COLOMBIA: REFORMA AGRARIA EN LA
SOLUCIÓN DE CONFLICTOS
ARMADOS
Darío Fajardo Montaña
Profesor Universidad Nacional de Colombia
Consultor IICA
Introducción
Luego de varios años de
relegamiento de la problemática agraria, como resultado de las tendencias que
se impusieron en la política macroeconómica de una gran mayoría de países,
Colombia debió considerarla de nuevo, dada la incidencia que gran número de
factores de base rural venían mostrando sobre el desempeño político, económico
y social de la nación. Dentro de estos
factores, complejos e íntimamente relacionados se destacan: la pobreza rural,
característicamente mas extendida y profunda que la urbana; por el contrario,
dan muestra de agudizarse y, en esa medida muestran también su capacidad para
desestabilizar al conjunto de la sociedad,
En la actual coyuntura, cuando termina uno de los mas agitados períodos
presidenciales de los últimos años, envuelto en una crisis relacionada con
buena parte de los factores de nuestro diagnóstico, adquiere importancia
especial la discusión sobre los alcances de esta crisis, el análisis de su
naturaleza y la presentación y examen de propuestas dirigidas a su superación.
Este ensayo, cuya primera
versión fue elaborada con el auspicio de la Fundación Friedrich Ebert de
Colombia, expone las líneas básicas del diagnóstico, elaboradas a partir de
algunos de los trabajos mas representativos, examina sus bases políticas y, por
último, pone en consideración las tareas que sería necesario abocar para sentar
las bases de una paz duradera, sustentada en una construcción mas equilibrada
de las relaciones económicas y políticas de la sociedad colombiana y, en
particular, de su mundo rural.
1. Pobreza, narcotráfico y violencia en la
crisis agraria
A mediados del segundo año de la
administración del Presidente Samper, el Ministerio de Agricultura impulsó un
conjunto de compromisos del gobierno en torno a la agricultura y el mundo rural
(Contrato social Rural) sustentados en algunos diagnósticos básicos que
destacaban la elevada incidencia de la pobreza en el campo, las magnitudes de
los nuevos patrones de concentración de la propiedad rural y sus relaciones con
el conflicto armado, el papel del narcotráfico en la crisis agraria y la
debilidad de las instituciones responsables de la gestión del desarrollo del
campo.
Existe un conjunto apreciable de
información en torno al diagnóstico de la situación social del campo,
contradictoria en algunos aspectos, pero coincidente en destacar como rasgo
dominante, persistencia de condiciones de pobreza más amplias y acentuadas que
las de los medios urbanos, en términos del ingreso de los individuos y de los
hogares y del acceso a los servicios públicos (May, 1995).
Esta imagen de una brecha
social, que se sostiene en el tiempo y se amplía en el espacio, además de tener
ocurrencia en Latinoamérica (Figueroa, 1996) es un componente común a los
países en procesos de modernización (Huntington, 1968) pero en Colombia se
asocia con los fenómenos que han facilitado el arraigo de la violencia y de la
narcoeconomía, los cuales reducen, sin duda, las posibilidades de supervivencia
del modelo político y social vigente.
Al mediar la década de 1990
Colombia había ensayado ya varias estrategias para resolver su “cuestión
agraria”, para afrontar la adecuación del campo a las transformaciones de la
economía inducidas por condicionantes externos e internos. Luego de dos lustros de aplicación de una
reforma agraria marginal en los términos de Antonio García (1970, 1982), las
políticas para la modernización del campo se orientaron, en lo referente al
sector campesino, hacia el Desarrollo Rural Integrado (DRI). Sus efectos fueron positivos pero muy
discretos en cuanto a las poblaciones atendidas e incrementos en producción,
productividad, superación de la pobreza
y de las “brechas tecnológicas”.
La decisión de impulsar las
estrategias DRI precedió a la del desmonte de la reforma agraria, a su
sustitución por el reforzamiento de la aparcería y al impulso de programas de
colonización en las fronteras, opciones encaminadas a mantener incólume la
estructura de la propiedad. Pocos años
mas tarde, el Estado habría de acudir a nuevos programas para las áreas rurales
con los cuales tratar de remediar los profundos desajustes creados en los
territorios marginales de la colonización, como lo han sido el Plan Nacional de
Rehabilitación (PNR) y los Programas de Sustitución de Cultivos ilícitos y
Desarrollo Alternativo.
Estos planes y programas
desplazaron entonces a la reforma agraria, cada vez mas disminuida en sus
alcances y recursos, al tiempo que el discurso económico y político oficial
subvaloraba, de manera y creciente, cualquier consideración sobre la
misma. No obstante, la agudización de
los conflictos en el campo ha traído de nuevo, una y otra vez, la pertinencia
del reparto agrario, acompañado de los demás componentes de la reestructuración
productiva del campo.
Al igual que en otras coyunturas
en las cuales se han planteado propuestas de reforma agraria, solamente unas
pocas voces se han apartado del consenso a su favor. No obstante, al acercarse el cuarto año de
promulgada la Ley 160/1994, es muy poco lo logrado en su aplicación. Formalmente han incidido en el incumplimiento
de este mandato legal su lenta reglamentación, la inadecuación de las
instituciones, equipos y métodos dispuestos para su aplicación, todo lo cual
refleja, en alguna medida, la dimensión del interés nacional al respecto. Pero, en términos reales, gravitan sobre le
desempeño de la reforma, los intereses económicos y políticos de los
terratenientes y su enorme poder corruptor e intimidatorio.
Se abre así una dicotomía entre
la voluntad acogida por los legisladores y plasmada en dicha ley y la
valoración que hacen otros sectores nacionales de su aplicación. En este punto conviene examinar el contexto
que ofrece el país en torno a la reforma agraria.
Entre finales de los ochenta y
principios de esta década se produjeron varios análisis de distinto alcalde
sobre el comportamiento del sector agropecuario y sus tendencias (Misión de
Estudios del Sector Agropecuario, 1989; Moscardi et al., 1994, etc.) en donde
resaltaban los procesos de especialización regional, las limitaciones de la
producción nacional para atender la demanda interna y encontrar ubicación en
los mercados internacionales, las características de los mercados laborales y
los efectos de las violencias sobre la economía agraria. A pesar de haber sido aprobada poco antes
otra ley sobre reforma agraria (Ley 30 de 1987), la cual había alcanzado un
variopinto respaldo político, sus ejecutorias no llamaron la atención de los
analistas y poco interés despertó en estos ejercicios el tema de reparto
agrario.
2. Situación económica y social
de la población rural de Colombia
Crisis de la Agricultura
En 1993 se generó un relativo
consenso en torno a la crisis del sector agrícola en Colombia. El
Producto Interno Bruto (PIB) agropecuario cayó en 2%, pero la naturaleza
de la crisis fue heterogénea en productos, en sus dimensiones regionales y en los factores que la frenaron. En ese
año, además de las medidas de la apertura, confluyó otra serie de factores que
hace difícil trazar una relación lineal entre las políticas de apertura y la
crisis del sector agropecuario. A una
severa y prolongada sequía iniciada a mediados del 91, se añadieron la caída en
los precios internacionales tanto de productos exportables como de los productos
importables, la revaluación de la tasa de cambio, la reducción y el
encarecimiento del crédito, la intensificación de la violencia rural, el
desmantelamiento de las entidades promotoras de desarrollo social, la crisis de
la Caja Agraria, los efectos mismos de la integración andina, las dificultades
de algunos sectores para ajustarse a las nuevas políticas macroeconómicas y
sectoriales, las dificultades generadas por el ajuste en los precios relativos,
producto de la liberación del comercio, el deterioro en el gasto social rural y
los problemas fitosanitarios de distinta índole, entre los cuales se destaca la
broca en el café.
Esta crisis implicó la pérdida
de 230 mil puestos de trabajo durante los primeros años de la década de los
90. El descenso del empleo rural estuvo
acompañado de una caída significativa en los ingresos de los hogares rurales,
tanto en ganancias como en salarios, lo que se tradujo en un incremento de la
población bajo la línea de pobreza, la cual, entre 1991 y 1995 pasó del 65.0% al
72.0% (Ver cuadro) y en una ampliación de la brecha entre ingresos rurales y
los ingresos urbanos. En el período
1990-1993 la diferencia entre los ingresos reales per cápita del sector rural y
urbano se amplió a 36 puntos porcentuales.
Esta brecha es la mayor que se ha registrado en Colombia en las últimas
cuatro décadas. En 1950 el ingreso urbano per cápita era tres veces mayor que
el rural; en 1977 la relación había disminuido a 1.7 veces y para 1993 se
incrementa a 3.5 veces. En términos de la pobreza rural medida por ingresos,
entre 1990 y 1994 el porcentaje de personas pobres en las zonas rurales aumentó
del 67% al 72%.
Es importante señalar que si
bien en Colombia continúa la “desruralización” de su población, el campo
todavía alberga a 15 millones de personas, equivalente al 38% de la población
total. Igualmente, el empleo se desplaza
desde la agricultura hacia otras actividades, tal como ocurre en todas las
economías en transición, pero aún representa mas del 60% de la ocupación rural,
si bien en el país esta proporción es inferior a la de otras economías con
grados similares de desarrollo.
CUADRO 1
POBLACION BAJO LINEA DE POBREZA
POR CABECERAS Y RESTO.
1972-1995
|
TOTAL
NACIONAL |
CABECERAS
MUNICIPALES |
RESTO |
|||||||||
AÑO |
POBLACION |
BAJO LP |
POBLACION |
BAJO LP |
POBLACION |
BAJO LP |
||||||
|
MILES |
MILES |
% |
MILES |
MILES |
% |
MILES |
MILES |
% |
|||
1972 |
22008 |
13215 |
60.0 |
13053 |
6696 |
51.3 |
8955 |
6519 |
72.8 |
|||
1975 |
23757 |
13915 |
58.6 |
14284 |
7142 |
50.0 |
9472 |
6773 |
71.5 |
|||
1978 |
25440 |
14335 |
56.3 |
16125 |
7829 |
48.6 |
9315 |
6507 |
69.9 |
|||
1986 |
30024 |
15614 |
52.0 |
20138 |
8901 |
44.2 |
9887 |
6713 |
67.9 |
|||
1988 |
31141 |
16659 |
53.5 |
21332 |
10047 |
47.1 |
9810 |
6612 |
67.4 |
|||
1991 |
32841 |
17041 |
51.9 |
22660 |
10424 |
46.0 |
10181 |
6617 |
65.0 |
|||
1992 |
33392 |
17881 |
53.5 |
23127 |
10742 |
46.4 |
10265 |
7139 |
69.5 |
|||
1993 |
33952 |
17384 |
51.2 |
23596 |
10052 |
42.6 |
10356 |
7332 |
70.8 |
|||
Cultivos proscritos
Durante esta década en
particular, la producción y comercialización de los cultivos ilícitos
(marihuana, coca, amapola) han constituido uno de los factores más activos de
conflicto en la sociedad colombiana. Han
afectado las relaciones políticas a nivel nacional e internacional. La
consistencia y eficacia de las instituciones, en concreto las referidas a la
injusticia y a la salvaguardia de la ley, la cohesión social, las relaciones
económicas e, incluso, el patrimonio nacional de recursos naturales.
La producción y comercialización
de psicotrópicos se ha desarrollado en espacios diferenciados: las áreas de
frontera “interna” y “externa”, esto es, en zonas marginales dentro de la
frontera agrícola y en sus bordes externos, en donde se ha implantado su
cultivo, procesamiento primario y etapas iniciales de comercialización; algunas
áreas urbanas y semiurbanas en donde se adelantan algunas fases de
procesamiento y remisión hacia los mercados nacionales e internacionales. Esta “división espacial” de la narcoeconomía
no es absoluta, en la medida en que sus prácticas técnicas han generado
conocimientos en el nivel de los productores que les permite avanzar en la
cadena de comercialización, hasta el punto de convertirse algunas de estas
regiones en exportadoras directas.
La dimensión de estas
actividades dentro de la economía nacional ha sido objeto de diversos análisis,
de los cuales los adelantados por Francisco Thoumi (1994) pueden ser
considerados como los de mayor profundidad.
Esta calificación radica en el esfuerzo de este investigador por
establecer las articulaciones entre el desarrollo de la narcoeconomía y los
componentes económicos, políticos, sociales e ideológicos - culturales de la
sociedad colombiana.
La aproximación “multilateral”
al fenómeno de la narcoeconomía permite incorporar varios aspectos a su
explicación: de un lado. El atraso secular en las formas de explotación de la
tierra y por ende, de las relaciones de producción que se generan; de otro, los
niveles de concentración de la tierra:
para 1989, el 67% de los propietarios poseían el 5.2% de la superficie,
mientras que el 1.3% de ellas cubrían el 48% del área. (Mondragón, 1997, pág.167). A ello se agrega, en lo material, una difícil
integración nacional resultante de la pobre red vial existente en el país, la
cual, en su trazado, poco se aparta de los que fueron caminos reales en la
época colonial. Desde el punto de vista
político y cultural, alimenta a este fenómeno la tradición contrabandista,
internalizada tanto en las élites nacionales como en otros sectores de la
población (recuérdese al respecto, el manejo del comercio en las sociedades de
la costa Caribe durante el período colonial y luego de él, el contrabando de ganado,
café y esmeraldas, las “fugas” de capitales, etc.).
A los factores anteriores se
añaden la debilidad generalizada del Estado, más evidente en ciertas regiones,
el uso común de las armas como vía privada y pública para la supuesta
resolución de conflictos, las fragilidades éticas y políticas derivadas de la
ausencia de un proyecto nacional articulador de la sociedad y todo ello en un
contexto geográfico altamente favorable a la implantación de actividades
ilícitas particularmente rentables.
Estos elementos han tenido
escenario privilegiado en las regiones en donde inicialmente se manifestó el
fenómeno, en torno a la producción y comercialización de la marihuana (Costa
atlántica) y luego en otras regiones en donde se fueron articulando sectores
sociales con proyectos similares.
Así, las bandas armadas de
contrabandistas de esmeraldas se incorporaron a la producción de marihuana y la
implantaron en zonas de colonización ocupadas por coterráneos, parientes o amigos, con quienes establecieron los
vínculos necesarios para impulsar los cultivos y el tráfico de sus
producto. El camino de la marihuana a la
cola lo señaló el mercado a las trochas de la colonización fueron ampliando los
espacios de la producción.
La apropiación violenta de las
cosechas en el caso de la marihuana y después de la coca por parte de las
bandas de traficantes o agentes del Estado vinculados a ellos, dio campo al
ingreso de la guerrilla como nuevo interlocutor, dispuesto a favorecer a los
pequeños y medianos cultivadores, su base política natural.
Municipios con cultivos para
fines ilícitos (?)
El ingreso de la guerrilla
significó también la incorporación de un nuevo participante en el ciclo de la
comercialización, con el cobro del “impuesto de guerra” que ella estableció
sobre los compradores y que implicó una reducción en los márgenes de ganancia
de los traficante. Estos, en no pocas
oportunidades prefirieron asociar a representantes de las autoridades
policíacas o militares a sus empresas, comprometiéndolas en campañas antisubversivas
o de “erradicación” dirigidas de cultivos, a fin de evitarse el impuesto de la
guerrilla.
La dinámica que agregan estos
componentes al problema de la narcoeconomía en Colombia le generan un perfil
propio y un nuevo papel en el tráfico a nivel mundial. De una parte, la producción de hoja de coca,
de amapola y procesados se mantiene a pesar de las fumigaciones y otras medidas
de fuerza tomadas por el Gobierno contra los cultivadores, comerciante y
algunos narcotraficantes. De otra parte
los cambios en la política norteamericana, en la cual se dio un viraje desde
los primeros días de la administración Clinton, cuando descendió el “perfil
militar” de la política antinarcóticos, hasta la desmesurada presión contra
Colombia como país productor e intermediario, en la etapa subsiguiente al
triunfo electoral del partido republicano y los desarrollos subsiguientes de
esta posición.
La situación creada en el área
de las relaciones internacionales del país, en particular con los Estados
Unidos, ha tenido ya repercusiones en el conjunto de la sociedad y la economía
colombiana, dada la importancia de los recursos derivados de la narcoeconomía
tiene en el conjunto de la vida nacional.
Así, en los primeros días de 1996, la decisión del Gobierno de fumigar
los cultivos ilícitos provocó movilizaciones importantes en el Guaviare,
Putumayo y Caquetá, con posibilidades de extenderse a otras zonas de
producción. Adicionalmente, la presencia
de la insurgencia armada en el complejo de la narcoeconomía, por el efecto de las
relaciones ya señaladas y en un contexto político dentro del cual ha recuperado
su importancia la búsqueda de una paz negociada, configura un factor crítico
para las perspectivas de un manejo “desnarcotizado” del desarrollo del país y
de sus relaciones internacionales.
Teniendo en cuenta lo anterior y
el significado de estos procesos para las áreas de frontera, se examinarán a
continuación las condiciones que ofrecen actualmente estas regiones desde la
perspectiva de los cultivos ilícitos.
El panorama de las áreas
productoras ha tenido modificaciones muy importantes desde finales de los 80
hasta ahora. El cambio más notable ha
sido el desarrollo del cultivo de amapola, el cual, a diferencia de la
marihuana y la coca, se ha implantado en zonas características del interior de
la frontera agrícola, principalmente en el centro del departamento de Nariño,
Cauca, occidente del y Sur del Tolima.
Los cultivos de coca han continuado en las “áreas de frontera” en donde
se localizaron prácticamente desde el principio de su ciclo, esto es los
departamentos de Guaviare, Putumayo y Caquetá, principalmente. La marihuana, luego de su desvanecimiento a
inicios de los 80, ha reaparecido recientemente y de manera particularizada en
la Sierra Nevada de Santa Marta y el Sur del departamento de la Guajira como
resultado de la ampliación de la demanda de derivados de esta planta.
La comercialización del látex
extraído de la amapola ofrece a los productores ingresos incomparablemente
elevados que los obtenidos en sus cultivos tradicionales como el maíz y el
fique: hacia la mitad de 1992, el precio
del kilo de látex tenía un precio que oscilaba entre US$1.000 y US$1.500; a su
vez, los jornales pagados estaban en US$1.5 diarios, en tanto que en los
cultivos tradicionales el pago era de US$0.8.
El surguimiento de esta
actividad ha incidido en la mayor dinamización de las relaciones económicas en
el interior de las zonas productoras y entre éstas y otros espacios. Así, además del atractivo de los salarios,
altamente competitivos con los pagados en los cultivos tradicionales, la
producción de amapola ha atraído a los campesinos y jornaleros previamente
ocupados en los cocales, debido a las diferencias en los precios y ello también
ha ampliado el impacto de estos cultivos en los suelos y demás recursos
naturales.
La información disponible sobre
la producción de amapola y sus alcances económicos es poca y confusa: las
cifras sobre áreas sembradas ofrecen oscilaciones que quitan credibilidad a
cualquiera de la versiones (ver a este respecto S. Uribe, “Los cultivos
ilícitos en Colombia”, en F.Thoumi et al., 1997). Con certeza se puede decir que han tenido una
expansión, frente a la cual las acciones de erradicación parecen tener muy pobres
resultados. Igualmente, a pesar de los
bandazos, los precios de la pasta de coca y de la goma de amapola, siempre se
sitúan por encima de los de cualquiera de los renglones tradicionales de las
economías campesinas, condición digna de tenerse en cuenta en un contexto de
competencia de productos importados de
más bajo costo. En este mismo sentido
también vale tener en cuenta procesos como el actual desmantelamiento de la producción
cafetera, sin sustitutos viables económicamente y ocurridas en áreas contiguas
a las potenciales de producción de amapola.
En términos generales y como se
ha sostenido en los análisis más realistas, el afianzamiento de los cultivos
ilegales pone totalmente en duda la eficacia de las distintas acciones
encaminadas a su erradicación aplicadas hasta ahora. En ello incide lo ya observado con respecto
a los precios comparados con la producción campesina tradicional, asó como
otros factores, analizados por los especialistas: la corrupción de las
autoridades en los distintos niveles, la insuficiencia de los recursos
aplicados tanto por el Estado como por las agencias internacionales
participantes en las políticas de sustitución de cultivos y las dificultades
propias de la cooperación interinstitucional dentro de esquemas imprecisos en
cuanto a competencias de las entidades internacionales.
Las perspectivas futuras de los
cultivos ilegales no son claras. De lo anterior se desprenden dos observaciones
preliminares: la población ligada a su producción, como campesinos o
jornaleros, ven en ellos una oportunidad única de obtener o mejorar ingresos,
dentro de un marco económico permanentemente deprimido. En segundo lugar, la
identificación y prácticas de producciones alternativas en gran medida es
cuestión de precios, de competitividad dentro de un contexto de mercados cada
vez mas abiertos, lo cual implica la intervención de políticas de reciprocidad
hacia los mercados que de una u otra manera inciden o pueden incidir en la
producción de las regiones en donde se implantan los cultivos proscritos.
La debilidad del Estado
colombiano en términos de recursos fiscales y medios técnicos, de capacidades
para la coordinación de las distintas agencias que lo componen y de capital
humano se manifiesta no solamente en la baja o nula disponibilidad de
infraestructuras en buena parte de las regiones, sino también en la pérdida
creciente de su legitimidad en varios espacios del país. Ocurre así entonces que el Estado pierde, de
manera sostenida, la capacidad de controlar su propio territorio, generando en
sus bordes externos y también en no pocos espacios internos, fragmentos de una
sociedad marginalizada y empobrecida, desplazada hacia ellos por la
inexistencia de políticas influyentes de desarrollo económico y social que les
hubiese permitido el acceso a la tierra, a mercados de trabajo y a los
servicios del Estado, así fuesen precarios.
La más compleja expresión
regional de esta situación ocurre en la Amazonia colombiana, principal
escenario de la producción de hoja de coca, el mas importante de los cultivos
ilícitos. Se trata de un territorio que abarca el 36% del total del país, como
consecuencia de las emigraciones forzadas de motivación económica o política se
ha configurado un conglomerado humano de cerca de 700.000 personas, ubicado en
espacios de muy limitado potencial productivo, al menos dentro de las
condiciones actuales de nuestro desarrollo tecnológico. La desequilibrada articulación de sus
economías a los mercados regionales y nacionales y su marginalización con
respecto a la oferta y a la gestión de los servicios públicos han facilitado el
arraigo de la producción y comercialización de los cultivos ilícitos y de la
actividad subversiva de las guerrillas, sin que ni el Estado ni la sociedad
colombiana hayan logrado configurar un proyecto estable, de largo plazo, de
incorporación efectiva de este espacio a la territorialidad nacional.
Como se ha señalado, la
coyuntura que vive el país al acercarse el final de este milenio ha agudizado
los efectos acumulados de las políticas excluyentes en cuanto a la distribución
del ingreso, el acceso a la tierra, a los factores productivos, a los servicios
públicos y a la participación política.
La transición hacia un nuevo modelo de concentración de la propiedad en
manos de grandes narcotraficantes y extendido la pérdida de
gobernabilidad. A estos factores se
añaden las presiones externas, las cuales tienen manifestaciones incluso en
tensiones fronterizas que hacen aún mas patente la baja capacidad de la
sociedad colombiana y de sus instituciones para preservar la propia seguridad
territorial.
De esta manera, la confrontación
con la narcoeconomía y los problemas asociados y derivados de ella conducen al
país, de forma insoslayable, a un replanteamiento de sus políticas de
desarrollo territorial, económico, social, y militar; se convierte en un
problema de carácter estratégico nacional.
En efecto y si bien la producción de los cultivos para fines ilícitos se
ha extendido a numerosos municipios de
todo el país, por las características económicas, políticas, sociales,
ambientales y militares que este problema ha asumido en la Amazonia amerita un
tratamiento prioritario.
Diversas opiniones coinciden en
reconocer la baja capacidad de los suelos amazónicos para sustentar
asentamiento humanos soportados por las tecnologías corrientes de explotación
agrícola y pecuaria. Sus producciones y
productividades, consideradas por distintos especialistas, apuntan a priorizar,
de manera exclusiva, la permanencia de núcleos de población limitados en su
tamaño y orientados en sus actividades productivas a aquellas de preservación
del bosque y explotación regulada de sus recursos.
Consecuentemente, la mayor parte
de los asentamientos existentes en la actualidad se han hecho viables
únicamente por el desarrollo de la narcoeconomía, con todas sus
consecuencias. Por esta razón, la
decisión de la sociedad colombiana y de su Estado de erradicar estas
actividades, ha de comprender dentro de la búsqueda de alternativas de vida
dignas para estas poblaciones, su acceso ordenado a espacios para su
reasentamiento, efectivamente adecuados para la producción, la transformación y
la comercialización de productos agrícolas y pecuarios. Esta misma decisión implica romper la
tradición colombiana de resolver los problemas agrarios derivados de la
concentración de la propiedad territorial desplazando a los pequeños campesinos
y trabajadores sin tierra hacia las fronteras agraria, en las cuales no
solamente se reproduce y amplía la pobreza sino también los problemas ya
mencionados y conducentes a la ingobenabilidad.
Se trata de iniciar el “roll back” de estos patrones de asentamiento
precario y proceder a una ocupación racional del interior de la frontera
agraria del país.
De esta manera, las soluciones
para los problemas de nuestros asentamientos humanos en el bosque húmedo
tropical, en particular en la Amazonia, difícilmente pueden encontrarse en
ellos, al menos por ahora, y habrá que localizarlos en los territorios del
interior (incluyendo la Orinoquia), los cuales ofrecen mayores posibilidades de
sostenibilidad y articulación con los mercados regionales y nacionales.
El tema de los reasentamientos
de poblaciones actualmente ubicadas en ecosistemas frágiles y de bajo potencial
productivo es particularmente crítico, por cuanto la decisión de estos núcleos
humanos de ocupar estos espacios no obedeció a razón distinta de la búsqueda de
un refugio para defender la vida reconstruir las economías y los vínculos
sociales destruidos en los lugares de origen por la violencia política o
económica. Les asisten a estas
poblaciones sus derechos de preservar sus vínculos comunitarios y sus
patrimonios productivos, lo cual, de hecho tiene espacios en las leyes vigentes
y en las políticas de desarrollo, como lo son, concretamente, las Leyes 101 de
1993, sobre Desarrollo Agropecuario y Pesquero y 160 de 1994, la primera
creadora del Incentivo a la Capitalización Rural y la segunda, marco del
Sistema Nacional de Reforma Agraria, así como la política de Modernización
Rural y Desarrollo empresarial Campesino (documento CONPES, diciembre 1994).
Mediante la aplicación de estas
leyes e instrumentos de política es posible iniciar la configuración de un
desarrollo rural basado en la racionalización de la ocupación del espacio. Esta perspectiva, da pie a la recuperación de
ecosistemas frágiles, actualmente ocupados en condiciones de plena precariedad
social y ambiental, ofreciendo a quienes hoy las ocupan espacios atractivos
para su desarrollo económico y social, pero excluyendo definitivamente el
expediente de su expulsión violenta, el cual simplemente sería dinamizador de
los conflictos actuales y, de ninguna manera, solución para ninguno de ellos.
Por otra parte, un
replanteamiento de los patrones de ocupación del espacio con miras en la
racionalización de su aprovechamiento presente y futuro, como expresión de una
política territorial consistente, plantea para el Estado y sus instituciones,
la posibilidad de asignar las capacidades defensivas de manera coherente con
las priorizaciones estratégicas del territorio nacional.
3. Violencia
La confrontación armada
La ampliación de las
confrontaciones bélicas en el país ha generado, entre otros efectos y como una
reacción positiva, manifestaciones de distintos sectores de la sociedad
dirigidas a renovar esfuerzos en la búsqueda de soluciones negociadas a la
guerra, para llegar a una paz sostenible.
Estas expresiones se producen cuando la extensión de los conflictos
reduce espacialmente la gobernabilidad, debilita las instituciones y pone en
riesgo la propia soberanía nacional.
Por otra parte, la expansión de
los escenarios de los conflictos y su profundización los plantea en la
actualidad de manera mucho mas clara como competencias bélicas en torno a
territorios, lo cual ha conducido a generalizar los desplazamientos de las
poblaciones afectadas. Algunos estudios
recientes hablan de un millón de personas expulsadas por causa de la violencia
ejercida contra ellas durante los últimos 10 años (El Espectador, marzo, 1997)
y solamente en la semana del 23 de marzo de este año fueron desalojadas siete
mil personas del sur del Departamento de Bolivar.
Los desplazamientos por la
violencia son un fenómeno de vieja data en Colombia. Durante los conflictos desarrollados entre
fines de la década de 1940 y mediados de la de 1960, una parte importante de
las migraciones campo - ciudad fueron motivadas por la guerra civil desatada
entonces; al mismo tiempo, la acelerada ampliación de la frontera agrícola
producida a partir de los años sesenta fue dinamizada igualmente por la
evicción forzada de habitantes de varias regiones del país. Sin embargo, los desplazamientos que ocurren
en la actualidad han llamado la atención de la sociedad nacional y de entidades
públicas y privadas de otros países por su magnitud, la cual está asociada,
necesariamente, con el empobrecimiento de esta población, pérdidas en la
producción y en los esfuerzos sociales representados en infraestructuras,
desarrollo institucional y otras modalidades del patrimonio público y privado.
De otra parte, el asentamiento
masivo de desplazados en nuevas localidades plantea nuevas exigencias en
generación de empleo y financiación de vivienda y servicios en estos lugares,
agravando las deficiencias preexistentes.
Como lo señalan las cifras y diagnósticos disponibles, la ampliación de
las distintas manifestaciones de violencia ocurre tanto urbanos como rurales,
pero la magnitud de la guerra puede apreciarse de manera más evidente en el
campo. Al mismo tiempo, los conflictos
que se expresan en los medios citados tienen su origen en procesos propios de
estos medios, pero también resultan del traslado de conflictos rurales que
ocurre hacia ellos.
Raíces agrarias del conflicto
armado
Los sectores dirigentes del país
y los planificadores de sus orientaciones, con algunos matices diferenciados,
desde principio de la década de 1990 consideraron superados los problemas
agrarios que se habían manifestado en las décadas anteriores. Dentro de la lógica de asignar los recursos
según demandas activas configuraron patrones presupuestales que redujeron
sensiblemente la inversión pública en el campo (Perfettu y Guerra, 1994) al
tiempo que se aplicaron reducciones a la protección ejercida previamente sobre
la producción agrícola. Este fenómeno no
ocurrió de manera exclusiva en Colombia, ha tenido lugar de manera generalizada
(Banco Mundial, 1997), pero en nuestro país ha tenido connotaciones
particularmente críticas como agravante de conflictos ya existentes.
El ejercicio de políticas para
la apertura comercial puso en relieve severos problemas estructurales del campo
colombiano, entre ellos los asociados con la concentración de la propiedad
rural. Frente a ella, la reforma agraria
planteada desde 1961 resultó inocua (Machado, 1987, Binswanger et al. 1993,
etc.) y, por el contrario, a través de masivas titulaciones de baldíos facilitó
la replicación de los patrones latifundistas en las áreas en donde se expandió
la frontera agrícola sin permitir, prácticamente como norma, la estabilización
de las economías campesinas y su evolución empresarial, supuesto móvil,
entonces como ahora, de las leyes de reforma agraria.
El desarrollo de la
“narcoeconomía” y las estrategias de “lavado” de activos asociadas a ella, así
como la práctica consuetudinaria de liquidar las organizaciones campesinas y
opositores como mecanismos de hegemonización política, afianzaron las
tendencias preexistentes de concentración de la propiedad territorial,
particularmente en las áreas de reciente incorporación a la frontera agrícola,
como puede advertirse en los datos proporcionados por la Encuesta Agropecuaria
de 1995 (DANE, 1996). Estas tendencias
han activado los conflictos de creciente magnitud reseñados anteriormente, frente
a lo cual se plantea la urgencia de una propuesta de paz de largo alcance,
concebida en términos de una política de Estado, trascendente de los límites de
una administración.
Al advertir repetidamente los
analistas el carácter estructural de los conflictos agrarios (ver Varios, Una
Mirada Social al Campo, 1996, etc.) así como las profundas relaciones
existentes entre éstos y el conjunto de la crisis nacional, se plantea, de una
parte, la necesidad de construir relaciones de equidad en el campo y se reconoce
el papel de una reforma agraria efectiva para este propósito. Por otra parte, se sustenta igualmente, la
relevancia central de la superación de los conflictos del campo, en particular
los asociados con el reparto agrario y la modernización de sus estructuras
productivas y políticas, para la solución de la crisis nacional.
4. Conflictos ambientales en el ordenamiento del
territorio
A principios de la década de
1990 convergieron en el país las demandas promovidas por múltiples sectores
internacionales (entidades ambientalistas estatales, organizaciones no
gubernamentales, agencias financieras, etc) con expresiones de origen
igualmente variado, de carácter nacional en torno a la necesidad de desarrollar
una conciencia ambiental y de impulsar políticas y acciones encaminadas al
manejo racional y sostenible de los recursos naturales. Esta convergencia, ocurrida prácticamente en
todos los países, puso en evidencia la magnitud de la crisis ambiental
colombiana, asociada con los patrones de consumo, la concentración de la
propiedad de la tierra, la prevalencia de tecnologías depredadoras para el
manejo de los suelos, las aguas, los bosques y todos los demás recursos
renovables y no renovables. Puso también
en evidencia las demandas de diferentes comunidades, sensibilizadas por el
deterioro de su hábitat y conscientes de sus propias responsabilidades y de las
correspondientes al Estado y al resto de la sociedad.
Este conjunto de manifestaciones
logró expresarse en la Constitución y en la legislación ambiental derivada de
ella, la cual contempla componentes políticos novedosos con respecto a la
filosofía y al cuerpo de normas existentes con anterioridad. Sin embargo, la magnitud de los avances en la
racionalización del manejo de los recursos naturales, en la responsabilidad
ciudadana en torno a esta gestión de los mismos y en resultados concretos en
cuanto a la aplicación de estas normas ha sido particularmente magra.
La exposición de motivos de la
Ley 99 de 1993 destaca la profundidad de la crisis ambiental que afronta el
país., pero, mas importante que ello,
plantea con amplitud el significado estratégico de los recursos naturales, da
cabida al concepto político de la participación de los ciudadanos en toda la
gestión pública, incluida la del medio ambiente y reconoce el valor de la
diversidad regional, cultural y biológica que caracteriza a la nación.
Estos elementos constitutivos de
la Carta fundamental abren mayores posibilidades de eficacia a las normas
ambientales, en la medida en que concilian las funciones del Estado con la
realidad del país. Como se expone a continuación, la complejidad de las
articulaciones entre la sociedad y su territorio es mayor que la de aquellas que
ligan al Estado con la sociedad, en la medida en que las relaciones generadas
en el proceso de ocupación del territorio traducen todas las particularidades
de nuestro desarrollo histórico. En él
han marcado su impronta: una gran heterogeneidad ecológica y cultural,
economías débiles, sustentadas en ciclos
de corta y mediana duración frágiles desarrollos de la sociedad civil y un
Estado caracterizado por muy bajas capacidades para proteger los espacios
físicos y políticos del interés público.
Frente a esta condiciones, la
búsqueda de un tipo de sociedad capaz de garantizar la sostenibilidad de su
base ambiental, hace indispensable el reconocimiento de la comunidades como
agentes capaces de resolver, con el apoyo del Estado, la gestión de sus
territorios y recursos productivos.
La existencia de normas y
políticas ambientales, apoyadas en una conciencia creciente dentro de la
sociedad de la necesidad de un manejo racional de los recursos constituye una
base apropiada para producir cambios significativos en este campo. A nivel de la producción agrícola y pecuaria
se han ampliado las exigencias en el manejo ambiental y el aprestamiento de
capacidades para atender este manejo. No
obstante, el carácter estructural de los factores que inciden en esta crisis hacen
muy lenta su modificación o remoción.
Este es el caso de la concentración de la propiedad de la tierra, la
cual, a la par que impide la ampliación de los espacios productivos a las
economías minifundistas, genera mayores presiones sobre suelos sobrexplotados
con tecnologías depredatorias y ha forzado el desplazamiento de las poblaciones
“excedentes” hacia las frontera agrarias, ya localizadas en áreas de bajo
potencial productivo, en las cuales se han extendido los actuales procesos de
colonización, tanto en las tierra bajas cálidas como en tierras altas
marginales.
Estas colonizaciones,
estimuladas ya por la necesidad de encontrar posibilidades de resolver las
urgencias económicas, ya por la necesidad de proteger la vida misma, no han
encontrado en el Estado el interlocutor que requieren comunidades débiles y
carentes de medios para afrontar la exigente empresa de construir nuevos
asentamientos en medios adversos a las formas tradicionales de ocupación del
espacio en nuestro país. El resultado ha
sido la ampliación de la pobreza rural, el deterioro de extensos territorios de
la frontera agrícola y la expansión de muchos de los conflictos que hoy
caracterizan a la sociedad colombiana.
(Fajardo et al., 1997)
El tema de las colonizaciones
corresponde, esencialmente, a la ocupación del espacio y mas específicamente,
al establecimiento, en áreas determinadas, de asentamientos con nuevos sistemas
de poblamiento. Al hablar de
“establecimiento” se hace referencia un proceso de alguna duración temporal,
durante el cual se desarrollan actividades dirigidas a posibilitar la
subsistencia de un colectivo humano, en este caso, a partir de la existencia
efectiva de los recursos disponibles, cuyo aprovechamiento requiere el
conocimiento de su existencia, su atributo, formas de utilización y acceso a
los mismos.
La ocupación de espacios dentro
de esta dinámica tiene otras implicaciones.
De una parte, resulta del desplazamiento de las poblaciones que acceden
a los mismos a partir de sus lugares de origen, motivado por razones de
distinta índole, como puede ser el agotamiento de los recursos que garantizaban
su existencia previamente, el crecimiento demográfico que desborda la capacidad
de su espacio nativo para sustentar a los nuevos miembros o las presiones
efectivas de otras comunidades para apropiar los recursos que sustentaban a la
población original.
Como es fácil comprenderlo, en
Colombia el tema es de gran complejidad, dada la magnitud del territorio y las
grandes heterogeneidades de nuestras estructuras agrarias. Sus alcances económicos, políticos y
sociales, ligados a la búsqueda de soluciones para nuestro problema agrario,
base de una paz duradera en el país, lo hacen merecedor de un tratamiento
particular, que desborda, sin embargo, los límites de estas notas.
En este contexto acompañado por
la reconocida debilidad del Estado, es fácil comprender las tendencias
demográficas de la ruralía colombiana, en donde se distingue, de una parte, la
continuidad de las migraciones campo - ciudad en las áreas centrales del país
y, de otra, la ampliación de los procesos colonizadores de las tierras bajas
cálidas de los nuestros bosques húmedos (Amazonia, Andén Pacífico, Valle medio
del Magdalena, Urabá).
El afianzamiento de la
concentración de la propiedad territorial rural ha ocurrido con fuerza
particular en las tierras de mejor vocación agrícola y pecuaria, aun cuando no
exclusivamente en ellas, como lo demuestra la Encuesta Agropecuaria
mencionada. Al margen de estos espacios
han quedado otros territorios (repletos de páramos y el grueso de los bosques
tropicales ), los cuales, al tiempo que constituyen santuarios de
biodiversidad, por la configuración de sus suelos y sus características
climáticas, no ofrecen atractivos para la producción agrícola o pecuaria dentro
de los patrones tecnológicos dominantes; se convierten así en las áreas
marginales, propicias para el asentamiento de las poblaciones expulsadas del
interior de la frontera agrícola, siguiendo tendencias claramente reconocidas a
nivel mundial, de los procesos que han conducido a conflictos económicos y
políticos derivados de la concentración de la propiedad rural y la exclusión de
los pequeños campesinos del acceso a la tierra.
En otros términos, las
colonizaciones campesinas tienden a dirigirse hacia espacios que, por sus
características edafológicas y climáticas, han generado amplios contenidos de
especies biológicas, al tiempo que presentan limitada potencialidad para las
prácticas agrícolas y pecuarias dominantes.
Confluyen en este cuadro dos
grandes componentes de un ordenamiento territorial: de una parte, la valoración de los
territorios y sus recursos, resultante de la difusión, en muchos sectores de la
sociedad, de conocimientos y apreciaciones prácticamente universales, sobre la
biodiversidad y la urgencia de su conservación.
Por otra parte, el surgimiento de condiciones políticas que,
eventualmente, pueden facilitar acuerdos entre los pobladores y el Estado en
torno a la organización del territorio y al manejo de sus recursos.
5. Economía política de los conflictos en el
campo colombiano
El Estado: su acción u omisión y los intereses
“particulares”
De tiempo atrás el estado
colombiano ha demostrado una capacidad muy limitada para atender las demandas
crecientes de la sociedad, en razón del autoritarismo del régimen político, de
la debilidad fiscal, de su apropiación patrimonialista por parte de las
dirigencias políticas y de su descomposición por efectos de la corrupción. Frente a esta incapacidad se han generado
múltiples formas de protesta de las comunidades y, a instancias de la propia
sociedad y de organismos internacionales.
Se han introducido importantes reformas en las estructuras políticas y
administrativas de la nación, referidas a la municipalización de la gestión
estatal y a la ampliación de la participación popular.
Los resultados de estas reformas
ya se hacen sentir, tanto en el creciente volumen de recursos transferidos
desde el nivel central hacia los municipios, como en los avances en la
capacidad de gestión descentralizada. No
obstante, la persistencia de los factores generadores de la crisis y la guerra
inducida por éstos y otros factores, han desbordado la capacidad de gobernar en
variados aspectos de la vida nacional y en buena parte del territorio. Avancen logrados por las reforma, como la
elección popular de alcaldes y las veedurías populares han resultado afectadas
por las manifestaciones de violencia que tienen en lo local su escenario
natural.
El lento progreso de las
políticas sociales y económicas dirigidas hacia el campo, marcadas por la
discontinuidad de las administraciones del Estado, contrastan con la rápida
expansión de los conflictos. Este tema
de las “dos velocidades” (Fajardo, 1996) conviene tenerlo en cuenta al analizar
su significado en la perspectiva del desarrollo nacional.
Hacemos mención a las “dos
velocidades” que parecieran marcar la dinámica social, económica y política del
país: los ritmos dispares de los
conflictos de un lado y de las soluciones, de otro. A ello se añade la distancia creciente entre
dos grandes sectores de la sociedad uno,
representado por un segmento urbano del país, articulado a componentes modernos
de la economía y los servicios, con “representaciones culturales” propias de estos
ámbitos. El otro. Correspondiente a un
extenso mundo rural, de pequeños y medianos campesinos, indígenas y
trabajadores sin tierra, afectado por una marcada inequidad en su acceso a los
beneficios de lo que genéricamente se podría denominar “el desarrollo”,
distribuido en un territorio caracterizado por una precaria presencia estatal.
En este contexto ha echado
raíces el problema del narcotráfico, facilitando estrategias internacionales,
movidas por intereses geopolíticos que presionan la misma seguridad fronteriza
del país, al tiempo que cuestionan la legitimidad de las instituciones
nacionales, debilitadas por efectos de los problemas ya señalados.
De esta manera, Colombia está
experimentando los costos de la aplicación de políticas y decisiones que
colocaron al campo un lugar secundario en cuanto a la asignación de recursos,
el tratamiento de las poblaciones rurales y la solución de los problemas
políticos, económicos y técnicos de su modernidad y modernización. La lógica que condujo a estas decisiones
estuvo guiada por los cambios dramáticos que caracterizaron a los patrones de
distribución espacial de la población a partir de la década de 1960 y por las
tendencias en la configuración de la economía nacional, en la cual adquirieron
creciente importancia los servicios y la manufactura, al tiempo que la
construcción fue estimulada como “sector líder” en el desarrollo económico.
Distribución de la propiedad
agraria
Indudablemente, en la percepción
económica de la problemática agraria no ha gravitado el tema de las estructuras
de la propiedad rural, pese a que la participación de los costos de la tierra
representan, en promedio, un 11% de los costos totales de la producción
(Gutterman, 1994) y a que el “narcolatifundio” comienza a restaurar los efectos
de los patrones de concentración de la propiedad que parecían superados a
finales de la década de 1970 según lo advertían los estudios sobre la propiedad
rural entonces (CEGA,s.f.). A este
respecto algunos cálculos establecen entre un 7 y un 8% del total de la
superficie agrícola del país, estimada en 40 millones de hectáreas, el
porcentaje de tierras controladas por el narcolatifundio.
De esta manera, la distribución
de la tierra no pareciera haber afectado la capacidad productiva de las
economías agrarias, pero sin que ello la eliminara del debate político. En efecto, tanto la ley 30 de 1987 como la
160 de 1994 han guardado mayor correspondencia con la búsqueda de soluciones a
los conflictos sociales del campo. Sin
embargo, algunos análisis recientes de carácter preliminar, adelantados por especialistas
del Banco Mundial en torno a la situación social del campo (López y Valdés,
1996) y al impacto de la violencia en ele desempeño del sector (Bejarano,
11997), factores con los cuales se asocia al reparto agrario, también inducen
su examen a la luz de las consideraciones económicas.
Los siguientes datos ilustran el
incremento de la concentración de la tierra.
Para 1960, el 67% de los propietarios con predios menores de 5 Has.
Ocupaba el 6% de la superficie, ,mientras que el 1.4% con propiedades mayores
de 200 tenían el 46%. Para 1984 el 0.37%
de los propietarios, poseedores de precios de más de 500 Has., poseía el 34.8%
del total de la tierra en nuestro país y el tamaño promedio de los latifundios
de más de mil hectáreas pasó de 2.764 Has. En 1970 a 3562, mientras el 57% de
los propietarios, poseían el 5.2% de la superficie, mientras que el 1.3% de
ellas cubría el 48% del área. El
coeficiente de concentración de Gini, pasó de 0.83 en 1961 a 0.87 en 1970 y
1984 (Heath, Deiningar, 1997).
Otro dato lo proporciona la
Encuesta Nacional Agropecuaria del DANE, 173); aun cuando no midió segmentos de
muestra de más de 1.200 has. Y por tanto no se pueden ver las propiedades que
superan ese tamaño, ni calcular índices ciertos de concentración, permite elaborar
el siguiente cuadro resumen:
Tamaño
del Segmento Has |
Fincas % |
Tierra % |
Agrícola % |
Muy
pequeño (0-5) |
46.8 |
3.2 |
38.6 |
Pequeño
(5-20) |
27.5 |
9.9 |
22.9 |
Mediano
(20-50) |
12.8 |
13.8 |
12.7 |
Grande
(50-200) |
10.2 |
33.3 |
6.9 |
Muy
Grande (200-1.200) |
2.8 |
39.9 |
2.5 |
El
resultado sugiere que en 1995 se mantenía como característica estructural la
alta concentración de la propiedad de la tierra, en realidad muy alta porque
este tipo de encuesta no detecta varias propiedades en manos de una persona, ni
ñas mayores fincas.
Por otra
parte, aun cuando el estrato medio de tamaño de finca tiene la mayor cantidad
de tierra utilizada para la agricultura (el 20.4% del total de la s tierras de
uso agrícola con sólo el 12.8% del total de la tierra), dedicada solamente el
12.7% de su superficie a este fin; en tanto que los más pequeños productores
dedican el 38.6% de la superficie a la agricultura e inclusive dentro de ellos,
los extremadamente pequeños dedican el 43.4% de sus parcelas a ese fin.
Las
grandes fincas se destacan por la dedicación de la superficie a pastos y
malezas, a la ganadería especialmente extensiva, en un 72.3% poseyendo un 2.8%
de las fincas, donde está el 42.1% de las tierras ganaderas.
El
trinomio ganaderos-gamonales-narcotraficantes es en la actualidad el polo de
concertación de la contrarreforma agraria que ocurre en Colombia. Los esquemas
de colonización en nuestro país, como ya se ha señalado sostienen bajo la
espontaneidad, debido a factores expulsivos de la población: violencia política
y presión por la tierra, y a la falta casi absoluta de presencia del Estado.
(Mondragón, 1997, LOS PASANTES.167-170).
En estos
espacios se ha materializado un agudo conflicto armado con raíces históricas.
Los oponentes en esta confrontación han podido alinear, por distintas razones a
la población rural y actúan dentro de escenarios de guerra cada vez mas
extendidos, agravados por el narcotráfico y que, gradualmente, pernean medios
urbanos afectados por la marginalización propia del modelo de sociedad
establecido.
En este punto
conviene recordar al profesor Samuel Huntington (1968), cuyo pensamiento en
torno a los desequilibrios campo - ciudad y los conflictos subsiguientes
podrían sintetizarse así: “...el campo juega el papel de fiel de la balanza en
el proceso de modernización política. Si el campo apoya el sistema político y
no se enfrenta al Gobierno, el sistema está seguro contra una revolución. Si el
campo está en la oposición, tanto el sistema como el gobierno están en peligro
de ser suplantados. El papel de la ciudad es, permanentemente, el de alimentar
la oposición. El papel del campo es variable: lo mismo puede ser un puntal de
estabilidad o la chispa de una revolución. La oposición del campo es fatal.
Quien controla el campo controla el país...”.
Los
analistas del conflicto armado en Colombia consideran con pesimismo las
capacidades actuales de la sociedad colombiana y de su Estado para alcanzar una
pronta solución a la confrontación (Bejarano,1995; Rangel, 1996). Sin embargo, éstos y otros autores no
desestiman los efectos positivos que en ese sentido tendría una política de
Estado, de largo alcance y que trascienda las limitaciones de las iniciativas
propias de cada administración, dirigida a incorporar al campo en un proyecto
de desarrollo con democracia.
Dicha
política de Estado cuenta con instrumentos jurídicos y de política que pueden
ser aplicados en espacios geográficos estratégicos y con propósitos de impacto
duradero en la organización económica, social y política del país.
Específicamente,
es posible considerar la perspectiva de la Reforma Agraria dentro de los marcos
de ordenamiento territorial y de la búsqueda de soluciones a los problemas que
han dado lugar a los conflictos armados; considerarla dentro de las respuestas
a la necesidad d construir un sistema de relaciones sociales, económicas y
políticas inclusive para todos los colombianos.
El
modelo de desarrollo en las leyes de Reforma Agraria
Colombia
tiene una larga tradición legislativa de reformas agrarias, acompañada de una ejecutoria
sorprendentemente limitada de la misma.
Esta tradición se inicia con la Ley 200 de 1936, con la cual se creó la
Jurisdicción Agraria a la cual se incorporaron jueces especializados en dirimir
conflictos de tierras y se la introdujo la figura de la Extinción del Dominio o
pérdida de la propiedad como resultado del incumplimiento de su función social,
cuando el propietario deja sin explotación económica la tierra durante un lapso
determinado. Se reconoce a esta Ley el
haber creado las bases del concepto de Reforma Agraria en la Colombia
contemporánea.
La ley
200 de 1936, como cualquiera otro hecho jurídico, expresó una determinada
correlación de fuerzas políticas ante un fenómeno determinado, en este caso el
problema del acceso a la tierra y las relaciones de trabajo asociadas a
él. Pocos años más tarde las condiciones
políticas que condujeron a dicha Ley de tierras se modificaron substancialmente
y dieron paso, en 1944, a la Ley 100, la cual apuntó a neutralizar los posibles
efectos de la aplicación de la Ley anterior, restituyendo los contratos de
aparcería, como una de las formas más notorias de sujeción del campesino sin
tierra a la propiedad terrateniente y de aislamiento de dicha mano de obra y de
sus productos con respecto a los mercados, como lo han sintetizado Binswanger
et al. (1993) en su análisis sobre las formas históricas de concentración de la
propiedad territorial.
El
profundo deterioro social resultante de la violencia de los años cincuenta y
las presiones del gobierno norteamericano para evitar las influencias de la
revolución cubana condujeron a la expedición de la Ley 135 de 1961, mediante la
cual se reglamentó una “Reforma Social Agraria”, dirigida a presionar a los
grandes propietarios del agro a modernizar las explotaciones en su poder y
permitir un uso más adecuado de sus suelos.
Su lenta aplicación contrastada con las grandes expectativas que generó,
trató de remediarse con la Ley 1a de 1968, la cual enfatizó la afectación de
los predios inadecuadamente explotados, la entrega de la tierra a los aparceros
que la estuviesen trabajando y facilitó algunos trámites. Según los analistas logró provocar la baja
del precio y de la renta de la tierra.
Esta Ley
se complementó con el estímulo a la organización campesina pero su impulso fue
frenado en 1973 con el “pacto de chicoral”, acuerdo político entre los partidos
tradicionales y los gremios de propietarios con el cual se puso fin a los
precarios intentos del reformismo agrario.
En adelante se privilegió el estimulo al aprovechamiento más productivo
de las tierras mediante la tenue presión de “mínimos de productividad” que nunca llegaron a
operar; complementariamente, fue luego expedida una nueva ley de Aparcería (Ley
6a. De 1975), con la cual esta relación fue relegitimada, luego de haber sido
proscrita en la legislación agraria previa, asimilándola ahora a sociedad de
hechl.
De esta
ley en adelante la legislación agraria se orientó hacia la adquisición de
tierras por parte del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, INCORA, la
regulación de las colonizaciones y los programas remédiales encaminados a
resolver los problemas generados por la desordenada ocupación de las fronteras,
como lo han sido el Plan Nacional de Rehabilitación (PNR) y los posteriores
programas para la erradicación de cultivos ilícitos. La Ley 35 de 1982 reactivó la compra de
tierras por el INCORA, actividad que ha estado signada por notorios fenómenos
de corrupción: con las mediaciones de
los poderes políticos regionales se ha inducido la adquisición de precios de
muy baja calidad, a precios colocados muy por encima de su valor productivo,
para ser luego transferidos a los supuestos beneficiarios.
Esta
práctica ha inducido nuevos problemas de cartera para las agencias de crédito,
en particular para la Caja Agraria, dada la muy baja factibilidad de los
proyectos productivos emprendidos por los campesinos cubiertos por la acción
del Incora, los cuales han sido ubicados en tierras de baja calidad, con
recursos de crédito costosos e insuficientes, carentes de asistencia técnica
adecuada y con dificultades severas en el acceso a los mercados.
La
aplicación de la Ley 35 de 1982 aceleró la adquisición de tierras por parte del
Incora; las cifras disponibles registran como de 4.400 hectáreas adquiridas en
1981, se pasó a 25.111 en 1985, 54.704 en 1987, cifra no superada desde 1971,
cuando se habían adquirido 73.183 hectáreas, para llegar a 96.098 en 1992
(Mondragón, op. Cit.), tendencia explicable por los incentivos que muchos
terratenientes deseosos de vender predios improductivos y altos funcionarios
encontraban en las transacciones.
La
gradual eliminación de la acción expropiatoria condujo, a través de la Ley 35
de 1982 y de la 30 de 1988, a introducir la figura de “reforma agraria vía
mercado de tierras” que aparecía mas grata y menos conflictiva a los
propietarios y a los sectores políticos afines a ellos y que fue explícitamente
incorporada luego en la Ley 160 de 1994.
Esta Ley
se enmarca en el proyecto neoliberal de reducción del Estado y cesión al
mercado de las funciones que le eran propias al primero. Propone una redistribución de la tierra
basada en la menor intervención del Estado en las negociaciones buscando la
dinamización del mercado de las tierras otrogando subsidios a través de un
programa redistributivo con énfasis en el acceso individual del campesino a la
tierra.
La Ley
160 de 1994 fue promovida y aprobada en el contexto de una política de apertura
a los mercados internacionales; dentro de ella, una intervención de esta
naturaleza en el reparto agrario parecería contradictoria con la teoría que
guía a las políticas aperturistas, caracterizada por su propuesta de
tratamiento “no discriminatorio” a los distintos sectores de la economía y
opuesta, por tanto, a intervenciones estatales en el juego económico - al menos teóricamente-. Sin embargo, de acuerdo con el diagnóstico
mencionado sobre los efectos de la concentración de la propiedad en los costos
de la producción, una acción redistributiva tendría un impacto favorable para
la competitividad de los bienes de origen agropecuario.
Por otra
parte, el contexto económico y político nacional condiciona, necesariamente los
alcances de la intervención en el reparto agrario. En este sentido se comprende la estrategia
de la “redistribución por la vía del mercado”, la cual limita la participación
se circunscribe, dentro del marco de la operación del mercado de tierras, a la
asignación de un subsidio equivalente al 70% del valor del predio negociado, a
favor de los beneficiarios, así como el suministro de servicios y su
coordinación para atender las áreas de reforma agraria y los productores
involucrados.
El
Programa oficial de Reforma Agraria a 16 años, propuesto para la aplicación de
esta ley, pretende cubrir un total de 721 mil familias carentes de tierra, para
lo cual se requeriría comprar mas de 4.5 millones de hectáreas y realizar
inversiones superiores a $3 billones de pesos (de 1994). Para el período 1994-1998, se propuso atender
a 250 mil familias (15% de la población objetivo) con un área de 6 millones de
hectáreas e inversiones de $671.500 millones, lo cual, dada la profunda crisis
fiscal desatada desde 1996, simplemente no se cumplió.
En
efecto, el Incora, como las demás entidades del Estado comenzó a afrontar
severos problemas financieros desde 1995:
en ese año, de 69.797 millones de pesos programados para inversión, se
ejecutaron 51.903, equivalente a al 74% y de 120.624 hectáreas por adquirir,
solamente se concretaron poco mas de 55 mil, el 45.7%, porcentaje muy inferior
al de inversión ejecutado, debido al alto precio pagado por las tierras. Por esta razón, de 9.700 familias
beneficiadas previstas, únicamente 4.900, el 51% de las programadas, se
beneficiaron con las tierras adquiridas ese año.
Siguiendo
a Antonio García (1970-1982), puede afirmarse que la Reforma Agraria en
Colombia ha tenido carácter marginal: se ha tratado de una reforma dirigida a
mantener el statu quo del complejo “latifundio-minifundio”, con
concesiones a la mediana propiedad, a través de la canalización de las presiones
sobre la tierra hacia las fronteras agraria, privilegiando la titulación de
baldíos y afectando las tierras del interior solamente de manera lateral cuando
lo ha exigido la confrontación social.
Este
carácter marginal de la reforma agraria colombiana se expresa en la magnitud de
las superficies intervenidas y en la modalidad de la intervención hasta 1996, el Incora había adquirido poco
mas de 1.300.000 hectáreas, el 4.471 % de las 28.300.000 que según el IGAC son
aptas para labores agropecuarias, equivalente al 3% del área actualmente
explotada. De la Superficie adquirida,
únicamente 69.000, el 5.6%, fueron expropiadas; las restantes fueron negociadas
directamente con los propietarios.
De no
modificarse la voluntad política que hasta el presente ha alimentado el
proceso, sin modificarse el número de familias carentes de tierra y si el
Incora les adjudicara parcelas al ritmo anual promedio que ha tenido hasta
ahora, las metas se cumplirían en 110 años o 43 al ritmo de 1995. No obstante esta estimación es irreal por
cuanto no tiene en cuenta el aumento del número de familias sin tierra como
resultado de las quiebras y embargos connaturales del capitalismo, así como
también los desplazamientos causados por la guerra.
Aparte de las observaciones anteriores, la Ley
160 de 1994 amerita otras consideraciones. En efecto, dentro del contexto de la
Ley 160/94, se ha dado cabida a una figura novedosa, las “zonas de reserva
campesina”. Dirigidas a estabilizar los
asentamientos de pequeños productores, con restricciones para la venta de los
predios a fin de neutralizar la concentración de la propiedad y de afianzar
modalidades productivas ambientalmente sostenibles, han generado discusión
dentro de distintos sectores pues en tanto que para algunos solamente son
aplicables en “áreas de colonización” (baldíos objeto de programas estatales de
titulación ), para otros han de configurarse en espacios dentro de la frontera
agrícola, con acceso a los mercados y a potenciales desarrollo
agroindustriales.
El
resultado de esta acción múltiple correspondería al proceso de “dotación de
poder” (empowerment) a esta comunidades campesinas, en términos según los
cuales el equipamiento y mejoramiento de la infraestructura física y social
estaría dirigido al propósito de “acceder a una parte mayor del excedente que
genera la economía en su crecimiento” y exigiría una mirada amplia del entorno,
centrada mas en la región y menos en la finca o los proyectos productivos
particulares (Moscardi, 1996).
Esta
última alternativa, la más deseable desde el punto de vista del desarrollo
económico y social del campesinado, plantea el interrogante de cómo hacer
efectivo el control a la concentración de la propiedad en su interior. Por otra parte, solamente en la medida en que
se configure un nuevo escenario político, favorable a una democratización
efectiva de la economía agraria, que facilite la generalización de modalidades de proyectos productivos
regionales con articulación efectiva a los mercados en el interior de la
frontera agrícola, a través de la combinación del mercado de tierras y las
zonas de reserva campesina, puede vislumbrarse la posibilidad de estabilizar a
las poblaciones que continúan desplazándose hacia los bordes de la frontera
agrícola, con los efectos ya advertidos.
6. Economía y política
La
economía colombiana, al igual que la de otro países en condiciones de
desarrollo similares, atestiguan un descenso sostenido de la participación en
ella del sector agropecuario. No
obstante, es innegable el peso de la agricultura como conjunto de actividades
agrícolas, pecuarias, forestales y de explotación de los recursos naturales en
el conjunto de la sociedad nacional, por sus aportes a la oferta alimentaria,
la heterogeneidad de su espectro productivo y su capacidad de absorción
tecnológica, así como también por las dimensiones demográficas, sociales y
políticas de su población.
La
agricultura colombiana y el sector rural en general, han escenificado una
rápida y profunda transformación en los últimos veinte años, como consecuencia
de la acción de factores internos y externos.
No obstante la insularidad que ha caracterizado al país, las corrientes
mundiales de la economía, la ciencia y la tecnología han proyectado sus
influencias en Colombia. Estas dinámicas externas e internas dieron acogida a
la “revolución verde”, introduciendo cambios substanciales en la producción y
en la vinculación de la población a ella, generando una sostenida reasignación
sectorial de la oferta laboral, su desplazamiento hacia los bordes de la frontera
agraria, así como la relocalización de actividades productivas.
Una
visión simplificada del agro colombiano podría imaginar su rápida
homogeneización, por efecto de la apertura y de la internacionalización de la
economía. No obstante, y según lo visto,
los impactos de este proceso son múltiples y diferenciados según las regiones,
los tipos de productos y las condiciones de sus articulaciones con los
mercados. Previsiblemente, algunas
regiones pueden asumir rápidas transformaciones en su organización productiva,
en tanto que otras podrían distanciarse en su desarrollo, dando cabida a
procesos de mayor deterioro social y ampliación de los conflictos existentes.
Las condiciones socioeconómicas de la población
rural ofrecen tres características: de
una parte, y como ya lo anotamos, la persistencia de condiciones de pobreza,
las cuales afectan aún a mas del 70% de los hogares, con variaciones
regionales. De otra, es perceptible la
tendencia hacia la disminución de hogares y personas en situación de indigencia
(“pobreza crítica”) desde donde se han desplazado hacia el nivel de pobreza no
crítica, la cual muestra incrementos en el período. Finalmente, y teniendo en cuenta la
incidencia del gasto público en los niveles mas bajos de la distribución del
ingreso, es claro que las restricciones en las asignaciones presupuestales
impiden la disminución de los niveles registrados de pobreza.
La
pobreza rural y el desarrollo de los cultivos ilícitos se han aunado con la
deficiente oferta tecnológica para generar un extendido arrasamiento de los
recursos naturales, incluyendo los suelos, aguas, bosques y recursos de
fauna. Esta situación se ha generalizado
en la frontera agrícola y se extiende a todas las áreas de colonización.
El
modelo de desarrollo y su significado en la organización del espacio
Según lo
expresado en torno al ordenamiento territorial - ambiental, en la medida en que
una sociedad conoce su espacio y sus recursos y los valora de acuerdo con sus
necesidades del corto, mediano y largo plazo, establece una organización para
el uso y destino de cada uno de los componentes de su territorio. Esta organización del espacio traduce, como
lo hemos visto, no solamente los conocimientos disponible sino también y de
manera determinante, las relaciones de poder que estructuran a esa
sociedad. Puede existir una elevada
valoración de un espacio en términos de su significado ambiental, pero si la
sociedad respectiva no tiene condiciones políticas para preservarlo,
difícilmente puede haber coherencia en las acciones que incidan en su
preservación o destrucción: “Un grupo
social que no tiene el poder y la capacidad para comandar sus relaciones
sociales no tiene tampoco el poder y la capacidad para ordenar sus relaciones
con el medio natural” (Domínguez, 1992, LOS PASANTES.67).
En
Colombia, dadas las características de su desarrollo histórico, económico y
político, la ocupación del territorio no ha traducido un proyecto estratégico
de largo alcance. Ha sido mas el
resultado de las formas de apropiación privada del territorio, derivadas , en
un principio, de la administración colonial española y, posteriormente, del
enajenamiento que hiciera el débil estado republicano a favor de los sectores
mas poderosos de la sociedad de entonces (Le Grand, 1988). En esta secuencia han incidido de manera
determinante y, prácticamente desde sus principios, los mercados externos durante el período colonial español, la
búsqueda de los veneros auríferos y de las minas de plata configuró buena parte
de los distritos de la administración territorial (Colmenares, 1988). Luego del agotamiento de este recurso
ocurrieron los ciclos de las quinas, el añil, el tabaco, la ganadería (en la
costa Atlántica), el café, el caucho, la tagua, las pieles, y finalmente los
“cultivos ilícitos”, como dinamizadores de las sucesivas ampliaciones de la
frontera agrícola.
En la
retaguardia de esta dinámica han actuado, a su vez, los patrones históricos de
tenencia de la tierra, así como también los efectos del modelo de desarrollo
acogido por las dirigencias nacionales, basado en una alianza política entre
terratenientes y élites financieras, uno de cuyas resultados mas costosos para
el desarrollo del país ha sido la consolidación del monopolio de la propiedad
agraria.
A su
vez, esta tendencia se ha conjugado con un modesto desarrollo productivo,
centrado fundamentalmente en la mediana y pequeña propiedad (MESA, 1989). Así, las condiciones de la política
macroeconómica para la producción agrícola y pecuaria, en particular, las tasas
de interés y cambiarias, y en conjunto, la sobreprotección brindada por el
Estado al sector financiero, han confluido
con la concentración de la propiedad y las consiguientes rentas
monopólicas de la tierra, para generar una agricultura no competitiva,
desligada de sistemas eficientes de procesamiento agroindustrial y
comercialización.
Con
ello, las posibilidades de reasignación a otros sectores productivos de la
población expulsada del campo por la concentración de la propiedad y por las
formas de violencia asociadas a ella (de lo cual son disientes la cifras
actuales sobre desplazados del campo por los conflictos armados), tal como lo
recomendara Lauchlin Currie a comienzos
de los años cincuenta, se ha hecho particularmente limitadas y
traumáticas. El resultado ha sido el
incremento de la informalidad y la pobreza urbana, dentro de un panorama de
extendido desempleo de carácter estructural.
7. Tareas de la Sociedad frente al campo: el fortalecimiento de las
sociedades rurales en la búsqueda de una paz duradera
La
profundización del conflicto social y político del país parece haberse ubicado
en el “punto de no regreso” desde hace ya algunos años; más aún, ha llegado a
afectar el escenario de las relaciones internacionales de Colombia. Por otra parte, su profundización recibe la
influencia tanto de factores externos como de los factores internos y los dos
niveles deberán ser comprendidos dentro de las estrategias que el país habrá de
diseñar y abordar para la superación de la
crisis.
Las
tendencias hacia la globalización de la economía y la apertura económica
muestran hoy en día algunos de sus límites.
Las economías centrales han sostenido sus políticas proteccionistas con
algunas flexibilizaciones y muestran disposición a aumentarlas pero también a
aceptar la utilización de instrumentos de comercio internacional que abran
márgenes de favorabilidad a los países periféricos. Por otra parte dentro de estos últimos se ha
ampliado la comprensión sobre la gradualidad de los procesos de apertura, las
privatizaciones encuentran límites políticos y se abre camino la aceptación de
algunos márgenes de intervención del Estado todo como parte de las
confrontaciones políticas resultantes de los efectos de los procesos de
acelerada apertura y desmonte del Estado que tuvieron lugar a comienzos de la
década.
Esta
fase de replanteamientos hace posible que se afiance, se haga más explícita y
consistente la posición de Colombia en cuanto a la definición de campos y
límites precisos de la intervención del Estado, que hasta ahora le han dado al
país un perfil propio, al menos en la región como lo atestigua un estudio
reciente comparativo de los países de la Junta del Acuerdo de Cartagena
(Bejarano, 1997) dentro de los cuales Colombia ocupa una posición intermedia
entre el intervencionismo (Venezuela) y la desestatización (Bolivia).
Bajo
esta perspectiva, Colombia puede madurar su experiencia de una prolongada
aplicación de políticas proteccionistas abruptamente suspendidas por el ciclo
aperturista, para ajustar una opción propia en la que combine la exposición a
los mercados para aquellos renglones que no ameritan protección y defensa de
aquellos renglones que, por consideraciones políticas, económicas y sociales si
deban recibirla. En el caso de la
agricultura, se trata de aquellos que sustentan las economías campesinas y los
sectores con mayor capacidad de generación de empleo y mas amplias
posibilidades de aprovechamiento sostenible de los recursos naturales.
Esta
política, guiada por el interés nacional de crear condiciones de convivencia y
paz, no puede constituir una propuesta de protección a ultranza de sectores no
sostenibles en términos sociales, económicos y ambientales: renglones productivos soportados en la
concentración excluyente de la propiedad
territorial y en tecnologías depredatorias como lo es la ganadería
extensiva, las explotaciones agrícolas desarrolladas con tecnologías intensivas
en utilización de agroquímicos o la extracción no sostenible de recursos
renovables y no renovables.
Al
iniciarse la apertura económica se hizo evidente el peso que ejerce la
concentración de la propiedad territorial en los costos de la producción
agrícola. La participación de la renta
de monopolio en la composición de estos costos añadida a las elevadas tasas de
interés y a los costos de los insumos derivados de una política comercial
favorecedora de las grandes empresas multinacionales productoras de
agroquímicos resta toda competitividad a la producción agrícola nacional.
La
Reforma Agraria y el ordenamiento territorial
La
necesidad de eliminar el peso del monopolio de la propiedad agraria en los
costos de la producción no estuvo ausente en las motivaciones de la Ley 160,
última ley de Reforma Agraria producida en medio del auge aperturista y que,
como veíamos, no respondía a propósitos de democratización del acceso a la
tierra. Esta Ley, en consonancia con las
concepciones neoliberales, hace reposar el reparto agrario en manos del
mercado, ilusión que se desvanece al tropezar con la realidad de las fuerzas
que sostienen su poder político y económico en la concentración de la
propiedad.
Al
reconsiderar el carácter estratégico de las funciones del Estado y su papel en
la sostenibilidad del pacto social es necesario considerar dentro de ellas las
que guardan relación con el reparto agrario como factor político. En circunstancias en las cuales la
distribución de la propiedad induce los conflictos mas relevantes en un
escenario de guerra civil, no puede dejarse prioritariamente en manos del
mercado la solución de los desequilibrios en el acceso a la tierra y se hace
necesaria la intervención del Estado en ella, con la fiscalización de las
comunidades para evitar las prácticas de corrupción que hasta ahora han viciado
la acción de reforma agraria en el país.
En este
escenario juega un papel estratégico el conjunto de avances logrado para la
participación popular en la gestión pública, en particular en lo atinente a la
gestión de los recursos naturales y la administración del espacio. La Ley 160 de 1994 abrió un margen
considerable a la gestión de los municipios y, por ende a la visión territorial
de la reforma agraria; con este margen, contemplado en las funciones que se
asignan a las organizaciones civiles de nivel municipales se hace posible superar
las acciones puntuales, a nivel de “finca” de la reforma agraria para comenzar
a diseñarlas a nivel de municipio, de espacios mas amplios. Con ello la reforma adquiere el carácter de
instrumento estratégico para el ordenamiento territorial, en el sentido al que
se hizo referencia anteriormente.
El
desorden característico de la ocupación del territorio nacional ha sido, como
ya se señalo, el resultado de una ausencia de Estado, de un vacío en la
jerarquización de los componentes del espacio nacional, de la carencia de
políticas y orientaciones para el poblamiento, la formación de los
asentamientos humanos y el acceso a la tierra.
La conjugación de estos factores ha tenido como efectos, a mas del
profundo deterioro ambiental y la ampliación de la pobreza, el surgimiento de
condiciones que han puesto en jaque el modelo social, económico y político
vigente, muy posiblemente, para bien del país.
Al mismo
tiempo, la Carta política reconoce la creciente demanda de las comunidades por
ampliar sus campos de decisiones en la gestión del Estado, del territorio y del
patrimonio ambiental, con todo lo cual queda en el pasado la pretensión de
“ordenar la casa desde arriba”, de imponer un ordenamiento del espacio nacional
desde la cúpula del Estado central, pretensión que demostró con creces, su
plena inoperancia.
No
obstante, el propósito central de la sociedad en su conjunto, de alcanzar un
desarrollo sostenible en términos ambientales, económicos y políticos,
solamente podría ser viable con una gestión participativa pero también
técnicamente orientada. Es acá en donde
se abren las demandas para desarrollar métodos participativos y eficientes para
producir un nuevo ordenamiento del territorio y del reparto social.
En este
punto es necesario insistir en el reconocimiento de las realidades presentes en
las relaciones entre las comunidades y su medio natural. En primer término, la formulación de
cualquier proyecto de esta naturaleza ha de partir de clarificar los objetivos
y metas del mismo, sustentados en un diagnóstico adecuado de las condiciones
ambientales y humanas del espacio definido como escenario del proyecto.
Al
respecto, se deberá tener en consideración la génesis de los asentamientos, la
cual explica, en buena medida, las características y razones del ordenamiento
espacial. En segundo lugar, es necesario
contar con la valoración de los saberes tradicionales sobre el territorio y sus
recursos y, no menos importante aún, establecer las bases y contenidos de la
concertación en torno a la ocupación y manejo de los espacios previstos como
escenarios de los acuerdos.
El
diseño y aplicación de los aspectos instrumentales del proyecto, referidos a
inventarios, técnicas de conservación y preservación por aplicar, capacitación,
mecanismos de participación, seguimiento y toma de decisiones, etc., son tarea conjunta de técnicos y comunidades.
Por otra
parte, el desarrollo de este gran proyecto ha de guardar coherencia con las
definiciones estratégicas nacionales sobre destinación de las regiones y
ecosistemas, políticas de asentamientos humanos y fronteras, como propósitos de
la sociedad y del Estado del Corto, mediano y largo plazo. Su base cierta ha de ser la voluntad de
preservación y desarrollo de la nacionalidad y de su patrimonio ambiental,
sostenible sobre las bases de la convivencia y el respeto mutuo entre quienes
la componen y entre ella y su entorno natural.
El
conflicto armado y las bases de su superación
Un
factor fundamental en la crisis de las relaciones interregionales que hoy
caracteriza al país y al cual habrá de enfrentar un proceso democrático de
ordenamiento del territorio son los conflictos armados. Desde hace poco mas de una década ellos se
han extendido a gran parte del territorio y de los espacios de la vida
nacional, reduciendo la gobernabilidad, debilitando las instituciones y la
propia soberanía nacional. Al mismo
tiempo, surgen con mayor fuerza propuestas de la sociedad y de entidades
externas dirigidas hacia la búsqueda de soluciones negociadas para la guerra.
Los
analistas del conflicto armado en Colombia coinciden en señalar la importancia
de las raíces agrarias del mismo, relacionadas con las profundas inequidades en
la distribución de la propiedad territorial, en el acceso a los demás recursos
productivos y a los servicios, todo lo cual incide en la profundización de las
brechas campo - ciudad, en la
persistencia de condiciones de pobreza y pobreza absoluta en el campo y, por
último pero de primera importancia, en la debilidad política estructural de las
sociedades rurales, a las cuales se ha impedido, de manera sistemática, de la
representación de sus intereses en la concertación nacional.
Un
factor fundamental para superar estas condiciones críticas es el referido al
gasto público y a la modernización de las condiciones sociales y productivas
del campo como responsabilidad del Estado y del conjunto de la sociedad. Las decisiones en este sentido, guardarían
correspondencia con una comprensión del significado estratégico del campo para
la estabilidad económica y política del pacto social vigente, lo cual
expresaría una priorización, a mediano y largo plazo, de las políticas
dirigidas al desarrollo rural y a la búsqueda de equilibrios en las condiciones
políticas, sociales y económicas entre el campo y la ciudad.
Esta
priorización estaría reflejada en el respeto a las organizaciones de campesinos
y demás trabajadores del campo como interlocutores en la negociación del
reparto político y económico nacional, todo lo cual implica construir un nuevo
modelo de desarrollo en el cual se definirían prioridades diferentes en cuanto
los objetivos y metas del desarrollo, nuevos equilibrios entre el campo y la
ciudad y correlaciones igualmente diferentes entre el manejo macroeconómico y
la distribución del producto social.
Este
nuevo modelo de desarrollo habría de estar sustentado en una voluntad política
consecuente y recursos adecuados.
Igualmente, deberá contar con el apoyo de otras políticas que actúen
como soporte paralelo y dinamizador.
Esta función corresponde a las propuestas de adelantar una política de
paz como política de Estado, las cuales coinciden en señalar al problema
agrario como base fundamental del conflicto armado.
Existen
experiencias similares a la colombiana que deberán ser tenidas en cuenta para
desarrollar una política efectiva de negociación y superación de las
confrontaciones armadas. Para este
efecto se sugiere desarrollar acuerdos de trabajo de “doble vía”, que permitan
también compartir los aprendizajes realizados por Colombia. Igualmente, se recomienda aprovechar los
recursos, capacidades y experiencias de organizaciones internacionales que
faciliten el desarrollo de las políticas, programas y proyectos dirigidos a
obtener una paz duradera en el país. El
tránsito hacia la paz tiene costos para
el conjunto de la sociedad, los cuales, sin embargo, resultan ventajosos si se
comparan con los costos económicos, sociales y políticos de la guerra.
No
obstante, el proceso de reconstrucción (salud, educación, subsidios para la
alimentación, apoyo a las organizaciones populares, créditos para la producción
y la comercialización, vivienda y reasentamientos, dotación de
infraestructuras, etc., etc.) requiere recursos que difícilmente pueden ser
proporcionados por la economía nacional con la eficiencia requerida para la sostenibilidad
del proyecto.
Santafé de Bogotá, Marzo 1 de 1998
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