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Practicando la paz, viviendo con la guerra:
un viaje rio arriba en Colombia[1]
(reseña)
Kimberly Theidon
Center for Latin American Studies
Stanford University
650.851.0673
ktheidon@AOL.com
Favor no citar este documento sin la autorización escrita de su autora.
Las estadísticas lo pueden adormecer a uno, a no ser que a cada una de ellas le adjudiquemos su nombre, su historia, su familia; a no ser que percibamos seres humanos en lugar de gráficos. Yo soy una antropóloga médica que ha trabajado en Perú durante años, principalmente en las aldeas rurales que fueron destruidas durante la guerra interna de ese país. He pasado muchas horas conversando con los sobrevivientes de la guerra, ofreciendo pañuelos, acariciando espaldas sacudidas por el llanto, masajeando cuellos que “se tensan como nervios al vivo cada vez que pienso en como lo mataron”, y secando mis propias lagrimas a medida que estos sobrevivientes me van pasando sus pesares aunque sólo sea por la duración de una entrevista. Hace mucho que perdí la capacidad para borrar estas caras.
Mis lecturas matutinas del New York Times y las columnas de Juan Forero sobre Colombia me convencieron que para mi era imposible no actuar. Sé, por mis experiencias en el Perú, que la gente debe estar actuando en contra de la violencia, aun en medio de la guerra. Sé asimismo que no basta con decir “no” a los paquetes e intervenciones militares: tiene que haber alternativas no belicosas a las que las personas pueden decir que “sí”. Salí para Colombia en julio, encontrándome con dos colegas que comparten mis inquietudes. Decidimos ir hacia el Urabá, una región del noroeste colombiano a horcadas entre los departamentos de Antioquia y Chocó. Maria Paz Bermejo de la oficina de las Naciones Unidas era un buen contacto y habíamos escuchado que un grupo de desplazados había organizado unas Comunidades de Paz y retornado a sus tierras.
En Urabá los paramilitares controlan las ciudades y los pueblos en alianza con las elites locales y sus contactos militares, mientras que los grupos guerrilleros dominan el campo. Tanto el uno como el otro cobran una “vacuna” , la mordida que pagan los civiles para mantener a raya una muerte violenta.
La revisión de los acuerdos firmados por los campesinos indican que las Comunidades de Paz constituyen tanto una iniciativa ciudadana como una exigencia. Cualquiera que ha trabajado con los campesinos habrá escuchado como se refieren a sí mismos y a sus pueblos: “los olvidados”. Se están refiriendo a una geografía de la diferencia que condiciona la distribución de la pobreza, la administración de la (in)justicia y el derecho a ser considerados ciudadanos de la nación y no sencillamente los “protegidos del Estados”. “Los olvidados” también hace referencia a la ausencia del Estado de sus comunidades, salvo en calidad de soldados estacionados en una base militar cercana. Una de las cláusulas exige la presencia desarmada del Estado colombiano, en servicios, obras públicas, y en el cumplimientos de sus obligaciones con su ciudadanía. Como me comentaba uno de los campesinos que participó en el diseño del de los acuerdos, “No somos un proyecto piloto del gobierno. El Estado colombiano nunca ha tratado a los campesinos como sus hermanos, pero nosotros somos parte de este país”.
Tuve numerosas oportunidades, conversando hasta las altas horas de noches calurosas y pegajosas. Me contaron como era la vida antes, cuando podían ocuparse de sus cultivos, celebrar sus fiestas y ver crecer a sus hijos, confiando en que tendrían un futuro para crecer. Me hablaron repetitivamente de la “vida rica” que disfrutaban antes de que los combates abarcaran todo, contrastando ese pasado con un presente que “sabe a comida sin sal”.
Los campesinos viven una coexistencia de coerción con las FARC: obligados a escoger entre un Estado ausente y la brutalidad de los paramilitares y la guerrilla, optan por el menor de los males. Cuando las personas hablan de los actores armados con frecuencia omiten los nombres de los protagonistas. Las miradas se desvían, las cabezas se ladean y la voces se hacen imperceptibles. Las frases se entrecortan con pausas que quien escucha debe interpretar de acuerdo a los patrones de violencia y la mirada de su interlocutor. Conversando sobre las FARC, un hombre me comentaba, “Cuando el padre está en casa, el hijo no habla mal de él”. La guerrilla siempre está presente, en las puertas escuchando; sentados a las entradas de las casas observando; persiguiendo a los jóvenes más prometedores del pueblo.
La noche antes de irnos don Manuel me buscó. Él es un hombre orgulloso que ha trabajado la tierra toda su vida. Sentado en frente mío, sus ojos se llenaron de lagrimas: “¿De veras se van mañana? Nos van a dejar solos?” La ironía no es solamente un efecto literario, en ocasiones es algo que se vive. Tres antropólogas gringas que no saben manejar ni un machete ni una ametralladora. Sin embargo, nuestra presencia los hace sentir más seguros.
Manuel ofreció sus críticas y solicitó una promesa. Sus críticas: “El Plan Colombia manda más armas cuando lo que necesitamos son escuelas, centros de salud, carreteras. ¿Si los Estados Unidos quiere librar una guerra, por qué no lo hacen en contra de los grupos armados que empezaron todo esto y no en contra de nosotros? En contra de los campesinos.” Aún escuchaba sus palabras al día siguiente a medida que bajábamos por el río pasando a los paramilitares y guerrilleros que nos observaban desde detrás de las palmas que bordean el Atrato.
Escribo en contra de que estos campesinos sean borrados y a nombre de
su “alternativa revolucionaria”. La paz en Colombia está lejos,
sin embargo, allí hay quienes la practican cotidianamente. Estas
líneas están atormentadas por la promesa que le hice a Manuel
en esa húmeda noche de Costa de Oro: “Dígale a su gente cuando
regrese a casa que estamos pidiendo apoyo internacional para poder vivir
una vida digna.”
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