Fermín
González*
Para lograr
comprender la magnitud del significado del llamado Plan Colombia, es necesario
partir de la caracterización de la fase actual del capitalismo en
su desarrollo imperialista.
Estamos frente a una nueva forma del imperialismo, que combina la acción de imposición militar con la instalación de una desregulación del comercio internacional dirigidas a liberar los flujos de capital transnacional. Liberalización que permitía la valorización y ampliación del capital, pero no resolvía la disputa política militar interimperialista por asegurar su dominación regional o mundial de los nuevos espacios de acumulación. Es así que la concurrencia interimperialista por los mercados, aun la más autónoma, como la del capital financiero que hoy se da por encima y más allá de las regulaciones estatales, termina tomando forma de guerra de dominación imperialista, donde el poder militar estatal o interestatal, como la OTAN, es su factor decisorio. Sin embargo, no pueden la OTAN ni la ONU ni el FMI regularle las inversiones de capital a los Soros, sin atentar contra las bases del capitalismo imperialista contemporáneo. Puede generar conflictos y guerras de dominación con intereses paralelos, pero al mismo tiempo diversos y autónomos en su intencionalidad política y claramente jugando en distintos tiempos y planos económico-políticos. Poco le importa al capital transnacional la ampliación de sus inversiones si las garantiza la China “socialista” o la Europa capitalista.
Estas políticas injerencistas responden a intereses que podríamos desentrañar así: en primer lugar, sin con esto pretender marcar un orden de prioridades, dirigidos a que la industria de guerra de cada país imperialista y todas las nuevas tecnologías que giran y dependen de ella, mantengan su pujanza de vanguardia. En segundo, para que los fondos de inversiones transnacionales encuentren nuevos y seguros espacios donde realizar su capital, y en tercero, para que las empresas multinacionales y la banca privada, preferentemente las que tienen origen en el país agresor, se pongan al frente de los proyectos de reconstrucción, privatización y desregulación total de la economía, en el Estado agredido de turno. Es la forma político-militar de ampliar los espacios de inversión asegurada, en beneficio de su proyecto imperialista de control político y militar territorializado, y económico financiero desterritorializado.
Así el capitalismo monopolista del Estado norteamericano, subordinando a la OTAN, a la OEA y al mismo tiempo utilizándolas como pantalla para sus intereses estratégicos, amplía su dominación política vía la agresión militar y es el que entrega nuevos territorios al capital transnacional que se prepara a la “reconstrucción democrática” sea de Yugoeslavia como de Colombia. Mientras el capital transnacional flota por encima de las contradicciones interimperialistas y de los Estados-naciones, la disputa entre los centros de poder imperialistas se mantiene por atraer y orientar sus inversiones, con la conciencia de que ya no pueden controlarlas. Todo esto muestra lo agudamente contradictorio y agresivo del desarrollo del capitalismo en esta fase, lo cual es también la razón de su fragilidad político-social y de su creciente pérdida de legitimidad social1.
Con la derrota de la burocratizada transición socialista, se produce el libre ascenso de la transnacionalización neoliberal de la economía y la agudización de las contradicciones interimperialistas entre los distintos polos regionales. El imperialismo hegemónico, el norteamericano, pasa a combinar la fuerza militar con capacidad política de actuar unilateralmente por encima de todas las normas de convivencia internacionales, e imponiendo su hegemonía en los organismos monetarios financieros –FMI, BM–, para presentarse como el refugio ideal para el capital transnacional en momentos de crisis financiera. Un nuevo colonialismo recorre el mundo. Más integral, más abusivo, reprimarizador de las economías como todo colonialismo anterior, pero abriendo nichos al capital financiero para una expoliación expresada en reducción del nivel de vida de la población y liquidación de los capitales nacionales.
Quien atraiga a los capitales circulantes, o controle política y militarmente las nuevas áreas de inversión, es el ganador de cada guerra, económica o militar. Quien asegure su zona de influencia por una permanente acción de dominación política y presión militar, y aquí entra claramente el Plan Colombia, logrará imponer también el modelo económico que permite garantizar la tasa de retorno con bajos riesgos de la inversión extranjera y el control de zonas estratégicas en energéticos y biodiversidad, lo que para Colombia implica terminar de imponer y aplicar los principios del Plan Nacional de Desarrollo acordado con el FMI, pero ahora ampliado subregionalmente por la vía de un plan a 7 años que llaman “Colombia”. Estrategia que en caso de necesidad de acciones militares destructivas sobre la infraestructura del país agredido de turno, es la que permitirá a Estados Unidos determinar sobre todo el escenario de la reconstrucción (desplazados, rediseño de cultivos, obras públicas, etc.).
Colombia vuelve a mostrar que la disputa interimperialista por los mercados del mundo se expresa en guerras de “nuevo” tipo. Las guerras son útiles, “justas” en tanto abran o permitan controlar nuevos mercados, e indeseables si los cierran o limitan.
Por el momento,
y en tanto no existe aún una fuerza internacionalista materializada
que represente los intereses obrero-populares y que tenga la capacidad
para imponer salidas alternativas desde la lucha de clases, las consecuencias
de la crisis seguirán siendo cargadas sobre las espaldas de los
pueblos y de aquellos capitalistas más débiles. Pero es clara
una conclusión: cuanto más favorable tiene la correlación
mundial de fuerzas el imperialismo, más dificultades presenta para
construir la legitimidad que permita sus acciones sin tener que asumir
grandes costos en su imagen y relaciones políticas.
El conflicto
social y armado colombiano pasa a primer plano en el escenario mundial.
La posibilidad de una mayor injerencia hasta llegar a la invasión
por parte de Estados Unidos, es una realidad. El hecho de que el
llamado Plan Colombia se haya tornado tema de la disputa interna de los
aspirantes presidenciales norteamericanos y que hoy obligue a los ministros
de defensa de los países limítrofes a reunirse dejando por
fuera al gobierno de Colombia, demuestra su importancia pero también
explica las dificultades que tienen para imponerlo, y sobre todo para construirle
nichos de legitimidad en el primer mundo y en la subregión.
El factor determinante de este nuevo paso injerencista es su carácter de acción escarmentadora de dominación hacia todo país del tercer mundo y de América Latina, pero en particular va dirigido a amedrentar a los pueblos y gobiernos del área andina donde se concentran gobiernos nacionalistas progresistas, como el de Venezuela, indígenas, trabajadores y pobladores que insurgen masivamente contra el neoliberalismo, como en Ecuador, y a insurgentes armados en Colombia que dicen pelear en nombre de la revolución socialista, junto a un movimiento sindical y social que no se doblega y busca elevarse como sujeto político.
El Plan tiene implicaciones militares, económicas, sociales, políticas, ambientales, culturales y territoriales. Persigue una clara delimitación de áreas de influencia frente a los imperialismos europeos, en la disputa por las riquezas bionergéticas y estratégicas de la región, asignándoles a los mismos sólo el papel de completar las ayudas económicas destinadas a equilibrar la macroeconomía, cubrir los gastos del pago de la deuda pública y privada y, sobre todo, en el trabajo “humanitario” frente a los desplazados por la acción militar contra los narcocultivos y la insurgencia.
Lo que muestra la experiencia en África y Europa es que las intervenciones militares en esta época huyen de la presencia directa en la confrontación de tropas imperialistas en territorio extranjero. A lo sumo, como en Irak, actúan cuando han desarticulado al enemigo, o como en Kosovo, ya para sostener la nueva territorialidad impuesta. La derrota de Vietnam es algo más que un síndrome y se expresa en el rechazo individual, pero también social, a morir por causas que no se justifiquen, en especial cuando ya ha desaparecido la “amenaza” del comunismo soviético. Por eso requieren inventarse causas justas que permitan validar, legitimar, los medios injustos por utilizar. Su accionar militar, supuestamente quirúrgico, lleva a que sean muchos más los civiles caídos en los bombardeos indiscriminados, que los mismos contradictores armados.
Los derechos humanos y la salud de la población mundial consumidora de narcóticos son nuevamente esgrimidos como bandera inicial justificatoria, para luego, cuando comience la violación indiscriminada, silenciar a sus defensores, como hicieron en El Salvador y Guatemala con los sacerdotes y defensores que no apostaban a la impunidad. Proceso que ya comenzó en Colombia con la aceleración de asesinatos y amenazas contra defensores de derechos humanos2. Esto explica y preanuncia los golpes sufridos por las instituciones de derechos humanos en Colombia, así como la derechización de la Iglesia católica sobre el tema y la reducción de su apoyo a quienes toman muy a pecho esa lucha humanitaria.
Sin embargo, el tema de las violaciones de los derechos humanos por parte del Estado y su paraestado militar, sigue siendo factor de condicionamientos al Plan en el Congreso de Estados Unidos por parte del ala demócrata progresista. El propio equipo de parlamentarios gestores del Plan, hoy se arrepiente públicamente. Por esa vía le han colgado cláusulas al Plan que formalmente tratan de frenar los nexos del Estado colombiano con el paramilitarismo. Cláusulas que inicialmente Clinton obvió para poder iniciar los desembolsos, pero que en el futuro serán cada vez más difíciles de ignorar si la presión internacional contraria sigue en aumento. La disputa interna en los partidos de Estados Unidos alrededor del tema se agudizará con el triunfo de Bush, ya que en los republicanos coexiste una derecha injerencista con otra más representante de intereses de la industria nacional que no quiere aumentar los déficit presupuestales ni gastar en actos de dominación que consideran pueden hacerlos por la vía del mercado.
Colombia es el único caso en el que, en medio de negociaciones de paz, Estados Unidos mantiene y multiplica su ayuda militar. Esto indica que no se piensa en negociaciones a corto plazo, sino en cómo cambiar el escenario militar; por eso la propuesta de Pastrana fue negociar en medio de la guerra, para imponer una negociación en derrota y, sobre todo, para mantener un foco de presión militar controlable frente al desarrollo de políticas antiimperialistas del gobierno de Venezuela y su liderazgo en la subregión andina, caribeña y de América Central.
El Plan fue concebido desde las cúpulas de la guerra norteamericana, y copiado literalmente por el gobierno de Pastrana. Tuvo varias versiones iniciales que correspondieron con la correlación de fuerzas al interior del gabinete de Clinton, para culminar en una “ayuda” mayormente militar agresiva: bombardeos aéreos combinados con acciones rápidas de tropas apoyadas desde helicópteros que impiden la respuesta de los agredidos, en este caso la insurgencia, ya que los cultivadores de coca y raspachines no están organizados para resistir y difícilmente lo harán. Fumigación aérea con agroquímicos y ensayo de opciones tan depredadoras del ambiente como los hongos, por el momento colocados como fase experimental. Red de radares internacionales que rodean a Colombia, dirigidos a la interdicción de los envíos de droga pero también del tránsito de armas hacia la insurgencia. El caso de las armas compradas por el ejército peruano y Montesinos para luego venderlas a las FARC son fisuras en el esquema de dominación que no pueden permitir más. Utilización política de una gran masa de desplazados, para los cuales tienen asignados recursos humanitarios por unos pocos meses de asistencia. Millones de dólares para involucrar a las principales ONG afines a la Iglesia y a los derechos humanos, con el claro objetivo de silenciar sus denuncias ante la comunidad internacional. Y muchos millones más para la reconstrucción, que implicarán un ingreso, en una nueva territorialidad, de las transnacionales que apuntan a los recursos energético y a la rica biodiversidad del sur y el oriente colombiano y amazónico.
La diferencia
con otras intervenciones norteamericanas es que ésta utiliza la
presión militar no sólo para golpear a la guerrilla sino
para terminar de aplicar el Plan de ajuste ordenado por el FMI. De los
diez puntos centrales del Plan, sólo dos se dedican al tema militar
de represión a los narcóticos, si bien son los que mayor
presupuesto tienen. El resto se relaciona que ver con el disciplinamiento
fiscal, económico, financiero y social del país y el aumento
de la dependencia de la subregión andina. Es un Plan que combina
internamente la acción militar contrainsurgente y antinarcóticos,
con la intención de imponer las contrarreformas parlamentarias que
acaben con la educación y la salud pública gratuita, los
regímenes pensionales solidarios, más la contrarreforma de
la Constitución de 1991. Busca garantizar una nueva legalidad disciplinadora
de la protesta social, proclive a la venta de la biodiversidad, la privatización
de las carreteras y ríos, la explotación, sin ningún
criterio de sostenibilidad medioambiental, de los recursos energéticos,
unido a la negación de los derechos territoriales concedidos a los
pueblos indígenas. Facilitar la contrarreforma política vía
referendo y el autoritarismo centralista presidencial, que termine de completar
un nuevo ordenamiento territorial con sometimiento de las regiones, todo
al servicio de reducir los costos que deba afrontar la inversión
extranjera y garantizar el pago de la deuda externa.
El Plan
Colombia busca centrar falsamente el problema alrededor del tema de los
narcocultivos y la interdicción de insumos y drogas, minimizando
las demás partes del proceso. Esto es lo que le permite utilizar
su apoyo militar como pantalla para golpear a la insurgencia, así
como la política de paz fue utilizada al inicio del gobierno Pastrana
como pretexto para golpear y aislar al movimiento social. Sin embargo,
no se puede negar que la producción y tráfico de narcóticos
es un factor peculiar importante para el desarrollo del conflicto interno
y externo colombiano. No podemos olvidar que desde Colombia se genera la
mayor y casi única dependencia que los norteamericanos tienen con
algún país del mundo, dependencia de abastecimiento de narcóticos
que tiene consecuencias financieras, políticas, sociales y éticas.
Para impedir consecuencias sobre su imagen ante la población norteamericana y europea, el gobierno de Estados Unidos necesita controlar los costos políticos y sociales de esa narcodependencia, con políticas anticonsumo, antitráfico y, supuestamente, de sustitución de cultivos. Nunca ha realizado una real ofensiva sobre los abastecedores de insumos, porque sabe caería sobre los intereses de las principales trasnacionales del mundo de la química, a las cuales se debe como gobierno. Tampoco lo ha hecho contra los grandes bancos que manejan el lavado de activos provenientes del negocio clandestino. Sin embargo, lo determinante es que logra absorber y compensar en parte el desprestigio ético de mantener cínicamente penalizado el consumo, producción y tráfico, con la relación de dominación que logra sobre los propios consumidores narcodependientes y sobre los países encargados de las distintas fases de la producción, del tránsito y el lavado de dólares, categorías donde cae la gran mayoría del tercer mundo. Por eso “política antidrogas” es sinónimo de la principal política de dominación imperialista en la posguerra fría.
La acción imperialista antidrogas de Estados Unidos es un arma interna y externa. Interna, porque el consumo de drogas es la principal preocupación de las capas medias norteamericanas, y en particular de los que aún votan. Les permite mantener a una capa inconforme de la juventud con sus ideales embotados y su voluntad volcada hacia las salidas individualistas, y al mismo tiempo montar lecturas moralistas o de salud alrededor del problema. Externamente les es muy útil, pues desaparecido el satán del comunismo, les ha permitido una justificación con cierto grado de legitimidad internacional para intervenir sobre los gobiernos y países que escapen o resistan a sus planes de expansión económica y financiera. Panamá, México y Colombia son ejemplos contundentes.
Lo que realmente
siempre ha preocupado a Estados Unidos en el tema de las drogas ha sido
el destino de los dólares que entran en juego en el mayor negocio
del mundo. No sólo para que éstos queden en su país,
en la banca transnacional que se articula con la financiación de
sus proyectos militares espaciales y estratégicos, sino para que
esas billonarias sumas no entren al circuito financiero legal bajo el control
de otros países imperialistas. Si todos los dólares que hoy
circulan en el mercado negro se legalizaran monetariamente, la fortaleza
actual de la divisa entraría en crisis. El destino de los mismos
es también parte de la disputa. De allí su interesada y parcial
lucha contra el lavado, peligro potencial capaz de desequilibrar su economía,
y que diariamente infla la burbuja financiera especulativa de las economías
de los países que hacen parte del circuito de producción
y tránsito. Por eso no debe sorprender que las argumentaciones centrales
del Plan no toquen frontalmente el consumo y el lavado de dólares.
La esencia
del Plan, según Bill Clinton en su discurso al Congreso de Estados
Unidos el 11 de enero de 2000, es:
“1. Incrementar fuertemente los esfuerzos antinarcóticos
2. Fortalecer la capacidad de los gobiernos nacionales y locales de Colombia
3. Empujar la recuperación económica
4. Ayudar al proceso de paz”.
Para tan loables fines, Clinton anunció que el FMI ha aprobado para Colombia un programa de préstamos (más endeudamiento y dependencia financiera) de US$2.700 millones para créditos de investigación para garantizar la estabilidad macroeconómica y que están solicitando al Banco Mundial y al BID US$3.000 millones adicionales. Colombia deberá aportar unos US$4.000 millones en los plazos inciertos de duración del Plan, que se suponen llegarán de 7 a 12 años. La contribución que Estados Unidos espera realizar es, según Clinton, “financiar US$600 millones durante los próximos dos años para entrenar y equipar dos batallones antinarcóticos especiales que se moverán hacia el sur de Colombia. (El Departamento de Defensa se encarga de poner otros US$18 millones para terminar de equipar y entrenar el segundo y el tercer batallón antidrogas del Ejército colombiano). También proveerá inteligencia para estos batallones y ayuda para dar techo y empleo al pueblo colombiano que será desplazado durante esta ofensiva en el sur de Colombia”. El área inicial es el Putumayo, región donde la fumigación y la acción militar ya han comenzado.
Pasa luego a hablar de “una interdicción más agresiva en la región andina”, en donde entran los 60 helicópteros sobre los cuales costó mucho tomar una decisión sobre la empresa productora, decisión que los parlamentarios no tomaron por razones de eficacia militar, sino por simples intereses comerciales entre los Estados de la Unión donde se encuentran las respectivas fábricas de los “UH-IN”, “UH-60” y los “Black Hawk”. Estos aparatos proveerán a partir del año 2001 movilidad para las Brigadas, junto con aviones, radares, equipos de seguimiento aéreo para rastrear aviones, un sistema aéreo de imagen infrarroja para apoyar operaciones terrestres nocturnas, radares de tierra con comandos centralizados de los mismos y un fuerte desarrollo de la base aérea de Manta, Ecuador, para apoyar las operaciones aéreas y de inteligencia. A ello se suma un sistema de interdicción terrestre en las carreteras colombianas (cerco y retenes permanentes) y la recolección de inteligencia en toda la región andina sobre las actividades de tráfico.
Para toda esta acción militar la asistencia de Estados Unidos será de US$1.104 millones en el año 2000 y US$468 en 2001, de lo cual sólo U$93 millones van destinados a “aumentar la capacidad de gobernar” y US$145 millones, para el “desarrollo económico alternativo en las regiones cocaleras”.
El objetivo a mediano plazo es un control militar de toda el área andina, en particular Venezuela y Ecuador, bajo el pretexto del narcotráfico. El ataque no va dirigido fundamentalmente al tráfico sino hacia la fumigación de cultivos y destrucción de laboratorios, lo cual, según Clinton, “es esencial para disminuir el precio pagado a los cultivadores por la coca y para disminuir el tránsito de la droga hacia el norte”. Argumento de por sí ridículo, pues es sabido que a mayor represión, menor oferta y mayor precio de la droga. Suponiendo que la acción fuera realmente contundente, lo que se logrará es trasladar la acción a otras regiones del país y, en el mejor de los casos, a otros países, pero nunca cesará su producción mientras exista demanda de mercado.
Desde esta óptica, es muy probable que el traslado de los narcocultivos a otro país sea el objetivo real de este Plan Colombia en lo que a drogas se refiere. De esa forma le quitan definitivamente una fuente importante de financiación a la insurgencia, el 30% según el gobierno y la DEA, basada en el cobro de impuestos, “vacunas” a los medianos y grandes actores del cultivo, producción y tránsito.
Aunque no logren el desplazamiento de los cultivos hacia otro país, dada la extensión del territorio colombiano, su lucha antidrogas va dirigida también a impedir que ningún cartel o fuerza político-militar, pueda controlar esa relación de dependencia al punto de transformarla en relación de poder que los afecte.
Y como lo político
se expresa militarmente, también les sirve para mantener un nivel
de represión interna, de sumisión de las contradicciones
continentales, que les garantiza relaciones de permisibilidad frente a
la injerencia e intervención en los conflictos sociales y de guerra
que se presenten en el área andina y una mejor correlación
de fuerzas continentales para enfrentar a nuevos gobiernos que se escapen
de su diseño neoliberal de dominación.
La contradicción
interimperialista aparece en Colombia por la vía de la disputa con
empresas alemanas, inglesas y españolas, en particular, los primeros
detrás del control del negocio de tráfico y lavado de divisas
y de la biodiversidad colombiana. Con los diálogos del ELN en Maguncia
II, apuntan a retomar su presencia política. Los ingleses, con sus
intereses en el petróleo, y los españoles, manteniendo su
estrategia de penetrar las debilitadas bancas latinoamericanas, aprovechando
que éstas aparecen hoy como despreciables e inseguras para la gran
banca internacional. Como lo denuncia el Partido de la Refundación
Comunista de Italia, la Comunidad Europea como tal no tiene hasta el momento
proyectadas grandes inversiones en aras de ayudar a resolver el conflicto
colombiano. Consideran que es Estados Unidos el que debe hacer el gasto
central, y que a ellos les quedan las migajas de la ayuda humanitaria,
lo que no significa que empresas o algunos gobiernos terminen adoptando
políticas distintas en ese sentido, dependiendo de sus intereses
directos en Colombia.
Veladamente el conflicto armado es el escenario donde esta disputa interimperialista se expresa, ya que Estados Unidos prioriza y presiona la negociación con las FARC, mientras que la socialdemocracia europea espera meterse vía el Partido Liberal en la negociación con el ELN, al igual que lo vienen haciendo empresas alemanas como la Siemens. Para ambos, aunque en distinta proporción, resolver el conflicto armado es prioritario para liberar espacios de inversión financiera y de control estratégico. Es fundamentalmente la vía para dar salida a las decenas de proyectos geoestratégicos ya elaborados en Washington y a los cuales aspiran a vincularse algunas transnacionales europeas.
El proceso de paz, la otra cara de la misma moneda
El proceso de paz propiciado desde la iniciativa gubernamental pretende fundamentalmente, acabar con una guerra transformada en un alto factor de riesgo que limita la inversión extranjera y afecta en casi dos puntos el PIB. Una guerrilla trasladada a regiones periféricas anteriormente sin importancia, hoy controla territorios ricos en energéticos, biodiversidad y narcocultivos.
Como acción política, el inicio de la negociación es la otra cara del Plan Colombia. Zanahoria y garrote sigue siendo la táctica pragmática del imperialismo. Combina su acción militar con Plan Colombia con la concesión de reconocimientos políticos y controles territoriales, que por su audacia superan todo lo hasta ahora conocido en otros procesos de paz. La propuesta del gobierno de negociar en medio de la guerra perseguía ganar tiempo para recomponer a su favor la correlación militar de fuerzas, ya que la guerrilla se encontraba entonces en un punto álgido de su despliegue. Comprender la estrategia del imperialismo y su gobierno de Pastrana, es fundamental para las estrategias del movimiento social, ya que deberá defenderse frente al paquete neoliberal, en un escenario donde la política de paz pretende subordinar, dominar –y, si es posible, excluir– al resto de las luchas sociales en desarrollo.
De la misma
manera es importante comprender la estrategia de las principales fuerzas
insurgentes, las diferencias entre ellas, tanto las transformaciones que
están sufriendo en su naturaleza histórica, producto de la
necesidad de responder al cambio del modelo capitalista, como de la estrategia
combinada de guerra y paz en que se desarrolla el conflicto social y armado.
La insurgencia
colombiana nace en medio de la violencia conservadora con gran legitimidad
agraria y simpatía urbana. Se afirma inicialmente como una experiencia
peculiar dentro de la corriente comunista prosoviética, que logra
desarrollarse y diversificarse con el surgimiento de la revolución
cubana, para luego renovarse con la experiencia sandinista y centroamericana.
La característica es que siendo política y militarmente diversas,
son muchas las acciones comunes realizadas en el pasado, caso Coordinadora
Guerrillera Simón Bolivar hoy inexistente, los militantes que cambian
de una estructura a otra, así como los momentos de confrontaciones
armadas entre ellos por controles territoriales. Cuando supuestamente más
unidos deberían estar frente a la amenaza del Plan Colombia, más
divididos y enfrentados se encuentran.
En el caso de las FARC, nace como autodefensa campesina con sólidas raíces en las guerrillas liberales de los llanos, luego evoluciona a brazo armado de partido prosoviético, para por último estructurarse como Ejército y avanzar en un proceso de autonomización irreversible, de la fuerza que los originó. Su gran dificultad radica en que, nacida y estructurada para hacer la guerra mientras otras instancias eran las que pensaban la política, todo desde un pensamiento etapista, de dar una lucha concebida desde y para el viejo Estado-nación, y formada con métodos heredados del “ordeno y mando” estalinista, tiene hoy que asumir tareas de un partido internacionalista con duros desafíos políticos frente a la estrategia neoliberal. Esto le exige una capacidad de renovación revolucionaria, agilidad y respuesta políticas para aprovechar los espacios políticos urbanos abiertos con la negociación, que hasta ahora se han demostrado insuficientes.
Otra es la historia del Ejército de Liberación Nacional, ELN. Se trata de una estructura político-militar de origen guevarista, que se especializó en la guerra, pero que cuando logró construir una fuerza política de masas, un importante grupo de intelectuales revolucionarios y líderes sociales afines a la propuesta, no supo resolver con claridad cuál era la relación con ellos, no respetó la autonomía que pregonaba para lo social-político, no logró comprender el grado de autonomía de lo político sobre lo militar, ni construir un modelo de organización donde lo político determinara lo militar.
Sin embargo, su concepción del poder popular los aleja más, aunque no los excluye, de acciones suplantadoras de las decisiones de los movimientos sociales. Hoy dos corrientes se mueven en su interior, con claras diferencias frente al tema de abrir espacios de diálogo y negociación.
El Ejército
Popular de Liberación, EPL, es en sus inicios la versión
“marxista-leninista” del modelo de las FARC. El derrumbe de la URSS y el
auge neoliberal permitió que lo principal de su fuerza fuera arrastrada
a pasar de lecturas militaristas a frágiles proyectos de reinserción
de la mayoría de sus combatientes. Producto de las contradicciones
ideológicas y retaliaciones militaristas, una parte terminó
perdiendo sus ejes estratégicos de lucha, pasando al campo del paramilitarismo,
y otra menor se mantuvo resistente refugiada en el marco de las luchas
sindicales y sociales. Lo que quedó del EPL son hoy destacamentos
pequeños que actúan con distancias y autonomías frente
al partido que las originó y sin una clara propuesta político-militar,
con claras señales de que serán absorbidos por las FARC o
reducidos militarmente. En síntesis, son tres principales fuerzas
insurgentes que poseen peso agrario, pero crecientemente desvinculadas
de la realidad urbana y con poco peso social en sus sectores populares.
El proyecto
insurgente del mundo que más preocupa al gobierno de Estados Unidos
es el de Colombia. Si bien no lo ve como un peligro cercano que pueda derivar
en una revolución socialista, prefiere dejar limpio de alternativas
el campo de batalla frente a las explosiones sociales, tipo Ecuador, que
los planes de ajuste vayan provocando. Más aún cuando ya
desde el Pentágono han diseñado un escenario posible, en
el que se termina articulando un eje estratégico entre Cuba, Venezuela,
la insurgencia colombiana y el movimiento indígena y social ecuatoriano
accediendo a posiciones de gobierno con el apoyo de un ala del ejército.
Una posibilidad que, desde su lógica, implicaría perder el
control sobre una región estratégica para la seguridad nacional
de Estados Unidos, y donde las transnacionales verían peligrar su
manejo monopólico sobre inversiones y reservas estratégicas,
comenzando por el petróleo venezolano, del cual depende Estados
Unidos.
Acciones como la injerencia del Departamento de Estado frente al resultado electoral en Perú muestra que los modelos de poder concentrado que permitieron a Fujimori acabar con la izquierda peruana, justificado en las atrocidades de Sendero, tienen plazos históricos cortos, y rápidamente se descomponen y escapan de control. Es el problema del monstruo que escapa al control de su creador, algo que preocupa a un sector de la burguesía colombiana frente al fenómeno paramilitar y el crecimiento de la opción fascista.
En este contexto, la acción contrainsurgente tiene un componente de continuación de la lucha de clases y uno de contradicción interna dentro de la clase dominante. El primero es, sin duda, el determinante, y su resultado ordenará los desenlaces en el otro campo; no tanto por lo que alcance a representar la insurgencia a la lucha de la clase obrera y los sectores populares, que por el momento es una representatividad estancada o con débil crecimiento, sino por la intención del imperialismo de aplastar todo factor de poder que resista a la imposición de su dominación económica, política y militar.
La derrota
de las FARC o el ELN por la vía política o militar sería
un golpe enorme al acumulado de la lucha de clases en Colombia y la región,
y es bueno reconocerlo a pesar de que se pueda no compartir pocas o muchas
de sus concepciones. Por eso rechazar la escalada de guerra es una responsabilidad
de todos los trabajadores y sectores populares, como se rechazó
el exterminio de la Unión Patriótica, así se tengan
diferencias, a veces grandes, sobre el actuar político o las consecuencias
de las acciones militares de esas organizaciones. Una cosa es el debate
en el seno de la izquierda revolucionaria, mientras lo sea (¿quién
y cómo se determina cuando deja de serlo?), y otras el debate y
la acción frente al enemigo de clase en todas sus representaciones.
Es éste
el punto crítico del debate que se tiene con la insurgencia, en
particular con las FARC y con variaciones frente al ELN. Tiene mucho que
ver con el vanguardismo que asimila lucha armada con revolución.
“Si bien están dialécticamente unidos, se hace de la parte,
la guerra, que una vanguardia ha asumido, el determinante del todo: la
revolución. Pero es una parte que si bien se acepta que puede variar,
nunca se cambia su jerarquía en el proceso, lo cual lleva al riesgo
que se convierta en una necesidad, una parte de la estructura política
y no del proyecto integral de la transformación social”3.
El problema de ser vanguardia fue resuelto con los aportes de Gramsci alrededor de la hegemonía de la clase obrera (no del partido ni del ejército exclusivamente) sobre los sectores subalternos4. Para la tendencia de pensamiento dominante al interior de las FARC, el ser vanguardia autoasumida implica ser la continuación político-militar del interés de la clase obrera y los campesinos. De allí justifica sus acciones de injerencia militar en la vida sindical, de las comunidades indígenas y sociales, acciones que en el pasado criticaron con razón al naciente M-19, cuando ejecutó al burócrata sindical José Raquel Mercado.
El concepto de vanguardia que se maneja deviene de una concepción del ejercicio y las relaciones del poder y de la calificación del sujeto revolucionario. “Si el análisis es de estructuras de clase, el poder como relación social surge de una función en la economía y la sociedad. No se puede pensar como poder si no se ejerce y juega un papel de poder en la economía y la sociedad”5. Economía y sociedad que hoy sufren profundos cambios transnacionales que replantean aún más los escenarios y los sujetos llamados a ejercer ese poder revolucionario.
Es una continuación de la visión deformada que el estalinismo hizo de la dictadura del proletariado, donde el partido remplazaba a la clase, a los soviets, y la burocracia remplazaba al partido. Algo que en el extremo llevó al delirio del “presidente Gonzalo”, con la diferencia que aquí la confusión del papel de la clase obrera nacional e internacional, como sujeto revolucionario, no persigue fines contrarrevolucionarios, como lo fue en la Unión Soviética, sino que es producto de los vacíos conceptuales por la ausencia de un partido revolucionario que abarque los diversos escenarios de lucha y de las concepciones militaristas que el accionar militar aislado genera.
Para el marxismo,
el objetivo final de la lucha revolucionaria ha sido siempre el elevar
la clase obrera, como síntesis de las diversas expresiones de la
relación capital-trabajo, a clase dirigente de la sociedad, para
por esa vía extinguir las relaciones de clase y, en consecuencia,
de poder. La clase asume el poder para comenzar a acabar con las relaciones
de producción que representa el Estado burgués, para remplazarlo
por el Estado obrero, el cual se irá extinguiendo en la medida en
que se derrote mundialmente al capitalismo y avancen paralelamente en la
gestión del Estado obrero los organismos de poder popular. Es el
paso de la dictadura del proletariado a la sociedad socialista en escala
global. Este esquema clásico tiene en la actualidad plena vigencia
en general, si bien con el devenir de la historia hemos aprendido que ni
la clase obrera es hoy la de la época de Lenin, ni todas las contradicciones
son necesariamente de clase y que, para sostener una revolución
en época de transnacionalizacion neoliberal, se requieren, así
sea para simplemente resistir en espera de su expansión, grados
de hegemonía, legitimidad y lazos internacionalistas, muy superiores
a los que conocimos en experiencias revolucionarias pasadas.
El esquema
inicial de la negociación con las FARC propuesto por el gobierno
con la asesoría estadounidense, se basó en dos pilares: 1)
negociar en medio de la guerra, y 2) conceder a la insurgencia una amplia
zona de control territorial.
El hecho de negociar dentro de la guerra es importante para el gobierno, ya que los diálogos se inician cuando se producía un ascenso del accionar militar de las FARC con una correlación de fuerzas favorable a ellos. Mantener la guerra se justifica cuando la parte que está siendo golpeada se propone cambiar la correlación antes de entrar seriamente a negociar. En esto se articula la parte militar del Plan Colombia, y otorgar una zona despejada persigue el poner a discutir a la insurgencia de cara al país, en la perspectiva de derrotarla políticamente por la vía del monopolio de los medios de comunicación, y buscando al mismo tiempo, aprovechar sus errores para distanciarla más de la sociedad urbana.
Simultáneamente instalan un esquema de negociación que deja en planos secundarios a las organizaciones obreras y populares, que supuestamente deberían tener coincidencias programáticas estratégicas con la insurgencia. Que los gremios queden por fuera de la mesa no es para ellos determinante, ya que otros medios son los que establecen las políticas del gobierno, cosa que no sucede en la relación movimiento popular e insurgencia. En eso aplican una versión similar, aunque un poco más abierta, del modelo guatemalteco, donde la sociedad civil en todas sus variantes quedó ajena a la negociación, y los acuerdos se firmaron sólo con el presidente y un sector de su partido de gobierno, sin apoyo popular definido. Y el asumirse como vanguardia única justifica para las FARC ese modelo, que termina excluyendo o colocando como simple proponedor al movimiento obrero y popular. Las audiencias públicas en el Caguán, con todo lo de progreso que han significado con relación a desmontar la política gubernamental de utilizar la paz como pantalla de las políticas neoliberales, reafirman hasta ahora esas consecuencias.
Así como la acción militar del Plan Colombia se apoya en la peculiaridad que significa el narcotráfico, la variante colombiana de esa paz neoliberal también intenta utilizarlo. De allí los planes del gobierno de Pastrana de dirigir sus concesiones hasta colocar a la insurgencia (en tregua o desmovilizada) en un plan de sustitución de cultivos y de control sobre los carteles del narcotráfico; es decir, enfrentar a la guerrilla con su principal fuente de financiación. Es un supuesto que parte de que la guerra es una lucha exclusivamente militar que se gana con nuevas y más armas, subestimando la capacidad política de las FARC para revertirlo a su favor. Se basan para ello en considerar que han calibrado las limitaciones a la dirección político-militar de las FARC. Presumen que abriendo la boca del embudo lo suficiente, podrán introducirlos en un callejón que los obligue a negociar sin tocar el modelo económico, para lo cual están dispuestos a entregar tierras y espacios de gobernabilidad territorial.
Dentro de ese marco envían a la zona de distensión, el Caguán, al presidente de la bolsa de Nueva York, personaje que no recibe fácilmente a presidentes del primer mundo, y a representantes de la AOL, la más grande transnacional del mundo, los cuales llevan un mensaje claro: “Paren la guerra que nosotros les orientamos inversiones para la región”.
Frente a la Convención Nacional que propone el ELN y para la cual no se han abierto aún los espacios desde el Estado, encontramos otro esquema de negociación. Se basa en hablar primero con la sociedad civil, inicialmente con los “gerentes”, debatir los temas centrales del modelo de Estado y sociedad deseada, para luego con ello en la mano y supuestamente una legitimidad ganada, entrar a negociarlos con el gobierno.
Es posible pensar que sobre ese esquema y en tanto la sociedad civil convocada está hegemonizada por los gremios y la Iglesia, lo que sucederá es que las propuestas populares recibirán triple recorte, uno en la Convención, otro en la negociación con el Estado y otro en la Constituyente. Su futuro es incierto, pues no es parte de las prioridades del Plan Colombia, y más bien es clara la apuesta a relegarla y a golpear al ELN por medio de los paramilitares.
En el caso
del EPL, la estrategia gubernamental es desconocerlo y dejar su negociación
para último momento, si antes no han logrado derrotarlo militar
y políticamente.
Para avanzar
por el carril de la derrota insurgente y popular, el sistema cuenta con
el desgaste de la guerra producido por la irrupción paramilitar,
recuperando a punta de masacres territorios estratégicos para la
oligarquía y el capital financiero, como Urabá, y golpeando
por esa vía al movimiento campesino, obrero y popular al que considera
auxiliar estratégico de la insurgencia. Suma a esto un hábil
manejo de los medios de comunicación sobre los errores e incomprensiones
políticas que comete o pueda cometer la insurgencia.
Combina esto con el intento, hoy muy debilitado, de apropiarse de la bandera de la paz desde la sociedad civil, representado en el proyecto “Nunca más”, causa que históricamente estuvo en manos de los trabajadores, movimientos sociales y ONG progresistas. Millones fueron llevados a movilizaciones urbanas que priorizan la lucha contra los secuestros de la insurgencia, sobre los asesinatos y desapariciones permanentes de luchadores y luchadoras populares.
La otra cara de la moneda que funciona simultáneamente, es la de ganar o al menos volcar la guerra del lado del Estado colombiano. Para ello la acción militar del Plan Colombia es determinante, sobre todo cuando se han alejado las posibilidades de conformar una fuerza latinoamericana de intervención, producto de la derrota de Menem, la crisis en Ecuador y Brasil y la crisis de legitimidad en el gobierno peruano. Es un objetivo que se articula con la estrategia de convertir al paramilitarismo en un interlocutor político nacional fascista, presto a actuar como una fuerza golpista ultraderechista en caso de vacíos de poder por incapacidad gubernamental, o como camisas negras provocadoras en caso de que la insurgencia negocie y logre empalmarse con el movimiento de la izquierda social y política urbana.
Sin embargo,
las posiciones del gobierno venezolano, atrayendo a su lado al Brasil,
las declaraciones de Fidel Castro, alertando a las masas y demócratas
del continente, les han comenzado a patear el tablero y complicar el escenario
dibujado desde el Pentágono. Para el imperialismo norteamericano
existen relativas certezas de que una mayor intervención podría
contar con simpatías de las capas medias y una actitud pasiva en
sectores populares que no se sienten representados en el conflicto. Sus
dudas siguen siendo más en relación con la situación
interna en Estados Unidos y Europa, expresado en el trato crítico
que le han dado muchos parlamentarios, la prensa y la opinión pública.
Como lo
destaca Fidel Castro, hoy toda posibilidad de lucha por el poder y contra
la intervención imperialista al servicio del capital transnacional
requiere mucho pueblo concientizado y en acción; del pueblo colombiano,
de su Comando Nacional de Paro, que luchó y deberá continuar
luchando contra los planes de ajuste del FMI, por el no pago de la deuda
pública interna y externa, y por impedir la mercantilización
de los espacios sociales por medio de la privatización de lo público.
Si bien los derechos democráticos y la paz son parte de la agenda
central de la clase obrera sindicalizada y los movimientos sociales que
resisten, su agenda se centra, aun para el escenario de las negociaciones,
en confrontar al modelo rompiendo la dependencia de los planes y dictados
del FMI. Su autonomía e independencia programática de clase
han ido creciendo durante los continuos paros cívicos y sectoriales
que se vienen realizando en el último año, con el pliego
de los 41 puntos, confrontando desde la práctica los intereses del
imperialismo y del gobierno de Pastrana.
La estrategia gubernamental en Colombia fue inicialmente la de negociar sólo con quien tiene peso militar o parlamentario. Persiguió con ello aislar y criminalizar al movimiento social, usando la autoridad que le daba el escenario de negociaciones de paz para imponer la peor dosis del ajuste neoliberal. Esto validó y aceleró el avance en la iniciativa del IV Congreso de la CUT de construir el Frente Social y Político, como instrumento obrero y popular amplio que interlocute en los escenarios políticos regionales, nacionales e internacionales.
Sin embargo, el desgaste del gobierno ha sido muy grande, y hoy su política ha pasado al terreno de la cooptación y concertación, al mismo tiempo que se endurece con la insurgencia y dialoga con el paramilitarismo. Los polos se invierten en su estrategia, dado que trata de aparecer como democrático y sensible con lo social, mientras condiciona la continuidad de la zona de despeje. Claro que esa sensibilidad social se desdice fácilmente con los proyectos de ley de transferencias territoriales que se están aprobando.
Lo que se reclama desde el movimiento popular es que si la insurgencia está dispuesta a batirse en el terreno de las negociaciones sociales y políticas, aprobando con el gobierno una agenda de paz, no se puede relegar ni menos ignorar la agenda y la representación orgánica del movimiento obrero y social ni tampoco desconocer la existencia de otras fuerzas revolucionarias, armadas o no. Esto sólo puede explicarse por una lectura muy focalizada, agraria, del proceso de la lucha de clases en Colombia, que lleva a no comprender a fondo la apuesta de Pastrana y el imperialismo yanqui, como los intereses de las transnacionales europeas.
La insurgencia ha considerado que los problemas que la gente está peleando en la calle hoy se resuelven en la mesa de negociación abierta con el gobierno, o en futuras convenciones, o que serán secundarios frente a un escenario creciente de intervención extranjera. Sin embargo, en semejante contexto de guerra, donde la estrategia de terror está siendo dirigida a los posibles participantes populares y progresistas, es evidente que simples audiencias o convenciones regionales o nacionales no lograrán romper el cerco actual entre el escenario de guerra y las luchas urbanas obrero-populares. Por esta vía se puede terminar subestimando a los trabajadores y a los movimientos sociales, negándolos como los principales sufrientes de la guerra e interesados en la paz.
Desconocer la natural estructuración de ambos escenarios de la lucha de clases llevará a que, luego de años de guerras, desplazamientos, asesinatos de lideres populares, desempleo, miseria y complicadas negociaciones que implicarán concesiones mutuas, se retome una parte de las conquistas democráticas, jurídicas, económicas, laborales y sociales que hoy se están perdiendo dentro del segundo ajuste neoliberal impuesto en la negociación con el FMI. Negociar la salida política al conflicto armado con una afirmada hegemonía del capital, en particular del financiero, y con un movimiento social que considere que esas negociaciones poco tienen que ver con las propias, hará mucho más difícil revertir la estructura del modelo y sus consecuencias sociales desde cualquiera de los dos escenarios.
Con una guerrilla aislada social y políticamente, con un movimiento social golpeado y con una abierta intervención de los gringos, con un Foro Alternativo con diferencias internas y poca capacidad de crecimiento político conjunto, con un Frente Social y Político aún frágil y sin definir con claridad sus líneas de construcción, todos los escenarios posibles por delante serán muy complicados. Demandarán impulsar los proyectos amplios para impedir el empuje a la clandestinidad total, con formas de organización y de lucha sociales mucho más políticas, incluyentes de todos los afectados por el modelo, concientemente disciplinadas y centralizadas.
Una posibilidad es que la guerra se extienda con mucha más crudeza a las ciudades, tanto por decisión de la insurgencia al ver masacrada su base social, como por la decisión del paramilitarismo de aumentar su autonomía política y de acción del gobierno de turno, impulsando una más fuerte ofensiva asesina sobre la izquierda no armada urbana, incluyendo el Frente Social y Político, lo cual parece comenzar con el intento de asesinato en la persona de uno de sus principales dirigentes y líder sindical, Wilson Borja. Esto podría desencadenar un escenario de guerra civil, al cual el imperialismo y la clase dirigente no apuestan inicialmente para no acercar con ello a la insurgencia y al movimiento popular, pero que sí lo hace un sector del ejército y de la derecha fascistoide vía los gremios económicos. Estados Unidos prefiere, hasta ahora, la combinación de zanahoria y garrote, de espacios electorales supuestamente democráticos que muestren al mundo que “persiste la democracia a pesar de los violentos”, al mismo tiempo que aceleran el desarrollo del Plan Colombia.
El Frente Antiimperialista es ya una consigna en desarrollo, pero con los riesgos de una parte narco y hasta paramilitar en su conformación, ya que el Plan Colombia viene también por más extradiciones, como ya está sucediendo, hoy de narcos, mañana de algunas cabezas secundarias paramilitares y por último de guerrilleros y militantes de la izquierda. Con todos los riesgos, el Frente Antiimperialista tiene fuertes posibilidades si se reanima el sentir antiimperialista de la población y la necesidad de una proyección regional, como lo expresan ya las posiciones del gobierno venezolano. Requiere ser latinoamericano y mundial. Sólo una campaña internacional dirigida a sensibilizar la solidaridad y apoyo de los pueblos de Europa y Estados Unidos y América Latina, un sólido internacionalismo revolucionario que garantice su continuidad y profundidad, junto con un proceso de unidad política y estrategica entre los revolucionarios colombianos, podrá revertir de raíz estas difíciles perspectivas y garantizar triunfos revolucionarios futuros.
¿Será que renace el sentimiento antiimperialista popular, hoy “embolatado”?
¿Será que el movimiento obrero y popular lograr construir el Frente Social y Político como proyecto político autónomo, antineoliberal y aglutinador de todos los afectados por el modelo, que lo posicione frente al escenario de la negociación y permita una relación más de iguales con la insurgencia?
¿Será que producto de críticas, debates, enseñanzas y apren- dizajes mutuos, se va hundiendo la estrategia de separar y hasta enfrentar el escenario de las luchas sociales y el de la paz?