de nuestro ordenamiento constitucional. La penalización o no del consumo, su tratamiento como delito o contravención, la determinación de porciones máximas, como dosis personal, son consecuencia fundamentalmente de la política criminal que en un momento determinado haya adoptado el Estado en materia de lucha contra el narcotráfico. Lo anterior como es lógico, siempre que la escogencia de cualquiera de esas opciones se haga dentro del límite de lo razonable y con salvaguardia de nuestros principios constitucionales y de la dignidad humana".
- El literal i) del artículo 2o. de la ley 30 de 1986 consagra que la dosis terapéutica es la cantidad de droga o medicamento que un médico prescribe según las necesidades clínicas de su paciente, sin que dentro de dicho estatuto se consagre sanción alguna para las conductas relacionadas con dosis de esa índole, y por el contrario "lo relativo a la dosis terapéutica es una de las posibles utilizaciones lícitas de las drogas controladas, dentro del concepto no de estupefaciente sino de medicamento, en el marco del ejercicio de una actividad lícita como es la medicina, y con una finalidad legítima jurídicamente como es el tratamiento, curación o rehabilitación de un enfermo", pudiendo incluso la dosis terapéutica ser superior a la dosis personal.
- En relación con el artículo 51 demandado, dice el Procurador, que el literal c) de dicha disposición "está orientado a lograr la recuperación del drogadicto a través de su internación en un establecimiento adecuado para que allí reciba tratamiento médico necesario, o de la entrega a la familia para que bajo su responsabilidad se le siga dicho tratamiento" y por tratarse de un enfermo no se le imponen las sanciones de multa ni arresto, ejerciendo así el Estado "una función social tendiente a la recuperación de la salud de aquél que es dependiente de las drogas", cumpliendo lo dispuesto en los artículos 47, 48 y 49 de la Carta.
- La función curativa y rehabilitadora de la norma se percibe también en el inciso 2o. del literal c) del citado artículo 51 "cuando prevé la posibilidad de confiar el drogadicto al cuidado de la familia, o remitirlo bajo la responsabilidad de ésta a una institución especializada para recibir allí el tratamiento debido". Sin embargo, considera el Procurador que el internamiento del drogadicto a que se refiere el inciso primero del artículo 51 demandado "tiene el carácter de sanción e implica para quien es acreedor de ella, la pérdida de la libertad en los casos en que el internamiento deba cumplirse forzosamente, o una limitación al ejercicio de la misma cuando se confía al cuidado de la familia. Como se trata de una mengua a los derechos fundamentales de la persona entre los cuales se encuentra la libertad, no es posible que las restricciones a ella tengan el carácter de indeterminadas. La expresión “por el término necesario para su recuperación” contenido en la disposición sin la fijación de un tope máximo permitiría que la sanción se prolongara en el tiempo de manera indefinida, llegando incluso a ser perpetua en los casos en que el drogadicto no lograre su recuperación, lo cual contraría de manera flagrante los artículos 16, 28 y 34 de la Carta Política", tal como lo sostuvo la Corte Constitucional en sentencia C-176 de mayo 6 de 1993.
- Por consiguiente considera el Procurador que "cuando se imponga al consumidor o usuario de drogas que se encuentre en estado de drogadicción, el internamiento o cualquier medida que implique pérdida o restricción de su libertad, a título de sanción de acuerdo con el literal c) del artículo 51 de la ley 30 de 1986, estas medidas no podrán ser superiores a los máximos determinados como pena de arresto para quienes hayan realizado las mismas conductas pero que no sean drogadictos y que son de treinta (30) días cuando sea la primera vez que hayan realizado las conductas descritas en dicho artículo y de doce (12) meses por la segunda vez".
6. CONSIDERACIONES DE LA CORTE.
6.1.- Competencia.
Dado que la acusación se dirige contra normas que integran una ley, es competente esta Corporación para decidir sobre su constitucionalidad, conforme a lo ordenado por el artículo 241- 4 de la Constitución Nacional.
6.2.- CONSIDERACIONES DE FONDO.
6.2.1.- El derecho como forma de regulación de la conducta interferida. Existen deberes jurídicos para consigo mismo?.
Más allá de las disputas de escuelas acerca de la naturaleza del derecho, puede afirmarse con certeza que lo que caracteriza a esa forma específica de control de la conducta humana es el tener como objeto de regulación el comportamiento interferido, esto es, las acciones de una persona en la medida en que injieren en la órbita de acción de otra u otras, se entrecruzan con ella, la interfieren. Mientras esto no ocurra, es la norma moral la que evalúa la conducta del sujeto actuante (incluyendo la conducta omisiva dentro de la categoría genérica de la acción). Por eso se dice, con toda propiedad, que mientras el derecho es ad alterum, la moral es ab agenti o, de otro modo, que mientras la norma jurídica es bilateral, la moral es unilateral. En lenguaje hohfeldiano, puede afirmarse que el precepto del derecho crea siempre una situación desventajosa correlativa a una situación ventajosa. En el caso concreto, cuyo análisis importa, un deber correlativo a un derecho. La moral no conoce esta modalidad reguladora. Las obligaciones que ella impone no crean en favor de nadie la facultad de exigir la conducta debida. En eso radica su unilateralidad. No en el hecho de que no imponga deberes frente a otro, sino en la circunstancia que no confiere a éste facultad de exigir.
De allí que no haya dificultad alguna en admitir la existencia de deberes morales frente a uno mismo y menos aún cuando la moral que se profesa se halla adherida a una concepción teológica según la cual Dios es el dueño de nuestra vida, y el deber de conservarla (deber frente a uno mismo) se resuelve en un deber frente a Dios.
Pero otra cosa sucede en el campo del derecho: cuando el legislador regula mi conducta con prescindencia del otro, está transponiendo fronteras que ontológicamente le están vedadas. En otros términos: el legislador puede prescribirme la forma en que debo comportarme con otros, pero no la forma en que debo comportarme conmigo mismo, en la medida en que mi conducta no interfiere con la órbita de acción de nadie. Si de hecho lo hace, su prescripción sólo puede interpretarse de una de estas tres maneras: 1) expresa un deseo sin connotaciones normativas; 2) se asume dueño absoluto de la conducta de cada persona, aún en los aspectos que nada tienen que ver con la conducta ajena; 3) toma en cuenta la situación de otras personas a quienes la conducta del sujeto destinatario puede afectar.
6.2.2.- Implicaciones en el caso sub-examine.
En el caso que ocupa a la Corte, (en relación con el consumo de estupefacientes) es preciso vincular las normas de la ley 30 de 1986, que se refieren al consumo de las sustancias allí indicadas, con el inciso último del artículo 49 de la Carta, que dispone: "Toda persona tiene el deber de procurar el cuidado integral de su salud y la de su comunidad." (énfasis fuera de texto). Aplicando los lineamientos anteriores al examen de dicho inciso, se tendría:
1). Se trata de un mero deseo del Constituyente, llamado a producir efectos psicológicos que se juzgan plausibles, pero en modo alguno generador de un deber jurídico genérico, susceptible de plasmarse en la tipificación de una conducta penal.
2). El Estado colombiano se asume (en tanto que sujeto pretensor) dueño y señor de la vida de cada una de las personas cuya conducta rige y, por eso, arrogándose el papel de Dios, en la concepción teológica, prescribe, mas allá de la órbita del derecho, comportamientos que sólo al individuo atañen y sobre los cuales cada persona es dueña de decidir.
3). Toma en consideración las consecuencias, frente a otros, de la conducta individual y por esa razón la hace objeto de regulación jurídica, v.gr.: la situación de desamparo en que puede quedar la familia del drogadicto; la privación a la comunidad de una persona potencialmente útil; el peligro que para los demás puede entrañar la conducta agresiva desatada por el consumo de las sustancias indicadas en la ley.
Entra la Corte a examinar las tres posibilidades hermenéuticas señaladas, empezando por la últimamente enunciada y tomando en cuenta las situaciones que, a modo de ejemplo, allí se indican, así:
PRIMERA POSIBILIDAD HERMENEUTICA.
1). Si se asume que es en consideración a las personas próximas al drogadicto, que se verán privadas de su presencia, de su afecto y, eventualmente de su apoyo económico, que la conducta punible se tipifica, habría que concluir que el tener seres queridos y obligaciones familiares qué cumplir, tendría que hacer parte de la conducta típica y, por ende, quienes no se encontraran dentro de esa situación no podrían ser justiciables por el delito en cuestión. Pero resulta que la norma prescinde de
todos esos condicionamientos y hace reos de la infracción a quienes se coloquen en su hipótesis, independientemente de que tengan o no familia y de que tengan o no vínculos obligacionales con alguien. En otros términos: un sindicado por esos delitos no podría, válidamente, argüir en su favor, para hacerse acreedor a la exención de responsabilidad, que es solo en la vida y a nadie está ligado por vínculos de sangre o de afecto.
Pero si se trata de alguien que sí se halla integrado a una comunidad familiar, y la sanción penal se ha revelado inepta para inhibir el consumo, el mantenimiento del castigo sólo serviría para añadir a la familia una nueva angustia, derivada de la sanción.
2). Si se argumenta, entonces, que es la comunidad toda, a la que inexorablemente ha de pertenecer, la que se va a ver privada de uno de sus miembros potencialmente útiles, habría que concluir que los ya marginados por otro tipo de comportamientos asociales, egoístas irredentos, misántropos irreductibles, podrían gastar su existencia en el consumo de sustancias nocivas y con ello la sociedad, antes que perder, ganaría, pues habría segregado, de modo natural, a un miembro indeseable. Y aún subsiste una duda: ¿por qué si es ese el motivo de la prohibición no se le conmina bajo pena el consumo del tabaco que, de acuerdo con investigaciones médicas confiables, y de amplia aceptación en el campo científico, es causa del cáncer de pulmón y del cáncer en general? y ¿por qué no se le prohibe la ingestión de sustancias grasas que aumentan el grado de colesterol y propician las enfermedades coronarias, acelerando así el proceso que conduce a la muerte?. Pero no. El sujeto en cuestión sería justiciable por la conducta que, desde esa perspectiva, resultaría socialmente provechosa. Luego, tampoco parece ser ésa la razón justificativa de la represión.
3). Pero finalmente, puede invocarse como motivo de la punición, el peligro potencial que para los otros implica la conducta agresiva desencadenada por el consumo de la droga. Sobre este punto, es preciso hacer varias consideraciones: la primera se refiere al trato abiertamente discriminatorio que la ley acuerda para los consumidores de las drogas que en ella se señalan y para los consumidores de otras sustancias de efectos similares, v.gr., el alcohol. Porque mientras el alcohol tiene la virtud de verter hacia el otro a quien lo consume, para bien o para mal, para amarlo o para destruirlo, el efecto de algunas de las sustancias que la ley 30 incluye en la categoría de "drogas", como la marihuana y el hachís, es esencialmente interior, intensificador de las experiencias íntimas, propias del ser monástico. Por eso ha podido decir Octavio Paz que el vino se halla vinculado al diálogo (la relación con el otro) desde sus comienzos: el simposio griego. La droga a los viajes interiores, más propios de la cultura oriental. Quien toma alcohol, se halla dentro de la más pura tradición occidental, mientras que el que se droga es un heterodoxo (tal vez sea por eso por lo que se le castiga).
¿No es acaso un hecho empíricamente verificable que la ingestión de alcohol, en un elevado número de personas, ocasiona el relajamiento de lazos inhibitorios y la consiguiente exteriorización de actitudes violentas reprimidas hasta entonces, y es factor eficiente en la comisión de un sinnúmero de delitos? ¿Por qué, entonces, el tratamiento abiertamente distinto, irritantemente discriminatorio, para el alcohólico (quien puede consumir sin medida ni límite) y para el drogadicto?.
Veamos si no, los datos suministrados por el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, Regional Nor-Occidente - Medellín, acerca de la incidencia del alcohol en las conductas delictivas no sólo desde el punto de vista de los sujetos activos, sino también del de las víctimas.
Dice dicho informe en su parte pertinente: "En la cifra bruta de mortalidad por causas violentas, al menos para la ciudad de Medellín, existe un factor que parece pudiera considerarse como riesgo, y es el de la ingestión de bebidas alcohólicas; para 1980 el 27% de las víctimas de muerte violenta tenía en su sangre cifras positivas para alcohol, para el año de 1990 ese porcentaje se había incrementado al 48.51% ".
Y luégo, a través de dos anexos, que se incluyen al final de este fallo, se ilustra gráficamente lo anterior y se establece, específicamente, una relación entre los delitos cometidos en estado de embriaguez y las conductas delictivas determinadas por la dependencia de drogas.
La segunda dice relación al hecho de que dentro de un sistema penal liberal y democrático, como el que tiene que desprenderse de una Constitución del mismo sello, debe estar proscrito el peligrosismo, tan caro al positivismo penal, hoy por ventura ausente de todos los pueblos civilizados. Porque a una persona no pueden castigarla por lo que posiblemente hará, sino por lo que efectivamente hace. A menos que el ser drogadicto se considere en sí mismo punible, así ese comportamiento no trascienda de la órbita más íntima del sujeto consumidor, lo que sin duda alguna es abusivo, por tratarse de una órbita precisamente sustraída al derecho y, a fortiori, vedada para un ordenamiento que encuentra en la libre determinación y en la dignidad de la persona (autónoma para elegir su propio destino) los pilares básicos de toda la superestructura jurídica.
Con razón ha dicho Thomas Szasz, crítico agudo de lo que pudiéramos llamar el totalitarismo psiquiátrico: "En una sociedad de hombres libres, cada uno debe ser responsable de sus actos y sancionado como tal. Si el drogadicto comete un crimen, debe ser castigado por ese crimen, no por ser drogadicto. Si el cleptómano roba, si el pirómano incendia, si el regicida asesina, todos deben caer bajo el peso de la ley y ser castigados." (Entrevista concedida a Guy Sorman, en "Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo", Seix Barral, 1992.).
SEGUNDA POSIBILIDAD HERMENEUTICA.
Pero descartada por arbitraria e inarmónica con nuestro estatuto básico la anterior vía interpretativa, (resulta violatoria de la libertad y de la igualdad) es preciso detenerse en la enunciada en segundo término, a saber: el Estado colombiano se asume dueño y señor de la vida y del destino de cada persona sujeta a su jurisdicción, y por eso le prescribe comportamientos que bajo una perspectiva menos absolutista quedarían librados a la decisión suya y no del Estado. Empero, también esta tentativa exegética debe ser desechada, pues la filosofía que informa la Carta Política del 91 es libertaria y democrática y no autoritaria y mucho menos totalitaria. Por tanto, si del texto de una norma pudiera desprenderse una conclusión a tono con una ideología de esa naturaleza, sería necesario, en una tarea de armonización sintáctica que incumbe al intérprete, extraer de ella un sentido que no rompa abruptamente el sistema sino que lo preserve. Porque la tarea del juez de constitucionalidad no consiste, ni puede consistir, en resignarse a que la norma básica es un tejido de retazos incongruentes, entre sí inconciliables, sino en eliminar contradicciones y hacerlo de modo razonable. Por ejemplo: si de una norma se sigue que el hombre es libre y, por tanto, dispone de un ámbito de autonomía compatible con el ámbito ajeno; y de otra, que no lo es, la alternativa no tiene escapatoria: optamos por darle relevancia a la primera ("pro favor libertatis") ratificando la sustancia ideológica de la Carta, o la distorsionamos, atribuyendo trascendencia derogatoria a un precepto de significación normativa vicaria. La opción que en esta sentencia se avala es, sin duda, la primera.
Pero si, moderando la perspectiva, asumimos que no se trata de un Estado omnímodo, con pretensiones de injerencia en las más íntimas decisiones del sujeto destinatario, sino de un Estado paternalista y protector de sus súbditos, que conoce mejor que éstos lo que conviene a sus propios intereses y hace entonces obligatorio lo que para una persona libre sería opcional, por esa vía benévola se llega al mismo resultado inadmisible: la negación de la libertad individual, en aquel ámbito que no interfiere con
la esfera de la libertad ajena.
Queda, entonces, como única interpretación plausible la que se enunció en primer término, a saber: que se trata tan sólo de la expresión de un deseo del constituyente, de mera eficacia simbólica, portador de un mensaje que el sujeto emisor juzga deseable, pues encuentra bueno que las personas cuiden de su salud, pero que no puede tener connotaciones normativas de orden jurídico en general, y muchísimo menos de carácter específicamente punitivo. Esto porque, tal como se anotó al comienzo, no es posible hablar de sujeto pretensor de este deber, sin desvirtuar la Carta Política actual y la filosofía liberal que la inspira, determinante de que sólo las conductas que interfieran con la órbita de la libertad y los intereses ajenos, pueden ser jurídicamente exigibles.
6.2.3.- El tratamiento médico como medida protectora del drogadicto, y la sanción penal.
Especial atención merece el literal c) del artículo 51 demandado, que prescribe: "El usuario o consumidor que, de acuerdo con dictamen médico legal, se encuentre en estado de drogadicción, así haya sido sorprendido por primera vez, será internado en establecimiento psiquiátrico o similar de carácter oficial o privado, por el término necesario para su recuperación. En este caso no se aplicará multa ni arresto".
"La autoridad correspondiente podrá confiar al drogadicto al cuidado de la familia o remitirlo, bajo la responsabilidad de ésta, a una clínica, hospital o casa de salud, para el tratamiento que corresponda, el cual se prolongará por el tiempo necesario para la recuperación de aquél, que deberá ser certificada por el médico tratante y por la respectiva Seccional de Medicina Legal. La famila del drogadicto deberá responder del cumplimiento de sus obligaciones, mediante caución que fijará el funcionario competente, teniendo en cuenta la capacidad económica de aquélla".
"El médico tratante informará periódicamente a la autoridad que haya conocido del caso sobre el estado de salud y rehabilitación del drogadicto. Si la familia faltare a las obligaciones que le corresponden, se le hará efectiva la caución y el internamiento del drogadicto tendrá que cumplirse forzosamente."
Tal disposición impone al drogadicto (condición que ha de establecerse mediante peritación médico-legal) el internamiento "en establecimiento de carácter psiquiátrico o similar" hasta que la recuperación se produzca. La pregunta que la norma suscita, es obvia: ¿se trata de una pena (retaliación por haber delinquido) que se destina al sujeto activo de un delito, o de una medida humanitaria en beneficio de un enfermo? Si lo primero, la norma es inconstitucional, conforme al análisis que antes se ha hecho, pues no se compadece con nuestro ordenamiento básico la tipificación, como delictiva, de una conducta que, en sí misma, sólo incumbe a quien la observa y, en consecuencia, está sustraída a la forma de control normativo que llamamos derecho y más aún a un sistema jurídico respetuoso de la libertad y de la dignidad humana, como sin duda, lo es el nuestro. ¿O se tratará, tal vez, de una medida humanitaria encaminada a restituir la salud a quien padece una grave enfermedad? No hay duda, para la Corte, de que también bajo esta perspectiva, la disposición es abiertamente inconstitucional, pues cada quien es libre de decidir si es o no el caso de recuperar su salud. Ni siquiera bajo la vigencia de la Constitución anterior, menos pródiga y celosa de la protección de los derechos fundamentales de la persona, se consideraba que el Estado fuera el dueño de la vida de cada uno y, en armonía con ella, el Decreto 100 de 1980 (Código Penal) no consideraba la tentativa de suicidio como conducta delictual; mucho menos podría hacerse ahora esa consideración. Si yo soy dueño de mi vida, a fortiori soy libre de cuidar o no de mi salud cuyo deterioro lleva a la muerte que, lícitamente, yo puedo infligirme.
Bajo el tratamiento de ciertas conductas que se juzgan desviadas, como enfermedades, se esconde el más feroz poder represivo, tanto más censurable cuanto más se presenta como una actitud paternal (casi amorosa) frente al disidente. La reclusión en establecimientos psiquiátricos o similares, ha sido desde hace mucho, un vitando mecanismo usado por los regímenes totalitarios para "curar" a los heterodoxos. Y las sociedades contemporáneas se han empeñado en tratar a los drogadictos como heterodoxos, pero heterodoxos enfermos a quienes hay que hacerles ver el mundo como lo ven los gobernantes. Sobre el punto anota Szasz, con su habitual agudeza: "El hecho de drogarse no es una enfermedad involuntaria, es una manera totalmente deliberada de afrontar la dificultad de vivir, la enfermedad de vivir. Pero como no sabemos curar la enfermedad de vivir, preferimos 'tratar' al drogadicto". ob cit.
Refiriéndose al mismo problema (el encubrimiento de la pena por el tratamiento) cuenta Lon L. Fuller en "The anatomy of the law" que algún curioso visitante de uno de esos famosos establecimientos donde se dice no sancionar sino tratar, al advertir que a uno de los pacientes lo sometían a una cruel tortura consistente en ponerle un chorro de agua a presión sobre la nariz, preguntó con inteligente candor: "¿Y a esto se le puede llamar 'hidroterapia'?".
Sobre el punto que venimos examinando, a saber, la obligación de un enfermo (o que es considerado como tal) de observar un tratamiento médico encaminado a la curación, existe un notable precedente en esta misma Corte. Es la sentencia No. T-493 de 1993 de la Sala Segunda de Revisión, que con ponencia del H. Magistrado Antonio Barrera, sentó una significativa doctrina, al denegar una tutela tendiente a imponer, a quien padecía de una enfermedad grave, la obligación de tratarse médicamente. En su aparte más relievante dice el mencionado fallo:
“Tanto los peticionarios de la tutela, como el fallo del Juzgado Promiscuo del Circuito de Ituango Antioquia, desconocen el mandato constitucional del artículo 16, que reconoce el derecho al libre desarrollo de la personalidad "sin más limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico", en cuanto coartan la libertad que posee María Libia Pérez Duque de decidir si se somete o no a un tratamiento médico y las modalidades del mismo, e interfieren indebidamente la potestad de autodeterminarse, conforme a su propio arbitrio dentro de los límites permitidos, en lo relativo a lo que a su juicio es más conveniente para preservar su salud y asegurar una especial calidad de vida".
En la norma citada hay implícita una discriminación inadmisible para el drogadicto que tiene recursos económicos y para el que carece de ellos, pues mientras el primero puede ir a una clínica privada a recibir un tratamiento con los especialistas que él mismo elija, el segundo se verá avocado a que se le conduzca a un establecimiento no elegido por él, con todas las connotaciones de una institución penitenciaria.
6.2.4.- La sanción (o tratamiento) por el consumo de droga y el libre desarrollo de la personalidad.
Para dilucidar "in toto" la constitucionalidad de las normas que hacen del consumo de droga conductas delictivas, es preciso relacionar éstas con una norma básica que, para este propósito, resulta decisiva. Es el artículo 16 de la Carta, que consagra el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Lo hace en los siguientes términos: "Todas las personas tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad sin más limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico".
La frase "sin más limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico", merece un examen reflexivo, especialmente en lo que hace relación a la expresión subrayada. Porque si cualquier limitación está convalidada por el solo hecho de estar incluida en el orden jurídico, el derecho consagrado en el artículo 16 Superior, se hace nugatorio. En otros términos: el legislador no puede válidamente establecer más limitaciones que aquéllas que estén en armonía con el espíritu de la Constitución.
Téngase en cuenta que en esa norma se consagra la libertad "in nuce", porque cualquier tipo de libertad se reduce finalmente a ella. Es el reconocimiento de la persona como autónoma en tanto que digna (artículo 1o. de la C.P.), es decir, un fin en sí misma y no un medio para un fin, con capacidad plena de decidir sobre sus propios actos y, ante todo, sobre su propio destino. La primera consecuencia que se deriva de la autonomía, consiste en que es la propia persona (y no nadie por ella) quien debe darle sentido a su existencia y, en armonía con él, un rumbo. Si a la persona se le reconoce esa autonomía, no puede limitársela sino en la medida en que entra en conflicto con la autonomía ajena. John Rawls en "A theory of justice" al sentar los fundamentos de una sociedad justa constituída por personas libres, formula, en primer lugar, el principio de libertad y lo hace en los siguientes términos: "Cada persona debe gozar de un ámbito de libertades tan amplio como sea posible, compartible con un ámbito igual de libertades de cada uno de los demás". Es decir: que es en función de la libertad de los demás y sólo de ella que se puede restringir mi libertad.
Lo anterior, desde luego, dentro de una concepción personalista de la sociedad, que postula al Estado como un instrumento al servicio del hombre y no el hombre al servicio del Estado para la realización de un fin más allá de la persona (transpersonalismo), como la victoria de la raza superior o el triunfo de la clase proletaria.
El considerar a la persona como autónoma tiene sus consecuencias inevitables e inexorables, y la primera y más importante de todas consiste en que los asuntos que sólo a la persona atañen, sólo por ella deben ser decididos. Decidir por ella es arrebatarle brutalmente su condición ética, reducirla a la condición de objeto, cosificarla, convertirla en medio para los fines que por fuera de ella se eligen.
Una vez que se ha optado por la libertad, no se la puede temer. En un hermoso libro "El miedo a la libertad" subraya Erich (1) Fromm como un signo del hombre moderno (a partir de la Reforma) el profundo temor del individuo a ejercer su propia libertad y a que los demás ejerzan las suyas. Es el pánico a asumirse como persona, a decidir y a hacerse cargo de sus propias decisiones, esto es, a ser responsable. Por eso se busca el amparo de la colectividad, en cualquiera de sus modalidades: del partido, si soy un militante político, porque las decisiones que allí se toman no son mías sino del partido; de la iglesia, si soy un creyente de secta, porque allí se me indica qué debo creer y se me libera entonces de esa enorme carga de decidirlo yo mismo; del gremio, porque detrás de la solidaridad gremial se escamotea mi responsabilidad personal, y así en todos los demás casos.
Cuando el Estado resuelve reconocer la autonomía de la persona, lo que ha decidido, ni más ni menos, es constatar el ámbito que le corresponde como sujeto ético: dejarla que decida sobre lo más radicalmente humano, sobre lo bueno y lo malo, sobre el sentido de su existencia. Si la persona resuelve, por ejemplo, dedicar su vida a la gratificación hedonista, no injerir en esa decisión mientras esa forma de vida, en concreto, no en abstracto, no se traduzca en daño para otro. Podemos no compartir ese ideal de vida, puede no compartirlo el gobernante, pero eso no lo hace ilegítimo. Son las consecuencias que se siguen de asumir la libertad como principio rector dentro de una sociedad que, por ese camino, se propone alcanzar la justicia.
Reconocer y garantizar el libre desarrollo de la personalidad, pero fijándole como límites el capricho del legislador, es un truco ilusorio para negar lo que se afirma. Equivale a esto: "Usted es libre para elegir, pero sólo para elegir lo bueno y qué es lo bueno, se lo dice el Estado".
Y no se diga que todo lo que el legislador hace lo hace en función del interés común, porque, al revés, el interés común resulta de observar rigurosamente las pautas básicas que se han establecido para la prosecución de una sociedad justa. En otros términos: que las personas sean libres y autónomas para elegir su forma de vida mientras ésta no interfiera con la autonomía de las otras, es parte vital del interés común en una sociedad personalista, como la que ha pretendido configurar la Carta Política que hoy nos rige.
Si el derecho al libre desarrollo de la personalidad tiene algún sentido dentro de nuestro sistema, es preciso concluir que, por las razones anotadas, las normas que hacen del consumo de droga un delito, son claramente inconstitucionales.
6.2.5.- Libertad, educación y droga.
Cabe entonces preguntar: ¿qué puede hacer el Estado, si encuentra indeseable el consumo de narcóticos y estupefacientes y juzga deseable evitarlo, sin vulnerar la libertad de las personas? Cree la Corte que la única vía adecuada y compatible con los principios que el propio Estado se ha comprometido a respetar y a promover, consiste en brindar al conglomerado que constituye su pueblo, las posibilidades de educarse. ¿Conduce dicha vía a la finalidad indicada? No necesariamente, ni es de eso de lo que se trata en primer término. Se trata de que cada persona elija su forma de vida responsablemente, y para lograr ese objetivo, es preciso remover el obstáculo mayor y definitivo: la ignorancia. Sin compartir completamente la doctrina socrática de que el único mal que aqueja a los hombres es la ignorancia, porque cuando conocemos la verdad conocemos el bien y cuando conocemos el bien no podemos menos que seguirlo, sí es preciso admitir que el conocimiento es un presupuesto esencial de la elección libre y si la elección, cualquiera que ella sea, tiene esa connotación, no hay alternativa distinta a respetarla, siempre que satisfaga las condiciones que a través de esta sentencia varias veces se han indicado, a saber: que no resulte atentatoria de la órbita de la libertad de los demás y que, por ende, si se juzga dañina, sólo afecte a quien libremente la toma.
Poco sirven las prédicas hueras contra el vicio. Tratándose de seres pensantes (y la educación ayuda a serlo) lo único digno y eficaz consiste en mostrar de modo honesto y riguroso la conexión causal existente entre los distintos modos de vida y sus inevitables consecuencias, sin manipular las conciencias. Porque del mismo modo que hay quienes se proclaman personeros de una cosmovisión, pero la contradicen en la práctica por ignorar las implicaciones que hay en ella, hay quienes optan por una forma de vida, ciegos a sus efectos.
El examen racional de las cosas no lleva fatalmente a que la voluntad opte por lo que se juzga mejor. Pero tiene una ventaja inapreciable: garantiza que la elección es libre y, generalmente, la libertad rinde buenos frutos. Al menos ése es el supuesto de una filosofía libertaria, como la que informa nuestro estatuto básico. Con toda razón ha escrito Richard Rorty (2): "El aglutinante social que mantiene unida a la sociedad liberal consiste en poco más que el consenso en cuanto a que lo esencial de la organización social estriba en dar a todos la posibilidad de crearse a sí mismos según sus capacidades".
Si, en una hipótesis meramente teórica -que la Corte no propicia ni juzga deseable- una sociedad de hombres educados y libres resuelve vivir narcotizada, nada ético hay que oponer a esa decisión. Pero si dichos supuestos se dan, es altamente probable que tal cosa no ocurra. La educación tiene por destinatario, idéntico sujeto que el derecho: el hombre libre. Los shocks eléctricos, los cortes quirúrgicos y los tratamientos químicos no educan, inducen conductas irresistibles y, en esa medida, niegan brutalmente la condición moral del hombre, que es lo único que nos distingue de los animales.
No puede, pues, un Estado respetuoso de la dignidad humana, de la autonomía personal y el libre desarrollo de la personalidad, escamotear su obligación irrenunciable de educar, y sustituir a ella la represión como forma de controlar el consumo de sustancias que se juzgan nocivas para la persona individualmente considerada y, eventualmente, para la comunidad a la que necesariamente se halla integrada.
7. UNIDAD NORMATIVA.
Conforme a lo anterior, resultan violatorias del Estatuto Básico, los artículos 51 y 87 de la ley 30 de 1986, este último por constituir unidad normativa con los acusados. No así el literal j) del artículo 2o., también demandado, por las razones que más adelante se expondrán, y que llevan a la Corte a considerarlo claramente ajustado a la Carta.
En efecto, para integrar la proposición normativa, es preciso hacer referencia al artículo 87 que, sin duda, merece comentario especial. Dicha norma establece:
“Las personas que, sin haber cometido ninguna de las infracciones descritas en este estatuto, estén afectadas por el consumo de drogas que producen dependencia, serán enviadas a los establecimientos señalados en los artículos 4 y 5 del Decreto
1136 de 1970, de acuerdo con el procedimiento señalado por este Decreto".
Que una persona que no ha cometido ninguna infracción penal -como lo establece el mismo artículo- sea obligada a recibir tratamiento médico contra una "enfermedad" de la que no quiere curarse, es abiertamente atentatorio de la libertad y de la autonomía consagradas en el artículo 16, como "libre desarrollo de la personalidad". Resulta pertinente, en este punto, remitir a las consideraciones hechas atrás acerca del internamiento en establecimiento psiquiátrico o similar, considerado, bien bajo la perspectiva del tratamiento médico, bien bajo la perspectiva de la pena. Si se adopta la primera, la norma resulta inconstitucional por violentar la voluntad del destinatario mediante la subrogación de su capacidad de decidir, por la decisión del juez o del médico. Cada quien es libre de elegir (dentro de nuestro ordenamiento) qué enfermedades se trata y si es o no el caso de recuperar la "salud", tal como se concibe de acuerdo con el criterio oficial.
Si se adopta la segunda, la evidencia de inconstitucionalidad es aún mayor, pues no sólo es inconcebible sino monstruoso y contrario a los más elementales principios de un derecho civilizado, que a una persona se le sancione sin haber infringido norma alguna, o se le compela a recibir un tratamiento médico que no desea. Ahora bien: la protección de los disminuidos "físicos, sensoriales y psíquicos" a que se refiere el artículo 47 de la Carta, hay que entenderla como una obligación del Estado frente a las personas que, hallándose en una de esas situaciones, la soliciten, creándose así una situación ventajosa para ellas, que tienen, entonces, la facultad de exigir dicha ayuda y no la obligación de soportar las decisiones que en contra de su autonomía resuelva tomar el Estado, el cual, se repite, dentro de nuestro ordenamiento, no puede asumirse como dueño de la voluntad y la vida de los destinatarios.
Acerca del "deber", establecido en el inciso último del artículo 49, se hicieron, en otro lugar las consideraciones pertinentes. A ellas se remite la Corte.
En síntesis: los preceptos de la Carta que resultan directamente violados por las disposiciones señaladas, son los siguientes: el artículo 1o. que alude al respeto a la dignidad humana como fundamento del Estado; el 2o. que obliga al mismo Estado a garantizar "la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución"; el 5o. que reconoce la primacía de los derechos inalienables de la persona, dentro de los cuales ocupa un lugar privilegiado el de la autonomía, como expresión inmediata de la libertad; el 16 que consagra expresamente el derecho anteriormente referido, y el 13 consagratorio del derecho a la igualdad, pues no se compadece con él, el tratamiento diferente a categorías de personas que deben
ser análogamente tratadas.
8.- EL LITERAL J) DEL ARTÍCULO 2O. DE LA LEY 30 DE 1986
En cuanto al literal j) del artículo 2o., también demandado, encuentra la Corte que se ajusta a la Norma Básica, pues constituye un ejercicio de la facultad legislativa inscrito dentro de la órbita precisa de su competencia. Porque determinar una dosis para consumo personal, implica fijar los límites de una actividad lícita (que sólo toca con la libertad del consumidor), con otra ilícita: el narcotráfico que, en función del lucro, estimula tendencias que se estiman socialmente indeseables.
En ese mismo orden de ideas puede el legislador válidamente, sin vulnerar el núcleo esencial de los derechos a la igualdad y a la libertad, desconocidos por las disposiciones que serán retiradas del ordenamiento, regular las circunstancias de lugar, de edad, de ejercicio temporal de actividades, y otras análogas, dentro de las cuales el consumo de droga resulte inadecuado o socialmente nocivo, como sucede en la actualidad con el alcohol y el tabaco. Es ésa, materia propia de las normas de policía. Otro tanto cabe predicar de quienes tienen a su cargo la dirección de actividades de instituciones, públicas o privadas, quienes derivan de esa calidad la competencia de dictar reglamentos internos que posibiliten la convivencia ordenada, dentro de los
ámbitos que les incumbe regir. Alude la Corte a los reglamentos laborales, disciplinarios, educativos, deportivos, etc.
Cabe reiterar, entonces, que no afecta este fallo las disposiciones de la ley 30 del 86, relativas al transporte, almacenamiento, producción, elaboración, distribución, venta y otras similares de estupefacientes, enunciadas en el mismo estatuto.
Finalmente, juzga la Corte conveniente observar que, conforme a la Convención de Viena de 1988, suscrita por Colombia y que, conjuntamente con la ley 67 del 93, fue revisada por esta Corporación, (sent. C-176/94.), dicho Instrumento Internacional establece la misma distinción mantenida en el presente fallo, entre consumo y narcotráfico, y que, con respecto al primero, deja en libertad de penalizarlo o no, a los Estados signatarios.
La declaración de inexequibilidad de los artículos 51 y 87 de la ley 30 de 1986, por las razones expuestas, impide que revivan normas de contenido similar, que fueron derogadas por la ley en cuestión.
En mérito de lo expuesto, la Corte Constitucional administrando justicia en nombre del Pueblo y por mandato de la Constitución Nacional,
R E S U E L V E :
PRIMERO: Declarar EXEQUIBLE el literal j) del artículo 2o. de la ley 30 de 1986.
SEGUNDO: Declarar INEXEQUIBLES los artículos 51 Y 87 de la ley 30 de 1986.
Cópiese, notifíquese, comuníquese a quien corresponda, publíquese, insértese en la Gaceta de la Corte Constitucional y archívese el expediente.
Salvamento de voto a la sentencia No. C-221 de 1994.
DERECHO AL LIBRE DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD-Límites (Salvamento de voto)
Interpretar, como lo ha hecho la mayoría, que el derecho al libre desarrollo de la personalidad implica la facultad ilimitada de cada quien de hacer o no hacer lo que le plazca con su vida, aún llegando a extremos de irracionalidad, -como atentar contra su propia integridad física o mental-, constituye un funesto error; pero peor aún resulta interpretar que tal derecho puede ejercerse aun en perjuicio de los demás. El libre desarrollo de la personalidad se basa, entonces, en el principio de una justa autonomía del hombre, como sujeto personal de sus actos. En virtud de la razón natural, que es expresión de sabiduría, la razón humana es la suprema ley del hombre.
DIGNIDAD HUMANA-Drogadicción (Salvamento de voto)
La dignidad humana exige pues el respeto y promoción incondicionales de la vida corporal; por tanto, la dignidad humana se opone a esa concepción que, en aras del placer inmediato, impide la realización personal, por anular de forma irreversible tanto el entendimiento como la voluntad, es decir, torna al hombre en esclavo del vicio, como ocurre en el caso patético de la droga. No es admisible ningún atentado contra ese valor personal del hombre que es su dignidad. Todo el orden jurídico, político y económico debe permitir que cada ciudadano preserve su dignidad, y en orden a la coherencia, debe garantizar la prevalencia de dicha dignidad, que siempre es de interés general. Quienes suscribimos este Salvamento no entendemos cómo puede considerarse que la autodestrucción del individuo, sin posibilidad de reprimir su conducta nociva y ni siquiera de rehabilitarlo, pueda tomarse como una forma de realizar el mandato constitucional de respeto a la dignidad humana, cuando es precisamente ésta la primera lesionada y, peor aún, aniquilada por el estado irracional al que se ve conducido irremisiblemente el consumidor de droga.
CONSUMO DE DROGAS/DESPENALIZACION DEL CONSUMO DE DROGAS (Salvamento de voto)
Se colige que el consumo de drogas no es un acto indiferente, sino lesivo contra el bien común y desconocedor del interés general. Ante esta clase de actos, la ley tiene que prohibir esa conducta, so pena de legalizar un desorden evidente en las relaciones humanas; desorden que imposibilita lograr los fines del Estado Social de Derecho, y que vulnera, en lo más hondo, la dignidad humana. Resulta contra la naturaleza de la ley, despenalizar una conducta lesiva per se. Es un derecho de la sociedad, y de los mismos enfermos, el que la ley no permita el consumo de sustancias que, como está plenamente demostrado, inexorable e irreversiblemente atentan contra la especie humana.
No hay ningún título jurídico válido que permita la destrucción de la humanidad. Resulta un contrasentido amparar la despenalización del consumo de drogas, así sea limitado a la llamada "dosis personal", en el argumento de la defensa de la dignidad humana, por cuanto precisamente es esa dignidad la que se ve gravemente lesionada bajo los efectos de la drogadicción.
GENERAL (Salvamento de voto)
En cuanto hace a la prevalencia del interés general, sobre el particular, principio preconizado en las distintas normas constitucionales (Arts. 2o., 58, 82), este principio resulta desconocido abiertamente por la Sentencia de la cual discrepamos, en cuanto ésta lo supedita a una concepción absolutista del derecho al libre desarrollo de la personalidad, haciendo prevalecer elementos tales como el irrefrenable deseo y la imperiosa necesidad del consumo en quien, bajo el único pretexto de su soberana voluntad, envenena su propio organismo y proyecta en la sociedad los negativos efectos de la perturbación mental que la sustancia le causa.
DERECHOS DE LA FAMILIA-Violación (Salvamento de voto)
Ningún sentido tiene, entonces, que mientras la Constitución busca proteger a la familia con tanto énfasis, pueda invocarse el libre desarrollo de la personalidad de uno de sus miembros como argumento que prevalezca sobre tales concepciones institucionales, dentro de un criterio individualista que resulta a todas luces extraño a una concepción contemporánea del derecho.
ALCOHOL-Consumo/TABACO-Consumo/DROGA-Consumo (Salvamento de voto)
No desconocemos, en manera alguna, los efectos nocivos que puede causar el alcohol ingerido en altas dosis para el organismo, ni el hecho de que éste ha sido causa de muchos actos de violencia interpersonal. Pero equiparar los daños que causa la droga, tanto para la propia persona como para el entorno social, con los que pueden causar el tabaco o el alcohol, es un exabrupto que no resiste ningún análisis ni científico ni estadístico. En cuanto al tabaco, es evidente que la nicotina en él contenida es un problema para la salud, el cual se ve agravado por el de la adicción. Sin embargo, la nicotina no es un intoxicante que se convierta en un riesgo para el comportamiento humano; tampoco es una fuente, inmaginaria o real, de grandes poderes internos o de intuiciones.
DOSIS PERSONAL/NARCOTRAFICO-Penalización (Salvamento de voto)
De la decisión mayoritaria se desprende una paradoja y una ambigüedad muy difíciles de entender: Por un lado se autoriza el consumo de la dosis personal, pero por otro se mantiene la penalización del narcotráfico. Es decir que se permite a los individuos consumir droga, pero se prohibe su producción, distribución y venta. Carece de toda lógica que la ley ampare al consumidor de un producto y, en cambio sancione a quien se lo suministre.
"La verdadera libertad no consiste en el derecho a escoger el mal, sino en el derecho a elegir sólo entre las sendas que conducen al bien". G. MAZZINI
"La verdadera libertad consiste en el dominio absoluto de sí mismo". MONTAIGNE
Los suscritos magistrados, JOSE GREGORIO HERNANDEZ GALINDO, HERNANDO HERRERA VERGARA, FABIO MORON DIAZ y VLADIMIRO NARANJO MESA salvan su voto en el asunto de la referencia, por no compartir la decisión de fondo de la Sala Plena de la Corte Constitucional del día cinco (5) de mayo de mil novecientos noventa y cuatro (1994), que declaró inexequibles los artículos 51 y 87 de la Ley 30 de 1986.
Las razones que mueven a los suscritos magistrados a apartarse de la decisión mayoritaria son, básicamente, de orden jurídico, por considerar que las normas declaradas inexequibles tenían pleno fundamento constitucional y, por ende, no contrariaban ninguno de los preceptos de la Carta Política. Adicionalmente, consideramos que dicha decisión no sólo contradice claros preceptos que informan el Estado Social de Derecho, sino que sus efectos pueden resultar altamente nocivos para bienes protegidos por la Carta como la salud física y mental de los colombianos, la pacífica convivencia ciudadana, o la integridad de la familia como núcleo fundamental de la sociedad, y contrarían la obligación que tiene toda persona de procurar el cuidado integral de su salud y la de su comunidad, el principio de solidaridad social, el de la prevalencia del interés general sobre el particular, y la obligación de respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios, entre otros preceptos constitucionales. A continuación nos permitimos explicar las razones que motivan nuestro disentimiento:
La Sentencia tiene una motivación que bien puede calificarse de ingenua, y anacrónica a la vez, pues sólo refleja la concepción del liberalismo individualista decimonónico, sostenedor del desueto "Estado gendarme" del Laissez faire-laissez passer, desconociendo en absoluto la evolución ideológica, política y económica experimentada por el liberalismo contemporáneo. Cabe señalar que dicha evolución se plasma en el concepto de Estado Social de Derecho, cuyo diseño en Colombia empezó en la Reforma Constitucional de 1936 y culminó en la Carta de 1991. Es éste un liberalismo que exalta las libertades y derechos, pero que admite limitaciones a éstos en aras del bien común y la intervención del Estado en la vida económica y social, buscando con su actividad el logro de un orden justo y la prevalencia del interés general sobre el individual.
1. El derecho al libre desarrollo de la personalidad no es un derecho absoluto
Una imprecisión sobre el sentido de la libertad -decía Locke- puede anular la libertad misma. Otro tanto se puede afirmar sobre el derecho al libre desarrollo de la personalidad, consagrado en nuestra Constitución, en buena hora, en su artículo 16. Interpretar, como lo ha hecho la mayoría, que este derecho implica la facultad ilimitada de cada quien de hacer o no hacer lo que le plazca con su vida, aún llegando a extremos de irracionalidad, -como atentar contra su propia integridad física o mental-, constituye un funesto error; pero peor aún resulta interpretar que tal derecho puede ejercerse aun en perjuicio de los demás. No podemos los suscritos magistrados compartir esta interpretación profundamente individualista y absolutista, a la vez, del artículo 16. Ella resulta, por lo demás, abiertamente contradictoria con reiterada jurisprudencia de esta Corte, en la que se reconoce que no existen, ni pueden existir, derechos ni libertades absolutos, y que todo derecho o libertad está limitado por los derechos y libertades de los demás y por el orden jurídico.
El caso del derecho al libre desarrollo de la personalidad no es una excepción. Sorprende que en la decisión mayoritaria se haya pasado por alto el hecho palmario de que el propio artículo 16 señala con toda claridad las limitaciones que tiene ese derecho: "las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico". En el caso concreto del drogadicto, objeto de las normas declaradas inexequibles, es evidente que éste con su conducta no sólo se está causando grave daño físico y mental a sí mismo, sino que con ella está afectando de manera grave su entorno familiar y, en todo caso, su entorno social. Es cierto que el drogadicto, en sí mismo, no puede considerarse como un delincuente, sino como un enfermo en cuyo auxilio el Estado y la sociedad tienen el deber de recurrir. Pero por la condición mental y psicológica a que su situación lo conduce, no es menos cierto que el drogadicto corre el riesgo, más que ningún otro adicto, de caer en la delincuencia, como lo demuestran de manera cada vez más alarmante todas las estadísticas en este campo. De ahí que no pueda reducirse de manera tan simplista el problema de la drogadicción a un asunto que sólo tiene que ver con el fuero interno o la intimidad de la persona, sino que, por el contrario, forzosamente afecta a todo el entorno social. En consecuencia, en aras de defender a todo trance la iniciativa individual, no se puede tolerar que se atropellen bienes fundamentales de los asociados reconocidos en nuestra Carta Política, como son los derechos a la la vida, a la paz, a la salud, a la seguridad, a la convivencia, al bienestar, etc.
Los filósofos clásicos -de todas las corrientes- coinciden en que no hay libertad contra el género humano, así como también en que toda libertad es responsable. De suerte que afirmar que hay libertad para el vicio, equivale a decir que el vicio, de una u otra forma, es un objeto jurídico protegido. Siendo que el vicio no puede considerarse como un bien, sino causa y origen de males, tal aserto resulta absurdo. La libertad, no puede ir contra la naturaleza humana, porque, en la esencia del hombre, como principio de operación, encuentra ella su razón de ser. La naturaleza humana es racional, y en tal virtud el hombre puede medir y regular sus actos y tendencias; por eso la libertad presupone el dominio de la persona sobre su ser. El tratadista español Millán Puelles analiza el tema de la posible -y confusa- disyuntiva entre naturaleza y libertad, que pretenden establecer algunos, así: "La naturaleza sigue idéntica, a lo largo del cambio. Es algo fijo, como principio de comportamiento. Mas no es lo mismo ser un principio fijo de comportamiento, que un principio de comportamiento fijo. En la confusión de estas dos cosas hay una buena clave para enjuiciar la crítica historicista a la noción aristotélica de naturaleza. Afirmar que ésta es un principio de comportamiento fijo no es todavía decir que tal comportamiento no pueda ser libre; ni hay aquí tampoco ninguna consecuencia necesaria. Se trata sólo de una determinación genérica, susceptible de inflexiones específicas, pero en la cual, no obstante, ya hay algo valioso para el asunto que nos ocupa: la concepción de la naturaleza como principio y fuente de operación y de conducta"1 .
Como vemos, la supuesta contradicción que algunos ven entre naturaleza y libertad, obedece a una confusión: creer que la naturaleza humana es un comportamiento fijo. Cuando se habla de naturaleza humana, no se señala con ello una pauta de conducta, sino un principio de operación. Ahora bien, ese principio es racional -tiende a la perfección y no a la destrucción- y en tal virtud, es libre. No hay, pues, antinomia alguna entre naturaleza y libertad, sino todo lo contrario: la libertad se fundamenta en la naturaleza perfectible del hombre. La libertad no puede ir contra el hombre, porque el ser humano es fin en sí mismo. Por ello resulta cuando menos impropio afirmar que, en aras de la libertad, el hombre se puede degenerar, lo que equivale a despersonalizarse. El derecho al libre desarrollo de la personalidad supone que el hombre, en el ejercicio libre de sus actos, aumente su autonomía, de suerte que sea dueño de sí, es decir, como persona y no lo contrario: que se anule como tal.
Emmanuel Kant advierte en torno a la finalidad del ser humano, que el libre albedrío no puede tener su esencia sino en la realización de los fines racionales del hombre. La finalidad de que habla el filósofo alemán es la finalidad de la naturaleza; dicha finalidad no es otra que el mismo hombre, ya que éste es "el único ser sobre la tierra que posee un entendimiento y, por tanto, una facultad de proponerse unos fines, por eso merece ciertamente el título de señor de la naturaleza, y si se considera a la naturaleza como a un sistema teleológico, es según su destino, el fin último de la naturaleza; pero es solamente de una manera condicional, es decir, a condición de que sepa y de que tenga la voluntad de establecer entre ella y él una relación final tal, que ésta sea independiente de la naturaleza y, bastándose a sí misma, pueda ser por consiguiente fin último" (2) .
Por lo demás, la interpretación errónea del derecho al libre desarrollo de la personalidad como un derecho absoluto que se consigna en la Sentencia, conduciría también a concluir que, en ejercicio de tal derecho, serían lícitas otras conductas que, aparentemente, pertenecen al fuero interno de la persona, como cuando una mujer consiente acabar con la vida de la criatura que está en su vientre, es decir, el aborto. Siendo ello así, la Sentencia está entonces en abierta contradicción con reciente jurisprudencia sentada por esta misma Corporación, que declaró exequible el artículo 343 del Decreto 100 de 1980, el cual penaliza el aborto (Sentencia C-133 de 17 de marzo de 1994, Magistrado ponente Dr. Antonio Barrera Carbonell).
2. La drogadicción atenta contra la dignidad humana
Resulta un contrasentido, por decir lo menos, que uno de los escasos argumentos de tipo jurídico que se menciona en la Sentencia para avalar la supuesta inconstitucionalidad de las normas consideras inexequibles, sea el de la dignidad humana.
La dignidad humana, que es un bien irrenunciable, está implícita en el fin que busca el hombre en su existencia. El ser humano es fin en sí mismo, ya que toda la finalidad terrena, de una u otra manera, está referida a su ideal de perfeccionamiento. Cada hombre, en el uso de su libertad, debe ser consciente de esto, pues sólo el hombre tiene la superioridad sobre los demás seres del universo. He ahí el por qué es fin en sí mismo; pero dicha finalidad no es absoluta, sino limitada, ya que el ser personal está ordenado a unos fines que vienen determinados por la naturaleza humana. El hombre no vive sólo para sí mismo, sino también para los demás.
¿Qué comporta la dignidad del ser humano? Comporta que el hombre es un ser ordenado a la perfección, como fin esencial. Acrecentar la dignidad humana es una exigencia de la propia esencia del hombre, que es perfectible. Apartarse de la dignidad lleva, ineludiblemente, a la degradación del hombre. De ahí la reiterada apelación de los tratadistas de derechos fundamentales a los fines racionales del hombre; y de ahí también que tales fines constituyan para la civilización los principios básicos de moralidad de los actos humanos. La perfección del hombre, la obtención de los fines, que lleva consigo la plenitudo essendi, constituye su deber ser fundamental, pues obtener tal perfección es exigencia de su ser personal. En tal sentido, el deber ser, además de ser un imperativo, implica el ascenso del hombre hacia la realización de sus fines racionales.
La persona humana está pues destinada a unos fines, y ello implica que bienes como la vida, la salud y la integridad física, psíquica y moral, están traspasados de finalidad y de trascendencia. La libertad se tiene para aumentar el señorío de la persona sobre el entorno, y no para degradar la personalidad. La libertad supone un imperativo ético inescindible y por ello contribuye a los fines supremos del hombre. Esto enlaza -dice Kant- con la ley natural. Tal ley no es tampoco un añadido meramente extrínseco al hombre; la ley racional que dirige las tendencias de éste hacia sus fines propios, es la regla y medida de los actos humanos. De ahí que lo fundamental que aparece respecto de la vida, de la integridad física, psíquica y moral, y de la salud, sea el deber de conservarlas. Pero a la vez, como el hombre -según se ha manifestado- es un ser de fines, y la libertad es un despliegue del ser personal, tal facultad se encauza a los fines del ser humano.
Estas consideraciones fueron las que movieron a John Locke, considerado como el padre del liberalismo filosófico, a proclamar que la libertad está ordenada a unos fines, y que no consiste en una potestad absoluta, y mucho menos en una disposición que atente contra el mismo hombre o contra sus semejantes. "La libertad del hombre en sociedad consiste -dice Locke- en no estar sometido a otro poder legislativo que el que se establece por consentimiento dentro del Estado". Locke refuta al filósofo subjetivista Robert Filmer, quien concebía la libertad como "la facultad que tienen todos de hacer lo que bien les parece, de vivir según les place, y de no encontrarse trabados por ninguna ley". "La libertad del hombre sometido a un poder civil, sostiene Locke, consiste en disponer de una regla fija para acomodar a ella su vida, que esa regla sea común a cuantos forman parte de la sociedad, y que haya sido dictada por el poder legislativo que en ella rige. Es decir, la facultad de seguir mi propia voluntad en todo aquello que no está determinado por esa regla". (3)
Del pensamiento de Locke se pueden sacar en claro varias conclusiones: en primer lugar, la distinción entre la libertad natural y la libertad civil. Aquella significa la autodeterminación del hombre, no sometido a ninguna potestad sobre la tierra, y no teniendo más límite que la ley natural; en la libertad civil el hombre sólo se somete a la ley, la cual, para ser válida, necesita del consentimiento común, en el que está, sin lugar a dudas, el propio juicio de quien consiente en someterse a la ley, para gozar así de la libertad en el seno de la sociedad. La ley, para Locke, no es una cortapisa a la libertad, sino una garantía social de la misma. Respetando el contenido de la ley, se aseguran las facultades individuales coordinadas hacia el bien común. El filósofo liberal, demuestra que la tesis de Filmer niega la esencia de la libertad, ya que ésta no consiste en hacer lo que nos plazca, porque tenemos el deber de encauzar nuestras facultades hacia el bien.
Pero además, Erich Fromm, ilustre sicoanalista contemporáneo -citado, por cierto, en la Sentencia aprobada por la mayoría-, también explica, desde otra perspectiva, cómo la libertad es perfeccionante, y censura el falso ideal de libertad que lleva consigo la facultad de destruirnos, individual o colectivamente. "Sabemos -dice Fromm- que la pobreza, la intimidación, el aislamiento, están dirigidos contra la vida: que todo lo que sirve a la libertad y desarrolle el valor y la fuerza para ser uno mismo es algo en favor de la vida. Lo que es bueno o malo para el hombre no constituye una cuestión metafísica, sino empírica, y puede ser resuelta analizando la naturaleza del hombre y el efecto que ciertas condiciones ejercen sobre él". (4) Vemos, pues, cómo el famoso científico coincide con los clásicos en el sentido de no reconocer una supuesta libertad que niegue los valores humanos.
Fromm explica: "El fenómeno del masoquismo nos muestra que las personas pueden sentirse impulsadas a experimentar el sufrimiento o la sumisión. No hay duda de que tanto éstos como el suicidio constituyen la antítesis de los objetivos positivos de la vida (...). Tal atracción hacia lo que es más perjudicial para la vida es el fenómeno que me parece con más derecho que todos los demás al nombre de perversión patológica. Muchos psicólogos han supuesto que la experiencia del placer y el rechazo del dolor representan el único principio legítimo que guía la acción humana: pero la psicología dinámica puede demostrar que la experiencia subjetiva del placer no constituye un criterio suficiente para valorar, en función de la felicidad humana, ciertas formas de conducta. Un ejemplo de esto es el fenómeno masoquista. Su análisis muestra que la sensación de placer puede ser el resultado de una perversión patológica, y también que representa una prueba tan poco decisiva con respecto al significado objetivo de la experiencia, como el gusto dulce de un veneno para su efecto sobre el organismo. Llegamos así a definir como ideal verdadero todo propósito que favorezca el desarrollo, la libertad y la felicidad del yo, considerándose, en cambio, ficticios aquellos fines compulsivos e irracionales que, si bien subjetivamente representan experiencias atrayentes, en realidad resultan perjudiciales para la vida". 5
En otras palabras, hay que pasar de la ilusión de libertad, que se basa en la subjetividad absoluta, a la vivencia real dentro de la libertad, que comporta un límite ético necesario para coordinar los distintos y legítimos intereses vitales, dentro de un margen de respeto, tolerancia y apoyo mutuo. Se trata de una proclamación de la singularidad de cada uno, sin entorpecer ni el desarrollo vital propio ni el de los demás.
El libre desarrollo de la personalidad debe pues consistir en un acto de racionalidad y no de barbarie. La actividad de la razón humana determina la expresión de la personalidad: la vida moral exige la creatividad propia de la persona, origen y causa de sus actos deliberados. La razón encuentra su fundamento en el orden a la perfección, al crecimiento ontológico de la persona: ésta es llamada a ser cada vez más. El libre desarrollo de la personalidad se basa, entonces, en el principio de una justa autonomía del hombre, como sujeto personal de sus actos. En virtud de la razón natural, que es expresión de sabiduría, la razón humana es la suprema ley del hombre. La razón no es otra cosa que la regla y medida de los actos humanos, de suerte que hace que el hombre sea libre, y en aras de la libertad, responsable. La autonomía de la razón práctica significa que el hombre en sí mismo posea la propia ley de prudencia para la praxis. La autonomía racional propia del hombre, por lo anterior, no implica el rechazo del orden moral, sino todo lo contrario: la compenetración de la plena racionalidad en los fines perfeccionantes a que está llamado el hombre. De ahí que, por medio de la libertad, el ser humano es un animal moral, como lo llamara Santo Tomás de Aquino, aludiendo al zoon politicón
aristotélico.
La dignidad humana exige pues el respeto y promoción incondicionales de la vida corporal; por tanto, la dignidad humana se opone a esa concepción que, en aras del placer inmediato, impide la realización personal, por anular de forma irreversible tanto el entendimiento como la voluntad, es decir, torna al hombre en esclavo del vicio, como ocurre en el caso patético de la droga. No puede afirmarse que el uso de la droga pueda ser algo opcional, porque no hay una indeterminación de los efectos, sino todo lo contrario: conduce a la privación de un bien -la salud, tanto física como mental- de manera a menudo irreversible y siempre progresiva. La producción de estupefacientes es, a todas luces, un crimen actual -y no potencial- contra la humanidad, y tolerar el consumo de la causa de un mal, es legitimar sus efectos nocivos. En otras palabras, es legalizar lo que es de por sí no legitimable.
Nuestro ordenamiento constitucional se funda en la dignidad de la persona. En efecto, el artículo 1o. de la Carta establece que "Colombia es un Estado Social de Derecho, organizado en forma de República Unitaria ... fundada en el respeto de la dignidad humana". Por esta razón no es admisible ningún atentado contra ese valor personal del hombre que es su dignidad. Todo el orden jurídico, político y económico debe permitir que cada ciudadano preserve su dignidad, y en orden a la coherencia, debe garantizar la prevalencia de dicha dignidad, que siempre es de interés general. La dignidad del hombre no permite que éste sea esclavizado, o que corra el peligro de caer bajo los efectos de la drogadicción, que es una forma de esclavitud. Por el contrario, el Estado y la sociedad tienen el deber de preservar al hombre en su dignidad, y de manera muy especial, de defender a la juventud de todo peligro moral y físico.
La dirección del hombre hacia el bien, sólo se logra mediante la libertad, entendida como la facultad de obrar con conciencia de las finalidades perfeccionantes a que está ordenada la naturaleza humana. Con frecuencia se confunde la libertad con el libertinaje, que es la distorsión de aquella, su caricatura. La libertad fomentada en forma depravada, conduce al libertinaje y no ennoblece al hombre, sino que le mengua su dignidad. La dignidad humana, requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, inducido por una convicción interna personal y no bajo la presión de una pasión o de un deseo desordenado, que en el fondo es una coacción. Por ello, abandonar a su suerte al enfermo de drogadicción, equivale a dejarlo sometido a la esclavitud que le ha creado su dependencia de la droga; abandonarlo a su aparente uso de la libertad, no es otra cosa que colocarlo al arbitrio de quienes manipulan y controlan el mercado infame de la droga, que, complacidos, verán cómo ya sus víctimas están autorizadas para seguir dependiendo de su mercado letal.
No se compadece, pues, con el concepto de dignidad humana ese enfoque radicalmente individualista y ciego, en cuya virtud se debe permitir la libre determinación de la persona, en lo que concierne al consumo de estupefacientes, así sea en dosis limitadas. No necesitamos demostrar los perniciosos efectos que causa la droga en la mente, en el cuerpo y en el espíritu del adicto, quien se convierte en un ser carente de todo dominio sobre sí mismo, extraviado y ajeno a todo concepto de comportamiento digno, gobernado únicamente por los impulsos irracionales que en él provoca la ingestión de las sustancias tóxicas.
Quienes suscribimos este Salvamento no entendemos cómo puede considerarse que la autodestrucción del individuo, sin posibilidad de reprimir su conducta nociva y ni siquiera de rehabilitarlo, pueda tomarse como una forma de realizar el mandato constitucional de respeto a la dignidad humana, cuando es precisamente ésta la primera lesionada y, peor aún, aniquilada por el estado irracional al que se ve conducido irremisiblemente el consumidor de droga.
El hombre logra hacer real su dignidad, cuando se encuentra liberado totalmente de la cautividad de las pasiones y puede libremente tender hacia sus fines vitales, sin coacción de circunstancias externas.
El argumento de la Sentencia se sostiene, como se ha señalado, en una errónea interpretación: como la voluntad humana apetece en ciertas ocasiones la droga, en aras del libre desarrollo de la personalidad, hay que permitir tal decisión, so pena de que el orden jurídico -que es externo- se involucre en la intimidad de cada cual. La sola fuerza sensitiva no es expresión de una voluntad consciente, de manera que el adicto a la droga, cuando la consume, no está ejercitando su libre voluntad, que siempre es racional, sino dejándose llevar por la fuerza sensitiva; es decir, no está ejerciendo su plena libertad.
La dignidad del hombre, pues, conduce a que éste ejerza su libre albedrío y no se deje determinar por la mera fuerza sensitiva. De no ser así, inútiles serían los racionamientos legales, las exhortaciones, los preceptos, las prohibiciones, los premios y los castigos. Para demostrarlo, hay que tener presente que hay seres que obran sin juicio previo alguno, como sucede con los seres carentes de razón. Otros obran con un juicio previo, pero no libre: los animales que obran con juicio instintivo, natural, pero no deliberativo. En cambio, el hombre obra con juicio, puesto que por su facultad cognoscitiva, juzga sobre lo que debe evitar o buscar. Como quiera que este juicio no proviene del instinto natural ante un caso concreto, sino de un análisis racional, se concluye que obra por un juicio libre. Cuando se trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias. Ahora bien, las acciones particulares son contingentes, y, por lo tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir diversas direcciones, sin estar determinado a una sola. Así pues, es necesario que el hombre tenga libre albedrío, por lo mismo que es racional. Pero cuando cae bajo la dependencia absoluta de la droga, no puede decirse que el hombre está autodeterminándose, sino que ha perdido su libre albedrío y está sometido a la fuerza sensitiva que le determina la necesidad de la droga de la cual depende. ¿Cuál libertad hay, pues, en el drogadicto? ¿Puede haber libertad contra la dignidad?
3. El consumo de la droga no puede considerarse como un acto indiferente
Como ya es tradición jurídica inobjetable, los actos de la ley pueden clasificarse en mandar, permitir, prohibir, y castigar, de acuerdo con la naturaleza de los actos humanos. Así, por ejemplo, la ley manda los actos humanos benéficos y necesarios para el bien común; v.gr. los actos de solidaridad. A su vez, la ley prohibe los actos nocivos contra el bien común; v.gr.: el homicidio, el secuestro, el narcotráfico. Los actos indiferentes, es decir, aquellos que tienen muy poco de bondad o maldad, son permitidos. Y la transgresión a la ley es castigada.
Ahora bien, de la decisión mayoritaria se colige que el consumo personal de estupefacientes, por ser un acto privado, es un acto indiferente para el derecho, aunque tenga repercusiones morales. Pero resulta que no todo acto privado es, de suyo, indiferente, porque puede trascender a la comunidad y afectar tanto el interés general como el bien común. La gravedad evidente -que por tanto, no requiere ser demostrada- del consumo de drogas, hace que sea apenas razonable juzgar que el consumo de tales tóxicos no sea indiferente. No puede ser indiferente para el Estado, ni para la sociedad civil, el que uno de sus miembros esté privándose de la salud de manera injustificada y con la complicidad de los asociados. El bienestar de cada uno de los asociados es de interés general. La Sentencia arguye que, en ese orden de ideas, se tendrían que prohibir las bebidas alcohólicas y el consumo de cigarrillos. La diferencia ya es bien conocida: con el consumo de cigarrillos o de bebidas alcohólicas existe la posibilidad de lesión, y así como no puede obligarse a lo imposible, tampoco puede limitarse a toda posibilidad, por indeterminación del objeto. El hecho posible es incierto. Pero ocurre que con el consumo de drogas alucinógenas, la circunstancia no es la mera posibilidad de lesión, sino la certeza de lesión y la probabilidad, en muy alto grado, de dependencia. Ya no hay un mero riesgo, sino un peligro grave e inminente de que el efecto nocivo se produzca.
Por todo lo anterior, se colige que el consumo de drogas no es un acto indiferente, sino lesivo contra el bien común y desconocedor del interés general. Ante esta clase de actos, la ley tiene que prohibir esa conducta, so pena de legalizar un desorden evidente en las relaciones humanas; desorden que imposibilita lograr los fines del Estado Social de Derecho, y que vulnera, en lo más hondo, la dignidad humana.
Resulta, pues, contra la naturaleza de la ley, despenalizar una conducta lesiva per se. Es un derecho de la sociedad, y de los mismos enfermos, el que la ley no permita el consumo de sustancias que, como está plenamente demostrado, inexorable e irreversiblemente atentan contra la especie humana. No hay ningún título jurídico válido que permita la destrucción de la humanidad. El sofisma que se trae a cuento, en la Sentencia, según el cual entonces deberían prohibirse todos los vicios, fue hace mucho resuelto por los juristas romanos y por los clásicos pandectistas, cuando demostraron cómo no todos los vicios humanos pueden ser erradicados por la ley; pero cuestión diferente es cuando se está en presencia de un vicio que obstruye directa, grave e inminentemente el bienestar individual y colectivo, caso en el cual la razón impele a prohibirlo por necesidad.
4. Las normas declaradas inexequibles tienen sólidos fundamentos constitucionales
Como lo afirmamos al comienzo de este Salvamento, las normas declaradas inexequibles tienen sólidos fundamentos constitucionales. Para empezar, en el Preámbulo de la Carta Política se señala entre los fines de ésta el de "asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, el conocimiento, la libertad y la paz dentro de un marco jurídico (...) que garantice un orden (...) social justo". Es claro, y no necesita de mayor demostración, que la vida, la convivencia, el trabajo y la paz, entre otros valores, se ven gravemente comprometidos por efectos de la drogadicción. No es compatible la coexistencia de un verdadero orden justo, con la destrucción paulatina de un sector de la población víctima del consumo de drogas, el cual por lo demás, mucho tememos se verá incentivado con la despenalización, así ésta se limite a la llamada "dosis personal".
A continuación señalaremos otros de los clarísimos fundamentos constitucionales que han sido desconocidos por la Sentencia al declarar la inexequibilidad de las normas objeto de la decisión:
4.1 Se fundamentan en el concepto de Estado Social de Derecho
El artículo 1o. define a Colombia como un Estado Social de Derecho, con todas las implicaciones que ello tiene, particularmente en cuanto hace a la efectividad del principio de la prevalencia del interés general, que también consagra este artículo. Pero, además, señala él qe la República de Colombia está "fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran". En cuanto hace a la dignidad humana, como se ha demostrado de modo incontrovertible en el presente Salvamento, ésta se desconoce de manera flagrante al permitirse el consumo de drogas sicotrópicas y alucinógenas, bajo cuyos efectos el individuo atenta contra su propia dignidad como persona, al reducirse a la categoría de un ente que actúa sin responsabilidad y sin conciencia, cayendo en los más abyectos estados de relajamiento moral y ético, en conductas irracionales y, con lamentable frecuencia, en conductas delictivas. Resulta un contrasentido amparar la despenalización del consumo de drogas, así sea limitado a la llamada "dosis personal", en el argumento de la defensa de la dignidad humana, por cuanto precisamente es esa dignidad la que se ve gravemente lesionada bajo los efectos de la drogadicción. Por otra parte, tampoco resulta difícil demostrar cómo el trabajo se ve gravemente afectado por el flagelo de la drogadicción, y cómo quienes son sus víctimas ven sensiblemente reducidas su capacidad laboral y productiva. Las estadísticas demuestran claramente cómo, en muy alto porcentaje, quienes caen en la drogadicción, al disminuir su capacidad laboral, terminan engrosando las filas de desempleo, la vagancia y la mendicidad.
4.2 Se fundamentan en los fines esenciales del Estado
El artículo 2o. señala los fines esenciales del Estado. Entre ellos aparecen los de "servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución, así como los de asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo". No puede ser compatible la coexistencia de un verdadero orden justo, ni la prosperidad general, ni la convivencia pacífica, con la destrucción paulatina de sectores cada vez más grandes de la población, particularmente de la juventud, por obra del consumo de drogas alucinógenas.
Menos aún puede ser compatible con la coexistencia de un orden justo ni con la convivencia pacífica, el hecho de que al despenalizar el consumo de drogas sicotrópicas y alucinógenas se incentive, por otro lado, la producción y tráfico de éstas, fortaleciendo así a los carteles de la droga, que desde hace largos años se han convertido en los peores enemigos de la sociedad colombiana e internacional, a través no sólo de este tráfico nefando, sino de sus acciones criminales que, en forma tan grave e irreparable, han atentado y atentan contra los derechos fundamentales, contra la convivencia pacífica y contra el orden legal.
El mismo artículo 2o. establece que "las autoridades de la República están instituídas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares". (Subrayados nuestros). Es claro que las normas declaradas inexequibles constituían un desarrollo de esta disposición, sobre todo lo que hace a la protección a la vida y al aseguramiento de los deberes sociales de los particulares, disposición esta última que se enmarca también dentro del concepto de Estado Social de Derecho.
4.3 Se fundamentan en el deber del Estado y de la sociedad de velar por la salud de los asociados
De manera nítida y reiterativa la Constitución busca asegurar la protección de las salud física y mental de los asociados. El artículo 13 establece que "el Estado protegerá especialmente a aquellas personas que por su condición ... física o mental se encuentren en circunstancias de debilidad manifiesta". Es evidente que el drogadicto debe ser objeto de esta especial protección, por su condición física y mental y por la circunstancia de debilidad manifiesta a que su dependencia de las drogas alucinógenas lo reduce.
Por otro lado, el artículo 47 de la Carta Política dispone: "El Estado adelantará una política de previsión, rehabilitación e integración social para los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a quienes se prestará la atención especializada que requieran".
En las dos normas declaradas inexequibles se preveían mecanismos para la rehabilitación e integración social de los drogadictos, a quienes debe tratarse, como es apenas lógico, como disminuidos físicos, sensoriales y síquicos, y a quienes, por tanto, debe prestarse la atención especializada que necesitan, a través de establecimientos siquiátricos o similares de carácter oficial o privado, por el término necesario para su recuperación, tal como disponía el artículo 51 de la Ley 30 de 1986. Más aún, este artículo establecía que: "La autoridad correspondiente podrá confiar al drogadicto al cuidado de la familia o remitirlo, bajo la responsabilida de ésta, a una clínica, hospital o casa de salud, para el tratamiento que corresponda, el cual se prolongará por el tiempo necesario para la recuperación de aquel".
El artículo 49, por su parte, consagra que "la atención de la salud y el saneamiento ambiental son servicios públicos a cargo del Estado", y que "se garantiza a todas las personas el acceso a los servicios de promoción, protección y recuperación de la salud". Y en su inciso final, este mismo artículo es perentorio:
"Toda persona tiene el deber de procurar el cuidado integral de su salud y la de su comunidad". (Subrayado nuestro).
No se limita pues esta disposición a garantizar a todas las personas el acceso a los servicios de promoción, protección y recuperación de la salud, sino que impone a cada uno el deber de procurar el cuidado integral no sólo de su salud sino la de su comunidad. Así, se desprende que dentro de un Estado Social de Derecho, el problema de la salud individual no es un problema al cual el Estado pueda ser ajeno, sino que interesa a éste y en general a toda la comunidad.
Como si ello fuera poco, el artículo 366 establece que "el bienestar general y el mejoramiento de la calidad de vida de la población son finalidades sociales del Estado" y que "será objetivo fundamental de su actividad la solución de las necesidades básicas insatisfechas de salud, etc. ...". Así, tanto el bienestar general como el mejoramiento de la calidad de vida, que tan seriamente se ven afectados por la drogadicción, se consagran como finalidades sociales del Estado; y como objetivo fundamental de su actividad, aparece en primer término la solución de las necesidades insatisfechas de salud, solución que se busca, entre otros mecanismos, a través de los previstos en las normas declaradas inexequibles.
Como puede apreciarse, la Constitución Política consagra el deber del cuidado de la salud, tanto en cabeza de los asociados, individualmente considerados, como del Estado mismo. Ninguno de los enunciados propósitos constitucionales puede cristalizarse, si se considera contraria a la Carta Política una norma legal que obliga al Estado a prestar atención especializada a quien padece notorias y graves afecciones ocasionadas por su situación de drogadicto.
Pero, además, en el mismo campo de la solidaridad como criterio orientador en la interpretación de la Carta, debe decirse que permitir a las personas portar y consumir libremente determinada dosis de droga representa la negación de aquel. Las consecuencias que se derivan del consumo de alucinógenos, tanto para quien los usa como para el núcleo social en cuyo medio se desenvuelve, resultan desastrosas.
4.4 Se fundamentan en la prevalencia del interés general sobre el particular y en el catálogo de deberes de las personas
En cuanto hace a la prevalencia del interés general, sobre el particular, principio preconizado en las distintas normas constitucionales (Arts. 2o., 58, 82), este principio resulta desconocido abiertamente por la Sentencia de la cual discrepamos, en cuanto ésta lo supedita a una concepción absolutista del derecho al libre desarrollo de la personalidad, haciendo prevalecer elementos tales como el irrefrenable deseo y la imperiosa necesidad del consumo en quien, bajo el único pretexto de su soberana voluntad, envenena su propio organismo y proyecta en la sociedad los negativos efectos de la perturbación mental que la sustancia le causa. La colectividad, por su parte, queda inerme, pues a partir de la interpretación que se ha impuesto, no contará siquiera con el amparo de la ley para reprimir el uso de la droga, ni para actuar sobre el drogadicto con miras a su recuperación. Los elementos de defensa social han sido excluídos así del ordenamiento jurídico.
Nos negamos a aceptar que esto pueda ser así a la luz de la Constitución. Como ya lo hemos resaltado, su mismo artículo 16, invocado por la mayoría como norma quebrantada, impone al libre desarrollo de la personalidad, como limitaciones, los derechos de los demás y el orden jurídico, auténticas expresiones del interés general.
Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que al tenor del artículo 95 de la Carta, el primer deber de toda persona consiste en respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios (art. 95, num. 1). A renglón seguido, así mismo, dicho artículo consagra también como deberes de la persona y del ciudadano el de "obrar conforme al principio de solidaridad social, respondiendo con acciones humanitarias ante situaciones que pongan en peligro la vida o la salud de las personas". (art. 95, num. 2). A la vez, el ya citado artículo 49, inciso final, impone a toda persona " el deber de procurar el cuidado integral de su salud y la de su comunidad".
4.5 Se fundamentan en los derechos de la familia, los niños y los adolescentes
El artículo 5o. de la Constitución reconoce y ampara a la familia como institución básica de la sociedad y el 42 la define como núcleo fundamental de la misma.
Es la familia la primera que padece, y no de cualquier manera, los efectos negativos que propicia el consumo de drogas por parte de cualquiera de sus miembros. La drogadicción destruye la unidad familiar, hace perder el respeto entre sus miembros, genera violencia, implica pérdida del autocontrol por parte de quien la usa, elimina todo valor y hace desaparecer en la persona cualquier concepción edificante. Muy grave es el daño que causa el padre drogadicto: su estado provoca la ruptura de los lazos afectivos, genera la desintegración entre los cónyuges y ocasiona, en razón de la despersonalización de la víctima, un resquebrajamiento de su autoridad y la absoluta imposibilidad de educar a los hijos, sin contar con la ruina moral y material que se produce, de manera casi inevitable, en el seno de la institución familiar, si persisten las causas del mal. El afectado pierde todo sentido de responsabilidad y de juicio.
Por su parte, el hijo perturbado por la ingestión de alucinógenos desconoce la autoridad de sus padres, se constituye en un mal ejemplo para sus hermanos, socava las bases de comprensión y respeto que inspira el hogar y se convierte en permanente amenaza de zozobra para quienes integran la familia.
Frente a tan delicadas consecuencias, alguna respuesta debe hallarse, y se halla en la Constitución Política. El Estado y la sociedad, según su artículo 42 "garantizan la protección integral de la familia". Ella debe comprender tanto el aspecto material como el moral y la armonía familiar, indispensables para su subsistencia y necesarios para la convivencia pacífica dentro del entorno social.
La misma norma declara que la dignidad de la familia es inviolable y establece que las relaciones familiares se basan en el respeto recíproco entre todos sus integrantes. Una y otra resultan gravemente afectadas cuando la droga irrumpe en el seno del hogar.
El artículo 42 reprime, además, "toda forma de violencia" en la familia, porque la considera "destructiva de su armonía y unidad", razón por la cual estatuye que será sancionada conforme a la ley.
Ningún sentido tiene, entonces, que mientras la Constitución busca proteger a la familia con tanto énfasis, pueda invocarse el libre desarrollo de la personalidad de uno de sus miembros como argumento que prevalezca sobre tales concepciones institucionales, dentro de un criterio individualista que resulta a todas luces extraño a una concepción contemporánea del derecho.
Al considerar los graves efectos que tiene el consumo de la droga en el seno de la familia, causando su destrucción y lesionando gravemente a quienes son miembros de ella, no podemos dejar de referirnos a los derechos de los niños y de los adolescentes, plasmados en los artículos 44 y 45 de la Constitución.
En cuanto a los niños alude, la Carta Política ha incluido entre sus derechos fundamentales el de "tener una familia", así como el derecho "al cuidado y al amor", elementos todos éstos que desaparecen cuando la dependencia de los estupefacientes afecta a los padres y a los hermanos mayores.
También señala el precepto, que los niños "serán protegidos contra toda forma de abandono y de violencia física o moral". A nuestro juicio, es claro que los menores son las primeras víctimas del consumo de alucinógenos por parte de sus progenitores, pues no es menester demostrar que si el responsable de la familia o uno de sus miembros es adicto, el niño es abandonado a su suerte, y es casi seguro que sea víctima de violencia física y, en todo caso, moral por parte de aquel.
Por lo que hace al adolescente, el artículo 45 de la Constitución declara que éste "tiene derecho a la protección y a la formación integral". Es decir, cuando el legislador -como en el caso de las normas acusadas- estatuye formas concretas en el campo de la recuperación del joven que ha caído en la dependencia de la droga, no hace cosa diferente de desarrollar el mandato constitucional. Mucho más en un Estado Social de Derecho como el que proclama el artículo 1o. de la Constitución, con el cual no sería compatible la defensa de unos órganos estatales ajenos al compromiso de asistir al adolescente, cuyo estado de postración física y moral demanda la presencia eficiente de quienes tienen a su cargo el cuidado de la comunidad.
4.6 Se fundamentan en la Convención de Viena suscrita por Colombia
Dice el artículo 93 de la Constitución, que los derechos y deberes consagrados en ella "se interpretarán de conformidad con los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Colombia". En la materia de que se trata, tiene excepcional importancia la Convención de las Naciones Unidas contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas, suscrita en Viena el 20 de diciembre de 1988 y aprobada por la Ley 67 de 1993, hallada exequible por esta Corte (Fallo C-176 del 12 de abril de 1994, magistrado ponente Dr. Alejandro Martínez Caballero).
Allí se afirma que las partes llegan a adoptar los acuerdos que componen la Convención "profundamente preocupadas por la magnitud y la tendencia creciente de la producción, la demanda y el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas, que representan una grave amenaza para la salud y el bienestar de los seres humanos y menoscaban las bases económicas, culturales y políticas de la sociedad". (Subrayamos).
Según el artículo 3o. de la Convención, cada una de las partes adoptará las medidas que sean necesarias para tipificar en su derecho interno delitos relativos a la fabricación, la oferta, el transporte y el tráfico de estupefacientes y sustancias sicotrópicas.
Dice el literal 2) de dicho artículo que, a reserva de sus principios constitucionales y a los conceptos fundamentales de su ordenamiento jurídico, cada una de las partes adoptará las medidas que sean necesarias para tipificar como delitos penales la posesión, la adquisición o el cultivo de estupefacientes o sustancias sicotrópicas para el consumo personal. Es decir, que a la luz de la Convención de Viena, cada Estado podrá, a su juicio, establecer en su legislación si penaliza o no la llamada dosis personal. No otra cosa fue lo que hizo el legislador colombiano mediante la Ley 30 de 1986 en los artículos declarados inexequibles.
5. La penalización de la tenencia de estupefacientes para consumo personal
La cuestión de si la tenencia de estupefacientes para consumo personal debe ser o no objeto de sanción legal, ha sido ampliamente discutida, tanto en los países donde se ha llegado a la despenalización, como en los que aún se mantiene, que son la inmensa mayoría. Respecto de aquellos, resulta oportuno señalar cómo la permisividad ha producido funestas consecuencias como ha ocurrido en España, en Inglaterra -donde la medida ha sido reconsiderada-, o en la misma Holanda, precursora en este campo, y cómo, en general, en estos países la permisividad se limita a las drogas menos dañinas, como la marihuana o el hachís en pequeñas dosis, pero se ha mantenido la prohibición para las llamadas drogas "duras". En todo caso, la despenalización ha tenido, en general, efectos contraproducentes. Así se registra en un estudio sobre la materia:
“Hay dos antecedentes importantes que muestran el fracaso de la legalización: Inglaterra tomó medidas en los años 60 y 70 para que los adictos pudieran recibir heroína legalmente en las farmacias; el resultado fue un aumento del 100% en el número de adictos y un aumento del 300% en el tráfico ilegal. Alaska emitió una ley que aumentó la dosis personal de marihuana a 4 onzas (unos 140 gramos) y el resultado es que el uso de la marihuana entre los niños de 11 a 14 años se hizo casi tres veces mayor allí que en el resto de los Estados Unidos. Esta medida fue derogada recientemente". 6
Cabe anotar, por lo demás, que se trata, en estos casos, de países que no son productores ni exportadores de droga; distinto es el caso de Colombia, donde a los altos índices de consumo se agrega el hecho desgraciado de que es uno de los principales productores y exportadores a nivel mundial, con las implicaciones que ello puede acarrear.
Sobre el tema de la penalización del consumo personal, consideramos pertinente transcribir el muy autorizado concepto del jurista Carlos Santiago Nino, en su obra "Etica y derechos humanos":
"Al discutir este tema me parece relevante partir de la base de que la adicción, por lo menos a algunas drogas, puede efectivamente degradar la calidad de vida de un individuo al deteriorar varias de sus capacidades afectivas, intelectuales, laborales, etc.
"Asimismo, ninguna discusión responsable de este tema puede dejar de tomar en cuenta los argumentos fácticos que han alegado legisladores y jueces para justificar la represión de la tenencia de estupefacientes para consumo personal.
"Es indudablemente cierto, en primer lugar, que el consumo habitual de, por lo menos, muchas de las sustancias calificadas como estupefacientes acarrea serios trastornos físicos e incluso, eventualmente, la muerte de quien incurre en él. También es incuestionable que ese hábito pueda dar lugar a graves perturbaciones psíquicas, sea por efecto directo de la droga o por efecto de la combinación entre la creciente dependencia de ésta y al dificultad para satisfacer la necesidad que esa dependencia genera.
“Tampoco puede dudarse que el consumo de estupefacientes por parte de ciertos individuos tiene consecuencias extremadamente perniciosas para la sociedad en conjunto. En primer lugar, como se ha dicho muchas veces, el círculo inicial de drogadictos tiende naturalmente a expandirse, como en el caso de una enfermedad comunicable. L.G. Hunt ha formulado la hipótesis de que la drogadicción presenta las características de una verdadera epidemia, puesto que cada adicto introduce a otros en el vicio, los que, a su vez, introducen a otros, extendiéndose la adicción en forma contagiosa. En segundo término, el consumo de drogas aparece asociado con la comisión de algunos delitos, principalmente delitos contra la propiedad.
"También el consumo de drogas se presenta vinculado a situaciones de desempleo, aunque aquí se debe ser cauteloso al establecer la dirección de la relación causal.
"En la apreciación de los efectos sociales nocivos del consumo de drogas se debe también tomar en cuenta la incidencia que la prohibición misma del tráfico de estupefacientes tiene en la generación de tales efectos. Por ejemplo, es indudable que el consumo de estupefacientes alimenta un tipo de delincuencia organizada con ramificaciones internacionales, que está asociada con hechos de violencia, corrupción y una amplia gama de otras actividades ilícitas; este tipo de delincuencia aprovecha la oportunidad para explotar cualquier actividad lucrativa que esté legalmente proscripta en cierto ámbito, como fue el caso de la fabricación y venta de bebidas alcohólicas en los Estados Unidos de los años 20, y lo es ahora en relación al juego clandestino, la prostitución, el tráfico de armas, etcétera.
"Es posible que la percepción de los daños individuales y sociales que el consumo de estupefacientes genera no sea la única razón por la cual él es valorado negativamente por la moralidad media. Aun frente a un caso hipotético en que, por las características de la droga consumida o por las condiciones en que se la consume, estuviéramos relativamente seguros de que el drogadicto no está expuesto a daños físicos serios o a perturbaciones psíquicas desagradables para él, y que su adicción no tiene consecuencias nocivas para otra gente o para la sociedad en conjunto, de cualquier modo su hábito de consumir drogas sería considerado disvalioso y reprochable por la opinión moral prevaleciente en el medio social. Se juzga a la drogadicción, independientemente de sus efectos nocivos, como un hábito degradante que manifiesta un crácter moral defectuoso. No es fácil articular la justificación de esta reacción moral, pero ella está posiblemente asociada a un ideal de excelencia personal que forma parte de nuestra cultura occidental, y que exalta, por un lado, la preservación de nuestra capacidad de adoptar y llevar a cabo decisiones, en contraste con una autoinhibición en tal sentido, y que enaltece, por otro lado, la adquisición de experiencias "reales" a través de nuestras propias acciones, en contraste con el goce de experiencias "artificiales" que no se corresponden con nuestra actuación en el mundo. Robert Nozick hace explícitos algunos de los aspectos de este ideal de excelencia humana al mostrar lo insatisfactorio que nos resultaría la alternativa imaginaria de pasar toda nuestra vida conectados a una fantástica máquina de experiencias que pudiéramos programas a voluntad de tanto en tanto, proveyéndonos la sensación de vivir la vida que consideramos más satisfactoria. Preferimos tener una vida menos agradable pero que sea "nuestra" vida, o sea el resultado de nuestra actuación y contacto con la realidad. Los estupefacientes pueden ser vistos como un sustituto rudimentario de esa "máquina de experiencias". 7
6. ¿Es tan nociva la droga como el alcohol y el tabaco y por ende debe dárseles a éstos el mismo tratamiento?
La Sentencia pretende equiparar los efectos del consumo de la droga con el del alcohol. Llega inclusive a preguntar con alarma: "¿Por qué entonces, el tratamiento abiertamente distinto, irritantemente discriminatorio, para el alcohólico y para el drogadicto?". Y, aunque no lo dice claramente, sugiere que al penalizarse el consumo de droga y no el del alcohol, se está desconociendo el derecho a la igualdad. Pretende demostrar su aserto con unos datos, según los cuales, en la ciudad de Medellín ha aumentado en la última década el porcentaje de víctimas de muerte violenta que tenían en su sangre "cifras positivas de alcohol" (A propósito cabría preguntar ¿bajo efectos de qué sustancias se encontraban sus victimarios?). No desconocemos, en manera alguna, los efectos nocivos que puede causar el alcohol ingerido en altas dosis para el organismo, ni el hecho de que éste ha sido causa de muchos actos de violencia interpersonal. Pero equiparar los daños que causa la droga, tanto para la propia persona como para el entorno social, con los que pueden causar el tabaco o el alcohol, es un exabrupto que no resiste ningún análisis ni científico ni estadístico.
En cuanto al tabaco, es evidente que la nicotina en él contenida es un problema para la salud, el cual se ve agravado por el de la adicción. Sin embargo, la nicotina no es un intoxicante que se convierta en un riesgo para el comportamiento humano; tampoco es una fuente, inmaginaria o real, de grandes poderes internos o de intuiciones. Nadie comete un crimen inducido por una dosis de nicotina. De igual forma, nadie se presenta al trabajo con signos de incapacidad para laborar, o acude a la escuela con problemas de aprendizaje, por culpa del tabaco. Mientras que los consumidores de drogas son calificados socialmente como adictos, al fumador de tabaco jamás se le asigna tal calificativo social.
En cuanto al alcoholismo, no se necesita ir demasiado lejos para comprobar que son inmensamente más graves los daños que causa la drogadicción a la propia persona y al entorno social, que los que puede causar aquél. Que se sepa, un alcohólico no suele atracar ni asesinar para obtener el dinero para pagarse un trago, cosa que, por el contrario, sucede cotidianamente con el drogadicto, aquí y en todas partes del mundo. Que se sepa, tampoco los alcohólicos son protagonistas de masacres y
genocidios; en cambio está plenamente probado que, en muchos casos, los sicarios que cometen tales crímenes lo hacen bajo efectos de alucinógenos. Tampoco se requiere de amplios conocimientos médicos para saber que uno de los efectos principales del alcohol consiste en un relajamiento de las funciones motrices y la somnolencia, lo cual le impide actuar con agilidad, cosa que no ocurre con la droga que, por el contrario, en la mayoría de los casos obra como excitante del sistema nervioso. Que en Colombia el alcohol haya sido causa de violencia es, como lo decimos, indiscutible. Pero que la droga lo ha sido en proporciones inmensamente mayores también lo es. No es una simple coincidencia el hecho de que el alarmante aumento de los índices de criminalidad en nuestro país en las últimas décadas, haya ido parejo con el del consumo de drogas, sin contar con la que ha generado el tráfico de la misma. El aumento de la delincuencia común entre nosotros está, pues, indisoluble e indiscutiblemente asociado al del tráfico y consumo de drogas.
En cuanto al riesgo de adicción por consumo, las estadísticas demuestran cómo mientras el del alcohol es del 10% de los consumidores regulares, el de la cocaína supera el 80% y el del basuco, o "crack", o el de la heroína, por ejemplo, virtualmente alcanzan un 100%. En lo que se refiere al poder de alteración mental, mientras la nicotina ocasiona únicamente alteraciones afectivas y el alcohol consumido en grandes cantidades, puede llegar a tener efectos de alteración mental, en cambio, la cocaína aun siendo utilizada en pequeñas dosis, tiene los más altos riesgos de producir alteración mental. Frente al argumento de que el consumo de marihuana no es peor en sus efectos que el del alcohol o la nicotina, un informe de Naciones Unidas señala lo siguiente:
"A diferencia del alcohol, que por lo general abandona el organismo antes de 24 horas en virtud de su carácter hidrosoluble, la marihuana es liposoluble, lo que significa que los productos químicos psicoactivos se fijan en las partes grasas del organismo (por lo general el cerebro y los órganos reproductores) y pueden detectarse hasta 30 días después del uso inicial. Una amplia investigación ha demostrado que la marihuana altera la memoria reciente y retarda el aprendizaje; dificulta las funciones reproductoras normales; afecta negativamente a las funciones cardíacas; tiene graves consecuencias sobre la percepción y el desempeño de actividades especializadas, como la conducción u otras tareas complejas en las que intervienen el juicio o destrezas motoras especiales, y dificulta seriamente las funciones pulmonar y respiratoria. Un cigarrillo de marihuana contiene más agentes carcinógenos que el más fuerte cigarrillo de tabaco". 8
De acuerdo con el Dr. Herbert Kleber, experto en drogas de la Universidad de Columbia en Nueva York, psiquiatra y ex-funcionario de la oficina de Política para el Control de las Drogas, el poder adictivo de la cocaína en polvo tiene una proporción de 5 a 1. Es decir, por cada cinco personas que consumen esta droga, una se vuelve adicta a ella. Para el Crack, la proporción es de 3 a 1, en cambio para el alcohol es de 7 a 1. Por otra parte, un estudio realizado por el profesor Dr. Mark Gold de la Universidad de la Florida, señala que "los adolescentes son particularmente susceptibles de llegar a un grado de adicción por consumo de cocaína. En efecto, señala el profesor Gold, que mientras que un adulto requiere en promedio de cuatro años de consumo de cocaína para experimentar deterioro físico y la consecuente adicción, en el caso de adolescentes ese lapso se reduce a un promedio de uno y medio años.". 9
7. Una paradoja inexplicable y una contradicción protuberante
De la decisión mayoritaria se desprende una paradoja y una ambigüedad muy difíciles de entender: Por un lado se autoriza el consumo de la dosis personal, pero por otro se mantiene la penalización del narcotráfico. Es decir que se permite a los individuos consumir droga, pero se prohibe su producción, distribución y venta. Carece de toda lógica que la ley ampare al consumidor de un producto y, en cambio sancione a quien se lo suministre. ¿Cómo resolver éste dilema? ¿Acaso despenalizando también la producción, distribución y venta de la droga? ¿Es decir, legalizando toda la actividad del narcotráfico y convirtiendo así de la noche a la mañana, a sus tenebrosas mafias en "honestos comerciantes y exportadores"? La opinión nacional e internacional, con toda razón, serían unánimes en repudiar tan aberrante solución, que implicaría ni más ni menos que convertir de una plumada a los peores criminales que ha conocido nuestra historia, a los responsables de millares y millares de asesinatos, de secuestros, de magnicidios, y del envenenamiento sistemático y colectivo de la juventud, en inocentes víctimas del peso de la ley. Quienes suscribimos este Salvamento somos perentorios en rechazar de la manera más rotunda tal posibilidad. Pero, al igual que el resto de la opinión, manifestamos nuestra perplejidad ante la enorme contradicción que ha quedado planteada con el fallo.
Finalmente, los suscritos magistrados vemos con preocupación cómo este fallo ha suscitado en todos los estamentos de la sociedad una previsible y a nuestro juicio justificada reacción de inconformidad y rechazo, que necesariamente incide en el bien ganado prestigio de una Corporación que, como la Corte Constitucional, ha venido trabajando con tanto empeño por defender el orden jurídico, los fundamentos del Estado Social de Derecho, y los más altos valores que informan a la sociedad colombiana. Reconocemos, sin embargo, que la decisión de los cinco magistrados que conformaron la mayoría se adoptó en ejercicio pleno de claras facultades constitucionales. Por otra parte, celebramos el hecho de que finalmente se haya consignado en la Sentencia, de manera expresa, la facultad que tiene el legislador para "regular las circunstancias de lugar, de edad, de ejercicio temporal de la actividad, y otras análogas, dentro de las cuales el consumo de drogas resulta inadecuado o socialmente nocivo", aclaración que busca morigerar los efectos de la gravísima decisión aprobada por la mayoría y, en parte, restaurar, aunque parcialmente, la efectividad de las normas declaradas inexequibles, pero que sin embargo deja en firme el incalculable daño causado. Empero, sin esta aclaración los efectos de la Sentencia serían aún más funestos que los que la sociedad en general, con justa razón teme.
Fecha ut supra.
JOSE GREGORIO HERNANDEZ GALINDO
Magistrado
HERNANDO HERRERA VERGARA
Magistrado
FABIO MORON DIAZ
Magistrado
VLADIMIRO NARANJO MESA
Magistrado
(1) Paidós, Buenos Aires, 1962.
(2) "Contingencia, Ironía y Solidaridad", Paidós, Buenos Aires, 1991.
2 KANT, Emmanuel. Crítica del juicio (París, 1965). Pág. 23 ss.
3 LOCKE, John. Ensayo sobre el Gobierno Civil. Cap. IV. No. 21.
4 FROMM, Erich. "El miedo a la libertad", Buenos Aires, Paidos, XV edición, 1991, p. 253.
5 Ibídem. Pág. 254.
6 (PEREZ GOMEZ, Augusto. SUSTANCIAS PSICOACTIVAS: HISTORIA DEL CONSUMO EN COLOMBIA; Editorial Presencia, Bogotá, 1994)
7 NINO, Carlos Santiago. "Etica y derechos humanos". 2a. Edic. Edit. Astrea, Buenos Aires. 1989. pp. 420 y ss.
8 (Programa de las Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de Drogas; LAS NACIONES UNIDAS Y LA FISCALIZACION DEL USO INDEBIDO DE DROGAS, 1992; PÁG. 57)
9 (Traducido de la Información remitida por el United States Information Services al Director Nacional de Estupefacientes. Mayo de 1994).