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Del ‘Almendrón’ a La ‘Perinola’: Cafres y Bonanzas Colombianos Vistos Desde El Filo Del Caos
Bernardo PÉREZ SALAZAR
Mocoa, Julio 1999
Recientemente Tercer Mundo y COLCIENCIAS editaron el libro ¿Para donde va Colombia ? con los primeros avances del proyecto Conocimiento, desarrollo y construcción de la sociedad, una visión prospectiva para Colombia. A través de este proyecto COLCIENCIAS patrocina una reflexión continua y ordenada acerca de este país y su futuro. Se trata de un esfuerzo por entender cómo funciona nuestra sociedad valiéndose para ello de un modelo conceptual con capacidad para explicar nuestra realidad presente, y a partir del mismo ajustar un modelo predictivo con el cual pueda contestarse la pregunta con la cual se titula el libro en referencia.
El método planteado para hacer esta prospectiva parte de una hipótesis central que propone una lógica interpretativa de la dinámica social colombiana para adelantar la reflexión. A partir de esta hipótesis – semejante a un corozo grueso y denso en torno al cual se envuelven diversas perspicacias acerca de nuestra sociedad, y por ello se denomina coloquialmente como el almendrón – , se forjan muchas otras hipótesis dependientes que recogen variables y procesos relevantes para entender nuestra organización social, como en este caso lo son el narcotráfico, la violencia, el déficit de legitimidad del aparato estatal, la inserción de la economía en el mundo globalizado, la pobreza, la integración nacional y el medio ambiente.
La esencia de la hipótesis del almendrón es que el orden propio del modo de organización social en Colombia, se fundamenta en una lógica social de manejo de la incertidumbre a través de “la imaginación, la astucia inocente o no inocente, la capacidad de dejar cláusulas ambiguas, y aprovechar zonas grises en los contratos, al poder o, llegado el caso, a la fuerza de cada parte”.
Si bien parece haber consenso en torno a este retrato del modo de ser colombiano en sociedad, hay discrepancias en torno a su razón de ser. Por una parte se argumenta que en nuestro medio la esfera de la racionalidad pública es notablemente débil, precisamente porque aquí predominan las racionalidades particulares. Por lo tanto hay una “falta generalizada de fé en el otro”, que genera unos costos de transacción elevados que “ las instituciones económicas y políticas son en general poco eficientes para reducir”. Pero de otro lado, se interpreta este estado de cosas como el resultado de una cultura de la inmediatez, con escasa o nula capacidad para proponerse propósitos firmes y de largo alcance y por lo tanto de comprender y darle importancia a lo público. Que el concepto de lo público es extraño a nuestra cultura, lo ilustra el popular modo de pensar que en Colombia lo público no es lo de todos sino lo de nadie : para quien solo alcanza a darse cuenta de sus necesidades y aspiraciones inmediatas, todo aquello que las trascienda es tierra de nadie...
Las notas que se presentan a continuación pretenden terciar precisamente en torno a esta discusión en particular.
Al modo de organización de la vida colombiana referido como ‘el almendrón’ subyace un rasgo atávico de nuestro imaginario, al cual Jaime Jaramillo Uribe atribuye un origen definidamente hispano, que nos hace propensos a los prodigios y las hazañas. Se trata de esa apremiante necesidad de la personalidad del colombiano de cautivar el reconocimiento de sus congéneres. Tan desaforada es esta necesidad heredada, que con frecuencia nos predispone a ‘pasarnos de la raya’, es decir a delirar. Son un rasgo y una propensión que viene presenciando esta tierra desde el tiempo cuando los conquistadores no encontraron reparo a enfrentarse con la adversidad e inclemencia casi solos, en un mundo desconocido, para ir tras el encanto de El Dorado en la hazañosa Conquista del Nuevo Mundo hace 500 años.
Aún hoy, infortunadamente, continuamos ostentando esta forma de comportamiento ‘prodigioso’ destinado a capturar el reconocimiento social por lo visto inherente a nuestra nacionalidad, que el grupo patrocinado por COLCIENCIAS ha tenido a bien denominar como ‘el almendrón’. Ya no privando a los aborígenes de sus deleites y placeres como hacían los frailes durante la conquista, ni arrebatando sus hijos y mujeres como hacían los demás, sino mediante la extendida práctica de dedicar nuestro ingenio a idear mecanismos para subordinar abusivamente a los demás y extraer rentas extraordinarias de su trabajo o pecunio
En unos casos, nuestro ingenio se vale para ello del ‘legalismo mágico’ – ‘micos’ u ‘orangutanes’ en el argot político – para establecer monopolios, fueros o estatutos al servicios de intereses especiales, ora para imponer la socialización de pérdidas particulares, ora para fijar subsidios públicos con destino a intereses privados. Y en otros, de mecanismos paralegales como el ‘desorden negociado’, con base en el soborno o la amenaza, gráficamente expresado en el aforismo ‘En este país hay que ser rico o peligroso’.
Circunstancialmente los colombianos hemos disfrutado en el pasado reciente de ‘bonanzas’ que han afianzado aún más está particular expresión de nuestra personalidad cultural. Dos nuevos mandamientos de convivencia entre nosotros, que evocan la facilidad de cosechar el fruto ajeno, lo enuncian breve y claramente: el ‘décimoprimero’ – no darás ‘papaya’ –, y el ‘décimosegundo’ – no dejarás pasar ‘papaya’.
Esta visión oportunista, propia del ‘lagarto’ y el ‘sapo’ y que se difunde con rapidez entre todos los estamentos de la sociedad, se afinca en la concepción de ‘lo público’ como campo de juego donde ‘el vivo vive del bobo y el bobo del más pendejo’. En este juego – que bien podríamos denominar ‘el juego del almendrón’ – impera la regla del todo o nada. Aquí no hay lugar para nada distinto a la inmediatez porque se juega en un esquema de ‘suma cero’ según el cual todo beneficio necesariamente se obtiene a costa de una pérdida para alguien. La tentación de echar mano al engaño en este contexto es casi irresistible, ya que de partida se juega con la premisa que los problemas no son para resolverlos sino para endosarlos a alguien más...
He aquí una diferencia que nos marca de otras sociedades, incluso geográficamente cercanas como nuestros vecinos de ascendencia inca : para el colombiano en general las reglas no se fundan sobre el precepto que representan un criterio de consenso colectivo y por ello otorgan autonomía a la colectividad que las respeta. Este es uno de los referentes culturales que quizás más agudamente carece la sociedad colombiana, y que es la esencia de uno del arsenal de ‘juegos ciudadanos’ propuesto por el Alcalde Mockus durante su administración en Bogotá : el juego de la perinola. Juego de origen arcaico asociado con rituales de adivinación e interpretación de presagios para colectividades enteras en cierta época del año utilizando un enorme trompo de madera que giraba recreando el movimiento de los astros, la perinola es hoy un pequeño trompo en forma de pera con distintos imperativos escritos en sus cuatros, seis u ocho caras, y que se usa en forma similar a los dados. Juego curioso quizás por la sabiduría con que refleja el devenir social, a veces invitando a poner, a veces a tomar, a veces individualmente y a veces de modo colectivo, la perinola aportó unos de los lemas centrales de la administración Mockus : Todos ponen - Todos ganan.
Pero en honra a la verdad, es preciso reconocer que previo a la amonestación que representan los juegos ciudadanos de nuestro ex-Alcalde de origen lituano, hay una exhortación histórica visible entre nosotros los colombianos a acoger la racionalidad de la perinola y el criterio de legitimidad y autonomía que otorga a un orden social la convicción que lleva a acatar de modo generalizado un cuerpo de reglas asociadas a un propósito común. Se trata de la exhortación de Santander, ilustre prócer de nuestra independencia, cuando sentó las bases del legalismo colombiano con su aforismo lapidario, – justo aquel que dominaba el umbral de la puerta por donde penetraron los tanques en la toma a sangre y fuego del Palacio de Justicia en 1985 : Colombianos : Las armas os han dado la independencia. Las leyes os darán la libertad. Es precisamente este precepto de la autorregulación como expresión de compromiso con la convicción en unos fines sociales, el que los colombianos no hemos podido interiorizar en lo que llevamos de vida independiente como Nación.
Por el contrario, entre nosotros las leyes nunca han alcanzado la investidura sagrada que les confiere el legítimo reconocimiento social de representar un mecanismo de autorregulación asociado con la convicción colectiva de alcanzar un fin social. En vez, desde los albores de nuestra vida republicana convertimos las leyes en un instrumento para hacer hazañas y sacar provecho de los ‘papayazos’ asociados con el ejercicio del poder, legado también atribuible al mismo Santander, cuando abusivamente se hizo otorgar la titularidad de los derechos de explotación de las minas de sal de Zipaquirá y Nemocón.....
La permanencia y difusión desde entonces de la lógica del ‘juego del almendrón’ como principio organizador de nuestra vida social, no puede justificarse por sus resultados. Porque como lo señala triste y certeramente José Luis Villaveces, nadie puede desconocer que como colectivo los colombianos no somos una nación de ganadores sino de vivos perdedores : la ausencia de una visión positiva con la cual los colombianos nos podamos identificar como colectividad, más allá de los triunfos espurios de nuestra selección de fútbol, así lo confirma.
Por el contrario, es probable que la permanencia y difusión de la lógica del ‘almendrón’ se derive de nuestra incapacidad de responder la famosa y críptica pregunta del maestro Echandía, sin duda nuestra personalidad política más atípica de este siglo, acerca del ejercicio del poder entre nosotros : ¿El poder para qué ? La toma a cañonazos del Palacio de Justicia en la Plaza de Bolívar de Bogotá 145 años después de la muerte de Santander, es muestra de cuán boba sigue siendo nuestra vida republicana, carente aún de fines y convicciones sociales legítimos que justifiquen el proyecto de nación-estado independiente llamado Colombia.
En ese contexto, la validez del ‘juego del almendrón’ es un buen indicador del desarrollo social y cultural colombiano : mientras su lógica continúe vigente será indicativo de nuestra indefinición de propósito y carencia de convicción como colectividad autónoma, y por lo tanto, de nuestra propensión a la inmediatez y el individualismo superlativos. Y el reconocimiento de la persistencia con que nos aqueja esta aflicción talvez puede ayudarnos a penetrar la suspicacia de otro popular dictamen de Echandía acerca de sus compatriotas : ¡Este es un país de cafres ! ( del árabe kafir, ‘infiel’ º bárbaro, que obra de un modo opuesto a la civilización º cruel, insufrible)
La expresión no está exenta de una pesada carga ideológica : se asocia con la descalificación de quienes se oponen a ser subyugados por la hegemonía de un orden avasallador. Así lo utilizaron primero los árabes y luego los europeos para referirse a los pueblos africanos que resistieron su esclavización y colonización. Por su parte los castellanos heredaron de los griegos y romanos la voz bárbaro para referirse primero a los extranjeros y luego a quien se opusiera a la extensión de su dominio militar, político y cultural. Pero otorgando el beneficio de la duda al maestro Echandía, aceptemos que utilizó el término para señalar nuestra escasa propensión y disposición de vivir dentro de un orden político, o mejor un orden ciudadano, y en contraste, el predominio del vandalismo en nuestro medio.
Colinchados de esta interpretación generosa del pensamiento del maestro Echandía, quizás sea provechoso abordar una prospectiva colombiana a partir de la hipótesis que hoy enfrentamos la circunstancia histórica de dar el salto cualitativo requerido para extirpar el vandalismo como estrategia de vida y transformarla en convicciones y costumbres propicias para vivir en un orden político autónomo asociado a cierto cuerpo de fines sociales legítimos y generales.
En vista que las estrategias de vida asociadas históricamente con el vandalismo están relacionadas frecuentemente con circunstancias de disipación en las cuales predomina la tendencia a liquidar y destruir activos productivos y culturales a través de su derroche y disfrute inmediato, – tal como sucede predominantemente hoy en Colombia, como lo ha reiterado Luis Jorge Garay en todos los tonos desde hace ya tiempo – probablemente sea útil traer a la discusión una analogía tomada de la teoría de desarrollo de ecosistemas.
Específicamente es de interés considerar lo referente a las fases iniciales de sucesión natural de especies a través de la competencia. Estas fases se presentan en ambientes de disipación de energía y nutrientes disponibles a raíz de la ocurrencia de una perturbación ocasional o catastrófica en un ecosistema. Es en estas circunstancias cuando las especies compiten por ocupar el espacio, y aprovechar los nutrientes y la luz a su alcance. Para ello utilizan dos estrategias ecológicas diferentes.
Unas especies, llamadas las pioneras, oportunistas o pródigas, entre otros nombres, compiten con base en la estrategia r , es decir, con base en tasas de reproducción elevadas para aprovechar rápidamente el “espacio vacío” y la disponibilidad de energía y nutrientes que allí se encuentren. Estas especies, que generalmente prosperan en condiciones de perturbación continuada, suelen estar ligadas a una vida breve y su tolerancia a ambientes de disipación está condicionada por la disponibilidad continuada y abundante de energía, nutrientes y espacio. Sin embargo, toda merma de esa disponibilidad afecta su capacidad de adaptación y reproducción.
La estrategia opuesta, conocida como estrategia K, es la asociada con especies que permanecen en la medida en que se reduce el nivel de perturbación, lo que permite que el sistema se auto-organice. Aunque menos propensas a una rápida proliferación, estas especies se adaptan a resistir en ambientes con baja disponibilidad de energía, nutrientes y espacio. Se trata de especies de comportamiento complejo, capaces de adaptarse y contribuir a la autorregulación de determinados nichos de vida. Por este motivo estas especies no se adaptan bien a los ambientes de disipación asociados con perturbaciones severas y persistentes ni cambios catastróficos. Pero precisamente por sus características de longevidad y eficiencia en la regulación del flujo de energía y nutrientes, estas especies persisten y contribuyen a fases y contextos de mayor organización.
Esta analogía nos permite apreciar la perspicacia del dictamen según el cual los colombianos utilizamos las bonanzas económicas de los tres últimos decenios – café, ilícitos y combustibles fósiles – cabalgando sobre una estrategia análoga a la r , que en castizo se traduce a la estrategia de ‘pescar en río revuelto’ : mientras el país se desindustrializa y su seguridad alimentaria es cada vez más precaria, mientras las mejores tierras cultivables del país se han sustraído del circuito productivo por encontrarse en manos de narcotraficantes en repliegue, mientras el aparato gubernamental continua negociando convenciones laborales y estatutos especiales con trabajadores oficiales y maestros sin criterio de responsabilidad, mientras continúan realizándose registros actuariales con cargo a fondos de pensiones públicos sin su aprovisionamiento real, mientras el sector real de la economía pierde diversidad y se infla un sector terciario de baja o nula productividad, mientras continua desangrándose infructuosamente el erario público en las guerras contra los cultivos ilícitos, las voladuras de oleoductos y la extorsión por parte de los grupos alzados en armas, mientras los medios de comunicación continúan recaudando ganancias extraordinarias vendiendo al mundo imágenes del desangre del país, mientras dejamos que todo eso suceda con nuestro aparato productivo, los colombianos continuamos alentando aspiraciones y patrones de consumo más allá de lo que realmente producimos.
Que en estas circunstancias los colombianos – tanto los alzados en armas como los ‘subidos’ en pretensiones desmedidas– nos estamos comportando como verdaderos vándalos, y que ello aún no sea plenamente evidente para la gran mayoría de nuestros compatriotas, parece confirmar que estamos íntegramente identificados con la misma estrategia de las especies pioneras, oportunistas o pródigas de nuestra analogía con la teoría de desarrollo de ecosistemas. Y probablemente la naturaleza autoaniquilante de esta estrategia no llegará a ser visible para muchos, hasta tanto no se acabe la racha de bonanzas que el país ha vivido casi de manera continua durante los últimos 25 años.
En el presente, se vislumbra que esa racha probablemente durará hasta el 2005. Fecha fatídica para muchos, pues será cuando decaiga la producción del segundo de los dos más grandes yacimientos petroleros descubiertos en el país. Y desde ya la visión negativa de lo que nos puede suceder en caso que no haya nuevos hallazgos importantes en el futuro cercano, nos está conduciendo a que intensifiquemos la inversión en la exploración petrolera para así ..... postergar el momento que se nos acaben las bonanzas.
¿Llegará ese día o será que nuestra ingenio vándalo logrará aplazar indefinidamente ese insuceso? Después de todo – dirán algunos eruditos que conocen mejor al resto de mundo que la idiosincrasia de su propio país – no hay que olvidar experiencias de países mucho más pobres en recursos naturales que el nuestro, y que hoy gozan de niveles de vida superiores a los nuestros.
A diferencia de lo que ha sucedido en esos países, en Colombia nos hemos conformado durante décadas con un crecimiento económico mediocre fundado en el axioma que mientras a la economía le vaya bien, al país le puede ir mal. Y con base en esa lógica hemos sostenido nuestro ‘crecimiento’ a partir de actividades fútiles y frívolas, cuando no sencillamente dilapidando activos : ¿ cuántas de las obras públicas inconclusas – y también conclusas – han servido para algo distinto a mantener aceitados los ‘serruchos’ de innumerables camarillas y financiar la depreciación de la maquinaría y equipos contratados ? ¿cuántas inversiones en estudios de preinversión inservibles se han convertido en volúmenes de papel útiles sólo para engrosar expedientes ? ¿cuántos trámites de licencias y permisos han sido establecidos con algún fin distinto a transferir rentas a las camarillas de ’consultores expertos de renombre nacional e internacional’ ? ¿cuántos importadores han vendido su alma al diablo para convertirse en contrabandistas lavadores de dineros sucios? ¿cuántos proveedores de botas, cascos, uniformes, raciones de campaña, municiones, armas, combustibles, transportes, repuestos, precursores químicos, e imágenes de dolor humano y violencia desgarradora, entre otros, se benefician del conflicto de baja intensidad que se libra en nuestro territorio, de los atentados contra los oleoductos, de la fumigación aérea de cultivos ilícitos ?
El fondo profundo de la cultura mafiosa, a la que se refiere Luis Jorge Garay, probablemente se relaciona con esta tendencia creciente de nuestra sociedad a derivar renta a partir de la dilapidación de activos. Táctica que a su vez acentúa desequilibrios que propician el surgimiento de nuevas oportunidades para continuar lucrando del proceso de disipación económica y cultural. La represión y las tácticas de conflicto de baja intensidad – operativos de bloques de búsqueda, grupos élite anti-secuestros, fumigaciones aéreas de cultivos ilícitos, acciones de ‘terrorismo de Estado’, entre otros – sólo reproducen condiciones para que los agentes económicos asociados con esta lógica continúen prosperando – con innovaciones como ‘vacunas’ generalizadas a toda la población, y las masacres y ‘pesca milagrosa’ de civiles inermes, entre otras.
Estas organizaciones finalmente ven facilitada su estrategia de operación en medio de la inestabilidad e incertidumbre que genera el conflicto de baja intensidad, condiciones para la cuales está perfectamente adaptado su modus operandi. Este ambiente a su vez favorece la esfera de lo ilícito al atraer y abrir un sin número de oportunidades de rentabilidad económica para estas organizaciones, como son entre otros, el tráfico de estupefacientes y sus precursores químicos, de armamento, contrabando, lavado de dineros, fauna silvestre, recursos genéticos, entre otros. Todo ello a su vez conduce al debilitamiento de la acción de las autoridades del Estado, que pasan del anonimato al desprestigio a medida que cunde la extorsión y la corrupción asociadas con este tipo de contextos.
Una vez adquiere inercia, el poder disipativo de la cultura mafiosa se torna incontenible. La doctrina del conflicto de baja intensidad exige a los agentes preparados para actuar en estas circunstancias, tener a su disposición una amplia red de auxiliadores, activistas disfrazados, milicianos informantes, estafetas, recaudadores, extorsionistas, transportadores, comisionistas, comisarios políticos y encubridores, entre otros. Por lo tanto, a medida que cunde la inestabilidad, el temor y el terror provocados por el conflicto de baja intensidad, se transforman en incentivos perversos que inducen a ver estas redes organizadas como la alternativa más segura para garantizar la integridad y prosperidad personal, tal como lo predice la teoría que preside nuestra analogía ecológica.
Pero acabados los activos disponibles para dilapidar, esta estrategia alcanza su límite y se colapsa sola, tal como sucede con las especies oportunistas en las fases iniciales de sucesión ecológica: en el fondo la cultura mafiosa y el vandalismo son como la ‘chanda’ de los perros, que con la muerte del hospedante se acaban. ¿Cuánto tiempo falta para que esto suceda en el caso colombiano ? Un análisis de la evolución histórica de la proporción del ‘valor agregado total’ que en el presente genera la cultura mafiosa dentro de la economía colombiana, podría darnos pistas ciertas sobre el asunto.
¿Y cuando llegue el momento del colapso, qué puede suceder ? Seguramente presenciaremos una notoria reducción en el nivel de vida de la clase media, que de acuerdo con los dictámenes más autorizados, en el presente goza de niveles muy por encima de su productividad real. A todas luces las aspiraciones que ostentan estos colombianos no son sostenibles.
En buena medida remedan el estilo de vida y patrones de consumo de sociedades que derivan su riqueza de productos intensivos en conocimientos como armamento y bienes de capital automatizados, biotecnologías asociadas con la ‘desmaterialización’ de la producción, el desarrollo de aplicaciones automatizadas, portafolios de inversión de alto rendimiento y servicios de distribución en mercados globales, entre otros. Pero ese mismo estilo de vida y patrón de consumo no puede sostenerlo de manera duradera una economía como la nuestra, cuyo crecimiento real está amarrado a actividades de extracción de materias primas como petróleo, carbón, oro, café y banano y a un sector terciario de bajísima competividad. El ajuste será doloroso mientras no se acepte que esa reducción en nuestros niveles de vida responde a estas causas estructurales, y no a razones meramente coyunturales.
La posibilidad que del colapso emerja un principio de organización social más afín a la ‘perinola’ que al ‘almendrón’, cuya lógica conduzca a estructurar y sostener un proyecto social amplio y estable del cual podamos derivar satisfacción e identificarnos orgullosos como colombianos, es del todo incierta. Depende de la convicción con que podamos acoger un propósito así, y hacer de ese propósito factor motriz para emprender la transformación cualitativa de nuestra realidad social. En fin, puede ser el resultado de un proceso de generaciones o de decenas de generaciones.
Pero hay acciones que pueden adelantarse desde ahora para cimentar una convicción así. En primera instancia, será de gran utilidad modelar la evolución del nivel de vida de los colombianos en los diversos contextos regionales y sociales, en función de distintos escenarios de acceso y disponibilidad de energía. Mientras no haya acceso ilimitado a energía, este es un asunto de prioridad estratégica para cualquier sociedad en el mundo globalizado de hoy, y particularmente para una como la colombiana tan propensa a pasarse de la raya y al remedo insensato, como ya lo hemos señalado (Ver Recuadro 1).
Recuadro 1
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Otro tema de interés sobre el cual es conveniente centrar la atención de los colombianos desde ya, es la composición de la canasta de energéticos e información con la cual Colombia va a suplir sus necesidades y aspiraciones de desarrollo social y económico. Dentro del estilo moderno de desarrollo, es bien conocida la alta correlación que existe entre nivel de vida y consumo de energía por habitante. En el presente países como Estados Unidos y Canadá, que figuran en los primeros rangos del índice de desarrollo humano de las Naciones Unidas, consumen juntos casi el doble de la energía per capita que los europeos, diez veces más que los asiáticos y veinte veces más que los africanos. Como es bien sabido, este orden descendente refleja el rango de las posiciones que ocupan los paises de esos continentes de acuerdo al mencionado índice de desarrollo humano.
Pero también hay que tener en cuenta que ésta correlación no necesariamente determina la calidad de vida de manera lineal. Como lo señala Paul Duvigneaud, el bienestar no puede ya tender principalmente al alza en el nivel de vida, es decir, a la conquista de bienes cada vez más abundantes y perfeccionados. Debe encaminarse a incrementar rápidamente los bienes inmateriales, es decir, las satisfacciones colectivas respecto a las condiciones de vida que se expresan en el medio social y el medio de vida que se traduce en el entorno físico.
Definitivamente se trata de una nueva propuesta de estilo de vida dentro de cuyo marco tiene más valor la capacidad de autocuidado de la salud física y mental del individuo y la ausencia o baja incidencia del maltrato infantil en el seno familiar y escolar, que el acceso a un costoso y congestionado sistema educativo y de seguridad social o el número de guardaespaldas al servicio de la seguridad personal del individuo y su familia. Dentro de un estilo de vida así, la calidad del aire y del espacio libre diseñado para la recreación y esparcimiento público serán, por supuesto, más importantes que el número de aeropuertos localizados 40 km. a la redonda o la cantidad de energía disponible para el consumo por habitante. (Ver Recuadro 2)
En circunstancias como las que afronta hoy la sociedad colombiana, en las que presenciamos cómo se pauperiza la clase media debido a la disipación desmandada de nuestros activos productivos y culturales, puede ser altamente conveniente para el país promover una reflexión amplia y autocrítica en torno al sentido íntimo de nuestros propósitos : ¿pensamos, obramos, percibimos y aspiramos por convicción, temor, o sencillamente eludiendo lo que no deseamos? Esa propensión nuestra a pasarnos de la raya y a remedar toda grandeza ajena, a la efervescencia momentánea, delata el predominio de propósitos inmediatos, contradictorios y confusos probablemente atribuibles a nuestra carencia de convicciones firmes.
Las convicciones sustentan nuestra manera de ver y actuar, y son el resultado del proceso de formación del estado presente de conciencia individual y colectivo de una sociedad. Infortunadamente la colombiana es una cultura que se ha forjado sobre la base de aprender a convivir en un estado de malestar generalizado mediante el conformismo oportunista como estrategia de vida individual. Por lo tanto nuestros procesos de socialización están estructurados y condicionados por visiones negativas , como lo ilustra vívidamente la preocupación actual por la fatídica llegada del año 2005 sin tener petróleo para exportar y continuar aplazando la agonía de nuestra economía de bonanzas.
No actuamos, percibimos ni pensamos en función de una visión positiva de lo que deseamos alcanzar, de aquello de lo cual podamos derivar satisfacción plena de conformidad con nuestros propios parámetros, a la manera de la discusión que plantea el Recuadro 1, por ejemplo. Nuestra socialización y nuestro sistema educativo responden a un modelo funcional a la manipulación del individuo y a colectividad a través del temor. Su orientación y contenidos nos señala lo que debemos evitar, sin jamás consultar lo que realmente deseamos. El temor ‘al fracaso’ generalizado en nuestro medio parece reproducir y reafirmar constantemente una creencia arraigada en nuestra indignidad para merecer lo que realmente deseamos. Quizás aquí esté el origen cierto de nuestro inmediatismo oportunista.
De ser así, la tarea consecuente será la de reconstruir nuestro sentido de dignidad personal y colectiva junto con nuestra capacidad de desear, de proponernos y alcanzar visiones positivas. El punto de partida obligado para hacerlo será enfrentar la realidad en que vivimos, valorando su estado y calidad por medio de indicadores que nos permitan concentrar nuestra atención de manera permanente en aquellos aspectos de la vida que consideramos importantes para hacer una valoración positiva – es decir, por presencia y no por ausencia – del medio social y el entorno físico en que vivimos : ¿qué cantidad de tiempo dedicamos al mantenimiento y autocuidado de la salud física y mental personal, familiar y de nuestros allegados ? ¿es el entorno de nuestra vivienda propicio para a actividad productiva y recreativa ? ¿disfrutamos satisfacción y armonía con el medio social y el entorno físico en el cual convivimos y transformamos con nuestra presencia ? Finalmente toda convicción se cimienta sobre una valoración no sólo de lo que nos pertenece sino de aquello a lo que pertenecemos.
Recuadro 2
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Reconociendo con firmeza el estado y calidad de la realidad social y física en que vivimos, con sus perversidades y virtudes, estaremos en condiciones de proponernos positivamente – de nuevo, por presencia y no por ausencia – un estilo de vida y unos indicadores de calidad más ‘apropiados’ para moldear las aspiraciones individuales y sociales en los diversos contextos regionales de nuestro país. Una correspondencia más consistente entre aspiraciones y condiciones del medio social y el entorno físico objetivamente a nuestro alcance real, pueden afincar en nosotros un sentido de convicción más sólido y perdurable en relación con nuestros propósitos. Quizás sea por esta particular carencia de nuestra cultura que la convicción que en nuestro medio con frecuencia efervesce hasta el punto de esfumarse.
Estamos ante un momento en el cual es crítico superar la sobrecogedora inmovilidad social frente a nuestra realidad y las visiones negativas que controlan nuestras actuaciones en el presente. Es preciso encontrar la manera de movilizar el cambio de actitudes, percepciones y aspiraciones en torno a los valores y estilos de vida de los colombianos en la actualidad, de tal forma que nuestras actuaciones dejen de responder a los miedos con los cuales nos dejamos manipular, y se conviertan en instrumentos para alcanzar visiones positivas de la vida sustentadas en la convicción de lo que realmente deseamos.
Como lo destaca el Recuadro 2, el manejo apropiado de información acerca de indicadores de satisfacción con el medio social y el entorno físico, encierra un enorme potencial movilizador para el cambio de actitudes, percepciones y aspiraciones. Por lo tanto es concebible estructurar un proceso masivo de aprendizaje social basado en el diálogo reflexivo de grupos que comparten entornos vitales, acerca de la manera de valorar el estado y calidad actual de su entorno compartido por medio de indicadores de satisfacción como los que se han presentado aquí a manera de ejemplo. Un ejercicio de esta naturaleza permite generar una tensión creativa al enfrentar a los sujetos con el reto de encontrar modos de reorganizar sus contextos habitacionales, productivos, recreativos, de ocio y de pensamiento con base en estrategias de cooperación, reciprocidad y autorregulación afines a la lógica de ‘la perinola’. A su vez esta tensión creativa puede convertirse en fuente de motivación y energía para emprender el logro de metas de indicadores de satisfacción con el medio social y el entorno físico que se proponga autónomamente el grupo. A medida que de manera continua el grupo haga seguimiento y reciba retroalimentación acerca del impacto surtido por las estrategias de reorganización adoptadas sobre el estado y calidad de sus condiciones y medios de vida, esa misma tensión creativa se transforma en un motor para sostener el esfuerzo movilizador requerido para lograr el cambio y consolidación de actitudes, percepciones y aspiraciones en el grupo.
Un dispositivo de aprendizaje y movilización social de este corte puede operar conectado a un sistema de información de amplio acceso y fácil consulta, basado en indicadores y alarmas, dispuesto para hacer el seguimiento de problemas y procesos críticos que afectan la calidad de vida de los grupos que comparten un entorno vital. Semejante ‘innovación social’ serviría para alimentar y retroalimentar la recursividad, fomentar mecanismos de cooperación y autorregulación social, y motivar un proceso de enriquecimiento cultural a partir de visones positivas mediante la valoración, adopción y apropiación de destrezas, rutinas, configuraciones técnicas, normas, infraestructura y prioridades políticas que en un momento determinado sean funcionales para afianzar el sentido de pertenencia al medio social y entorno físico de los colombianos. Afianzar nuestra identidad por medio de este modo de aprendizaje social, puede contribuir de manera importante a consolidar nuestra convicción en relación con nuestra capacidad de alcanzar logros.
Desafortunadamente en el presente, Colombia está mal dotada para compilar, procesar y divulgar la información de utilidad pública requerida para operar una propuesta intensiva en información como esta (Ver Recuadro 3). Pero incluso disponiendo de los medios para hacerlo, aún nos resta encontrar la manera de robustecer nuestras flacas convicciones, condición ineludible para fundar un orden ciudadano viable y sostenible.
Estamos tratando en este caso, con el enflaquecimiento secular de nuestro sentido de convicción, de siglos de transitar con los ojos vendados por el camino del mestizaje étnico, cultural y social, para evitar evidencia alguna que pueda perturbar nuestra persuasión que no hay aprendizaje provechoso de la experiencia pedestre del mestizaje. En ese trance de siglos de imposición por fuerza del miedo y no de la convicción genuina de ‘una única verdad verdadera’, de un estilo de vida ‘correcto y decoroso’, sucedió como era inevitable que sucediera, que perdimos la verdad y la capacidad de renovar nuestro compromiso con ella mediante el aprendizaje permanente.
No hablamos aquí de ‘la Verdad Absoluta’ ni de alguna ‘causa última’. Nos referimos al compromiso de extirpar las maneras como nos auto-engañamos, como a diario nos enjaquimamos tapaojos para no ver alrededor. Ese compromiso, el de procurar ensanchar continuamente nuestras percepciones para reconocer y alterar aquellas estructuras mentales que nos imponen conductas que nos hacen prisioneros del ‘juego de almendrón’, es el que nos permitirá robustecer la convicción necesaria para deshacernos del miedo y construir una identidad y autonomía genuinas.
Para ello es preciso rescatar la noción de ética. No como el discurso acartonado desprovisto de significado real o la pantomima de contrición en que se ha convertido, sino como el punto de referencia para aclarar nuestra responsabilidad por lo que sucede en nuestro entorno, o mejor aún, nuestra responsabilidad por la satisfacción o insatisfacción colectiva con el entorno al cual pertenecemos.
Porque sin una ética que nos confronte permanentemente a reconocer esta verdad, todo se nos vuelve invisible: nuestros errores, nuestra responsabilidad y nuestros recursos de autoengaño. Sin ética por lo tanto, es imposible convertir el error en aprendizaje. En el aprendizaje, la ética sirve para afirmar nuestros principios y rectificar con sabiduría aquellas intencionalidades y actuaciones que motivan insatisfacción con el entorno.
Los principios éticos compartidos propician la convergencia de las intencionalidades individuales, y permiten experimentar la identidad colectiva como tal, es decir, experimentar la satisfacción de la responsabilidad personal con el entorno del cual somos parte. En última instancia la calidad de nuestra vida se deriva de la sabiduría tras esa satisfacción. También lo hace la disciplina para acoger y observar las instituciones, normas y reglas que garantizan la sostenibilidad de esa satisfacción colectiva con el entorno. La convicción necesaria para cimentar un orden ciudadano autónomo y genuino nace precisamente del modo de pensar y aprender que brota de esa sabiduría.
Recuadro 3
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Además de armonizar los criterios de
producción, tratamiento y difusión, una política nacional
de información de utilidad pública debe abordar la solución
de las limitaciones causadas por el nivel de generalidad en que se encuentra la
información de toda índole disponible en fuentes de orden
nacional. La generalización, por ejemplo, en el tratamiento y
presentación del nivel de necesidades básicas insatisfechas de la
población utilizando los límites territoriales de municipios o
veredas como unidades estadísticas de representación
cartográfica, resulta enteramente insatisfactorio por varios motivos.
Entre ellos, porque estos límites son susceptibles de ser modificados en
el tiempo, lo que los rinde inservibles para su utilización en
análisis temporales. Además, particularmente en los municipios de
mayor tamaño, obligan a la generalización de atributos hasta el
punto de perder toda significación, e impidiendo los análisis
espaciales tendientes a la caracterización de los patrones y tasas de
variación de estos atributos en el espacio.
Es tiempo que el país le preste más
atención a manejar su información de utilidad pública a fin
de encontrar una manera más funcional y económica para su
tratamiento e inserción en los procesos de toma de decisiones acerca del
desarrollo social y económico de nuestro país. Es conveniente que
se consideren seriamente trabajos de ingeniería conceptual que ya
circulan para diseñar el procesamiento estadístico de
información temática mediante el manejo de celdas
informáticas especialmente diseñadas para permitir manipulaciones
estadísticas de tipo desglose/agrupamiento progresivo/selectivo de
variables, precisamente para obviar la generalización obtusa en su
tratamiento y presentación.
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