Álvaro Camacho Guizado
Eduardo Pizarro dedica su columna del domingo pasado en El Tiempo, a debatir con Daniel Samper acerca de si es conveniente o no que el Gobierno continúe con las fumigaciones aéreas para erradicar los cultivos ilícitos. Yo también me voy a meter en el debate, aunque para hacerlo deba repetir argumentos que ya he presentado en esta columna. El fondo del argumento de Pizarro es que los cultivos ilícitos son feroces destructores del medio ambiente, por la tala de bosques y la contaminación de aguas con químicos nocivos, y que lo peor es que no se puede hacer erradicación manual porque los cultivos están protegidos por grupos armados. Y agrega un argumento que responde a una imaginación febril: dice que “es muy probable que muchas de las enfermedades que se le atribuyen al glifosato sean en realidad producto de los desechos químicos vertidos a los ríos”.
Vamos por partes: desde una perspectiva ética el que los productores contaminen el medio ambiente no puede utilizarse, bajo ninguna circunstancia, en una justificación para que el Estado haga lo mismo. Y menos que lo haga basado en un estudio contratado por la CICAD, que a su vez ha sido severamente desacreditado por los investigadores del IDEA de la Universidad Nacional, vecinos de Pizarro, quienes mostraron los errores del estudio.
Pero si el argumento ético no basta, hay que recurrir a una sencilla evidencia empírica: las fumigaciones aéreas no han logrado detener la expansión de los cultivos, como se deduce de la situación del mercado: más de un estudio ha mostrado que los precios al consumidor no se han reducido, que los niveles de pureza se han conservado, y que el mercado se ha expandido a Europa: esto quiere decir sencillamente que la oferta se ha mantenido.
Pizarro omite además que la respuesta de los cultivadores ha sido trasladar los cultivos a nuevas regiones, y que han recurrido a nuevas variedades más precoces, productivas y resistentes a los herbicidas. Y que la relación entre hectáreas fumigadas y erradicadas es abismal: habría que preguntarse cuántas hectáreas habrá que asperjar para modificar los términos de la relación.
Otro argumento de Pizarro es que la erradicación manual es muy costosa: habría que mostrar que lo es más que la aspersión aérea. Lamentable, esa es una cifra que se oculta sistemáticamente a la opinión pública, tanto en Colombia como en Estados Unidos, el verdadero financiador de las fumigaciones, pero sin ella no se puede hacer la audaz afirmación que hace Pizarro.
El argumento de que es probable que las enfermedades de los pobladores de las áreas sembradas sean producidas por los químicos que usan los productores es francamente fantasioso: de hecho, Pizarro no ofrece evidencia alguna al respecto, y desconoce varios informes que se han producido tanto en Colombia como en Ecuador acerca de los efectos de la fumigación. Pero la implicación es muy sencilla: resulta que los cultivadores se están suicidando. Hay que reconocer que al menos Pizarro acepta que el glifosato es un mal, así sostenga que es menor.
Finalmente, Pizarro recurre a un argumento que ya se ha generalizado en este gobierno: quien ose criticar la política oficial, bien sea por ingenuo o por otras razones, termina siendo un aliado de los enemigos de la sociedad. Ante este argumento no tengo nada que agregar a lo que muchos comentaristas han dicho: es tan obvia la implicación, que cualquiera la entiende.
Finalmente, Pizarro ni siquiera considera la opción de comprar cosechas que en un momento de entusiasmo propuso el presidente Uribe. La fórmula se podría cambiar: Qué tal que el Presidente dijera: “Preste el marranito y yo no le echo glifosatico”.
Septiembre 2005