|
Santiago Villaveces Izquierdo[1]
En Octubre de 1997 fuí convidado por el entonces director del
Plan de Desarrollo Alternativo (Plante), un programa adscrito a la presidencia
de la República de Colombia y diseñado para implementar programas
de sustitución de cultivos ilícitos, para explorar el proceso
de erradicación voluntaria que venía consolidándose
en un resguardo indígena Guambiano, al sur del país. Durante
los tres meses consecutivos y tras una serie de entrevistas con funcionarios
locales y regionales del Plante al igual que con miembros de la comunidad
indígena, se empezó a tejer un esfuerzo por entender cúales
habían sido los motivos que habían llevado a esta comunidad
a iniciar dicho proceso. Era acaso fruto de las campañas publicitarias
del Plante que enfatizaban en el costo moral de la siembra de amapola y
coca, o era mas bien resultado de pugnas locales que se articulaban tanto
en el terreno político como en el cultural?
Desde los primeros meses de 1997 el caso Guambiano ya era de conocimiento
público. Para la burocracia de Bogotá la experiencia Guambiana
era una muestra más de los logros de los funcionarios públicos
en sus esfuerzos por implementar las estrategias del Plante bajo el marco
de políticas de descentralización administrativa y financiera
que desde 1988 el Departamento Nacional de Planeación estaba impulsando.
La erradicación voluntaria en el resguardo indígena se presentaba
como resultado del poder de negociación de funcionarios públicos
locales y regionales quienes, en diálogo activo con las autoridades
indígenas, habían logrado convencer a éstas últimas
de los beneficios económicos que resultarían por la sustitución
de cultivos (apertura de líneas de crédito blandas, adquisición
de tierras, asistencia técnica contínua, etc.).
Paralela a esta explicación circulaba la de un antropólogo,
consultor independiente del Banco Interamericano de Desarrollo, quien había
asesorado a la comunidad indígena en la elaboración de su
plan de desarrollo, y para quien el proceso de erradicación voluntaria
iniciado por los Guambianos era realmente muestra de la propia autonomía
cultural indígena. Lo que los Guambianos estarían haciendo
sería reafirmando su capital cultural a través de la invocación
de su cosmogonía, como matriz interpretativa por medio de la cual
el cultivo y negocio efectarían el equilibrio entre los elementos
mansos y bravos que componen el mundo. El cultivo y comercio de coca y
amapola generaban más elementos bravos afectando, de esta forma,
el equilibrio entre naturaleza y convivencia social.
Estas dos explicaciones llevaron al entonces director del Plante a
explorar las posibilidades para crear una estrategia nacional que incentivara
a los cultivadores de coca y amapola a comprometerse con procesos de erradicación
voluntaria. La preocupación en Bogotá giraba en torno a una
pregunta eje: ¿qué tipo de incentivos diseñar para
poder replicar procesos de erradicación voluntaria a lo largo del
país? ¿Bastaría con incentivar el diálogo entre
comunidades locales y funcionarios estatales bajo un marco de respecto
por los valores culturales de cada comunidad? Si bien es cierto que la
labor entre funcionarios públicos locales y autoridades indígenas
era importante, al igual que los valores culturales de estos últimos,
estas dos explicaciones no daban cuentan de procesos más críticos
que estaban movilizando a la comunidad a enfrentar las consecuencias de
una erradicación voluntaria. La confluencia de factores que llevaron
a la comunidad Guambiana a erradicar de sus tierras los cultivos de coca
y amapola no respondían a lógicas "replicables" en otras
comunidades, sino por el contrario a procesos locales particulares.
En 1997 la comunidad indígena Guambiana asentada en el municipio
de Silvia (Cauca), en el sur occidente Colombiano, invitó a funcionarios
del Plante para incorporar, en el plan de desarrollo del resguardo, las
estrategias de sustitución de cultivos ilícitos promulgadas
por el gobierno. Pocos meses después el Cabildo Indígena
(máxima autoridad del resguardo) sellaba su compromiso con la publicación
del Plan de Vida Guambiano, un detallado plan de desarrollo de la comunidad
para los próximos diez años que recopila proyectos sectoriales
bajo la metodología del Departamento Nacional de Planeación.
Con la apropiación de este plan como instrumento de ordenamiento
interno del resguardo el Cabildo pretendía solidificar su posición
en dos planos diferentes. Por un lado, quería mostrarse ante el
gobierno Colombiano como un espacio autónomo y maduro con capacidad
técnica y política para asumir el desarrollo integral de
su comunidad, mientras que por otro lado, quería ratificar su posición
dentro del resguardo como único espacio de autoridad legítima.
Esta última intención era de especial importancia ya que
considerables extensiones de tierras del resguardo (varias de uso comunitario)
estaban siendo utilizadas para el cultivo de coca y amapola.
La penetración de cultivos ilícitos en la comunidad Guambiana,
junto con los diferentes patrones de acumulación de riqueza, consumo
y ethos que la cultura del narcotráfico trae consigo, activaron
complejas dinámicas de fragmentación social al interior del
resguardo; en especial el rápido deterioro de las
mingas
(trabajos comunitarios) y la seducción desenfrenada por estilos
de vida plenamente articulados a economías de mercado (ajenas a
las propias de las comunidades indígenas). Los dramáticos
aumentos en la capacidad adquisitiva de algunos desestabilizaron los modelos
de prestigio y autoridad locales, a la vez que acentuaban la movilización
de profundas envidias[2].
Simultáneamente, los aumentos incrementales de forasteros, comerciantes,
prostitutas y pistoleros empezaron a ejercer profundas presiones sobre
los modelos de conducta y expectativas de ascenso social que el Cabildo
pretendía salvaguardar. Los índices de violencia dentro del
resguardo aumentaron considerablemente: amenazas, extorsión y asesinatos
se volvían rutinarios, mientras que las capturas de indígenas
por parte de la policía antinarcóticos acentuaba los procesos
de desintegración familiar. A esta situación se le sumaba
la ya tradicional presión por tierras a las que las comunidades
indígenas han estado expuestas por décadas: por un lado los
grandes hacendados siempre ávidos por reducir el territorio indígena
y por el otro, la fragmentación de minifundios al interior mismo
del resguardo[3].
Todos estos elementos no solo desestructuraban la vida del resguardo sino
sobretodo atentaban contra el poder regulador del Cabildo indígena:
el comercio de pasta de coca y amapola en el mercado de Cali generaba estrechos
vínculos de los cultivadores indígenas con modelos de sociabilidad,
de autoridad y de poder que entraban en clara oposición con los
propios del resguardo.
Dentro de este marco el Plan de Vida pretendía reconstruir procesos
de cohesión comunitaria mediante un llamado a recuperar las propias
narrativas históricas y cosmogónicas que articulaban la identidad
del indígena con la tierra. Con esta estrategia el Cabildo logró
movilizar a la comunidad hacia una reflexión más profunda
sobre el problema de tierras: si bien era cierto que a partir de la década
de los ochentas el Cabildo había logrado recuperar de manos de hacendados
parte de sus "tierras ancestrales", también era cierto que bajo
el marco de la legislación antinarcóticos la Ley de Extinción
de Dominios facultaba a la Policía Nacional a incautar todos los
bienes vinculados a procesos de narcotráfico, incluída la
tierra. Con el peligro inminente de perder parte de sus tierras, el Cabildo
inició un proceso de concientización que llevó a que
gran parte de los indígenas que estaban cultivando coca y amapola
accedieran, por presión propia de la comunidad, a iniciar un proceso
de erradicación voluntaria. Como lo ilustra Hermes Yalandá,
Secretario del Plan de Vida Guambiano:
"Dentro del plan de desarrollo del pueblo Guambiano, uno de los objetivos es recuperar la justicia. Desde ese instante, pues el Cabildo indígena de Guambía empezó a hacer unas investigaciones con el objetivo de crear una comisaría de familia. En 1997 se concluyó de que tenía que crear un centro de conciliación y justicia, que básicamente investiga todas las demandas y quejas, mirando cuáles son las raíces de esos problemas y a su vez, con base a esas investigaciones capacita a la comunidad. Con ese mecanismo se entró a concientizar, a contarle a la comunidad todo el problema que nos traían estos cultivos [coca y amapola]. Afortunadamente nosotros habíamos tomado unas fotografías de los diferentes actos que cometieron. De los diferentes problemas que existieron, no? Y ya, otro mecanismos que se utilizó fue como informando sobre el Plante y la financiación de proyectos. En esa forma se entró a estas zonas. Y la comunidad pues entendió bien, entramos a socializar todos los programas y proyectos que estaban contemplados. Explicando que nosotros en realidad por la misma necesidad era que habíamos entrado en ese cultivo. Pero que nosotros mismos por nuestra propia cuenta y ya sabiendo de todos los líos que nos ha traído, pues tenemos que dar un buen ejemplo a nuestros hijos y de constituir un pueblo Guambiano sin problemas en donde se luche por recuperar todo lo que se ha perdido. Entonces en esa forma ya la comunidad nos fue entendiendo y también nos planteo las posibles alternativas. Recuperar lo que es la justicia, la autonomía, el sistema productivo, el sistema de educación tradicional, recuperar el respeto a la autoridad empezando desde la casa. En fin todo lo que se estaba perdiendo, el respeto digamos a los sitios sagrados que existían en Guambía, puesto que esto también fomentó que hubiera una tala indiscriminada de bosques."
Las acciones de concientización iniciadas a través del
Centro de Conciliación y Justicia eran complementadas por una guardia
comunitaria, creada por el Cabildo, encargada de adelantar el proceso de
erradicación y de reforzar la vigilancia de los terrenos del resguardo.
No obstante, algunos indígenas no cedieron a la presión y
mientras que intimidaban a los miembros del Cabildo iniciaban una acción
jurídica en defensa del derecho de uso de la propiedad privada y
contra la decisión de las autoridades indígenas. La acción
jurídica llegó hasta manos de la Corte Constitucional que
falló a favor del Cabildo argumentando que era competencia de éste
determinar el uso de las tierras del resguardo, salvaguardando así
el verdadero espíritu y autonomía de la Jurisdicción
Especial Indígena.
Con este fallo y con el apoyo mayoritario de la comunidad para iniciar
procesos de erradicación de cultivos ilícitos al interior
del resguardo, el Cabildo logró restituir su autoridad y su autonomía
a través de la promoción de sus propias estructuras y mecanismos
de justicia y punición. Simultáneamente el Cabildo sentaba
su posición con respecto no solo a esas estructuras paralelas de
órden y distribución de justicia que llegan junto con el
narcotráfico, sino a los modelos culturales y societales que el
mismo tráfico indirectamente promociona y de los cuales sin duda
se nutre: un individualismo radical sostenido a través de prácticas
culturales que refuerzan sentimientos de un autoritarismo heróico
que mezcla, en alquimia, la producción de terror con la promesa
de inmensa riqueza y éxito. En suma, el desarrollo de estos eventos
en el resguardo indígena Guambiano tuvo la virtud de visibilizar,
con especial nitidéz, cómo la desestructuración de
redes de narcotráfico depende del nivel en que éstas esten
verdaderamente contradiciendo el funcionamiento y estructura del poder
local, y no de acciones punitivas o moralistas impuestas de arriba para
abajo. El narcotráfico es, antes que nada, un problema que atañe
al poder en sus manifestaciones más concretas y pragmáticas,
no en las utópicas o idealizadas.
Desde su Independencia en 1810 Colombia ha estado marcada por un complejo
y contradictorio proceso de formación y construcción de un
Estado nacional. La conceptualización, proyección e invención
de Colombia como nación ha sido pobremente articulada a un proceso
de consolidación de un poder soberano, pluralista e integrador.
Los 190 años de vida republicana antes que promover una integración
entre Estado y Nación han profundizado la fragmentación social
y política del país. Hoy en día la situación
Colombiana es quizás la manifestación más radical
de las contradicciones latentes y de los peligros inminentes que se encierran
y esconden a lo largo y ancho de toda América Latina. Colombia no
es únicamente el país más violento del hemisferio
occidental, sino una sociedad castigada por una guerra sostenida y alimentada
por profundas contradicciones sociales, sitiada por múltiples actores
violentos que irónicamente claman para sí la vocería
de la justicia social, y estigmatizada internacionalmente como máquina
de drogas y muerte. Sin duda un territorio en plena ebullición,
un territorio volátil y caótico donde simultáneamente
coexisten diversas estructuras de poder, órden y distribución
de justicia.
En 1991 Colombia adoptó una nueva Constitución con la
esperanza de fundar en ella la construcción de un nuevo pacto social
menos excluyente y centrado, no en la estructura del Estado, sino en al
defensa de los derechos fundamentales. Este cambio abrió la posibilidad
para la ampliación del agenciamiento político de las comunidades
indígenas mediante el reconocimento oficial del derecho a la autonomía
dentro de los resguardos. Haciendo uso del discurso multiculturalista la
Constitución Colombiana reconoció políticamente las
diferentes étnias indígenas (2% de la población total
del país) como comunidades autónomas con su propio ordenamiento
territorial (Resguardos) y jurídico (Jurisdicción Especial
Indígena). Con este gesto el Estado reconocía a las étnias
indígenas como agrupaciones con prerrogativas especiales, particulares
y diferentes a las del propio Estado, a la vez que legitimaba la existencia
de regímenes de distribución de justicia propios, por fuera
de las esferas de influencia de los códigos de derecho civil y penal
de la nación.
Al órden político y jurídico indígena se
le suman otros dos órdenes paralelos e ilegítimos, que permean
grandes segmentos del territorio nacional: aquellos propios de las organizaciones
paramilitares y guerrilleras. En sus zonas de influencia la guerrilla o
el paramilitarismo son el Estado de facto, y como tal determinan, con sus
propios actos de justicia privada o revolucionaria , qué es ley
y qué es órden. “La ley del monte” como popularmente se conoce,
vehicula las verdaderas relaciones de autoridad y dominación locales
y visibiliza, de manera performática, el ejercicio propio de quienes
efectivamente detentan el poder. Y es precisamente en estas zonas donde
imaginación y realidad entablan su más grande contradicción:
el poder imaginado del Estado en convivencia con órdenes paralelos
descentrados, multifacéticos, y fragmentados que subvierten y transgreden
todo el andamiaje de ese pacto social que llamamos nación.
Dentro de esta constelación diferencial de órdenes el
narcotráfico circula como un gran camaleón. Cambiando hábilmente
de ropajes y utilizando las ventajas comparativas de los diversos agentes
sociales, el narcotráfico ha logrado integrar sus intereses sociales
y económicos, al igual que las esferas de producción y distribución
de droga, con estos mundos paralelos, legales e ilegales, atravesándolos
a veces con complicidad sutil otras con brutal imposición. Este
poder transversal del narcotráfico ha sido, sin duda, una de las
fuerzas más importantes en la construcción de las topografías
sociales, políticas y culturales que estarán moldeando la
Colombia del siglo XXI. El caso Guambiano no es la excepción.
La estigmatización que ha sufrido Colombia desde el inicio de la
década de los ochentas ha llevado a que el país sea considerado
dentro de la comunidad internacional como nación paria, a la par
que Irán e Irak. Como tal, tratamientos discriminatorios contra
sus ciudadanos han sido legitimados, popularizados y naturalizados a lo
ancho y largo de los continentes mientras que simultáneamente se
consolida la idea de que el problema del tráfico de narcóticos
está en su origen circunscrito a las fronteras colombianas. Bajo
este marco el gobierno, desde mediados de la década de los ochentas,
ha duplicado sus esfuerzos diplomáticos para promover conceso en
el hemisferio para que la producción, comercialización y
distribución de narcóticos sea enfrentada como un problema
internacional con múltiples ramificaciones que requieren de estrategias
y políticas mancomunadas de prevención y represión
(tráfico de armas, comercio de precursores químicos, lavado
de dólares, etc).
Las respuestas de la comunidad internacional a la iniciativa Colombiana
han sido diversas. Por un lado, los Estados Unidos insiste en diseñar
estrategias articuladas a una intervención militar. Estas estrategias
se han consolidado en la medida en que se solidifica la creencia de que
guerrillas y narcotráfico son una misma cosa[4].
Bajo el marco de esta política los receptores naturales de ayuda
extranjera son las Fuerzas Armadas (quienes ostentan un record en violación
de derechos humanos) y la Policía Nacional. Ambos organismos deben
combinar sus esfuerzos en la fumigación de plantíos, ocupación
y destrucción de laboratorios, rastreamiento y captura de narcotraficantes[5].
Distinta respuesta ha sido la dada por la Comunidad Económica Europea
y las Naciones Unidas quienes insisten en estrategias centradas en la provisión
de incentivos económicos para la sustitución de cultivos
ilícitos. Bajo este esquema se han ido canalizando recursos internacionales
para el Programa de Desarrollo Alternativo (Plante) adscrito a la Presidencia
de la República.
Estas dos respuestas internacionales, opuestas en su filosofía
y en su compresión del problema, han sido simultáneamente
absorbidas por el Estado Colombiano capitalizando en ellas de acuerdo con
las coyunturas políticas del momento. Las oscilaciones políticas
internas, en combinación con las presiones externas, han llevado
a los gobiernos de turno a apostarle simultáneamente a ambas estrategias.
La administración de turno presiona a las Fuerzas Armadas, a la
Policía y al propio Plante, desencadenando con ello no solo un confuso
y contradictorio panorama en la erradicación de cultivos (mientras
que el Plante defiende estrategias económicas y sociales -más
a tono con las propuestas de la CEE-, las Fuerzas Armadas y la Policía
insisten en estrategias militares), sino también una árdua
competencia por recursos del presupuesto nacional -ahora desequilibrada
por la ayuda militar norteamericana. Por supuesto los grandes perdedores
han sido los campesinos e indígenas productores de coca y amapola
quienes reciben promesas del Estado por soluciones de fondo a la vez que
todos sus cultivos (no solo los ilícitos) son fumigados con veneno
y sus parcelas ocupadas por el Ejército y la Policía.
Esta confusa situación ha generado importantes movilizaciones en
zonas de colonización reciente, es decir, en zonas desarticuladas
al desarrollo económico nacional y desprotegidas por el Estado.
Para estos cultivadores, puestos entre la espada y la pared, el Estado
se revela en su más grande contradicción. Por un lado son
perseguidos por el Ejército y la Policía como proveedores
de droga y agentes del crimen mientras que simultáneamente reciben
promesas de funcionarios del Plante quienes insisten en la voluntad del
gobierno por consolidar programas de sustitución de cultivos y reactivación
de la producción agropecuaria. La situación de estos campesinos
e indígenas no puede ser más difícil. Atrapados entre
fuegos cruzados y simultáneamente exigidos por órdenes políticos
excluyentes, los habitantes de estas márgenes de la nación
tienen pocas opciones: o son obligados a abandonarlo todo y pasar a ser
parte del millón y medio de desplazados por la violencia en Colombia[6],
o se repliegan hacia las estructuras de poder dominantes a nivel local
sin importar si éstas son o no reconocidas por el propio Estado
como legítimas. Esta ha sido la dinámica en que han estado
inmersas estas comunidades por años solo que ahora, con la intensificación
no solo del conflicto armado sino de la crisis institucional colombiana,
se ha hecho más visible y evidente.
Con la decisión Guambiana de iniciar un proceso de erradicación
voluntaria el Cabildo logró replegar a los cultivadores a acatar
las estructuras de órden propias del resguardo, sin embargo, ante
la inestabilidad creciente que se vive en las zonas rurales colombianas
es difícil predecir si este repliegue es solo coyuntural. Por ahora
el fantasma de una incursión de las violencias del Estado, del narcotráfico,
de la guerrilla o de los grupos paramilitares, se mantiene en el aire desafiando
silenciosamente no solo la autonomía y autoridad delCabildo, sino
la vida misma de la comunidad indígena. Como lo observa el Taita
Segundo Tombé Morales:
“Por falta de unas salidas adecuadas a esta gran crisis de parte del Cabildo, de la comunidad y del mismo Estado, se han introducido en nuestro territorio los dañinos y destructores cultivos ilícitos, que hoy todo el mundo condena y cuya salida por parte del Estado y algunas instituciones es la ocupación de nuestros territorios por la fuerza pública para arrasar dichos cultivos o encarcelar a quienes los cultiven. En muchas oportunidades el Gobierno Nacional ha planteado hacer grandes inversiones para diversificar la producción en los territorios indígenas, pero hasta ahora este planteamiento no ha dejado de ser simplemente una promesa. Hoy el Cabildo condena este tipo de cultivos como una forma para darle salida a la crisis económica, ya que en vez de mejorar estaríamos acelerando la autodestrucción de la comunidad. Creemos que la represión, la ocupación militar, la fumigación aérea, no es una salida eficaz, sino se ataca las causas económicas, sociales y políticas, que dan origen a este flagelo. Estamos convencidos de que este problema hay que atacarlo de raíz, buscando nuevas alternativas de desarrollo para la comunidad en crisis [...]para ello no hay otra alternativa que la de elaborar un Plan de Vida (Plan de Desarrollo).”
Después del fallido encerramiento de la era de
La Violencia[7]
por parte de las élites colombianas, las guerrillas encontraron
un terreno fértil sobre el cual articular profundas frustraciones
y odios no resueltos. Desde entonces las guerrillas colombianas han consolidado
su presencia en importates segmentos del territorio nacional. En un principio
los bastiones guerrilleros eran demasiado distantes de los centros urbanos
y de los complejos industriales, y al estar desarticuladas de los puntos
neurálgicos a través de los cuales se concebía la
modernidad colombiana la guerrilla ofrecía un peligro distante y
lejano. Estas extensas márgenes, aisladas geográfica y mentalmente
de cualquier proceso de consolidación nacional, pronto se tornaron
en verdaderas fortalezas de sistemas paralelos de autoridad y justicia
guerrillera[8],
que rápidamente fueron desplazando la rudimentaria presencia del
Estado. No es por casualidad que el boom de la marihuana en la década
de los setentas haya aparecido en algunas de estas zonas donde la presencia
guerrillera y la marginalización social facilitaban la inserción
de una nueva clase de “empresarios del campo”. Desde entonces se empieza
a tejer la intrincada historia de amores y odios entre el narcotráfico
y las guerrillas, historia que através de los años ha dejado
su indeleble huella en la geografía de la nación. Mientras
que en algunas regiones del país se formaban alianzas estratégicas
entre narcotráfico y guerrillas en otras se desencadenaban sangrientas
confrontaciones entre éstas y los ejércitos privados de los
capos de las drogas, ahora en alianza con las Fuerzas Armadas.
En el primer caso, las alianzas consolidadas en las aisladas regiones
de las cuencas del Amazonas y del Orinoco fueron funcionales tanto para
la guerrilla como para los traficantes[9]:
la guerrilla ofrecía protección a los laboratorios de procesamiento
de posibles incursiones de unidades antinarcóticos, recibiendo a
cambio un porcentaje de las ganancias. Por su lado los traficantes, asegurándose
de una oferta barata y constante de pasta de coca, cambiaban parte de sus
ganacias por la tranquilidad de operaciones de bajo riesgo. En el segundo
caso, el odio entre narcotraficantes e insurgencia (más corriente
en zonas del país menos aisladas y caracterizadas por economías
de enclave o grandes latifundios ganaderos) se consolidó como respuestas
de los primeros a las estrategias de extorsión y secuestro implantadas
por las guerrillas. Con el boom de la industria del narcotráfico
los capos de la droga iniciaron una época de grandes inversiones
en finca raíz rural, en particular en zonas de ganadería
extensiva. Al poco tiempo varios segmentos de las tradicionales élites
ganaderas del país establecieron lazos informales con sus nuevos
vecinos como respuesta al incremento en secuestros y “vacunas” guerrilleras[10].
Argumentando su legítima defensa a la seguridad personal y a la
propiedad privada, terratenientes, ejércitos privados del narcotráfico
y miembros de las Fuerzas Armadas conformaron, desde mediados de los ochentas,
un frente común de “autodefensa campesina contra la expansión
comunista”. Para finales de esa década la violencia desencadenada
en estas regiones se desbordó extendiendo sus efectos y tentáculos
a todo el país.
En 1996 el recrudecimiento de las actividades guerrilleras y paramilitares
marcó el inicio de una nueva guerra territorial. Los grupos paramilitares,
antes desarticulados, se unifican bajo la sombrilla de una organización
nacional de extrema derecha (Autodefensas Unidas de Colombia) que pronto
logra consolidar su presencia virtualmente en todo el territorio nacional.
Con una sorprendente movilidad y capacidad de fuego, con arsenales sofisticados
y financiada con recursos del narcotráfico, los grupos paramilitares
colombianos han jurado una batalla sin cuartel que terminaría únicamente
cuando hayan reconquistado “los territorios perdidos de la nación”.
Hoy en día las ya rutinarias masacres en todo el territorio
nacional son los vestigios visibles que deja esta confrontación
a muerte entre paramilitares y guerrillas. Curiosamente en esta guerra
intestina el gran victorioso es el narcotráfico. Tanto las zonas
de cultivo de coca y amapola como los canales de distribución de
droga, paralelos a los de tráfico de armas y precursores químicos,
están protegidos por grupos paramilitares o guerrilleros, para quienes
las alianzas locales con el narcotráfico son estratégicas
y funcionales en la sustentación del conflicto. Adicionalmente,
la multiplicación de los frentes de guerra contra los cuales el
Estado tiene que responder han dispersado las acciones de los organismos
de seguridad al igual que los alcances mismos de una lucha frontal contra
el narcotráfico[11].
De nuevo, la comunidad Guambiana no ha sido ajena a ello. Después
de que las autoridades indígenas tomaron la determinación
de iniciar un proceso de erradicación de coca y amapola en su territorio,
panfletos intimidando y amenazado de muerte a los miembros del Cabildo
empezaron a circular públicamente. Esta exhibición no solo
socializaba una sentencia sino también ponía a rondar el
fantasma del terror dentro de la comunidad. Como lo indica un miembro del
Cabildo:
"Había algunos que estaban ya en contra de la decisión de la Asamblea y el Cabildo. No querían erradicar. Entonces aparecieron unos panfletos amenazando al cabildo y uno en la casa del taita Javier y también uno allá en mi casa. Entonces a pesar de todo eso la comunidad nos daba apoyo. Y pues nosotros también estábamos decididos. Sabíamos que eso nos iba a pasar, porque eso es complicadísimo. Cuando nosotros estuvimos allí en la Asamblea ahí en el salón había debajo de la puerta otro panfleto, y era más fuerte. Decía que tenían el apoyo de la guerrilla y que el cabildo y los gobernadores indígenas ya estabamos marcando calavera [muertos]."
En 1994 y en vísperas de las elecciones que llevarían a Ernesto
Samper a la Presidencia de la República, Andrés Pastrana,
para entonces contendor electoral de Samper y hoy actual presidente de
Colombia, hizo entrega de unas grabaciones que comprometían a la
campaña presidencial de su opositor con dineros del narcotráfico.
La Fiscalía General de la Nación abrió una investigación
que fué rápidamente concluída por el entonces saliente
Fiscal Gustavo de Greiff. En 1995 con el nombramiento de Alfonso Valdivieso
como nuevo Fiscal General de la Nación y ante la entrega de nuevas
evidencias que comprometían no solo al Presidente sino a algunos
de sus ministros, asesores e incluso a varios congresistas se reabre el
proceso. Ese mismo año el Presidente es formalmente acusado por
la Fiscalía y se inicia un juicio penal y político en el
Congreso. En Junio de 1996 el poder legislativo absuelve de toda responsabilidad
política y penal a Samper.
Esta crisis que se extendió durante tres de los cuatro años
de la administración de Samper evidenció con crudeza, ante
la opinión pública nacional e internacional, la penetración
masiva del narcotráfico no solo en el Congreso y en los partidos
políticos (factor que no era para entonces nuevo en el panorama
nacional), sino también en la propia Presidencia, institución
que hasta entonces había sido considerada como impermeable a las
manos del narcotráfico. Esta crisis marcó en el país
el epítome de la incursión del narcotráfico en todos
los niveles de la vida política de la nación. Con ella, la
misma figura del Presidente, hasta entonces uno de los pocos símbolos
de la precaria unidad nacional (Restrepo 1996), es no solo cuestionada
sino exhibída públicamente como espacio comprometido con
los intereses del narcotráfico. Los efectos sociales y políticos
de esta crisis no se dejan esperar: la descomposición del sistema
político Colombiano se hace evidente tanto para gran parte de la
población como para la comunidad internacional; la debilidad política
del gobierno repercute negativamente en su política de paz con las
guerrillas; la desconfianza e incertidumbre empresarial frenan la inversión,
el crecimiento y presionan alzas en los índices de desempleo; la
estigmatización de Colombia a nivel internacional se profundiza
ante el desprestigio de su clase política y su rama legislativa.
Con el gobierno de Pastrana (1998 -2002) se inicia una reconstrucción
del daño político hecho por el narcotráfico durante
la administración de Samper. Pastrana se ve confrontado no solo
con un país en crisis social y económica sino también
con una nación abatida por las múltiples guerras del paramilitarismo,
las guerrillas, y el crimen organizado. Si bien los esfuerzos de esta nueva
administración han estado enfocados en la búsqueda de un
dialógo entre gobierno y guerrillas, las políticas contra
el narcotráfico han ido ajustándose cada vez más a
los requerimientos de los Estados Unidos.[12]
A pesar de los esfuerzos por enfrentar estas múltiples crisis, la
descomposición del sistema político Colombiano y de sus instituciones
y el consecuente desencanto ciudadano para con un Estado que se percibe
no solo como anacrónico sino también como permeable al crimen
organizado han minado en grande medida las posibilidades para construir
proyectos optimistas de nación.[13]
Bajo este panorama, los esfuerzos de la comunidad Guambiana pueden
truncarse rápidamente. El Cabildo, para poder consolidar su credibilidad
ante la comunidad y así mantener las tierras del resguardo libres
de cultivos de coca y amapola, requiere no solo de la aprobación
de un paquete de proyectos sino del compromiso de diversas entidades del
Estado para la implementación de líneas de financiación,
adquisición de tierras, infraestructura social, y asistencia técnica.
Como mencionaba un miembro del Cabildo indígena:
"Nosotros ya hicimos lo que podíamos, ahora la bola la tiene el Gobierno. Si las entidades no cumplen su papel, si empieza a faltar voluntad pues todo nuestro esfuerzo se va para abajo. Si los apoyos no se dan en las cantidades [recursos] suficientes y en los tiempos necesarios entonces se nos vuelve un problema muy grave. Aquí a nosotros nos tocó enfrentar todo el problema del pueblo Guambiano: El problema de la erradicación, el problema de la comunidad, las demandas, las amenazas."
En 1991 Colombia adopta una nueva Constitución que resalta los derechos
civiles y fundamentales al igual que crea espacios para fortalecer el aparato
de justicia, tradicionalmente relegado a un segundo plano. A partir de
entonces la década ha estado marcada por importantes transformaciones
en el sistema judicial: la creación de la Fiscalía General
de la Nación como órgano coordinador de todas las labores
de investigatigación criminal, la Corte Constitucional como órgano
rector de los lineamientos de la nueva Constitución, la creación
y posterior fortalecimiento de modelos de sometimiento a la justicia (protección
de testigos, jueces sin rostro).
Ante el creciente deterioro de la confianza cuidadana para con el Congreso,
los partidos y la clase política en su totalidad, la rama judicial
se ha elevado como el único bastión dentro del Estado que
todavía tiene aceptación y credibilidad pública. A
pesar de la creciente corrupción en el sistema carcelario del país[14]
y de los altísimos índices de impunidad, los éxitos
contra el crimen organizado, las capturas de los grandes capos de la droga
y las investigaciones, procesos y encarcelamiento de algunas figuras de
la política nacional se han entendido nacional e internacionalmente
como muestras de la determinación del sistema judicial colombiano
en confrontar abiertamente al narcotráfico y sus incursiones dentro
del Estado. Bajo este contexto pareciera ser que la vida pública
colombiana se ha venido judicializando de manera similar a lo que ocurrió
a finales de la década de los ochentas en Italia con la operación
Manos Limpias[15].
El marcado desencanto con la política, la crisis de los partidos
y de los sistemas de representación ciudadana junto con el fuerte
resurgimiento del sistema judicial como poder independiente han posicionado
a los jueces en el centro del debate público[16].
El protagonismo jurídico resultante y el respaldo ciudadano que
él ha movilizado han generado, como lo indica Uprimny (1996), un
paradójico desplazamiento de la legitimidad democrática del
sistema político al sistema judicial .[17]
Si bien los procesos contra el narcotráfico iniciados y concluídos
por la Fiscalía General de la Nación han arrojado importantes
resultados (captura de las cabezas de los carteles de Medellín y
Cali, entre otros), el mayor temor de los narcotraficantes sigue siendo
la extradicción a Estados Unidos. El narcoterrorismo que se desencadenó
durante la administración Barco (1986-1990) y los atentados con
bombas en Medellín, Cali y Bogotá durante Noviembre y Diciembre
de 1999, ambos durante la reactivación de las políticas de
extradición entre Colombia y Estados Unidos, reflejan trágicamente
el temor visceral de los narcotraficantes para con esta figura[18].
Si bien los procesos de investigación y sometimiento a la justicia
se han distanciado de los tentáculos del narcotráfico, el
sistema carcelario colombiano es todavía débil y altamente
vulnerable a la corrupción, tanto así que la detención
de narcotraficantes nunca ha sido garantía para una suspención
de su delinquir[19].
El respeto para con las cortes se ha tejido mediante actos que garantizan
la vigencia de los derechos civiles y ciudadanos consignados en la Constitución
de 1991. En un intento por revocar el mandato del Cabildo Guambiano dos
indígenas cultivadores de amapola decidieron recurrir a las cortes
regionales y nacionales:
"Son unas personas que todavía ahí están resistiéndose y hasta nos tutelaron [demanda judicial]. Porque ya últimamente con la infiltración del narcotráfico las gentes se ponen rebeldes. La demanda se presentó aquí en el juzgado, promiscuo municipal de Silvia. El fallo fué a favor del Cabildo. Entonces ellos apelaron y lo enviaron a Popayán a la Sala Civil Laboral del contencioso administrativo del Cauca. También falló a favor del Cabildo. Y luego la enviaron a la Corte Constitucional, quien tambien falló a favor nuestro. De todas maneras dentro de la Jurisdicción Especial Indígena se dice que las decisiones que se tomen ahí, o cualquier problema que haya sucedido dentro del resguardo, es de la competencia de la autoridad tradicional. En vista de eso, la Corte tomó esa decisión y esta decisión lo que hizo fue ratificar que lo que hace el Cabildo. Entonces fue más bien que estas tutelas fueron a entender que las decisiones que tome el Cabildo están bien fundamentadas jurídicamente. Entonces los que estaban resistiéndose como desacataron la autoridad tradicional pues entonces son sancionados con quitarles su propiedad."
Durante la década de los setentas la nueva clase emergente de la
droga empezó a ser visible en las ciudades colombianas. Su estravagancia
y gusto por lo kitsch pronto los ubicó en la categoría de"lobos"
[emergentes]. Categoría de clasificación de la élite
del país que condensa no solo una falta de distinción social
y buen gusto, sino también una profunda censura moral hacia aquellas
clases emergentes que por entonces estaban construyendo sus fortunas alrededor
de la economía de la marihuana. Para mediados de los años
ochentas la sustitución de la marihuana por la cocaína trajo
consigo incrementos exponenciales en la riqueza, poder y visibilidad social
de esta nueva clase. La capacidad de restructuración social y cultural
de los narcos[20]
se amplificó hasta el punto de enquistarse para después mimetizarse
en diferentes capas del espectro social del país. Nuestra propia
arrogancia hacia esas “clases peligrosas” fué diluída rápidamente,
a medida que su incursión en los espacios propios de las élites
se fué solidificando. Con el transcurrir de los años se empezaron
a compartir los mismos colegios, los mismos clubes, los mismos barrios,
espacios que rápidamente se transformaron en lugares de acomodación
o resistencia. La seductora exhibición del inmenso poder y riqueza
de los narcos en combinación con sus fallidos intentos de ajustarse
a las categorías de buen gusto y distinción social propias
de las élites produjo reacciones profundamente ambiguas en las clases
altas colombianas: ¿Podrían los narcos, a través de
su propia auto imagen de nuevos empresarios, conseguir un nicho en la alta
sociedad? O por el contrario, ¿Sería su propia falta de distinción
y buen gusto aquello que los mantendría por fuera de estos círculos?
De hecho se dio una mezcla de estas dos condiciones produciéndose
con ello una profunda fisura en la imagen de cohesión que las élites
siempre pretendieron defender[21].
Hoy en día las élites colombianas son mucho más híbridas
y amorfas, articuladas únicamente por un agudo individualismo que,
como lo sugiere Restrepo (1992), magnifica los intereses privados a la
vez que cierra las posibilidades para la construcción de solidaridad
social[22].
La seducción que los narcos movilizan a través de sus
excéntricos estilos de vida, su ethos (heroíco, machista
e individualista) y su ilimitado acceso al poder, ha desencadenado profundos
cambios sociales y culturales que atraviesan todas las esferas de la vida
pública y privada, generando nuevas arquitecturas de mobilidad social
y nuevos parámetros para la construcción de subjetividades.
Los caminos para un rápido ascenso social se han multiplicado no
solo como efecto colateral de las economías del narcotráfico
sino también por las extravagantes demandas de los narcos[23].
El lavado de dinero pronto se configuró no solo como mecanismo para
legitimar grandes fortunas, sino como medio para tejer relaciones con un
amplio espectro de agentes pertenencientes a diversos fragmentos sociales
(banqueros, arquitectos, agentes de finca raíz, terratenientes,
diseñadores de interiores, artistas, políticos, burócratas,
abogados, sicarios, guerrilleros, paramilitares)[24].
Estas nuevas alianzas pasaron a reflejar el delirio de la lógica
de un capitalismo salvaje centrado en un desenfrenado despliegue de éxito
y poder, y articulado por agenciamientos y psicologías de corte
heroico, arrogante y autoritario. Los tentáculos del narcotráfico
afectaron no solo las dinámicas de movilidad social vertical sino
también aquellas propias de las clases subalternas: con la expansión
de los cultivos de coca y amapola se desencadenaron procesos de feudalización
territorial dentro de zonas de reciente colonización campesina,
dentro de los resguardos indígenas, dentro de los cinturones urbanos
de miseria, y a lo largo de las móviles fronteras de los bastiones
guerrilleros y paramilitares. Estos procesos de recomposición espacial
vinieron acompañados tanto por desplazamientos masivos de poblaciones
campesinas hacia centros urbanos, como por el surgimiento de oportunidades
para una rápida acumulación de capital[25].
En suma, el narcotráfico en Colombia no solo ha tenido un profundo
efecto sobre las complejas y múltiples formas de violencia, sino
también una incidencia determinante en la reconfiguración
de la arquitectura social y cultural del país. El narcotráfico
en Colombia ha impulsado una verdadera revolución cultural a través
de la propagación de un nuevo conjunto de sistemas de valores, de
parámetros de moralidad y de símbolos de éxito social
y personal, todos fundados en una obscena exaltación a un individualismo
agudo extendido a lo largo de todas las capas sociales, descomprometido
con las tensiones sociales existentes e incapáz de comprehender
la intricada complejidad del país[26].
Esta profunda incisión del narcotráfico en las matrices
sociales y culturales es resaltada por el Taita Henry, miembro del Cabildo
Guambiano, de la siguiente manera:
"Con esos cultivos, y como algunos ya procesan, pues ya ahí no mandan los usos tradicionales y la cultura. Qué cultura! ya manda es la plata Empieza ya la descomposición social, poco a poco a perder nuestra cultura. Pérdida del respeto a las autoridades, pérdida de respeto en el hogar. La rebeldía a las autoridades tradicionales, al cabildo, la desintegración familiar, la pérdida de la unidad en las mingas, que en otro tiempo pues eso era una cultura muy admirada. El que le paga más allá va pues. Ya ayúdeme, olvídese! Pero ya va cogiendo el dinero fácil entonces ya va perdiendo esa identidad cultural. El irrespecto a las autoridades tradicionales, el abandono de la familia. Eso para nosotros es muy grave. Y nosotros, nuestros hijos todo mundo iba enredándose allí. Ya las amistades se van involucrando y poco a poco se nos iban a enredar todo el mundo. Con los cultivos ilícitos se venía perdiendo todos los usos y costumbres. Y mirábamos que dentro de unos 2, 3, 4, 5 años aquí quien manda es el que tienen más plata y el que esté mejor armado."
Las percepciones más generalizadas dentro de la población,
sin duda alimentadas por polos de poder consolidados (medios de comunicación,
países económicamente desarrollados, organismos multilaterales
de financiación), entienden el narcotráfico como un fenómeno
circunscrito al proceso de producción, circulación y distribución
de drogas mediante redes de crimen organizado. El narcotráfico no
es únicamente aquello sino también, y quizás más
importante, un fenómeno con la suficiente capacidad para recomponer
no solo estructuras de poder globales y locales, sino también los
mismos modelos y prácticas sociales y culturales que articulan la
vida en comunidad. El caso Guambiano no es sólo una alegoría
de las complejas fuerzas que están moldeando la vida cotidiana en
Colombia y los modelos de autoridad, poder y socialización que en
ella se vienen consolidando.
Si bien el recuento que se ha hecho aquí es limitado en su profundidad
y alcance, la ilustración de la fluidéz del narcotráfico
y sus complejas y múltiples relaciones con estructuras de poder
locales, regionales, nacionales y transnacionales, llevan a pensar en la
relevancia de al menos tres grandes cuestiones. En primer lugar, el narcotráfico
es una fuerza fragmentadora de comunidad no únicamente por la violencia
desenfrenada que genera, sino sobretodo por las formaciones y vínculos
sociales y culturales que promueve. En segundo lugar, el narcotráfico
es un medio de movilización de poder y como tal dispone de una enorme
capacidad mimética que le facilita un tránsito rápido
y eficáz entre los invisibles laberintos de la marginalidad y los
iluminados corredores del poder institucionalizado. Finalmente, la fluidéz
del narcotráfico es truncada únicamente cuando ella confronta
tanto estructuras de poder vigentes, como los modelos y prácticas
sociales y culturales que viabilizan ese poder. Basta por ahora terminar
con una provocación: ¿Existe diferencia entre el ethos del
narcotráfico y aquel propio de otras formas legítimas y ya
diseminadas de rápida acumulación de riqueza? ¿Será
acaso que el narcotráfico sigue su rápida expansión
porque no está en verdad confrontando los cimientos de las estructuras
de poder vigentes sino tal vez potencializándo los vínculos
sociales y culturales que los sustentan?
Aguilera, Mario
1999. “La Justicia Insurgente y la Población Civil”. Manuscrito.
Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Universidad
Nacional de Colombia: Bogotá.
Camacho Guizado, Alvaro.
1996. “Narcotráfico, coyuntura y crisis: Sugerencias para un
debate”. En Tras las Huellas de la Crisis Política . Francisco
Leal, editor.Pp. 129-151. Bogotá: Tercer Mundo.
García Villegas, Mauricio.
1993.La Eficacia Simbólica del Derecho. Examen de situaciones
colombianas. Bogotá: Ediciones Uniandes.
Guzmán, Germán; Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña.
1964. La Violencia en Colombia. Bogotá:Tercer Mundo.
Mallarino, Gonzalo
1990. Año 2001: Romance en la narcoguerra. Bogotá: Oveja
Negra.
Medina, Carlos.
1990. Autodefensas. Paramilitares y Narcotráfico en Colombia.
Origen, desarrollo y consolidación. Bogotá:Editorial Documentos
Periodísticos.
Molano, Alfredo.
1987. Selva Adentro. Bogotá:Ancora Editores.
Moreno Durán, RH.
1993. El Caballero de la Invicta. Bogotá:Planeta.
Orozco, Iván.
1992. Combatientes, Rebeldes y Terroristas. Guerra y Derecho en Colombia.
Bogotá:Temis.
Orozco , Iván y Juan Gabriel Gómez.
1997. Los Peligros del Nuevo Cosntitucionalismo en Materia Criminal.
Bogotá: Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales,
Universidad Nacional de Colombia.
Pederzoli, Patricia y Carlo Guanieri.
1997. “The judicialization of Politics, Italian style”.
En Journal
of Modern Italian Studies. Volúmen 2, Número 3.
Restrepo, Luis Alberto.
1996. “El Ejecutivo en la Crisis: Dimensiones, antecedentes y perspectivas”.
En Tras las Huellas de la Crisis Política. Francisco Leal,
editor. Pp. 47-73. Bogotá: Tercer Mundo.
1992. "Los Equívocos de los Derechos Humanos en Colombia".
En
Análisis Político No. 16. Pp.23-40. Bogotá: IEPRI,
Universidad Nacional de Colombia.
Reyes, Alejandro.
1996.“Las mafias, la crisis política y las perspectivas de guerra
civil”. En Colombia Contemporánea. Saul Franco, editor. Pp.
285-297.Bogotá:Iepri, Ecoe Ediciones.
Rivas, Angela.
2000. “Oscuridad transparente de las cárceles Colombianas”.
En Formación de Investigadores. Dinámicas de la Realidad
Social Colombiana. Elssy, Bonilla, et.al.Pp. 111-154. Bogotá: Tercer
Mundo Editores.
Romero, Flor Angela.
1998. “Población Desplazada por la Violencia”.
En Análisis
Político . No 34. Pp. 147-165. Bogotá: Universidad Nacional
de Colombia.
Salazar, Alonso y Ana María Jaramillo.
1992. Las Subculturas del Narcotráfico. Bogotá:Cinep.
Sánchez, Gonzalo y Ricardo Peñaranda, editores.
1995. Pasado y Presente de la Violencia en Colombia. Bogotá:
Cerec, IEPRI.
Sánchez, Gonzalo.
1991. Guerra y Política en la Sociedad Colombiana. Bogotá:Ancora
Editores.
Taussig, Michael.
1987. Shamanism, Colonialism , and the Wild Man. Chicago: The University
of Chicago Press.
Theweleit, Klauss.
1989. Male Fantasies. Minneapolis:University of Minnesota Press.
Thoumi, Francisco.
1994. Economía , Política y Narcotráfico. Bogotá:Tercer
Mundo.
Uprimny, Rodrigo.
1996. “Jueces, Narcos y Políticos: La judicialización
de la crisis política“. En Tras las Huellas de la Crisis
Política. Francisco Leal, editor. Pp. 99-127. Bogotá: Tercer
Mundo.
Vallejo,Fernando.
1994 . La Virgen de los Sicarios. Bogotá:Santillana.
Villaveces, Santiago.
2000. “Internal Diaspora and State Imagination: Colombia’s failure
to envision a nation.” En The Qualitative Dimension of Quantitative
Demography. Dharmalingam, Sholkamy, Szreter Editores. Londres: Oxford University
Press. En Imprenta
1997. "Art and Media-tion: Reflections on violence and representation".
En Cultural Producers in Perilous States. George E. Marcus, editor.
Pp. 233-254. Chicago: The University of Chicago Press.
[1] Doctor en Antropología Rice University. Profesor visitante en el Programa de Pós-Graduação em Ciências Sociais (PPCS), Universidade do Estado do Rio de Janeiro (UERJ). Ensayo basado en el trabajo de consultoría realizado por el autor con el Programa Presidencial para la Sustitución de Cultivos Ilícitos (Plante), en Bogotá entre noviembre de 1997 y marzo de 1998. Agradezco la impecable y transparente colaboración de Angela Rivas, sin cuya ayuda este trabajo habría sido imposible. Una versión de este artículo se presentó en el X Congreso Mundial de Sociología Rural. Simposio E: New approaches for the development of rural communities. Sesión 2, Economic (under) development and illegal crops. Rio de Janeiro, Agosto 2000.
[2] Véase Taussig (1987) para un análisis del rol de la envidia como sentimiento articulador y creador de tejido social dentro de estas comunidades.
[3] Dentro del resguardo existen tierras de uso comunitario y microfundios (minifundios que se han ido dividiendo de generación en generación). La mayor parte de los cultivos ilícitos estaban en tierras comunitarias que además habían sido recuperadas de las manos de hacendados apenas una década atrás .
[4] Esta creencia es funcional para los intereses norteamericanos en la medida en que colapsa en un solo punto los temores del enemigo interno (doctrina de seguridad nacional) con la lucha antinarcóticos; no obstante deja por fuera del campo de visión la inmensa incidencia que tienen los grupos paramilitares colombianos en el control no solo de zonas de producción de cultivos ilícitos sino también en la distribución de narcóticos, tráfico de armas y de precursores químicos.
[5] Es importante resaltar que en Enero del 2000 el presidente Colombiano Andrés Patrana se reunió con Bill Clinton para terminar de negociar, junto con el Congreso de ese país, una ayuda que asciende a los US$1.300 millones, y con ello una mayor presencia tanto militar como operacional de efectivos de ese país en territorio Colombiano. Con este paquete Colombia se convierte en el tercer país del mundo, solo sobrepasado por Israel y Egipto, con mayor asistencia militar Norteamericana.
[6] Para una bibliografía y un panorama de la situación de los desplazados en Colombia véase Romero (1998),Villaveces (1997, 2000).
[7] Se conoce como La Violencia el período que va aproximadamente desde 1945 hasta 1965, caracterizado por una confrontación sangrienta en los campos colombianos entre militantes del partido conservador y militantes del partido liberal. La Violencia como período histórico se cierra con la consolidación del pacto bipartidista del Frente Nacional, a través del cual los dos partidos se comprometían a una alternancia en el poder. Véase Guzmán, Fals Borda, Umaña (1964); Sánchez (1991); Sánchez y Peñaranda (1994), entre muchos otros.
[8] Sobre justicia guerrillera véase el tabajo que viene adelantando Aguilera (1999).
[9] Para una historia de este proceso véase Molano (1987).
[10] Principalmente en la zona bananera del Urabá Antioqueño y en las zonas ganaderas de Córdoba y del Magdalena Medio. Véase Medina (1990). Las “vacunas” guerrilleras o impuestos revolucionarios, eran exigencias de pago en dinero o en especie a través de los cuales los ganaderos se obligaban a contribuir al financiamiento y manutención de la guerrilla; durante los noventas esta práctica fué tambien adoptada por los grupos paramilitares como una de sus fuentes de financiamiento.
[11] Hoy en día los organismos de seguridad deben en principio hacer frente no solo a la guerrilla y al paramilitarismo, sino también al narcotráfico, al terrorismo urbano, y a los altísmos índices de secuestros y homicidios en las grandes ciudades.
[12] Desde el fin de la Guerra Fría la política externa Norteamericana ha señalado al narcotráfico como amenaza a su seguridad nacional, amenaza que si bien proviene de varios países de América Latina está focalizada, según Washington, en Colombia (esta visión por supuesto deja por fuera del escenario los negocios que florecen junto al narcotráfico y que tienen su origen justamente en Europa o Estados Unidos, por ejemplo el comercio de precursores químicos, el tráfico de armas, el entrenamiento de ejércitos privados del narcotráfico por mercenarios del primer mundo, etc). Como se verá más abajo, las preferencias del Departamento de Estado Norte Americano son las de militarizar la lucha contra el narcotráfico y con ello legitimar una injerencia directa en los países del hemisferio.
[13] Véase por ejemplo la novela de Gonzalo Mallarino “Año 2001: Romance en la Narcoguerra” como ejemplo de una visión apocalíptica de una Colombia dividida por las guerrillas, consumida por la corrupción y por la incursión del narcotráfico en toda la vida política de la nación. A esta visión se le suman aquellas que circulan con insistencia en los medios de comunicación del hemisferio: Colombia la Bosnia de las Américas, la Balcanización de Colombia, y más recientemente la Colombianización de América Latina.
[14] Para un análisis de la situación carcelaria actual en Colombia véase Rivas (2000).
[15] Para los efectos de esta judicialización de la vida cotidiana en Italia véase Pederzoli y Guanieri (1997).
[16] Véase García (1993) y Orozco (1992).
[17] “En efecto, si los funcionarios (electos popularmente) son por regla general corruptos y los jueces no electos (popularmente) son quienes restauran la moral, entonces podría plantearse el colombiano ¿Para qué sirven la democracia y las elecciones? Los riesgos de una salida autoritaria y antidemocrática son entonces enormes, pues cada vez más la sociedad comenzaría a confiar en hombres providenciales para la restauración de la virtud.” Uprimny 1996:126. Sobre el mismo tema véase también Orozco y Gómez (1997).
[18] Los atentados con bombas durante Noviembre y Diciembre de 1999 en Bogotá, Medellín y Cali han sido atribuídos a una organización llamada “Resistencia Patriótica Colombiana”. Esta organización, según información del periódico El Tiempo, “actúa en retaliación por el desalojo de vendedores ambulantes, la quiebra de empresas y la extradición de colombianos.” (El Tiempo, Martes 28 de Diciembre de 1999). Según la Policía Nacional esta organización estaría conformada por milicias urbanas de las FARC y del ELN contratadas por el narcotráfico.
[19] La muestra más evidente de ello fué el encarcelamiento de Pablo Escobar en La Catedral, prisión de “alta seguridad”controlada por el propio capo y de la cual más tarde escaparía.
[20] El vocablo ¨narcos¨ aparece en el léxico popular a partir de la década de los ochentas en Colombia, y hace referencia a aquellos involucrados en algun segmento del proceso de producción, circulación y/o distribución de drogas ilícitas; adicionalmente el vocablo mobiliza un sentido de alteridad marcado tanto por la censura moral como por la profunda capacidad desestabilizadora de estos actores para con diferentes ordenes de civilidad.
[21] Mientras que varios clubes y colegios tradicionales de las élites negaban los pedidos de ingreso a aquellos que no podían probar un reconocido linaje a la alta sociedad, los altos círculos políticos y económicos daban la bienvenida a los que consideraban como“nuevos empresarios” y, por ende, potenciales socios en negocios futuros.
[22] Este agudo individualismo se ha entremezclado con un deseo por aferrarse a estilos de vida “cosmopólitas” (a tono con las imágenes de éxito y control proyectadas por el cine y las revistas de modas) construídos mediante una persistente negación de las tensiones sociales, al igual que una indiferencia punzante para con el destino del otro. Como el novelista Colombiano RH Moreno-Durán agudamente observa a través de uno de los personajes de El Caballero de la Invicta (1993), “Como una célula, él procedió a cubrirse con la densa membrana de la indiferencia, suspendiendo toda actividad.” El impestuoso surgimiento de guardaespaldas privados, y la sobrepoblación de agentes de seguridad en los centros comerciales, los aeropuertos, las residencias, los colegios, las oficinas públicas y privadas proveen, para estos “cosmopólitas”, un sentido artificial de normalidad que nutre tanto sus propias negaciones como sus propios delirios.
[23] Como lo indica Camacho (1996) la mobilidad social vertical, ya puesta en movimiento por el proceso de modernización, se intensifica con el narcotráfico con un componente adicional que dispara procesos únicos de hibridación social en cada segmento de clase: mientras que el narcotráfico construye nuevos valores y modelos de suceso, oportunismo económico e individualismo exacerbado, éste subvierte “las concepciones tradicionales sobre el ordenamiento jerárquico de la sociedad, los credos religiosos y las ideologías que sancionan la existencia, dominación y normalidad de las diferencias de clases sociales, que apuntalaron nuestra supuesta configuración como nación y su estructura particular de dominación.” Camacho 1996: 132.
[24] Véase Camacho (1996). Sobre el impacto del narcotráfico en la economía colombiana véase Thoumi (1994). Sobre el impacto de éste en culturas juveniles marginales véase Salazar y Jaramillo (1992) y Vallejo (1994). También véase la película Rodrigo D: No Futuro de Víctor Gaviria (1990).
[25] El boom de la droga trajo consigo no solo nuevas presiones sobre la frontera agrícola, sino que generó también repentinas y volátiles expansiones en las precarias economías de frontera, ahora sobrepobladas de comerciantes, prostitutas y pistoleros. En las zonas urbanas el impacto más agudo fué, en principio, sobre las poblaciones excluídas y marginadas. El narcotráfico logró no solo ofrecer una alternativa a las economías del rebusque, sino tambien articular a pistoleros y pequeños traficantes con bandas organizadas de sicarios. Sobre esto último véase Salazar (1990).
[26] Este tipo de individualismo, exaltado en esta época de capitalismo salvaje, se fundamenta en la idea de un control total del sujeto sobre sus acciones y sobre todo el mundo que lo rodea, es decir, en un agenciamiento heroico, individualizado y arrogante patrón de toda formación autoritaria. Para una discusión sobre este tipo de sujetividades véase Theweleit (1989).
Mama Coca Home | Contra la Guerra Química y Biológica | Enlaces | Contáctenos |