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El
desarrollo alternativo no es cosa distinta a la construcción de
un nuevo sistema de vida que emane de un modelo económico también
nuevo.
No
se trata simplemente de remplazar unas cuantas matas de hoja de coca por
otras de piña, o unas plantas de amapola por igual número
de arbustos de lulo. Entre otras razones, por la extrema fragilidad de
los ecosistemas de las áreas donde proliferan estos cultivos ilícitos,
en especial el primero, que ocupa el noventa y cinco por ciento de la extensión
cubierta por ambos; por la diminuta capa vegetal de sus suelos y laderas;
y por la ausencia total de infraestructura básica en materia de
vías, adecuación de tierras, agua y energía eléctrica.
El
tratamiento eficaz del problema tiene que partir del reconocimiento de
su etiología demográfica, la cual está referida al
origen geográfico de los centenares de miles de colonos expulsados
de las zonas andinas y costeras por falta de espacios económicamente
viables en la agricultura lícita tradicional. He ahí una
parte sustancial del enorme costo social resultante de no haber adelantado
a tiempo una reforma redistributiva de la propiedad agraria y agroindustrial
en Colombia; de la parálisis de la inversión rural en riego,
carreteras, educación, tecnología y extensión; de
la exclusión de la categoría de sujetos de crédito
de un millón de familias campesinas durante los últimos lustros
por cuenta de la corrupción que impunemente enterró a la
Caja Agraria; y de la ruina a la que esta masa de compatriotas fue condenada
por el experimento neoliberal que acabó con sus agronegocios en
virtud de los cargos sin fórmula de juicio por su supuesta ineficiencia
e incompetencia.
La
otra parte del costo está representada por el colapso geopolítico
en que desembocó semejante holocausto económico, es decir,
la pérdida de la gobernabilidad del Estado. O, visto desde el ángulo
opuesto, la entronización de otros estados, dirigidos desde los
santuarios y “caguanes” del narcoparamilitarismo y la narcoguerrilla, a
partir de los cuales sus cabecillas se disputan el control territorial,
y, así mismo, la lealtad comprada o forzada del campesinado cocalero
y amapolero que no tiene más opción que aceptar su “amparo”
a cambio del abandono en que los dejó la doctrina del libre juego
de las señales del mercado.
El
desarrollo alternativo no puede ser, entonces, cosa diferente a la construcción
de un nuevo sistema de vida que emane de un modelo económico también
nuevo. Para comenzar, suprimiendo el tratamiento de victimarios y delincuentes
que la autodenominada sociedad de bien –con Policía y Ejército
por delante– les viene otorgando a quienes en realidad han sido las víctimas
y los damnificados de su injusticia. Segundo, concentrando las acciones
de interdicción única y exclusivamente en las redes de compra
clandestina de sus cosechas –obviamente eliminando las fumigaciones– y
sustituyéndolas por agencias gubernamentales que las adquieran y
cancelen durante el tiempo que transcurra hasta cuando puedan ser reubicados
en otras actividades. O pagándoles durante idéntico lapso
una suma por cabeza equivalente al salario mínimo legal, a la manera
de seguro de desempleo. Y tercero, que induzca la más profunda reorientación
de la historia de la atención pública y el gasto privado
hacia su organización y asentamiento en núcleos empresariales
integrados verticalmente hacia delante con procesamiento y comercialización,
en renglones forestales y de ciclo mediano en la Orinoquia, y rubros de
ciclo semestral en la frontera convencional.
La financiación de esta empresa no puede concebirse como una simple “ayuda”, sino como la indemnización que moralmente están obligados a pagar los consumidores de las drogas, los más opulentos de la tierra, en tanto se resistan a legalizar o regular su comercio.
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