Conflicto, intervención
y economía política de la guerra

Libardo Sarmiento Anzola*

En las sociedades capitalistas, los derechos humanos –en particular los derechos sociales, económicos y culturales– no están garantizados en tanto prevalezca la lucha de clases. El balance inestable y transitorio de estas luchas se refleja en la garantía o involución de estos derechos. La correlación de fuerzas de este enfrentamiento se refleja en la supremacía de las lógicas económica o jurídico constitucional y, por tanto, en las instituciones, en las políticas públicas y en el gasto social.

Las sociedades modernas capitalistas, como tendencia general, se dividen en grandes campos enemigos, en amplios grupos de clases sociales que se enfrentan directamente, en tanto sus intereses, necesidades y proyectos políticos son antagónicos y chocan frecuentemente entre sí. Únicamente en aquellas sociedades en las cuales se han arraigado las instituciones propias del Estado social democrático de derecho, donde el interés público prevalece sobre los intereses privados y corporativistas, el conflicto entre clases sociales, sin desaparecer, aleja la amenaza de transformarse en una guerra civil, y las pugnas se tramitan y transforman de manera democrática.

Existe una estrecha relación entre la guerra y las transformaciones de la sociedad. No es posible que en la sociedad se produzcan cambios profundos sin conflicto. A partir del siglo XX, las guerras se han librado, cada vez más, en contra de la economía, la infraestructura y la población civil1. Los civiles son a menudo el objetivo predeterminado de la violencia entre clases sociales o grupos ideológicos con intereses antagónicos. Sobre ellos recae la muerte, la intimidación, la expoliación o la expulsión, y por tanto no son víctimas accidentales. Los conflictos internos se tornan violentos con mayor frecuencia que las tensiones entre naciones soberanas. El campo de batalla de los actuales conflictos puede estar en cualquier parte, y la distinción entre combatiente y no combatiente queda diluida2.

 Los sujetos de los conflictos crean una economía política de la guerra. La vida económica y social continúa, aún en una época dominada por el caos. Las instituciones, las necesidades de sanidad y educación, al igual que la producción y distribución de bienes y servicios básicos para la supervivencia no cesan de existir durante los conflictos armados. En la lucha por la supervivencia dentro de los conflictos violentos entran en juego, además, factores como las diferencias regionales que forman la base material para la reproducción de la vida social, cultural y comunitaria, los derechos humanos, las jerarquías sociales, las ideologías políticas, las tensiones ocasionadas por las desigualdades y las estructuras de clases sociales, y el uso del hambre y la ayuda internacional como armas de guerra3.

En el marco de los conflictos y la consideración de los civiles como posible “enemigo interno”, las acciones de tipo cívico-militar hacen parte de la economía política de la guerra. Las acciones cívicas comprenden los programas destinados a satisfacer las necesidades básicas de la población más pobre, a través de entrega de alimentos, servicios de alfabetización, atención médica básica, construcción de puentes, apertura de vías de comunicación, con el fin básico de mejorar la imagen del grupo combatiente, controlar la población y lograr un apoyo de las comunidades al esfuerzo bélico desplegado. Los ámbitos económico y social quedan subsumidos, de este modo, a los objetivos militares de seguridad, defensa y consolidación del proyecto político. Difícilmente un ejército o grupo armado puede ganar la guerra sin apoyo popular, sin hallarse respaldado por un consenso.

En Colombia, la guerra acompaña sin descanso la historia, desde hace cinco siglos, a partir de la invasión española y el consecuente genocidio sobre la población aborigen, la trata de esclavos y la expoliación de sus riquezas. A partir del siglo XIX el dominio de Estados Unidos igualmente ha sido violento y permanente, apoyado en la oligarquía nacional, siempre genuflexa y anteponiendo sus intereses económicos y políticos a las necesidades de la comunidad. El espíritu de la conquista, el exterminio de poblaciones, la explotación, la injusticia y la exclusión, por parte de elites nacionales y extranjeras, no cesan. Ahora, la polarización ideológica y de intereses atraviesa todos los estratos sociales. Los conflictos social y político toman expresiones cada vez más violentas y complejas.

La guerra civil colombiana es expresión de la profunda polarización entre clases sociales. Las dos ocasiones en que durante el siglo XX se intentó construir un Estado social democrático de derecho –en los años treinta y noventa–, las clases dominantes respondieron con intolerancia y barbarie para impedir cualquier cambio que afectara sus intereses y poder. El gobierno de Estados Unidos, siempre acucioso, ha respondido a los llamados de la oligarquía para someter cualquier insurrección y reproducir el orden de sometimiento y exclusión.

El Plan Colombia es un eslabón más en esta larga cadena de infamias. Significa una nueva fase, más tecnológica, psicológica, cultural e intensiva, en el conflicto irregular de la guerra civil, que agota cualquier espacio de neutralidad y enfrenta a las clases sociales. Para profundizar esta aproximación analítica sobre la guerra civil colombiana, a continuación: i) se describe la guerra como una expresión de la lucha de clases en Colombia, para luego ii) caracterizar al Plan Colombia como una intensificación del conflicto; iii) en un contexto de mayor intervencionismo norteamericano; y de iv) la expresión de intereses de la economía política de la guerra; v) para concluir con uno de los nuevos elementos que introducirá mayor complejidad al conflicto: la guerra biológica.

La guerra, una expresión de la lucha de clases

La sociedad civil colombiana se encuentra cada vez más polarizada y atomizada. La guerra profundiza la ruptura social, la anomia y los enfrentamientos ideológicos entre los defensores del establecimiento y los que promueven una transformación de carácter societal y global. Producto de esta situación, se asiste a una intensificación del corporativismo, por el cual cada fragmento de la sociedad se aferra a sus intereses particulares en detrimento del “bien común”, en un contexto de guerra civil permanente dominada por un choque de sectores de población contrapuestos y sin centro.

La violencia, la exclusión, los asesinatos, la crisis humanitaria, los recursos públicos hacen parte de los negocios dentro de la economía política de la guerra. Un alto sector de la población encuentra allí, igual que con la guerra civil, su fuente de empleo y sustento económico. Ante un Estado a punto de colapsar y sin legitimidad, sectores de los más diversos ámbitos se cierran en la defensa del establecimiento y se transforman en autodefensas y paraestados, mientras otros se alinean con la insurgencia en el proyecto insurreccional.

La crisis y la guerra han generado un proceso de “derechización” en los sectores medios y emergentes de la sociedad colombiana. Con la economía política de la guerra se conforma una burocracia nacional e internacional que media los conflictos, y trabajando por intereses personales se autodenominan mediadores y voceros de la sociedad civil, a la par que acrecientan su poder de negociación entre los sectores en conflicto en remplazo de una democracia directa y popular.

El escalamiento de la guerra que ocasionará la puesta en marcha del Plan Colombia polarizará aún más la sociedad colombiana. La polarización se siente en todos los espacios de la vida cotidiana, laborales, públicos y privados. La clase media, indecisa y amenazada en su vida económica y personal, es proclive cada vez más a salidas militaristas. Los medios de comunicación, monopolios de los grupos económicos y políticos dominantes, atizan la guerra. Violencia y negocios siempre han acompañado la guerra en Colombia. Los intereses estratégicos europeos y norteamericanos sobre el territorio colombiano se involucran cada vez más en la dialéctica del conflicto. Las transnacionales y el capital financiero agregan otro ingrediente a la guerra civil en la medida en que buscan generar mecanismos de seguridad a sus negocios, financiando a los grupos armados y traficando con armamento, a la vez que garantizan sus beneficios.

Para el año 2000 la población colombiana alcanza la cifra de 42,3 millones de personas, 71% urbana y 29% rural. Los sectores populares y empobrecidos representan 62% de la población; la clase media, cada vez venida a menos, representa 33% y los sectores de mayor riqueza y poder político, 5%. Las brechas entre ingresos, oportunidades y condiciones de vida son crecientes entre sectores urbanos y rurales y en la pirámide social. Espacialmente se ha conformado un verdadero apartheid social y la ocupación territoral refleja no sólo los odios y los resentimientos, sino también la fragmentación socioeconómica de la población.

La recesión que experimenta la economía colombiana desde 1996, profundizada por las políticas macroeconómicas abiertamente favorables al gran capital financiero y transnacional y la gestión del Estado proclive a los intereses corporativistas y oligopólicos, explica los actuales niveles de desempleo, exclusión, pobreza y concentración del ingreso y la riqueza. El crecimiento anual del PIB pasó de aumentar por arriba de 5% entre 1993 y 1995 a una caída de 4,8% en 1999. En este período la tasa de desempleo abierto se elevó de 8,7% en 1995 a 19,5% en 1999. Para el año 2000 el crecimiento de la economía fue 2,8%, sustentado en el buen precio de los hidrocarburos y el aumento de las exportaciones, pero sin generación suficiente de nuevos puestos de trabajo.

En la condición de desempleados se encuentran 3,5 millones de personas que hacen parte de la población económicamente activa. La tasa de desempleo abierto es de 21%, a lo que se suma otro 60% que se encuentra trabajando en el sector informal sin mayores garantías laborales. El ingreso también se desplomó; en 1994 el ingreso promedio anual de los colombianos era de US$2.158 y actualmente es de US$2.043, una caída de más de 100 dólares en seis años.

La pobreza medida por ingresos aumentó de 51,7% en 1993 a 56,3% en 1999, afectando a cerca de 24 millones de personas. En la zona urbana el índice de pobreza se elevó de 42,8% a 47,2% y en la rural de 70,7% a 79,6%, entre 1993 y 1999. Para el año 2000 se estima que en la situación de pobreza están 61,5% de los colombianos, 49,5% en la zona urbana y 84,9% en la rural (véase cuadro 1).

La concentración del ingreso y la riqueza igualmente ha aumentado en estos últimos años, tanto que el país junto a Brasil exhibe uno de los índices más altos de desigualdad en América Latina. El 50% más pobre de la población participa actualmente con una parte menor de los ingresos que hace diez años; en contraste, los más ricos han mejorado su participación y la brecha entre el 10% más rico y el 10% más pobre se incrementó de 52,1 a 78,4 veces entre 1991 y 1999 (véase cuadro 2). En el año 2000 la concentración del ingreso siguió empeorando y el Gini por personas alcanzó un valor de 0,57, mientras que en 1991 era de 0,54, y la diferencia de ingresos entre los más ricos y los más pobres aumentó a 80 veces, producto de la concentración del excedente económico en 3% de la población.

Cuadro 1:

Año

Creci-miento
PIB%

Tasa
desem- pleo

Pobreza por ingresos

Concentración de ingresos Gini-personas

   

Total

Urbana

Rural

Total

Urbana

Rural

1991

2,4

9,8

53,8

47,3

68,4

0,548

0,527

0,504

1992

3,8

9,2

         

1993

5,3

7,9

51,7

43,6

70,7

0,562

0,534

0,505

1994

5,3

7,6

         

1995

5,4

8,7

         

1996

2,0

11,9

52,8

42,8

77,4

0,544

0,503

0,503

1997

3,2

12,1

50,3

39,1

78,9

0,555

0,524

0,497

1998

0,6

15,7

51,5

41,8

75,8

0,563

0,525

0,565

1999

-4,8

19,5

56,3

47,2

79,6

0,556

0,522

0,539

2000

2,8

20,8

61,5

49,5

84,9

0,571

0,539

0,552

Cuadro 2:

Deciles

1991

1993

1996

1997

1998

1999

Decil 1

0,92

0,74

0,63

0,63

0,63

0,58

Decil 2

2,09

1,78

1,96

1,98

1,95

1,87

Decil 3

2,94

2,58

2,88

2,94

2,79

2,81

Decil 4

3,84

3,43

3,82

3,89

3,68

3,75

Decil 5

4,81

4,41

4,83

4,98

4,69

4,82

Decil 6

5,98

5,60

6,11

6,38

5,92

6,14

Decil 7

6,54

7,11

7,78

8,19

7,54

7,92

Decil 8

9,86

9,50

10,41

10,88

10,17

10,56

Decil 9

14,08

13,96

15,23

16,09

15,55

16,07

Decil 10

47,93

50,90

46,36

44,05

47,09

45,49

 En consecuencia, el mejoramiento en las condiciones de vida de los colombianos se ha estancado o ha involucionado. A partir de 1996, se observa en todo el país, tanto en zonas urbanas como rurales una pérdida en el Indice de Calidad de Vida, ICV, para los tres primeros deciles de la población. La actual coyuntura ha causado un estancamiento en los indicadores de progreso del país. Las políticas macroeconómicas y fiscales igualmente han conducido a un empobrecimiento de la clase media.

La brecha del desarrollo entre unidades territoriales es cada vez mayor y en éstas también se incrementan las desigualdades sociales. En 1999, la pobreza medida por necesidades básicas insatisfechas (acceso a servicios públicos, asistencia escolar de los niños, dependencia económica, calidad de la vivienda y hacinamiento) afecta, en promedio, a uno de cada cuatro hogares en Colombia, pero en departamentos como Magdalena, Chocó, Córdoba y Sucre el índice de pobreza es superior a 40% (véase cuadro 3).

La pobreza por ingresos (asociada a mala calidad del empleo, desempleo, carencia de activos y bajo nivel educativo) afectó en 1999 a 54% de los colombianos, pero por departamentos el rango va de 43,5% en Bogotá a 75,3% en Chocó.

Igual situación se presenta con el índice de condiciones de vida, ICV, que combina variables de posesión de bienes físicos con variables que miden el capital humano presente y potencial y variables de composición del hogar; el índice presenta un valor medio para el país de 73,3 y a la vez altas desigualdades entre departamento (el rango va de 58,8 en Boyacá a 87,7 en Bogotá).

La fragmentación no sólo es económica y social; igualmente es ideológica y política, a pesar de que una quinta parte de la población expresa un alto analfabetismo o desinterés político. En Colombia la población mayor de 18 años suma 26 millones (61,4% del total); de este total, 57% se considera de centro o no sabe de qué lado del espectro político está; 31% se considera de derecha y 12%, de izquierda. Por la opción de la guerra, 12,1% de la población apoya al paramilitarismo y 3% favorece a la insurgencia.

Cuadro 3:

Departamentos

% Pobreza NBI

% Pobreza por
Ingresos LP

ICV

Pobreza

Miseria

Pobreza

Indigencia

Antioquia

23,8

7,3

54,9

17,5

75,7

Atlántico

19,5

5,2

55,1

16,3

80,4

Bogotá

12,5

2,1

43,5

11,3

87,7

Bolívar

36,7

15,5

57,9

20,2

63,3

Boyacá

34,4

10,3

63,7

25,4

58,8

Caldas

19,8

2,7

51,1

13,6

72,2

Caquetá

24,0

6,3

54,8

14,1

69,2

Cauca

37,8

14,4

67,7

36,8

61,5

Cesar

33,8

11,2

54,6

15,9

69,1

Córdoba

49,4

23,5

68,9

32,5

58,3

Cundinamarca

22,7

3,3

48,5

14,3

69,7

Chocó

62,2

23,5

75,3

47,4

55,3

Huila

24,1

7,5

57,4

26,4

68,7

La Guajira

37,6

16,1

50,9

19,9

70,1

Magdalena

40,3

15,8

60,6

18,3

64,9

Meta

27,3

6,7

43,8

12,2

72,1

Nariño

35,4

11,2

70,6

36,8

60,6

N. Santander

24,1

6,6

58,8

21,6

74,2

Quindío

21,8

5,3

49,6

12,4

76,0

Risaralda

16,4

3,7

52,3

18,2

77,1

Santander

20,3

4,4

49,6

18,5

73,1

Sucre

44,6

19,8

61,1

19,3

62,7

Tolima

28,6

8,8

56,0

22,1

68,6

Valle

18,8

4,1

46,4

12,8

79,5

Total

25,4

7,7

53,8

18,7

73,3

 No obstante, frente a la pregunta: ¿Cuál vía es mejor para solucionar el conflicto armado en Colombia?, una tercera parte de la población encuestada en el mes de octubre de 2000 eligió la vía militar. La clase media es militarista, mientras que la alta y la baja son más dialoguistas4. En una nueva encuesta en el mes de diciembre, 41% de los encuestados se manifestó de acuerdo con la opción de romper los diálogos de paz y afrontar militarmente el conflicto.

Cuadro 4:

Preferencia

Población mayor
de 18 años

% participación
en el total

Izquierda

3.115.893

12,0

Derecha

8.049.390

31,0

Centro

9.607.336

37,0

No sabe o no responde

5.193.155

20,0

Izquierda, simpatías con insurgencia

778.973

3,0

Izquierda no simpatizante

2.336.920

9,0

Derecha, simpatías con paramilitarismo

3.141.858

12,1

Derecha no simpatizante

4.907.531

18,9

Optan por una salida militar (octubre)

8.646.602

33,3

Optan por una salida militar (diciembre)

10.645.966

41,0

Total población mayor de 18 años

25.965.773

100,0

 Si bien dos terceras partes de la población se encuentran excluidas social, económica y políticamente, tan sólo 12% muestra una preferencia por un proyecto político de izquierda en Colombia. Sin duda, una parte de la explicación habría que buscarla en la propia historia de la izquierda y su relación con los sectores populares. Pero un factor importante se origina en la acción deliberadamente anticomunista que ha caracterizado a los grupos dominantes, cuya materialización se ha expresado en el terrorismo de Estado y en la criminalización de la protesta social. A esto habría que agregar el trabajo ideológico adelantado de manera continua y profunda por los medios de comunicación y las altas jerarquías de la Iglesia católica. Sectores de empresarios, terratenientes, partidos políticos del establecimiento, multinacionales, instituciones norteamericanas y fuerzas de seguridad del Estado han impulsado el paramilitarismo y los escuadrones de la muerte como estrategia permanente de lucha política, arma ideológica y defensa de intereses económicos. En la lucha de clases, los sectores dominantes siempre han tomado la iniciativa en la guerra contra los sectores populares.

En Colombia, la Doctrina de la Seguridad Nacional basada en el concepto del “enemigo interno” ha orientado los manuales de las Fuerzas Armadas. Tokatlian y Valencia, al analizar los manuales de operaciones de las Fuerzas Militares, resaltan que no ha habido modificación en la noción de enemigo interno, y que éste puede ser confundido con población civil aunque no participe en la confrontación5. Ello también ha conducido a un rápido crecimiento de los gastos militares en Colombia. En 1980 fueron de US$499 millones; en 1985 de US$660 millones; en 1989 de US$1.053 millones; en 1992 se acercaron a US$1.500 millones6; en 1998 alcanzaron los US$3.000 millones y para el año 2001 superan esta última cifra, sin incluir los recursos de la asistencia bélica norteamericana (US$1.300 millones).

En Colombia existe una alta correlación entre este el gasto militar y la violación sistemática a los derechos humanos. En efecto, una coalición de 17 ONG de defensa de los derechos humanos presentó en el mes de noviembre de 2000 el primer informe del proyecto “Nunca más” sobre los crímenes de lesa humanidad cometidos entre 1966 y 1998 en Colombia. Los 38.000 casos censados en el banco de datos durante cuatro años incluyen solamente violaciones de las libertades fundamentales: 29.000 ejecuciones extrajudiciales, 7.000 torturas, 2.800 desapariciones forzadas. Según las ONG, estos hechos constituyen un genocidio de los movimientos campesino, indígena, de trabajadores, cívico-regionales y políticos de oposición. El informe responsabiliza al Estado de 80% de los asesinatos, por medio del ejército o de los grupos paramilitares, y denuncia la existencia de mecanismos destinados a impedir el establecimiento de la verdad sobre estos crímenes de lesa humanidad y a perpetuar la impunidad que beneficia a los autores materiales e intelectuales.

Lamentablemente, las armas que poseen las fuerzas de seguridad ayudan a aumentar la violencia en lugar de disminuirla7. Por otra parte, el poder militar destruye a menudo el poder económico y social, ya que absorbe recursos que de otro modo se invertirían en la economía, especialmente en recursos intelectuales, de investigación y de administración, así como en la formación de capital humano y social8.

La espiral perversa de violencia y gasto militar no termina allí. La complejidad de las violencias en Colombia ha desarrollado numerosos ejércitos armados, por fuera del establecimiento, que responden al paramilitarismo, las autodefensas, la insurgencia, las empresas de vigilancia privada y la delincuencia común organizada. Existe también un ejército de ciudadanos armados. Para 1995 se estimaba que había un millón de armas de fuego en posesión legal (privada) de ciudadanos, fuera de las que tienen en su poder las fuerzas de seguridad. Las armas ilegales ascendían a cinco millones, muchas de las cuales son robadas u obtenidas mediante la corrupción de manos legales9. En Colombia existe una suerte de actitud “adictiva” por las armas, cuya demanda se inserta en una compleja matriz política, económica, militar, social y cultural en la que gran número de conflictos naturales que vive toda sociedad se lleva a cabo aquí mediante el abuso de instrumentos mortales10.

De otra parte, el número de violaciones a los derechos humanos se ha incrementado durante los dos primeros años del gobierno Pastrana (1998-2002) en comparación con períodos anteriores, dejando un total de 1.583 casos, una cifra que arroja 6.601 víctimas, de las cuales 5.792 lo fueron por motivos de persecución política, 716 por abuso de autoridad y 93 por intolerancia social. Las modalidades más frecuentes de violación a los derechos fueron la ejecución extrajudicial con 2.602 víctimas, 1.231 amenazas, 614 desapariciones forzadas, 357 casos de tortura, 684 heridos y 1.037 detenciones arbitrarias. Entre los sectores sociales más afectados, los campesinos sobresalen con 1.766 víctimas, seguidos de los obreros con 489, los empleados con 310 y los trabajadores independientes con 129. La permanencia de un volumen de actos en que cae la responsabilidad sobre los agentes estatales por acción u omisión activa pone de manifiesto la inoperancia de las instituciones para garantizar los derechos humanos, aspecto que hace del Estado un violador sistemático de los derechos de los colombianos11. El número de personas secuestradas también se ha disparado: 3.000 en el año 2000, mientras los 30.000 homicidios al año no ceden (la violencia social viene en crecimiento, las muertes por el conflicto político representan 12% de estos homicidios y la impunidad es superior a 90%).

Cuadro 5:

Concepto

1998

1999

2000

2001

Crecimiento anual

Participación PIB

       

99/98

00/99

01/00

1998

1999

2000

2001

Gastos de personal

2.192,8

2.615,2

2.843,9

3.007,0

19%

9%

6%

1,55%

1,72%

1,64%

1,53%

Gastos generales

782,2

851,2

874,1

786,2

9%

3%

-10%

0,55%

0,56%

0,50%

0,40%

Transferencias

1.328,3

1.553,7

1.613,4

1.776,4

17%

4%

10%

0,94%

1,02%

0,93%

0,91%

Funcionamiento

4.302,6

5.020,1

5.331,3

5.596,5

17%

6%

4%

3,04%

3,30%

3,07%

2,84%

Inversión

330,0

445,7

759,3

756,7

35%

70%

0%

0,23%

0,29%

0,44%

0,39%

Total presupuesto

4.632,5

5.465,7

6.090,5

6.326,2

18%

11%

4%

3,27%

3,60%

3,51%

3,23%

Participación en el presupuesto

13,7%

13,1%

13,4%

11,9%

           

 El conflicto entre clases sociales está sumiendo al país en la barbarie. Durante el año 2000 se asesinó un dirigente sindical cada tres días, se registraron diez asesinatos políticos cada día y una masacre (más de cinco víctimas en el hecho) cada dos días; diariamente diez personas fueron secuestradas y una desaparecida forzosamente. Según Cinep y Justicia y Paz, 75,5% de los homicidios de los civiles protegidos por el DIH fue cometido por la fuerza pública y los grupos paramilitares y 23% por la insurgencia.

El éxodo hace parte de esta tragedia. En el año 2000 el número de población desplazada por la violencia alcanza una cifra cercana a los 380.000, sumando 2,5 millones de personas en los últimos quince años, de las cuales 70% son mujeres y niños. Los colombianos que viven fuera del país, huyendo de la miseria y la violencia, suman 4,2 millones, 10% de la población. Actualmente, 41% de los colombianos se quiere ir del país, mientras que 60% tiene un amigo o familiar que ya se fue. La migración forzada está compuesta por perseguidos políticos, profesionales jóvenes, empresarios y rentistas, con la consecuente pérdida de capital humano, financiero y social, que hunde a Colombia en la miseria, la incertidumbre y la inviabilidad.

El Plan Colombia, una guerra al debe

El proyecto del presupuesto general de la Nación 2001 profundiza la tendencia que vienen presentando las finanzas públicas desde hace una década: i) consolidación del modelo de acumulación especulativo con hegemonía del capital financiero, privatización de los activos públicos y expoliación de los recursos naturales; ii) exacción de los ingresos de los trabajadores y del capital productivo por parte de una tecnocracia parásita que ha convertido al Estado en un fin en sí mismo; y iii) desmesurado crecimiento de las instituciones militares y de justicia al ritmo en que se expande la espiral de violencia, impunidad, miseria, exclusión y éxodo.

El presupuesto general de la Nación para el año 2001 tiene un valor de $57 billones (un US dólar = 2.180 pesos colombianos). El déficit presupuestal, esto es los ingresos estimados frente a los gastos programados, es de 54%. Para el año 2001 los gastos alcanzan 30% del PIB, mientras los ingresos se estiman en menos de 15%. El saldo total de la deuda representa en 2001 35% del PIB (se duplicó en menos de cinco años). El déficit se viene financiando con recursos de capital, crédito (interno y externo) y con la venta de activos de la nación. En el presupuesto del año 2001, 86% de los ingresos tributarios será absorbido por el servicio de la deuda. En 1999 ese porcentaje fue de 79%. Esta situación se traduce en un endeudamiento creciente, mientras el servicio de la deuda es superior a los recursos del crédito.

El conflicto social y político en su expresión armada consume un alto porcentaje de los recursos públicos. Como el presupuesto público es financiado significativamente con recursos de crédito, se puede afirmar que ésta es una economía de guerra al debe. Según el proyecto del presupuesto general de la Nación 2001, cerca de 70% de los gastos de personal se concentran en defensa, Policía Nacional, rama judicial y Fiscalía. En los gastos generales estas cuatro entidades concentran 72% de los recursos públicos12. De los cerca de 800.000 cargos de planta de la administración pública, 45% corresponde a los sectores de defensa y seguridad, justicia, Fiscalía y fuerza pública, esto es, 360.000 cargos13.

El proceso de militarización de la sociedad colombiana se aceleró a partir de las dos últimas décadas del siglo XX. En los años noventa, según la Comisión de racionalización del gasto y de las finanzas públicas, la difícil situación de orden público, unida al notable incremento de los salarios del personal activo y retirado, determinó que los gastos dedicados a defensa y seguridad crecieran a un ritmo promedio anual de 8,9%, muy superior al del PIB. Entre 1985 y 1995, el personal vinculado al sector defensa y seguridad pasó de 165.000 personas a más de 303.00014 y para el año 2001 el gobierno aspira que con la nueva reforma del ejército y el incremento de los recursos de financiamiento se cuente con unas fuerzas armadas cercanas a las 400.000 personas. En consecuencia, los gastos en defensa y seguridad aumentan su participación en el PIB: en 1990 representaron 2,1%, en 1995 2,4% y en el año 2000 3,5%. En el año 2001 el gasto en defensa y seguridad de $6,3 billones representa 3,2% del PIB; no obstante, al sumarle 80% de los recursos norteamericanos del Plan Colombia en lo que respecta a la ayuda militar, $2,3 billones, el gasto total resultante es de $8,6 billones, esto es, 4,4% del PIB.

El gasto público social sigue siendo marginal en las finanzas del Estado. El pago de la deuda que beneficia al sector financiero y los recursos para la guerra y la justicia explican en parte el desbordado crecimiento de los gastos públicos, que concentran más de la mitad del presupuesto general de gasto del año 2001 (15% del PIB). El gasto social representa sólo 33,3% del presupuesto (9,6% respecto al PIB).

Los gastos de guerra tendrán cada vez mayor prioridad dentro del presupuesto nacional. Con la ejecución del Plan Colombia, las partidas financieras comprometidas en la cofinanciación reducirán aún más el gasto público social. El plan de guerra tiene un costo de US$7.558 millones, 48,5% financiado con recursos del Estado colombiano, 46,6% de la comunidad internacional y 4,9% crédito. La tercera parte de los recursos se dirigen a los programas de “defensa nacional”. Los recursos que se manejarán con cargo al presupuesto nacional son aquellos provenientes de los “Bonos de Paz”, de la Red de Solidaridad y los que se incorporan en el Fondo de Inversiones para la Paz, FIP. En relación con el presupuesto general, las contrapartidas de la Nación suman $8 billones, lo que comparativamente representa una tercera parte de los ingresos corrientes y 14% del total del gasto presupuestado para el año 2001.

La gestión de estos recursos estará directamente a cargo de la Presidencia de la República, y la interventoría, el seguimiento y evaluación, a cargo del Departamento Nacional de Planeación. No es claro, entonces, cómo se hará el traslado de las partidas y el cambio en las prioridades que se definieron en el Plan Nacional de Desarrollo, ni el papel que cumplirá el Congreso de la República en la asignación y control de estos recursos. Los procedimientos democráticos se debilitan dentro de la economía política de la guerra.

El Plan Colombia se desarrolla como una estrategia integral de la administración Pastrana para combatir la insurgencia y la industria del narcotráfico, apalancar la recuperación de la economía y fortalecer el régimen político oligárquico. La administración Pastrana ha entregado el manejo de la economía al Fondo Monetario Internacional y a los acreedores financieros, al igual que cedió el control político interno de Colombia al gobierno norteamericano. En efecto, el gobierno de Estados Unidos aprobó un paquete de asistencia a Colombia de US$1.300 millones, de los cuales 80% es ayuda militar y policial (equipos, tecnología, entrenamiento y apoyo logístico y de inteligencia). Estos recursos son adicionales a los US$330 millones de ayuda militar que recibe el país anualmente. Otros cuatro rubros son incluidos dentro del programa de asistencia: operaciones antinarcóticos en el sur de Colombia, restricción del tráfico aéreo en todo el territorio, desarrollo económico alternativo y fortalecimiento de la capacidad de acción del gobierno.

Los nuevos recursos de asistencia de Estados Unidos para el Plan Colombia asignan US$15 millones para atender a los desplazados de la primera fase de la intensificación de la guerra en el sur (donde se encuentran unos de los departamentos de población muy pobre pero de gran riqueza natural y de recursos: Cauca, Nariño, Putumayo y Caquetá), los que se estiman en 400.000 personas. El proceso de pacificación que está previsto en un horizonte de guerra a diez años contempla una segunda fase en el centro del país y una tercera en el resto de regiones.

La intensificación de la guerra se viene preparando desde antes: el gobierno de Estados Unidos suministró en 1999 US$5,8 millones para las operaciones en el hemisferio occidental del Comité Internacional de la Cruz Roja, con destino a la ayuda para las personas desplazadas en los territorios nacionales, junto con US$3 millones adicionales de asignación específica para Colombia; aportó otros US$4,7 millones al Fondo General para el Hemisferio Occidental del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados, con destinación específica de un alto porcentaje, para aumentar la capacidad de actuación institucional en Colombia (el país concentra la cuarta población de desplazados internos en el mundo).

En el Plan Colombia se han incluido otros cuatro programas dentro de la estrategia cívico-militar que se financiarán con crédito y contrapartidas del nivel nacional y local: i) manos a la obra, encaminado a brindar trabajo a la población más pobre a través de los componentes proyectos comunitarios y vías para la paz, con un costo total de US$295 millones (crédito externo BID y Banco Mundial US$200 millones, contrapartidas US$95 millones); ii) vías para la paz, mejoramiento de las redes viales, proyectos fluviales, recuperación de la vía férrea y construcción de puentes, con el fin de articular y viabilizar las actividades productivas en las zonas críticas de conflicto armado, con un costo de US$206 millones (crédito externo CAF US$162 millones, contrapartidas US$44,5 millones); subsidios a las familias más pobres, mediante la entrega de un subsidio en efectivo, condicionado a la asistencia a los controles de crecimiento y desarrollo de los menores de 7 años, y a la asistencia al colegio de los niños entre 7 y 17 años, con un costo de US$336 millones (crédito externo Banco Mundial y BID US$230 millones, contrapartida US$106 millones); iv) capacitación laboral de jóvenes desempleados, entre los 18 y los 25 años, de los estratos más bajos (1 y 2), con un costo de US$70 millones (en su totalidad, crédito del BID).

Estos cuatro programas, que suman US$ 924,5 millones (74% crédito externo y 26% contrapartidas en el ámbito local y nacional, e incluye US$20 millones para pago de burocracia por administración) están dirigidos a la cooptación popular y al amortiguamiento de los efectos de la intensificación de la guerra sobre la población, en las zonas críticas de conflicto armado.

Estos componentes del Plan Colombia se articulan en el Programa Red de apoyo social, a manera de complemento del actual sistema de protección social del gobierno. El gasto adicional, US$925 millones, se distribuirá en un período de tres años. La ejecución de los recursos para la asistencia humanitaria y el desarrollo económico alternativo se hará a través de la administración delegada en organismos no gubernamentales que han sido previamente seleccionados por su lealtad a las instituciones oficiales, identificados con la concepción neoliberal del Estado y como una manera de darle legitimidad civil al plan de guerra del establecimiento. Con este fin cívico-militar, se reeditarán experiencias recientes en Colombia de trabajo conjunto entre la banca multilateral de crédito (Banco Mundial y Banco Interamericano de Desarrollo), el gobierno y organizaciones no gubernamentales en zonas de catástrofes y de conflicto armado, tales como el Forec (Fondo de reconstrucción del eje cafetero) y el Programa de Desarrollo y paz del Magdalena Medio que lidera el Cinep.

No todos los recursos financieros de la asistencia norteamericana entrarán al país. Una alta proporción se queda en compra de material bélico a empresas norteamericanas y contratación de mercenarios de este país que vendrán a combatir en Colombia. Como bien se sabe, actualmente hay una presencia en el país de 250 militares y 100 empleados contratistas, pero el número puede subir hasta 500 soldados de Estados Unidos y 300 civiles (exmilitares, en su mayoría) según los acuerdos entre los dos gobiernos. El presidente norteamericano, no obstante, puede decidir si se involucra directamente en el conflicto interno a través de la invasión militar.

De hecho, la ejecución de los US$1.300 millones aportados por Estados Unidos al Plan Colombia ha desatado una carrera en las firmas norteamericanas proveedoras de material bélico y de servicios para poder quedarse con parte de los recursos financieros: Bell-Textro y United Technologies Sikorsky Aircraf han firmado contratos para enviar 18 nuevos helicópteros “Black hawks” y 42 renovados “Super Huey II”, y existe la solicitud de 14 más por parte del Ministerio de Defensa colombiano, garantizándole a los fabricantes de helicópteros un negocio redondo por más de US$600 millones; de otra parte, la compañía de asesores militares Military Personnel Resources INC ya se encuentra trabajando con las Fuerzas Armadas colombianas. La tendencia a condicionar la asistencia financiera a la compra de material bélico a empresas norteamericanas y a usar contratistas privados y asesinos a sueldo para adelantar la política exterior de Estados Unidos no es nueva. Cada pirata bandido –todos los que quieren hacer dinero en la guerra– está en Colombia, afirmó el asesor de un congresista en Washington15.

El Plan Colombia es un potente carburante para la violencia en el país. Dentro de la confrontación política, la insurgencia cuenta actualmente con cerca de 25.000 combatientes, y el paramilitarismo con otros 12.000, con cubrimiento de todo el territorio nacional. Si bien las guerras del siglo XX tuvieron como escenario principal el campo, las del siglo XXI toman un carácter más urbano y regional, ahora que se han desdibujado en los procesos de globalización y descentralización las diferencias entre lo urbano y lo rural. Las milicias urbanas pueden duplicar estos ejércitos y empiezan a manifestarse en las guerras por el control territorial, social, político y económico en ciudades como Bogotá, Medellín, Cali y Barrancabermeja, y sus espacios de macroinflujo. Los ingresos anuales de cada uno de estos ejércitos se calculan en más de US$1.000 millones extraídos de los circuitos económicos, legales e ilegales, del país. En resumen, teniendo en cuenta sólo los tres ejércitos (aparato de defensa y seguridad del gobierno, insurgencia y paramilitarismo) incorporan de manera directa en la guerra a 3% de la población ocupada a escala nacional (la PO total es de 13,4 millones de personas) y consumen 6,7% del PIB (asumiendo un gasto directo en la guerra de $13 billones).

El Plan Colombia implica un cambio tecnológico y una profundización de la guerra. Si bien la asistencia norteamericana desequilibra temporalmente las fuerzas en conflicto, en el mediano plazo se restablece el equilibrio a un mayor costo económico, social y humano y con mayor poder de destrucción y desestabilización, teniendo en cuenta que: i) en un mercado neoliberal y globalizado el acceso a material bélico está al alcance de todos los grupos en conflicto; ii) el avance en la tecnología militar ha hecho indiferente la distinción entre armas livianas y pesadas en la capacidad de daño; iii) la oferta de armamentos es bastante elástica; las economías industriales dependen en un porcentaje importante de las fábricas de guerra para la generación de empleo y obtener cambios tecnológicos e ingresos; iv) la oferta creciente de material bélico se ha traducido en una baja significativa de precios; v) los desarrollos tecnológicos y de estrategia militar han hecho irrelevantes las fronteras tradicionales entre guerras convencionales e irregulares, y la capacidad destructiva ya no depende del número de combatientes sino de la inteligencia, de la información, de las operaciones integrales, del despliegue y movilización rápida, y de la eficiencia y eficacia dada por el acceso y uso de tecnologías de punta; v) siguiendo la tradición de los conflictos bélicos modernos, la guerra se librará, cada vez más, contra la economía, la infraestructura y la población civil; vi) el frente fiscal de los grupos en conflicto no tiene mayores problemas en el mediano plazo para generar ingresos dado el tamaño de la economía subterránea (una tercera parte del PIB oficial) y los ingresos que genera una economía de mediano desarrollo y la alta participación de las empresas transnacionales en la explotación de los recursos naturales y el financiamiento de las fuerzas en conflicto16.

Imperialismo e intervencionismo norteamericanos

La intervención norteamericana en el conflicto interno colombiano tampoco es nueva. Hacia 1854, la política continental de Estados Unidos estaba caracterizada por la consolidación territorial a costa de los países latinoamericanos.

La Nueva Granada, nombre inicial de la república de Colombia, había firmado con Estados Unidos un tratado, el 12 de diciembre de 1846, en donde se especificaba nítidamente la autoridad colombiana sobre Panamá, pero paradójicamente se le constituía, en el artículo 35, en garante de lo que era positivamente un derecho soberano indiscutible.

El 17 de abril de 1854, a partir del golpe político-militar comandado por el general José María Melo, se instauró un gobierno de artesanos, militares y organizaciones democráticas, conocido como el primer gobierno plebeyo, algo nuevo e inédito en la historia de América Latina. Aquella revolución constituyó el primer gobierno, único en la historia de Colombia, en que una clase distinta de la oligarquía retuvo por breve tiempo el poder. La reacción, integrada por los partidos políticos del establecimiento, militares de la burguesía, clero, terratenientes y comerciantes, representantes de los negocios de Estados Unidos y de Inglaterra no se hizo esperar, contando con el apoyo de la Legación norteamericana.

En efecto, desde la Legación de Estados Unidos en Bogotá se propició descaradamente la contrarrevolución, la guerrilla, el armamentismo de las tropas constitucionalistas, el encubrimiento a prestamistas y comerciantes solicitados por la justicia, la ocultación de capitales y la injerencia más pública sobre el desarrollo de la política interior del país, como tal vez no se efectuaría en otras épocas. El derrocamiento de la revolución ocurrió en diciembre de 1854. Los servicios prestados por el gobierno norteamericano y el apoyo de extranjeros a la contrarrevolución fueron retribuidos con actos explícitos de gratitud, espléndidas recompensas y otorgamiento de derechos sobre el comercio, el transporte y la explotación de recursos17.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, Estados Unidos desarrolló la “etapa bananera” aprovechando la debilidad de los países del sur, frecuentemente divididos en partidos que se enfrentaban en guerras civiles. La guerra de los “Mil días”, a finales del siglo XIX y principios del XX terminó con un pacto de paz firmado en un buque norteamericano, y el gobierno de Estados Unidos como garante. Esta “ayuda” le costó a Colombia la pérdida de Panamá y el control absoluto de Estados Unidos sobre el canal interoceánico. En la primera mitad del siglo XX, Estados Unidos consolidó su dominio financiero, tecnológico, empresarial e ideológico sobre el territorio colombiano. A partir de la posguerra, en el contexto de la “guerra fría” se adicionó la expansión militar.

A partir de los años sesenta en el siglo XX, durante la presidencia de John F. Kennedy, Estados Unidos impulsó las políticas de contrainsurgencia en el marco de seguridad en América Latina. La contrainsurrección comprende medidas militares, paramilitares, políticas, económicas, psicológicas y cívicas adoptadas por un gobierno con el fin de derrotar cualquier levantamiento popular. De estas medidas hacen parte la acción cívico-militar, la desarticulación de la infraestructura de apoyo a la insurgencia y la organización de la población para involucrarla en el esfuerzo bélico de las fuerzas militares (paramilitares y autodefensas). Siguiendo la Doctrina de Seguridad Nacional se desató una agresión contra el campesinado colombiano ubicado en Marquetalia (centro del país), mediante un operativo militar dirigido por el gobierno norteamericano, denominado “Plan Laso” (Latin American Security Operation).

En los años setenta y ochenta se impulsan las guerras de baja intensidad, con el objetivo de exterminar los líderes cívicos, campesinos, estudiantiles y sindicales, acabando con procesos de organización y movilización social que reivindicaban la satisfacción de necesidades fundamentales y la apertura política democrática. En estos años la formación de los oficiales del ejército de llevó a cabo en la recientemente clausurada Escuela de las Américas, tristemente conocida por su involucramiento en la violación de los derechos humanos en América Latina. La persecución contra los sectores populares y democráticos se apoyó en la falsa acusación de su supuesto encubrimiento de los movimientos insurgentes.

En los años noventa se inició la financiación y apoyo de Estados Unidos a grupos paramilitares colombianos, con la anuencia del gobierno del presidente Gaviria. Estados Unidos financió generosamente una unidad de la Policía colombiana que trabajó en equipo con el grupo paramilitar “Los Pepes”, un escuadrón de la muerte responsable de cientos de asesinatos, encabezado por Fidel Castaño, hermano del jefe paramilitar Carlos Castaño. El propósito de las operaciones militares consistía en la búsqueda y eliminación del narcotraficante Pablo Escobar. Los operativos comenzaron bajo la administración Bush y continuaron bajo la de Clinton. Fueron dirigidos por el embajador estadounidense en Colombia y participaron agentes de la CIA, el FBI, la DEA y la Agencia Nacional de Seguridad. En un reciente reportaje público, el líder paramilitar Carlos Castaño reconoce que existen operaciones de cooperación entre su agrupación armada y la DEA.

Durante la década de los noventa la ayuda militar norteamericana a Colombia representó la tercera en importancia en el mundo. Con el Plan Colombia, una estrategia de US$7.500 millones diseñada conjuntamente por funcionarios colombianos y estadounidenses y aprobada por el Congreso norteamericano, la ayuda militar (US$1.300 millones) constituye la segunda en importancia en el mundo. El principal interés de Estados Unidos es consolidar su hegemonía política, militar y comercial en la región, ya que venía perdiendo el dominio en los últimos quince años ante la expansión política y comercial de los países de la Unión Europea y de Asia.

El apoyo al Plan Colombia por parte de Estados Unidos, la mayor operación norteamericana desde la era Reagan, se materializa en la entrega de helicópteros, equipamientos de comunicación, entrenamiento de fuerzas especiales de combate, guerra psicológica, acciones cívico-militares y fortalecimiento institucional. Toda esta ayuda es para un supuesto fortalecimiento de la capacidad de Colombia para combatir a los traficantes de las drogas y a las guerrillas de izquierda, que según los gobiernos colombiano y norteamericano, se encuentran articulados.

En el acuerdo firmado entre los dos países, la presencia de ejército norteamericano se limita a 500 efectivos. No obstante, si el presidente considera que se ve afectada la seguridad nacional de Estados Unidos, unilateralmente puede decidir la intervención abierta para combatir directamente a las organizaciones armadas de izquierda.

La expansión militar y política norteamericana en el área andina busca ocultar el hecho de que los movimientos populares emergentes son producto de la reacción contra las políticas neoliberales impuestas desde los organismos financieros internacionales y el Departamento de Estado. De esta forma se busca deslegitimar que la reacción popular es producto de la corrupción generalizada, la ausencia de espacios democráticos, el hambre, la pobreza y el desempleo, otorgándole las causas a “agentes externos” que, en complicidad con dirigentes locales, intentan desestabilizar los regímenes democráticos, con el apoyo de los narcotraficantes.

Economía política de la guerra

La intensificación de la guerra en Colombia se encuentra imbricada con la profundización del modelo neoliberal de desarrollo que se viene imponiendo en el país durante la última década. Al finalizar la década de los ochenta, en el siglo XX, se iniciaron en Colombia los procesos de ajuste y reestructuración de la economía. Al principio de los noventa, con el gobierno de Gaviria (1990-1994) se profundizaron las medidas de internacionalización y apertura de la economía. El gobierno afirmó que las políticas de desarrollo impulsadas en los años cincuenta y sesenta hicieron crisis en los setenta, cuando la estrategia de intervención selectiva, sin consideraciones de costo, comenzó a manifestar crecientes limitaciones18.

El programa de ajuste y cambio de la economía se orientó por el recetario neoliberal impuesto en América Latina. Diez elementos sirvieron de fundamento: i) apertura indiscriminada y baja de aranceles; ii) reducción del papel económico y social del Estado, y privatización de activos públicos; iii) control monetario, ajuste fiscal y equilibrios macroeconómicos como objetivos centrales de la política económica; iv) recorte del gasto público y eliminación de subsidios; v) normativas favorables a la inversión extranjera; vi) fortalecimiento del capital financiero; vii) deslaboralización y flexibilización del mercado laboral; viii) apertura e impulso a la explotación de los recursos naturales; ix) predominio del Ejecutivo sobre las demás ramas del poder público, y x) represión del descontento social y laboral.

La administración Pastrana (1998-2002) expresó su intención de profundizar y acelerar las políticas neoliberales iniciadas a principios de los noventa19. Bajo la excusa de un endeudamiento público explosivo, la administración Pastrana entregó a finales de 1999 el manejo de la economía al Fondo Monetario Internacional y a los acreedores financieros. El gobierno, como parte de los compromisos adquiridos con el FMI, viene impulsando un paquete de reformas en materia económica, social y territorial: ajuste del déficit fiscal mediante la reducción de los salarios públicos; recortes en el gasto social y las transferencias a los municipios y departamentos; freno a la inversión pública; control a la evasión de impuestos y ampliación de la base de contribuyentes afectando principalmente a los trabajadores y los sectores populares; normas para reducir los costos y flexibilizar el régimen laboral; reforma a la seguridad social buscando elevar los montos y períodos de cotización por parte de los trabajadores; eliminación de la retroactividad de las cesantías de los trabajadores del sector público, y la privatización total de los activos públicos.

El Plan del gobierno Pastrana descansa sobre la iniciativa privada y, en particular, sobre la inversión extranjera. De acuerdo con el Plan de Inversiones, el monto total de las inversiones por financiarse durante el período 1999-2002 con los recursos jalados por el sector privado asciende a $33,6 billones. Esta cifra representa un crecimiento de 127% en términos reales con respecto al cuatrienio anterior. Las inversiones del sector privado individualmente constituyen la mayor fuente de financiación de las inversiones en obras y programas públicos del Plan.

Con relación al capital transnacional, el Plan afirma que “el capital extranjero jugará un papel de primer orden en la construcción de un aparato productivo moderno y enfocado hacia los mercados internacionales, dada la capacidad que tiene para transferir tecnología y conocimientos”. El otro elemento central del modelo es la promoción de las exportaciones.

En efecto, durante la última década, la entrada de capital extranjero ha tenido un flujo continuo y creciente orientado a adquirir los activos públicos que tecnócratas y políticos han regalado a una tercera parte de su valor en el mercado (empresas públicas de servicios, fuentes generadoras de energía, entidades del sector financiero, hidrocarburos y minería); igualmente vienen monopolizando los sectores más dinámicos de la economía (financiero, comunicaciones, químico, energético, transporte, servicios) y apropiándose de los recursos naturales y la biodiversidad del país.

En los últimos diez años la legislación se ha adaptado para aumentar la tasa de ganancia de las transnacionales y el sector financiero, facilitar la salida de utilidades y cubrir los riesgos de la guerra. Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea concentran más de la mitad de la inversión extranjera en Colombia20, de allí su interés en el desarrollo del conflicto interno (véase cuadro 6). El otro componente importante de la inversión extranjera proviene de los paraísos fiscales ubicados en islas del Caribe a través de los fondos privados.

La paz hace parte de la economía política de la guerra. El discurso de la paz sirve también para la consecución de recursos financieros externos, obtener preferencias en los mercados internacionales, ganar solidaridades políticas y fortalecerse estratégicamente en el conflicto.

En particular, las transnacionales petroleras y mineras de origen norteamericano y europeo controlan el negocio del sector, desde la producción hasta la comercialización. Éstas intervienen directamente en el conflicto colombiano a través del financiamiento de los grupos armados en conflicto. La empresa norteamericana Occidental Petroleum Company, por ejemplo, desempeñó un papel importante de lobby en el Congreso para la aprobación del Plan Colombia.

Cuadro 6:

Año

América
del Norte

Participación %

Europa

Participación %

Total inversión

1992

104.643.232

29,9

114.663.421

32,7

350.478.846

1993

159.840.733

36,6

73.856.284

16,9

436.497.175

1994

802.339.092

57,7

260.651.033

18,8

1.389.455.531

1995

641.375.151

41,0

271.946.408

17,4

1.563.136.462

1996

597.825.635

27,5

813.561.318

37,5

2.172.202.550

1997

1.120.455.775

32,1

433.147.109

12,4

3.493.688.515

1998

-144.054.744

-3,6

188.212.116

4,8

3.951.298.974

1999

834.801.368

21,0

1.229.898.233

30,9

3.974.407.022

 Colombia representa enormes y crecientes ganancias a las compañías de petróleo de América. De acuerdo con el Departamento de Energía, el consumo de petróleo en Estados Unidos creció 15% entre 1990 y 1999; durante este mismo período la producción de petróleo en Colombia aumentó en 78% y su destino principal fue hacia ese mercado. Actualmente Colombia es el séptimo proveedor más grande petróleo de Norteamérica. Este hecho se une al ataque por parte de la insurgencia a los intereses petrolíferos de Estados Unidos en Colombia, específicamente los oleoductos. En 1999, por ejemplo, el oleoducto Caño Limón, donde tienen su base la Occidental Petroleum Company y la Royal Dutch/Shell fue volado 79 veces. De allí el interés de las multinacionales en el financiamiento del Plan Colombia como una estrategia para combatir la insurgencia y proteger sus intereses económicos.

En general, en Colombia las dinámicas de ocupación y movilización territorial de la población han dependido de las relaciones de poder, del conocimiento y valoración de los recursos naturales, la pobreza y el agotamiento de los ecosistemas, el crecimiento demográfico y los ciclos de la economía según productos, regiones, demandas en los mercados internacionales y los flujos de inversión extranjera. Procesos acompañados de guerra y crónicos conflictos sociales y políticos, que mediante la violencia han desplazado históricamente a la población rural para usurpar sus tierras ante las expectativas de la valorización de los activos.

Las zonas de mayor pobreza de la población, de alta biodiversidad y estratégicas en la expansión del desarrollo capitalista, coinciden con las áreas de mayor conflicto en Colombia, en términos de las confrontaciones armadas y el desplazamiento. Sin embargo, son hacia éstas donde se expande el modelo de acumulación; es decir, son espacios que concentran los grandes macroproyectos del desarrollo. La expansión parte de un modelo concentrado en el interior del país hacia la periferia en forma de herradura. La herradura es la transformación y expansión espacial del tradicional “triángulo de oro” (Bogotá, Cali, Medellín), núcleo de las relaciones modernas y de la acumulación capitalista durante el período de vigencia del modelo económico de sustitución de importaciones y proteccionismo, entre los años cuarenta y ochenta en el siglo XX. Con los cambios que caracterizan el capitalismo internacional (globalización, primacía de las multinacionales y el capital financiero, introducción de modernas tecnologías, flexibilización laboral y consolidación de los nuevos ejes estratégicos en el Pacífico), el Estado colombiano y las elites económicas se han visto abocadas, desde los años ochenta, a incorporar extensas y estratégicas áreas del territorio nacional para responder a estas dinámicas.

En las nuevas áreas incluidas confluyen los nudos gordianos de los conflictos de intereses nacionales, las estrategias de guerra, las acciones de una modernización excluyente y autoritaria de la economía y la infraestructura promovidas por multinacionales, por el Estado y las elites regionales. Globalización, proyectos de nación, modernización del aparato económico, petróleo y coca animan las dinámicas territoriales de la guerra y los portafolios de inversión.

En efecto, la herradura comienza en el piedemonte amazónico, sube por el Orinoco, cubre los valles interandinos del río Magdalena, las depresiones del Sinú, Bajo Cauca y Magdalena, extendiéndose hasta el Chocó biogeográfico. En este espacio confluyen los diversos intereses para controlar, además del poder político y territorial21, el petróleo y otros yacimientos minerales, la biodiversidad22, los cultivos ilícitos, la expansión agraria y ganadera, las autopistas y puertos multimodales, los aeropuertos y proyectos de comunicación, transporte e industria, las centrales energéticas y petroquímicas, la construcción del canal interoceánico y el tramo de la carretera panamericana y sus desarrollos sobre el tapón del Darién.

La guerra biológica

El Plan Colombia incluye la guerra biológica. Ésta se desarrollará a través del hongo Fusarium Oxysporum. El hongo fue obtenido en laboratorios de Estados Unidos mediante el financiamiento de la Oficina de las Naciones Unidas contra la droga y la prevensión del delito (UNDCP). Éste será utilizado por los gobiernos de Estados Unidos y Colombia para fumigar los cultivos de hoja de coca en el sur del país.

El Fusarium Oxysporum es mutante, se dispersa de un lugar a otro, adopta formas y tamaños necesarios para su desplazamiento y expansión. Es uno de los más dañinos que existen. Provoca el marchitamiento de las hojas de las plantas, la putrefacción de las frutas de manera inmediata y, por consiguiente, la muerte del vegetal. No sólo la planta de coca muere con este hongo, sino cualquier plantación que reciba el hongo transgénico. En consecuencia, ese champiñon estratégico puede sufrir mutaciones de consecuencias negativas e impredecibles sobre la vida humana y el medio ambiente.

Este hongo logra sobrevivir en el suelo de 20 a 40 años, resistiendo a cualquier sustancia química con la que se lo quiera combatir. Además, el hongo puede estar vivo en las plantaciones afectadas al momento de su consumo humano. Por su larga duración, puede transportarse en la ropa de personas que resulten afectadas y propagar su contaminación. El efecto maligno del Fusarium Oxysporum impacta tanto los organismos vegetales, lícitos e ilícitos, como la vida humana.

Según el New York Times, el gobierno de Colombia aceptó, bajo la presión de Estados Unidos, probar la efectividad del hongo. Senadores republicanos afirmaron al gobierno de Pastrana que sólo aprobarían la ayuda de los US$1.300 millones al Plan Colombia si aceptaba experimentar con el herbicida. Actualmente el Fusarium Oxysporum se experimenta en la región amazonica de Ecuador, a 5 kilometros al norte de la población del Lago Agrio, zona que limita con el departamento colombiano de Putumayo, donde se concentran las primeras acciones militares del Plan Colombia en contra de la insurgencia y de los campesinos cocaleros.

Este hongo mortal constituye una nueva barbarie y genocidio que amenaza el ecosistema de la Amazonía, considerada como la reserva biológica y la fuente de oxígeno mas grande del mundo, al igual que la vida humana.

Conclusión

El estilo de desarrollo colombiano se configura con mayor claridad: hegemonía del capital financiero, economía rentistica, Estado parasitario y sin legitimidad, polarización y enfrentamiento civil, violación creciente de los derechos humanos y recorte de los derechos y libertades fundamentales, entrega de la soberanía nacional a las transnacionales y a los países hegemónicos, desarrollo forzado y excluyente, seudodemocracia armada, aparato militarista creciente, amenaza de invasión del ejercito norteamericano, fragmentación socio-política y armada del territorio. Lo único en cuestión es la viabilidad de este modelo. No obstante, hacia el futuro todas las opciones están abiertas.



*  Economista y filósofo colombiano. Investigador y escritor independiente.
1. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, España, Crítica, Grijalbo Mondadori, 1996, p. 23.
2.  Michael Renner, “La transformación de la seguridad”, en La situación del mundo, un informe del Worldwatch Institute, Barcelona, Icaria editorial, 1997, p. 219.
3.  Mariano Aguirre. prólogo a la edición española de Desarrollo en estados de guerra, Barcelona, Oxfam-CIP, 1998, p. 6; Jorge Semprún y Olivier Longué, prólogo a Geopolítica del hambre, Barcelona, Icaria editorial, 1999, p. 14.
4. Resultados de la Encuesta Semana-Invamer Gallup, con cubrimiento de Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla, escogencia aleatoria entre hombres y mujeres mayor de 18 años. Revista Semana, edición 961, octubre 2-9 de 2000, Bogotá.
5. Véase Juan Gabriel Toklatian y José Luis Ramírez, La violencia de las armas en Colombia, Bogotá, Fundación Alejandro Ángel Escobar, Tercer Mundo Editores, 1995.
6. Ibid., p. 325.
7. Daniel García Peña, “Armas ligeras y conflictos internos en Colombia”, en Tokatlian y Ramírez, op. cit, 1995, p. 207.
8.  Daniel García Peña, op. cit., p. 204.
9. Daniel García Peña, op. cit., p. 204.
10.  Tokatlian y Ramírez, op. cit., p. 325.
11. Banco de datos de derechos humanos Cinep-Justicia y Paz, Revista Cien Días, volumen 10, número 47, septiembre-noviembre de 2000.
12. Ministerio de Hacienda y DNP, op. cit., pp. 29-30.
13. Ibid., p. 67, cuadro 14.
14. Comisión de Racionalización del Gasto y de las Finanzas Públicas, Informe final, tomo I, Bogotá, Editoláser, 1997, pp. 99-100.
15. Investigación del diario Orlando Sentinel sobre la ejecución de la ayuda a Colombia, reproducido por El Espectador, martes 3 de octubre de 2000, p. 3A.
16. R. T. Naylor, “Estructura y operación del mercado negro de armas”, en Tokatlian y Ramírez, op. cit., 1995, pp. 3-37.
17.  Gustavo Vargas Martínez, José María Melo, los artesanos y el socialismo, Colombia, Editorial Planeta, 1998, pp. 91-103.
18. Presidencia de la República. DNP, La Revolución Pacífica, Plan de Desarrollo Económico y Social, 1990-1994, 1991, pp. 31-59.
19. Palabras del presidente Andrés Pastrana en la instalación del Congreso de la República, Bogotá, 20 de julio de 1999.
20. El valor negativo de 1998 se explica por un traslado hacia el exterior de los fondos de inversión por parte de Estados Unidos. En los últimos años es importante también la salida de utilidades hacia el extranjero, en la medida en que maduran los proyectos o se descapitalizan las empresas que fueron anteriormente adquiridas al sector público.
21. La estrategia bélica de las fuerzas combinadas militares-paramilitares pretende dar solución de continuidad sobre esta espacialidad en forma de herradura. Uno de los extremos se inicia en el eje de producción petrolera (las dos vertientes de la cordillera Oriental) y del oleoducto que concluye en el golfo de Morrosquillo. Igualmente buscan controlar las zonas de cultivos ilícitos en las altillanuras del Orinoco y Amazonas, y el territorio estratégico para la construcción del canal interoceánico. Lo anterior explica la alianza de las autodefensas de Córdoba y Urabá (controladas por los hermanos Castaño) y los paramilitares dirigidas por Víctor Carranza (controlan zonas de Cundinamarca, Boyacá, Meta y Casanare), en la autodenominada organización Autodefensas Unidas de Colombia. De esta forma, ejército y autodefensas hacen presencia y ejercen control en las zonas petroleras de Putumayo, Casanare, Meta, y a lo largo del Magdalena. Los ejércitos de la insurgencia operan en estas áreas, y por consiguiente el nivel del conflicto es más agudo en estas zonas.
22. Esta situación explica los procesos de privatización de las empresas del Estado, las medidas de desregulación económica y las nuevas leyes que entregan la soberanía del subsuelo y la biodiversidad a las transnacionales, violando los derechos establecidos en la Constitución de los colombianos (el caso que afecta la comunidad indígena U´wa es uno de los más ilustrativos).