Álvaro Vásquez del Real*
Hacemos referencia en estas notas al alcance y el tipo de repercusiones que tiene o que pueda tener el Plan Colombia en el proceso de las negociaciones entre el gobierno y la insurgencia, tanto en las ya iniciadas en San Vicente del Caguán, con la dirección de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), como con las próximas a comenzar con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) en el sur de Bolívar.
Aquí
partimos del previo conocimiento de lo que se denomina el Plan Colombia,
nacional e internacionalmente, cuya primera fase está en marcha
como resultado de la aprobación por parte del Congreso estadounidense
de la ley de ayuda (cerca de US$1.300 millones) para el gobierno colombiano.
Esta ley es la culminación de los esfuerzos del presidente Pastrana
por lograr una múltiple colaboración, con el objeto declarado
de erradicar los cultivos de coca y amapola, materias primas de las drogas
narcóticas que se difunden en todo el mundo. En sus comienzos Pastrana
clamó por lo que él mismo denominó “Plan Marshall”
para Colombia, calcando los alcances que éste tuvo en la posguerra
para rehabilitar la economía europea, mediante la contribución
estadounidense. Luego, en el Plan Nacional de Desarrollo se incluyó
un capítulo, ya con el nombre de Plan Colombia, con la finalidad
de erradicar los cultivos señalados como “ilícitos” mediante
una política de sustitución por productos y materias primas
que la industria se comprometería a adquirir a precios razonables
a través del sistema de cadenas productivas. Este primer Plan Colombia
duró poco. En escasos meses el gobierno Clinton, por intermedio
de la misión Pickering, ideó con el mismo nombre un programa
completamente diferente, elaborado en su mayoría por expertos norteamericanos
con ayuda de algunos funcionarios del país, que compromete al erario
de Estados Unidos a participar –con armamento, misiones militares, financiación
y monitoreo– en la lucha contra la elaboración y el comercio de
sustancias estupefacientes, a partir del primer eslabón de este
tráfico, cual es el de los extensos cultivos de la hoja de coca
y de la flor de amapola.
Desde
el comienzo, este paso de la administración Clinton envolvió
varios equívocos.
En primer lugar, el programa no fue otra cosa que el aprovechamiento de la coyuntura favorable que planteaba la primera versión de este Plan, ya que permitía tomar las mismas bases geográficas y los mismos propósitos originales del Plan de Desarrollo del gobierno Pastrana, porque daba la oportunidad para relacionar los cultivos “malditos” con centros neurálgicos de la insurgencia.
Por consiguiente, la concentración de los golpes a los puntos centrales de la erradicación de cultivos permite, simultáneamente, los operativos contra las guerrillas de las FARC. Semejante oportunidad no podía ser desaprovechada por el Pentágono para incidir directamente en la lucha contrainsurgente, sobre todo cuando la doctrina oficial del sector militar del gobierno norteamericano se basa en la equivalencia de guerrilla y narcotráfico, y en la elaboración de la tesis de la “narco-guerrilla”, un híbrido que aproxima la acción antinarcóticos con las operaciones militares.
En segundo lugar, el Plan permite la intervención de Estados Unidos con la bandera de la política de paz de Pastrana. Contrario a otros eventos intervencionistas, esta ayuda no se formula como política de guerra sino como contribución a la “paz”. Naturalmente, este tipo de posición envuelve una serie de reservas a las posiciones oficiales en cuanto a la negociación, presentadas como contribuciones a su mejor desarrollo. Desde el principio, la señora Albright cuando era secretaria de Estado, así como los funcionarios civiles y militares de la administración Clinton insistieron en sus reservas sobre la zona de despeje, sobre cada una de las acciones de la guerrilla, sobre la negación de la “voluntad de paz” de ésta, etc. Esas puntualizaciones han sido sistematizadas por el alto mando militar en repetidas ocasiones, mostrando la igualdad de actitudes de éste con el Pentágono.
En tercer lugar, se elaboró la tesis de los dos componentes del Plan: el militar y el “social”, entendido como la asignación de sumas de la ayuda para atemperar los resultados de la acción castrense, como el desplazamiento, la ayuda a la justicia, la educación “para la paz” y otros factores asistenciales. Esta separación tiende a enmascarar el objetivo profundo de la operación militar, así como a atraer a aquellos sectores opuestos al Plan pero que tienen como objetivo el apoyo social a las víctimas del enfrentamiento armado en el país (desarraigo interno, problemas de la niñez, exilio exterior, etc.). Abundante literatura ha aparecido ahora con el argumento de que es posible y necesario convertir el componente militar en “social” y darle al Plan un sentido contrario al de sus autores. En estas posiciones se inscriben aquellos sectores influidos por las concepciones cristianas y socialdemócratas, olvidando el sentido y los objetivos de la ayuda.
En cuarto
lugar, Pastrana y su equipo han pretendido presentar el Plan no como una
operación resultante de una ley extranjera –como lo es en realidad–,
sino como la necesidad de la ayuda para la lucha antinarcóticos
de la “comunidad internacional”, lo cual incorporaría también
a los países de Europa occidental. De allí resulta lo de
la “mesa de donantes” para completar parte del plan inicial de US$7.500
millones. Lo anterior ha hecho surgir una nueva cadena de contradicciones
puesto que la Unión Europea ya ha decidido no participar en el Plan
Colombia como tal, sino manejar su propio plan de colaboración económica
con el proceso de paz, excluyendo tanto la ayuda militar como la erradicación
violenta de los cultivos. Esto significa que la UE no quiere comprometerse
en una aventura intervencionista que favorecería los intereses de
la dominación norteamericana en América Latina.
Esta
cadena de equívocos del Plan Colombia, sin embargo, no puede encubrir
su carácter esencial como operación de guerra con objetivos
muy decididos, los cuales van más allá de un simple llamado
a que los países del capitalismo transnacional ayuden a debilitar
la oferta de narcóticos en el mercado mundial. Desde luego, ésta
es también una de sus finalidades, pero no la principal.
El Plan tiene como objetivo central la acción militar para derrotar a la insurgencia colombiana, cuyo peso en la vida política del país y del continente ha crecido y se ha convertido en la experiencia más notable y casi única de la resistencia armada a la dominación imperial y a la “gobernabilidad” de las oligarquías locales y regionales. Este objetivo está unido a la política de Washington en las condiciones de la globalización y sobre todo del aumento del poder norteamericano en la balanza internacional, en un momento en que este poder en la esfera militar está por encima de su verdadero peso económico y comercial.
Al mismo tiempo, hay un sentido regional en este operativo. Las grandes transnacionales y el gobierno estadounidense ven al grupo de países andinos como un foco peligroso de desestabilización y de perturbación de sus planes geopolíticos de largo plazo, susceptible de romper la cadena de la globalización no sólo económica sino política. Es el caso de la inestabilidad del gobierno ecuatoriano, agitado por la marea de las acciones de masas que periódicamente logran cambios, así no sean revolucionarios; el gobierno de Chávez en Venezuela, que abre incógnitas difíciles de descifrar en el corto plazo; la caída de Fujimori en Perú, incluso con presión del Departamento de Estado. Todos ellos son elementos de una situación compleja que no sólo exige la toma de posiciones en lo relativo a la política exterior sino también la creación de fortalezas de respuesta militar, especialmente cuando el sistema de agresión se ha debilitado por la cancelación de las bases militares del canal de Panamá y la urgente búsqueda de dispositivos sustitutos en otros países del Caribe y de la región andina.
Aquí surgen diversas opiniones entre los sectores progresistas colombianos sobre el alcance del Plan Colombia. Para algunos –incluso veteranos del antiimperialismo– se trata de un paso más en la vieja estructura de relaciones externas e internas que han caracterizado al país bajo dominación yanqui. Sería sólo un desarrollo “natural” de este proceso que ha marcado el perfil de nuestras características como nación. Para responder basta apretar las tuercas de la denuncia y de la convocatoria contra el imperialismo.
Esta explicación es notoriamente insuficiente. El Plan significa un cambio de calidad en las relaciones de Estados Unidos con Colombia y el grupo de naciones andinas. Por su entidad material y por su significado político envuelve un conjunto de nuevas actitudes, la principal de las cuales es la necesidad de la intromisión puntual en el conflicto armado colombiano y, a partir de allí, la eventual intervención militar directa en el país y en los demás países de la región. No ayuda para nada en este sentido la posición de quienes insisten en que no volverán los tiempos de los marines y las cañoneras para imponer el orden, porque las condiciones actuales no lo permiten. Algunos incluso se burlan de los que hablan de “intervención” como algo jurásico. Pero la posibilidad de una intervención militar directa no está necesariamente unida a las visiones apocalípticas de las viejas ilustraciones de los murales de la primera generación de luchadores antiimperialistas. Lo que debe preocupar no es la versión de este tipo de intervención sino su contenido y su realidad, que no es tan disparatada como suponen algunos que encubren su cipayismo con las tesis de la modernización, de los cambios del capitalismo y de la desaparición en la vida contemporánea de los rasgos que caracterizaron la “diplomacia de las cañoneras”.
La experiencia ha comprobado que las potencias capitalistas actúan acomodándose a las modificaciones históricas, siempre tratando de imponer su política de dominación y de explotación que es propia del capitalismo tardío. Las formas en que se encarnan estas finalidades cambian, pero los intereses que las determinan siguen.
Si el
carácter del Plan Colombia que aquí exponemos corresponde
a la realidad, las exigencias del pueblo y su agenda de lucha deben estar
a tono con este significado. Nadie puede permanecer indiferente ante lo
que significa la puesta en práctica de este nuevo giro de la intervención
norteamericana en Colombia. Dado que toca múltiples facetas de la
vida colombiana, debe, por tanto, llamar a la movilización de los
diversos sectores sociales, fuerzas políticas, iglesias, medios
académicos, grupos ecologistas, organizaciones sociales y agrupaciones
culturales. Es una meta superior y prioritaria no sólo de los que
están por los cambios de fondo de la nación sino también
de aquellos que desde distintos orígenes se inscriben en la colombianidad
como sinónimo de independencia y de derechos de la población.
Claro que no es por el camino de la conciliación o de su nombre
encubierto de “concertación”, ni es subiéndose al carrusel
de los dólares del “componente social” del Plan como será
posible enfrentar tal situación, sino mediante la más decidida
lucha por los derechos y la soberanía popular.
No
podemos suponer que la adopción del Plan Colombia como eje de la
política general de la administración Pastrana es apenas
un afán de combatir el narcotráfico y cambiar la posición
de Colombia en el concierto internacional como principal proveedor de estupefacientes.
Pueden haber elementos de este carácter que no hay que desestimar.
Tampoco podemos aceptar que es sólo un plan urdido entre la dirigencia
estadounidense y los altos mandos castrenses colombianos, que la debilidad
del gobierno se ve obligado a implantar. Las razones de fondo que impelen
al Establecimiento a comprometerse en tal aventura tienen causas más
profundas.
Se trata, ante todo, de motivaciones de clase, que expresan los intereses del bloque de poder dominante en Colombia. Son los mismos que han impedido que hasta ahora se logren soluciones negociadas de la crisis nacional, cuya expresión está cada vez más expresada en el conflicto armado de tantos años.
Estas mismas causas explican la historia de las actitudes de los gobiernos a partir del surgimiento de las organizaciones armadas, así como de los cambios que estas actitudes han tenido en el tiempo. Esta historia va marcando los principales trazos de la política oficial desde la ya lejana etapa de la “primera violencia”, cuando la alianza de la burguesía industrial y los sectores latifundistas dio lugar al surgimiento de formas destructivas del movimiento obrero y popular, con la intención de ahogar en sangre la lucha de masas contra los privilegios establecidos. En virtud de esa política, la posición prioritaria de las clases dominantes ha sido la de derrotar militarmente a la guerrilla, con la esperanza de destruir esta forma de resistencia a la reacción nacional, impulsada y adiestrada por la política norteamericana de la seguridad nacional, del frente interno y del enemigo interior. Esa posición ha sido matizada en determinados períodos por espacios de negociación, cuyos principales episodios han sido la tregua de 1984-1986 y los acuerdos de 1991 y 1993, de muy irregulares resultados.
Los cambios en la relación de fuerzas, y en especial las consecuencias de la acción armada para el mundo de los negocios, han determinado las nuevas actitudes hacia la perspectiva de negociar acuerdos de solución política del conflicto con la guerrilla. Punto culminante de ese proceso fue la carta enviada por los grandes grupos financieros (conocidos como los “grandes cacaos”) al presidente Samper en 1997, “autorizándolo” para abrir una etapa de diálogos con la insurgencia. Las formulaciones del presidente Pastrana a partir de 1998 no hacen otra cosa que poner en pie estas indicaciones, que han consagrado varias lecciones que la clase dirigente ha derivado de la experiencia.
La primera de ellas es la desconfianza en la eficacia de su propio ejército para derrotar a la guerrilla; sobre todo en los últimos tres años, cuando las fuerzas oficiales no sólo no han logrado detener el desarrollo de la insurgencia armada sino que han recibido reveses graves, con repercusiones tanto en las fuerzas militares como en las percepciones de la burguesía.
La segunda tiene que ver con la explosión de la crisis económica, la más desastrosa de la historia colombiana, que rompió la imagen tradicional de la economía colombiana: una construcción “sólida” y sin las terribles manifestaciones de otros países latinoamericanos. Librar una lucha tan costosa y tan devastadora en medio de una crisis como la que se arrastra desde 1998, es una perspectiva de escasas posibilidades.
La tercera es la persistencia de las dificultades para tapar los huecos de la llamada “gobernabilidad” que expresa una profunda y permanente crisis de hegemonía por parte de los sectores conductores del sistema de poder. Dificultades que se desprenden del esfuerzo por enmarcar la economía y la política dentro del juego de la globalización que, si bien ha promovido la dinámica de algunos sectores financieros y monopolios comerciales, también ha golpeado a fuertes núcleos de la industria, la agricultura, la construcción y la propia oligarquía financiera. Esta ingobernabilidad ha debilitado al sistema y no sólo al gobierno, que no ha podido unir a su alrededor a todos los sectores que manejan la economía y la política tradicional, cuyos partidos se han desvertebrado incesantemente en un juego de pequeños intereses desgastantes. En tales condiciones, la denominada política de paz se utiliza como un instrumento para arrear al conjunto y soldar las más profundas fisuras.
La cuarta y última, pero no menos importante, tiene un carácter en cierta forma preventivo. Es el intento de impedir que en el corto plazo se sume a la esforzada lucha del movimiento armado la acción masiva en las zonas urbanas. El instinto de la clase dirigente ha percibido mejor que muchos miopes representantes de la academia y de la cultura política los signos de un nuevo resurgir de la acción de masas, de la cual quieren precaverse los sectores más avisados del poder.
Por
eso, en los últimos tiempos un sector significativo de las clases
dominantes se ha incorporado a la concepción de la salida política
del conflicto, enfrentándose incluso a los que siguen dando primacía
a la mano dura, la solución de fuerza y la derrota militar de la
guerrilla. De allí que tales núcleos perdieran durante algún
tiempo su carácter protagónico en la política oficial.
Es
en este terreno y por tales razones que se produce el acercamiento entre
gobierno e insurgencia, que culmina con la actual etapa de las negociaciones,
con aspectos tan originales como la zona de despeje, el reconocimiento
político del accionar guerrillero, el viaje conjunto de gobierno
e insurgentes a los países europeos y las posibilidades de un canje
de soldados y guerrilleros detenidos, todos ellos vecinos del viejo concepto
del reconocimiento del Estado beligerante.
La negociación no sólo tiene sus reglas de juego sino que influye en el conjunto de la situación nacional, en el mundo de la política y de los negocios, en las relaciones exteriores y en la lucha popular y democrática. Es resultado y al mismo tiempo estímulo para el desarrollo del movimiento de paz, cuya presencia influye en nuevos reagrupamientos y alinderamientos sociales y políticos. La negociación se constituye en esa forma en el principal rasgo característico de la actual etapa de la vida nacional. Está contribuyendo al debate abierto sobre temas sustanciales y al aireamiento de puntos de vista no publicitados anteriormente. Ha propulsado al podium político a nuevos protagonistas, sacando de la oscuridad a fuerzas hasta ahora desconocidas. Todo ello resume los aspectos positivos de este período inédito de las relaciones de clase, y marca nuevas variantes de la perspectiva del país, más allá de los incidentes y episodios de las formas de polarización de la lucha tradicional colombiana.
La negociación en las condiciones actuales implica posibilidades de cambios no registrados en otros períodos. La polarización y la exacerbación de los enfrentamientos han sido señaladas por muchos en sus componentes negativos, por lo cual hay toda una tendencia, que incluye aun a sectores progresistas, que considera que el primer deber es el de apagar el fuego de estas contradicciones. Sin embargo, como toda crisis auténtica, lleva en su seno los factores y las fuerzas llamadas a resolverla. Y la solución será más completa en la medida en que es más profundo su carácter.
La derecha señala una diferenciación de calidad entre proceso de paz y logro de la paz, de manera que rechaza la vía pero reclama la paz inmediata como ausencia de conflicto, como si en las entrañas de una sociedad tan desigual como la colombiana fuera posible suprimir toda manifestación de lucha y de contradicción. Ese mismo criterio tiene su expresión en el anhelo del señor Samper, ex presidente liberal, de sacar de juego en la contienda política el tema de la paz, lo que sería tanto como despojarla de su núcleo duro.
No obstante,
al margen de estos sofismas es evidente que el avance en las negociaciones
constituye hoy el principal interés de los sectores democráticos
y de las fuerzas progresistas. El nuevo tramo abierto con los acuerdos
de Los Pozos implica de por sí posibilidades más fructíferas
en cuanto inicia discusiones que están en el contenido de la agenda
común, como son los problemas del empleo y la política económica
del gobierno, el tema de los paramilitares y su despliegue como forma de
acción contrainsurgente y los puntos sobre derechos humanos y derecho
internacional humanitario, que está en la prioridad de las conversaciones
con el ELN.
El
fondo de la negociación es el conjunto de temas que determinan las
exigencias de la insurgencia, cuya fuerza no está en la utilización
de las armas para concretar una rebeldía sino en su programa liberador
que viene desde debajo de la entraña popular. Programa que lo alindera
dentro del campo revolucionario y lo coteja con las luchas y las aspiraciones
de los distintos núcleos sociales y políticos renovadores.
Es a la luz de estas consideraciones que deben examinarse las contradictorias posiciones que caracterizan al gobierno y a los distintos aparatos de la oligarquía. Es algo que está de bulto y que todos los grupos actuantes vienen señalando con fuerza; se refiere a la paradoja de que en medio de un amplio despliegue de la “voluntad de paz” del gobierno, éste viene estableciendo una vía de despojo de los derechos de los trabajadores, un plan ideado por el Fondo Monetario Internacional, cuyo filo principal es el de salir de la crisis a costa de los intereses obreros y populares, víctimas del más alto desempleo de América Latina, a quienes se les ha quitado en corto tiempo toda una serie de logros esenciales y que están ahora amenazados con el recorte de reivindicaciones de antigua data, entre ellas el derecho de jubilación. Al mismo tiempo, el régimen mantiene las estrecheces, las limitaciones asfixiantes y la negación de las libertades y los derechos democráticos de la población, totalmente ausente de las líneas de conducción del país, que se mantienen cada vez dentro del círculo de hierro de los más cercanos a los “gremios” que representan a los monopolios cerrados del poder. Igualmente, la vieja práctica de la violencia como forma cotidiana de ejercer el gobierno se incrementa sin cesar y se deja libre a los grupos militaristas para organizar su propio ejército de recambio a través del paramilitarismo, que en esta forma crece y se expande para cumplir las tareas sucias que ya no son posibles de realizar con el ejército oficial.
Desde luego, en la medida en que se plantean los temas medulares de la negociación, que amenaza los privilegios de las clases en el poder, se acentúa la política antipopular y la ofensiva de la ultraderecha. La explicación de por qué no ha sido posible hasta ahora entrar al corazón de la negociación (lo cual implica la redistribución del poder, la desaparición del latifundio, la autonomía nacional respecto al imperialismo, la limitación de los monopolios, la financiación de programas de educación, salud, empleo, vivienda, por parte de un Estado realmente democrático) reside en el pánico de los voceros de las camarillas gobernantes ante la perspectiva de ceder siquiera parte de sus gabelas exclusivas.
Es obvio que aquí hay una trampa porque no es compatible un acuerdo de paz que vaya al centro de estos grandes problemas nacionales con la continuidad de una posición gobernante totalmente en contravía de la solución de tales problemas. Hay una contradicción antagónica entre estas dos vías y sus prácticas correspondientes. O se toma una u otra. No son intercambiables.
¿Por qué esta paradoja? ¿Cómo es que Pastrana aparece tan amigo de la paz con la guerrilla y tan feroz enemigo de los derechos y las garantías que son la esencia de esa convivencia democrática que está en la base de la paz? Podríamos insistir en lo dicho arriba. Hay que ir al análisis de clase. Porque son los mismos intereses de clase que han llevado a los grandes capitalistas a tener que negociar, los que mueven esa política de despojar a los trabajadores de su salario para fortalecer la acumulación de capital y la salida de la crisis. Sólo cambios consistentes en la correlación de fuerzas podrán lograr que el movimiento popular, incluyendo el insurgente, modifique el rumbo de la situación del país. En el fondo, no existe una inconsecuencia en esa contradictoria y paradójica posición.
Por
eso es tan errada la crítica que hacen algunos sectores de izquierda
al proceso de paz, crítica basada en el argumento de que mientras
más se consolidan las negociaciones entre la insurgencia y el gobierno,
más agresiva se hace la actitud de éste contra los trabajadores,
pretendiendo encontrar una relación entre estas dos posturas oficiales.
De allí sacan la conclusión absurda de que la causa de las
desgracias de la política anti-obrera de Pastrana es la negociación.
Semejante primitivismo lógico ignora que la política de sojuzgamiento
al FMI y al ajuste impuesto por éste no es de ahora ni ha aparecido
desde que se instalaron las mesas del Caguán, sino que es propia
de la esencia de clase del sistema dependiente que ha colonizado la mentalidad
y la política de nuestras clases dominantes, y que al mismo tiempo
las impele a la violencia y al terrorismo de Estado.
Esta
misma explicación de clase sirve para entender por qué Pastrana
promueve la adopción del Plan Colombia. Y son iguales las razones
de fidelidad a una posición subalterna y servil al dominio extranjero
que la clase dirigente ha adoptado como base de su defensa del poder.
Sin embargo, la profundidad de la crisis del sistema ha conducido a nuevas y más graves concesiones al poder extranjero, y son precisamente las que ayudan a explicar ese carácter del Plan Colombia como un verdadero salto en este proceso de la entrega y de la cesión total de autonomía que implica esta nueva etapa. Una buena parte de los dirigentes de la economía y la política han llegado a la conclusión de que no podrán detener a la larga su derrumbe a menos que una potencia externa lo haga por ellos. Y cada vez se entregan más a la esperanza de que sean esas fuerzas externas las que los saquen de la crisis, los liberen de la amenaza de la insurgencia y de la lucha de masas y les apuntalen la silla presidencial. Esta explicación puede parecer simplista y elemental, pero no hay ninguna otra.
El Plan Colombia implica para los círculos gobernantes un reencauche del ejército, manipulado desde el Pentágono, una reingeniería de las fuerzas armadas, nuevos planes estratégicos. En la práctica, la creación de una nueva estructura militar, y no sólo su remiendo o mejoramiento. Esto explica las líneas principales de la aplicación del Plan: misiones norteamericanas en cada punto del andamiaje militar, creación de un nuevo tipo de inteligencia militar, montaje de por lo menos tres grandes bases de operaciones (que se suman a la de Manta, en Ecuador), cambios fundamentales en las labores de desinformación y publicidad especial de las fuerzas armadas, planes estratégicos diferentes, y, como es obvio, dotación con armas sofisticadas y de gran poder (entre ellos, los helicópteros) y profesionalización de las tropas hasta el punto de que los soldados profesionales ya son casi la mitad del total del cuerpo armado.
La adopción
plena de este Plan significa que se cambie la conducta de un sistema que,
como hemos anotado, pasó de la solución militar a la negociación
en los últimos años. Ahora regresa a su vieja querencia:
es posible la victoria sobre la guerrilla. Este giro reciente de una parte
de la clase dirigente –que trata ahora de ganar tiempo para implantar a
cabalidad el Plan Colombia– ha empezado ya a manifestarse en la campaña
tan agresiva y desbordante que se hizo a propósito de la suspensión
de las negociaciones y que se dirigía a cortar las negociaciones
o a arrancar concesiones a las FARC e imponer mayores condiciones al ELN
para el despeje en el sur de Bolívar. Es notoria la actitud de sectores
indecisos que se pasan al campo de los guerreristas. O el surgimiento de
vacilaciones del gobierno que se inclina a aceptar propuestas de los grupos
de ultra derecha en cuanto a limitar el campo de las negociaciones o a
endilgarle a éstas nuevos motivos que sólo interesan a los
grandes ricos del país.
Pero,
volviendo atrás, así como es contradictorio el manejo social
y económico oficial con una auténtica política de
paz, mucho más incompatible lo es con la aplicación del Plan
Colombia. Porque éste significa un cambio de rumbo, pasar de la
posibilidad de una salida política fundada en la negociación
de los aspectos esenciales de la plataforma insurgente y de las concesiones
a las revindicaciones de las masas, a la intención de la guerra
total y de la solución militar. Sería el imperio del llamado
“Plan B” y el cierre de toda posibilidad de una solución negociada
a la crisis nacional, método que una y otra vez ha fracasado a lo
largo del tiempo.
No obstante, lo más grave de regresar a esquemas fracasados es que en tal eventualidad estaría presente un factor distinto, que antes no había: el paso del servilismo al extranjero (de la esencia de los gobiernos colombianos) al peligro de la intervención militar directa de Estados Unidos en favor de la clase dirigente.
Ni qué decir que semejante perspectiva hará emerger nuevas y más agudas contradicciones y choques internos en la sociedad colombiana, los cuales ya no tendrán la variante de una negociación. Una aventura tal por parte de la burguesía gobernante seguramente pondrá en acción fuerzas hasta ahora dormidas de la nación colombiana y contribuirá a forjar un nuevo tipo de unidad que tendrá como centro la defensa de los intereses del país como nación.
Es por eso mismo que los temas de la negociación y del Plan Colombia se han agigantado de una manera tal que han elevado la lucha popular más allá de los intereses propios de los trabajadores, asignándoles una nueva responsabilidad como forjadores de una nacionalidad que pueda insertarse en otras condiciones en un mundo transnacionalizado. Igualmente, estos mismos temas y su relación y condicionalidad están contribuyendo a abrir un debate en el propio campo de los poderes dominantes, que enfrenta a los que están por la salida política y contra el Plan Colombia con las fuerzas de la ultraderecha y el militarismo, que reniegan de la negociación y se confían ciegamente a la salvación del imperio y su poder.