Ricardo
Vargas Meza*
Una de las consecuencias de las acciones de erradicación de marihuana desarrolladas en México hacia 1975 en el marco de la Operación Cóndor, fue el traslado de esa producción hacia Colombia, que la llevó a convertirse entre 1976 y 1979 en el primer productor de cannabis, teniendo a Estados Unidos como principal mercado. Junto con el desplazamiento de esa producción y como una extensión de lo que ya se hacía en México, Colombia, se convirtió –también a partir de 1978– en otro escenario permanente de aplicación de la política de erradicaciones forzosas mediante el uso de herbicidas.
Las decisiones sobre fumigación de cultivos ilícitos por medio de aspersiones aéreas han estado relacionadas con los distintos cambios que se han generado en Colombia como país productor de materia prima ilegal. Luego de una temporal disminución de la producción de marihuana, la cual se trasladó nuevamente hacia México a partir de 1989, la economía colombiana de las drogas ilegales se mantuvo bajo la primacía del procesamiento y la exportación de cocaína, cuya materia prima era importada de las grandes áreas de hoja de coca existentes en Perú y Bolivia.
Como resultado, se incrementó el peso socioeconómico, político y militar de las organizaciones del narcotráfico a lo largo de la década de los ochenta, y las decisiones antidrogas tuvieron como objetivo principal la destrucción de la criminalidad organizada dedicada al comercio ilegal de drogas. El tema de la extradición de los narcotraficantes hacia Estados Unidos se convirtió en el eje decisional en el nivel gubernamental, y por otra parte, la guerra contra las distintas esferas del Estado y los representantes de la sociedad civil colombiana proclives a una acción decidida de las autoridades se convirtieron en los objetivos terroristas de los narcotraficantes.
Sin embargo, al comenzar la década de los noventa se producen nuevas situaciones que modifican el escenario típico de los ochenta en Colombia:
1. La economía de las drogas se diversifica con la presencia de cultivos de amapola y el procesamiento y tráfico de heroína hacia Estados Unidos.
2. El comercio de cocaína recibe un fuerte impulso de la demanda que se sitúa en los países europeos, configurándose como un mercado ilegal promisorio a lo largo de la década.
3. La estrategia de enfrentamiento al Estado de los viejos grupos organizados del comercio de drogas entra en crisis, culminando en la muerte de Pablo Escobar. Las estructuras monopólicas del negocio sufren cambios, a lo cual contribuyó el encarcelamiento de la cúpula de Cali. Se produce entonces una “democratización” en la participación de la economía de las drogas que se reflejó en un incremento de nuevas y desconocidas organizaciones que se conforman regionalmente y se dedican a exportar drogas hacia los nuevos mercados de Europa, Europa Oriental y Estados Unidos.
4. La presencia de las nacientes, anónimas y descentralizadas organizaciones estimula la demanda de materia prima de pasta básica de cocaína y látex de amapola, hecho que, sumado a la crisis económica del sector agropecuario desde finales de los ochenta, lleva finalmente a que Colombia desarrolle un auge sin antecedentes de cultivos de coca, llegando a ubicarse en el transcurso de los noventa en el primer productor mundial. Con la transformación de la estructura global del narcotráfico se genera también un nuevo escenario para Colombia, al situarse como el país de mayor aporte en relación con la producción global en toda la región andina.
5. Con el auge de los cultivos se experimenta una distorsión de los procesos de ocupación demográfica de las zonas productoras, acentuada por desplazamientos tanto rurales como urbanos hacia zonas frágiles ambientalmente, como en efecto es la característica del entorno amazónico donde crece la mayor parte de la coca, así como los bosques altoandinos y zonas de páramo donde se cultiva la amapola. El auge de las áreas productoras llevó a que se acentuaran las decisiones de fumigación de los cultivos ilícitos, con lo cual se incrementaron también los impactos sociales de las comunidades que pasaron a ser monodependientes de esta economía.
En efecto, históricamente desde la época de la marihuana a mediados de los setenta, Colombia experimenta hasta hoy un proceso de ensayos y acciones ilegales de erradicación propiciadas por el Estado, junto con decisiones formales de uso de herbicidas mediante aspersión aérea. En ese sentido se desarrollaron aspersiones y ensayos a campo abierto con Paraquat (1978), Triclopyr (septiembre de 1985) y Tebuthiuron (abril de 1986). De manera permanente y oficial se utiliza el glifosato desde 1986 hasta hoy1.
Al terminar la década de los noventa se incrementaron las presiones por parte del gobierno de Estados Unidos para desarrollar acciones con nuevos herbicidas que sustituyeran el uso del glifosato, dado el fracaso de la política de erradicaciones en cuanto a disminución efectiva de áreas. Una de las causas de ese revés ha sido atribuida al carácter inocuo del químico para combatir los cultivos ilícitos. Por esta razón, en el último período se adelantaron experimentaciones con Imazapyr (agosto de 1998) y se exigió el ensayo y uso de Hexaxinona (Velpar) y de nuevo el Tebuthiuron (Spike). Estas acciones hacen parte de una política global contra las drogas, cuya aplicación demanda hoy evaluaciones de fondo.
Las fumigaciones en Colombia y la política de reducción de la oferta2
Las aspersiones aéreas de herbicidas, en calidad de acciones dirigidas a interrumpir la oferta de materia prima para producir sustancias ilícitas a través de la destrucción física de las plantaciones en su estado natural sólo logran, en el mejor de los casos, obstaculizar temporalmente la producción ilegal.
Simultáneamente estas acciones no logran, de ninguna manera, incidir sobre la demanda de materia prima para producir psicoactivos. La política de erradicación forzosa no trasciende ni sobre los precios al final de la cadena, ni sobre la disponibilidad de las drogas en los países consumidores. Teniendo en cuenta el estímulo de los principales mercados, los requerimientos de pasta básica de coca o de látex de amapola para producir heroína incentivan la presencia de nuevas, múltiples y variadas fuentes de suministro que buscan compensar las eventuales y efímeras disminuciones temporales de materia prima ilegal.
Se genera así un efecto de movilidad estimulado por la misma política, el cual multiplica los daños ambientales producidos por la instalación y mantenimiento de los cultivos ilícitos y la transformación inicial de la materia prima requerida por los exportadores de drogas. En ese sentido, uno de los puntos más débiles de la estrategia de destrucción de los cultivos ilícitos radica en su nula incidencia en el nivel de la demanda de pasta básica de cocaína y de látex de amapola, requeridas por los grupos organizados procesadores de cocaína y heroína.
Visto en el tiempo en aquellas áreas donde se desarrollan acciones de erradicación forzosa, la interrupción exitosa del suministro de materia prima dura entre cuatro meses a un año, período necesario para regenerar los cultivos fumigados que no mueren o desarrollar la reinstalación de los cultivos en nuevas áreas, con lo cual el circuito ilegal no se logra interrumpir y ello explica por qué a pesar de acciones envolventes de erradicación forzosa como las que se han adelantado en Colombia, no se ha obtenido el éxito que se esperaba.
Además, las nuevas siembras casi siempre están acompañadas de un alza en el precio de la materia prima, con lo cual se incentiva el restablecimiento de la producción y el procesamiento inicial. La concentración de las acciones de reducción de la oferta dirigidas hacia este punto de la cadena expresa una relación costo-beneficio con un déficit elevado. Al mantener incólumes los mecanismos estructurales del circuito ilegal, el esfuerzo de reducción de la oferta fracasa.
Aquí se ratifica uno de los reconocimientos consignados dentro del balance adelantado por la General Accounting Office en 1979: las dimensiones estructurales de la lucha antidrogas tienen otro tipo de escenarios distintos a los cultivos ilícitos, los cuales han sido subvalorados, o la capacidad de incidencia sobre ellos es nula por parte de los llamados países fuente3.
Para el caso de Colombia, el balance de la relación costo-beneficio de la aspersión aérea para combatir los cultivos ilícitos resulta altamente deficitaria. En el lapso de 1992 a 1998 fueron asperjados 2’438.336 litros de glifosato en la geografía nacional, distribuidos así:
Desde el punto de vista de los costos de toda la operación para fumigar con glifosato, en el lapso 1992-1998 se gastó un total de US$53’211.497 correspondientes a US$24’483.783 para adquirir el herbicida y unos costos de operación de US$28’727.714. Esta suma se gastó en el intento por controlar 19.472 hectáreas de amapola existentes en 1992 y un área de coca calculada en 45.500 hectáreas en 19944.
Cuadro
1. Glifosato asperjado en Colombia en el lapso
1992-1998
Cultivo |
|
|
Amapola |
540.979
|
142.912
|
Coca |
1’897.357
|
501.228
|
Sin embargo, al intentar contrastar la cifra de cultivos de amapola de 1992 frente al número de hectáreas de amapola existentes en 1998, ninguna autoridad antidrogas tiene la certeza acerca del tamaño de esa área. Las características de su producción y la condición que tiene para ser mimetizada a través de la asociación con otros cultivos legales hacen hoy en día totalmente inseguro estimar el número de hectáreas existentes. De manera muy inconsistente, las autoridades calcularon para 1999, 6.100 hectáreas.
En el caso de la coca es posible constatar con mayor precisión el tamaño del fracaso de la política. Se utilizaron US$19’051.676 en glifosato para fumigar los cultivos de coca en el lapso 1994-1998, con unos costos de operación de US$22’354.164, es decir un gasto total de US$41’405.840, sin contabilizar inversiones en aeronaves, bases antinarcóticos e infraestructura para interdicción, aunque existen datos que dan pautas para calcular este tipo de ayuda.
Según los departamentos de Estado y de Defensa, entre el año fiscal de 1990 y el de 1998 fueron suministrados cerca de US$625 millones a la Policía Nacional de Colombia y al Ejército colombiano en equipo (principalmente helicópteros y aviones de ala fija, armas, municiones, apoyo logístico y entrenamiento) para obtener al final y en relación con los cultivos ilícitos un resultado alarmante: el área inicial de coca se triplicó pasando de 45.550 hectáreas en 1994 a 122.500 en 1999, lo cual quiere decir que cerca de US$41,5 millones de sólo gastos para operar y un alto porcentaje de los US$625 millones de ayuda militar de casi una década se perdieron en su totalidad, si se mide su uso frente a uno de los objetivos propuestos, la reducción de áreas.
Por otra parte, existen situaciones estructurales inherentes a la política de reducción de la oferta que explican su reiterado fracaso. En primer lugar, la erradicación forzosa, como la mayor parte de las acciones antidrogas, reproduce el mecanismo de movilidad que en el caso colombiano fue puesto de presente en los años setenta, cuando se adelantó la fumigación de la marihuana en la Sierra Nevada de Santa Marta: de las partes bajas, el problema se desplazó hacia áreas de mayor altura y por tanto de un valor estratégico en lo ambiental, incidiendo negativamente sobre el equilibrio del entorno de las áreas de bosque productoras de agua, para la instalación de nuevos cultivos ilícitos en remplazo a los erradicados. Este fenómeno se viene reproduciendo a lo largo de 25 años de presencia de economías ilegales y de las políticas para combatirlas.
En segundo lugar, la estrategia de erradicación forzosa no ha tenido en toda la historia de las fumigaciones en Colombia una incidencia en el largo plazo. La dinámica del mercado de psicoactivos en el nivel mundial reproduce nuevos ingresos coyunturales de áreas sobre las cuales se ejerció en épocas pretéritas acciones de erradicación. Así ha venido sucediendo en el caso colombiano para la marihuana, la amapola y, de hecho, está sucediendo con la misma coca.
Sin embargo, para las autoridades antidrogas de Estados Unidos el problema del fracaso se debe a dos consideraciones: en primer lugar, al carácter inocuo del glifosato al cual le siguen reconociendo un bajo potencial destructivo del orden de 27,58% del área fumigada, y en segundo lugar, a la ausencia de control de la fuerza legítima del Estado colombiano en el “sur” del país. Frente al primer argumento se han buscado dos antídotos: uno de mediano plazo, con el paso hacia la técnica biológica de erradicación en donde se contemplan investigaciones y ensayos de agentes patógenos depredadores de la hoja de coca, y otro de aplicación inmediata, con la adaptación de una fórmula química que incremente el potencial de efectividad del glifosato. Finalmente, con el argumento de resolver la falta de control estatal en el sur, se fundamentó el paquete de ayuda militar contemplado en el Plan Colombia.
La guerra biológica: una nueva amenaza para la Amazonia colombiana
El cuestionamiento a los impactos ambientales de los sustitutos del glifosato y los bajos resultados obtenidos en la reducción de la oferta de drogas estimularon el desarrollo de los métodos biológicos de erradicación forzosa. En efecto, comenzando el nuevo siglo, la Amazonia colombiana sería el centro de experimentación de diversos agentes biológicos incluyendo el uso del hongo Fusarium Oxysporum para combatir la hoja de coca en la región andinoamazónica. En las pretensiones de manejo de agentes biológicos se requieren diversos ensayos a campo abierto como resultado final de la serie de investigaciones auspiciadas desde 1990 por la Secretaría de Agricultura y el Departamento de Estado de Estados Unidos, técnica que fue avalada entonces por UNDCP.
Teniendo en cuenta las fuertes controversias y eventuales demandas de responsabilidad legal y política que han suscitado los intentos por desarrollar estos ensayos en estados como la Florida, en el marco de las negociaciones y acuerdos alrededor del Plan Colombia que comprometió a diversas instancias de decisión antidroga estadounidenses y del gobierno colombiano, se crearon condiciones políticas que favorecen salidas a este objetivo.
En efecto, la decisión final de dar apoyo al paquete antidrogas por US$1.300 millones contó con la aprobación de requerimientos para el gobierno colombiano, uno de los cuales es justamente la investigación y experimentación con agentes biológicos. Teniendo en cuenta la deslegitimación internacional que tuvo la intención de adelantar un convenio entre UNDCP y el gobierno colombiano como marco para realizar tales experimentos, la administración Pastrana, a través de su Ministerio del Medio Ambiente, decidió crear un mecanismo bajo la modalidad de “iniciativas propias de investigación sobre biodiversidad en la Amazonia”. En ese ámbito formal se mantienen las condiciones políticas que facilitan la inclusión de experimentaciones de agentes biológicos para erradicar cultivos ilícitos. Al presentarse como una iniciativa colombiana, Estados Unidos se libraría de responsabilidades administrativas y políticas a la luz de la legislación internacional que incluye los convenios atinentes al uso de armas biológicas, y se le dispensaría de los costos por eventuales consecuencias frente a los países de la región amazónica que ven con alta preocupación el desarrollo de este plan5.
El uso de patógenos en áreas en las cuales se desenvuelve el conflicto armado colombiano dimensiona la justificación de la técnica por implementarse como una verdadera guerra biológica, la cual abre múltiples y complejos interrogantes sobre sus consecuencias de largo plazo y frente a los impactos tanto en la salud humana como en el medio ambiente.
En el caso del Fusarium se han establecido criterios que generan consistentes dudas sobre su uso: la imposibilidad de garantizar una actividad específica sobre la coca; los efectos sobre el equilibrio ambiental (microorganismos del suelo y aéreos, fauna, plantas, etc.) dado el incremento abrupto de la población de un organismo que incidirá sobre todo el entorno del bosque húmedo tropical; la condición de patógeno de un sinnúmero de especies del Fusarium Oxysporum y el hecho de contener más de 250 enzimas que pueden ser activadas o desactivadas dependiendo de las condiciones ambientales en que se encuentre; los impactos sobre organismos humanos bajos en defensas como es, en efecto, la condición predominante en la mayoría de los pobladores de la Amazonia, incluyendo las comunidades indígenas. Por las anteriores consideraciones, la guerra biológica genera grandes dudas y puede llegar a constituir un inminente peligro para la salud, la biodiversidad y el medio ambiente
Mientras prima este debate en la opinión pública internacional y nacional, en las áreas cocaleras de Puerto Guzmán, Putumayo y en diversas zonas minifundistas y amapoleras del Cauca se sigue adelantando una erradicación aérea indiscriminada al parecer con el uso del herbicida Roundup Ultra TM o una formulación comercial del glifosato a partir de RODEO al cual se le han añadido los surfactantes AL77 u Óptima que prácticamente queman en 24 horas las plantas fumigadas. De cualquier manera, los daños por la fumigación incluyen –según denuncias de las comunidades– cultivos de pancoger, pastos, frutales, criaderos de peces e impactos ambientales severos y en la salud de los pobladores cuya magnitud y evaluación son desconocidos por las autoridades del medio ambiente y de la salud pública7.
La presión internacional sobre el eventual uso del hongo llevó finalmente a las autoridades ambientales colombianas a negar el uso de “agentes biológicos foráneos al entorno amazónico”, argumento banal ya que en Colombia se han descubierto patógenos peligrosos cuya sobrepoblación acarrearía consecuencias nefastas. Argumentando la búsqueda de agentes nativos, el proceso tampoco significa soslayar la experimentación con cepas del Fusarium adaptadas a la Amazonia colombiana, provenientes, entre otros orígenes, de las semillas de coca importadas de Perú.
Finalmente, una de las consecuencias políticas más nefastas en el proceso histórico de construcción de instituciones ambientales en Colombia, es que bajo la administración Pastrana se ha abierto por parte del Ministerio del Medio Ambiente la condición de investigador y experimentador de métodos biológicos para erradicar cultivos.
Esto quiere decir que de veedor de las políticas de erradicación durante más de dos décadas, este Ministerio pasa a tomar parte directa o indirecta de las acciones que contituyen el esquema de “guerra a las drogas” en calidad de experimentador y oferente de nuevas técnicas de erradicación forzosa. Por primera vez en la historia de las drogas en Colombia, el Ministerio del Medio Ambiente termina por inmiscuirse en la política interdictiva.
La “construcción” de legitimidad estatal
Como
complemento a la radicalidad con que se desarrollan las fumigaciones, simultáneamente
se busca hoy elevar la capacidad militar en el combate terrestre, aéreo
y fluvial, entendidos como escenarios de la lucha antidrogas, dinámica
justificada como mecanismo óptimo para la recuperación de
la legitimidad del Estado. Tales argumentos se plasman en la columna vertebral
del Plan Colombia, y el general McCaffrey lo viene reiterando en diferentes
espacios políticos en el interior de Estados Unidos:
Los traficantes dependen de los cultivos de coca y amapola en áreas remotas fuera del control del gobierno; tanto el tráfico como el procesamiento se realizan en el sur del país donde existe una presencia fuerte de las guerrillas. Mientras esa fuente independiente de drogas y de ingresos permanece fuera del control de las Fuerzas Armadas y la Policía, la guerrilla, los grupos de autodefensa al margen de la ley (¡sic!) y los narcotraficantes se fortalecerán y representarán una amenaza mayor para el Estado.
El
equívoco del argumento es evidente. En realidad son los cultivadores
de coca y amapola los que dependen de los narcotraficantes. Basta con observar
lo que sucedió en zonas como el Alto Huallaga en Perú en
1995 o lo que sucede hoy en algunas regiones cultivadoras colombianas cuando
–por diferentes razones– el capital del narcotráfico no llega a
comprar la materia prima (látex o pasta básica de coca):
depresión económica general que se expresa socialmente en
hambrunas, miseria y desplazamiento forzado por razones de sobrevivencia
de los campesinos, jornaleros y pequeños comerciantes.
Al institucionalizar el argumento del hoy cuestionado ex comandante en la Guerra del Golfo, el gobierno colombiano da un aval a los equívocos de la actual política antidrogas de Estados Unidos: el narcotráfico existe porque hay cultivos ilícitos. La consiguiente oferta de ayuda socava la autonomía del país para definir los términos de la cooperación internacional, degenerándose así el concepto de corresponsabilidad. En este contexto de la “guerra a las drogas” se entiende como tal la aceptación para crear escenarios de alta confrontación militar sin considerar a la población indígena y campesina o asumir la guerra química y biológica con gran intensidad a cambio de la ayuda económica8.
Mientras, por otro lado, los suministradores de los recursos no establecen compromisos ciertos y verificables sobre lavado de dólares, combate al contrabando de armas e insumos químicos, a las redes de prostitución, casinos y, en general, negocios oscuros que se mueven en el norte con los recursos provenientes del narcotráfico. Intereses internos que coinciden en una salida de fuerza frente al conflicto, ven en la injerencia norteamericana la oportunidad de contrabalancear el relativo desequilibrio en la confrontación generado por el incremento del poder de daño de la insurgencia9.
En el marco del conflicto armado que vive Colombia, la situación se hace más compleja por el auge diversificado de cultivos ilícitos, la profundización de las estrategias de fuerza, fenómeno agravado por el control territorial que, en el desarrollo de la guerra, ejercen los diferentes actores armados sobre las zonas productoras y sobre áreas dedicadas al procesamiento de sustancias ilícitas. Así mismo, el control se ejerce sobre rutas de embarque de drogas y sobre pistas aéreas utilizadas para exportar psicoactivos ilegales y para el contrabando de armas.
Se desarrolla así por parte de los distintos actores armados, un incremento de su poder financiero orientado principalmente a ampliar su pie de fuerza y a fortalecer la capacidad logística y técnica para la guerra.
La consolidación de estos escenarios lleva a borrar las fronteras entre lo que correspondería a acciones contrainsurgentes frente a las tareas antinarcóticos. De este modo Washington se ha comprometido directa e indirectamente en el conflicto interno. Sin embargo, lejos de ser errores previsibles, existen cálculos que han llevado a decisiones que se ajustan a fines estratégicos: las políticas antidrogas responden al desarrollo consciente de procesos más globales que buscan redefinir la seguridad regional, incluyendo áreas como el Caribe, Centroamérica y la región andina bajo la hegemonía del Comando sur de Estados Unidos.
La calificación y el uso simbólico de la situación colombiana como desestabilizadora de la región aporta a la creación de condiciones políticas que buscan legitimar el nuevo enfoque de seguridad y el envolvimiento creciente de Washington en el marco del conflicto armado interno, a la vez que se ejerce una tutela sobre eventuales países problema como Venezuela, o sobre focos de desestabilización social como Ecuador o Bolivia. No obstante, los compromisos hacia un mayor involucramiento militar en la lucha antidrogas impulsados por los sectores más radicales del Departamento de Defensa y la Oficina de Drogas de Washington (ONDCP) parten de una extrema simplificación, desconocimiento y reducción de los problemas relacionados con la ausencia de legitimación del Estado colombiano. Como consecuencia, las respuestas son igualmente simples y generalmente se condensan en la búsqueda de una modificación de las circunstancias del conflicto con el uso de tecnologías sofisticadas para la guerra.
Finalmente, existen otros intereses en juego: en la política doméstica estadounidense, la necesidad de neutralizar las críticas provenientes del lado republicano a la ausencia de compromisos antidrogas contundentes de la administración Clinton; así mismo y de alguna manera relacionado con lo político también, se busca el favorecimiento de grandes intereses económicos –verdaderos grupos de presión en el interior de Capitol Hill– que se benefician con la fabricación y venta de armas.
Cultivos ilícitos y legitimidad estatal
La condición premoderna de la estructura estatal colombiana se expresa en la débil capacidad de control territorial sobre áreas configuradas espontáneamente, hechas a su suerte y, sobre todo, creadas sin la construcción de relaciones interdependientes económica y socialmente con algún centro de poder que hubiese legitimado el sentido moderno de lo estatal.
La generación de excedentes importantes de la economía de las drogas, facilitados por la inserción internacional, contribuyó a crear dinámicas económicas regionales que ampliaron las fuentes de suministro de bienes y servicios de múltiples centros, generando ocupación e ingresos sin que en el desarrollo de este proceso mediasen decisiones de Estado sino las leyes del mercado. La economía de las drogas modificó las expectativas históricas que guardaban estas zonas y que se fijaban como propósito estratégico un reconocimiento del centro político y económico, en el sentido de reclamar una “presencia” en las regiones, normalmente a través de obras de infraestructura y apoyo para la sostenibilidad económica de estas áreas.
Sin presencia estatal, la economía ilegal de las drogas generó dinámicas de ingreso individual en un contexto de desorden social en los procesos de ocupación; afirmó el riesgo como condición inherente al valor agregado en el manejo de esta actividad; fundó un control social en la obligatoria generalización de la ilegalidad y modificó las percepciones en el tiempo para la obtención de los beneficios de esta producción: el presente de un ingreso seguro y no un futuro incierto, que por obligación se expresaba en la protesta social y la confrontación civil, reclamando la interlocución con el Estado, se erigió en la posibilidad de resolución de estas dificultades y demandas. En otras épocas la organización comunitaria era el medio forzoso para enfrentar las dificultades propias de la colonización, existiendo más como un mecanismo de sobrevivencia que como una expresión orgánica de solidaridad.
La globalización económica y la erección del libre mercado como mecanismo de selectividad contribuyeron a mostrar las “bondades” de una actividad productiva que facilitó la obtención de los medios necesarios para la satisfacción de nuevas expectativas de consumo y el acceso a los bienes ofrecidos. Una expresión patética de esta situación es la dolarización de economías regionales que jamás soñaron en su aislamiento originario, una presencia directa de oferta de bienes y servicios propios de la economía de mercado sin la mediación del Estado.
Sin embargo, estos cambios no podían ser gratuitos. Un Estado ausente no podía tener vigencia sobre el control de la fuerza y del tributo para estas áreas. Un Estado que sigue siendo excluyente con estas zonas, vistas como hordas o montoneras recicladas por el modelo implementado para la estructura agraria y la economía en general, no podía reclamar su legitimidad. Su condición premoderna tampoco le permitió construir referentes culturales afirmativos que contribuyesen a interiorizar mecanismos de contención de los impulsos, incluyendo los violentos, o pautas más sutiles y modernas de censura y control. La fuerza siguió y continúa siendo en el nivel privado el mecanismo de resolución de conflictos, y en el nivel público, el elemento disuasivo y regulador de las conductas en ese espacio. Un uso de la fuerza que se legitima paralelamente con el auge económico monodependiente de la economía ilegal y, con mayor ímpetu, se erige como la base para la definición en la disputa sobre el poder de control político-militar y del tributo.
A pesar de ese contexto, el Estado no actúa en función de lograr y consolidar el control estratégico de ese monopolio mediante decisiones que –aun utilizando la fuerza– se constituyan en procesos de afirmación legítima. La aquiescencia y tolerancia con las formas privadas e ilegalmente violentas (ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, violaciones flagrantes de derechos humanos) de resolución de los conflictos, resulta siendo un mecanismo cortoplacista y que ahonda hacia un futuro su deslegitimación como Estado. En los hechos se actúa como otro particular que busca derrotar a su adversario a través de métodos que al afectar a la sociedad civil, limitan la posibilidad de obtener el control del poder territorial en el nivel de la fuerza y el tributo. En efecto, en algunos lugares de la Amazonia colombiana se puede constatar la subordinación de los organismos de seguridad a la voluntad de los poderes parainstitucionales, lo que refleja una verdadera claudicación en la construcción de legitimidad y, por tanto, de modernidad.
En el contexto del conflicto armado, el narcotráfico se percibe con una doble connotación:
1. Como el mecanismo que soporta la fuerza de la guerrilla y, por consiguiente, contra lo cual deben concentrarse acciones de guerra. En esa dirección se entiende lo fundamental del respaldo a los presupuestos contemplados en el Plan Colombia.
2. Como fuente de financiación para la guerra, y como base fundamental para la construcción de un nuevo poder, vía control de la intermediación del capital del narcotráfico y del comercio local que se irriga con esos excedentes.
No es
sólo entonces una disputa económica y militar en medio de
la degradación creciente del conflicto. Puestas en este contexto,
las exigencias de la guerra están llevando a los distintos actores
armados al desarrollo de estructuras omnímodas, de vigilancia y
control que concluyen en un ejercicio del poder político y militar
en lo local, sacrificando en muchos casos a las mismas comunidades. El
supuesto medio (organizaciones armadas) se está trocando en un fin
en sí mismo, soslayando gravemente la construcción de espacios
democráticos de poder social que terminan por afianzar la voluntad
individual de líderes militares que menosprecian y buscan
someter a los civiles no combatientes.
Expresadas
las anteriores consideraciones, es importante señalar los ritmos
de los movimientos que modifican los escenarios de la guerra. En efecto,
el sur está sufriendo cambios de dimensiones estratégicas.
En primer lugar, la insurgencia está ampliando su escenario de influencia
en la Amazonia al buscar controlar puntos estratégicos de frontera
internacional y lugares intermedios de los departamentos fronterizos con
Venezuela, Brasil, Perú y Ecuador.
Con esto el escenario de la confrontación, la capacidad de movilidad, se multiplica en alto grado, y vuelve obsoleto el objetivo del Plan Colombia de controlar en un lapso de dos años un departamento como el Putumayo (24.885 km.) mientras el actual movimiento de la insurgencia amplía el “teatro de operaciones” a prácticamente toda la Amazonia colombiana, que suma más de 400.000 km.
Se desarrolla así el ejercicio de un poder sobre una extensión equiparable a una tercera parte del territorio nacional en preparación a la defensa territorial, instalación de una economía de guerra y el ejercicio de un poder que articula un partido naciente y un Estado autoritario en construcción en medio de la guerra, con reglamentos draconianos en todos los ámbitos de la vida cotidiana, economía, seguridad, comunicaciones, etc.
Es evidente que aquí se expresa un hecho estructural del actual proceso de paz. La ausencia o débil representatividad en las mesas de conversaciones de los actores fundamentales del conflicto, teniendo en cuenta:
1. La consolidación del proceso de privatización de la fuerza y de resolución del conflicto como opción pragmática y de corto plazo. La dilación del gobierno para asumir un debate a fondo sobre el fenómeno paramilitar que permita establecer su responsabilidad en este modelo de contención.
2. Las percepciones y decisiones pragmáticas de diferentes instancias de Estados Unidos alrededor del conflicto armado colombiano, que se expresan finalmente en una decisión política bipartidista apoyada por la administración norteamericana, de asumirse como parte de una “solución” de seguridad para el caso colombiano.
3. La presión ejercida frente al Ejecutivo colombiano por sectores que buscan un replanteamiento de fondo en relación con el manejo del proceso de paz y un endurecimiento contra la insurgencia, en la medida en que crece la pérdida de confianza, como uno de los costos de la negociación en medio del conflicto, estimulado por el incremento del secuestro, la extorsión y los ataques a poblaciones y la degradación de la guerra. El escenario creado por el aval de Washington al Plan Colombia favorece esas posiciones.
Estas circunstancias han terminado por afianzar una profunda e ineludible desconfianza de la insurgencia no tanto frente al gobierno, sino al poder del proceso de paz como mecanismo de resolución del conflicto teniendo en cuenta la baja representatividad, capacidad de maniobra y poder real del gobierno colombiano para resolver las condiciones que limitan los alcances del proceso. En segundo lugar, la permanencia en el proceso supone agotar hasta el último momento el poder que tiene ese espacio en términos políticos (interlocución internacional, capacidad de convocatoria nacional en las audiencias públicas, etc.).
Con todo, y sobre la base del reconocimiento de la cantidad de intereses privados que están detrás del modelo privado de resolución del conflicto, el movimiento de la insurgencia va en favor de una ampliación de su capacidad de crecimiento, fortalecimiento financiero y preparación para un escenario de confrontación abierto.
Este tipo de movimientos resulta estratégico tanto para un escenario de negociación como para uno de confrontación. De cualquier manera, el proceso real de la guerra pone de presente el reconocimiento del débil margen de maniobra del gobierno frente a fenómenos que subyacen al proceso y le restan confianza: la injerencia norteamericana en nombre del combate a las drogas; el fortalecimiento de la solución privada y parainstitucional del conflicto; la falta de liderazgo del Ejecutivo para estabilizar una institucionalidad que refleja una crisis estructural; la incompetencia y debilidad de los partidos tradicionales para desarrollar estratégicamente la gobernabilidad, lo cual estimula las formas privadas y violentas de seguridad, ante el eventual embate de una insurgencia que aprovecha cada resquicio de la crisis del régimen.
Visto en esta dirección, el Estado tampoco favorece el fortalecimiento de la sociedad civil, condición necesaria para ampliar su legitimidad como cabeza en la creación de reglas de juego para el conjunto social: la criminalización de los productores de cultivos ilícitos como narcotraficantes; el desarrollo de políticas de fuerza incluyendo la fumigación aérea de cultivos ilícitos; el señalamiento y tratamiento de los habitantes de estas zonas como ilegales aliados de la insurgencia; la ausencia de puentes de interlocución y de reconocimiento de esta parte de la sociedad, aunada a una percepción social fundada en el menosprecio y el tratamiento como marginales frente a los centros urbanos. El desconocimiento de todos los derechos fundamentales de estas comunidades no son simples reclamos “morales” ante una marginalización de una amplia población: la reproducción secular de estas prácticas significa la claudicación del Estado para construir un proyecto de modernidad basado en el reconocimiento de sus asociados de estas áreas.
Este es el contexto para que los actores armados entren a disputarse mediante mecanismos de coerción e imposiciones la sociedad de estas regiones, buscando su articulación como aliados de cada ejército. El desarrollo de esta dinámica está llegando a tal punto que ya se empieza a reproducir actualmente el tipo de sindicaciones como las que fueron comunes en las peores épocas de la violencia de mediados de siglo: veredas, inspecciones de policía, cabeceras municipales, adscritas a las “simpatías” de alguno de los bandos de la confrontación y por tanto señalados como objetivos militares. Como consecuencia, el desplazamiento forzoso, las violaciones a los derechos y libertades básicas del individuo ocasionadas por la totalidad de actores armados son hoy un lugar común en los nuevos escenarios de la confrontación.
Al permitir
el campo abierto a la polarización total, el Estado se ausenta o
simplemente se expresa –rebajado a una naturaleza puramente privada– como
uno más de los antagonistas del conflicto. Se pierde así
la condición de mediador o como la expresión desarrollada
socialmente para establecer límites a las pretensiones de los intereses
puramente privados o de quienes finalmente actúan como tal.
La
aplicación unilateral de las políticas de reducción
de la oferta de drogas, que coloca el mayor énfasis de fuerza
en la contención de la producción de drogas, ilegales en
su fuente, expresa la incoherencia y el fracaso del paradigma de la denominada
“tolerancia cero contra las drogas”.
Habiendo sido implantadas durante varias decenas de años, las políticas antinarcóticos requieren hoy un balance riguroso y, sobre todo, un replanteamiento basado en el examen de las inconsistencias y graves perjuicios que han causado a la humanidad, agravando seriamente los problemas relacionados con la adicción o el abuso de drogas.
Así mismo, en el caso de Colombia –como en los países de la región andina–, estas políticas antidrogas han creado y siguen produciendo junto con el mismo narcotráfico, graves daños como el incremento de nuevos factores de violencia, contaminación ambiental, deslegitimación del Estado, pérdida de autonomía y violaciones a los derechos fundamentales de la población, situada en el eslabón más débil de toda la cadena de las drogas ilegales.
En ese sentido, se debe trabajar por una propuesta que no se proclame como “alternativa” a los cultivos ilícitos ni como “solución” al problema del narcotráfico. Se debe tratar más bien de una estrategia para reducir los daños ocasionados tanto por la producción de materia prima como por las políticas antidrogas. Existen varias razones para afirmar esta naturaleza:
1. No es posible “erradicar “ las drogas. La aspiración de la humanidad debe ser lograr a través de medidas diversas y eficaces para escenarios complejos –que incluyen la aplicación de la ley– una convivencia con las drogas buscando obtener el mínimo de daños para quienes entran en contacto como productores o como consumidores.
2. Tanto el nivel de la producción de drogas como el nivel del abuso responden a condiciones socioeconómicas y culturales particulares de cada país o región. Mientras tanto el tráfico de drogas, que es de carácter internacional, aprovecha esos escenarios y estimula las dos puntas de la cadena y se queda con las mejores ganancias de las cuales se benefician también grandes capitales “legales” del mundo global. Por tanto, no se puede esperar que las regiones productoras, con acciones dirigidas a uno de los niveles que responde más a graves problemas estructurales, resuelva esta compleja situación global de conflicto de las drogas.
3. Ello no significa dejar de reconocer que del mismo modo que lo hace la ganadería extensiva o la praderización de la Amazonia, el proceso de instalación de cultivos ilícitos se adelanta en condiciones nefastas para el medio ambiente. La producción de ilícitos implica la tala del bosque y el uso de múltiples agroquímicos y precursores que contaminan el aire, los suelos, las aguas, con la consiguiente pérdida de toda la biodiversidad y, por ende, de la principal riqueza y ventaja comparativa del bosque húmedo tropical y de los bosques andinos y altoandinos. A ello se suma la presión para el desplazamiento de los cultivos que acarrea la actual política, la contaminación y daños colaterales por el uso de herbicidas en las fumigaciones aéreas y la seria amenaza de iniciar el uso de métodos biológicos de erradicación con consecuencias imprevisibles para los complejos sistemas de vida en estas áreas.
4. La existencia de monocultivos de coca, amapola o marihuana genera unas condiciones de fragilidad social, económica y ambiental con graves consecuencias que ponen en peligro la autosuficiencia alimentaria, el uso eficiente de la biodiversidad, la preservación sociocultural de las comunidades indígenas, distorsiona los procesos de ocupación de la Amazonia y convierte a los productores en los objetivos de una guerra injusta.
Desde estas consideraciones, se debe trabajar por la elaboración y desarrollo rigurosos de una propuesta integral frente a los cultivos ilícitos para la Colombia de hoy, la cual debe pasar por el proceso de paz y el replanteamiento de la actual política sobre las drogas ilegales. El desconocimiento de estas condiciones y la ausencia de una intervención inteligente sobre ellas llevarán a que la serie de actividades relacionadas con el circuito de drogas se desenvuelva, cada vez con más fuerza, como una verdadera economía para la guerra por parte de los distintos actores armados. Así mismo, ignorar esas circunstancias es seguir abriendo y facilitando el camino para una mayor y perjudicial injerencia externa en esta materia, la cual menoscaba la débil legitimidad estatal, profundiza el conflicto armado, violenta la sociedad y socava nuestro patrimonio ambiental.
Una propuesta integral que busque reducir los riesgos de la compleja situación en que se desenvuelven los monocultivos de coca y amapola y los graves perjuicios ocasionados por la actual estrategia antinarcóticos demanda acciones de Estado, con voluntad política para crear legitimidad en un marco estratégico de construcción de modernidad y, por tanto, de democracia. Para lograrlo, el Estado debe buscar el fortalecimiento de la sociedad civil presente en esas áreas, lo que supone un replanteamiento de la actual estrategia, incluyendo el cese de la agresión con las fumigaciones aéreas, lo que a su vez presupone otro requisito: lograr el manejo autónomo de los problemas relacionados con el cultivo y la producción de materia prima para procesar psicoactivos.
Esta última condición exige cambios profundos en la institucionalidad colombiana, de modo que se garantice un liderazgo en los procesos de intervención del Estado sobre la base de un nuevo posicionamiento de la problemática rural en la búsqueda de la paz, la revalorización de lo ambiental en el manejo del conflicto, complementado con acciones que deben desarrollar las instituciones frente al problema del tráfico de drogas.
Sobre estos supuestos se debería partir con decisiones que recojan cinco puntos que guardan entre sí una clara interdependencia como base de una nueva política. Son:
1. La no aplicación de la política de erradicación forzosa –sea manual, mediante aspersión de químicos o de armas biológicas– y, a cambio, desarrollar acuerdos concertados con las comunidades en regiones y condiciones realistas y viables sobre erradicación manual.
2. Descriminalización de los pequeños productores y establecimiento de espacios de interlocución con sus organizaciones legítimas.
3. Alternativas de desarrollo con un proceso gradual de sustitución de cultivos ilícitos.
4. Participación de las comunidades en el nivel local y regional conjuntamente con el desarrollo de Programas de ordenamiento territorial y ambiental como criterio para focalizar los proyectos de sustitución.
5. Respeto y garantías plenas a los derechos humanos y al DIH, principalmente en las zonas productoras de ilícitos, situación agravada por la implementación de la guerra a las drogas y por la articulación de la economía ilegal al conflicto armado.