Guerra social de media intensidad


Miguel Ángel Herrera Zgaib*

El pórtico de una guerra no virtual

 
Creo que el primer paso para la solución realista del problema de las drogas en el mundo es reconocer el fracaso de los métodos con que se están combatiendo. Son esos métodos, más que la droga misma, los que han causado, complicado o agravado los males mayores que padecen tanto los países productores, como los consumidores.
Gabriel García Márquez


Esta reflexión comienza por decir que del Plan Colombia se escribieron dos textos que nos inscriben en el nuevo orden mundial. Uno primero, redactado por el gobierno de Andrés Pastrana, la versión A sin directa injerencia norteamericana, donde se comprometía con la paz social. Después vino uno segundo, la versión B escrita en la lengua imperial, para perplejidad de la ciudadanía y de la misma burocracia, cuya promesa perversa es el fuego que enciende una guerra social de intensidad media.

Este nuevo plan dictado en secreto se conoció a través del Senado norteamericano, y de la denuncia mundial de las ONG norteamericanas. Confeccionada la bitácora virtual de la agresión, que autoriza la intervención de tropas y no sólo asesores militares norteamericanos, los verdaderos objetivos que se proponen a la sociedad colombiana son, en primer lugar, la lucha contrainsurgente generalizada, y en segundo lugar, el combate ineficaz contra el narcotráfico. Todo a cambio de una limosna de US$1.574 millones, que tiene trastornados a los patronos liberales y conservadores, cuyas clientelas tienen representación mayoritaria en el Congreso. El respaldo de los congresistas demócratas y republicanos para hacer la guerra fuera de sus fronteras es explicable. Es un estímulo para su economía recalentada, porque son las industrias norteamericanas, quienes se repartirán la tercera ayuda más alta después de la que Estados Unidos brinda a Israel y a Egipto.

Estas consideraciones preliminares son el anticipo indiciario que enmarca la hipótesis Colombia dictado por el imperio: es decir, calificar esta escalada militar como proyecto de guerra preventiva de mediana intensidad contra las clases subalternas, cuando éstas comienzan a entender en su propia lucha la necesidad de instaurar la democracia social como remedio a la devastadora peste del neoliberalismo.

La guerra tendrá que librarla la administración republicana y su grupo de halcones, cuyo presidente, George W. Bush, triunfó en unas elecciones fraudulentas, cuando la recesión norteamericana marcha con paso galopante por un globo expectante, ante el posible relanzamiento del complejo industrial militar estadounidense como forma extrema de reproducción del capitalismo enfermo. Estrategia contra la cual Europa se pronunció en forma casi unánime, con un solo voto a favor de la solución militar de los Estados Unidos.

Tampoco podemos perder de vista que este Plan Marshall al revés está amarrado a las grandes transnacionales norteamericanas que reactivarán la economía de guerra. Ella se lucrará de nuestras muertes y del deterioro efectivo de nuestras riquezas. De lo último ya hubo prueba inmediata durante la primera semana de febrero de 2001, cuando el ambiguo comisionado del gobierno nacional, Gonzalo de Francisco, anunció la suspensión de las fumigaciones en el Putumayo y reconoció en tono menor el deterioro ambiental producido en dicha zona.

Ahora, luego del congelamiento de las negociaciones por parte de las FARC desde el 12 de noviembre pasado, se abrió un pórtico de dos salidas con la invitación-ultimátum del presidente Pastrana al comandante Manuel Marulanda Vélez, para dialogar sobre la suerte de la paz, y la contrarrespuesta de ambos. Es un tiempo crucial con dos posibles vías: el descongelamiento de la paz, o el lanzamiento de una guerra social de mediana intensidad con abierta asistencia del imperio en apoyo del gobierno colombiano. El jueves 8 de febrero tuvimos la tercera jugada en el acertijo de la guerra social: se dará un sí a la paz con compromisos de reforma social, o un no estúpido, que escalará la violencia social en todo el territorio colombiano, transformando a Colombia y sus vecinos en una Centroamérica del tercer milenio, pero esparciendo ahora la inminencia de una guerra de media intensidad, donde la estructura social es el objetivo.
 

De Plan en Plan

 
El proceso de paz ha comenzado, tal como el Gobierno ofreció que iba a suceder. El presidente Pastrana personalmente ha dado inicio a la etapa de diálogo, como lo prometió desde el comienzo de su mandato, buscando la paz con una agenda abierta y sin condiciones. Hechos de Paz.
Víctor G. Ricardo


La primera versión del Plan Colombia, que tuvo por eje la política de paz, anunciado con bombos y platillos el 22 de octubre de 1998, respondía a la iniciativa de la zona de distensión y la mesa de diálogo, que resultaba del apoyo real de las FARC a las aspiraciones presidenciales de Andrés Pastrana, secundadas por el luego Alto Comisionado de Paz, Víctor G. Ricardo, para dar concreción al proceso iniciado el 7 de enero de 1999, “una gran alianza de todos los colombianos contra la corrupción, el narcotráfico, la violación de los derechos humanos y la injusticia social”.

Las FARC se comprometerían a sustituir los cultivos de hoja de coca en Putumayo, Caquetá y Guaviare, que corresponden a 80% de la siembra nacional. Es elocuente en los móviles el discurso presidencial de lanzamiento del Plan, cuando decía: “Colombia posee dos guerras nítidamente diferenciadas: la guerra del narcotráfico contra el país y el mundo, y la confrontación de la guerrilla contra un modelo económico, social y político que considera injusto, corrupto y auspiciador de privilegios”.

Más aún, el presidente establecía a las FARC como un aliado, porque la narcoproducción era para éstas “un grave riesgo para su proyecto político”. Había coincidencia estratégica de los dos actores aludidos en su lucha contra la mafia. Las FARC participarían de una erradicación concertada sin mayores riesgos para el medio ambiente y los campesinos cultivadores, y no serían objeto de señalamiento como narcoguerrilla terrorista.

Éste fue el Plan aprobado por el Congreso, en la Ley 508 de 1998, para desactivar la violencia, el desarrollo social y la consiguiente construcción de la paz. Se dirigía a disminuir las causas estructurales, objetivas de la violencia, “las transformaciones económicas, sociales, culturales y ambientales”, a las cuales se unía la preocupación por la fragmentación social en aumento y los bajos niveles de gobernabilidad, tal como aparecen citados en el Plan de Desarrollo “Cambio para construir la paz (1998-2002)”.

El Plan lo componían tres objetivos: desarrollo alternativo, atención a desplazados, y a zonas de conflicto, que respondían a las carácterísticas de tres regiones: con cultivos ilícitos, con violencia crítica y desplazamientos forzosos. A ellas se atendería con un Fondo de Inversiones para la Paz alimentado nacional e internacionalmente. Este Plan A no se dirigía a erradicar todos los cultivos, sino que era diferencial según origen, extensión y propósitos.

El gran objetivo por combatir eran los cultivos comerciales de los narcotraficantes. Para los campesinos pobres, en cambio, había el programa de desarrollo alternativo. Se decía que no se fumigarían las pequeñas siembras de amapola y coca, lo sostenía Jaime Ruiz. Esto no se cumplió del todo, y fueron atacadas 64.723 hectáreas de coca y 9.449 hectáreas de amapola, pero la distinción en el discurso se mantenía, lo cual permitía separar los aspectos sociales de los criminales; en otras palabras, se prometía un trato diferencial para la cuestión campesina.

Pero pronto sobrevino la estrategia de la Pax Americana, durante la parte final de 1999, la que aquí denomino preparación para la guerra social de intensidad media, recordando la pasada estrategia de guerras de baja intensidad, cuando se intentaban procesos de transición democrática tutelada en varios países de América Latina, y sobre todo, en Centroamérica.

El cambio de horizonte se registró bien en el texto Cultivos Ilícitos, narcotráfico y agenda de paz, en el artículo “Plan Colombia: juego de máscaras”, y que en esta reflexión es una guía importantísima para el tema político-militar en torno a los objetivos y riesgos de la guerra de intensidad media que ha votado el Congreso norteamericano con notables abstenciones y reservas, aunque no suficientes para prevenir un nuevo desastre social, que algunos equiparan con el nacimiento de un nuevo Vietnam, en lo cual fracasó la misma revolución cubana en su fase ascendente, hasta el asesinato del Ché en la selva boliviana. A esta iniciativa se le viene oponiendo –desde que se propuso la mesa paralela a la de donantes europeos en Madrid– la Unión Europea, de cuya propuesta se conocieron apenas pormenores en la reunión de Costa Rica, en las deliberaciones de los días 16, 17, y 18 de octubre de 2000, en las instalaciones de la Universidad de la Paz. Pero, hoy, el Parlamento europeo ha sido contundente en la condena a la práctica militar dispuesta por el Plan Colombia, apadrinado y dirigido por los Estados Unidos.

En Costa Rica, el ensayo de buenos oficios estuvo a cargo de más de 38 países. En la mesa estuvieron juntos delegados del gobierno colombiano y norteamericano, una comitiva garante de la ONU acompañada por Mary Robinson, y las ONG mancomunadas como Paz Colombia, una asociación que moviliza una heterogénea y disputada representación de la sociedad civil colombiana. Europa, como el secretario general de la ONU, Koffi Anam –a quien mucho aportaría un éxito tal para su reelección–, apoyan con diligencia las acciones de Paz Colombia comprometidas con el descongelamiento de las negociaciones entre las FARC y el gobierno; quienes se encontraron el pasado 8 de febrero a través de sus máximos jefes en Los Pozos para replantear la agenda referida a los paramilitares y al porvenir del Plan Colombia.

Pero volvamos a la primera historia del Plan B. Antes de 90 días, la estrategia sufría un cambio, en la que el embajador Alberto Moreno, funcionario de dos presidencias, se encargó de atender los dictados del águila norteamericana. Así circuló, casi en secreto, la nueva versión, “Plan Colombia: Plan para la paz, la prosperidad y el fortalecimiento del Estado”. Del primer propósito escrito sólo sobrevivió una tímida alusión a dialogar con la guerrilla. Ahora el imperativo era demasiado claro, en pos de la ayuda imperial: destruir la alianza entre narcotráfico y subversión, porque desestabiliza el Estado y afecta negativamente la seguridad continental. Ambos actores tienen que ser derrotados, sometidos. No hay negociación previa.
 

¿La enfermedad está en las sábanas?

 
“Nadie nos ha podido explicar por qué se necesitan 42 mil kilómetros y 100 mil esclavos para que 6 personas se sienten a hablar y nadie sepa de qué hablan”.
Palabras de Enrique Gómez H. al defender la Consulta sobre la Paz, del 29 de octubre.
“El Consejo Nacional Electoral, CNE, está poniendo al país a pronunciarse con una pregunta que induce a estar en contra del proceso. Es muy extraño porque nosotros gestionamos un voto pero a favor de la paz y no hubo respuesta”.
Camilo González Posso, “Mandato por la Paz”, El Espectador, 10 de octubre de 2000, p. 5.


Los causantes de la enfermedad nacional son cuatro: narcotráfico, guerrillas, paramilitares y delincuencia común; son ellos los únicos responsables, y a ellos hay que combatirlos. No existen otros responsables, y las famosas causas objetivas no son más que un lugar común, sin peso explicativo alguno. Ésta es la argumentación esbozada por quienes se identifican con el Plan B y el pensamiento neoliberal. De ello hablaron prestigiosas plumas como las de Posada Carbó y Myriam Jimeno, en las páginas de un periódico, y antes lo hizo un connotado economista formado en la Universidad de los Andes, Roberto Steiner, en la edición especial de Semana, “Cómo sería Colombia en paz”. Allí hizo un símil con El Salvador, para decir :
 

Cuando me imagino cómo sería Colombia una vez termine el conflicto armado, siempre pienso en El Salvador. Quizás hagamos lo mismo que ellos, recobrando dinamismo económico sin recuperar la tranquilidad ciudadana. O quizás aprendamos de los errores que allá se cometieron, en cuyo caso podríamos aspirar a la prosperidad económica liderada por el sector privado, en un entorno en el cual se fortalecen las instituciones encargadas de proveer seguridad a los ciudadanos.


Estas causas están multiplicadas por una infeliz coincidencia con la recesión que resultó de la confluencia de una crisis financiera, económica y fiscal, la peor ya se dice con desenfado, desde los años treinta. Los acuerdos voceados en Puerto Wilches se van al cuarto de San Alejo. Ahora la palabra de la pax es el acorazamiento del Estado y sus Fuerzas Armadas. En seguida esto dijo el presidente: “Mi gobierno tiene el compromiso inexorable de fortalecer el Estado... mediante la estabilización y una mayor capacidad de garantizar a cada uno de los ciudadanos, en todo el país, que tendrán seguridad y la libertad para ejercer sus derechos y libertades”.

El nuevo Plan (Plan B) lo componen cinco campos de acción, y el primero de todos es la lucha antinarcóticos. Tiene que reducirse en 50% los cultivos ilícitos en 6 años. El objetivo es impedir “el flujo de los productos de dicho tráfico... hacia la guerrilla y otras organizaciones armadas”. Tendrá como recursos US$4.810 millones, distribuidos entre operaciones de Policía y Ejército (US$4.351 millones), interdicción (US$319 millones) e inteligencia militar (US$140 millones), los cuales equivalen a 63,6% del costo total del nuevo Plan Colombia.

Los otros cuatro puntos son: la reactivación económica, que se obtendrá mediante el ajuste fiscal, la apertura, el crecimiento, para lo cual habrá un total de US$486 millones dedicados a asistencia; la reforma a la justicia y protección a los D. H., a técnica y generación de empleo, a la que se dedicarán US$572.5 millones (7,6% del presupuesto del PC); la democratización y desarrollo social, que tendrá US$1.422, la segunda suma después de la lucha antinarcóticos (20,7%). Por último, el proceso negociación de la paz, con US$54 millones (0,7%).
 

¿Cuál es la estrategia?

 
Una sociedad democrática para nosotros es una sociedad que permanentemente opta por la defensa de la vida”.
Andrés Pastrana, I Conferencia Internacional de Líderes Demócrata-cristianos, populares y de centro. Santiago de Chile, 9 de octubre de 2000.

“El nuevo énfasis debe ser puesto en la salud pública, el desarrollo económico, la protección de los derechos humanos y en enfoques pragmáticos, tendientes a reducir los problemas relacionados con la droga”.
Carta de los ex presidentes e intelectuales latinoamericanos. Iniciativa del Lindesmith Center en Nueva York y WOLA.


Abandonado el Plan A, sólo queda el Plan B, que articula las otras acciones a la acción de guerra para someter a la guerrilla y los grupos armados que se le oponen, porque “el narcotráfico constituye una amenaza para la seguridad interna no sólo de Colombia sino de otras naciones consumidoras y productoras... generando inmensas sumas de dinero para los grupos armados al margen de la ley”.

El lugar de la estrategia, como lo ha dicho Ricardo Vargas, de Acción Andina en Colombia, son las áreas rurales de atraso ancestral, ubicadas en tres departamentos, Putumayo, Caquetá y Guaviare, donde se han agrupado como fruto de la exclusión social y política tanto guerrilleros como colonos. A reprimirlos, a someterlos van destinadas tres unidades del batallón antinarcóticos, y el mayor esfuerzo de guerra interna que se recuerde, que acompañará la expansión de la guerra biológica contra cultivos y cultivadores ilícitos.

La verdad de los recursos por destinar es una que se trata de ocultar, porque es el síntoma que revela el tránsito al Plan B. El presidente, por ejemplo, ha dicho que la ayuda militar monta a US$954 millones, mientras que el resto de los US$7.500 millones, es decir, US$6.800 se invertirá en lo social. En esta parte coexiste la más heterogénea suma de elementos. La desagregación que se hace en “Plan Colombia: juego de máscaras”, en cambio, señala que al desarrollo social se destinarán US$1.811 millones, que corresponden a sumar las destinaciones a empleo, subsidio a sectores vulnerables, desarrollo alternativo, protección ambiental, obras de infraestructura y promoción a la paz. No se incluye, anotan, la prometida atención a desplazados US$134 millones, porque responde a los efectos colaterales de la guerra.

¿A qué conduce esta asignación de recursos? A privilegiar los aspectos bélicos del Plan, a la generalización de la violencia que subordina lo social a los resultados inciertos de una guerra contra colonos y guerrilleros, las dos caras del atraso colombiano. El Plan B golpea las perspectivas de la negociación con las FARC, y pone a Colombia como nación al servicio inmediato de los intereses estratégicos norteamericanos en América Latina, lo que ahora nos hermana con otras zonas de conflicto en el mundo, bajo tutela imperial: Egipto e Israel.

Vinieron luego las elecciones municipales y regionales del 29 de octubre de 2000. De ellas, el presidente y su Alianza para el cambio resultaron derrotados, y las fuerzas independientes, de gran heterogeneidad ideológica, obtuvieron alrededor de 3 millones de votos, y una disposición para actuar por fuera de las familias liberal y conservadora que aún tienen cautiva a una mayoría de electores. Al mismo tiempo se dio la destitución del general Canal en las operaciones de cerco militar a un frente del ELN en el kilómetro 18 de la vía a Cali, la presión de masa de las AUC, disputándose el control del sur de Bolívar, el congreso de los ganaderos en Cartagena, pidiendo mano dura con la vocería del presidenciable liberal Álvaro Uribe Vélez, quienes pidieron la creación de una guardia nacional para combatir la subversión y el narcotráfico.

La nueva gambeta provino del jefe del liberalismo oficial, Horacio Serpa, quien invitó al presidente Pastrana a reconocer la realidad política poselectoral. Así las cosas, el 22 de noviembre se firmó en la Casa de Nariño el Acuerdo Nacional para la conformación de un Frente común por la paz y contra la violencia. En él no sólo plasmaron sus firmas las direcciones liberal y conservadora, sino los movimientos Sí Colombia, de Noemí Sanín, la Anapo de Samuel Moreno, Alternativa Democrática de Antonio Navarro, y la presidencia del Senado en cabeza de Mario Uribe.

Era ésta la primera respuesta articulada del establecimiento y sus aliados independientes al congelamiento de las negociaciones hecha por las FARC, con lo cual acompañó al paro armado que decretó en el Putumayo contra las fumigaciones con las que abrió operaciones la estrategia del Plan B. A los prolegómenos de la guerra de media intensidad, el Acuerdo, con otros componentes de la sociedad política, proponía 11 puntos principales, en los cuales ninguna alusión se hizo al Plan Colombia, pero sí a “una política de Estado en materia de paz”. Al analizar dichos puntos, existe una clara mezcla de tesis de guerra y de paz, y de él resulta la subordinación del Consejo Nacional de Paz, según lo señalado en el punto 3 del mismo.

De otra parte, lo que han sido banderas principales de la estrategia de paz, liderada por los movimientos sociales, las ONG de derechos humanos y las iniciativas de paz de la sociedad civil son cooptadas en el Acuerdo**, que propende a la vez por la solución política negociada (1); la condena de la violencia como herramienta política (2); el acuerdo sobre el DH y el DIH (4); la lucha contra las autodefensas (7); y, lo que es más significativo, propende por el establecimiento de la zona de encuentro con el ELN (6), y lo que es más importante, frente al congelamiento de las negociaciones de paz por las FARC, la concreción de la negociación y la necesaria prórroga de la zona de distensión (5). Esta iniciativa le quitó todo posible protagonismo al Consejo Nacional de Paz, y a toda iniciativa autónoma de la sociedad civil, tratando de encauzar todas las acciones en cabeza del presidente, como lo había pretendido el artículo 1, sin lograrlo entonces, por el hundimiento de la Reforma Política. Se trataba, en suma, de quitarle fuerza a la estrategia alternativa de la sociedad civil reunida en la Conferencia Internacional de Costa Rica, para que Paz Colombia, en asocio con el voto independiente de las elecciones del 29 de octubre –comandado por los gobernadores de Nariño, Cauca y Tolima– y con la mediación del Consejo Nacional de Paz, ofrecieran una alternativa a la guerra propuesta por el Plan Colombia en el sur del país.

Cuentas alegres y sangrientos dividendos

“Aunque es importante recuperar el Putumayo, no se puede olvidar el norte del país, donde estamos próximos a comenzar operaciones. En Norte de Santander, los cultivos de coca se han aumentado en un 300%. Además nos preocupa que al presionar en el sur, la violencia y el negocio de la coca migre a la frontera con Ecuador donde también estamos operando...”.

Lawrence Meriage, vicepresidente de la Occidental Petroleum Company. Intervención ante la Cámara de Representantes de EUA, Audiencia del 15 de febrero de 2000.

“Es claro que el componente militar, predominante en la ayuda, por un monto de mil seiscientos millones de dólares, tiene el propósito de cambiar en el mediano plazo la relación de fuerzas militares a favor del gobierno de Colombia en la actual confrontación interna. El denominado Plan Colombia, elaborado con el apoyo de asesores de Estados Unidos, no tiene en cuenta las raíces sociales del problema ni las alternativas de inversión para redimir las zonas de cultivos ilícitos, pero sí plantea una guerra de seis años, en tres fases operativas diferenciadas”.

Carta Abierta del Foro de São Paulo al Congreso de Estados Unidos, Managua, Nicaragua.

El Plan Colombia en su conjunto fue tasado en la suma US$7.500 millones, bajo el supuesto de que ella vendrá del recaudo de los impuestos que conforman el presupuesto nacional de Colombia, de los aportes de Estados Unidos, la CEE y la Banca Multilateral, con el peso específico de los aportes del BM y el FMI. La realidad muestra que en caja existen, dólares más, dólares menos, US$1.574 millones norteamericanos, US$700 millones en crédito externo, US$200 millones para bonos de paz, ¿y el resto? No se sabe nada concreto. Para citar la posible contribución de Europa, ella estará orientada a proyectos sociales, humanitarios y ambientales, pero no a la guerra, y tampoco llegará a los US$1.200 calculados para la mesa de donantes, cuyo primer ejercicio sólo obtuvo en Madrid contribuciones de España y Noruega.

Sin embargo, conviene recordar que el presupuesto colombiano está afectado de un 49,6% de déficit. El ex director del DNP, Mauricio Cárdenas, consultado sobre los recursos internos prometidos para el Plan Colombia, aceptó cuando estaba en funciones que la mitad de los recursos prometidos por el gobierno ya hacen parte del presupuesto anual de inversiones, en ejecución. En pocas palabras, no son para nada, recursos frescos, nuevos recursos.

La plata fresca llega del interesado hermano imperial, bajo su control sobre la inversión a cargo de las industrias norteamericanas de la guerra, y la vigilancia sobre la destinación de la parte de la ayuda social. El primer componente va dirigido, primero que todo, al “sur de Colombia donde se cultivan drogas, ahora dominadas por la guerrilla”. Y así ocurrió en el inicio de la primera fase operativa, en el Putumayo.

¿Quiénes están allí, en el sur de Colombia? Ni más ni menos que 200.000 familias campesinas, 100.000 raspachines, y una población flotante que vive de su trabajo, junto con el secretariado nacional de las FARC y el Bloque Sur de las FARC-EP, y los contingentes desplazados de las AUC, quienes bordean el territorio controlado por la guerrilla. Éste es el espacio humano donde empezó a escenificarse el primer teatro de la guerra frontal propuesta en el nuevo Plan B, cuya prioridad está consagrada en capítulo V, que fue reordenado para ser presentado ante la Comunidad Europea, porque él constituye el talón de aquiles de la interpretación político-militar que subyace al combate contra el narcotráfico. Con todo, conviene resaltar que las supresiones advertidas en la comparación de estas dos versiones del Plan Colombia estaban referidas a las intervenciones militar, judicial y social para el Putumayo, la Amazonia y los Andes, y el resto de Colombia, en menor grado, durante 6 años. Sin embargo, en la versión que circuló en el país, hay clara indicación de las prioridades para las fuerzas militares: “insurgentes, grupos paramilitares, tráfico de drogas y organizaciones criminales”, Más aún, también se recomienda “acomodar y proveer a las unidades para enfrentar las amenazas a la seguridad nacional y designar fuerzas especiales para la ejecución de planes estratégicos, enfatizando las operaciones ofensivas mientras se mantienen los requisitos esenciales de defensa”.

Por si quedaran dudas, que hoy están suficientemente despejadas en el terreno, el Plan establece que: “El Ministerio del Interior tanto como los gobernadores y alcaldes deben dictar los decretos y las resoluciones necesarias para restringir el tráfico y el movimiento de personas, armas y materiales legales que puedan tener nexos con el procesamiento de narcóticos”. Estas disposiciones, como se sabe, después de las elecciones del 29 de octubre han encontrado la resistencia de varios gobernadores relacionados con la zona en conflicto, quienes se han aprestado a presentar fórmulas alternativas al Plan Colombia, siendo la más notable la erradicación manual de los cultivos y el apoyo a planes económicos alternativos para la sustitución de cultivos para las más de 200.000 familias sitiadas por el hambre y la guerra.

La versión en inglés del Plan puso en claro las cifras de la guerra de mediana intensidad que ya empezó a experimentarse en el sur; esto es, la suma de US$1.337 millones para el batallón Antinarcóticos y la Policía Nacional, la cual corresponde a 84,9% del total de US$1.574 millones. Así fue entendido el destino de la ayuda desde comienzos de enero de 1999, en los debates del Congreso norteamericano, pues allí el Departamento de Estado sostuvo: “Aunque muchos de los problemas tienen raíz en males sociales, es el deterioro del imperio de la ley lo que está causando el caos. Decididos esfuerzos en la lucha antinarcóticos permitirán a Colombia restablecer su autoridad en donde las guerrillas, los paramilitares y criminales operan con impunidad”.

En la versión en inglés del Plan B para Europa hubo algunos recortes notorios, en particular, los temas relacionados con la guerra. Con todo este maquillaje, el Plan B no logró pasar la prueba, sujeto a cuidadoso escrutinio con la veeduría de las ONG europeas. Más aún, porque mucho antes de la divulgación de la versión “humanizada” del Plan, estas ONG y algunos parlamentarios europeos vinieron alertando a la opinión pública de sus países y del mundo sobre el contenido guerrero de la estrategia norteamericana de ayuda contra el narcotráfico. Ahora ya es una realidad inocultable. Dos puntas tiene el nuevo camino del Plan Colombia, que ante esas realidades de denuncia fue desdoblado por el propio gobierno Pastrana bajo una sigla alternativa, de mejor recibo en Europa, esto es, Empresa Colombia.
 

La vuelta al referendo popular


Ahora la suerte de Colombia se juega en dos escenarios distintos, inmediatos, tanto en el interior (en la zona del despeje y el sur de Bolívar), como en el extranjero, con la interlocución enfrentada de Estados Unidos y Europa. El segundo escenario tuvo un primer espacio de encuentro en la Conferencia de Costa Rica sobre el Plan Colombia, donde el gobierno no pudo ocultar el peso de la cuestión militar por sobre los apoyos sociales y económicos a las zonas de conflicto. Hoy sabemos que Europa se opone a la versión norteamericana del Plan Colombia, y tomó distancia a través de sus organismos de representación en aplastantes votaciones, en la antesala de la reunión cumbre entre el jefe de gobierno colombiano y la cabeza de la guerrilla insurrecta. A la vez, Europa cuenta con una aparente mejor salud económica, y tiene la avidez manifiesta por aumentar la cuota de mercados en América Latina con credenciales de paz y no de guerra.

El primer escenario, que dominan Estados Unidos y sus asociados, ya está experimentando en el juego de la guerra de 6 años que se lanzó en el Putumayo. Sin embargo, las elecciones del 29 de octubre, favorables a líderes independientes, le ha puesto un notable obstáculo al juego de la guerra, porque los gobernadores de las zonas bajo las armas, deprimidas en lo económico y social por años, con las figuras de Floro Tunubalá, Parmenio Cuéllar y Guillermo Alfonso Jaramillo, sostienen alternativas sociales y concertaciones directas de carácter regional en sus departamentos, haciendo efectiva la descentralización pacífica bocetada en el Orden de 1991. Su creciente rebeldía relativiza la autoridad presidencial en el monopolio de la negociación con las FARC y las comunidades campesinas que ésta controla o hegemoniza.

Mientras tanto, la Casa Blanca ocupada por otro inquilino, con su equipo de halcones, muestra un gobierno cada vez más proclive a las guerras virtuales en el cielo y la tierra. Con ironía suma, la dupleta negra conformada por el ex general Collin Powell en su condición de secretario de Estado, y Condoleezza Rice como asesora para la seguridad nacional, son los portaestandartes de un Armagedon de simulacro. Es un equipo que tiene muy en cuenta el estado crítico de la economía norteamericana del tercer milenio, luego de los alarmantes anuncios de Alan Greenspan, la otra cabeza de la presidencia estadounidense, si la fórmula de la baja de intereses no detiene los signos recesivos de la economía estadounidense y supera el pesimismo de los consumidores norteamericanos. Más aún, la estrategia del escudo antimisiles vuelve a aparecer como reactivador de su economía a punto de marchitarse. La resistencia explícita de Rusia ya no es una garantía de una efectiva detente, y Suramérica puede ser la plataforma de despegue de una guerra regional de media intensidad, cual es la hipótesis argumentada en este ensayo.

De lo que sí no queda duda, por lo pronto, es de la existencia de una mejor alternativa para los dos escenarios dominantes. La tercera vía está en el creciente protagonismo del polo democrático mayoritario de la sociedad civil, a la que todas las fuerzas en batalla militar quieren conquistar. Éstos son los tiempos que marcan una fase de ofensiva estratégica. El Plan Colombia se ha convertido a la vez en detonante y punta de lanza de una guerra real que puede agravar la marcha del capitalismo globalizado. La situación es de alto riesgo, y la población civil está cada vez más consciente de ello, aunque esté dividida entre un sector menor proclive a la guerra descubierta, y otro mayoritario que quiere la negociación política con reformas sociales, políticas y económicas de fondo.

No estamos, pues, ante la reedición de las guerras de baja intensidad del pasado inmediato, donde la Centroamérica insurrecta pactó una paz sin reformas sociales y económicas, repleta de ingobernabilidad y frustración colectiva. En la esquina norte de Suramérica la guerra que comienza tiene signos más profundos, y exige fórmulas de solución más radicales. El círculo de países con realidades sociales explosivas por atender no sólo crece en América Latina. Las condiciones objetivas para una guerra de mediana intensidad parecen ser el más preocupante de los escenarios, con lo cual el fantasma de una oleada de más fuerte militarización en nuestro subcontinente está a las puertas del subcontinente, que sigue golpeado por la ola recesiva de 1994, y Colombia es la llave estratégica.

El involucramiento de la sociedad civil, sacudiéndose de la condición de títere estratégico, sellará la suerte de esta guerra. El recorrido de la multitud que se agrupa con timidez bajo las organizaciones de la sociedad civil continúa su marcha contradictoria, y aún, en parte, obedece a la voluntad de los señores de la guerra según los campos de batalla. Así se ha visto en las intensas escaramuzas y masacres que tienen como prueba el sur de Bolívar, donde una parte de ella, bajo la tutela de las AUC, exige otra negociación para la zona de encuentro entre el ELN, la sociedad civil y el gobierno. Otro tanto hace la sociedad civil expulsada, desplazada del sur de Bolívar y hacinada en las barriadas miserables de Barrancabermeja y Bucaramanga. La sociedad civil sigue dividida en los espacios regionales rurales y semirrurales del conflicto.

Sin embargo, existen también dos ejemplos alternativos diferentes: el ejercicio autónomo y fugaz de Mogotes (Santander del Sur), y el triunfo reciente de los gobernadores y alcaldes independientes, que colocó el primer gobernador indígena a la cabeza del deprimido departamento del Cauca. Unos y otros pueden dar otro rumbo para la guerra regional, y transformar el Plan Colombia en una real revolución social y económica que dé paso a la modernidad democrática de Colombia, acudiendo a la herramienta constitucional del referendo popular.

La presencia de una Iglesia inteligente también marca una nota de esperanza, pero la verdadera alternativa a la guerra que se anuncia depende del ejercicio del poder constituyente de las municipalidades de Colombia. Ha sonado la hora de imprimirle otro rumbo a la guerra social de baja intensidad, que nos aflige desde los años sesenta, antes que su escalada se generalice e invada todos los espacios. A la sociedad civil corresponde desarmar la propuesta imperial, y darle paso a la perspectiva civilista que tiene ahora abierto apoyo europeo. A ella corresponde desinflar los aires de triunfo de cualquier partido civil de la guerra, que aupe un pacto militarista para dizque aplastar a la oposición guerrillera.

El teatro más inmediato, sin embargo, no será el de la participación, sino el de la representación, cuando en un lugar de Colombia, el presidente Pastrana y el comandante Marulanda, pongan un punto definitivo en la bitácora de la paz, o la guerra social de media intensidad, el 8 de febrero. Esta escena de la representación política estará, no obstante, atravesada por la expectación y la actividad de la sociedad civil dividida. Unos y otros, por primera vez en un siglo, encarnan los dos polos de la contradicción. Pero ellos no sólo decidirán la suerte del Plan Colombia, sino que, si se prolonga la guerra y no llegan a acuerdos sobre el tratamiento de lo fundamental, nuestra frustración como nación subordinada tiene que acudir a otro camino, orientado por la sociedad civil de vocación democrática. Habrá que convocar a un referendo popular, que reconstituya la fuerza de la nación dividida, y ponga orden a los errores que pueden cometerse tanto el 8 de febrero como el 19 y 20.

Lo que se acuerde en tales espacios de la guerra tendrá que estar sujeto a la participación del poder constituyente, mediante un referendo que puede coordinar y convocar Paz Colombia, el Consejo Nacional de Paz y los gobernadores del sur. Es la otra vía para resolver nuestra desigualdad social e impotencia política, para ajustar cuentas con un pasado de exclusión y dominio imperial. A cambio de una reforma política pactada por el bipartidismo y sus aliados circunstanciales, está el camino del referendo popular que cambie el rumbo del Plan y la Empresa Colombia. Éstas son las jornadas que fijan la actualidad del Plan Colombia y la salida a una catastrófica guerra de media intensidad.



*  Profesor de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional de Colombia, Director de la Carrera de Ciencia Política.
**  Los números en paréntesis se refieren al respectivo número del Acuerdo.