Quito 17 de octubre de 2001
Lucía Gallardo,
Acción Ecológica
Los avances de la ingeniería genética en las últimas
décadas, han puesto a disposición de pocos países,
nuevos materiales biológicos para la guerra. Los riesgos de su utilización
son tan grandes que inclusive se podrían clonar toxinas selectivas
para eliminar grupos raciales o étnicos específicos, cuya
composición genética les predispone a ciertas enfermedades.
La guerra biológica incluye el uso de organismos vivos con propósitos militares. Los organismos pueden ser virus, bacterias, hongos, riquetsias y protozoos. Considerando que estos agentes mutan, se reproducen, se multiplican sobre grandes espacios geográficos, por medio del viento, el agua, los insectos, animales y por transmisión humana. Una vez que son liberados, muchos agentes biológicos son capaces de desarrollar nichos y mantenerse en el ambiente indefinidamente, por lo cual, sus efectos son impredecibles y en muchos casos podrían ser devastadores.
Estados Unidos lidera las actividades de biotecnología en el mundo, lo que refleja el poco interés de este país, por controlar la producción de armas biológicas. Por el contrario, su política en el tema esta orientada a la promoción y desarrollo de cada vez más poderosos agentes biológicos, que podrían ser usados como armas.
Esto indudablemente se ha reflejado en la lucha norteamericana contra las drogas, que en estos últimos años, intenta resolver las debilidades y los fracasos de la política de erradicación de cultivos ilícitos basada en la utilización de agentes químicos, con la promoción del desarrollo de agentes biológicos. Desde 1998, Estados Unidos ha intentado usar hongos para erradicar los cultivos de coca y amapola en Colombia, Afganistán y otros países, apodados como "Agente Verde," pues, supuestamente serían “seguros para el medio ambiente”, de esta manera se han modificado sepas del hongo patógeno Fusarium oxysporum, con el fin de aumentar su virulencia y erradicar los cultivos de coca. Actividades como estas son respaldadas por el Programa de Naciones Unidas para Fiscalización Internacional de Drogas (UNDCP), inclusive el Reino Unido esta dispuesto a brindar el apoyo financiero para la realización de pruebas de campo en Asia Central.
Por otra parte, el 04 de septiembre, el diaro New York Times publicó un artículo de William Broad y Judith Miller que revela que se esta desarrollando en los Estados Unidos, antrax genéticamente modificado, dentro de un programa secreto de la CIA y el Pentágono. El 11 de septiembre se producen los atentados terroristas en los Estados Unidos y casi un mes después, aparecen varios casos de antrax en este país. A partir de entonces, no son pocas las dudas que surgen alrededor del bioterrorismo.
¿Cuáles son los países que cuentan con los sofisticados laboratorios, costosas técnicas y equipos para modificar genéticamente bacterias como el antrax, o hongos como el Fusarium?. No podemos cegarnos por la estrategia publicitaria norteamericana, que pretende justificar la intervención armada en Afganistán, bajo la estrategia del bioterrorismo, sin preguntarnos antes, ¿cuáles países y quienes se benefician del desarrollo de armas biológicas?.
Las empresas estadounidenses, líderes en este campo, MesoSystems Technology, y InnovaTek (Richland), surgen durante la Guerra del Golfo. Inicialmente eran fondos públicos los que sustentaban los programas de investigación, orientados al desarrollo de armas biológicas para fines de “defensa” únicamente. Sin embargo, las perspectivas de ganancias han sido tan interesantes, que para 1997, son capitales privados los que financian estos trabajos. Sherry Liikala, directora de marketing de MesoSystems, afirmo en semanas pasadas, que sus proyecciones en ventas anuales han subido de $5 millones a $150 millones desde el 11 de septiembre. ¿Quién controla las investigaciones privadas y cómo evitar que estas investigaciones lleguen a manos equivocadas?.
Ante esta situación, la preocupación por resolver de alguna manera, el problema de la prevención, desarrollo y utilización de armas biológicas, podría ser a través de la cooperación internacional, mediante el fortalecimiento de los instrumentos de control de armas. Pero en el ámbito de la política internacional, Estados Unidos ha optado por debilitar las propuestas que desde hace 6 años de negociaciones buscan concluir con un Protocolo de Verificación del Convenio de Armas Biológicas y Tóxicas (CABT). En este marco, Estados Unidos manifestó en Ginebra, el pasado mes de julio, su desacuerdo en desarrollar sistemas justos y transparentes de control de exportaciones para prevenir que la tecnología de armas biológicas llegue a manos equivocadas.
El Convenio de armas biológicas incluye a: Yersinia pestis (plaga bubónica), tularemia, fiebre del valle, Coxiella burnetii (fiebre Q), encefalitis equina oriental, antrax y viruela. El protocolo propone crear un sistema de inspección obligatoria a las instalaciones de biotecnología, donde se establezcan los mismos derechos a todos los países. Pero Estados Unidos optó por proteger los intereses privados, la inversión biotecnológica y las ganancias que esta industria genera, sobre el interés público.
Según declaraciones de Edward Hammond de Sunshine Project “Aunque
todo el mundo acepta que son necesarios los controles a exportaciones,
Estados Unidos ha decidido que debido a sus intereses comerciales no puede
trabajar con la ONU paras someter sus exportaciones a métodos de
control transparentes y claros”. Esta política irresponsable, provoca
la censura de quienes demandamos decisiones serias que transparenten el
problema del desarrollo de armas biológicas y de tecnologías
que ponen en riesgo a la humanidad, o por lo menos, a la mayor parte de
ella, que no cuenta con la capacidad de acceso y control a las exportaciones
de agentes biológicos.
"Ahora Armas Geneticamente Modificadas", Jeremy Rifkin, Thursday September 27, 2001, The Guardian
"Bioterrorismo: camibando amenzas hacia un enemigo invisible", Luke Timmerman, business reporter Seattle Times
Lo que es contraproducente e injustificable, es el uso secreto de
la ingeniería genética, Luke Timmerman, ltimmerman@seattletimes.com.