17 de diciembre
de 1986
Caso: Guillermo
Cano Isaza
|
SINOPSIS:
1 de septiembre
de 1997
Ana
Arana
El
asesinato de Guillermo Cano Isaza, director de El
Espectador de Colombia, victimado por
narcotraficantes en 1986, estremeció los cimientos
de la sociedad colombiana. Los capos de las drogas
ya habían asesinado al ministro de Justicia,al
presidente de la Corte Suprema de Justicia y al
director de la Policía Nacional, pero el asesinato
de un propietario de un diario nacional, en un
país donde los periodistas suelen tener el mismo
peso que los expresidentes, rompió todas las
reglas.
Para Pablo
Escobar Gaviria y el Cartel de Medellín, El
Espectador era su enemigo número uno. Cano había
tomado una postura enérgica contra las drogas y
apoyaba firmemente la extradición de los
narcotraficantes colombianos. Pensaba que las
instituciones colombianas no eran suficientemente
severas al juzgar y condenar a los poderosos capos
de las drogas.
Escobar y sus cómplices
celebraban sus victorias en Medellín, sede del
cartel, y en Leticia, ciudad fronteriza entre
Colombia y Ecuador. Leticia era el paso principal
de la pasta de cocaína de Perú y Bolivia.
La investigación del asesinato duró nueve
años. El equipo de abogados de Escobar logró
impedir que se cambiara el caso a un sistema
especial de justicia "sin rostro". Esta maniobra
legal le permitió a Escobar enterarse de quiénes
eran los jueces. A algunos magistrados se les
obligó a aceptar sobornos y otros fueron
asesinados por rechazarlos. Uno de los jueces se
exilió; otra sufrió el asesinato de su padre por
ignorar las amenazas para abandonar la
investigación y un tercero, un juez del Tribunal
Superior de Bogotá, fue asesinado poco después de
rubricar una orden de captura contra Escobar.
Para el periódico, el asesinato fue sólo
el inicio de una ominosa campaña de Escobar y su
gente. Como el diario insistió en la información
provocativa e incisiva sobre los narcos, las
amenazas de muerte a sus reporteros y
editorialistas continuaron. Los dos hijos de
Guillermo Cano, Juan Guillermo y Fernando, quienes
compartían los principales puestos de mando del
periódico, recibían muchas amenazas y estuvieron
saliendo del país por largos períodos, durante los
tres años posteriores al asesinato. Otros cuatro
reporteros también tuvieron que abandonar el país
por amenazas de muerte. La distribución del
periódico fue saboteada en Medellín y en otras
áreas, mientras que en esa ciudad su oficina fue
cerrada tras los asesinatos del director de
distribución y del gerente general. Entre 1989 y
1990, el periódico se entregaba en Medellín con
protección militar. La circulación sucumbió en esa
ciudad por las amenazas que recibían los
distribuidores del periódico por parte de Escobar
y su gente. Los peores golpes se asestaron en 1989
cuando Héctor Giraldo Gálvez, abogado de la
familia Cano y encargado de supervisar la
investigación del crimen, fue asesinado. Ese mismo
año, Escobar ejecutó lo que según él sería el tiro
de gracia contra el periódico — explotó una bomba
en sus instalaciones.
El proceso judicial,
que comenzó en 1991, concluyó en un tribunal
común, el 22 de agosto de 1995. Cuatro personas
fueron declaradas culpables de homicidio doloso.
Tres fueron encarceladas. El cuarto cómplice
acusado, Luis Carlos Molina Yepes, velado
empresario, exconfidente de Escobar y quien manejó
las cuentas bancarias de las cuales se obtuvo el
dinero para pagar a los asesinos de Guillermo
Cano, permaneció prófugo hasta su captura el 18 de
febrero de 1997. Dos narcotraficantes que fueron
los principales autores intelectuales, Gonzalo
Rodríguez Gacha y Escobar — fueron abatidos en
1989 y 1993, respectivamente. Otros como Evaristo
Porrás están purgando una sentencia por
enriquecimiento ilícito.
La defensa apeló
la sentencia de la corte en 1995. El 30 de julio
de 1996, en una decisión inesperada, el Tribunal
Superior de Bogotá revocó la sentencia y declaró
que los tres prisioneros eran inocentes. La corte
confirmó la sentencia contra Molina Yepes.
EL CRIMEN
El asesinato de
Guillermo Cano ocurrió cuando explotó la furia de
Escobar contra el periódico colombiano. Hacia
1986, "El Padrino", como Cano llamaba irónicamente
al capo de las drogas en sus artículos, había
amasado una fortuna y se había convertido en el
narcotraficante más poderoso del mundo. El Cartel
de Medellín manejaba el 70 por ciento del tráfico
de cocaína hacia los Estados Unidos y Europa; sus
ganancias eran fabulosas. Tenía una corte de
simpatizantes en Medellín, donde construyó
viviendas y canchas de fútbol para la gente pobre.
Pero su dominio se veía amenazado por el tratado
de extradición entre Colombia y Estados Unidos.
Escobar percibió que la opinión pública
era un importante instrumento para eliminar el
tratado. Así pues, invirtió grandes sumas de
dinero para exponer al tratado como violatorio de
la soberanía de Colombia. Mientras el cartel hacía
campaña para abolir el tratado de extradición,
Cano hacía denuncias que contradecían las ideas de
los narcos. Semana tras semana sus artículos
criticabana quienes querían eliminar el tratado.
Sus conceptos se sustentaban con los artículos de
periodistas investigativos de El Espectador que
expresaban lo vulnerable que era el sistema
judicial de Colombia ante la presión de los
narcotraficantes.
Algunos colegas de Cano
pensaban que estaba obsesionado con el tráfico de
drogas. Pero en retrospectiva, sus reporteros y
otros periodistas coinciden ahora en que
"profetizó" sobre el inicio de la era del tráfico
ilegal de drogas y del peligro que representaba
para la democracia colombiana. "Tenía un sentido
maravilloso de lo que es noticia", comenta Luis de
Castro, editor de asuntos judiciales de El
Espectador, quien trabajó con Guillermo Cano
va-rios años. Los periodistas todavía recuerdan su
sentido del humor y su memoria fotográfica.
Luis Gabriel Cano, su hermano mayor y
quien asumió la presidencia del periódico después
de su muerte, afirma que su hermano jamás habló
sobre las amenazas. "Guillermo mantuvo su lucha
contra el narcotráfico sin importarle nada",
apuntó.
El cabello canoso y la actitud
calmada de Luis Gabriel Cano recuerdan a su
hermano. "Guillermo sentía que si no los
deteníamos, las bandas de narcos querrían dirigir
el gobierno, que es lo que estamos viviendo
ahora", declaró en su espaciosa oficina. Es la
misma que fue semidestruida por un bombazo en
1989, y la que refleja gran parte de la historia
del periódico, fundado en 1887.
Cano
inició su lucha contra las bandas de
narcotraficantes a principios de la década del
ochenta. Su primer golpe periodístico contra el
imperio de Escobar fue un artículo publicado en
1983 que detallaba el primer arresto del capo en
relación con estupefacientes. En 1976 Escobar fue
detenido por esconder cocaína en los neumáticos de
un auto robado, cuando era apenas un desconocido
robacoches. En el periódico se recuerda
cariñosamente este incidente que ilustra la
astucia y el instinto periodístico de su antiguo
jefe. Cano recordó la cara de Escobar cuando vio
al capo en la ceremonia de apertura del congreso
en 1983. "Yo he visto esa cara en algún lado", le
comentó a uno de sus editores. El mismo se metió
en el archivo del periódico a buscar la
fotografía. Volvió a publicar la historia y la
fotografía en la primera plana de El Espectador.
Esto truncó la ambición de Escobar de formar parte
del congreso y convirtió a Cano en uno de sus
peores enemigos.
Hacia 1986, El Espectador
había tomado la delantera en los medios
colombianos en cuanto a ataques contra los
carteles de las drogas. El periódico entero se
dedicaba a analizar minuciosamente, exponer e
investigar el tráfico de drogas y sus tentáculos
dentro de la sociedad colombiana. Cano, de 61
años, atacaba a diario a los narcotraficantes en
el editorial, en las páginas de noticias y en su
columna "Libreta de Apuntes". Recibió el Premio
Nacional de Periodismo de Colombia en 1986, por
sus artículos contra el narcotráfico y en apoyo al
tratado de extradición. El 16 de diciembre de
1986, fue entrevistado por un integrante del
Círculo de Periodistas de Bogotá sobre los
peligros del periodismo. "El problema en nuestro
negocio es que nunca se sabe si volveremos por la
noche a casa", comentó.
Al día siguiente,
el miércoles 17 de diciembre de 1986, fue
asesinado.
Ese día, Cano salió del
periódico poco después de las 19:00 hs.. Subió a
su camioneta familiar Subaru roja, estacionada en
las instalaciones del periódico. Al llegar a la
Ave. del Espectador, una amplia calle frente a las
oficinas del periódico, el tráfico prenavideño era
pesado. Los autobuses iban pegados a los
paragolpes de los automóviles, en medio del smog.
Cano entró a la avenida rumbo al sur y se metió al
carril izquierdo para dar vuelta en U y entrar al
otro carril hacia el norte. Al reducir la
velocidad del auto para efectuar el giro, uno de
los dos jóvenes que esperaban en una motocicleta
estacionada en lugar prohibido, en medio de la
avenida, se acercó furtivamente a pie al lento
Subaru. Cuando estuvo cerca, el joven abrió un
estuche negro, sacó una ametralladora pequeña, una
MAC-10, arma favorita de los sicarios del Cartel
de Medellín, según reconoce la policía.
Rápidamente disparó ocho tiros al pecho de Cano.
Al tratar de escapar, herido de muerte, pisó el
acelerador, se lanzó directamente en sentido
contrario y se estrelló contra un poste de luz.
Los testigos declararon a la policía que los
asesinos huyeron en una motocicleta con una placa
muy distintiva: FAX 84.
Nadie dudó que su
muerte había sido ordenada por los
narcotraficantes. La lista de muertos ya era
larga: más de 50 jueces, el ministro de Justicia,
Rodrigo Lara Bonilla; el magistrado de la Corte
Suprema de Justicia, Hernando Baquero Borda y el
jefe de la Policía Antinarcóticos, Jaime Ramírez
Gómez. Todas esas víctimas fueron funcionarios del
gobierno que tomaron decisiones judiciales
importantes contra el Cartel de Medellín en casos
legales y de extradición.
Los narcos
también habían matado a varios periodistas del
interior por escribir artículos específicos sobre
operaciones de estupefacientes. Pero el asesinato
de Cano abrió una herida mucho mayor en la
democracia de Colombia. Su homicidio fue un
escalofriante mensaje a la sociedad colombiana de
parte de los narcos: "si nos atacan, nos
vengamos". Este sería el preludio de los
asesinatos de tres candidatos presidenciales y
otros periodistas marcados por el Cartel de
Medellín.
Al día siguiente del asesinato,
una procesión fúnebre encabezada por el presidente
Virgilio Barco, y a la que acudieron miles de
colombianos que ondeaban pañuelos, acompañó el
cuerpo de Cano al cementerio Jardines del
Recuerdo, en la periferia de Bogotá. El Círculo de
Periodistas de Bogotá le pidió a los medios de
comunicación no informar ese día, lo que
representó que por primera vez se dispusiera un
bloqueo info rm at ivo en memoria de un periodista
asesinado. Su muerte ocupó las primeras planas de
todos los diarios colombianos y de los principales
periódicos del mundo.
Como respuesta al
asesinato, el presidente Barco ordenó el "estado
de sitio". Asimismo, restituyó una ley que
requería un permiso especial para motociclistas y
prohibía la venta de moticicletas de gran
cilindrada. Fue una aceptación tácita de que la
motocicleta se había convertido en un instrumento
mortal de los narcos.
Mientras la mayor
parte de Colombia estaba en duelo, el crimen de
Cano produjo euforia en Medellín, sede
extraoficial del cartel. La policía reportó
fiestas en las comunas, o vecindarios pobres,
donde vivían los sicarios del cartel. Los grandes
jefes también estaban de buen humor. La policía
supo a través de informantes que una reunión en la
casa de Escobar, en el lujoso edificio El Mónaco,
a donde habían asistido miembros importantes del
Cartel de Medellín, era para festejar el
asesinato. Hubo otra fiesta en Leticia, ciudad
fronteriza aproxi-madamente a 650 Kms. al sur de
Bogotá, donde Evaristo Porrás y sus secuaces
también estuvieron de humor festivo. Porrás
controlaba el principal puerto de entrada de
cocaína proveniente de Perú y Bolivia.
Después de ese asesinato y de otros actos
de violencia en 1986, los colombianos al parecer
querían olvidar de que h abía un tráfico ilegal de
drogas en expansión. Así pues, 1987 y 1988 fueron
años difíciles para El Espectador, que continuaba
su ataque frontal contra los narcotraficantes. La
unidad de periodismo investigativo del periódico
seguía activa, pero las amenazas de muerte a sus
empleados se multiplicaron. En los tres años que
siguieron al homicidio de Cano, cuatro reporteros
se vieron obligados a exiliarse. La publicidad
disminuyó mientras los narcos amenazaban a las
compañías que se anunciaban en el diario.
La campaña de desesta bilización culminó
en 1989 con el bombazo en las oficinas del
periódico. Los 135 kilos de dinamita explotaron la
mañana del sábado 3 de septiembre de 1989. Eran
pasadas las 6:30 hs., un poco antes de la entrada
del personal sabatino. La explosión voló el techo
del edificio, destruyó su entrada principal y
afectó gravemente la producción del periódico. La
bomba estaba escondida en una furgoneta que había
sido estacionada minutos antes de que estallara
frente a la entrada principal del periódico. Ese
mismo día, seis sujetos armados entraron a una
exclusiva isla privada en el área de Rosario, en
Cartagena e incendiarion la casa de veraneo de la
familia Cano.
LA INVESTIGACION
La
guerra iniciada por el Cartel de Medellín y
Escobar contra Colombia cobró mucha mayor
importancia en la investigación del homicidio. Los
investigadores descubrieron que el crimen había
sido ordenado por Escobar, Evaristo Porrás, el
capo que controlaba Leticia y Rodríguez Gacha,
también cabecilla del Cartel de Medellín. Lo
ejecutaron Los Priscos, la banda de sicarios
preferida por Escobar e implicada en todo
asesinato y bombazo importante que él ordenó entre
1984 y 1990. La banda fue desmantelada en 1990.
Las personas acusadas de ser los autores
materiales del crimen fueron: María Ofelia
Saldarriaga, madre del gatillero; Pablo Enrique
Zamora, conductor de la motocicleta; Castor Emilio
Montoya Peláez, intermediario en la contratación
de los sicarios; Carlos Martínez, quien vendió la
motocicleta; Raúl Mejía y Molina Yepes. Una
investigación posterior reveló que Raúl Mejía era
un hombre que
había fallecido, cuyo nombre
había sido usado ilegalmente por los asesinos. Con
excepción de Molina Yepes y Montoya, los demás
purgaron condenas en Medellín y Bogotá. Si bien
las autoridades colombianas afirmaban que no
podían dar con el para dero de Molina Yepes y se
sospechaba que éste habría pagado sobornos dentro
del sistema judicial. Finalmente la policía lo
capturó el 18 de febrero de 1997 en un restaurante
de Bogotá. Montoya nunca fue encarcelado ya que no
se logró su captura dentro del margen de tiempo
establecido por la justicia.
Escobar tuvo
mucha influencia sobre la investigación debido a
que Cano fue asesinado dos años antes de
instituirse en Colombia el sistema de justicia
"sin rostro" que protege la identidad de los
jueces, testigos e investigadores del tribunal.
Cuando el gobierno quiso traspasar la
investigación del caso Cano a ese sistema, Escobar
se valió de su equipo de costosos abogados para
mantenerlo en el sistema judicial ordinario.
Apenas cometido el asesinato, la investigación se
envió al Tribunal de Instrucción Criminal No. 60,
donde un juez anónimo empezó a recibir amenazas de
muerte, prácticamente de inmediato.
Atemorizado, pidió a sus superiores que
trasladaran el caso a otro juzgado. Entonces, el
juez Andrés Enrique Montañez del Tribunal No. 71
inició valientemente la investigación.
Entretanto, la policía de Medellín y
Bogotá empezó a recibir una andanada de claves y
nuevas pistas. A los seis meses del asesinato, en
junio de 1987, se recibió la pista que empezó a
desenmarañar el misterio del crimen: allanar la
casa de Edison Harvey Hill Muñoz, en Medellín,
delincuente identificado como entrenador de los
sicarios del cartel. Cuando llegó la policía a la
casa de Hill Muñoz, empezó un tiroteo que acabó
con su vida. En su casa la policía encontró la
motocicleta con la placa FAX 84.
En el
bajo mundo colombiano ya había rumores de que la
policía andaba cerca de los asesinos de Cano.
Cuando la policía aumentó la presión, los jefes de
la banda de asesinos decidieron tratar de borrar
algunos rastros. La primera orden fue matar a
Alvaro García Saldarriaga, el pistolero de 23 años
sobre quien los testigos dieron señas a la
policía.
Alvaro García fue encontrado
muerto a la orilla de un río el 25 de mayo de
1987. Su cuerpo fue reclamado por su madre, María
Ofelia, una mujer analfabeta de unos 50 años.
En seis meses, el juez y los
investigadores del Departamento Administrativo de
Seguridad (DAS) establecieron que el asesinato de
Cano era parte de una conspiración realizada por
Escobar y sus secuaces. El juez Montañez giró
órdenes de arresto contra Escobar; Porrás;
Gilberto Ignacio Rodríguez, exgobernador del
Departamento Amazonas; su novia, Dulcinea Cormo
Galindo, quien vivía en Leticia; un doctor de
nombre Héctor Villegas y varios otros maleantes de
la banda Los Priscos.
Inmediatamente
después de la orden, el juez Montañez decidió
tomar largas vacaciones. El caso se reasignó
temporalmente al juez Eduardo Triana.
Dulcinea Cormo Villegas y Porrás fueron
desvinculados de la investigaciín por falta de
pruebas. El DAS decidió que Luis Eduardo Osorio
Guizado, alias La Guagua, o rata almizclera, era
el jefe de los sicarios.
A fines de julio
la policía capturó a una sorpresiva sospechosa.
María Ofelia Saldarriaga, madre del pistolero
ultimado, fue señalada como cómplice. Por una
corazonada, la policía intervino su teléfono al
enterarse que recientemente había depositado
$15.000 (al cambio vigente en 1986) en su cuenta
bancaria. Una noche llamó a Pablo Enrique Zamora
Rodríguez, alias El Rolo, el sujeto que llevó a
cabo el asesinato junto con su hijo. Le dijo que
dispusiera de la motocicleta.
El cartel
continuó su nociva campaña contra El Espectador.
El 12 de abril de 1987, volaron la escultura de
Cano, erigida poco antes en un parque de Medellín.
Miembros del cartel advirtieron a los
distribuidores del periódico en Medellín que
dejaran de repartir el diario o de lo contrario
serían atacados.
Los procesos legales
siguieron hasta agosto de 1987 cuando el terror
llegó a los tribunales. El 1 de agosto, la policía
se involucró en un sorpresivo tiroteo a dos
cuadras de la casa del juez encargado del caso
Cano. En el encontronazo resultó muerto José
Roberto Frisco Lopera, el miembro más temido de la
banda Los Priscos. En un cateo posterior en su
cuarto del céntrico hotel, Nueva Granada, la
policía encontró granadas, ametralladoras y mapas
de la zona donde vivía el juez Triana. La campaña
de intimidación también se dirigió a empleados de
la sala tribunalicia. Recibían llamadas
ofreciéndoles $20.000 dólares por información, o
"Te arrepentirás". El 2 de agosto, el juez Triana
emitió valientemente una orden de arresto contra
Saldarriaga y El Rolo, ampliando el período de
encarcelamiento. Pero el 5 de agosto, agobiado por
amenazas, se fue a Europa.
Hacia el 15 de
agosto, el caso se turnó nuevamente al juez
Montañez, quien había regresado a Colombia. Lo
rechazó argumentando que se había salido de su
jurisdicción y lo envió al Tribunal Superior. Sin
saberlo las autoridades, los emisarios del cartel
ya habían comprado al juez Montañez, como se
demostraría en dictámenes subsecuentes. El
Tribunal Superior rechazó el caso y le ordenaron
aceptarlo de vuelta. El juez se rehusó.
El
caso no estaba entonces en un tribunal permanente.
Las investigaciones continuaron a cargo de
diferentes jueces. Rubén Darío Mejía y Alejandro
Naranjo Rubián, dos de los mejores abogados
defensores de Escobar presentaron documentos
legales para liberar a Saldarriaga y El Rolo.
Finalmente, el juez Montañez fue obligado
a retomar el caso. En diciembre de 1987, días
antes del primer aniversario del asesinato, el
juez procesó a El Rolo, María Ofelia Saldarriaga y
a otros miembros de Los Priscos. Asimismo, señaló
a Carlos Martínez Hernández, Antonio Ochoa y a
Raúl Mejía como signatarios de las cuentas
bancarias utilizadas para pagarles a los asesinos.
Pero el juez Montañez también desechó los
cargos contra los autores intelectuales: Escobar,
Porrás y Rodríguez Gacha.
Las autoridades
todavía no sospechaban del juez. A mediados de
diciembre, dictó sentencia en otro caso de primera
plana. Ignorando regulaciones especiales, liberó
al narcotraficante Jorge Luis Ochoa, quien purgaba
una condena de 36 meses por contrabando de toros
de lidia. Ochoa había sido extraditado de España a
Colombia en una sospechosa maniobra legal tras el
pedido de extradición de Estados Unidos. Estaba
bajo sospecha por operaciones de contrabando de
drogas por Nicaragua y por asesinato en 1986 de
Barry Seal, un informante norteamericano asesinado
por narcotraficantes en Louisiana. El gobierno
colombiano estaba presionado a mantener a Ochoa en
la cárcel y cualquier decisión legal tenía que ser
aprobada primero por el director nacional de
Prisiones. Montañez ignoró todas las advertencias
del caso. Tras su dictamen fue destituido y la
policía emitió una orden de arresto en su contra.
Se descubrieron pagos del cartel en sus cuentas
bancarias. Además, se inició una investigación
administrativa sobre el juez. Sin embargo, jamás
fue arrestado y la investigación se interrumpió
sin explicaciones poco después de iniciada.
Un mes más tarde se transfirió el caso a
la magistrada Consuelo Sánchez Durán, directora
del Tribunal de Investigaciones No. 87.
Inmediatamente giró una orden de aprehensión
contra Molina Yepes, empresario y conocido por el
lavado de dinero. Molina Yepes usaba sus negocios
de delicatessens y sus agencias de cambio en
Medellín como pantallas de Escobar. El DAS llevó a
Molina Yepes a un centro de detención temporal en
Medellín, para interrogarlo.
El tribunal
se enteró por el acusado Carlos Martínez
Hernández, de la forma en que Molina Yepes
manejaba las cuentas que se utilizaban para pagar
los asesinatos. Por ejemplo, para abrir una
cuenta, Martínez Hernández, depositó un millón de
dólares en la sucursal del Banco de Crédito y
Comercio Internacional (BCCI) en Medellín. La
cuenta estaba a nombre de Guillermo Martínez e
incluía una segunda firma autorizada, un tal Raúl
Mejía. Los investigadores supieron después que
tanto Martínez como Mejía eran nombres de dos
personas muertas, cuyas identidades eran usadas
por Molina Yepes para desviar las investigaciones.
El cheque de María Ofelia Saldarriaga salió de esa
cuenta.
Los extraños incidentes
continuaron. Durante la detención temporal de
Molina Yepes en las oficinas centrales del DAS, se
le permitió ir sólo a comprar cigarros. Se fugó.
El director de la oficina del DAS en Medellín fue
suspendido e investigado en torno a la fuga. Un
año más tarde lo reintalaron en su antigua
posición. Nunca fueron sometidos cargos en su
contra.
La investigación del caso Cano era
una de las que ponía en peligro al sistema legal
colombiano. Más de 200 jueces y empleados del
tribunal habían sido asesinados, varios miles
fueron amenazados y el cartel se infiltró hasta el
corazón del sistema judicial. El gobierno
colombiano empezaba a considerar un nuevo sistema
con métodos que protegieran a sus empleados
judiciales. Tuvieron que ser asesinados más
miembros del Poder Judicial para que aflorara un
nuevo sistema.
Entre marzo y agosto de
1988, la jueza Consuelo Sánchez Durán, reconstruyó
el caso legal contra los asesinos intelectuales de
Cano: Escobar, Rodríguez Gacha, Porrás y Molina
Yepes. Su investigación sobre la banda Los Priscos
produjo más evidencias incriminatorias contra los
autores intelectuales. Al señalar a la banda como
al grupo más importante de ejecutores, concluyó
que también eran responsables del asesinato, en
1984, del ministro de Justicia, Rodrigo Lara
Bonilla, y del crimen, en 1985, del coronel Jaime
Ramírez, director de la Policía Antinarcóticos.
Fue en esa época que el grupo armado del
cartel, Los Extraditables, empezó a emitir
mensajes públicos cada vez que iba a haber un
carro-bomba o un asesinato. También apuntaba a
funcionarios públicos que intentaban frenar las
actividades del narcotráfico. La magistrada
Sánchez Durán recibió esta advertencia: "Si
implicas a Pablo Escobar en el asesinato de
Guillermo Cano, lo lamentarás". Y enseguida el
lema: "Preferimos una tumba en Colombia que una
cárcel en Estados Unidos". Sánchez Durán ignoró el
aviso y giró una orden para iniciar pro
cedimientos de sentencia contra Escobar, entre
otros. El juicio debía empezar en la fecha del
segundo aniversario del asesinato de Cano, el 17
de diciembre de 1988. Entretanto, el presidente
Barco implantó un "estado de emergencia" e
instituyó "la justicia de orden público", o
sistema de justicia "sin rostro", poniendo fin a
los juicios ante jurado y para mantener en secreto
la identidad de investigadores, jueces y fiscales
en casos de drogas y terrorismo.
Sin
embargo, el caso Cano siguió bajo el sistema
judicial ordinario. La jueza Sánchez Durán fue
asignada para iniciar el juicio a Escobar, pero
una supuesta enfermedad de uno de los defensores
obligó a posponer el juicio hasta enero de 1989.
Los acontecimientos de 1989 empañaron todo
progreso legal. Escobar y Los Extraditables
iniciaron una campaña masiva de violencia. Las
autoridades descubrieron una estre cha relación
entre grupos para militares anticomunistas y el
Cartel de Medellín, incluso con mercenarios
israelíes e ingleses que habían capacitado a los
sicarios del cartel en técnicas de explosivos. Una
ola de carros-bomba y asesinatos dejaron un saldo
de tres candidatos presidenciales y más de mil
colombianos muertos .
Escobar no olvidó a
la familia Cano. En marzo sobrevino un duro golpe
cuando los gatilleros del cartel mataron a Héctor
Giraldo Gálvez, abogado de la familia Cano y
respetado columnista. Fue baleado cerca de su
domicilio, en el elegante barrio de Chico, en
Bogotá. La jueza Sánchez Durán trató de empezar un
juicio ante jurado en mayo, pero la policía
anunció que había descubierto planes del cartel
para aterrorizar al jurado. El juicio fue
pospuesto. El equipo de la defensa le pidió al
tribunal enjuiciar por separado a Escobar y a los
otros presuntos autores intelectuales, de los
demás asesinos. La jueza Sánchez Durán, rechazó la
solicitud y refirió el asunto al Tribunal Superior
de Bogotá.
El 16 de agosto, el magistrado
del Tribunal Superior, Carlos Valencia, avaló la
decisión de la jueza Durán de enjuiciar juntos a
todos los acusados. El juez Valencia firmó la
orden y desechó todas las apelaciones de la
defensa. Poco después de salir hacia su casa, los
ejecutores del cartel lo asesinaron mientras
esperaba un autobús en el centro de Bogotá. Sólo
una persona sabía que había firmado la orden; de
alguna manera el cartel había infiltrado el
sistema.
Al día siguiente, Escobar ordenó
la muerte del candidato a la presidencia por el
Partido Liberal, Luis Carlos Galán. Le dispararon
el 17 de agosto en una reunión pública de campaña.
El presidente Barco ordenó una lucha masiva contra
el narcotráfico e implantó un sistema de tribunal
más estricto para proteger la identidad de los
jueces.
La decisión llegó demasiado tarde
para el caso Cano. A fines de 1989, el tribunal
combinó el proceso del caso Cano con el del
magistrado de la Corte Suprema de Justicia,
Hernando Vaquero Borda, también asesinado por
Escobar, en junio de 1986.
El proceso
judicial de estos dos casos se interrumpió por más
de un año debido a que Colombia se hundió en una
seria crisis de orden público. El enfurecido
Escobar le había declarado la guerra al país.
Finalmente, el 21 de noviembre de 1990, el
tribunal quiso reiniciar el proceso. Las amenazas
al jurado detuvieron la decisión. El fiscal
estatal se movilizó para transferir el caso a los
jueces anónimos. Pero el equipo defensor de
Escobar luchó y ganó esa moción. El caso se
transfirió al Tribunal Superior No. 29.
Durante los siguientes cinco años, el caso
no avanzaba debido a apelaciones y
contraapelaciones. En julio de 1991, Escobar se
entregó y se pasó el caso a Medellín. Tres meses
después, regresó a Bogotá, cuando el nuevo fiscal
general, Gustavo de Greiff, decidió que todas las
causas contra Escobar debían procesarse en Bogotá.
Un año después, en 1992, Escobar se escapó
de la prisión. Estuvo fugitivo varios meses y
finalmente fue localizado por un equipo especial
de la Policía Antinarcóticos de Colombia con la
ayuda de agentes de inteligencia de Estados
Unidos. Fue abatido cuando trataba de escapar.
En agosto de 1995, se inició el juicio de
nuevo. Todos los autores intelectuales, con
excepción de Molina Yepes, fueron abatidos o
purgan largas sentencias por otros crímenes.
El 6 de octubre de 1995, el tribunal
declaró culpables de conspiración para cometer un
crimen a María Ofelia Saldarriaga, Pablo Enrique
Zamora, Luis Carlos Molina Yepes y Carlos Martínez
Hernández. Todos fueron sentenciados a 16 años y 8
meses de prisión.
Un año más tarde, el 30
de julio de 1996, el Tribunal Superior de Bogotá
revocó la sentencia de 1995 y determinó que
Saldarriaga, Zamora y Martínez eran inocentes.
La sentencia contra Molina Yepes fue
ratificada. Según los jueces, Molina Yepes debió
ser juzgado como autor intelectual del
asesinato.
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