¿Qué se debería debatir en un debate sobre las políticas contra las drogas?

Francisco E. Thoumi

Fundación Razón Pública

 

I.         Introducción

Recientes eventos sugieren la posibilidad de que se abra un debate sobre las políticas contra las drogas. Los ejemplos al respecto abundan: primero, en la reunión de la Comisión de Estupefacientes de 2009 un grupo de países europeos presentó una propuesta para discutir la adopción de políticas de “disminución de daño” enfocada en las formas de tratar a los consumidores y adictos de drogas psicoactivas ilegales.

Segundo a principios de 2009 la Comisión Latinoamericana de Drogas y democracia convocada por los ex presidentes Fernando Henrique Cardoso de Brasil, César Gaviria de Colombia y Ernesto Zedillo de México emitió su informe instando al debate para evaluar el paradigma que ha inspirado las políticas contra las drogas actuales.

Tercero, en California los ciudadanos promovieron un referendo que hubiera legalizado en ese estado los usos recreativos de la marihuana de haber sido aprobado en la elección del pasado 2 de noviembre de 2010. Esta propuesta fue presentada a los electores a pesar de contradecir las leyes federales del gobierno central de los Estados Unidos.

Cuarto, el presidente Juan Manuel Santos comentando el referendo de California ha sugerido la necesidad de empezar un debate sobre las políticas contra las drogas ilegales. El ex presidente Vicente Fox de México también ha apoyado esta posición.

A pesar de todas estas y muchas otras expresiones sobre la necesidad de evaluar las políticas actuales, no hay propuestas claras sobre lo que sería un debate riguroso al respecto. Cualquier política genera costos y beneficios que se distribuyen entre la población. En muchos casos pareciera que quienes consideran que las políticas actuales han sido y son un fracaso simplemente buscan que estas se cambien por otras que cambien dicha distribución. Por ejemplo, el clamor para que se “legalicen” las drogas en gran parte tiene sus raíces entre aquellos que se consideran perjudicados por las políticas prohibicionistas y en sus discursos tienden a descontar los costos que la “legalización” generaría a otras personas o grupos sociales. En otros, se toman posiciones menos radicales que aceptan que la producción y el tráfico de ciertas drogas sean ilegales, pero se busca que a los usuarios no se los criminalice.

Las críticas a las políticas actuales contra las drogas son de vieja data. En los Estados Unidos una corriente de pensamiento las ha atacado desde los años sesenta. En Colombia ya eran fuertes en los setenta. Sin embargo, a pesar de innumerables estudios académicos serios que recomiendan una revisión a fondo de las políticas contra las drogas, ha sido extraordinariamente difícil lograr abrir el debate sobre ellas. En este ensayo se exploran algunas de las razones por las cuales esto ha sido así y se elabora una lista de temas que se deberían tratar y de preguntas que se deberían formular y responder en un debate riguroso. Además, presenta las posibles razones por las cuales no ha sido posible abrir el debate.

 

II.       ¿Con quién se debe debatir?

El primer paso para abrir el debate con el fin de modificar políticas requiere establecer con quien se debe debatir. Es Colombia se cree que primero, las políticas contra las drogas han sido impuestas por los Estados Unidos por lo que su modificación se obtendría negociando con ese país. No hay duda de que los Estados Unidos han sido durante 100 años el principal promotor de las políticas prohibicionistas contra las drogas. Sin embargo, durante ese periodo se forjó un Régimen Internacional de Control de Drogas (RICD) formado por tres convenciones de las Naciones Unidas contra las drogas que se han formulado de manera tal que dificultan enormemente cualquier cambio en las políticas. Estas han sido avaladas por la gran mayoría de los países y actúan como una camisa de fuerza que evita cualquier cambio sustantivo.

La elaboración de las convenciones se hizo bajo un paradigma basado en un principio simple: todas las drogas controladas, es decir, las incluidas en las cuatro listas de las convenciones, solamente pueden tener usos médicos y de investigación científica. Todos los demás usos deben ser reprimidos y eliminados. En otras palabras, estas drogas no pueden tener usos recreativos, experimentales, o rituales. Así, en todos los documentos de las Naciones Unidas el consumo no medico o científico de dichas drogas es calificado como “abuso”. Por eso, las políticas no pueden diferenciar entre drogas “duras” y “blandas”, o entre usuarios y adictos.

La limitación a usos médicos y científicos se basó en la influencia de grupos religiosos y sectores del sector de salud que durante todo el siglo XX tuvieron gran influencia en la formulación de la normatividad internacional sobre drogas que alteran el ánimo. Esta limitación tiene efectos importantes pues no permite diferenciar entre drogas blandas y duras y nubla la diferencia entre usuarios y adictos puesto que no pueden existir usuarios sino abusadores de drogas ilegales.

 

Otra característica es que algunas decisiones importantes se tomaron sin una base científica sólida. Según Sinha (2001: 6) “la clasificación de las diversas plantas y sus productos derivados (no los precursores químicos usados para su procesamiento) en las listas de control más estrictas también se caracteriza por no haberse realizado según estudios científicos sino partiendo de la idea de que todos los estupefacientes eran peligrosos hasta que se demostrara lo contrario”.[1]

 

Es notable que la Convención Única no fuera una respuesta a problemas percibidos como graves en ese momento. Esta se firmó al final de la década de los cincuenta en la que el consumo recreativo de opiáceos, cocaína y drogas sintéticas no era un asunto de política importante en los países y en sus relaciones internacionales y los países signatarios la firmaron de común acuerdo. La fuerte influencia de las fuerzas religiosas moralistas y la opinión médica forjó el consenso para subordinar la producción y distribución de las sustancias controladas a las necesidades médicas y de investigación científica. Sin embargo, la Convención no obliga a los firmantes a invocar el derecho penal para llegar a este objetivo principal del tratado.

 

La Convención de Drogas Psicotrópicas de 1971 fue reactiva al aumento del consumo experimental y recreativo de muchas drogas sintéticas durante los años sesenta y se concentró en las drogas sintéticas y alucinógenas. La Convención establece las reglas que los gobiernos deben seguir para otorgar licencias de producción, y la regulación de las prescripciones médicas y el comercio internacional incluyendo los casos en los que están prohibidas. Además establece directrices para la cooperación internacional y para la acción contra el tráfico ilícito. Respecto al consumo ilegal las partes de la Convención se comprometen a tomar medidas adecuadas, pero no tienen obligaciones definidas. Además, agrega en sus listas un número alto de drogas sintéticas. Sin embargo, la influencia de la industria farmacéutica fue fuerte y se aceptó que “a menos que existieran pruebas concluyentes sobre el peligro de una determinada substancia, ésta no debería penalizarse” (Sinha, 2001: 27).[2]

 

La Convención  contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Drogas Psicotrópicas de 1988 surgió en reacción al crecimiento del tráfico internacional y el fortalecimiento de las organizaciones traficantes. La Convención se concentró en aspectos relacionados con el control del tráfico internacional de drogas y busca promover la cooperación entre los signatarios. Aclara los asuntos relacionados con la jurisdicción, establece directrices para medidas de confiscación de activos, extradición, asistencia legal mutua, y otras formas de cooperación y asistencia entre estados que sirven de tránsito a las drogas, controles a las substancias usadas en la fabricación de drogas narcóticas y substancias psicotrópicas, zonas y puertos libres, y el uso de los correos por parte de los traficantes. Esta Convención utiliza por primera vez el concepto de lavado de activos y empieza a formalizar la lucha contra esta actividad.

 

Esta convención obliga por primera vez a las partes firmantes a penalizar todos los aspectos relacionados con el tráfico ilícito de drogas: el cultivo, la fabricación, la distribución, la venta, el blanqueo de dinero, etc. Y a “garantizar que los tribunales o las autoridades competentes de cada estado trataran dichas actividades ilícitas como delitos graves” (E/CN.7/590: 48). Además, hace obligatoria la penalización de la posesión de drogas para el consumo personal aunque no obliga a su criminalización. Es decir, el consumo se encuentra tipificado penalmente, pero  dependiendo de la importancia que se le dé, puede considerarse como delito o como contravención, lo que da lugar a que su sanción varíe. Esta medida implica que el manejo del consumo deje de ser considerado solamente como un asunto de política nacional (Jelsma, 2003).

 

Bolivia cabildeó para sacar la coca de la lista I de 1961 y para eliminar el compromiso adquirido de acabar con sus usos tradicionales. Bolivia logró que en el inciso 2 del artículo 14 sobre “Medidas para erradicar cultivos ilícitos de plantas estupefacientes y para eliminar la demanda ilícita de estupefacientes y drogas psicotrópicas” se estableciera que “las medidas adoptadas respetaran los derechos humanos fundamentales y tendrán en cuenta los usos tradicionales lícitos, en dónde hay evidencia histórica de tal uso, y también la protección del medio ambiente”. A pesar de esto, Bolivia firmó la Convención con reservas enfatizando la diferencia entre coca y cocaína y argumentando que la planta de coca no es una droga como se afirma en la lista I de 1961.

 

Es importante resaltar que de conformidad con el derecho internacional las convenciones tienen fuerza vinculante para los Estados.[3] Los artículos 26 y 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados regulan el principio del “pacta sunt servanda”, de acuerdo con el cual los tratados vigentes deben ser cumplidos por las partes (art.26), aun cuando estos se encuentren en oposición con el derecho interno (art. 27). Sin embargo, la Convención de 1988 incluye principios específicos que requieren prudencia pues el tratado debe implementarse “en conformidad con las provisiones fundamentales de sus respectivos sistemas legislativos” (art. 2.1) y “sujeto a los principios constitucionales y a los conceptos básicos de su sistema legal” (art. 3.2).

 

Sin embargo, una vez un país firma un tratado internacional, tiene que cumplirlo aunque su normatividad interna esté en contradicción con lo previsto en el tratado. Esto implica que los países signatarios de las convenciones de drogas no pueden por medio de su legislación doméstica cambiar los compromisos contraídos internacionalmente.

 

Otra característica de las convenciones es que son muy difíciles de cambiar. Las convenciones se pueden modificar y enmendar. Las modificaciones son cambios en las listas de las drogas. Las enmiendas son cambios en los artículos de las convenciones.[4] Para modificar las listas de drogas las convenciones de 1961 y 1971 requieren que la OMS o una Parte (país signatario) de la Convención solicite el cambio que debe estar sustentado en estudios. La convención de 1961 requiere que el cambio sea aprobado por la mayoría de los miembros de la CE. Cambios en las listas de la convención de 1971 requieren dos tercios. Además, si la CE aprueba el cambio, cualquier Parte de la convención puede requerir que la decisión de la CE sea revisada por el Consejo Económico y Social de la ONU (ECOSOC) en donde otra votación mayoritaria es necesaria para aprobar la recomendación. En el caso de la convención de 1988 la JIFE y no la OMS es el órgano que puede solicitar el cambio. Dado el fuerte bloque prohibicionista dentro de la CE que incluye a los Estados Unidos, Suecia, Japón y la mayoría de Estados Árabes y antiguos miembros de la Unión Soviética y de la Europa Oriental, las posibilidades reales de modificar las convenciones son mínimas (Bewley-Thomas, 2003: 174).

 

Bewley-Taylor (2003: 174) explica además que en el caso de “drogas naturales” como la coca y el cannabis hay más obstáculos pues el comentario de la convención de 1961, que no es vinculante pero sí tiene peso interpretativo, excluye de los cambios posibles los referentes al cultivo de dichas drogas.

 

El otro camino para el cambio son las enmiendas que tienen procedimientos semejantes en las tres convenciones. Cualquier Parte “puede notificar al Secretario General su propuesta de enmienda, incluyendo las razones para esto. El Secretario General entonces comunica la enmienda propuesta a las Partes y al ECOSOC que debe decidir si convoca una conferencia para considerar la enmienda o si consulta a las Partes si ellas aceptan la enmienda. Si después de 18 meses ninguna Parte rechaza la enmienda, ésta entra en vigencia” (Bewley-Thomas, 2003: 175).

 

Sin embargo, basta con que una Parte rechace la enmienda para que esta no se apruebe. En ese caso el ECOSOC puede decidir si convoca una conferencia para considerar la enmienda o si simplemente acepta el veto. Más aun en caso de que se convoque una conferencia, el resultado puede ser fortalecer el enfoque represivo de las convenciones debido a la fortaleza del grupo prohibicionista (Bewley-Thomas, 2003: 175).

 

 

I.          Implicaciones de la Normatividad Internacional y Desarrollos Recientes

 

Las convenciones establecen una camisa de fuerza que restringe las posibilidades que un país puede tener para manejar el consumo de drogas que alteran la mente. Los países tienen un grado de flexibilidad para manejar el consumo de las drogas ilegales pero no su producción. Además, la producción de drogas legales controladas para asegurar que sus usos se limitan a los lícitos (médico y de investigación científica). Los países pueden tener normas nacionales más restrictivas que las establecidas en las convenciones, pero no más laxas.

 

Algunos países europeos como los Países Bajos, España, Portugal, el Reino Unido y Suiza y algunas regiones de Alemania han desarrollado políticas de “reducción de daño” que incluyen, entre otros, la distribución y el cambio de agujas y jeringas para adictos a la heroína, el análisis químico de drogas que el adicto lleve a centros de salud con el fin de prevenir sobredosis o intoxicación, el uso de la metadona para reemplazar la heroína, la provisión de centros de inyección limpios y dignos, la venta de un cigarrillo de marihuana en “coffee shops”, la casa por cárcel para madres con hijos menores de edad, la confiscación de drogas y la deportación de “mulas” en lugar de encarcelarlas en un país extranjero y aún la provisión controlada de heroína a adictos a través de sus médicos. Estas políticas han sido criticadas fuertemente por la JIFE, la ONUDD y la Oficina Nacional de Políticas de Control de Drogas (ONDCP) de los Estados Unidos. La cuestión es si estas políticas violan o no las convenciones.

 

En la reunión de marzo de 2009 la CE tenía el mandato de debatir la efectividad de las políticas contra las drogas y sentar las directrices para los próximos 10 años. La Unión Europea en representación de 26 países insistió en que la declaración política incluyera en varios lugares la aceptación de políticas de “reducción de daño” en relación con el consumo de drogas con el fin de eliminar los conflictos con los organismos de control de drogas de la ONU que alegan que dichas políticas violan las Convenciones (Thoumi, 2009).

 

Además, en América Latina se conformó la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia liderada por los ex-presidentes Cardoso (Brasil), Gaviria (Colombia) y Zedillo (México), que presentó una controvertida declaración política recomendando explorar las posibilidades de descriminalizar (no de legalizar) el consumo de marihuana (Ibid.).

 

Es claro que la gama de políticas de reducción de daño posibles es amplia y controversial, por lo cual no es fácil llegar a un acuerdo. Esto dificultó el debate pues los opositores más fuertes a esas medidas (Estados Unidos, Rusia, Japón, Suecia, Italia, la Santa Sede, Cuba y Colombia entre otros) insistieron en una definición específica. La posición de la Unión Europea se debilitó cuando un país insistió en definir claramente lo que consideraba era la reducción de daño y otros decidieron que era una definición muy amplia. Al romper filas el grupo europeo, el grupo opositor pudo vetar cualquier mención de “reducción de daño” en la declaración política (Ibid.).

 

Es importante notar que la sociedad civil está dividida con relación a la flexibilización de las convenciones. Organizaciones como Drug Policy Alliance, International Drug Policy Consortium, Transnational Institute, International Council on Security and Development (ICOS) y otras semejantes, critican fuertemente las políticas represivas contra las drogas y buscan promover reformas a las convenciones. Sin embargo, un grupo importante de más de 600 ONGS de más de 80 países patrocinado por la reina de Suecia participó en el Foro Mundial Contra las Drogas reunido en Estocolmo en septiembre de 2008 y creó la Federación Mundial Contra las Drogas (FMCD) que exige la prohibición absoluta y aboga por un mundo libre de drogas y por la intolerancia total hacia el consumo diferente de usos médicos y de investigación. Basta citar a Carlsson (2009), uno de sus líderes: “No puede haber otra meta que un mundo libre de drogas. Los derechos humanos son incompatibles con el abuso de las drogas. Todos los individuos tienen derecho a que su vida no sea dañada por las drogas. Quienes formulan políticas tienen que defender y proteger este derecho. Nadie sirve los derechos e intereses de los usuarios de drogas apoyando el abuso continuado de ellas”.

 

La CE terminó reafirmando el prohibicionismo mundial y repitiendo el compromiso hecho en 1998 de lograr en 10 años disminuciones sustanciales en la cantidad de drogas ilegales producidas y consumidas y en el número de adictos y usuarios. Dado los ciclos internos de las Naciones Unidas lo más probable es que habrá que esperar otra década para tener la oportunidad de revisar las políticas prohibicionistas a nivel mundial.

 

En conclusión, los países tienen fuertes limitaciones para formular políticas hacia las drogas que alteran la mente que se opongan al paradigma prohibicionista. Con relación a la producción y tráfico de dichas drogas no tienen muchas opciones: estos deben ser criminalizados. Respecto al consumo es posible tener políticas más flexibles que tengan en cuenta aspectos de salud pública, pero de cualquier manera no hay opciones de liberalizar el mercado que hoy es ilegal. Sin embargo, aceptado las realidades de un mundo en el que la distribución de poder es muy desigual, es posible afirmar que países desarrollados con economías fuertes pueden experimentar mucho más con políticas más flexibles que los países pobres que reciben ayuda externa para luchar contra las drogas.

 

La normatividad internacional es tan fuerte y difícil de cambiar que lo más que se puede esperar son modificaciones marginales a las políticas. Un cambio que posiblemente tenga alguna posibilidad de ser lograrse es la exclusión de la hoja de coca de las listas de drogas controladas. Esta es una propuesta del gobierno de Bolivia cuyo presidente, Evo Morales, hizo una presentación teatral muy dramática en la última CE argumentando la diferencia entre la coca y la cocaína y resaltando los derechos ancestrales de los indígenas bolivianos al uso tradicional de la hoja de coca. La modificación buscada en la clasificación de la coca requeriría el establecimiento de un sistema de control internacional diseñado para limitar el desvío de coca legalmente producida para fines tradicionales al mercado ilegal. Otros cambios en las políticas internacionales, a lo menos en el mediano plazo, no parecen probables.

 

 

Con los Estados Unidos se puede negociar la cantidad de apoyo logístico y financiero a la lucha contra las drogas, pero no se puede negociar el prohibicionismo. La reciente propuesta presentada al electorado en California refleja esta situación: en los Estados Unidos hay gobiernos locales que quisieran permitir el uso recreativo de marihuana, pero el gobierno federal está atado a las normas acordadas en las convenciones. 

 

 

 



[1] Citado por Jelsma (2003).

[2] Citado por Jelsma (2003).

[3] La Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados firmada en 1969 y vigente desde enero de 1980 establece las normas que los países deben seguir respecto a los tratados internacionales.

[4] Bewley-Taylor (2003) hace un análisis detallado de estos procesos.