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Pulso Digital (Bolivia)
Una investigación de Silvia Rivera
El “aculli” no tiene fronteras
Rubén Vargas, Gustavo Guzmán, Victor Orduna
Una investigación de la socióloga Silvia Rivera pone al descubierto una realidad ignorada y políticamente “sumergida”: el creciente mercado de la hoja de la coca en las provincias del norte argentino. Se trata de un consumo legal —desde 1989 hay una ley argentina que permite la tenencia y el consumo—, moderno, que rompe los estereotipos establecidos. Clases medias y altas “acullican” hojas “escogidas” y “despallillada” como símbolo de status, la coca boliviana se anuncia en las calles con letreros luminosos. Los cálculos conservadores estiman un consumo de 50 millones de dólares anuales.
Una calle céntrica de Salta. Frente a un local donde se vende cigarrillos, refrescos y otros productos, se detiene un automóvil con dos jóvenes. Uno de ellos, vestido con una gorrita al revés y pantalones anchos, se acerca al local y pide una bolsita de hojas de coca, por la que paga dos pesos. Una boliviana, que casualmente está parada en la puerta del local, un tanto asombrada, le pregunta: “¿Ustedes también mascan coca?”. “No se masca, señora, —responde el joven— se coquea, se chupa suavemente sin mascar las hojas”. Y acto seguido le hace una demostración práctica, casi profesional, del aculli.
Escenas como ésta, que ponen de manifiesto un consumo moderno de la coca, son cotidianas en las provincias del norte argentino. Y están ampliamente documentadas en una reciente investigación de la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui —patrocinada por el Instituto de Investigaciones Sociológicas de la UMSA— cuyos resultados, un libro acompañado de un video documental, se pondrán pronto en circulación.
En el norte argentino, especialmente en Salta y Jujuy, se ha desarrollado un creciente mercado para la hoja de la coca. Se trata de un consumo legal que no se restringe al uso tradicional y cultural, transportado por los migrantes bolivianos, sino que abarca cada vez más a las capas medias y altas de la sociedad argentina.
Es un proceso que tiene una larga historia —en 1916 ya se exportaban a la Argentina 200 toneladas métricas anuales —, pero que en las últimas décadas ha alcanzado un notable dinamismo hasta llegar a su legalización. La Ley 23737, promulgada en 1989, legaliza la tenencia y consumo de la hoja de coca en estado natural. Los cálculos más conservadores de los propios argentinos que se ocupan del tema hablan de un consumo actual de 1200 toneladas anuales, lo que significa por lo menos 50 millones de dólares. Y esa hoja de coca es, naturalmente, boliviana.
Para entender la dimensión e importancia del fenómeno hay que revisar sus antecedentes. “Todo comienza en 1961 —dice Silvia Rivera—, en la Convención de Viena sobre substancias controladas, que parte de un estudio de Naciones Unidas de 1950. Es un texto que analizo con bastante detalle en la investigación y que es la fuente más increíble de estereotipos, estigmas y falsedades ideológicas sobre la hoja de coca y sus efectos en el consumidor habitual”.
“En el marco de la ciencia positivista médica —continúa—, ese estudio establece que el consumo de coca es la ingestión de cocaína, y que la cocaína siendo tóxica es maligna; por lo tanto, el coquero es un cocainómano, un toxicómano. Además, afirma que se trata de un vicio indígena, que el indígena acullica porque le falta comida, porque tiene condiciones de trabajo excesivamente duras. Si hubiesen mejores condiciones de vida, esa población simplemente no acullicaría. Por eso la Convención se fija un plazo de 25 años para que, gracias al desarrollo, en el sentido más convencional del término, desaparezca el consumo de la coca”.
En la Argentina, desde 1952, la hoja de coca fue considerada un estupefaciente. Sin embargo, se definieron algunas excepciones regionales, con un cupo decreciente anual que llevaría el consumo a cero. Esto ocurrió, aparentemente, en 1977, cuando la dictadura militar declaró ilegal el coqueo en las provincias del norte, donde hasta entonces era tolerado.
“Sin embargo —dice Rivera—, no pasó nada. Hubo una especie de resistencia cultural pacífica, simplemente no le hacían caso a la ley. Siguió el consumo clandestino; eso sí, creció el contrabando y se encareció la hoja. El consumo se puso de moda en las clases medias y altas, como una cuestión de status, como una cuestión norteña, de orgullo frente a los ‘gringos’ de Buenos Aires que ‘hacen leyes sin conocer el país’”.
Según la Convención de Viena, ratificada en 1964, en 1989 debería haber desaparecido el acullico. Sin embargo, precisamente ese año, en toda la República Argentina se legalizó la tenencia y el consumo de la hoja de coca. Lo que ocurría ya en los hechos, especialmente en el norte argentino, tuvo una formalizacieon jurídica. “El momento de la legalización —dice la socióloga—, el consumo de la hoja de coca era una cosa pública y bastante generalizada : los legisladores coqueaban; el promotor de la ley de legalización, el senador salteño Guillermo Snopek, era un acullicador consuetudinario”.
“Pero también —continúa— se está fundando un modo moderno de consumo: el coqueo no es exclusivamente ritual, es recreativo, como estimulante, equivalente al ‘coffe break’, a tomar un café en la oficina. Se coquea en las oficinas públicas, en los periódicos, en los hospitales, donde hay turnos nocturnos; coquean los periodistas, los billaristas, los médicos...”
Estos sectores han creado una demanda diferenciada, como la de la hoja “elegida” y, más sofisticada aún, la “despalillada”. “Se trata de una moda de coca fina —explica Rivera—, es como pedir un buen vino. Son conocedores refinados, conocen la hoja de Coripata, de Chulumani, distinguen la coca ‘taqui’ y ‘la elegida’. Tienen bolsitas de cuero, cajitas de plata para poner su lejía. Se ha difundido en los círculos médicos y de la bohemia que el bicarbonato de sodio es muy malo para la salud, entonces se ha puesto de moda comprar una cantidad de lejía boliviana impresionante. Pero, además, es un consumo individual, que es otra forma de lo moderno: los consumidores no se invitan entre ellos. Coquean muy discretamente. No hay ninguna alharaca. ¡Nada de Pachamama! Es la cosa más normal del mundo”. Un consumo de esta naturaleza, que implica un valor agregado a la hoja de coca importante requiere, naturalmente, una disposición en el mercado.
“Los cocaleros yungueños —dice Rivera— saben perfectamente que existe ese mercado. La selección de la ‘elegida’ comienza en el momento de la cosecha. Es un trabajo altamente especializado: en un día, se cosecha a lo mucho un kilo y medio. Además en el proceso del secado y del ‘matachado’ (humedecido de la hoja) hay también innovaciones técnicas que permiten que esa hoja sea completamente apta para ser transportada a largas distancias. Esa hoja dura fresca tranquilamente un mes y medio o dos meses”. Los circuitos Una de las paradojas de la ley argentina es que permite la tenencia y el consumo de la hoja de coca, pero está prohibida la comercialización. “Formalmente está prohibido producir, importar y comercializar —dice Rivera—, pero es una prohibición abiertamente violada.
En Salta y Jujuy es impresionante la cantidad de boliches que viven
de la hoja de coca, anunciándose con letreros luminosos”. La coca
boliviana llega legalmente hasta la frontera, según los cupos establecidos
por la Dirección de Control de la Hoja de Coca (DIGECO). Pero
es sabido que las autorizaciones para la venta en algunos puntos fronterizos
con la Argentina —Yacuiba, Bermejo y Villazón, por ejemplo— excede
en mucho a la capacidad de consumo de la población de esos lugares.
“Hay circuitos —dice Rivera— que, desde el otro lado de la frontera compran
y pasan la coca. Es una red de contrabandistas argentinos donde juega un
papel fundamental la Gendarmería, que recibe coimas substanciales,
que no quema la coca confiscada sino la revende a los distribuidores mayoristas
en la Argentina. Además, hay lo que alguien ha llamado ‘la renta
de frontera’, que es una renta colonial: si eres negro, boliviano o tienes
pinta de aymara, te revisan hasta tu alma y te quitan todo. Para que no
te quiten tienes que ser otra cosa, tienes que ser argentino o rubio”.
Yson los datos de la Dirección General de Control de la Hoja de Coca (DIGECO) los que cofirman esta revelación gaucha. Según los informes de DIGECO, el año pasado, se comercializaron en los puntos fronterizos con Argentina (Tarija y Potosí), 1.910 toneladas de coca. Esta cantidad representa el 25% de la producción total legal registrada durante el año pasado (7.705 toneladas, el 95% de origen yungueño). Este gran desplazamiento de coca hacia el norte argentino encaja con el despropocionado número de licencias —otorgadas por DIGECO a los comerciantes minoristas— ubicadas en la franja fronteriza: el 40% del total nacional.
Por lo pronto, ese mercado de exportación clandestina, es mucho más grande económicamente que el del consumo interno (50 millones de dólares frente a 36 que se calculan como movimiento nacional). Es además, el mejor negocio con la Argentina, comparable incluso a la venta de gas que en 20 años generó cuatro mil millones de dólares: 200 millones por año. Respecto al gas, la coca, representa un 25%. Es normal llegar a preguntarse, ¿por qué no se legaliza una exportación de este calibre?
El problema de legalizar toda esta hipocresía comercial compartida (económicamente también) es ver quién se atreve a tocar la puerta del embajador Rocha —sobretodo ahora que no están las cosas ni para coca ni para talibanes— para decirle, con las estadísticas en la mano, que no es que la coca yungueña se esté yendo a las pozas de maceración altiplánicas —aunque exista algún caso— que lo que pasa es que hay un fenomenal movimiento a la Argentina.
Es, naturalmente, un tremendo argumento cotra-erradicador. Un argumento de libre mercado —ya no de lo ancestral, o sea, de los dientes manchados de verde en una flota a provincias— en los tiempos de la redención gasífera y el sueño textilero. La palabra coca en letreros de neón, ese es el anzuelo argentino.
Pero no son buenos tiempos para el márketing cocalero. ¿A qué político se le ocurriría, después del catastrófico “coca no es cocaína” de Jaime Paz, abogar por la verde esperanza, por una nueva diplomacia sin alcaloide? Rodarían visas por el Palacio de Gobierno.
Pero Albo Export también fue víctima de la erradicación, hace un año, cuando las picotas se tragaban hectáreas a una velocidad que luego resultó ser exagerada (que no quedaban 600 sino 6.000 hectáreas en el Chapare), Albo Export dejó de comprar hoja de coca. El año 2000 no quiso ni un sólo gramo, ya en 1999 había comprado tan sólo 22 toneladas. Dicen que, con la erradicación y el correspondiente aumento del precio de la coca —entre 1997 y el 2000 el precio promedio de la coca en Cochabamba casi se triplicó (de 188 bolivianos en 1997 a 520 el 2000) Albo Export buscó otros proveedores en Perú.
Pero es que el enclaustramiento de la hoja ya no se sostiene. Cuando una cuarta parte de la producción se exporta ya no tiene sentido seguir hablando de que la producción nacional se tiene que ajustar al consumo nacional, que es lo que dicen los cromosomas de la 1008. Sería una autarquía estúpida. La negación del mercado, de un mercado que ya existe y que funciona sin regulación de por medio.
Pero a ver quién promueve la medición del consumo en Argentina, a ver quién financia un proyecto que concluya que la coca —la hoja de coca— es exportable, que hay otros lugares donde les resulta placentero hacer lo desde hace siglos los cronistas describieron como “una práctica que da grande asco, repugnante, propia de indios”.
Entonces, para compensar el impacto de los supuestos 500 millones de dólares ya no llegaban por la vía de la cocaína, surgió, mediáticamente impulsada, la alternativa de “Coca por textiles”. Una especie de transacción justa, algo así como el comercio solidario que promueve el primer mundo con un márketing infalible: “Al comprar esta polera de algodón, señor cliente, está evitando que una familia boliviana dependa de la cocaína”. Bueno pues, a un año de la iniciativa, lo que se sabe, por boca del embajador Manuel Rocha, es que el impertinente ántrax ha frenado la discusión del tema en el Congreso.
En otras palabras, lo que está haciendo el señor Rocha es cobrarse la bilis que le provocaron las declaraciones del Mallku y de Evo Morales sobre el desplome de las torres. La moraleja es: “piénsenlo bien, hay que saber de qué lado se está, fíjense como el terrorismo influye en los textiles, en el desarrollo prometido”. Ahora resulta que, por lo que dice Rocha, para que Bolivia pueda vender sus camisas, Estados Unidos tendrá que ganar en Afganistan.
Pero a lo mejor, pensándolo bien, resulta más rentable vender coca a la Argentina que textiles a Estados Unidos, por lo menos, lo que está claro, es que el ántrax no paralizará la negocio del acullicu. Pero, hay que escoger. Las dos cosas no son compatibles. Al Plan Dignidad —aunque se dude de su paternidad— no se le toca un pelo.
Desde que se cayeron las torres la lucha contra el narcotráfico
no se discute, las conversiones se vuelven más simples: un cato
de coca es igual a un kilo de coca. El Chapare se atiborra de militares
para que los campesinos los cerquen y así vengan más militares.
Se enciende el Chapare y se apagan los Yungas, ese es el ritmo de la tensión.
En el trópico le ponen fecha a un nuevo bloqueo, en los Yungas esperan
el próximo gobierno, cultivando para vender a Argentina.
La coca boliviana llega legalmente hasta la frontera, según los cupos establecidos por la Dirección de Control de la Hoja de Coca (DIGECO). Pero es sabido que las autorizaciones para la venta en algunos puntos fronterizos con la Argentina —Yacuiba, Bermejo y Villazón, por ejemplo— excede en mucho a la capacidad de consumo de la población de esos lugares.
“Hay circuitos —dice Rivera— que, desde el otro lado de la frontera compran y pasan la coca. Es una red de contrabandistas argentinos donde juega un papel fundamental la Gendarmería, que recibe coimas substanciales, que no quema la coca confiscada sino la revende a los distribuidores mayoristas en la Argentina. Además, hay lo que alguien ha llamado ‘la renta de frontera’, que es una renta colonial: si eres negro, boliviano o tienes pinta de aymara, te revisan hasta tu alma y te quitan todo. Para que no te quiten tienes que ser otra cosa, tienes que ser argentino o rubio”.
Este creciente mercado de la hoja de coca y las posibilidades económicas que podría abrir para el país choca con la política oficial que, fiel a la Convención de Viena y a la Ley 1008, supone un decrecimiento del consumo tradicional y, más allá de esos márgenes, establece que toda hoja de coca se convierte en cocaína. Eso crea un “nudo” casi imposible de resolver en las actuales condiciones de dependencia política del país respecto a Estados Unidos para poder legalizar la comercialización de la coca fuera de las fronteras.
“Es un nudo, sí, —dice Rivera— pero a la vez, el abrir mercados para el consumo legal de la coca es el mejor mecanismo para evitar que el narcotráfico prospere. Cada coca que se masca es una coca menos para el narcotráfico. La expansión del consumo, su mundialización, no es una idea peregrina, habida cuenta de que los estudios que cito en la investigación detectan 14 propiedades curativas del acullico”.
“Por otra parte —continúa—las estrategias de los cocaleros por la legalización, que siempre han ido por la industrialización, no han apuntado al aculli como un potencial hábito mundial. Y la Argentina está demostrando que no son necesariamente cuestiones étnicas ni de identidad, sino que lo que hay más bien es una especie de visión pragmática, es un consumo como cualquier otro, y que gusta”.
“La legalización de la hoja de coca para el mercado mundial es la consigna a largo plazo —acota—. Pero yo creo que se puede avanzar regionalmente. Hay fuerzas vivas en el norte argentino que están por esto, y no sólo por solidaridad con los cocaleros sino por conveniencia, porque buscan abaratar el costo de la coca”.
La investigación de Silvia Rivera —que además de explorar y documentar ese mercado argentino alternativo, pretende replantear el debate sobre la coca a través de un amplio trabajo bibliográfico y etnográfico— echa luces sobre una realidad ignorada y “sumergida”. Y esa realidad no es sólo económica, social y cultural, es también política.
“La perspectiva de esta investigación —dice— está en que
esta información se inscriba dentro de las estrategias de lucha
de los propios cocaleros. Está en sus manos, incluso para sus perspectivas
electorales políticas a futuro. Es ahí donde mejor va a encajar
esta investigación, como instrumento para el debate”.
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