Luego
de que Colombia había sido considerada por Estados Unidos como un
fiel aliado en la “guerra contra las drogas”, en particular durante las
administraciones de Virgilio Barco (1986-1990) y César Gaviria (1990-1994),
el escándalo que rodeó la elección de Ernesto Samper
en 1994 dio lugar a una creciente identificación del país
como una “narcodemocracia” y como un “país problema” en el hemisferio
occidental. Por este motivo, el ascenso de Andrés Pastrana a la
presidencia de Colombia en 1998 se vio como un momento oportuno para normalizar
las relaciones bilaterales y reanudar el tono cooperativo que las había
caracterizado en el pasado.
No obstante
lo anterior, en este artículo se argumentará que la alianza
estratégica que Colombia ha forjado con Estados Unidos, basada en
la intensificación de una nueva cruzada antinarcóticos en
el país a través del Plan Colombia, no sólo ha sido
contraproducente en términos de la confrontación efectiva
del problema de las drogas, sino que también ha resultado demasiado
costosa para lo que se supone es el objetivo principal del gobierno de
Andrés Pastrana: la resolución negociada del conflicto armado.
Sin
lugar a dudas, existe un aspecto determinante que ha influido en la formulación
del Plan Colombia desde la perspectiva de Estados Unidos, y sin el cual
es imposible comprender tanto su lógica implícita como sus
repercusiones potenciales. Se trata del lugar central que el tema de las
drogas ha ocupado en la relación bilateral con Colombia. Dado que
es a partir de este problema que se tiende a formular la política
exterior estadounidense en el país, en una primera sección
del artículo se analizarán los supuestos principales que
subyacen la lucha antidrogas. En particular, se mostrará de qué
manera la identificación de las drogas como un problema de seguridad
nacional precluye la formulación de políticas amplias y efectivas
que tengan en cuenta los aspectos económicos, sociales y políticos
que caracterizan a este fenómeno. Segundo, el texto estudiará
la evolución de las relaciones Colombia-Estados Unidos durante la
administración Pastrana, con particular énfasis en el papel
que la diplomacia antidrogas ha desempeñado en esta coyuntura. Posteriormente,
y dentro del contexto anterior, se discutirá el Plan Colombia, los
efectos generales que su implementación ha tenido en el país
y su receptividad a nivel regional e internacional.
Un
análisis comprehensivo del impacto de las estrategias antinarcóticos
de Estados Unidos en Colombia necesariamente debe comenzar por una breve
discusión de las ideas centrales que orientan a los formuladores
de política en la “guerra contra las drogas”, y de los intereses
políticos que están en juego dentro del país del Norte
en torno a este tema.
Desde mediados de los ochenta, el tráfico de drogas comenzó a ocupar un lugar más importante en la agenda doméstica y externa de Estados Unidos, dado el aumento significativo en el consumo interno de sustancias ilegales, así como el incremento en las cifras de crímenes asociados al uso de las drogas1. A pesar de variaciones menores en las políticas antidrogas adoptadas durante las administraciones de Reagan (1980-1988), Bush (1988-1992) y Clinton (1992-2000), la racionalidad central detrás de cada una de ellas ha permanecido virtualmente igual (Tokatlian, 1995:119).
En abril de 1986, el presidente Ronald Reagan, a través de la Decisión de Seguridad Nacional Directiva 221, declaró que las drogas ilícitas constituían una amenaza letal a la seguridad nacional de Estados Unidos, lo cual a su turno condujo a una participación creciente de las fuerzas armadas en la “guerra contra las drogas” y la consecuente militarización de la estrategia antidrogas estadounidense. De manera concomitante, las acciones del lado de la oferta, tales como la interdicción, la fumigación de cultivos y la erradicación, y las políticas del lado de la demanda –basadas en la penalización del tráfico, distribución y consumo de narcóticos–, comenzaron a adquirir una mayor importancia que las estrategias de rehabilitación y las basadas en la educación (Bagley, 1988; Pardo y Tickner, 2000; Perl, 1988).
Durante la administración Bush, la militarización de la “guerra contra las drogas” se intensificó mediante la Iniciativa Andina, la cual tendió a expandir y cambiar las actividades antinarcóticos hacia la interdicción en los países andinos productores de droga (Bagley, 1992; WOLA, 1993). En su campaña presidencial de 1992, sin embargo, Bill Clinton prometió que al ser elegido, reorientaría la estrategia antidrogas del país hacia el problema de la demanda. De hecho, a principios de 1993, un exhaustivo análisis de las estrategias antidrogas estadounidenses llevado a cabo por la administración Clinton reveló que la Iniciativa Andina había fracasado significativamente en la reducción de la disponibilidad de sustancias ilegales en Estados Unidos (Crandall, 2000). Como resultado, la ayuda antinarcóticos de Estados Unidos para la región andina se redujo considerablemente y se reorientó hacia una estrategia de “país productor”, basada, en esencia, en la erradicación de cultivos (versus la interdicción). No obstante, las elecciones legislativas de 1994 en Estados Unidos llevaron al control del partido republicano en ambas cámaras del Congreso, con lo cual el enfoque de “línea blanda” de Clinton en materia de drogas fue cada vez más criticado. Posteriormente, la administración endureció su estrategia antidrogas en respuesta a dicha presión por parte del Congreso.
Bruce Bagley y Juan G. Tokatlian (1992:216) afirman que las estrategias estadounidenses de control de drogas han evolucionado dentro del marco de la tradición realista de las relaciones internacionales. El realismo subraya, entre otros: (1) el predominio de actores estatales, los cuales actúan en términos unitarios y racionales; (2) la existencia de anarquía en el sistema internacional y, por ende, la necesidad de los estados a acudir a tácticas de auto-ayuda; (3) la estratificación de los objetivos internacionales entre “alta” política (la perteneciente a la esfera estratégico-militar) y “baja” política; y (4) la estricta separación entre la política doméstica y la internacional (Vásquez, 1991: 49-55).
En términos de la implantación de las políticas antinarcóticos se podría argumentar que el realismo, como “ideología” que se desprende naturalmente de la teoría, ha orientado en gran medida las relaciones internacionales de Estados Unidos. Este esquema ideológico –que se podría asemejar con la realpolitik–, tiende a percibir al tráfico de drogas primordialmente como una amenaza “externa” a la seguridad nacional, más que un problema “doméstico”. En este sentido, se podría argumentar también que la “amenaza” representada por las drogas en Estados Unidos constituye uno de los “enemigos cognitivos” frente a los cuales la identidad estadounidense se ha ido reconstruyendo después de finalizada la guerra fría. De esta manera, las drogas representan un “peligro” para la forma de vida estadounidense, de la misma manera como la amenaza comunista atentaba contra los valores de ese país a lo largo del conflicto bipolar (Campbell, 1992:205).
A la luz de lo anterior, se vuelven más comprensibles las políticas que Estados Unidos ha empleado tradicionalmente para atacar el problema de las drogas, las cuales se han basado en estrategias represivas, prohibicionistas y de “mano dura”. Además de la necesidad de enfrentar este “enemigo por dentro” con determinación, otro de los supuestos fundamentales de la política antidrogas inspirado en la ideología realista es que la presión externa ejercida por Estados Unidos, en especial a través de la diplomacia coercitiva, conducirá a la cooperación plena por parte de los países productores, con lo cual la “amenaza a la seguridad” será confrontada efectivamente (Friman, 1993:104).
Para explicar la importancia de las drogas dentro de la política interna y externa de Estados Unidos, es menester recurrir de nuevo a la noción de “peligro” y “amenaza”. Aunque a la población estadounidense no le preocupa sobremanera este problema en la actualidad, y a pesar de que las estrategias instauradas hasta el momento por este país han sido un fracaso en términos de la eliminación del ingreso y consumo de drogas en territorio estadounidense, éstas siguen considerándose como una amenaza letal a su identidad. Es así como, si bien dentro del Congreso de Estados Unidos ha sido el partido republicano el que ha manejado en gran medida el tema de los narcóticos, éste fue utilizado desde mediados de la década de los noventa como una herramienta política en contra de la administración Clinton, en particular, y el partido demócrata, en general, a los cuales se acusaban de ser “blandos” frente al tema, y, por ende, “blandos” en la defensa de los valores estadounidenses. Como resultado, en octubre de 1998, el Congreso estadounidense aprobó una ley presupuestaria a través de la cual se aumentó en US$690 millones el gasto público para labores de interdicción y erradicación de drogas. Este incremento fue propuesto dentro del Acta de Eliminación de Droga del Hemisferio Occidental: “El acta proponía la increíble aseveración de que el tráfico de drogas ilícitas de América Latina a Estados Unidos podía ser eliminado en un 80% en tres años si los Estados Unidos se comprometían en un ataque suficientemente integrado y bien financiado del problema” (WOLA, 1999:1).
Las
implicaciones de esta “satanización” de las drogas en lo relativo
a las políticas concretas empleadas por Estados Unidos en un país
como Colombia son multifacéticas. Para comenzar, la definición
del tráfico de drogas como un asunto de seguridad nacional estadounidense,
y por tanto de “alta” política, implica que las drogas ocupan un
lugar predominante entre los objetivos de política exterior de este
país, en detrimento de otros objetivos de más largo plazo,
incluyendo el fortalecimiento de la democracia, la defensa de los derechos
humanos, la reducción de la pobreza y la preservación del
medio ambiente (Perl, 1992:28-29). En términos generales, lejos
de la retórica oficial, “la triste realidad es que la política
estadounidense hacia Colombia está hipotecada a política
de la guerra contra las drogas en Washington” (WOLA, 1997:44).
Indiscutiblemente,
la forma en que el tema de las drogas ilícitas ha sido abordado
en Colombia ha sido influida por la aproximación estadounidense
a este problema. Específicamente, la inmensa mayoría de medidas
adoptadas en el país para luchar contra el tráfico de drogas
ha sido resultado en gran parte de acuerdos bilaterales suscritos con Estados
Unidos, o de la imposición unilateral de estrategias específicas
diseñadas en Washington. Aunque este estado de cosas experimentó
un cambio moderado durante las administraciones de Barco y Gaviria, el
gobierno Samper inauguró un retorno a la ortodoxia inspirada en
Estados Unidos en la lucha contra las drogas que ha continuado y ha sido
reforzada durante el segundo año del gobierno Pastrana (Tickner,
2000).
Sin duda, el inicio del gobierno de Andrés Pastrana marcó el comienzo de una nueva etapa en las relaciones entre Colombia y Estados Unidos. Luego de un período de tensión en las relaciones bilaterales generado por el no reconocimiento del presidente Ernesto Samper por parte de Washington2 y la aplicación estricta de una política de diplomacia coercitiva sobre Colombia en materia de la lucha antidrogas, la nueva administración ofrecía la oportunidad para restablecer el estrecho vínculo que el país había mantenido históricamente con Estados Unidos.
El legado de las relaciones bilaterales durante la administración Samper no podría haber sido más nefasto. La política de presión ejercida por Estados Unidos entre 1994 y 1998 dejó graves consecuencias para el país en varios sentidos. Primero, aunque durante el gobierno Samper “...Colombia aceptó la estrategia probablemente más prohibicionista...” en la historia de la diplomacia colombo-estadounidense en materia de drogas (Tokatlian, 200:76), los resultados globales de los esfuerzos antinarcóticos de Estados Unidos fueron catastróficos en términos de ponerle freno a los cultivos y al tráfico de drogas. Dado que los cultivos de sustancias ilícitas en países como Perú y Bolivia se redujeron notablemente, como producto de una exitosa campaña de erradicación manual, entre otros, en Colombia se experimentó una expansión sin precedentes en el cultivo de hoja de coca durante el mismo período, con lo cual el país se convirtió en el mayor productor de ésta en la región.
Adicionalmente, la puesta en marcha de una campaña masiva de fumigación tuvo graves repercusiones en los territorios del sur de Colombia donde fue aplicada. Además de provocar protestas sociales masivas en los departamentos de Putumayo, Caquetá, Cauca y, sobre todo, Guaviare (Vargas, 1999), la participación de la guerrilla en el negocio de las drogas se elevó durante este período, y las FARC consolidaron su base social de apoyo entre los campesinos involucrados en el cultivo de coca. Por su parte, la actividad paramilitar se intensificó en estos territorios del país con el fin explícito de contener a la guerrilla. El resultado final de este proceso fue el fortalecimiento militar y financiero de los grupos armados (Rangel, 2000) y el debilitamiento del Estado colombiano, en particular en términos de su legitimidad frente a estos sectores de la población nacional.
Tercero, la tendencia a identificar a la administración Samper como un “paria” –lo cual sin duda incidió para producir las consecutivas decertificaciones de Colombia en 1996 y 1997–, tuvo graves repercusiones domésticas e internacionales en términos de la legitimidad y “confiabilidad” del gobierno colombiano. Esta estrategia explícita de desprestigio contra Samper contribuyó a generar un clima enrarecido para la inversión extranjera en Colombia, la cual decayó durante este período, al tiempo que volvió más complejo el contexto político interno.
Andrés Pastrana, al igual que César Gaviria en su momento3, intentó distinguir inicialmente entre las manifestaciones domésticas de la crisis colombiana, centradas en el conflicto armado, y los problemas principales del país a nivel internacional, los cuales giraban primordialmente alrededor del tráfico de drogas. Durante la campaña presidencial, fue de hecho el único candidato que desafió explícitamente la sensatez de las políticas antinarcóticos de Estados Unidos, en particular la fumigación de los cultivos ilícitos. El 8 de junio de 1998, aún como candidato, Pastrana lanzó un ambicioso plan de paz, en el cual afirmaba que el cultivo de sustancias ilícitas en el país constituía, antes que todo, un problema social que debería ser tratado a través de un nuevo “Plan Marshall” para Colombia (Pardo y Tickner, 1998:24).
Antes de su posesión, Pastrana se reunió con el presidente Bill Clinton en Washington. Una de sus metas primordiales era presionar para que hubiese una “apertura” de la agenda bilateral más allá del asunto de las drogas. Por su parte, el gobierno de Estados Unidos ya había comenzado a hablar acerca de la necesidad de un enfoque más “comprehensivo” que tuviera en cuenta múltiples factores involucrados en la crisis colombiana, tales como el conflicto armado, la debilidad de las instituciones, el paramilitarismo y las implicaciones sociales de la erradicación de cultivos (Youngers, 1998:4). Los planes del presidente Pastrana de lograr una solución negociada al conflicto armado, a su vez, se recibieron con un cauteloso optimismo en Washington.
Posteriormente, durante la visita oficial del primer mandatario colombiano a la Casa Blanca en octubre de 1998, el presidente Clinton se comprometió explícitamente a apoyar el proceso de paz colombiano y a trabajar con otros actores e instituciones internacionales con el fin de movilizar recursos para apoyar este objetivo. De esta manera, Pastrana logró “vender” la idea de que la paz debería ser prioritaria en la relación bilateral, ya que a partir de un acuerdo negociado al conflicto armado, el Estado colombiano lograría restablecer el control sobre su territorio, y de esta manera enfrentaría con mayor éxito el problema de las drogas en el país. Mediante este compromiso, Estados Unidos aumentó su asistencia militar a US$289 millones para 1999, lo cual convirtió a Colombia en el tercer mayor receptor de ayuda estadounidense después de Israel y Egipto.
A pesar de sus reservas en torno a la creación de la zona de despeje en noviembre de 1998, a mediados de diciembre de ese mismo año funcionarios del gobierno estadounidense se reunieron secretamente con miembros de las FARC en Costa Rica con el fin de discutir su participación en el secuestro de varios ciudadanos estadounidenses, al igual que en el problema de las drogas. Sin lugar a dudas, la reunión marcó un viraje significativo, aunque breve, en la postura de Estados Unidos frente al conflicto armado colombiano4. Durante el mismo mes, en una Cumbre de Ministros de Defensa celebrada en Cartagena de Indias, el secretario de Defensa estadounidense, William Cohen, y su contraparte colombiana, Rodrigo Lloreda, firmaron un acuerdo a través del cual se fortaleció la cooperación militar entre los dos países. Este arreglo allanó el camino para el entrenamiento del primer batallón antinarcóticos del Ejército colombiano a principios de 1999, cuya principal misión se desarrolló en términos del “empuje hacia el sur de Colombia”, consistente en la recuperación de territorios colombianos en el sur controlados por la guerrilla, y en donde se llevaban a cabo actividades de cultivo de sustancias ilícitas (Farah, 1999).
Sin duda, fue el asesinato de tres ciudadanos estadounidenses a manos de las FARC en marzo de 1999 lo que empezó a debilitar el respaldo de este país a las negociaciones. De acuerdo con Phil Chicola, director de Asuntos Andinos del Departamento de Estado de Estados Unidos, los asesinatos enviaron una señal importante a Washington en lo relacionado con la falta de control ejercido por los jefes de las FARC sobre sus diferentes divisiones; la sinceridad de la guerrilla con respecto a la paz; y su habilidad para comprometerse efectivamente a un acuerdo negociado. En general, el incidente le dio crédito a quienes sostenían que las FARC le estaban “tomando el pelo” al gobierno colombiano5.
Este proceso se vio reflejado también en Colombia, a raíz de una serie de problemas surgidos en el manejo de la zona de distensión, al igual que un conjunto de retrocesos en las propias negociaciones de paz. En mayo de 1999, después de extensas discusiones entre el gobierno y las FARC, se presentaron desacuerdos en lo concerniente a la creación de mecanismos internacionales de verificación. Los diálogos fueron posteriormente suspendidos hasta octubre. Aduciendo serias discrepancias con el manejo del proceso de paz por parte del gobierno Pastrana, Rodrigo Lloreda renunció a su cargo, hecho que a su vez provocó la renuncia de un número considerable de oficiales militares de alto nivel (que fueron más tarde rechazadas por Pastrana) en apoyo al ministro de Defensa. Claramente, el incidente resaltó las crecientes tensiones civiles-militares en Colombia que rodeaban las negociaciones con las FARC.
En agosto de 1999, Thomas Pickering, el tercer funcionario de mayor importancia en el Departamento de Estado, realizó una visita a Colombia con el fin de expresar las reservas de su país frente a la problemática situación del manejo de la zona de despeje. En particular, Pickering advirtió al presidente Andrés Pastrana que en Estados Unidos primaba la opinión de que el primer mandatario colombiano había sido demasiado “blando” en su trato con las FARC, y que si su manejo del proceso de paz no cambiaba, podía eventualmente perder el respaldo estadounidense. Por otro lado, el funcionario dejó en claro que la administración Clinton apoyaría a Colombia con nuevas ayudas, si el país lograba diseñar un plan comprehensivo de lucha contra el narcotráfico (LeoGrande y Sharpe, 2000:6). De esta visita surgió la semilla del Plan Colombia.
El Plan Colombia
Debido a las difíciles condiciones que evidenciaba el proceso de paz y al escaso nivel de credibilidad que éste generaba tanto en el ámbito interno como externo (en particular en los Estados Unidos), el presidente Andrés Pastrana, quien inicialmente había realizado ingentes esfuerzos por diversificar la relación bilateral, se vio obligado a suscribir un matrimonio por conveniencia en torno a la “guerra contra las drogas” a fin de asegurar la ayuda estadounidense.
De hecho, en septiembre de 1999, cuando Pastrana presentó el Plan Colombia en Estados Unidos, el presidente colombiano ya no ancló sus solicitudes de ayuda estadounidense al proceso de paz, sino al tema de las drogas y a la incapacidad del país de enfrentar este flagelo por sí solo, dada la debilidad del Estado colombiano. Aunque es cierto que el “Plan para la paz, la prosperidad y el fortalecimiento del Estado” de Pastrana incorporaba una gran gama de asuntos considerados cruciales para el esfuerzo del paz del gobierno, incluyendo la recuperación económica, la reforma del sistema judicial, el desarrollo social, la democratización y los derechos humanos, la lucha contra el narcotráfico de drogas se declaró explícitamente como el “núcleo” de la estrategia colombiana (Oficina del Presidente de la República, 1999:9).
De esta manera, después de los intentos iniciales por distinguir entre las prioridades domésticas, esencialmente la paz, y las preocupaciones de Estados Unidos, centradas en el tema de las drogas, Andrés Pastrana retornó a una lógica de “guerra contra las drogas”. De hecho, la intensificación del discurso antidrogas constituía la única posibilidad de lograr nuevas ayudas para Colombia, tal como había quedado expreso en la reunión sostenida con Thomas Pickering. Con este cambio, la actitud sumisa y subordinada que ha caracterizado muchos otros períodos de las relaciones bilaterales Colombia-Estados Unidos una vez más ganó preeminencia en la orientación de la política exterior colombiana6, al tiempo que el manejo de las relaciones bilaterales colombo-estadounidenses se fue depositando en un número reducido de individuos (primordialmente el embajador de Colombia en Washington, Luis Alberto Moreno) que dependían directamente del Presidente. Sin embargo, a diferencia de períodos anteriores, en los cuales la subordinación colombiana se justificaba en función de la consecución de ayudas económicas, el consentimiento de la actual administración frente a la lucha antinarcóticos se ha dado primordialmente a cambio de fortaleza militar: “La lógica implícita de la nueva estrategia de Estados Unidos es forzar a las FARC a negociar seriamente con el gobierno Pastrana, demostrándoles en el campo de batalla que tienen más que ganar en un acuerdo de paz que de la continuación de la guerra” (Bagley, 2000:27).
A primera vista, este enfoque pareció “beneficioso” en términos de los objetivos militares de la administración Pastrana: en enero de 2000, el presidente Clinton propuso un paquete de ayuda de US$1,6 billones de dos años para Colombia. Luego de intensas negociaciones en el Congreso de Estados Unidos, un paquete de emergencia, a través del cual Colombia recibirá cerca de US$1,2 billones entre 2000 y 2001 (los cuales incluyen US$330 millones en asistencia aprobada por vías legislativas normales), fue aprobado definitivamente a finales de junio. Aunque aproximadamente 25% de la ayuda corresponde a la asistencia para los temas de los derechos humanos, reforma judicial y aplicación de la ley, ayuda a los desplazados y esfuerzos de paz, entre otros, 75% del paquete está destinado a ayudar al Ejército (US$512 millones) y a la Policía (US$123 millones) a retomar el control estatal sobre el sur del país y a erradicar los cultivos que están concentrados en esta zona7. Los fondos derivados del paquete de emergencia para Colombia suman unos US$860 millones en total8. Para poner en perspectiva esta cifra, hay que notar que en 1996 Colombia recibió solamente US$54 millones en ayuda militar estadounidense, en gran parte por la condicionalidad que la legislación de los Estados Unidos contempla en el ámbito de los derechos humanos9; para 1999, como se señaló anteriormente, dicha cifra ascendió a US$289 millones.
Según fuentes oficiales tanto colombianas como estadounidenses, la implantación de una primera fase del Plan Colombia, consistente en la erradicación de cultivos ilícitos en el departamento del Putumayo a partir de mediados de diciembre del 2000, ha dejado resultados positivos en términos del número de hectáreas de hoja de coca fumigadas (El Tiempo, 2001: 1-2). No obstante, a nivel local el efecto de esta iniciativa ha sido mucho menos positivo. Entre las repercusiones negativas se encuentran: (1) la destrucción de cultivos legales en muchas de aquellas zonas en que la campaña de fumigación ha sido desarrollada; (2) el aumento en la violencia en el sur del país, con el consecuente crecimiento de los niveles de desplazamiento de la población; y (3) el aparente traslado de los cultivos ilícitos y de algunos laboratorios de procesamiento de hoja de coca hacia otras partes del país y hacia la frontera con Ecuador.
Por su parte, el Plan Colombia también enfrenta serios cuestionamientos en el plano regional e internacional. En Estados Unidos, por ejemplo, algunos de los defensores del paquete han condicionado su apoyo. En el caso específico del representante republicano Benjamin Gilman, se ha cuestionado la militarización de la lucha antinarcóticos en Colombia, y el traslado de gran parte de la ayuda estadounidense hacia el Ejército colombiano. Así mismo, dos de los impulsores principales del Plan desde la rama ejecutiva durante la administración Clinton, Barry McCaffrey y Thomas Pickering, se han retirado de sus cargos a raíz del cambio de gobierno en ese país. El último informe de la General Accounting Office (el brazo investigativo del Congreso estadounidense) sobre Colombia (2000) también expresa serias reservas sobre la viabilidad de la estrategia estadounidense en el país.
Aunque las elecciones de noviembre 2000 para la Cámara de Representantes y el Senado en Estados Unidos no arrojaron cambios significativos, el “balance de poder” dentro del Legislativo sí se alteró levemente en favor de los demócratas, al tiempo que la elección de un republicano en la presidencia puede generar condiciones propicias para que el partido demócrata asuma posiciones independientes en el Congreso. Si bien el Plan Colombia se ha tendido a presentar como una iniciativa bipartidista, el apoyo de los demócratas al paquete se puede explicar esencialmente en función de su necesidad de mostrar resultados concretos en la lucha antidrogas durante un año electoral, dado el papel importante que aun juega este tema en la política doméstica estadounidense. A futuro, el tema de los derechos humanos podría adquirir una mayor importancia en la relación bilateral, por ser de interés primordial para este partido. Esto se hizo evidente con la reciente visita de un grupo de congresistas a Colombia con el fin de evaluar el impacto de la implantación de Plan Colombia en esta materia.
No obstante las anteriores reflexiones, un factor que tiende a favorecer la continuación en el énfasis militar del Plan Colombia dentro de Estados Unidos es la creciente tendencia de utilizar la etiqueta de la “narcoguerrilla” al referirse a las FARC. Si bien este término fue acuñado en los ochenta por el entonces embajador de Estados Unidos en Colombia, Lewis Tambs, solamente hasta mediados de los noventa empezó a ser utilizado con alguna frecuencia. En noviembre de 2000, a las FARC se le acusó de tener vínculos con la Organización Arellano Félix de México, uno de los carteles más grandes de ese país (U.S. Department of State, 2000). Con esto, Washington ha empezado a equiparar más explícitamente a esta organización con un cartel de la droga. Poco tiempo después, la embajadora estadounidense en Colombia, Anne Patterson, afirmó que las FARC y los grupos paramilitares estaban funcionando como carteles de la droga en el país, y que éstos podrían ser solicitados en extradición, según la legislación vigente (Corral, 2000:1-21). Con esto, es factible que el tenue apoyo de Estados Unidos al proceso de paz en Colombia se esfume del todo, y su posición tienda a favorecer una salida militar. La reciente decisión del país del Norte de ausentarse del encuentro sostenido entre miembros de la comunidad internacional en la zona de distensión a comienzos de marzo de 2001 parece confirmar esta posibilidad.
En el ámbito regional, muchas naciones latinoamericanas sospechan del creciente involucramiento militar de Estados Unidos en el hemisferio, al tiempo que los países vecinos de Colombia han expresado el temor de que el establecimiento del Plan va a “contaminar” sus propias fronteras. Algunos, como Venezuela, Perú y Brasil, han sido mucho más enérgicos en su rechazo al Plan, aduciendo que puede intensificar la inseguridad de la región. Estas reacciones se incrementaron después de la aprobación del paquete de ayuda a Colombia en Estados Unidos. Por ejemplo, la militarización de las fronteras de los países vecinos se ha intensificado, para confrontar eventuales incursiones guerrilleras, al igual que el flujo de cultivos de droga y de desplazados que puede producir la introducción de esfuerzos masivos de fumigación en el sur de Colombia. Así mismo, de manera particular en Ecuador se afirma que los operativos antinarcóticos van a generar una oleada de refugiados colombianos que buscan huir de la creciente violencia que la implantación del Plan Colombia ya empezó a crear. De allí que en el paquete de emergencia aprobado a finales de junio por el Congreso estadounidense, se incluyeron ayudas para los países vecinos por un monto de US$180 millones.
Pese al esfuerzo de Estados Unidos y de Colombia por ganar apoyo para el Plan Colombia en la región, éste ha fracasado debido a las serias reservas que muchos presidentes latinoamericanos tienen en lo relativo a la intervención militar del país del Norte en el hemisferio. En la Cumbre suramericana realizada a comienzos de septiembre de 2000 en Brasilia, por ejemplo, el ministro de Relaciones de Brasil llegó al punto de sugerir que el conflicto colombiano constituía la principal amenaza a la seguridad nacional de Brasil en este momento (El Tiempo, 2000a:1-1). Aunque en la declaración emitida por los presidentes de la región éstos expresaron su apoyo al proceso de paz colombiano, no hicieron mención ni siquiera al Plan Colombia. Más grave aún, en la Cumbre de presidentes iberoamericanos, realizada en noviembre de 2000, Panamá solicitó una reunión de los ministros de Defensa de los países vecinos de Colombia, que en principio excluiría a este país, a fin de discutir la situación de inestabilidad que la crisis colombiana está generando en la región.
Uno de los casos más evidentes de rechazo al Plan Colombia en la región lo constituyeron en su momento las diferentes acciones del ex presidente peruano Alberto Fujimori. En varias ocasiones, el primer mandatario peruano criticó lo que consideraba como la “vietnamización” del conflicto armado colombiano, dada la amplia presencia militar de Estados Unidos. Estas afirmaciones también han sido secundadas por el presidente venezolano Hugo Chávez, quien afirmó en la Cumbre del milenio de la ONU, entre otros, que la paz en Colombia no se podía alcanzar con más armas y helicópteros (El Tiempo, 2000b:2-14). En todos estos casos, las relaciones de Colombia con los países vecinos se han visto perjudicadas a raíz de la oposición latinoamericana al Plan Colombia.
Sin lugar a dudas, los intereses de los Estados Unidos en Colombia incluyen la cuestión de la seguridad regional, hasta tal punto que en la actualidad se discute entre los formuladores de política estadounidenses la necesidad de ampliar el alcance del Plan Colombia para incluir una especie de “plan andino”. En declaraciones públicas realizadas a finales de noviembre de 2000, el zar antidrogas Barry McCaffrey, de hecho, reconoció la existencia de una “crisis” en la región andina, afirmando que el problema actual no era solamente colombiano sino de toda la subregión. No obstante, la lógica subyacente de la política antinarcóticos ha funcionado con fines opuestos, dado que aparentemente ha agravado la (in)seguridad regional de varias maneras: (1) ha generado mayores tensiones entre los países de la región y Colombia; (2) ha creado una especie de situación de “suma-cero”, en la cual los países vecinos de Colombia ven en las “ganancias” de este país en la lucha antinarcóticos una potencial “pérdida” para ellos, en la medida en que se teme que los problemas colombianos simplemente se trasladen a otras latitudes; (3) ha convertido a Colombia en un “chivo expiatorio” para los problemas regionales; y (4) a raíz de todo lo anterior, ha reducido el potencial respaldo que el gobierno Pastrana puede esperar recibir de los países de la región para el proceso de paz, justamente en el momento en que el país necesita un fuerte apoyo regional para enfrentar los retos que plantea su situación actual.
Los países europeos, por su parte, temen comprometerse a fondo, dado que consideran que la política estadounidense en Colombia coloca demasiado énfasis en el aspecto militar. De allí que su respaldo financiero al Plan Colombia, el cual se considera esencialmente un plan de Estados Unidos, esté muy por debajo de las metas fijadas por el propio gobierno colombiano. El primero de febrero de 2001, el Parlamento Europeo aprobó por casi unanimidad una resolución a través de la cual la Unión Europea rechaza el carácter militar del Plan Colombia, el cual, según ésta, no fue el producto de un amplio consenso entre la población colombiana.
Conclusión
Sin duda, la implantación del Plan Colombia atraviesa por un momento decisivo. La política estadounidense hacia el país, tal y como se viene desarrollando, plantea un serio obstáculo a la resolución pacífica del conflicto armado, al tiempo que puede provocar una mayor militarización de la situación nacional. De allí que el desarrollo de propuestas claras, encaminadas a canalizar la incidencia de Washington de una forma más positiva, se vuelve una tarea impostergable. En la reunión de trabajo que realizó el presidente Andrés Pastrana con su contraparte estadounidense, George W. Bush, a finales de febrero de 2001, se perfiló de manera clara la intención de devolverle al Plan Colombia su esencia económica y, en menor medida, social, en concordancia con las promesas que hizo el primer mandatario a la población colombiana durante su campaña presidencial. Es así como el gobierno colombiano llevó varias propuestas a Washington, entre ellas la extensión del Acta de Preferencias Comerciales Andinas (ATPA), la cual se vence en el 2001, y la ampliación del ATPA para incluir productos como los textiles y las confecciones, a fin de aumentar las oportunidades comerciales de Colombia en Estados Unidos.
Independientemente de cualquier esfuerzo de parte del gobierno colombiano por diversificar o modificar la relación bilateral con los Estados Unidos, sin embargo, resulta claro que cualquier vuelco que se le dé a la política actual depende más de Washington que de Bogotá, no solo por las asimetrías de poder que existen entre los dos países, sino también por la falta de proyección que frecuentemente ha caracterizado a la política exterior colombiana. En este sentido, varias tesis se pueden ofrecer en cuanto al futuro inmediato de las relaciones Colombia-Estados Unidos. Primero, dada la percepción generalizada de que la inestabilidad colombiana se puede estar exportando al resto de la región andina, Colombia seguirá ocupando un lugar relativamente (pero no del todo) alto en la jerarquía de temas de la política exterior de Estados Unidos en América Latina. A pesar de esto, no existen razones para pensar que Washington vaya a rediseñar en lo fundamental su política hacia Colombia; más bien parecen existir presiones en la actualidad para aumentar el alcance de ésta para incluir a la región andina en su totalidad. Segundo, es poco probable que el énfasis militar que ha caracterizado hasta el momento la participación estadounidense en el Plan Colombia vaya a modificarse. Es posible, más no muy probable, que la estrategia de Estados Unidos en el país se militarice aún más, con el argumento de que si no se ayuda directamente a las fuerzas armadas colombianas en su lucha contra los actores armados, en particular la guerrilla, ésta podría aumentar su control territorial en el país. Tercero, Estados Unidos seguirá interpretando la coyuntura colombiana, junto las políticas requeridas para hacer frente a ella, a través del lente del narcotráfico, con lo cual una aproximación más comprehensiva a la situación del país difícilmente se logrará. Este último aspecto también seguirá incidiendo de manera negativa en la adopción de un papel más activo (y positivo) de parte de Washington en el proceso de paz.
Bibliografía
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