El
debate sobre el Plan Colombia se convirtió en un campo de polémica
y de diferenciación política, no sólo porque cada
sector de la sociedad y del gobierno produce conceptos y estrategias políticas
diferentes y antagónicas para caracterizar el conflicto y la paz,
sino ante todo, porque se trata de un paquete aprobado en el mejor estilo
de la antidemocracia del régimen político colombiano.
En momentos en que la sociedad colombiana necesita debatir franca, pública y profundamente las razones de su crisis y los términos de la construcción de nuevos sentidos de nacionalidad y de inserción internacional, el Plan Colombia se decide en Estados Unidos, desconociendo principios de soberanía nacional, ignorando las autoridades y las comunidades de las regiones directamente involucradas y, en general, reproduciendo la tradicional lógica de exclusión1.
A
partir de la propuesta de distinguir la asistencia internacional para la
guerra de la cooperación internacional para la paz, y en el espíritu
de contribuir a este debate, el presente artículo examina el significado
de la estrategia de Estados Unidos en Colombia y la región andina,
y ofrece algunas claves para abordar el análisis de las diversas
reacciones de la comunidad internacional y sus diferentes impactos sobre
la suerte de los procesos de paz en Colombia.
El
gobierno colombiano argumenta que el Plan Colombia fue debatido en el Congreso
colombiano porque en su propuesta del Plan de Desarrollo “Cambio para construir
la paz 1998-2002” se hace mención a las metas básicas y al
nombre de lo que posteriormente será el Plan Colombia. Pero esto
sólo es cierto en sentido genérico, ya que las estrategias
concretas del Plan Colombia a nivel político y económico
se van a estructurar más adelante, muchas veces en contradicción
de los propósitos allí enunciados. En otras palabras, con
la aquiescencia del presidente Pastrana, Estados Unidos aprueba este Plan
como parte de su política exterior y no como solución a los
problemas colombianos. A partir de esta férrea alianza, el gobierno
empieza a presentar nuevas versiones del Plan Colombia de acuerdo con las
circunstancias y los escenarios a los que se dirigían las peticiones
de cooperación, y su lenguaje abandona los conceptos propios de
la solución política y social del conflicto, proponiendo
a cambio una interpretación monocausal centrada en el tema del narcotráfico;
es decir, en el uso de sus rentas ilícitas como condición
sine qua non, como génesis de los problemas del país; por
ende, de la existencia de grupos guerrilleros y paramilitares y por esta
vía, principio de explicativo de la crisis de derechos humanos.
El conflicto ya no tiene un carácter social y político sino
que se explica por la existencia de la economía ilícita de
las drogas.
A juicio del Plan, la crisis del Estado colombiano no se debe a la incapacidad del sistema político para representar y resolver el complejo acumulado de conflictos políticos económicos y culturales de la sociedad colombiana, sino al déficit fiscal que le impide escalar la guerra al ritmo de las nuevas estructuras de ingreso de los actores armados irregulares. Se propone entonces un concepto de fortalecimiento del Estado que abarca principalmente el incremento de su capacidad militar, negando de paso la profundidad que tienen los fenómenos de corrupción e impunidad en nuestro medio.
De otra parte, a pesar de la abundante retórica oficial, el Plan adopta la postura estadounidense frente al fenómeno del narcotráfico y toma opción preferente por combatir la oferta y en particular los cultivos de uso ilícito, haciendo abstracción del carácter global y las responsabilidades internacionales en este problema e invisibilizando a nivel interno las responsabilidades de la clase política y económica tradicional en su desarrollo. Es por eso que, como señala Fernán González, ninguna de las versiones del Plan menciona la agenda de negociación pactada entre gobierno e insurgencia, la cual supone un replanteamiento de la institucionalidad y del modelo de desarrollo a partir de transformaciones estructurales de tipo político y económico2.
En últimas, estamos ante una evidente mutación de las propuestas de paz formuladas por el presidente Pastrana, que van de un concepto de paz fundado en el reconocimiento del carácter político y social del conflicto –y por tanto de la insurgencia–, hacia una nueva formulación que obedece a un pacto tácito entre los criterios de la política antidrogas de Estados Unidos y a los sectores internos que aspiran resolver la guerra por la vía de la fuerza. Desde esta matriz básica, el gobierno busca el concurso del resto de la comunidad internacional en un juego de fraccionamiento de la estrategia que agrega o quita componentes según las circunstancias.
En estas condiciones, el problema de la cooperación internacional entra en la lógica de los llamados Plan A y Plan B, propios del modelo de negociación en medio del conflicto. Pero esto no se plantea de manera explícita: se maneja de manera eufemística unas veces en función de la paz negociada y otras, atendiendo al criterio de la paz impuesta. Evidentemente estamos ante un proceso de diálogo que reconoce la necesidad de la negociación en medio del conflicto; pero no se han discutido públicamente las premisas y las consecuencias de este modelo en relación con la participación de la comunidad internacional y con la heterogeneidad de sus consecuencias positivas y negativas. Más específicamente, el Plan Colombia ha puesto sobre el tapete el problema de la creciente internacionalizaciòn de las agendas de la paz y de la guerra, y la dicotomía que en este plano encierra el modelo de negociación adoptado. La participación internacional puede estar encaminada a respaldar los procesos de paz, pero igualmente puede convertirse en un factor interesado del escalamiento de la guerra a pesar de que, en uno u otro caso, se presente bajo nociones de “ayuda”, “cooperación”, etc.
Sin
embargo, no se puede olvidar que además de la referencia al modelo
de negociación, en este aspecto están de por medio consideraciones
de soberanía nacional. Cada una de las partes en principio ha acordado
libertad recíproca para desarrollar la confrontación bélica
más allá de los espacios definidos para el diálogo
y la negociación. Pero este criterio no puede extenderse al ámbito
internacional sin la consecuente pérdida de autodeterminación
nacional y política, que es un problema de toda la sociedad y no
patrimonio exclusivo de las partes directamente protagonistas de la guerra.
Sin aislarse de los desarrollos contemporáneos de carácter
supranacional en materia de derechos humanos, democracia y justicia social,
es necesario poner de manifiesto la estructura de poderes, conflictos e
intereses de carácter internacional en los que se halla sumido nuestro
país, para elaborar y acordar conceptos de cooperación para
la paz que ayuden a encontrar salidas civilizadas y respetuosas de la autodeterminación
política.
El
hecho de que el Plan Colombia sea presentado por el gobierno como un programa
de cooperación para la paz, pese a que su componente fundamental
es de guerra, plantea la necesidad de profundizar y socializar el debate
sobre lo que significa la cooperación internacional y específicamente
la cooperación para la paz, lo cual sitúa la discusión
en el terreno político de las diferentes maneras de entender la
paz. Todos los colombianos queremos la paz, pero cada cual la entiende
de diversa manera, según su relación con intereses de poder
económico, político, ideológico, cultural, humanitario,
etc. Algo va de la paz de los griegos a la de los romanos.
Desde el punto de vista de los partidarios de la solución política del conflicto armado, el tema se puede abordar a partir de la discusión de los criterios de identidad que en términos generales le dan sentido a los movimientos sociales por la paz. Lógicamente, la antítesis de estos criterios da lugar a modelos antagónicos que no se desarrollan aquí.
En la Conferencia Internacional de Costa Rica, por ejemplo se discutió la cooperación internacional para la paz como proceso de solidaridad y compromiso, con un concepto de paz fundado en los presupuestos construidos por diferentes sectores de la sociedad colombiana:
a. Paz política entendida como solución negociada del conflicto armado colombiano. Después de 40 años de guerra y 20 de oscilaciones entre la guerra integral y los procesos de paz, el balance muestra que la paz negociada es el único camino que puede ofrecerle alternativas de futuro democrático, justo y digno a la sociedad colombiana. Esto supone el rechazo a la perspectiva de una paz de vencedores y vencidos en el terreno de la guerra, el respeto al derecho de la sociedad de no involucrarse en el uso de las armas, el compromiso con criterios de diálogo en toda circunstancia y la comprensión del posconflicto como gestión desarmada de los conflictos sociales. En este sentido, es preciso advertir el riesgo que se deriva de las construcciones ideológicas oficiales que buscan la cooperación para la paz “independientemente de que estén o no en curso procesos de paz”; así se disuelve la idea de la construcción de la paz política en nociones más genéricas de reducción o prevención de conflictos, se busca atraer la tradicional cooperación, humanitaria y de desarrollo para gestionarla directamente desde el gobierno, sin concertación alguna con la sociedad y disociada de las mesas de negociación. No se trata de negar las diferentes formas de cooperación, sino de llamar a cada cosa por su nombre y situarla en el contexto político que le corresponde. En Colombia tenemos una larga historia de planes de carácter cívico-militares, diseñados en función de la confrontación y no de la negociación. La cooperación para la paz debe orientarse, ante todo, como respaldo político a los procesos de negociación y, de ser exitosos, al desarrollo de sus consecuencias.
b. Construcción democrática de la paz a partir de la profundización de procesos de negociación y el desarrollo de procesos de participación ampliada de la sociedad en la construcción de la paz política y social. Paz democrática igualmente en la perspectiva de que pueda conducir a establecer una sociedad democrática en todas las dimensiones de la vida nacional. Alfredo Molano ha sintetizado esta aspiración al señalar que la paz negociada no sólo es posible sino deseable porque únicamente una paz sin vencedores y vencidos puede crear las bases sólidas de un nuevo orden político fundado en la coexistencia democrática y pluralista.
c. Paz integral que contribuya a la realización de transformaciones estructurales en el Estado, el régimen político, la economía y el orden social y cultural, tradicionalmente fundados en la exclusión, la inequidad, la impunidad y la corrupción. Muchos diagnósticos de la crisis colombiana señalan la precariedad del Estado como uno de los ejes críticos, pero donde no hay coincidencia es en las consecuencias que se derivan de esta hipótesis, e incluso se han convertido en un argumento para justificar el autoritarismo y las razones de Estado. Desde una perspectiva democrática, el problema radica en reconocer que dada la profundidad histórica y social del conflicto, la única manera viable y deseable de reconstrucción de la institucionalidad es la construcción de nuevos acuerdos o consensos nacionales en relación con los problemas ya identificados en las agendas de paz.
d. Paz sostenible en el sentido de que contribuya a generar condiciones estables de justicia social, de respeto a las raíces y expresiones culturales, de productividad económica y respeto al medio ambiente, de trámite democrático de los problemas que tradicionalmente han alimentado el conflicto armado. Paz sostenible igualmente en el sentido de desarrollar criterios de cooperación internacional y desarrollos concretos en asuntos de responsabilidad compartida en materia social y económica que vayan más allá del asistencialismo.
e. Paz soberana, construida entre los colombianos, con el apoyo y la solidaridad de la comunidad internacional, pero sin prácticas intervencionistas que antepongan intereses externos a nombre de la paz. La paz soberana comprende el criterio y la exigencia de crear condiciones de internacionalización de la paz y la responsabilidad de preservar la unidad y la integridad nacional. Colombia debe aprender de la experiencia de 1903, cuando el país, enfrascado y agotado por la guerra de los mil días, termina siendo víctima de poderosos intereses internacionales.
f. Paz sin impunidad. Paz comprometida con la protección de los derechos humanos, la superación de la impunidad y la reparación de los daños culturales y sociales producidos por la guerra. La cooperación humanitaria es fundamental para atender las consecuencias de los conflictos bélicos, pero no puede ser convertirse en justificación de prácticas intervencionistas.
g. Paz política diferenciada de la política antinarcóticos, en dos direcciones: resolución del conflicto armado interno como base fundamental para eliminar la protección que la guerra crea sobre las economías de uso ilícito y para crear alternativas sociales y ambientales sostenibles para el campesinado cocalero. Pero también como política antinarcóticos enfrentada multilateralmente contra los diferentes eslabones del tráfico, la venta de armas, el lavado de activos y no solamente como imposición de una política unilateral de fumigación refractaria de sus costos sociales y ambientales. Colombia necesita resolver el problema del narcotráfico como un factor que se articula de modo complejo a los intereses, las motivaciones y las prácticas de la guerra, tanto internas como externas; pero no puede disolver en este factor la comprensión de los problemas políticos y sociales de carácter estructural que explican el desarrollo histórico del conflicto social y armado. Las rentas de las economías ilícitas se han integrado a la economía política de la guerra y en tal sentido forman parte de sus motivos; pero la guerra es un fenómeno que se origina, se desarrolla y se resuelve como problema político.
En estos términos la CIP debe constituir un apoyo efectivo, coherente, solidario y concertado a los procesos de construcción de la paz, en diferentes campos y modalidades:
a. Como proceso de estructuración de condiciones y relaciones internacionales favorables a la construcción de la paz. Entre ellas la de actuar efectivamente como sujeto de corresponsabilidad en diferentes materias.
b. Desde iniciativas de facilitación, mediación o veeduría en las etapas de gestación y desarrollo de los procesos de paz.
c. Como garantes de los procesos y los acuerdos logrados en las mesas de negociación. La CIP debe desempeñar un papel importante en el sentido de ofrecer estímulos internacionales a los procesos de negociación y hacer políticamente costosas las decisiones de las partes en el sentido de romper los procesos o de escalar la confrontación.
d. Como apoyo y soporte de programas de desarrollo regional y nacional que se desprendan de las negociaciones de la paz.
e. Como proceso de construcción sostenible de la paz en el mediano y el largo plazo, en la perspectiva de evitar la reproducción de las dinámicas de conflicto social que alimentan la violencia.
f. Como proceso de solidaridad internacional con los movimientos sociales por la paz y los derechos humanos.
Todas
estas prácticas resultan contradictorias con formas de intervención
destinadas a imponer intereses foráneos o a fortalecer la capacidad
bélica de las partes y, en consecuencia, a escalar la confrontación
con la consecuente crisis humanitaria y pérdida de confianza en
los procesos de paz. En un momento en que Colombia se debate entre la construcción
definitiva de la solución negociada de un conflicto de profundas
raíces históricas y sociales y el desarrollo progresivo de
dinámicas de guerra civil, esperamos que la cooperación internacional
defina claramente su apoyo a la paz política negociada y su rechazo
a las tentativas de las partes para escalar la guerra con recursos procedentes
de la comunidad internacional. Las lógicas de apoyo unilateral contribuyen
a la polarización y establecen responsabilidades directas e indirectas
de la comunidad internacional en los efectos de la crisis humanitaria que
producen.
Buena
parte de la confusión que reina sobre el Plan Colombia tiene que
ver con el manejo de las cifras. Dado que el Plan Colombia es presentado
oficialmente como un Plan para la paz, es necesario examinar los diferentes
componentes que el gobierno incluye indiscriminadamente en el mismo saco,
a fin de determinar su verdadero alcance en términos de inversión
y cooperación para la paz.
En general, la propuesta original del presidente Pastrana asciende a un monto de US$7,500 millones que se desagregan en los siguientes componentes:
a. El aporte de US$4.000 millones por parte del gobierno nacional como contrapartida para solicitar la cooperación de la comunidad internacional. Con la definición de esta cifra, prácticamente el gobierno cambia el plan “Cambio para construir la paz” por el Plan Colombia, pues para nadie es un secreto que el Estado colombiano pasa por una profunda crisis fiscal que es en buena medida producto de la recesión económica y de la destinación indebida del gasto público. Es decir, no se trata de recursos nuevos “para la paz” sino de una manera de presentar los gastos iniciales del Estado con un nuevo sello. De esta manera todos los gastos del gobierno en adelante aparecerán de modo indiferenciado con los recursos nuevos del Plan Colombia, en un pretendido plan integral que dificulta el escrutinio de la opinión pública.
b. El aporte por vía de créditos internacionales por US$1.000 millones para financiar precisamente los programas de ajuste que ha propuesto ante la crisis fiscal; de modo que este componente de crédito está destinado a programas que aumentarán el desempleo, al lado de las cuantiosas inversiones que se han destinado para salvar un sector financiero parasitario que tiene una buena parte de la responsabilidad de la crisis recesiva por las tasas de interés de usura que le impusieron a la industria, al golpeado sector agropecuario y, en general, a los consumidores.
c. El paquete de ayuda de Estados Unidos, que asciende a US$1.300 millones, sustancialmente destinados a incrementar la capacidad bélica del Estado frente a la insurgencia y el narcotráfico. Esto sin contar los recursos de asistencia por más de US$300 millones que ordinariamente recibe el gobierno por procesos de cooperación militar e institucional de Estados Unidos (Plan Colombia)3.
d. La contribución europea que el gobierno aspira se acerque a los US$1.000 millones pero que realmente llega a un poco más de US$300 millones, de los cuales US$100 millones corresponden a España y lo que se conoce es que buena parte corresponde a empréstitos (Programa europeo).
En esta panorámica, ¿cuáles son los recursos verdaderamente nuevos y a título de qué intereses se aplican? El gobierno colombiano suele presentar el US Aid Package como parte integral de un Plan que comporta una especie de división del trabajo; una apuesta integral en la que la cara social corresponde más a Europa y Colombia4. Pero, como lo indican diferentes analistas, su opción básica fue establecer una alianza bilateral con Estados Unidos, con la expectativa de que a ella se sumaran europeos y latinoamericanos en una especie de cruzada multilateral aparentemente destinada a erradicar la economía de las drogas de uso ilícito y derrotar a la insurgencia presentándola como expresión del narcotráfico, como factor de delincuencia común y no como expresión política; esto, en abierta contradicción con los diferentes documentos gubernamentales referidos a la política de paz negociada. Al decir de Marc Chernick5, con esta alianza el gobierno desaprovechó la oportunidad de construir una política de cooperación internacional para la paz y una política antidrogas fundada en conceptos de multipolaridad, reciprocidad y corresponsabilidad internacional, en momentos en que podía asumir una postura más autónoma, no sólo porque su gobierno no está cuestionado, sino porque el país vive un momento de inusitado interés por parte de la Comunidad Internacional, ya sea por la profundidad de la crisis o por la relativa atipicidad de sus estructuras de conflicto.
De allí
la necesidad de analizar los diferentes componentes internacionales de
asistencia o cooperación, haciendo visibles los supuestos de los
que parte, su naturaleza frente a los escenarios de la guerra y la paz
y la manera como se articulan a los acontecimientos políticos que
rigen la internacionalización del conflicto y las posibilidades
de los procesos de paz. Igual tarea debe hacerse en función de las
implicaciones sociales y económicas, dado que el gobierno pretende
fusionar los componentes internacionales con su Plan de desarrollo6.
Lo
que se denomina “asistencia” de Estados Unidos a Colombia tiene múltiples
connotaciones asociadas con la diversidad de programas existentes, los
cuales –como advierte Adam Isackson7–,
no son fáciles de examinar. Así, el Plan Colombia aprobado
en el pasado junio de 2000, constituye un paquete de asistencia adicional,
diferenciado pero acumulativo de los recursos de asistencia previstos anteriormente
para el país para el mismo período 2000-2001. Ahora bien,
una aproximación de conjunto implica además, diferenciar
los recursos que aparecen identificados como asistencia (paquete de ayuda
más cooperación ordinaria) de aquellos correspondientes al
presupuesto de programas directamente ejecutados por el gobierno estadounidense
en el país, sobre los cuales no se dispone de información
y caen por fuera de las enmiendas de derechos humanos pues están
referidas a recursos aportados a otros estados.
En cuanto a cifras, el Plan Colombia “made in USA” constituye un paquete de ayuda adicional por US$1.319.1 millones para ser ejecutado durante los años 2000 y 2001, pero de estos recursos solamente llegarán a Colombia US$ 860.3 millones (65%) pues los US$458 millones restantes corresponden a programas militares y de política antidrogas propios con una proyección de carácter regional y una mínima parte destinada a Perú y Bolivia. A estas cifras se deben sumar los US$330 millones que conforman el programa de asistencia ordinaria, de los cuales sólo US$20 millones corresponden a inversión social e institucional. Esto quiere decir que del total de recursos aprobados (US$1.600 millones) aproximadamente US$1.400 millones están destinados a fines militares, 60 nuevos helicópteros (18 “Black-Hawk” y 42 “Huey”) y equipamiento bélico, infraestructuras y programas de inteligencia y operaciones antinarcóticos. Si se toman como base de cálculo los recursos del paquete de ayuda destinados directamente al país, el porcentaje militar es de 75%; pero si sumamos la asistencia total a Colombia, este indicador sube a 80%.
El siguiente cuadro muestra una síntesis de los diferentes componentes de la ayuda de Estados Unidos a Colombia:
Componente destinado |
“Paquete de ayuda” |
Ayuda ordinaria para Colombia |
Total ayuda |
A. COLOMBIA |
|||
Asistencia militar |
519,2 |
70 |
589,2 |
Asistencia policial |
123,1 |
240 |
363,1 |
Desarrollo alternativo |
68,5 |
10 |
78,5 |
Ayuda a desplazados |
37,5 |
0 |
37,5 |
Derechos humanos |
51 |
2 |
53 |
Reforma judicial |
13 |
3 |
16 |
Fortalecimiento del Estado |
45 |
5 |
50 |
Paz |
3 |
0 |
3 |
Total “Paquete de ayuda” destinado |
860,3 |
330 |
1.190,3 |
B. REGIONAL |
Total ayuda |
||
Bases de Manta, Aruba y Çurazao “Forward Operating Locations” |
116,5 |
116,5 |
|
Departamento de Defensa (Andean ridge intelligence-gathering) |
7 |
7 |
|
Inteligencia (Classified Defense Department intelligence program) |
55,3 |
55,3 |
|
Radares (Radar upgrades for U.S. Customs Service P-3 aircraft ) |
68 |
68 |
|
Departamento del Tesoro (“Drug Kingpin” tracking program) |
2 |
2 |
|
Defense Department “Airborne Reconnaissance Low” aircraft |
30 |
30 |
|
Ayuda para Perú (Interdicción) |
32 |
32 |
|
Ayuda para Bolivia (25 para interdicción |
110 |
110 |
|
Ayuda para Ecuador (12 millones para interdicción y 8 para desarrollo alternativo |
20 |
20 |
|
Ayuda para otros países |
18 |
18 |
|
Total Plan Colombia regional (35%) |
458,8 |
458,8 |
|
Total estrategia 2000-2001 |
1.319,1 |
330 |
1.649,1 |
Aquí estamos nuevamente ante un debate de cifras, ya que según versiones y manifestaciones públicas del gobierno, el incremento de la asistencia militar no es sustancial si se le compara con los recursos que por este concepto ha recibido el Estado en años anteriores. Ciertamente en Colombia estas cifras fueron un secreto de Estado durante mucho tiempo,y sólo recientemente empiezan a ser objeto de dominio público. Pero el paquete de “ayuda” constituye un programa adicional a la asistencia ordinaria; sumados estos rubros, quiere decir que estamos ante un monto de cooperación de US$600 millones al año. En tales condiciones, Colombia se convierte en el país que recibe los mayores recursos de asistencia militar de Estados Unidos en América Latina. En lo fundamental se trata de un escalamiento militar de grandes proporciones, con el cual el gobierno colombiano le apuesta a cambiar la relación de fuerzas estratégicas y militares frente a la insurgencia, a cambio se someter el país a las razones de interés nacional estadounidense en materia de seguridad hemisférica, de política antinarcóticos y demás intereses estratégicos no manifiestos.
El cuadro de la siguiente página muestra algunos de los programas en los que participó Colombia durante los últimos años.
Programas |
1996 |
Lugar de Colombia |
1997 |
Lugar de Colombia |
1998 |
Lugar de Colombia |
Ventas militares extranjeras |
US$65.247.000 |
2 |
US$74.987.000 |
1 |
n.d |
|
Ventas comerciales directas de armas |
US$27.934.542 |
8 |
US$46.661.336 |
4 |
n.d |
|
Financiación militar extranjera |
|
|||||
Fondos de discreción presidencial |
n.d |
n.d |
US$41.100.000 |
3 |
||
Educación y Capacitación militar internacional |
n.d |
n.d |
US$900.000 |
2 |
||
Control internacional de narcóticos |
n.d |
US$33.450.000 |
2 |
US$57.000.000 |
1 |
|
Programas antinarcóticos del Pentágono |
n.d |
US$32.883.000 |
1 |
US$22.028.000 |
3 |
|
Escuela de las Américas |
139 estud. |
3 |
99 estud. |
3 |
||
Ejercicios de Fuerzas Especiales |
n.d |
n.d |
n.d |
24 operaciones |
3 |
¿Cuáles son los intereses estratégicos de Estados Unidos en Colombia, en la región andina y en América Latina? ¿Cuál es el papel del Plan Colombia en esta problemática mayor? El Plan Colombia refleja ante todo una estrategia para influir sobre el desarrollo del conflicto armado interno y una decisión de política contra las drogas focalizada en la erradicación de los cultivos de coca y amapola en el sur de Colombia. Pero en la medida en que estos dos puntos de interés constituyen problemáticas relativamente comunes de los países de la región, es necesario hacer una lectura de los vínculos que tiene el Plan Colombia con móviles de mayor alcance a nivel económico, político y militar. Colombia tiene el conflicto político más complejo, pero los temas de los cultivos ilícitos, la crisis económica y social y la transición política están a la orden del día en toda la región andina.
En principio, los rubros del paquete estadounidense están orientados por dos grandes criterios de intervención: el primero, la lucha contra los cultivos ilícitos en el sur del país a partir de un paradigma de modelo de “tolerancia cero” que implica un principio de corresponsabilidad bilateral de carácter predominantemente militar, cuyos instrumentos son la fumigación, el uso de productos químicos y agentes biológicos y, en general, la represión de estas economías a partir de una guerra contra la oferta que incluye los llamados cultivos industriales pero que afecta igualmente la estructura del campesinado cocalero y de las poblaciones móviles de raspachines. La política no se agota en la erradicación pero ese es su criterio fundamental.
El segundo eje lo constituye la lucha contra los factores de poder situados en estas regiones y en particular la guerrilla de las FARC que tiene en estos territorios sus mayores áreas de influencia, así como los paramilitares, particularmente en el Putumayo. De allí la localización del Plan en la represión de los cultivos antes que la interdicción y la definición del sur del país como teatro de operaciones de los tres nuevos batallones antinarcóticos creados a instancias del Plan con 3.500 hombres y con la asistencia técnica de un ejército de hasta 800 asesores procedentes de las agencias estadounidenses. El Ejército colombiano entra por esta vía a desarrollar operaciones antinarcóticos antes reservadas a la Policía Nacional a partir de la operación “Nuevo Horizonte”, cuya misión es definida en términos de combatir la “narcoguerrilla”. La decisión de comprometer directamente al Ejército ofrece para el gobierno colombiano una mayor capacidad ofensiva, pero también conlleva los problemas derivados de la presión del Congreso, la opinión pública y las organizaciones sociales de Estados Unidos, en materia de derechos humanos y los propios condicionamientos militares de la gestión de la ayuda.
En términos de política antidrogas, estamos ante la imposición de un modelo hegemónico de política antidrogas de carácter represivo, cuyo objetivo central es la eliminación de la oferta de productos de uso ilícito. No se puede negar que el consumo de alucinógenos constituye un problema real de salud pública para Estados Unidos y para el mundo; esa es la razón por la cual los republicanos lo han convertido en un filón electoral de alta rentabilidad política y la razón por la cual los demócratas no han tenido otra política que adelantarse a la agenda republicana, pese a que la lógica represiva riñe con muchos de sus criterios programáticos. Las inconsistencias y contradicciones de orden ético, político, económico y militar de este modelo han sido señaladas en múltiples publicaciones: está fundado en el fracaso de las políticas de represión del consumo y el relajamiento de las políticas preventivas y de rehabilitación; deja intactas las estructuras de distribución y comercialización, así como los enormes intereses del sector financiero y los complejos industriales de las armas, la producción y venta de precursores químicos, etc., etc.; traslada a países periféricos los costos humanitarios, sociales y políticos de la represión del problema y, en general, se niegan los diferentes niveles de responsabilidad frente a un fenómeno como el narcotráfico, que a juicio de Luis Jorge Garay constituye el renglón más rentable del capitalismo global. En estas condiciones, la propuesta del gobierno de Estados Unidos básicamente constituye un modelo de corresponsabilidad militar que aporta armas y equipamientos, modelos autoritarios de justicia, productos químicos y algunos recursos accesorios para atender las consecuencias inmediatas de las políticas de fumigación y represión que deben adelantar los países productores, es decir, los que participan de los eslabones que producen más costos y que, por tanto, se quedan con el menor porcentaje del negocio global.
La doctrina McCaffrey prácticamente propone una cruzada represiva contra los cultivos ilícitos en toda la región. En su diagnóstico no caben las preguntas acerca de las razones sociales e históricas que han llevado a la expansión vertiginosa de estos cultivos y de los conflictos.
En el caso colombiano, una de las consecuencias de esta visión, compartida por algunos sectores del país, es la explicación del conflicto armado colombiano por la existencia del narcotráfico: para McCaffrey, el problema de Colombia es de inseguridad, “especialmente por las ganancias de los grupos armados que controlan las áreas de producción de drogas; ésta es la razón por la que la asistencia estadounidense tiene un fuerte componente militar”. Pero no sólo la crisis colombiana se explica por este fenómeno: “El dinero sucio que alimenta el conflicto interno en Colombia está causando inestabilidad en toda la región andina”8. De tal manera que los cultivos ilícitos son la causa de la inestabilidad política y no la consecuencia de los graves problemas sociales que vive la región, por lo cual la política antidrogas aparece como garantía de estabilidad y casi como fórmula de “salvación de la democracia”.
En consecuencia,
propone la aplicación en Colombia de la política antinarcóticos
de carácter represivo desarrollada en Perú. A juicio del
zar, el Plan para eliminar el narcotráfico puede tener éxito
en su primera etapa porque la mayor parte de la coca está concentrada
en el sur del país. Los programas que apoyen la evolución
de la economía hacia alternativos ilícitos funcionan en el
largo plazo. “Este enfoque tuvo éxito en Perú y Bolivia cuando
esos países pudieron proporcionar la seguridad básica para
los programas civiles y hubo una amenaza de erradicación sin compensación
para las organizaciones que no cumplieran sus promesas de eliminar los
cultivos ilícitos”9. Se trata,
entonces, de un modelo represivo sumado a una noción refractaria
y peregrina del desarrollo alternativo.
Solamente
cerca de US$250 millones tiene un destino “social”, en tanto están
orientados a programas de desarrollo alternativo, atención de poblaciones
desplazadas, derechos humanos, desarrollo institucional, reforma de la
justicia y paz. Lógicamente, estos recursos no necesariamente van
a tener un uso social en estricto sentido, pues eso depende de la manera
como se implementen. A título de ejemplo, existen US$25 millones
(de un total de US$37,5 millones) destinados a atender las poblaciones
desplazadas de manera forzosa por efecto de la aplicación del Plan
Colombia y su “empuje en el sur de Colombia”; es decir, se trata de recursos
para atender a las víctimas que genera el mismo Plan. Los cálculos
del Departamento de Estado prevén que existirán más
de 30.000 personas desplazadas en estas circunstancias10.
Este aspecto es capital porque desde la propia presentación del
Plan al Congreso de Estados Unidos, se reconoce abiertamente que este tipo
de violación de los derechos humanos se va a producir como consecuencia
de las operaciones militares en el sur del país, lo cual contradice
todos los tratados internacionales de derechos humanos.
Algo similar ocurre con el desarrollo alternativo, tal como lo viene planteando el gobierno nacional, el cual, ante el rechazo de las comunidades a la fumigación, ha apelado a los pactos de erradicación manual que se firman bajo la amenaza de la fumigación represiva y que desde ya se ven condenados al fracaso pues pretenden que en un año y con recursos inferiores a US$1.000 el campesino cambie sus sistemas de producción y supervivencia; es decir, a través de la erradicación manual obligatoria, desligada de medidas consistentes de reforma agraria, desarrollo de infraestructuras regionales y sociales, políticas de apoyo, mercados alternativos y formas de asociación.
También las cifras de desarrollo institucional pueden ser susceptibles de ser asignadas con criterios antidemocráticos si por ejemplo se destinan a fortalecer las instituciones de la justicia sin rostro, desarrollada a la luz de los estados de excepción.
El llamado componente social de este paquete fue concebido fundamentalmente como inversión complementaria al Plan de guerra11. Claro está que en el debate del Congreso de Estados Unidos se introdujeron nuevos montos, así como una serie de condicionamientos en derechos humanos, en un esfuerzo de los sectores con mayor conciencia humanitaria por cambiar el predominio del tema militar. Esto, gracias a la intervención de las organizaciones de derechos humanos y a los sectores progresistas del Congreso, muchos de los cuales se abstuvieron de votar este paquete por considerarlo inconveniente para Colombia. Luego hemos visto que para el gobierno estadounidense son más importantes sus intereses estratégicos que los derechos humanos de los colombianos, pues frente a la imposibilidad de certificar el cumplimiento de las condicionalidades en derechos humanos, procedió a aplicar el waiver (repudio), invocando razones de interés nacional. La idea que se desprende de este episodio –es decir que el tema de derechos humanos no se consideró como asunto de interés nacional–, indica que, si bien existen sectores dispuestos a exigir el cese del paramilitarismo y la violación de los derechos humanos por parte de la fuerza pública, otros prefieren concentrar los recursos en manos del Ejército independientemente de su comportamiento omisivo y en muchas ocasiones activo frente al paramilitarismo, lo cual a su vez plantea nuevos interrogantes sobre el carácter antinarcóticos de esta política ya que son de conocimiento público los lazos entre narcotráfico, cultivos ilícitos y paramilitarismo. Para otros más se trata de una misma política de dos carriles. En fin, no deja de ser una ironía que para el apoyo a los diálogos de paz solamente se contemplen US$3 millones destinados a financiar seminarios sobre negociación de conflictos para los negociadores del gobierno en la mesa.
Estas cifras muestran que estamos ante un plan eminentemente militar, con algunos recursos de tipo social indisolubles de la estrategia principal. Además indican que el radio de acción del “empuje al sur de Colombia se proyecta sobre la región andina en una doble lógica: el sur del país se convierte en un epicentro de la política de Estados Unidos que se proyecta hacia los países vecinos; a su vez, las infraestructuras logísticas y militares estadounidenses situadas en los países vecinos actúan como muro de contención frente al conflicto interno de Colombia.
Rechazo
nacional e internacional al modelo de asistencia multilateral para la guerra
La
aprobación del Plan Colombia cambió la situación estratégica,
militar y política del conflicto armado, así como las relaciones
internacionales del conflicto. El modelo de negociación en medio
del conflicto fue pensado, por oposición a las treguas generales,
como una manera de evitar que los procesos de paz se rompieran por ataques
imprevistos de cualquiera de las partes o por intereses encubiertos. Pero
no se ha debatido suficientemente la manera de evitar las presiones procedentes
del nivel internacional, como ocurre con el Plan Colombia. Internamente
cada una de las partes defiende la decisión de continuar sus planes
de confrontación fuera de las zonas desmilitarizadas destinadas
al diálogo, en la perspectiva de una consolidación progresiva
del proceso. El costo es la coexistencia de guerra y paz, la pérdida
de confianza de la sociedad ante el deterioro de los indicadores humanitarios
o la ausencia de resultados, y el riesgo de que un escalamiento desmedido
de la guerra, en vez de consolidar la negociación, termine asfixiando
la solución negociada.
La tendencia del Plan Colombia a ubicar el proceso en este último escenario plantea dos problemas vitales de cuyo desenlace depende la hipótesis de la paz política. En primer lugar, abre el debate y el conflicto sobre lo que significa asistencia para la guerra y cooperación para la paz en el mundo de hoy (en otras palabras, si es lícito, posible o deseable extrapolar el modelo de negociación en medio de la guerra al plano internacional, con las consecuencias que esto tiene en términos del problema de la soberanía nacional, la autodeterminación política y la naturaleza global del problema de las drogas). En segundo lugar, desequilibra la relación estratégica, política y militar entre gobierno y guerrilla, dejando el proceso de paz en manos de las dinámicas y las capacidades recíprocas de escalamiento del conflicto. En concreto, la nueva situación emplaza a la insurgencia a optar por una de dos alternativas: el reconocimiento de la supremacía del Estado y el desarrollo de una negociación de poco alcance o el desarrollo de nuevas estrategias de resistencia, financiación y confrontación que le permitan equilibrar tácticamente la nueva situación12. En este doble pulso por el respaldo internacional y por el escalamiento del conflicto se ha movido el proceso de paz.
En este terreno se produce un cambio desafortunado en Estados Unidos. Luego del fallido intento del Departamento de Estado y las FARC por crear algún nivel de interlocución, en buena medida ocasionado por la responsabilidad de esta guerrilla en el asesinato de los tres ciudadanos indigenistas estadounidenses en 1999, el gobierno del presidente Clinton endurece su posición, cerrando los pocos espacios existentes en su gobierno para una política de paz para Colombia; esto favorece la posición de la política del zar antidrogas Barry McCaffrey en el sentido de eliminar las diferencias entre política antinarcóticos y política contrainsurgente.
Este énfasis de la política antinarcóticos en las relaciones entre Colombia y Estados Unidos pone en segundo plano las agendas de paz y DD.HH. En este contexto, la apuesta se presenta de manera indistinta y confunde los objetivos de política antidrogas y de lucha contrainsurgente: la reducción de los cultivos ilícitos como estrategia para reducir los ingresos y la capacidad militar de las guerrillas o el combate a la insurgencia como paso necesario para erradicar los cultivos. Lógicamente se proponen objetivos y programas de interdicción, pero el Plan apunta fundamentalmente al problema de los cultivos y al fortalecimiento de la posición del gobierno frente a la insurgencia. A esta visión contribuyen dos hechos que no son secundarios: de una parte, la focalización de la estrategia en el sur del país, es decir en territorios de fuerte influencia de la guerrilla de las FARC, y de otra la subordinación de la agenda de derechos humanos al interés nacional de la “política antidrogas”. En el primer caso, queda la sensación de que la presión estadounidense no está pensada para afectar el narcotráfico propiamente dicho13 ni las regiones con fuerte presencia paramilitar igualmente afectadas por la presencia de estas economías14. En el segundo caso, es evidente que no existe interés en el gobierno de Estados Unidos para seguir las consecuencias de la certificación condicional, lo que equivale a una forma de tolerancia con la violación de los derechos humanos por parte de la fuerza pública, la impunidad y las redes de apoyo al paramilitarismo.
Un segundo aspecto negativo interno tiene que ver con la mayor polarización de la sociedad y la creación de un ambiente político de confianza en las soluciones al conflicto por la vía del incremento de la confrontación. El apoyo estadounidense a metas contrainsurgentes ha enviado la señal de que el papel de Estados Unidos va a ser decisivo para resolver el problema de las guerrillas, sin tener que desarrollar reformas de tipo estructural. Por eso los sectores más adversarios de la negociación se suben a la ola de críticas contra los procesos de paz, algunos piden la guerra total y prácticamente pretenden asfixiar la política de paz asfixiando las soluciones negociadas. En un ambiente de opinión adversa generada a su vez por las falta de resultados concretos de negociación, por la ausencia de acuerdos de derechos humanos y DIH y por el manejo inadecuado de la zona de distensión, se fortalecen las tendencias políticas partidarias del cierre de los procesos y se pone de moda la llamada “derechización” del país. No se puede responsabilizar al Plan Colombia del conflicto, pero sin duda se debe reconocer que se trata de un factor que tiene fuertes consecuencias sobre el proceso político interno y viceversa.
Algunas corrientes de opinión sostienen que la ayuda militar estadounidense es la única manera de fortalecer al Estado colombiano para contener el avance de la insurgencia, como premisa para su aceptación de negociaciones definitivas. Obviamente, una mayor intervención de Estados Unidos, puede afectar de manera determinante las lógicas de la confrontación; pero esto no conducirá necesariamente a la paz, por diversas razones. En primer lugar, porque la tesis de reducir militarmente a la insurgencia colombiana implicaría una guerra de tales tiempos y proporciones que acabaría con las precarias condiciones de estabilidad política y económica. En segundo lugar, porque este camino no acabaría la guerra sino que iniciaría una nueva etapa, seguramente marcada por expresiones de mayor movilidad guerrillera, terrorismo urbano, destrucción de infraestructuras básicas, crecimiento del paramilitarismo y afectación masiva de la población civil. En tercer lugar, porque la respuesta al Plan Colombia es el fortalecimiento financiero y militar de las guerrillas en una espiral armamentista que le resta espacio a la hipótesis de la paz. En cuarto lugar, porque el planteamiento del fortalecimiento institucional previsto en el Plan Colombia hace referencia básicamente al problema militar, en sentido hobbesiano y no al problema político de la legitimidad del Estado y sus instituciones, lo cual pasa por cambios en el régimen político, la recuperación del monopolio público sobre la justicia privada y la capacidad para ofrecer alternativas sociales sostenibles a la población. En términos políticos, el fortalecimiento institucional tiene mejores oportunidades en el marco de la paz negociada, ya que sólo en esta perspectiva será posible llegar a acuerdos nacionales de coexistencia pacífica que se constituyan en la plataforma estable de nuevas instituciones democráticas.
Además de las consecuencias políticas, diferentes sectores han manifestado su preocupación por el incremento de las violaciones a los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. En particular preocupa el fenómeno del desplazamiento forzado, ya que el propio Plan Colombia reconoce este problema como una de sus consecuencias15. No se puede olvidar que los asentamientos situados en regiones afectadas por la problemática de los cultivos ilícitos, son, por regla general, el producto de otros procesos de desplazamiento forzado realizados en el marco de la violencia de mediados de siglo. Por tanto, allí no sirve ninguna política de carácter asistencialista, y los costos de nuevas oleadas de colonización hacia la selva del Amazonas plantea costos de mayor complejidad. En el pasado, el desplazamiento tenía otra válvula de escape que hacía del campesino un pobre urbano, pero hoy, con los elevados índices de desempleo y subempleo, lo único que se logra es trasladar los niveles de conflicto a las ciudades. En conclusión, no es posible hacer una transición exitosa sin un concepto real de desarrollo social para estas comunidades, y semejante empresa tiene que ver con problemáticas aún no contempladas en la retórica del desarrollo alternativo a la colombiana.
Del mismo calado son las preocupaciones del movimiento ambientalista, que avizora consecuencias nefastas asociadas al uso de agentes químicos y biológicos perjudiciales para la salud humana y para la biodiversidad de estas regiones.. La publicidad oficial se ha dedicado a minimizar la visibilidad de los riesgos, señalando entre otras cosas que es mayor el daño que producen los cultivos que el causado por las fumigaciones. Ésta es una falsa disyuntiva, pues la política represiva sin alternativas sociales va a generar movilizaciones y desplazamientos de estos cultivos y sus secuelas de deforestación, contaminación de aguas, etc., hacia la cuenca amazónica –ya asediada por la intensa colonización campesina producto de políticas que no permiten distribuir al campesinado las tierras aptas dentro de la frontera agrícola.
A estos
problemas se suman las consideraciones de tipo militar y humanitario que
preocupan a los países vecinos y que se comentan más adelante.
Una
vez aprobado el Plan Colombia a mediados del año 2000, creció
la oposición nacional e internacional a esta política, y
poco a poco fue derrotada la propuesta de un modelo de cooperación
multilateral para la guerra. Al ritmo de la participación de la
sociedad civil nacional e internacional16,
del liderazgo de la Unión Europea en la búsqueda de una formulación
alternativa de cooperación y de las preocupaciones de los países
vecinos, lentamente se abre una perspectiva de respaldo internacional a
la paz. En los párrafos siguientes se examina brevemente la evolución
de la política de la Unión Europea y la reacción de
los países vecinos frente el Plan Colombia.
Una
vez aprobado el Plan Colombia, el gobierno enfoca sus baterías hacia
Europa con una estrategia precisa: buscar el respaldo político de
Europa al paquete de Estados Unidos, y sobre esta base demandar fondos
de cooperación internacional para el denominado “componente social”
del Plan Colombia. Para tal efecto presenta a la UE un documento escrito
en clave social y de fortalecimiento institucional, que no hace referencia
a la naturaleza ni al alcance de los recursos de uso militar. En estas
condiciones Europa y los demás países interesados son convocados,
ya no en condición de grupo de países amigos de la paz17,
sino en calidad de mesa de donantes del Plan Colombia.
En el mes de agosto se reúne la mesa de donantes en Madrid18, en medio de la presión de las organizaciones sociales de derechos humanos, las iniciativas de paz y múltiples movimientos sociales de carácter nacional e internacional. Las mesas paralelas de Madrid19condenan el escalamiento de la guerra implícito en el paquete de Estados Unidos, advierten sobre sus consecuencias negativas frente a los procesos de paz, el agravamiento de la situación social del campesinado cocalero, el deterioro ambiental, el deterioro de los indicadores de derechos humanos y la persistencia del gobierno a imponer un modelo de ajuste recesivo asociado a la estrategia del Plan Colombia.
Los resultados de estas reuniones tienen un efecto importante sobre la agenda europea. Pese al triunfalismo oficial, el gobierno sólo obtiene el apoyo de España que ofrece US$100 millones, Noruega que ofrece US$10 millones y la promesa de que los demás países estudiarán las solicitudes de cooperación para concretar su apoyo en una próxima reunión por realizarse en el mes de septiembre en Bogotá20. Por su parte, las organizaciones y movimientos sociales dejan un mensaje preciso a la comunidad internacional: la comunidad internacional no debe apresurarse a respaldar los planes del presidente Pastrana sin tener plena conciencia de que el Plan Colombia es de guerra y no es el producto de un ejercicio social y democrático. Respaldan además la realización de una Conferencia Internacional en Costa Rica, con el propósito de dialogar con el gobierno y los movimientos insurgentes, de cara a la comunidad internacional, sobre las implicaciones del Plan Colombia para los procesos de paz, los derechos humanos y el DIH.
La inminente crisis del proceso de paz y el interés de la comunidad internacional favorecen la iniciativa ciudadana de Costa Rica, y la Conferencia se lleva a cabo los días 16, 17 y 18 de octubre de 200021, con una nutrida presencia nacional e internacional. En este encuentro se fortalece la construcción colectiva y la interlocución internacional del movimiento por la paz; se ventilan francamente los desacuerdos que plantea el Plan Colombia y se ratifica el apoyo a los procesos de negociación política22. Pero ante todo contribuye a la formación de un criterio más complejo e integral sobre la situación colombiana por parte de la comunidad internacional, lo cual se va a convertir en un factor importante en la construcción de la política hacia el conflicto y la paz de Colombia. En los días subsiguientes, la Unión Europea hace público su interés por diseñar un programa europeo diferenciado de los criterios del Plan Colombia, fuertemente comprometido con el respaldo a los procesos de diálogo y negociación con la insurgencia, manifiestamente preocupado por el deterioro institucional y la crisis humanitaria, prudente en relación con el éxito de la paz, pero flexible para ajustarse a los desarrollos políticos de los procesos23. Los intelectuales europeos reunidos en el Comité Universitario Francés por Colombia, insisten en este lenguaje y le piden a la UE desempeñar un papel más decidido en Colombia para evitar que la paz quede sometida a la suerte de la relación del gobierno colombiano con Estados Unidos; en particular destacan la necesidad de un papel político más activo frente a los procesos de paz, el seguimiento cercano de la situación colombiana y un tratamiento eminentemente político al tema de las drogas, siendo consecuentes con un criterio de corresponsabilidad que presupone el respaldo a profundas transformaciones políticas y económicas entre las que se destaca la reforma agraria.24
Posteriormente, la Unión Europea desarrolla y ratifica los criterios de la declaración de octubre de 200025, a través de la declaración del Parlamento europeo del mes de febrero de 200126. Esta declaración contiene 22 puntos resolutivos, entre los cuales se destacan: a) El respaldo a los procesos de paz y en general a la solución negociada del conflicto armado; b) El reconocimiento de las dimensiones sociales y políticas del conflicto colombiano cuyo trasfondo es la exclusión política, social, económica y cultural, así como la consecuente necesidad de realizar transformaciones económicas y sociales que cambien la distribución de la riqueza y la actual situación de la cuestión agraria; c) La crítica al Plan Colombia porque no fue concertado y porque contradice los principios de cooperación para la paz que sigue Europa y la insistencia en que la intervención de la Unión Europea siga una estrategia propia no militarista, que conjugue neutralidad, transparencia, participación de la sociedad y compromisos de las partes en la mesa de negociación; d) La preocupación por la crisis de Derechos Humanos y DIH, y la exigencia al gobierno para que defina sus políticas contra el paramilitarismo; e) La decisión de realizar un programa de cooperación europea para la paz, el desarrollo social e institucional y el tratamiento del problema de los cultivos ilícitos a partir del criterio de corresponsabilidad.
Este documento concreta la diferenciación de la UE respecto del Plan Colombia, hecho que tiene efectos políticos muy interesantes, en términos de la cooperación para la paz. Un rápido balance de esta política puede ayudar a dimensionar su alcance real para evitar falsas expectativas o un sobredimensionamiento del papel que desempeña Europa hacia la paz de Colombia.
Entre los aspectos positivos de la diferenciación liderada por la Unión Europea se pueden destacar los siguientes:
a. La política común de la UE se compromete a definir su actuación a partir de los principios de la paz política y social como alternativa para Colombia. Esta disposición se extiende a los criterios de manejo de sus recursos abiertos, a que se defina su destino en concertación con la sociedad civil y en las mesas de negociación, si las partes así lo acuerdan.
b. Con diversos ritmos, intensidades e iniciativas, los países de la UE y otros gobiernos mantienen acciones de interlocución con el proceso de paz entre el gobierno y las FARC, que se expresa en: su disposición a actuar como países amigos27 pese a la resistencia inicial del grupo insurgente a la imposición de veedurías internacionales para la zona de distensión; la participación en la audiencia internacional sobre cultivos ilícitos realizada en San Vicente del Caguán, que contribuyó a desarrollar la sensibilidad de estos delegados respecto de los vínculos estructurales de este problema con la crisis social y de los riesgos de la política estadounidense; la reunión de la presidencia francesa de la UE con la Comisión Internacional de las FARC a fines del año 2000.
c. La vinculación activa de algunos países de la UE como Francia, España, Suecia, Noruega y Suiza, entre otros, en calidad de países amigos del proceso entre el gobierno y la guerrilla del ELN, con labores concretas de mediación y facilitación política y con decisiones establecidas de cooperación económica y social para la región de influencia de la zona de distensión, y para desarrollar simultáneamente programas de sustitución de cultivos acordados entre las partes.
d. En el marco del mandato de la UE es probable que ésta pueda extender el modelo al resto de regiones afectadas por el problema de los cultivos ilícitos, luego del acuerdo de Los Pozos en el que tanto el gobierno como las FARC dan vía libre a la erradicación manual de estos cultivos, siempre y cuando sean concertados con las comunidades locales. Con mayor razón, en momentos en que estos principios coinciden con la formulación política de los gobernadores del sur del país, se puede sintetizar en rechazo a la fumigación, el apoyo a los procesos de paz y la búsqueda de soluciones sociales antes que asistenciales.
e. La solidaridad con la crisis humanitaria y la presión sobre el paramilitarismo.
f. Hasta el momento el papel de la UE ha sido eminentemente político y como tal ha sido determinante para establecer un modelo alternativo de cooperación internacional más favorable al concepto de paz política y social. En lugar de una división del trabajo en la que Estados Unidos aporta las armas para la guerra y Europa las ambulancias para recoger los muertos y los heridos, estamos avanzando hacia una decisión de las prioridades en la que el modelo de negociación en medio del conflicto tiene a la UE como principal aliada del primer componente, y al gobierno de Estados Unidos como aliado principal del segundo. Esta diferenciación tiende a reproducirse en la política antidrogas, en la medida en que la UE muestra más interés en la problemática social, ambiental y política asociada a los cultivos ilícitos y, por tanto, puede ser un apoyo fundamental para el desarrollo de políticas de corresponsabilidad en estos campos, mientras Estados Unidos sigue apoyando predominantemente la corresponsabilidad de tipo militar.
En el mismo sentido se pueden examinar los elementos que relativizan el alcance de los primeros:
a. Sólo la declaración del Parlamento europeo hace una mención crítica directa al paquete de ayuda militar estadounidense. En general, la tendencia de los gobiernos es trabajar en función de los criterios del programa de la UE, cuidándose de no entrar en contradicción con los intereses de Estados Unidos. Ésta es una de las razones por las cuales focalizan su acción social en el sur de Bolívar y no en Putumayo.
b. La política exterior de algunos países como Alemania tiene por prioridad fortalecer sus relaciones con Estados Unidos por razones asociadas con el volumen y el dinamismo de los intercambios económicos. En consecuencia, Colombia no es un motivo suficientemente importante para poner en juego otros intereses y esto conduce a una paradoja; por esta estructura de intereses, Colombia tiende a seguir siendo considerado por la UE como el back yard de Estados Unidos, es decir, una reedición del concepto de las áreas de influencia en pleno auge de la globalización28. De todos modos, las diferencias moderadas entre estos grandes bloques de poder pueden ser decisivas para un país pequeño como Colombia.
c. Los volúmenes de la cooperación de la Unión Europea no son radicalmente diferentes a los montos que por tradición destinan para fines de desarrollo en la región. Claro que normalmente con la UE opera un criterio de gradualidad relacionado con la evaluación de la validez del modelo adoptado y ante todo con los desarrollos de los procesos de paz. En un escenario optimista estos recursos se pueden multiplicar de manera considerable.
d. Aún no hay claridad sobre los modelos de gestión de estos recursos, y se teme que puedan ser confundidos por el gobierno con los recursos del Plan Colombia, desligándolos de los procesos de paz o de la concertación con la sociedad. En Colombia el Fondo de inversión social fue creado en medio de la euforia de la Asamblea Nacional Constituyente, y más tarde terminó siendo una herramienta para financiar el clientelismo político, como el resto de los fondos de cofinanciación.
e. Más estructuralmente, la sociedad no conoce de los intereses estratégicos y económicos de los países de la UE en Colombia, y sólo hay indicios leves en el sentido de que la UE pueda desarrollar formas de cooperación de mayor alcance como el acceso preferencial a mercados, el desarrollo material de los criterios de corresponsabilidad en materia de narcotráfico y medio ambiente, entre otros campos. Estos problemas para nada invalidan la importancia del papel político que desempeña Europa frente a Colombia en un complejo y difícil ajedrez en el que el Plan Colombia es una pieza que trasciende los propios ámbitos del país.
f.
La Unión Europea tiene interés en muchos otros conflictos
en el mundo, por lo cual es posible que se pueda limitar la ventana de
oportunidad de Colombia, especialmente por el escepticismo sobre los resultados
del proceso de paz que muestran muchos gobiernos y la dificultad de actuar
en circunstancias de crisis de los procesos.
Como
ya se ha enunciado, el Plan Colombia también se inscribe en una
perspectiva de redefinición de la política estratégica
y de seguridad hemisférica de Estados Unidos hacia una región
azotada por la crisis social y en plena transición política.
Por tanto sus contenidos y sus consecuencias se deben examinar desde una
perspectiva regional y en estrecha relación con el conjunto de la
política exterior, y no sólo como una estrategia antidrogas
para Colombia. ¿Acaso se está convirtiendo Colombia en un
teatro de operaciones, en el principal laboratorio estratégico de
la política estadounidense hacia la región?
Desde el prisma de la política antidrogas, Estados Unidos buscan mantener su influencia sobre la región.
La política de erradicación forzada de cultivos ilícitos tiene un alcance subregional manifiesto. El modelo McCaffrey vende el modelo peruano como el camino por seguir en el resto de países afectados por el fenómeno del narcotráfico. En este tema, las investigaciones de Ricardo Vargas29 han mostrado que este modelo no es viable y que conlleva profundas contradicciones: en Bolivia se está intentando un modelo de fumigación con sustitución de cultivos, pero a pesar de que la Unión Europea se ha vinculado con aportes a este proceso, no ha sido posible ofrecer soluciones estructurales al campesinado y en estos momentos se están desarrollando levantamientos campesinos y populares en contra precisamente de la política de ajuste que erosiona las condiciones de vida de estas poblaciones y las lanza nuevamente hacia los cultivos ilícitos, hacia al hambre y la miseria urbana o hacia expresiones políticas radicales. Algo similar ocurre en Perú, donde la caída de los cultivos se debe más a la crisis de demanda generada por la caída de los carteles colombianos que por la bondad de la política de fumigación; allí también, sin soluciones sociales de fondo, el problema tiende a reimplantarse con fuerza.
Aquí de nuevo las tesis de McCafrey articulan la política antidrogas como remedio a la “preocupación por el desgobierno y la inestabilidad política regional” e función de sus intereses económicos y estratégicos. McCaffrey reconoce que el modelo no ha funcionado bien30, pero la consecuencia de su razonamiento es la esquizofrenia de una guerra total contra las drogas: hay que golpear el sur de Colombia porque en estos momentos buena parte de la coca está concentrada allí; pero se corre el riesgo de que los cultivos y los laboratorios se desplacen en el país o hacia la región andina porque existen condiciones favorables a nivel social o político en Perú, Bolivia, Ecuador, Brasil y Venezuela. En consecuencia, si la fumigación respaldada militarmente funciona en el sur de Colombia, hay que proyectar esta política hacia el resto del país, aunque esto implique profundizar la guerra; y si los cultivos ilícitos se desplazan hacia otros países, habrá que hacer un esfuerzo de carácter regional para combatirlos de manera simultánea ya que existen muchos factores que son favorables a su movilidad y su reinplantación.
Sin embargo, más allá de los contenidos intrínsecos de la política antidrogas, es necesario poner de manifiesto su carácter de herramienta política e ideológica de carácter estratégico para el desarrollo de otros campos de interés de Estados Unidos en la región. En los últimos años es evidente que la política antidrogas se ha convertido en un poderoso factor de presión sobre el Estado colombiano, con el fin de justificar intereses de tipo económico y estratégico-militar. Igualmente; en la política hacia la región andina, la lucha contra el narcotráfico aparece cada vez más como la ideología de una cruzada que permite establecer los intereses estadounidenses en condiciones que no serían posibles de otra manera.
En el pasado inmediato, Estados Unidos desarrolló estrategias de cooperación e intervención enmarcadas en la lógica de la guerra fría. Sus programas dieron forma a la Doctrina de la Seguridad Nacional, en el marco de la cual se adelantó la lucha contrainsurgente y la represión de la protesta social, que a nombre de la tesis del enemigo interno llevó a la violación masiva de los derechos humanos31. Lo nuevo es que la participación de esa nación transcurre en un nuevo orden internacional e invoca otras doctrinas en la búsqueda de legitimar sus acciones.
Después de la caída del muro de Berlín, Estados Unidos tiende a convertirse en el policía del mundo; en un imperialismo militar o, más apropiadamente, en el monopolio de la violencia a nivel global. Pero en el nuevo orden internacional, necesita construir nuevas categorías doctrinarias para justificar sus intervenciones, según las particularidades de cada conflicto. En el caso de Panamá, la intervención de 1990 tenía como trasfondo el cumplimiento de los acuerdos de devolución del canal interoceánico y especialmente el replanteamiento estratégico ocasionado por la consecuente retirada de la base del Comando Sur, pero para justificarla se invocó la falta de garantías del régimen de Noriega, es decir, el tema de la democracia. Por el contrario, en el golfo pérsico, donde abundan las monarquías, se argumentó la violación del derecho internacional por parte del régimen iraquí, pero evidentemente el problema de fondo tenía que ver, ante todo, con la necesidad de mantener elevados niveles de producción para sostener y reducir los precios del petróleo; de allí el éxito de la convocatoria a crear una fuerza multilateral. Como lo ha destacado Alain Joxé, los nuevos ideólogos de las estrategias de política exterior estadounidense (Tofler, Huntington...) construyen paradigmas de conflicto que invocan las guerras de civilizaciones (Kosovo, África, Irán o el Medio Oriente) , los Estados problema (como Irak) o en nuestro caso el problema del narcotráfico, y a partir de estas caracterizaciones se construyen los nuevos enemigos que habrán de sustituir al fantasma del comunismo como razón de intervención. Todo esto en función de sus “intereses nacionales” o de los valores universales como los derechos humanos, la democracia, la salud pública, la libertad, etc.
Sin duda Colombia preocupa por su situación política y por el problema de las drogas, pero también están en juego poderosos intereses de orden político y económico. Por ejemplo, el régimen del presidente Chávez en Venezuela es una de las mayores preocupaciones de Estados Unidos en la región32, pero su legitimidad interna y su origen democrático impiden que se desarrollen formas de intervencionismo abierto para contrarrestar su autonomía. Esta animadversión no obedece únicamente a la oposición abierta de Chávez al Plan Colombia ni a su posición de “neutralidad” frente al conflicto armado colombiano o al consecuente abandono de la “Doctrina de la persecución en caliente”33; ante todo está de por medio el liderazgo y la autonomía que ha planteado y que en algunos casos ha obtenido en el ámbito internacional; la propuesta de crear una OTAN latinoamericana a cambio del vetusto TIAR que recibió entierro de tercera con ocasión de la guerra de las Islas Malvinas; el celo por el espacio aéreo y la negativa de establecer bases militares extranjeras en territorio venezolano; la coincidencia con la posición de Sadam Hussein, en la OPEP, de desarrollar una política de restricción de la oferta de crudo con el fin de elevar los precios y las transferencias hacia los países productores; la política de preferencias de precios hacia los países caribeños y, en particular, el caso de Cuba. En su reciente ensayo sobre la geopolítica del Plan Colombia, James Petras anota cómo la Conferencia Iberoamericana de Panamá de noviembre de 2000 hizo un llamado por el fin de la Ley Helms Burton, por la acogida de la política petrolera preferencial hacia el Caribe y la condena pública del Plan Colombia, con el respaldo de importantes países como México y Brasil34.
Este liderazgo es nuevo y desde luego tiene límites enormes. Pero contrasta con la docilidad de los gobiernos que han posibilitado la instalación, que han “prestado” sus territorios para la instalación permanente de bases aéreas y militares (Manta, Ecuador; Guayana Holandesa; Curazao), redes complejas y sofisticadas de radares y vigilancia satelital, asesorías e innumerables dispositivos de tipo militar cuyo conocimiento sólo trasciende de manera episódica a la opinión pública. En Colombia también se han venido instalando estos equipamientos desde hace varios años; basta recordar la propuesta del ex presidente Turbay de crear una base aérea de Estados Unidos en la Isla de San Andrés, los radares instalados en la Sierra de la Macarena y seguramente en muchos más lugares del país, y la desfachatez del presidente Gaviria en el caso de las escuelitas de Juanchaco, en el Pacífico, construidas por marines norteamericanos.
Todos estos episodios generan grandes interrogantes sobre el alcance, la naturaleza y la proyección de estos movimientos, y especialmente sobre sus repercusiones en la soberanía nacional y la autonomía regional en el concierto mencionado del imperialismo militar. A este respecto, el punto es que el Plan Colombia constituye el clima propicio no sólo para profundizar la presencia militar y política de Estados Unidos en Colombia, sino la ocasión para desarrollar los dispositivos estratégicos de proyección regional que no pueden ser impuestos en países de mayor autonomía como Brasil o Venezuela. Seguramente preocupa más al “interés nacional” de Estados Unidos la suerte política de las reservas petroleras de Venezuela y las consecuencias impredecibles de la transición política en la región, que el problema mismo de las drogas hoy focalizado en Colombia. Pero también está en juego el problema de la liberalización económica y la homogeneidad política.
Además del interés por establecer un sistema de seguridad de carácter hemisférico y de justificar su existencia a partir de la necesidad de perseguir la economía de las drogas, entre otras hipótesis, es importante destacar los intereses políticos y económicos de Estados Unidos. Sin la pretensión de minimizar el interés por la política contra las drogas, es necesario examinar las metas en materia de liberalización económica y estabilidad política.
En este sentido, el presidente Bush ha destacado su interés por continuar y profundizar la política de liberalización económica y comercial en las Américas y su instrumento básico, el ALCA. Los estrategas republicanos señalan que esta política requiere una homogeneización de los regímenes políticos a partir de características de democracia liberal que no contradigan los principios de la libertad económica. Contra este propósito conspiran en diferente medida y forma los regímenes “díscolos” como el de Chávez; la situación de conflicto e incertidumbre política colombiana; las situaciones de crisis social como la ecuatoriana, que plantean la introducción de cambios políticos y sociales profundos; la transición política hacia nuevos regímenes en formación, pero evidentemente más autónomos y sintonizados con la cuestión social y demás factores que ocupan un lugar privilegiado en la atención de Estados Unidos por su potencial desestabilizador.
En los años noventa, la euforia del fin de la historia se tradujo en el avance político de la globalización neoliberal, al punto de que en América Latina los gobiernos neoliberales llegaron al poder con generosos resultados electorales. La hipótesis de la armonía posible entre la apertura política en momentos en que la región abandonaba los regímenes dictatoriales y la apertura económica de corte neoliberal prometían además una escena política en manos de una derecha modernizante cuya principal bandera fue la satanización del Estado, la sacralización del mercado y nuevamente el “progreso” como consecuencia del modelo de exportación y competitividad. El debate político sobre los desequilibrios sociales paso a un segundo plano, a la vez que se abren campo las políticas ortodoxas de ajuste que en el pasado habían convocado una fuerte oposición. Los temas de la soberanía nacional y la autodeterminación política también fueron relegados ante el afán de los gobernantes por llegar primero a Washington. Eran los tiempos de Collor de Melo en Brasil; Fujimori en Perú; Gaviria en Colombia; neoliberales recién convertidos como Carlos Andrés Pérez y Salinas de Gortari en México, etc., en una tendencia indudablemente hegemónica. Quizá la imagen emblemática de este período sea el presidente Menem, cuyo interés por aliarse a toda costa con Estados Unidos llegó al punto de ofrecer tropas argentinas a las campañas bélicas del golfo pérsico y aun de Colombia.
Pero los signos del nuevo milenio indican el comienzo del agotamiento de esta aventura, y la región –aunque sigue enfrascada en su crisis estructural– va a conocer nuevos e inéditos desarrollos políticos que empiezan a romper justamente con la idea de la homogeneidad de las fórmulas políticas y económicas. La transición política venezolana prácticamente tiene su punto de inflexión en la protesta popular del Caracazo, que puso de manifiesto la profundidad de la crisis social y económica y cuya consecuencia inmediata va a ser el deterioro definitivo del bipartidismo tradicional. En Uruguay se abre paso el Frente Amplio y prácticamente obliga a blancos y colorados a unirse como solución desesperada frente al avance de una fuerza antineoliberal. La transición chilena progresivamente conduce a la llegada del partidos socialista al poder. En Argentina no se produce un viraje radical, pero la salida de Menem muestra el agotamiento del neoliberalismo. Los peruanos, cada vez más agobiados por la crisis social, empiezan a estructurar la oposición al modelo neoautoritario de Fujimori, y la crisis política pone de manifiesto las profundas raíces de corrupción que rodean a un gobernante que llegó al poder con la bandera de la anticorrupción y se aferra al poder en contra de las demandas del pueblo. Brasil mantiene un gobierno de centro, pero las protestas campesinas de los “sin tierra” crecen progresivamente y la izquierda avanza en los espacios de poder territorial. En México, el centenario PRI se diluye en la mezcla explosiva típica de la región, que combina corrupción y neoliberalismo, y el presidente Fox inicia su gobierno planteando como prioridad la negociación de la paz con el EZLN. La crisis ecuatoriana muestra la fortaleza del movimiento indígena y popular y la debilidad de la política tradicional para reconstruir la gobernabilidad y la economía. En Colombia, la ideología neoliberal y la guerra integral de los años noventa35 conducen a la recesión más grave que ha conocido el país en los últimos 50 años, a la asfixia del agro y de la incipiente industria, al igual que al escalamiento de la confrontación armada.
Es muy difícil construir hipótesis estables sobre lo que significa este panorama heterogéneo e inestable, pero en general se pueden destacar tres rasgos:
En primer lugar, la tendencia a situar la cuestión social como frontera que divide las aguas políticas. En general los cambios se producen como una reacción a las políticas neoliberales de los noventa. En segundo lugar, la tendencia a la repolitización de estos conflictos, después de una etapa de aparente “apoliticidad” en la que las elecciones reflejaron el rechazo a la política tradicional y la esperanza de soluciones procedentes de fuera de la arena política. En tercer lugar, y como consecuencia de los dos factores anteriores, se crea un nuevo escenario político regional que amplía el interés y los márgenes de acción autónoma de la región frente a los escenarios de poder del nuevo orden global. Apertura económica y apertura política ya no son contenidos simplemente ideológicos y difícilmente van de la mano a medida que las sociedades comprenden que la globalización prometida transcurre de manera compartimentada, contradictoria y excluyente. La idea de un vaciamiento de la política, del Estado y de la nacionalidad en un mercado único planetario empieza a ceder su lugar a los llamados por regulaciones internacionales de los intercambios económicos y tecnológicos; a las exigencias de globalización desde abajo; al surgimiento de nuevas expresiones políticas y sociales que asumen de nuevas maneras la territorialización de la política36. Haciendo una referencia especifica al triangulo radical (Venezuela, Colombia y Ecuador), Petras advierte que en términos generales los desarrollos políticos de estos países pueden minar el mito de la invencibilidad de la hegemonía de Estados Unidos y la noción de la inevitabilidad de la ideología del libre mercado37.
En este
contexto, el Plan Colombia se convirtió en un elemento problemático
y polémico, que en lugar de obtener un respaldo multilateral como
aspiraba Estados Unidos, termina generando prácticamente un consenso
sobre la necesidad de prepararse para enfrentar sus efectos negativos.
En una primera etapa, el gobierno estadounidense propuso la creación
de un cerco militar sanitario para encerrar el conflicto colombiano con
la expectativa de que no trascendiera las fronteras38;
una especie de cortina de hierro con la que se manifestaron de acuerdo
los gobiernos de Fujimori, Menem y el gobierno de Panamá. Pero luego
en medio de la transición política, el propio Fujimori terminó
condenando esta idea, ya que su asesor Vladimiro Montesinos era prácticamente
el enlace para la importación de armas de las FARC. Esta tendencia
se fue agudizando con la aprobación del Plan Colombia en Estados
Unidos, y los diferentes encuentros de gobernantes latinoamericanos ocurridos
en el año 2000, prácticamente se diferenciaron de esta estrategia
y llamaron la atención sobre los peligros que se ciernen sobre sus
respectivos países39.
En
un primer nivel se deslegitima la propuesta de crear un cordón militar
en torno de las fronteras colombianas y los diferentes gobiernos, y expresiones
sociales de la región se refieren a la situación colombiana
con un lenguaje similar al de la Unión Europea; es decir, señalando
el criterio de la autodeterminación política de los colombianos
y apoyando la paz de Colombia y no el Plan Colombia. En relación
con el Plan Colombia, la diplomacia colombiana sufre un duro revés,
aunque internamente trata de presentar la posición de apoyo de los
gobiernos latinoamericanos a las soluciones de diálogo y negociación
como un apoyo al Plan Colombia40.
Además de los cambios políticos reseñados, esta reacción se explica por las preocupaciones que genera el Plan Colombia para los vecinos: a) El escalamiento del conflicto armado colombiano y la política antidrogas estadounidense extiende progresivamente el radio de acción de la crisis humanitaria más allá de las fronteras colombianas, planteando desafíos cada vez mas complejos; b) Además del desplazamiento de las víctimas de la guerra, también trascienden las fronteras los teatros de operaciones de las guerrillas, narcotraficantes y grupos paramilitares, causando problemas de derechos humanos para sus propios pobladores y planteando el riesgo de la extensión de formas de expresión armada de la crisis social en sus países; c) Las repercusiones sobre su propia seguridad nacional de una mayor presencia militar de Estados Unidos en Colombia y el crecimiento de la capacidad bélica del Estado colombiano respecto del balance estratégico de la región y el tratamiento de los tradicionales conflictos limítrofes; d) La lógica exponencial de la política antidrogas de Estados Unidos, que amenaza con aplicar el mismo paradigma represivo en toda la región, sin una definición de fondo en términos de corresponsabilidad social y económica.
Por
estas razones, la tendencia latinoamericana apunta a cuestionar el Plan
Colombia, y a desarrollar criterios de cooperación con la solución
política en Colombia.
El
Plan Colombia aprobado por el Congreso de Estados Unidos responde fundamentalmente
a la doctrina McCaffrey, es decir, a la aplicación de criterios
de corresponsabilidad militar para el desarrollo de una cruzada contra
el narcotráfico a partir de la erradicación represiva de
la producción de cultivos ilícitos en Colombia y la región
andina. Esto, a partir de una lectura que responsabiliza al narcotráfico
de la crisis social y de los conflictos políticos de la región
y que, por tanto, no tiene una interlocución viable y sostenible
para enfrentar los problemas estructurales que están en la base
del desarrollo de estas economías ilegales, a saber: el carácter
global del fenómeno del narcotráfico que demanda una aproximación
más compleja de los criterios de reciprocidad y responsabilidad
compartida a nivel ambiental, económico, social e institucional;
la profunda crisis social que vive el campesinado colombiano, producto
de la inequidad e improductividad histórica de la estructura de
tenencia de la tierra y de las políticas hacia el sector rural,
y el problema de la transición política que implica reconocer
el fracaso de las políticas indiscriminadas de ajuste y apertura
económica y que se mueve hacia formas más autónomas
de inserción internacional y de autodeterminación política.
Por estas razones, el Plan McCaffrey, pese a su aprobación bipartidista, no cuenta con el consenso de todo el Congreso de Estados Unidos y cada vez tiene más oposición entre la opinión pública estadounidense y en los movimientos internacionales de paz y de derechos humanos. Tampoco cuenta con el aval de la Unión Europea y de muchos países que, sin pretender competir o confrontar la política de Estados Unidos, desarrollan una agenda autónoma signada fundamentalmente por el apoyo a los procesos de paz en Colombia, la búsqueda de nuevas alternativas de responsabilidad compartida frente al flagelo del narcotráfico y la preocupación por el escalamiento de la guerra y su correlato, la agudización de la crisis humanitaria. Finalmente, tampoco cuenta con el consenso de la opinión pública colombiana, pues la mayor parte de los sectores sociales, organizaciones no gubernamentales e iniciativas de paz se han manifestado en su contra por los peligros que encierra para la paz; en el mismo sentido se han expresado los ciudadanos y los gobernadores del sur del país, resaltando su rechazo a la política de fumigación represiva y, más recientemente, el problema de los cultivos ilícitos entra a ser considerado materia de diálogo y negociación con la insurgencia tanto en el proceso con el Ejército de Liberación Nacional, en el proceso con las FARC, a partir del acuerdo de Los Pozos. Al parecer todos estos elementos empiezan a configurar los rasgos de una nueva política antinarcóticos, con énfasis en las soluciones negociadas y concertadas y de cara a enfrentar la crisis social subyacente. Y quizá lo mas interesante es que, al gestarse principios de acuerdo político sobre este tema, aunque sean mínimos, se empieza a crear una vía de desnarcotización de la paz para poner de nuevo la política al mando.
Estas señales son el telón de fondo que encuentra el nuevo presidente de Estados Unidos, y quizá por ello las señales de sus nuevos funcionarios empiezan a identificar y definir nuevos elementos de prioridad como el problema del tratamiento del consumo de drogas, el apoyo a las soluciones negociadas en Colombia, la preocupación por los derechos humanos, la doctrina Powell de no inmiscuirse en conflictos que puedan generar más costos que beneficios para Estados Unidos, entre otros. En el mismo sentido parecen operar las decisiones del gobierno del presidente Pastrana al desistir de solicitar nuevo apoyo militar a Estados Unidos, insistir en la diferenciación entre guerrilla y narcotráfico e invitar a este gobierno a participar en el grupo de países amigos en el proceso con las FARC41.
Éstos son los resultados del esfuerzo de muchos colombianos y colombianas que trabajan por la paz política, y de la actitud responsable de una comunidad internacional que cada vez entiende más que dada la complejidad y la gravedad de la situación colombiana, ésta no puede seguir siendo tratada con fórmulas militaristas ni ideologías fundamentalistas.
Quizá sea el momento de trabajar por unificar todas estas heterogeneidades en función de la paz de Colombia, pidiendo el abandono del Plan McCaffrey. Es decir, trabajar por una estrategia multilateral por la exigencia y el respaldo a la solución negociada en Colombia. Internacionalizar la paz y no la guerra debe ser la meta de los movimientos sociales, los sectores del Estado y de la sociedad que quieren la paz.
Sin embargo, esa no va a ser una tarea fácil, pues junto a estos signos positivos para Colombia, también siguen desarrollándose las agendas de quienes, en el país y en el exterior, claman por la guerra, por la intervención directa de Estados Unidos en función contrainsurgente; por la continuidad del modelo de corresponsabilidad militar. Tampoco existen compromisos de fondo en la comunidad internacional para asumir las consecuencias de un principio integral de corresponsabilidad42. No estamos ante la derrota del Plan Colombia (que, con todo respeto, en Colombia debería denominarse Plan Lloreda), ni de las tentativas intervencionistas, sino ante una convergencia de acontecimientos políticos que presionan un punto de inflexión hacia el fortalecimiento de los procesos de paz. De sus resultados y desarrollos dependen tanto el mandato del próximo presidente de Colombia como los desarrollos de la participación de la comunidad internacional.
El conflicto colombiano es diferente del centroamericano, pero existen algunas similitudes que vale la pena recordar: en primer lugar, el liderazgo de los países latinoamericanos aglutinados en el grupo de Contadora, que le apostaban a la paz en medio de la adversidad de un gobierno estadounidense mucho más dogmático e ideologizado que el de hoy, pues finalmente la derrota de los demócratas en Estados Unidos no se da ante un triunfo avasallador de las ideas fundamentalistas del neoliberalismo, como en la época de la Reaganomics y la guerra de las galaxias. Lo específico de Colombia es que necesita profundizar la cooperación política para la paz justamente por la dificultad que acarrea un proceso estructurado a partir de una sedimentación contradictoria y progresiva de conflictos sociales, políticos y culturales no resueltos. Colombia requiere la cooperación internacional para crear las condiciones que hagan viable un proceso, ya que a pesar de la continuidad de los diálogos, no estamos ante un proceso consolidado.
Seguramente la manera como se desenvuelva el proceso de paz colombiano va a desempeñar un papel importante; está en juego la diversificación de las relaciones internacionales del país. Esto también está en juego en la agenda europea y no podemos olvidar que países como Francia, Suiza y España, entre otros, tienen significativos niveles de inversión e intercambio con Colombia. Se trata de que la paz permita tener más países amigos de una nación, Colombia, soberana, democrática y construida sobre sólidas bases de justicia social.