Consideraciones de geopolítica


James Petras*

Introducción

El Plan Colombia, para ser entendido correctamente, debe ser considerado en una perspectiva histórica, tanto en el sentido colombiano como en relación con los recientes conflictos centroamericanos. Es, simultáneamente, una política “novedosa” y una continuación de la intervención pasada de Estados Unidos en Colombia. A principios de los sesenta, en el mandato del presidente Kennedy, Washington lanzó su plan contrainsurgente, formando fuerzas especiales diseñadas para atacar “enemigos internos”. El objetivo eran las comunidades de auto-defensa colombianas, particularmente en Marquetalia; de esta forma, con mayor o menor intensidad, el Pentágono continuó fortaleciendo su presencia en Colombia. El Plan Colombia, por ende, es la continuación y el escalamiento de la guerra interna del presidente Kennedy. Las diferencias entre la versión anterior de la doctrina de guerra interna y la actual están en las justificaciones de la intervención norteamericana, la escala y el espectro del involucramiento y el contexto regional de la intervención.

Bajo el mandato de Kennedy, la contrainsurgencia se formó con el pretexto de la amenaza comunista internacional; hoy la justificación está sustentada en la amenaza del narcotráfico. En ambos casos, hay una negación absoluta de la base histórico-sociológica del conflicto.

 La segunda diferencia entre el Plan Colombia de Clinton y el programa contrainsurgente de Kennedy es la escala y el espectro de la intervención. El Plan Colombia es un multimillonario programa a largo plazo que involucra cargamentos a gran escala de armamento moderno. La agenda contrainsurgente de Kennedy era mucho más pequeña.

La diferencia en la escala de las operaciones militares no responde a algún tipo de diferencia estratégica o política; la causa es la profunda diferencia en el contexto colombiano e internacional: en los sesenta, la guerrilla era un pequeño grupo aislado; hoy es un ejército formidable con operaciones en todo el ámbito nacional. Kennedy se concentró militarmente en Indochina; hoy Washington tiene las manos relativamente libres. Por consiguiente, el Plan Colombia es tanto una continuación como un escalamiento del plan político militar de Estados Unidos con metas estratégicas similares adaptadas a una nueva realidad global.

El segundo factor histórico que necesita ser tenido en cuenta en la discusión del Plan Colombia es el reciente conflicto regional; es decir, la intervención norteamericana en Centroamérica. El Plan Colombia está altamente influenciado por la eficaz recuperación de la hegemonía norteamericana en Centroamérica tras los llamados “acuerdos de paz”. El triunfo de Washington en Centroamérica, está basado en el uso del terror de Estado, el desplazamiento masivo de la población, un gasto militar a gran escala y prolongado, consejeros militares, y en el ofrecimiento de un arreglo político en el que los comandantes guerrilleros se reincorporasen a la política electoral. El Plan Colombia de Washington está sustentado en su eficacia en Centroamérica, en el convencimiento de que sus logros pueden ser replicados con los mismos resultados en Colombia. Washington cree que puede repetir la fórmula del “terror por la paz” usado en Centroamérica por la vía del Plan Colombia en el país andino.

Lo que sigue es un análisis de los intereses geopolíticos y de las preocupaciones ideológicas que guían al Plan Colombia, las consecuencias de la escalada militar estadounidense y una crítica al diagnóstico errado formulado por Washington acerca de la “cuestión colombiana”. El ensayo concluirá con la discusión de algunas de las consecuencias adversas no previstas en las que puede incurrir Washington al cumplir su política militar en Colombia.

El Plan Colombia y el triángulo radical

El Plan Colombia es descrito esencialmente por sus contradictores como una política de autoría y promoción estadounidense dirigida a la eliminación militar de las fuerzas guerrilleras en Colombia y a la represión de las comunidades campesinas rurales que las apoyan. Los elaboradores de políticas norteamericanos describen al Plan Colombia como un esfuerzo de erradicar la producción y comercialización de drogas por medio de un ataque directo a las zonas de producción, las cuales están localizadas en áreas de influencia y control de la guerrilla. Ya que las guerrillas están asociadas con las zonas productoras de coca, este argumento parece funcionar; Washington ha dirigido su colaboración militar y sus grupos de consejería militar a lo que han apodado “narco-guerrillas”. Más recientemente, en particular por causa de los recientes éxitos militares y políticos de los dos movimientos guerrilleros mayoritarios –las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)–, Washington ha aceptado en mayor medida que su guerra está dirigida contra lo que hoy es una guerrilla insurgente. Mientras las cuestiones económicas son sustanciales en Colombia, tanto para Washington como para la oligarquía gobernante en Bogotá, la razón más amplia e importante para el rápido y masivo aumento de la ayuda militar estadounidense es geopolítica.

Los estrategas en Washington están preocupados con varios temas geopolíticos clave, que podrían afectar adversamente el poder imperial norteamericano en la región y aun más allá. La cuestión de la insurgencia colombiana es parte de una matriz geopolítica que se encuentra en proceso de retar y modificar la hegemonía estadounidense en el norte de Suramérica y en la zona del Canal de Panamá. Además, el factor de la producción, distribución y asignación de precios petroleros está atado al reto de la región y más allá (en la OPEP, México, etc.). En tercer lugar, los conflictos centrales con el imperio están ubicados en Colombia, Venezuela y Ecuador (el triángulo radical), pero hay descontentos nacionalistas y de las izquierdas en países vecinos muy influyentes, particularmente en Perú y Brasil. En cuarto lugar, el ejemplo de la resistencia exitosa en el triángulo radical ya está resonando en los países ubicados más hacia el sur: en Paraguay y Bolivia, las luchas políticas indígenas y campesinas exitosas en los andes ecuatorianos, o los “atractivos bolivarianos” del presidente venezolano Hugo Chávez en la eterna conciencia nacional-populista argentina. En quinto lugar, la fuerza del triángulo radical, pero particularmente la diplomacia petrolera y la política independiente del presidente Chávez, ha destrozado la estrategia estadounidense de aislamiento de la revolución cubana y ha aunado esfuerzos para integrar más a Cuba con la economía regional. Más allá, los acuerdos petroleros favorables del presidente Chávez (intercambio con precios subsidiados) han fortalecido la decisión de los regímenes caribeños y centroamericanos de resistirse a los esfuerzos de Washington de convertir al Mar Caribe en un exclusivo lago estadounidense.

Mientras las guerrillas y los movimientos populares representan un serio reto político y social a la supremacía de Estados Unidos en la región, Venezuela representa un reto diplomático y político-económico en el Caribe y más allá, por vía de su liderazgo en la OPEP y su política exterior “no-alineada”. En términos más generales, el triángulo radical puede contribuir a corroer el imaginario existente alrededor de la invencibilidad de la hegemonía norteamericana y la noción de inevitabilidad de la economía de libre mercado.

En términos más específicos, el conflicto entre el triángulo radical y el poder imperial estadounidense centra la atención en el hecho de que la mayor parte de lo descrito con el término “globalización” reposa sobre los cimientos de las relaciones sociales de producción y el equilibrio de las fuerzas de clase en el Estado-nación. La aceptación de este hecho tiene una relevancia especial en el conflicto FARC-Estados Unidos en Colombia. El supuesto es que sin los sólidos cimientos sociales, políticos y militares en el Estado-nación, la empresa imperial y sus redes de apoyo internacional son puestas en peligro; por ende, hay una necesidad de mirar muy de cerca la naturaleza de su guerra con Colombia, en la cual Washington, por entre su régimen-clientela actual, intenta destruir las guerrillas y diezmar y desmoralizar a sus seguidores para restablecer los fundamentos locales de su poder imperial.

La geografía y el reto para Washington

En los años sesenta y setenta, el desafío al poder imperial de Estados Unidos estaba localizado en el Cono Sur de América Latina (Chile, Argentina, Uruguay y Bolivia). Washington respondió por medio de un respaldo a los golpes de Estado y al terrorismo de Estado que terminaron por derrocar a los gobiernos y aterrorizar a la oposición popular hasta la sumisión. Durante la década de los ochenta, Centroamérica se convirtió en el eje del desafío al poder imperial norteamericano. La revolución en Nicaragua y los movimientos guerrilleros populares en El Salvador y Guatemala le presentaron serios problemas a los regímenes-clientela y a los intereses geopolíticos-económicos. Washington militarizó la región y “derramó” billones de dólares en armamento, en el financiamiento de un ejército mercenario en Nicaragua y en la actividad militar terrorista en El Salvador y Guatemala. La guerra de agotamiento pagada por Washington impuso una serie de acuerdos de paz que restauraron los regímenes-clientela y la hegemonía estadounidense con un costo de más de 200.000 muertes en Guatemala, 75.000 en El Salvador y por lo menos 50.000 en Nicaragua.

A finales de los noventa, ad portas del nuevo milenio, la geografía de la resistencia contra el imperio norteamericano se ha inclinado hacia el norte de Suramérica; es decir, Colombia, la cordillera oriental ecuatoriana y Venezuela. En Colombia, las fuerzas combinadas de la guerrilla controlan o tienen influencia sobre un amplio territorio al sur de Bogotá hacia la frontera ecuatoriana, al noroccidente hacia Panamá, y en varios sectores al oriente y occidente de la capital, sin contar con varias unidades de milicias urbanas. Paralelo al movimiento guerrillero, movilizaciones campesinas de gran escala y huelgas generales convocadas por los sindicatos han sacudido progresivamente el régimen de Pastrana. En Venezuela, el liderazgo de Chávez ha ganado varias elecciones, ha reformado las instituciones estatales (el Congreso, el poder judicial, la Constitución) y ha tomado una posición independiente en su política exterior, llevando a la OPEP al aumento general de los precios del petróleo, desarrollando vínculos con Irak, extendiendo enlaces diplomáticos y comerciales con Cuba, etc. En Ecuador, un poderoso movimiento indígena y campesino (CONAIE), vinculado a bajos mandos militares y a sindicalistas, derrocó el régimen de Noboa en enero de 1999 y, mientras los militares intervinieron para derrocar a la Junta Popular, CONAIE y sus aliados fueron capaces de barrer en la elecciones legislativas subsiguientes en la sierra ecuatoriana. Como resultado de esto, la estrategia militar del Pentágono de rodear a la guerrilla colombiana por medio de la construcción de una base militar en Manta (Ecuador) ha sido seriamente amenazada. En los tres países, los movimientos sociales civiles y armados, a la par del régimen chavista, han cuestionado seriamente el intervencionismo de Washington y su impulso a la agenda económica neoliberal. La resistencia de estos tres países sucede en una región rica en petróleo; Venezuela es un proveedor mayoritario de Estados Unidos, Colombia es un estado productor y tiene importantes reservas vírgenes, como también es el caso del Ecuador. Por consiguiente, el asunto petrolero es una espada de doble filo; un estímulo para una política intervencionista agresiva por parte de Estados Unidos (como el Plan Colombia y la intervención contra la Junta Popular ecuatoriana), y una palanca de poder en el desafío de la dominación norteamericana, como lo ha demostrado Chávez.

El Plan Colombia no puede ser extrapolado de la matriz geo-económica del triángulo petrolero del norte de Suramérica, un recurso estratégico para alimentar al imperio, a la vez que un recurso económico que le permite a los nacionalistas desafiar cualquier boicot y financiar aliados potenciales.

El Plan Colombia es, simultáneamente, una estrategia para contener y menospreciar el avance de la revolución colombiana en otros países latinoamericanos. La existencia de las FARC, CONAIE y Chávez en territorios adyacentes es mutuamente cooperativa. Mientras el proyecto nacionalista-populista venezolano tiene sus raíces en el rechazo popular a la corrupción y el deterioro de las instituciones políticas y a la destitución de la mayoría de sus funcionarios, la existencia de un poderoso movimiento social revolucionario en su puerta fortalece las fronteras venezolanas contra cualquier política norteamericana de desestabilización. De la misma forma, la negación del permiso para sobrevuelo en territorio venezolano de los aviones de reconocimiento norteamericanos, por parte del régimen chavista, solicitado para buscar e impactar objetivos guerrilleros colombianos, ha reducido la presión militar sobre las guerrillas. El hecho de que, en Ecuador, un movimiento indígena campesino de gran escala se oponga a la militarización de la frontera colombo-ecuatoriana debilita los esfuerzos imperiales de guerra. La adopción del régimen ecuatoriano de la dolarización de la economía y la construcción de una base militar norteamericana han deslegitimado al régimen en un contexto de empobrecimiento que aumenta las tensiones sociopolíticas.

El triángulo radical y el conflicto con Estados Unidos puede extenderse a los países vecinos. Perú, una clientela norteamericana disponible, anteriormente dirigida por el jefe de la CIA y de la policía secreta, Vladimir Montesinos, está en un período de inestabilidad, mientras los movimientos populares de masas compiten con los políticos neoliberales por el poder y las influencias. En Brasil, el partido izquierdista de los trabajadores con su política reformista ganó importantes elecciones a nivel municipal incluyendo la alcaldía de São Paulo, mientras que el partido del presidente Cardoso continúa en su espiral descendente. Más aún, el Movimiento de los Sin Tierra (MST) ha continuado organizando y ocupando latifundios y resistiendo la represión estatal en la tensa y conflictiva zona rural brasileña. Más hacia el sur, movilizaciones urbanas y campesinas mayoritarias, con cada vez más frecuencia, paralizaron las economías de Bolivia y Paraguay, mientras en Argentina, las provincias están en continua revolución, bloqueando carreteras y atacando instituciones políticas municipales. Es en este contexto de movilización continental creciente que el Plan Colombia debe ser visto como un intento de descabezar la más avanzada, radical y bien organizada oposición a la hegemonía hemisférica de Estados Unidos.

Hasta hoy, el surgimiento de la oposición multifacética en el triángulo radical ha puesto en jaque o retrocedido las políticas estadounidenses en el filo de las preocupaciones imperialistas. La política histórica de Washington de mantener la revolución cubana aislada de Latinoamérica y el Caribe ha sido efectivamente destrozada. La visita de Chávez y el acuerdo petrolero garantizan los recursos energéticos de Cuba. La Conferencia Ibero-Americana de Panamá en noviembre de 2000, en la que se hizo un llamado a favor de la terminación de la Ley Helms-Burton, dejó completamente aislados a los diplomáticos estadounidenses. Los pasos perfectamente calibrados de Washington para debilitar al régimen de Chávez han sido eficazmente repelidos. La OPEP eligió a un venezolano, Alí Rodríguez, en la cabeza de la organización. Los países del Caribe han buscado y firmado de modo entusiasta acuerdos petroleros beneficiosos con Venezuela. El conflicto en el Medio Oriente ha fortalecido la mano de Chávez frente al manejo de Estados Unidos: sólo hay que atestiguar su ataque público al Plan Colombia y las respuestas diplomáticas favorables de parte de Brasil, México y otros países clave.

La estrategia de Washington sigue un “esquema de dominó”. El Plan Colombia busca primero vencer a las guerrillas, después rodear y presionar a Venezuela y Ecuador, antes de producir escalamientos en la desestabilización interna. La meta estratégica es reconsolidar el poder en el norte de Suramérica, asegurar acceso irrestricto al petróleo y reforzar la ideología de “no hay alternativas a la globalización” para el resto de América Latina.

Manteniendo el imaginario

El Plan Colombia trata de mantener el imaginario en torno a la invencibilidad del imperio y la irreversibilidad de las políticas neoliberales. La elite de poder en Washington sabe que las creencias que albergan las personas oprimidas y sus líderes son tan efectivas para mantener el poder norteamericano como el mismísimo uso de la fuerza. Mientras los regímenes latinoamericanos y su oposición sigan creyendo que no hay alternativa a la hegemonía estadounidense, se conformarán con las exigencias emitidas desde Washington y sus representantes en las instituciones financieras internacionales. La creencia de que el poder norteamericano es intocable, que sus designios están más allá del alcance del Estado-nación (lo cual es reforzado por la retórica de la globalización) ha sido un factor primario en el refuerzo del gobierno estadounidense real (es decir, explotación económica, construcción de bases militares, etc.). Una vez que la dominación norteamericana sea puesta a prueba y exitosamente resistida por medio de la lucha popular en una región, el imaginario de dominación se erosionará y las personas, e incluso los regímenes de otras partes, comenzarán a cuestionar los parámetros definidos de acción política norteamericana. Una vez el imaginario sea retado y el cuestionamiento se esparza por todo el continente, un nuevo ímpetu será dado a las fuerzas de oposición para desafiar las reglas neoliberales y las políticas diseñadas para facilitar el saqueo de sus economías. Una vez que las reglas sean puestas en duda, el capital, eternamente reacio ante el resurgimiento de reformas nacionalistas y socialistas y de ajustes en la redistribución estructural, escapará. El retroceso hacia mercados más restringidos, la contracción del riesgo y los márgenes decrecientes de ganancia debilitarían al dólar. La caída del dólar haría muy difícil para la economía estadounidense financiar su gigantesco desequilibrio en la balanza de cuenta corriente. El miedo a esta reacción en cadena está en las raíces mismas de la hostilidad de Washington hacia cualquier desafío que pudiese poner en movimiento una oposición política extensa y de gran escala.

Colombia es un caso claro. En sí mismos, los intereses económicos y políticos estadounidenses en Colombia son insustanciales. Sin embargo, la posibilidad de una lucha emancipadora exitosa liderada por las FARC, el ELN y sus otros aliados populares podría deconstruir el imaginario de dominación, y poner en acción movilizaciones en otros países; quizá ponerle una columna vertebral a algunos líderes latinoamericanos. El Plan Colombia trata de prevenir que Colombia se convierta en un ejemplo que demuestre que las alternativas son posibles y que Washington no es invencible.

Más aún, una alianza Cuba-Venezuela-Colombia proporcionaría un poderoso bloque político y económico: el saber cubano en cuanto a política social y de seguridad, las reservas energéticas venezolanas, y el petróleo, poder laboral, agricultura e industria colombianos. Las economías políticas complementarias podrían convertirse en un polo alternativo al imperio centrado en Estados Unidos. El Plan Colombia fue organizado para destruir el eje potencial de esa alianza política: la insurgencia colombiana.

Frases vacuas y realidades concretas

El Plan Colombia tiene la virtud de ser una operación militar directa y espontánea dirigida por Estados Unidos para destruir su adversario de clase y así poder consolidar su imperio en América Latina. La retórica antidrogas es más para el consumo doméstico que para una guía operativa de acción. Los líderes de la guerrilla y sus movimientos entienden esto y actúan en conformidad, movilizando las bases sociales que los apoyan, asegurando sus provisiones militares y creando una estrategia antiimperialista apropiada. Enfrentados con una rígida polaridad político-militar, definida claramente por cada bando, muchos académicos e intelectuales adoptivamente progresistas se retraen hacia abstracciones apolíticas divorciadas de las verdaderas configuraciones de poder y de las luchas populares, tornándose conceptualmente oscurantistas y recicladores. Hablan del sistema capitalista mundial, de la acumulación a escala mundial, de derrotas históricas, de la edad de los extremos, frases vacuas escritas en grande y repetidas como un mantra que no explica nada y vela las bases específicas políticas y de clase de los crecientes movimientos antiimperialistas y de lucha de clases.

Dada la importancia estratégica de los resultados en Colombia a los ojos de Washington, y el potencial de las luchas al filo del derrocamiento de la hegemonía norteamericana en América Latina, es importante anotar que la acumulación del capital norteamericano depende de los resultados de la lucha política al interior de un Estado-nación. Más allá, reconocer el papel central del petróleo como recurso primario en la producción de energía para Estados Unidos, una victoria político-militar norteamericana en Colombia podría aislar a Chávez y facilitar los esfuerzos para debilitar su régimen. Mientras existan las FARC/ELN como los “males mayores” radicales (a los ojos de Washington), los planificadores de las políticas tienen que moverse con cautela contra la política exterior de Chávez por temor a que radicalice la política interna alineándose con la izquierda colombiana. Aun con todos sus pronunciamientos nacionalistas de política exterior, Chávez ha seguido una política fiscal relativamente ortodoxa, ha respetado e invitado nuevos inversionistas extranjeros, y ha cumplido escrupulosamente con los pagos a las deudas externa e interna del país. Por ende, Washington ha seguido complejas políticas contra sus adversarios en el triángulo, manteniendo relaciones “cool but correct”1 con el régimen chavista, mientras ha promovido un abrupto escalamiento del apoyo a la guerra contra las FARC/ELN.
 

Política multilateral norteamericana

Washington mantiene una política multilateral de acuerdo con los diferentes tipos de oposición que enfrentan sus políticas en la región. En lo que respecta a Colombia, donde un régimen-clientela controla al aparato estatal, y las formaciones guerrilleras representan un desafío sistemático, el Departamento de Estado ha declarado una guerra abierta, la centralización y expansión de la máquina de guerra, y el marginamiento de las organizaciones populares autónomas de la sociedad civil. Mientras que la zona desmilitarizada donde se llevan a cabo las negociaciones de paz es tolerada, Washington está pendiente de reforzar el cinturón militar de la región, tomando control militar en las fronteras (particularmente en la colombo-ecuatoriana) y preparándose para un eventual ataque masivo contra el liderazgo guerrillero asentado en la zona desmilitarizada. La estrategia militar norteamericana ha ido enfocándose en la expansión y la eficacia operativa paramilitar. Durante más de una década la CIA colaboró ostensiblemente en la formación de grupos paramilitares para combatir a los carteles de la droga. En los últimos tres años, Washington ha aumentado su colaboración clandestina a las fuerzas paramilitares colaborando militarmente con las Fuerzas Armadas colombianas y tolerando sus actividades de narcotráfico. Los terroristas paramilitares desempeñan un papel muy importante en el Plan Colombia: hacen “limpieza social” agresiva en extensas regiones asesinando activistas campesinos, sospechosos de simpatizar con las guerrillas. La fuerza paramilitar, estimada en 10.000 hombres, es el “as” norteamericano para sabotear los diálogos de paz y convertir el conflicto colombiano en una guerra total. La estrategia de Washington es presionar para la inclusión de las fuerzas paramilitares en las negociaciones de paz, y luego dejar que Pastrana medie como un centralista entre los dos extremos, imponiendo un arreglo que mantenga el statu quo económico. Es más probable que esta estrategia termine rompiendo las negociaciones y conduciendo a la guerra total.

Washington combina una política bilateral con las fuerzas paramilitares: “crítica de papel” en los reportes anuales del Departamento de Estado, y una colaboración masiva por vía de la ayuda militar norteamericana al ejército colombiano.

Mientras que Washington tiene una estrategia militar unilateral con Colombia –acompañada de incentivos financieros menores para cooptar a las ONG en el trabajo de sustitución de cultivos–, en Venezuela, Washington busca evitar la precipitación prematura de una confrontación mayor. El Departamento de Estado entiende que el equilibrio de fuerzas en Venezuela es desfavorable para cualquier acción político-militar directa. Chávez ha reformado la rama judicial, ganado las elecciones al Congreso, nombrado funcionarios mayores con mentalidad constitucionalista y asegurado un sólido apoyo mayoritario entre la población. Los aliados de Washington de la elite empresarial, los partidos tradicionales y el aparato de Estado no están actualmente en una posición de ofrecer canales efectivos para un esfuerzo desestabilizador orquestado y financiado por Washington. La estrategia, por ahora, es manejar una guerra propagandística con el objetivo de crear condiciones futuras favorables para una desestabilización general y un golpe de Estado civil militar. Las tácticas estadounidenses son exactamente opuestas a las políticas usadas para el régimen colombiano. Contra Chávez, Washington habla de los riesgos de autoritarismo tras la centralización de poderes del presidente venezolano; el Departamento de Estado promueve una mayor autonomía para sus elites-clientelas en la sociedad civil. En Venezuela, Washington busca fragmentar el poder y aportar una plataforma en la cual reconstruir los desacreditados partidos políticos tradicionales. Mientras en Colombia, Estados Unidos apoya los programas de austeridad de Pastrana y el FMI, en Venezuela, Washington se concentra en la pobreza masiva y el desempleo, anhelando estimular el descontento popular.

En Ecuador, como en Colombia, Washington respalda enérgicamente el liderazgo centralista del poder ejecutivo, la represión de los movimientos sociales y la marginalización de los representantes de la oposición en el Congreso. La dolarización de la economía y la concesión de una base militar estadounidense son los indicadores más claros de una conversión ecuatoriana al estatus de clientela.

La política multilateral estadounidense de confrontación militar (Plan Colombia) a través del aparato de Estado y las fuerzas paramilitares en Colombia, la presión política y diplomática por entre las elites en la sociedad civil venezolana, y la cooptación política-económica del Ejecutivo ecuatoriano definen el complejo patrón de intervención norteamericano.

Es demasiado pronto aún para emitir un juicio en forma definitiva acerca de la política multilateral estadounidense. En sus primeras etapas, el Plan Colombia ha producido una utilización más agresiva de las fuerzas paramilitares y un aumento de las víctimas civiles, pero no un repliegue efectivo de las guerrillas. Por otro lado, el mayor deterioro de la economía ha aumentado los niveles urbanos de impopularidad y debilitado la posición política de Pastrana, como quedó demostrado por las graves derrotas electorales en las elecciones municipales de finales de 2000. En Venezuela, el régimen chavista está consolidando el poder institucional, construyendo apoyo en los sindicatos por medio de las nuevas elecciones libres, mientras mantiene el apoyo de las masas. En Ecuador, los movimientos sociales y la coalición indígena campesina mantienen el poder de convocatoria de las masas, aun cuando los aliados de Washington han logrado, al menos temporalmente, presionar los acuerdos militares y la abierta subordinación de la economía ecuatoriana al Tesoro estadounidense (vía dolarización).

Consecuencias de la escalada militar estadounidense

El Plan Colombia –una típica guerra de baja intensidad (donde se combinan altas cantidades de armas y financiación norteamericana con compromisos de bajo nivel para tropas terrestres)– ya ha tenido un impacto de alta intensidad (en los campesinos y trabajadores) que está internacionalizando el conflicto. Aunque era predecible que lo desmintieran, las agencias militares y de inteligencia norteamericanas han sido activas promotoras de las fuerzas paramilitares, con el fin de diezmar a los campesinos, mayoritariamente civiles, que apoyan a las FARC/ELN en los pueblos. Docenas de campesinos, activistas comunitarios, profesores de escuela y demás sospechosos son asesinados, para aterrorizar al resto de la población. Frecuentes barridas paramilitares en regiones ocupadas por los militares colombianos, asesorados por Estados Unidos, han llevado al desplazamiento de más de un millón de campesinos. El terrorismo paramilitar es parte del repertorio norteamericano de tácticas contrainsurgentes diseñadas para desocupar el campo y negar a la guerrilla apoyo logístico, comida y nuevos reclutas.

Mientras que el Plan Colombia promueve una escalada de la violencia, miles de campesinos escapan hacia las fronteras venezolana, ecuatoriana, panameña y brasileña. Inevitablemente, los ataques paramilitares transfronterizos contra los refugiados han ampliado el conflicto militar. Las familias de los activistas guerrilleros que están en la huida mantienen sus vínculos y contactos. Las fronteras se han convertido en zonas de guerra en las cuales los refugiados ilegales que viven en la miseria son parte del conflicto y se convierten en objetivos militares del ejército colombiano. En lugar de contener el conflicto civil, el Plan Colombia ha extendido e internacionalizado el conflicto, exacerbando la inestabilidad en las regiones cercanas de los países vecinos.

El Plan Colombia evidentemente aumenta el grado de visibilidad de la intervención norteamericana en Colombia. Con cerca de 300 consejeros militares y mercenarios adicionales subcontratados volando helicópteros, el involucramiento estadounidense ha ido bajando por la cadena desde la planeación, el diseño y la dirección de la guerra, hasta en nivel táctico operativo. Más aún, los creadores de las políticas han usado sus palancas financieras para premiar a los mandos militares colombianos que han sido obedientes y colaboradores y para humillar a aquellos que no responden lo suficiente ante las exigencias y recomendaciones de Estados Unidos. La impresión (y realidad) de los colombianos es que el Plan Colombia convierte la guerra civil en una guerra nacional. No hay ninguna duda que la elite colombiana y ciertos sectores de la clase media alta están a favor de una mayor y más directa intervención norteamericana. Entre los campesinos, sin embargo, la mayor intervención estadounidense significa el mayor uso de fumigaciones químicas, el aumento de la destrucción y agresión producida por las tomas militares para erradicar cultivos de coca y otros comestibles, y la eliminación física de personas que se interponen en el proceso. El Plan Colombia está transformando una guerra civil en una lucha de liberación nacional. Esta dimensión nacionalista puede aportar un aumento del apoyo urbano a la guerrilla de parte de los estudiantes, profesionales y sindicalistas, mientras que puede llevar a los agricultores apolíticos al campo guerrillero, sobre la base de la propia supervivencia.

El énfasis primario del Plan Colombia, en su aproximación militar a la insurgencia popular, es la militarización de la sociedad colombiana, incrementando la fuga hacia otros países de profesionales y demás miembros de la población que escapan de la intimidación desatada en las ciudades por las fuerzas paramilitares y militares. Poner a Colombia en pie de guerra intimida al colombiano promedio y, además, aliena las clases medias bajas sometidas a búsquedas arbitrarias y al constante interrogatorio. La pérdida del espacio urbano limitado donde los colombianos aún mantienen su discurso civil aumenta la actividad subterránea de algunos mientras obliga a los demás a renunciar a la vida pública. Las exigencias cívicas y sindicales son catalogadas como “contrarias al esfuerzo de guerra” por el gobierno; la oposición civil se convierte en “apoyo de quinta columna para las guerrillas”. El resultado de esto es un aumento en el ya exagerado número de sindicalistas y periodistas asesinados. La intimidación de algunos estará acompañada de un rechazo radical al Estado por parte de otros.

El Plan Colombia toma recursos millonarios (US$4.000 millones) del Tesoro colombiano, en épocas en las que el gobierno impone medidas de austeridad y recortes en el gasto social que afectan seriamente a los trabajadores asalariados. Al aumentar el gasto militar colombiano, el Plan Colombia incrementa la oposición pública al Estado, lo cual a su vez aumenta las demandas al aparato militar estadounidense (políticas militares) para incrementar el aparato represivo. Las políticas neoliberales y la militarización del conflicto requieren un Estado central más grande y una sociedad civil restringida y constreñida, por lo menos en las clases populares de la sociedad civil.

El fortalecimiento del Estado y su compromiso de pelear una guerra de dos frentes –una guerra con armas en el campo y una en las ciudades con políticas neoliberales de austeridad– no sólo ha agravado la polarización entre el régimen y la población civil, sino también lo ha aislado cada vez más, volviéndolo más dependiente de Washington y de las organizaciones militares y paramilitares pseudoburguesas en las ciudades y en el campo.

El Plan Colombia tiene varias consecuencias involuntarias que, lejos de contener el conflicto y construir apoyo para el régimen, pueden extender y profundizar el problema y aislar al régimen. Esto sucede esencialmente porque Washington y sus clientelas colombianas, cegados por la obstinada búsqueda del poder imperial, tienen unas lecturas incorrectas del desafío revolucionario.

El diagnóstico de Washington: debilidades y hechos

El Plan Colombia de Washington opera, básicamente, desde tres supuestos incorrectos: 1) una falsa analogía extrapolada de sus triunfos en Centroamérica; 2) una serie de falsas ecuaciones sobre la naturaleza de las guerrillas colombianas y sus fuentes de poder; y 3) un énfasis mal ubicado o exagerado en la droga como base del poder político de la guerrilla.

El desafío al poder de las FARC/ELN no puede ser comparado con las luchas guerrilleras centroamericanas de los ochenta. En primer lugar, existe un factor de tiempo; las guerrillas colombianas tienen mayor trayectoria, un vasto bagaje de experiencias prácticas, en particular en torno a los abismales fracasos de los acuerdos de paz que no logran transformar el Estado estructuralmente como punto principal del arreglo. En segundo lugar, el liderazgo guerrillero de las FARC está compuesto mayoritariamente de líderes campesinos o individuos que han creado profundos lazos con el campo, no como los comandantes centroamericanos quienes eran en su mayoría profesionales de clase media ansiosos de regresar a la vida urbana y a una carrera política electoral. En tercer lugar, la geografía es diferente. No sólo Colombia es mucho más grande, sino también topográficamente favorable a la guerra de guerrillas. Más allá, la relación política de la guerrilla con el terreno es más favorable. Las guerrillas, por origen social y por experiencia, están mucho más familiarizadas con el territorio de la guerra. En cuarto lugar, los líderes de las FARC han puesto las reformas socioeconómicas en el centro de las negociaciones políticas, distinto a los centroamericanos quienes priorizaron la reinserción de sus excomandantes a los procesos electorales. En quinto lugar, las guerrillas colombianas se están autofinanciando totalmente y no están sujetas a las presiones y los tratos de patrocinadores externos, como era el caso centroamericano. En sexto lugar, las FARC han pasado por procesos de paz antes, entre 1984 y 1990 cuando miles de sus simpatizantes y colaboradores fueron asesinados y no se hizo ningún avance en la reforma socioeconómica del sistema. Finalmente, las guerrillas han observado los resultados de los acuerdos de paz centroamericanos y no están impresionadas con sus resultados: la ascendencia hacia el neoliberalismo, la impunidad de los militares violadores de los derechos humanos, y el enriquecimiento de muchos de los excomandantes guerrilleros, algunos de los cuales se han unido a aquellos que apoyan la intervención norteamericana en Colombia.

Dadas estas diferencias, la política bilateral de Washington de hablar de paz y financiar cultivos alternativos mientras escala la guerra y promueve la erradicación de cultivos, está condenada al fracaso. La zanahoria de un arreglo de paz para los comandantes y el garrote de la guerra en la base no van a conducir a las FARC a hacer un acuerdo de paz en el cual la inserción electoral, la continuidad institucional militar y el neoliberalismo rampante sigan en su sitio. El segundo supuesto falaz de los hacedores de políticas estadounidenses es el análisis simplista que hacen de las fuentes de poder de las FARC. Los pensadores estratégicos en Washington igualan a las FARC con los narcotraficantes, derivando su fortaleza de los millones de dólares que adquieren para reclutar soldados y para las “tácticas de terror” que practican para intimidar a la población y ganar control de grandes pedazos de territorio. Las ecuaciones simples: FARC = drogas, drogas = $$$, $$$ = reclutamiento, reclutamiento = terror, terror = aumento del control territorial.

Esta aproximación superficial carece de cualquier dimensión histórica, social y regional, lo cual la lleva a perder de vista las dinámicas sociales de la influencia creciente de las FARC. Primero, olvida el proceso histórico de la formación de las FARC y de su crecimiento en regiones y clases particulares. Las FARC se han convertido en una formidable formación guerrillera por medio de la acumulación de fuerzas a través del tiempo, no de modo lineal, sino con retrocesos y avances. Nexos familiares, experiencias de vida y trabajo en regiones abandonadas o intimidadas por el Estado han desempeñado un papel importante en el reclutamiento y construcción del movimiento en un período de más de 35 años. Por medio del “ensayo y error”, la reflexión y el estudio, las FARC han sido capaces de acumular una vasta reserva de entendimientos prácticos sobre la psicología y las bases materiales de la guerra de guerrillas y el reclutamiento de masas.

Durante su historia por la defensa de la reforma agraria y los derechos campesinos, las FARC ha logrado crear, con éxito considerable, redes campesinas que vinculan habitantes con líderes y comunican en ambas direcciones. Estos enlaces y experiencias históricos son mucho más determinantes en el crecimiento de las FARC que el impuesto a la producción de drogas. De hecho, el papel del impuesto de venta de las FARC está determinado por su evolución histórico-política y no al contrario. La decisión de gravar el narcotráfico y reinvertir los fondos en el movimiento –ejemplos aislados de enriquecimiento personal no aplicables– revela el carácter político del movimiento. En zonas de control de las FARC, la droga no puede ser vendida ni consumida. Las FARC protegen a los campesinos productores, mientras que los aliados políticos y económicos y los bancos estadounidenses comercializan drogas y lavan las ganancias. Socialmente, las FARC están insertadas en las estructuras de clase por vía del entrelazamiento con los habitantes y la protección de los intereses de los campesinos. Las FARC reclutan gente de los campesinos y los pobres urbanos con quienes trabajan, y con quienes en muchos casos tienen vínculos familiares. Hasta tal punto desarraigan a los habitantes las depredaciones militares y paramilitares, que los campesinos jóvenes están dispuestos y decididos a aumentar las filas de la guerrilla. Lo mismo sucede con los programas de erradicación de cultivos de coca: la destrucción del sustento campesino crea condiciones propicias para la respuesta al llamado guerrillero a tomar las armas.

La fuerza de la guerrilla en las provincias está derivada no sólo del dominio explotador y abusivo de las elites económicas sino también de las concentración del consumo y gasto del Estado en Bogotá, y en menor medida, en las demás ciudades. La histórica polarización urbana-rural ha contribuido a la conformación de ejércitos rurales de parte de los políticos regionales y también de las guerrillas. Pero la arbitraria y violenta intervención en el campo por parte de los militares al servicio de la elite política bogotana y de los terratenientes locales aumenta la distancia entre la clase política y los campesinos, muchos de los cuales se sienten mucho más cercanos a las guerrillas.

Finalmente, los elaboradores de políticas estadounidenses exageran los ingresos de la droga en la financiación de la guerra de guerrillas. Nadie negaría que el impuesto a las drogas es un factor importante, una fuente necesaria de ingresos para financiar la compra de armas y alimentos. Pero es escasamente lo suficiente. Lo que ignoran o subvaloran los ideólogos del Plan Colombia es la importancia de las luchas de las FARC en la defensa de algunos intereses campesinos básicos (tierra, crédito, carreteras, etc.), su educación política y sus atractivos ideológicos, los servicios sociales, la ley y el orden que proporcionan. En la mayoría de sus pactos con la población rural, las FARC representan el orden, la rectitud y la justicia social. Mientras los impuestos a las drogas compran armas, es este armazón de actividades sociales, políticas e ideológicas el que resuena en los campesinos y los atrae hacia el alzamiento en armas. Las lealtades de clase o pactos de cooperación local no son compradas con impuestos de drogas ni armas. De esta forma, ¡las fuerzas militares y paramilitares serían imbatibles! La fortaleza de las FARC está basada en una interacción entre los atractivos ideológicos y la resonancia de su análisis y práctica políticos con la realidad cotidiana de la vida campesina.

Para derrotar a las FARC, Washington tendría que cambiar la realidad socioeconómica que el Plan Colombia está empeñado en defender.

Resultados y perspectivas de un mal diagnóstico

El Plan Colombia de Washington es un ejemplo típico del poder imperial con su inundación de dinero y armamento para mantener una clientela leal (el régimen de Pastrana) que cada vez depende más de la coerción (fuerzas militares y paramilitares) y de los aliados político- económicos que se apropian de la tierra desposeyendo a las familias campesinas de su territorio. El ejército recluta conscriptos sin ningún interés en el resultado militar y entrena militares profesionales sin arraigo dentro de las poblaciones (pero leales a las jerarquías) y sin conocer el terreno de batalla. Los oficiales del ejército están entrenados en armamento de alta tecnología y están preocupados únicamente por su ascenso profesional. En general, el programa de militarización dirigido por Estados Unidos no ha subido la moral baja de los conscriptos, ni aun la de los bajos oficiales. La destrucción a gran escala de cultivos y poblaciones tiene poco atractivo para los reclutas normales; esa es la razón por la cual los militares dependen de los asesinos contratados por los grupos paramilitares para llevar a cabo la “guerra sucia”. El Plan Colombia produce miedo y huida entre los campesinos, y es posible que las formaciones paramilitares recluten unos pocos entre los jóvenes desarraigados. Sin embargo, es dudoso, por razones históricas, biográficas y socioeconómicas que las fuerzas paramilitares puedan igualar a las FARC/ELN en la cantidad de nuevos reclutamientos.

La continuación y profundización de la guerra y el aislamiento del régimen están llevando a Estados Unidos a un compromiso militar más grande. Los consejeros militares estadounidenses ya están enseñando y dirigiendo guerras de alta tecnología, y aportando liderazgo operativo muy cerca de los campos de batalla. Washington está presionando el aumento de bases operativas en nuevas regiones, que se convertirán en objetivos militares de las guerrillas. Si las fuerzas colombianas no logran cumplir la tarea de defender las bases desde las cuales operan los consejeros militares estadounidenses, ¿podrá eso ser usado como pretexto para enviar más tropas norteamericanas para proteger las bases? Éste sería el primero de una serie de eslabones en un compromiso mayor de las tropas terrestres norteamericanas.

Mientras serias preguntas pueden surgir acerca del grado y profundidad de la intervención militar estadounidense en el futuro, no hay duda que el Plan Colombia significa la profundización de la guerra y seguramente conducirá a un mayor deterioro de la economía colombiana. El presupuesto será agotado para financiar la guerra, la guerra aérea y terrestre aumentada provocará migraciones masivas con un respectivo aumento de los refugiados y una desestabilización de las economías regionales (en última instancia, las nacionales). Los campos de refugiados se han convertido, en varias ocasiones, en un terreno abonado para la política radical, la política de los desarraigados. La droga, el contrabando y otras actividades comerciales ilícitas pulularán, ahogando la capacidad de protección fronteriza de los países vecinos. La historia nos muestra que Estados Unidos no será capaz de puntualizar los efectos de su guerra. El que a hierro mata, de alguna forma, a hierro muere.

Conclusión: “El tiro por la culata”

“El tiro por la culata” se refiere a los efectos adversos no previstos de la intervención estadounidense en guerras transmarinas. Por ejemplo, el entrenamiento de exiliados cubanos y de fanáticos islámicos afganos por parte de Estados Unidos para luchar contra el comunismo condujo a las altamente organizadas pandillas de narcotraficantes que proveían los mercados estadounidenses y europeos para luego comprometerse en actividades terroristas que en algunos casos atacaron, incluso, objetivos norteamericanos.

Los grandes narcotraficantes colombianos no son las personas descritas por el jefe antidrogas estadounidense y promovidas por los defensores ideológicos del Plan Colombia. Las así llamadas narcoguerrillas y los campesinos cultivadores de coca reciben menos del 1% de las ganancias porque sólo producen y gravan las materias primas. Las grandes ganancias están en el procesamiento y la comercialización en el mercado de las exportaciones y el lavado de dinero. La verdadera configuración de poder en el tráfico de narcóticos, en cada punto del tránsito hacia el consumidor, son los aliados estratégicos estadounidenses en la guerra contrarrevolucionaria. Si vemos las rutas de droga a través del Caribe y Centroamérica, pasan por entre los territorios de importantes regímenes-clientela con evidente colaboración oficial.

Lo mismo ocurre en Asia del Sur y el Medio Oriente. La producción, procesamiento y transporte de droga sigue una ruta por entre los regímenes-clientela presentes o pasados de Estados Unidos: Afganistán, Burma, Repúblicas ex Soviéticas, Turquía, Bosnia, Albania, Europa/Estados Unidos.

Turquía es el eje central de todo el tráfico de drogas europeo, con la protección activa de las agencias militares y de inteligencia turcas. Tienen profundos vínculos con Bosnia y, en especial, con gángsters albaneses cuyas actividades son facilitadas por la fortaleza del respaldo militar y político norteamericano a Albania/Kosovo y Bosnia. Con respaldo oficial, estos gángsters tienen negocios combinados de armas, trata de blancas y drogas.

En algunos casos, los aliados estratégicos de Washington y las clientelas anticomunistas se han vuelto en su contra, en muchos casos después de recibir entrenamiento en armas y apoyo de la CIA. Por ejemplo, los clientes anteriores de la CIA han organizado células terroristas que han logrado bombardear hasta el World Trade Center en la ciudad de Nueva York.

Colombia tiene un potencial de “tiro por la culata” muy similar. Los traficantes que compran la hoja de coca, procesan la pasta y producen el producto final en polvo están, en casi todos los casos, o trabajando con o perteneciendo a grupos paramilitares, altos oficiales militares, terratenientes, y no pocos banqueros y capitalistas respetables, que lavan dinero de las drogas por medio de inversiones en finca raíz, construcción, etc. Las ganancias de las operaciones internacionales son lavadas en bancos importantes de Estados Unidos y Europa, como lo ha revelado un alto número de investigaciones realizadas en el pasado y el presente. Aliados políticos clave de Estados Unidos en Colombia y las influyentes elites económicas en la banca estadounidense son los jugadores principales en la comercialización de la droga, deteriorando el sustento fundamental del Plan Colombia y revelando su verdadero sustrato imperialista. Los narcotraficantes, ayudados hoy por Estados Unidos, se encuentran activos en la promoción del abuso de drogas y el crimen que continúan plagando las ciudades norteamericanas, especialmente entre los jóvenes pertenecientes a las minorías. En segundo lugar, la violencia asociada con el comercio de drogas crea extorsionistas conocidos por sacudir las empresas transnacionales europeas y norteamericanas. En tercer lugar, al comprometerse en confrontaciones violentas, los oficiales narcoparamilitares desestabilizan el ambiente de inversión perpetuando la inseguridad e inhibiendo inversiones a largo plazo. A medida que la brecha entre la ideología antidrogas estadounidense y sus vínculos con los narcomilitares/paramilitares se va aclarando, probablemente aumente el desacuerdo doméstico. Por ahora, no hay un prospecto de un movimiento de oposición a gran escala en Estados Unidos, pero en Colombia, Venezuela, Ecuador y el resto de América Latina, la guerra percibida en carne propia para salvar al imperio ha producido un avance de la lucha revolucionaria que tendrá graves consecuencias para su futuro.



*  Profesor de la Universidad del Estado de Nueva York, en Binghamton. Traducción de Ana María González Forero.
1. N de T.: Relaciones “frescas pero políticamente correctas”; la expresión es muy coloquial y difícilmente traducible.