Alejo Vargas Velásquez*
Colombia
vive una guerra interna compleja y prolongada, que combina problemas no
resueltos de la premodernidad capitalista, como el agrario, que sigue estando
en el corazón de las demandas de los alzados en armas, al tiempo
que se articula con otros de la problemática del mundo contemporáneo,
como el consumo de drogas psicoactivas por parte de millones de adictos
permanentes a estos estimulantes y que son la demanda jalonadora del proceso
del narcotráfico, dentro del cual Colombia desempeña un rol
fundamental, tanto por la presencia de miles de campesinos en zonas marginales
del país, a quienes no les quedó otra alternativa productiva
real que la siembra de coca o amapola, como por la existencia de mafias
de traficantes de estas drogas ilícitas.
El conflicto político armado y sus protagonistas tienen entronques muy amplios en la realidad de nuestros problemas políticos, sociales y económicos, y su solución no sólo es la menos costosa desde el punto de vista político, social y económico —es decir, la racional—, sino la que se impone en una sociedad que se precie de moderna y en el mundo contemporáneo; además, porque todas las guerras finalmente terminan en la mesa de negociación.
Sin embargo, la existencia de los conflictos sociales no puede ser una justificación para la persistencia de la guerra. Solucionar el conflicto político armado no es otra cosa que darle salida negociada a un período muy importante de la vida política colombiana. No para que se acaben los conflictos, ni para que se termine el debate de las ideologías y de los proyectos políticos; por el contrario, para que éstos se puedan desplegar en su potencialidad, con toda la creatividad que esto conlleva, sin el riesgo de comprometer la vida de los dirigentes o de sus participantes.
Este conflicto interno armado tiene, a nuestro juicio, unos elementos de causalidad estructural de naturaleza social y política, que lo explican y que trascienden lo coyuntural, y que a su vez son los ejes sobre los cuales se debe orientar todo el esfuerzo reformista para la superación negociada del mismo.
La persistente relación entre política y violencia en Colombia
La historia colombiana es, sin duda, prolífica en esta dirección, con relaciones estrechas en el acontecer político de los años sesenta, cuando surgen las guerrillas revolucionarias y las repercusiones hacia el presente colombiano. Una relación con antecedentes remotos en nuestra historia política que se da con las guerras civiles del siglo XIX entre los nacientes partidos, el Liberal y el Conservador, que desde muy temprano en nuestra historia republicana apostaron sus proyectos políticos a las armas, a través de las cuales comenzó ese largo tránsito de relación y entrecruzamiento entre violencia y política, que continúa con las “insurrecciones pueblerinas” del naciente partido político de izquierda, el Partido Socialista Revolucionario, antecesor del Partido Comunista, en los años veinte del siglo XX, y en las cuales esta agrupación de izquierda acude, como lo habían hecho antes los partidos políticos tradicionales, al recurso de las armas para hacer política.
Posteriormente va a darse ese período de nuestra historia reciente que conocemos como “la Violencia” y en el cual los dos partidos tradicionales, el Liberal y el Conservador, de nuevo volvieron al uso de las armas por razones o con pretensiones políticas, sólo que en esta ocasión no lo realizaron de manera formal, declarando una guerra civil, sino a través de los grupos de guerrillas liberales y conservadoras. Ese desangre colectivo se va a resolver mediante la figura del “golpe militar”, pero lo anterior dejó como secuela un período de bandolerismo, con ribetes en algunos casos de “bandolerismo social” por sus pretensiones justicieras y los apoyos locales que en algunos casos generaron estos comportamientos.
Ya al inicio del Frente Nacional, en los sesenta, veremos el inicio de la nueva ola de violencia política, ligada ahora a discursos de transformación revolucionaria del Estado, y que se va a incubar en las guerrillas de mayor tradición y persistencia como son las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y el EPL (Ejército Popular de Liberación) a partir de la confluencia de múltiples elementos de los cuales no van a estar ausentes grupos remanentes de guerrillas liberales que se articulan de esta manera a la siguiente violencia.
Entonces, el conflicto social y político armado colombiano se puede considerar como uno que tiene raíces históricas y sociales determinadas. Se trata de la pretensión de grupos organizados, de constituirse en actores político-militares que pudieran confrontar al Estado o al régimen político, influenciar sus políticas públicas e, hipotéticamente, remplazarlo. Estas organizaciones inicialmente estaban orientadas por determinadas ideologías políticas que se constituían en paradigmas y referentes de su acción.
Es evidente que la guerrilla es producto de procesos históricos y políticos particulares, pero en todos los casos lograron insertarse más o menos en problemáticas sociales y regionales que les permitieron consolidarse y reproducirse. Así, en el transfondo del conflicto político armado hay planteada una competencia de poder entre el Estado o los sectores dirigentes, de una parte y las organizaciones insurgentes, de la otra.
Las estructuras de exclusión
El primero de esos factores de causalidad estructural es el que hace referencia a unas estructuras de exclusión presentes en la sociedad colombiana en el largo plazo. A pesar de sus intencionalidades, los modelos de desarrollo colombianos han excluido a importantes grupos de los beneficios del desarrollo. Las políticas reformistas, en buena medida tan sólo el reflejo de una u otra ideología, no han tenido cobertura real en amplios sectores sociales, y por ello sus resultados antes que mejorar, han tendido a empeorar.
Igual comportamiento encontramos en lo relativo a la exclusión política, asociada a un bipartidismo excluyente que ha contribuido a consolidar una cultura política que dificulta estructuralmente la oposición y que no ha podido hacer realidad conceptos de amplia raigambre democrática como los de diversidad y heterogeneidad del sistema de partidos políticos, y el reconocimiento del conflicto, como expresión de la multiplicidad de opiniones, fuerzas e intereses existentes en la sociedad.
Por tradición, el problema de la llamada exclusión regional se ha asociado a los procesos de construcción del Estado-nación que han estado atravesados por múltiples y contradictorias tensiones.
Igualmente hacemos referencia a la exclusión ejercida por diversos actores para eliminar (física, simbólica o espacialmente) todo tipo de diferencia política o de oposición a propuestas de desarrollo (económico, político, social).
El problema del narcotráfico
Colombia, como ningún otro país de América Latina, ha tenido una historia muy particular alrededor del problema de las drogas: cultivos ilícitos (marihuana, cocaína, amapola), procesamiento y producción de estupefacientes, comercialización y distribución. Desde la perspectiva histórica, el problema del narcotráfico pasa por el reconocimiento de la existencia de una cultura de la economía ilegal. Si bien es cierto que se puede remontar desde la Colonia (contrabando de tabaco y quina), la cadena histórica más reciente se puede desprender a partir de la entrada al país de bienes de consumo suntuoso de contrabando, el tráfico de esmeraldas y la proliferación de compra-ventas.
Surge como una actividad productiva y mercantil, de carácter internacional y al margen de la legalidad, desarrollada por individuos y organizaciones interesados fundamentalmente en la consecución del lucro personal. Esto nos muestra las tres grandes características que tiene esta actividad: su ilegalidad, su proyección internacional y el ser una actividad económica capitalista con grandes rendimientos, justamente por las dos primeras características.
Progresivamente se inician los procesos que intentan insertar en el ámbito social y político colombiano a estos nuevos sectores sociales, y allí comienzan a presentarse choques con los sectores tradicionales dominantes y algunos subordinados de la sociedad, en especial por los reparos éticos que se le formulan a estos advenedizos.
Simultáneamente comienza un proceso de inserción económica de los nuevos capitales, proceso que en principio tiene poco rechazo. Uno de los sectores en donde se inicia esta inserción es el sector agrario, mediante la compra de tierras. Y allí se va a entrecruzar este nuevo capital con los conflictos derivados de la lucha guerrillera y contraguerrillera. Se puede señalar que el problema de la droga en los ochenta les cambió las “reglas del juego” a todos los actores (particularmente a los armados) de la sociedad colombiana.
Dentro de esta dinámica expansiva del problema de la droga, se inició una confrontación limitada con algunas instituciones estatales por algunos grupos dedicados a la comercialización y distribución detallista de la droga. La confrontación entre instituciones estatales y los sectores del tráfico de droga, que se desarrolló fundamentalmente alrededor del uso de la extradición por el primero, y de los métodos terroristas por los segundos, devino progresivamente hacia la búsqueda de espacios de salida no militar, que mimetizarán una salida con visos de negociación. La Asamblea Nacional Constituyente de 1991, al eliminar dentro de la nueva Constitución Política de Colombia la extradición de colombianos, creó un marco normativo adecuado para buscar salidas diferentes a la de la guerra que primó al final de los ochenta.
Muchos analistas del conflicto armado colombiano han anotado, con razón, que la principal preocupación de Estados Unidos en relación con esta guerra interna radica en el problema de los cultivos ilícitos y la manera como éstos pueden estar siendo la principal fuente de financiación de la misma, e incluso señalan que para ellos el único punto concreto de la “agenda común” de negociación sería el de la sustitución de los cultivos ilícitos.
Pero la problemática de los cultivos ilícitos no es otra que la del viejo problema agrario no resuelto por las denominadas estrategias de desarrollo, y la solución de éstos, vía la sustitución, pasa por dar respuesta seria al problema de alternativas productivas que sean económicamente rentables, esto acompañado de dotación de infraestructura productiva y de una infraestructura básica social. Entonces, efectivamente, dar respuesta no represiva a los cultivos ilícitos es, en buena medida, desactivar una parte sustancial del conflicto armado colombiano y saldar así parte de la deuda de nuestro desarrollo agrario.
Podríamos señalar que el problema de la droga en la sociedad colombiana ha obrado como un especie de articulador y disparador de múltiples elementos que ya estaban presentes en la realidad colombiana: corrupción, desconfianza en la política y los políticos, incredibilidad institucional, múltiples violencias.
Tendencia a modernizar sin democratizar
Es la vieja tradición colombiana, de disociar norma y realidad, de considerar que los problemas de la realidad se resuelven simbólicamente en el ámbito normativo: frente a cada problema en la realidad la respuesta es una norma y, por lo general, ésta no se cumple. Y en esa medida en los últimos decenios las elites dirigentes colombianas le “embolataron” a la sociedad las necesarias reformas que requería para su introducción real en la modernidad, y la consolidación de la democracia y el proceso de reforma del Estado –incluida alli la expedición de la Constitución de 1991 que en este campo fue la síntesis y la culminación de un proceso reformista iniciado quince años atrás–, pusieron todo el acento en la modernización del Estado y “olvidaron” la necesidad de la democratización del mismo.
La impunidad y la crisis de la justicia
No hay duda de que en una sociedad en la cual no existan reglas imparciales para todos y jueces que las apliquen con el mismo criterio de imparcialidad, no es posible la convivencia armónica, no hay credibilidad en las instituciones estatales y existe alta probabilidad de que el recurso a la mal llamada “justicia por mano propia” se generalice; ese ha sido, sin duda, el caso de la sociedad colombiana.
Uno de los grandes problemas que enfrenta nuestra sociedad desde hace varias décadas, a pesar de las reformas incluidas en la Constitución Política de 1991, es el de la ineficacia de la justicia, cuyo reflejo más claro son la criminalidad oculta y los índices de impunidad.
Todo indica que la impunidad es un elemento de causalidad muy grande para retroalimentar la espiral de violencia, y una tentación justificatoria para acudir a las prácticas retaliatorias.
La pérdida de la confianza como valor social
La sociedad colombiana a lo largo del siglo XX desgastó inmensamente sus energías sociales tratando de sobrellevar las distintas expresiones de la violencia, y éste ha sido un costo muy grande para todos los colombianos; un costo económico expresado en inmensos recursos que se han devorado en esta vorágine, también política, en lo que hace a la consolidación de la democracia y sobre todo en lo social.
Uno de los presupuestos básicos para la convivencia en una sociedad es la confianza entre los miembros de la misma, y en un contexto de guerra y violencias entrecruzadas lo primero que se acaba es la confianza. Esta crisis de confianza se manifiesta, de una parte, en la dificultad para construir grandes propósitos colectivos, en la medida en que se desconfía de los liderazgos sociales, percibidos casi siempre como portadores de proyectos de doble faz, demagógicos y buscando siempre las ventajas personales. Y por supuesto esto se ha alimentado históricamente por una dirigencia política y social que no ha estado a la altura de los intereses nacionales, que ha priorizado siempre sus mezquinos intereses personales o de grupo y que ha alimentado, por acción o por omisión, distintas modalidades de violencia: la de las guerras civiles, la violencia liberal-conservadora, la llamada revolucionaria, la ligada al narcotráfico, la violencia socioeconómica.
Pero
también esta crisis de confianza se expresa en los comportamientos
cotidianos, mucho menos trascendentales, pero de mayor impacto para los
colombianos y colombianas del común.
El
conflicto armado colombiano presenta tres escenarios posibles en su desarrollo
futuro:
1. El de la victoria militar de cualquiera de las partes enfrentadas, que parece bastante improbable en el futuro inmediato, por cuanto los distintos actores armados –institucionales o extrainstitucionales– cuentan con capacidad para golpear a su enemigo pero no para propinarle una derrota sustancial y definitiva. La posibilidad de la victoria militar, si bien no se puede descartar de manera definitiva, no la creemos posible ni siquiera en la versión restringida planteada por algunos como Alfredo Rangel1 cuando anota que “la guerra se gana si se logra obligar al adversario a firmar, en el menor tiempo y con el menor costo humano posible, un acuerdo de paz honorable para las partes que coadyuve al desarrollo y a la integración nacional y que respete la dignidad humana”.
2. El de la continuidad conflictiva, que parece altamente probable para el corto plazo y que implica una continuación de la situación actual, con incrementos crecientes, golpes tácticos militares de las dos partes, pero manteniendo la situación de indefinición militar y política, lo cual conlleva costos en ascenso para el conjunto de la sociedad, acompañado de una progresiva inserción traumática a nivel regional, del poder de la guerrilla dentro del Estado regional.
Este escenario adquiere relevancia en el corto plazo, adicionalmente, si tenemos en consideración que la guerrilla y otros actores armados, como los grupos de autodefensa, disponen de recursos de financiación muy amplios, particularmente derivados del “impuesto” a las actividades del narcotráfico, que les permiten una reproducción de la confrontación militar. Y paradójicamente, cada una de los actores armados tiene, a su manera, la sensación de que está ganando la guerra y en esa medida hay poca disposición a buscar caminos de solución negociada.
3. La negociación política del conflicto interno armado aparece como un escenario altamente probable en el mediano plazo, sobre todo en la medida en que la continuidad conflictiva se incremente y los costos sociales tiendan a afectar cada vez de manera más significativa al conjunto de la sociedad; pero especialmente, en la medida en que las distintas partes se autoconvenzan de que ninguno puede ganar militarmente la guerra, entonces la negociación adquiere solidez y eficacia.
Este escenario puede precipitarse siempre y cuando la sociedad colombiana comience a presionar de manera más activa a los actores del conflicto armado para que busquen una solución negociada, e igualmente lo haga de manera más articulada la comunidad internacional sobre la guerrilla y el gobierno colombiano.
Es en
medio de estos escenarios probables que el llamado Plan Colombia va a incidir,
potenciando el primero y probablemente prolongando el segundo.
El
mundo pasó de un escenario marcado por la bipolaridad y la denominada
“guerra fría”, a otro caracterizado por la unipolaridad en lo político-militar
(un solo polo dominante, Estados Unidos de América) y la multipolaridad
en lo económico (pareciera avanzarse, aunque todavía sin
la suficiente claridad, hacia la conformación de bloques económicos
regionales). Lo anterior, junto con el cambio de las relaciones Este-Oeste,
ha influido en el replanteamiento de las relaciones Norte-Sur, en el rol
de la ayuda al desarrollo y en el peso relativo que a nivel internacional
tienen movimientos de países del Sur como los No Alineados.
De otra parte, hay una tendencia marcada a la resolución por la vía política negociada de viejos conflicto armados que atravesaban diversas sociedades: Suráfrica, Namibia, Israel y Palestina, El Salvador, Guatemala, México, Irlanda del Norte.
Las prioridades de la agenda global, fuertemente condicionada por el país hegemón dominante, abarcan aspectos como la utilización racional del medio ambiente, el problema del tráfico de drogas, la consolidación de la democracia y, con relevancia, el respeto y vigencia de los derechos humanos en las distintas sociedades.
La comunidad internacional observa con preocupación creciente las interrelaciones posibles entre organizaciones guerrilleras y de autodefensa o paramilitares, con la actividad ilícita del narcotráfico.
La propuesta de Estados Unidos en la última reunión de la OEA en Guatemala, en el sentido de proponer que la organización regional prevea la posibilidad de crear un mecanismo multilateral de países para intervenir en aquellos casos en que la democracia esté en peligro, sin duda deja planteada la posibilidad de futuras intervenciones internacionales (armadas o no) en el conflicto armado colombiano. Porque era Colombia la que se encontraba como referente para todos los embajadores cuando se hizo la propuesta. Efectivamente, la guerra interna que estamos viviendo en nuestro país se transforma cada vez más en un conflicto de preocupación regional.
Podemos decir, entonces, que Estados Unidos está en el conflicto armado colombiano, para la paz o para la guerra, por lo menos indirectamente, y que prepara el terreno en la OEA para eventuales escaladas de intervención política o militar. Y esto probablemente sea una pista para entender la persistencia de la insurgencia en meter a los gobiernos de la Unión Europea en la búsqueda de la paz en Colombia, tratando de ponerle algún contrapeso de importancia a la presencia del país dominante a nivel global.
Adicionalmente
Estados Unidos, o por lo menos algunos de sus funcionarios, parecen estar
alentando una coalición de países vecinos de Colombia bajo
el discurso del riesgo que significa el conflicto armado colombiano para
su propia seguridad, no tanto en la perspectiva de intervenciones militares
coaligadas, sino más bien para que se transformen en una especie
de “grupo de presión” internacional sobre el gobierno e indirectamente
sobre la insurgencia, para tratar de incidir en la velocidad e irreversibilidad
del proceso de negociación, siempre con la amenaza latente de otras
opciones, incluida la militar. Esta posibilidad se acentúa con el
nuevo gobierno Bush y el equipo que lo acompaña en política
internacional.
Los
antecedentes del llamado Plan Colombia los encontramos, de una parte, en
el discurso de la campaña presidencial del hoy presidente Andrés
Pastrana en el Hotel Tequendama, en el cual planteó la creación
de una comisión de académicos para estudiar y definir estrategias
frente al narcotráfico y cuando empezó a hablar de la necesidad
de una especie de Plan Marshall. De otra, en los trabajos adelantados por
algunos consultores del BID al final del gobierno anterior, a propósito
del diseño de lo que se denominó Fondo de Inversiones para
la Paz.
Posteriormente el Plan de Desarrollo “Cambio para construir la paz” (1998-2002) aparece mencionado como una de las estrategias de la política de paz y con los siguientes componentes: plan especial para zonas afectadas por el conflicto, el plan de desarrollo alternativo, política de atención a la población desplazada y, como complementos, la política para la promoción de la convivencia y la disminución de la violencia en las zonas urbanas y la estrategia de lucha antinarcóticos, con el Fondo de Inversiones para la Paz como mecanismo de financiación parcial.
Luego encontramos, según el periódico Desde abajo, que en la sesión del 20 de octubre de 1999 del Comité de Relaciones Exteriores del Congreso norteamericano los senadores Dewine, Grassley y Coverdell presentan el Proyecto de Ley S 1758 que incluye la solicitud de US$1.500 millones de ayuda adicional.
En dicho proyecto de ley vamos a tener una nueva versión del Plan Colombia que en su discurso tiene diez estrategias: económica; fiscal y financiera; de paz; para la defensa nacional; judicial y de derechos humanos; antinarcóticos; desarrollo alternativo; participación social; desarrollo humano y una estrategia de orientación internacional. Pareciera que se hubiera producido un especie de proceso de “fagocitosis” en el cual el Plan Colombia termina por engullirse el Plan de Desarrollo “Cambio para construir la paz”. Pero al analizar la solicitud presupuestal encontramos que el mismo se concentra en las siguientes estrategias: lucha antinarcóticos con 63,6% del presupuesto total de US$7.500 millones que se le calcula; reactivación económica, que en esencia es la agenda firmada con el FMI; democratización y desarrollo social con 24% de los recursos totales; reforma a la justicia y protección de los derechos humanos, y finalmente, el proceso de paz.
El documento que en definitiva aprobó el Congreso norteamericano en el año 2000 se centra en cinco componentes: ayuda militar (empuje al sur, lo denominan), con 56% de los recursos; ayuda a la Policía Nacional con 11% de la ayuda; interdicción, 13%; desarrollo alternativo, 8% y derechos humanos y justicia, 12%.
A la reunión de Madrid con los países de la Unión Europea en julio de 2000 se lleva un documento que se centra en cuatro estrategias: repercusión económica y social, destacando la necesidad de la ampliación de preferencias arancelarias; el proceso de negociación del conflicto armado, valorando el que la sociedad civil y la comunidad internacional jueguen un proceso activo; una estrategia antinarcóticos, que involucra intervención, fortalecer y modernizar los aparatos de justicia y promover el desarrollo alternativo y, por último, el fortalecimiento institucional y el desarrollo social que involucran un gran énfasis en el capital humano, físico, natural y social.
El anterior
recorrido nos lleva a afirmar que, además de ser un plan camaleónico,
lo único cierto hasta el momento, desde el punto de vista presupuestal,
del denominado Plan Colombia, es la parte aprobada por el Congreso de Estados
Unidos y cuyo énfasis está centrado en su gran mayoría
(80%) en el componente militar.
Colombia
ha estado atrapada desde hace más de veinte años dentro de
la lógica de paz y guerra: es decir, simultáneamente se desarrolla
la confrontación militar mientras se hacen esfuerzos por buscar
caminos de superación negociada del conflicto interno armado. Lo
anterior es independiente de la voluntad de los actores del conflicto interno
armado. Algunos analistas, con un poco de ingenuidad, denominan esto como
la existencia de un supuesto Plan A, que apuntaría a la paz, y un
Plan B, dirigido a la guerra, mostrándolos como la expresión
perversa de los actores que no juegan limpio.
Las negociaciones del pasado reciente entre gobierno y guerrillas colocaron el énfasis en la desmovilización y la reinserción de sus miembros en la actividad normal de la sociedad, no sólo porque se trataba de organizaciones guerrilleras, pequeñas en su número y en su presencia militar, sino también porque se dio prioridad a negociar la desmovilización y no a las causas que explican el conflicto armado interno, que debe ser la prioridad en las actuales negociaciones en ciernes.
Lo lógica bipolar anterior, de escenarios de paz y de guerra con presencia simultánea, no tiene nada que ver con el deseo o la voluntad de los actores, y por supuesto menos de la población civil que no está directamente involucrada en la confrontación militar. En esta dirección podría actuar el Plan Colombia.
Efectos sobre la guerra
Una fumigación masiva en el sur del país puede generar dos tipos de efectos, a cual más de complicados: de una parte, una respuesta de la guerrilla en términos de oleadas de sabotaje y terrorismo en todo el territorio nacional, buscando de esta manera dispersar las fuerzas concentradas en el sur, pero con daños sociales y económicos muy grandes para el país; de otro lado, una protesta social masiva de cultivadores y “raspachines” que puede suscitar tensiones sociales muy significativas y eventualmente acrecentar las tendencias a mirar con simpatía a la insurgencia guerrillera.
Efectos sobre la paz
Después
del importante esfuerzo que significó el inicio de los procesos
de negociación entre el gobierno nacional y la insurgencia guerrillera,
en el que hay que reconocer la decisión del presidente Pastrana
de apostar en esta vía, no se puede aceptar que se marchiten o frustren
estos esfuerzos por decisiones e iniciativas equivocadas. Y esto parece
que está sucediendo con la propuesta del Plan Colombia, especialmente
con el componente militar del mismo.
El Plan Colombia, en particular el asociado a la ayuda norteamericana, tiene varias dificultades y no pocas ambiguedades. Aunque parte de concebir el narcotráfico como uno de los problemas centrales –si no el que más, de la sociedad colombiana actual, en lo cual coincidimos plenamente– y en la necesidad de definir una estrategia seria de respuesta, la situación se complica cuando se asimila el narcotráfico casi exclusivamente a los cultivos ilícitos y se olvida toda la complejidad de la cadena internacional que va del productor al consumidor final, es decir los millones de adictos que jalonan la demanda.
La “ayuda” norteamericana reitera la equivocación del pasado reciente: suponer que la respuesta al problema de los cultivos ilícitos es la represión y no el dar salidas a las carencias sociales y económicas que tienen los campesinos dedicados a esta actividad productiva, con un agravante adicional: que ahora Estados Unidos se involucró en el conflicto interno colombiano, con todas las implicaciones que esto conlleva, en la medida en que se asocian los cultivos ilícitos al conflicto interno armado y se parte de considerar que erradicar los primeros es un presupuesto para avances sustantivos en el segundo, cuando es probable que la ecuación sea inversa; es decir, sólo en el marco de un proceso de negociación con la guerrilla es viable diseñar e impulsar un proceso serio de erradicación manual de cultivos ilícitos. Todo lo anterior ofrece un panorama gris a los actuales procesos de negociación y a la sociedad colombiana.
¿Pero realmente no hay nada que hacer? Sí, y es por eso que diversas organizaciones de la sociedad colombiana se plantearon la necesidad de acudir a la Conferencia Internacional en Costa Rica del año 2000, convocada por ellas, para sentar un precedente de autonomía importante y con la presencia activa del gobierno nacional, la insurgencia guerrillera (las FARC infortunadamente no asistieron) y la comunidad internacional. Esta conferencia se realizó con el auspicio de las Naciones Unidas. En la misma se buscó, además de sentar un rechazo claro al Plan Colombia en su versión básicamente militar, poner las bases para la discusión de manera concertada de un verdadero Plan para la Paz de Colombia, que suspenda las fumigaciones que son inútiles y muy costosas socialmente, pero que involucre un serio programa de erradicación manual de los cultivos ilícitos, concertado con las comunidades de productores, que implique un cese al fuego serio y verificable, que detenga la escalada guerrerista de todos los lados, todo ello como un paquete global que nos oriente por el camino de la paz con justicia social y no por el despeñadero de la guerra.
Además, para solicitar a la comunidad internacional que asuma la parte del compromiso que le corresponde frente a un problema de carácter internacional como lo es el del narcotráfico, frente al cual hasta el momento los países andinos y en especial Colombia hemos sido considerados como una especie de “chivo expiatorio” de responsabilidades colectivas. Se requiere una estrategia concertada, que implique una valoración seria de las políticas represivas y un análisis claro de alternativas, acompañada de mecanismos serios de control de los precursores químicos, del lavado de activos en las distintas economías y en los circuitos financieros internacionales, y de apoyo a los usuarios de estos distintos tipos de sustancias psicoactivas.
Al comienzo del presente siglo parece tomar fuerza en algunos círculos la idea de transformar el Plan Colombia en un Plan Andino contra los cultivos ilícitos, en la idea que sigue primando de considerar la oferta como el principal problema en el campo del narcotráfico, a pesar de la opinión de algunos altos funcionarios norteamericanos, que comienzan a plantear la tesis de la demanda como fundamental en el problema y en su enfrentamiento. La posibilidad del Plan Andino puede tener dos lecturas posibles: la primera, como un instrumento geoestratégico de la política norteamericana para reforzar su control de toda la región andina, altamente inestable en lo político, lo económico y lo social, por lo demás; la segunda posibilidad, que debería ser parte de un plan integral para enfrentar el problema en el conjunto de los países andinos, priorizando estrategias concertadas de sustitución de cultivos de uso ilícito y que incluyera acciones sobre la demanda, el mercadeo y los circuitos de lavado de capitales.
Pero a pesar de todas las adversidades, se mantiene, con todos los problemas, el proceso con las FARC en la zona de despeje del Caguán, e igualmente el proceso de Convención Nacional con el ELN, que, pese al empantanamiento en que se encuentra, es probable que pueda reiniciarse en los próximos meses.
La prioridad del momento por parte de la sociedad colombiana y de los amigos de la comunidad internacional es presionar el cese multilateral del fuego y de las hostilidades para que las conversaciones avancen en medio de un ambiente políticamente favorable, porque lo evidente es que el modelo de “negociar en medio de la guerra”, que fue útil para comenzar estos procesos de conversaciones, terminó agotándose. Se debe apuntar a sustraer a la población civil del conflicto, aunque la meta terminal de un proceso de negociación es superar el conflicto armado y sus consecuencias nefastas sobre la sociedad colombiana. Pero mientras esto se logra hay que tratar de disminuir los efectos perversos de la guerra sobre la población no combatiente.
La sociedad colombiana debe reivindicar su autonomía en relación con los actores del conflicto interno armado, incluidas las Fuerzas Armadas del Estado, para poder contar con credibilidad en su labor de actuar como mecanismo de presión frente a la confrontación militar. Por ello podemos señalar que la sociedad colombiana debe cumplir varios roles para facilitar y acelerar el proceso de negociación, dentro de los cuales podemos destacar los siguientes: a) mecanismo de presión permanente contra los hechos de guerra; b) facilitador de escenarios de acercamiento entre las partes; c) partícipe en los debates y en la construcción de consensos acerca de los temas de la agenda; d) apoyo al desarrollo del proceso de negociaciones y al desarrollo político de los acuerdos a que se llegue.
Se requiere con urgencia una estrategia para la superación del conflicto armado, que tenga claros los objetivos intermedios y finales, que combine lo político con lo militar, subordinando esto último a lo primero, y que permita que los hechos coyunturales que se presentan en todo proceso de este tipo no se vuelvan determinantes en la marcha del mismo. Igualmente hay que reducir los niveles sociales de zozobra y aumentar los márgenes de confianza de la opinión pública en la salida política negociada para que ésta cuente con la legitimidad requerida.
La negociación del conflicto armado colombiano debe ser un buen pretexto para replantear colectivamente el país y su futuro como nación. Esto apunta a la construcción conjunta, entre todas las fuerzas de la sociedad, de un Estado que sea garante para todos del desarrollo de los conflictos sociales y económicos, normales en toda sociedad humana, que por naturaleza es diversa y contradictoria.