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Un ruedo significa respeto y poder
Pandillas y violencias en Bogotá
(reseña)

Carlos Mario Perea Restrepo[*]

Colombia es pródiga en violencias. Sus protagonistas han forjado la historia nacional a lo largo del último medio siglo. A partir del final de los años 40, en efecto, las confrontaciones armadas de diversos signos vienen forzando el tránsito de las fuerzas políticas por el tema de la guerra y la paz, mientras ningún gobierno ha podido evitar convertirle en nervio de sus gestiones. El siglo XXI arranca bajo el sino violento en medio de una guerra civil cuyo fin está lejos de avistarse. Desde aquellos distantes años hasta el final de la centuria el oficio de la muerte ha conocido auges y recesos, en especial el declive de los años 60, aunque sin llegar a descender en ningún momento hasta los niveles medios de la región. En resonancia con un país en acelerado proceso de modificación de sus estructuras profundas, la pugna sangrienta continua haciendo gala de prodigioso malabarismo para pegarse a los vientos de cada momento: la transformación del pájaro en el sicario, del bandolero en el guerrillero, del militar en el paramilitar, se verifica en el incesante desplazamiento entre el conflicto político y la pelea callejera, entre la vereda rural y la barriada urbana.

Frente a tan abigarrado panorama se han emprendido diversas formulaciones para introducir algún orden, dos de las cuales han gozado de amplia difusión. La primera separa entre la violencia política, obediente a un proyecto colectivo de transformación de la sociedad, y las violencias restantes, amarradas a resortes particulares y búsquedas económicas. La aparición del narcotráfico, un nuevo actor movilizando ingentes recursos animado por el lucro y no por racionalidades públicas, introdujo la segunda formulación, la de la capacidad organizativa como elemento discriminador: en una orilla se paran las violencias con el potencial de convertir la organización en elemento de acumulación de poder, mientras en la otra quedan las espontáneas y cotidianas, las despojadas de organicidad.

Las políticas públicas y la indagación académica han posado sus ojos en las violencias organizadas. En un sentido no puede ser de otra manera, la proliferación de las violencias no suprime su jerarquización. Las disputas entre los actores organizados magnetizaron el conflicto, sus polifacéticas vinculaciones estallaron el edificio institucional y condujeron a la guerra civil. Frente a la guerrilla y los paramilitares reproduciendo sin descanso sus efectivos a fin de repartir el poder en territorios acotados bajo su jurisdicción, la violencia de las calles pareciera inofensiva e intrascendente. La profundidad del conflicto, no cabe duda, exige la mayor atención pública sobre las conversaciones de paz y la desactivación de las organizaciones criminales.

Tal priorización, empero, ha conducido al olvido y menosprecio de las violencias no organizadas con muy complejas consecuencias. Es verdad que ellas han sido objeto de exploraciones y las ciudades se han propuesto diversas estrategias en el ánimo de contener sus manifestaciones. Los niveles de atención recibidos, con todo, no se compadecen con el papel que desempeñan en la reproducción del episodio violento. Allí no está en juego la simple comprobación de la necesidad de intervenir la totalidad de expresiones sangrientas. Más allá, las violencias inorgánicas se constituyen en una verdadera paradoja que es preciso desanudar. Sin olvidar la dificultad de establecer la identidad de los victimarios en una guerra a cada paso más degradada, en el mejor de los casos la violencia política hace una modesta contribución del quince por ciento al monto total de homicidios. El volumen restante, el ochenta y cinco por ciento, se reparte entre la violencia organizada y la confrontación difusa. Qué es de lo uno y lo otro no es posible establecerlo, las estadísticas enmudecen obligando a acudir a la vía indirecta.

Las setenta y tres localidades más violentas de Colombia son pequeños municipios de zonas de colonización concurridos por uno o varios de los actores organizados. Ninguna ciudad clasifica, ni siquiera la atormentada Medellín, ausente de la lista de los diez y ocho municipios más cruentos de Antioquia. Empero, nada más que la agregación de las tres grandes ciudades -Bogotá, Medellín y Cali-, hace más de la tercera parte de los homicidios nacionales: son las urbes donde las influencias de los actores organizados entran en concierto con numerosas mediaciones. Las calles y sus tramas cotidianas escenifican pequeñas guerras de pavimento donde se mezclan formas diversas, como mostraremos, apretando la paradoja: las enunciaciones políticas enfatizan la fuerza de las violencias no organizadas, con plena razón, sin que sus afirmaciones se traduzcan en una política de intervención.

El presente escrito, así las cosas, se para ante tal paradoja mediante un viaje por las pandillas del suroriente bogotano. Las agresiones juveniles se riegan entre las ciudades del mundo, alcanzando incluso a países pacíficos como el vecino Ecuador. En Colombia igualmente se difunden. Lejos de circunscribirse al perímetro de las ciudades adquieren cuerpo hasta en pequeños asentamientos. Se trata de un inquietante fenómeno urbano, no sólo por su proliferación y sus prácticas delictivas, sino por el desafío lanzado por muchachos de corta edad entregados al <desmadre> sin tapujos. Como expresa un pandillero, <pertenecer a un ruedo significa respeto y poder ... que con una mirada un man se erice>. Ciertamente la imposición violenta anida en el corazón de la pandilla marcando la diferencia con las restantes agrupaciones juveniles, unas ocupadas en búsquedas culturales y otras en aspiraciones comunitarias. No todos los jóvenes populares son pandilleros, como lo quiere el nefasto estigma que convierte la edad y la pobreza en insuperable motivo de degradación y violencia. Muchos se meten al <ruedo>, sin duda, arrastrados por el embeleso de una <mirada> paralizante capaz de hacer que <un man se erice>.

Desde allí las pandillas inauguran un nuevo cuadro violento. Transidas por la búsqueda de identidad persiguen con entera conciencia el poder barrial, haciendo difícil su ubicación en el escenario de las violencias. Crecen en el anonimato de la calle mas no son una manifestación espontánea y difusa; por el contrario responden a un tipo particular de organización que aglutina la violencia local. Debilitan entonces el cajón de las violencias inorgánicas siendo que su contexto y sentido se cuece en lo cotidiano. Sus ingredientes perfilan una expresión de nuevo cuño: caen en el campo económico por sus prácticas delictivas pero el lucro no las define; no articulan ninguna discursividad política pero su gesto transgresor configura la más ácida denuncia de la exclusión. Son pues una suerte de violencia cultural: de cara a su caracterización se desarrollan las siguientes páginas, en tres pasos. El primero desentraña la naturaleza de la pandilla, única manera de acceder a los impulsos que animan el espíritu parcero; el segundo rastrea los vínculos con la muerte y el crimen de la ciudad, señalando las dependencias entre unos y otros; el final discute las violencias y las implicaciones de sus amnesias.


[*] Historien, professeur de l’Institut d’Etudes Politiques et de Relations Internationales (IEPRI) de l’Université nationale de Colombie. camape@andinet.com
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