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FOTOGRAFÍAS
KARIM ESTEFAN
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Paolita
no es una puta. es solo esa hija única que siempre hace
lo que se le da la gana. Esa
que dice que el Diseño Industrial, que estudia en la
Universidad Javeriana de Bogotá, “es una carrera para
psicoactivos, que buscan ver más allá de lo evidente
para poder diseñar”. Una niña de 23 años que revela su
biografía como quien recita páginas completas de un Opio
en las nubes, de Rafael Chaparro Madiedo, que suena a No
nacimos pa’ semilla, del hoy alcalde de Medellín. Que
acepta, sin pensarlo demasiado, ser “una loba con
clase”.
“Jamás una
prepago”.
Y su cuerpo no opina lo
contrario.
Porque sus tetas no son el
paraíso de nadie. Porque su cola es más ancha que esta
revista abierta y porque, de hecho, tiene menos
barriguita que barriga, aunque más barriguita que panza.
Porque, al contrario de como queramos imaginarla, Paola
lleva su belleza en la actitud. En una fumada insolente,
en los pelos que no tiene su lengua y en una cara que,
como ella misma dice, “Vende”, gracias a una sonrisa
perfecta y perlada y a unos hermosos lentes de contacto
color esmeralda que, sin embargo, no se empañan a la
hora de aceptar que le gusta el perico, el billete, la
rumba pesada. Y que anda con
narcotraficantes.
En 1903, the american journal
of pharmacy reportaba que la cocaína era consumida por
una gran minoría, compuesta por “bohemios, apostadores,
prostitutas, porteros, criminales, atracadores,
proxenetas y jornaleros casuales”. Hoy, el panorama es
muy distinto: se estima que 0,3% de la población
mundial, 14 millones de personas, andan embaladas. Y
lo digo así, porque así —Yo me embalo. Tú te embalas.
Nosotros nos embalamos— se le dice en colombiano al
efecto que produce “la dama blanca”. Ese que estalla
entre el ombligo y la garganta, a medio camino entre la
voluntad y la pasión, para dispararse por el cuerpo como
una lluvia de balas sanguíneas, ávidas, produciendo “una
excitación repentina”, “más vitalidad” o “un incremento
del autocontrol”, como lo pondría en sus apuntes el
padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, muy en línea con
la opinión de Pao, que confesaría que la primera vez que
probó la droga, en una rumba de música electrónica, “mi
cuerpo entendió que eso le
encantaba”.
La cocaína que circula por el
mundo puede tener una de tres nacionalidades. Una, es
peruana. La otra, boliviana. En cuanto al restante 62%,
es producto de la casa, como lo expone el Informe
Mundial sobre las Drogas 2007, de la Oficina de las
Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito; documento
que, por demás, también demuestra que, a pesar de los
programas internos de erradicación de cultivos ilícitos
y de que en el mundo entero se intercepte más de 45% del
tráfico, no hay avances en materia de oferta y demanda.
En pocas palabras, que el mercado de la coca sigue
estable. Como una experta catadora, Pao compara la
calidad de la coca tipo exportación, que recibe de
primera mano gracias a sus amigos invisibles, con el más
premium de los cafés colombianos: “Después de probar
esto, lo otro es puro tinto de celador”, dice,
refiriéndose a la que venden en la calle. Porque
conseguir cocaína en la calle es fácil.
En
Bogotá, por ejemplo, un gramo de perico, la tradicional
“felpa” de la 59 con 7, la 86 con 14 o Plaza México, en
plena 116 con 19, sale en 10 mil pesos; sin embargo,
como en la esquina están en jaque ambas, pureza del
producto y seguridad del comprador, autoridades como Pao
recomiendan que, de no contar un amigo extraditable, un
dealer viene siendo la mejor opción para realizar la
transacción. A través de estos personajes, una
bolsita ZipLoc con casi 3 gramos de la vaina sale en
$20.000, aunque a veces, por $50.000, ofrecen rocas
cristalinas, del tamaño de un cálculo renal muy grande.
Pero en el resto del mundo esto no resulta tan
barato.
Según The Economist, el país en
donde más se paga por un gramo de cocaína, 700 dólares,
es Nueva Zelanda, seguido por Japón y Australia, donde
la droga se consigue, en promedio, a 250. En cuanto a
aquellos que lideran la lista de consumo, como España,
que ocupa el primer lugar, la misma cantidad se obtiene
a 50, seguido por Estados Unidos y el Reino Unido, donde
se encuentra a 120 y 80 dólares, respectivamente. De
acuerdo con reportes de la ONU, hoy el narcotráfico
mueve cerca de $500.000 millones de dólares al año: una
cifra que, quizá, explica por qué tantos se obstinan, a
pesar de los pesares, en seguir la parábola de Pablo.
“Porque un hombre con plata come
a la carta”, sentenciaría Pao que, además, sostendría un
intenso y lucrativo romance con quien fuera conocido en
el negocio como “El Dandy”, hasta que este la cagó con
la justicia –y no propiamente con la del Estado– por
delitos que tuvieron más que ver con la infidelidad que
con sus desvíos como narcotraficante. “Piloto
privado”, me corregiría
Pao.
En la realidad y la ficción
flotan, como minúsculas partículas de polvo, infinitas
moléculas de cocaína que penetran el imaginario y la
cultura popular. Están en los diarios, todos los días.
Según dos curiosos estudios, se hacen presentes en el
99% de los billetes de Inglaterra y en todos los baños
del Parlamento Europeo. Estuvieron en dos aviones
presidenciales, aunque por el bien de la verdad, perico
sólo se encontró en el de Fujimori y en el de Samper se
descubrió fue heroína. La droga también anduvo un par de
veces en el buque Gloria y alguna vez por la nariz de
Barack Obama, el candidato a la Casa Blanca. Se
encuentra en la sangre de caballos de carreras y en el
estómago de muchos ciudadanos desesperados. Estampada en
la pantalla grande, en clásicos memorables como
Scarface, o en filmes delirantes como El Colombian
Dream. La cocaína también ha estado en la pantalla
chica, con Kiefer Sutherland, el célebre protagonista de
la serie 24. En la moda, con Kate Moss. Y en los zapatos
de Lindsay Lohan. Por supuesto, también ha quedado
grabada en la música, en artistas tan dispares como Amy
Whitehouse, Charlie García, Joaquín Sabina y hasta
Diomedes Díaz. En canciones como Cocaine, el cover que
popularizaría Clapton. En la literatura, a través del
detective con el más fino olfato de la historia
policíaca: Sherlock Holmes. En El extraño caso de Dr.
Jekyll and Mr. Hyde, aquella alucinante novela que,
según cuenta la leyenda, Robert Louis Stevenson
escribiría bajo el efecto de la droga y de la manía.
En el fútbol, en Maradona. Y alguna vez en la
orina de René Higuita.
Documentos oficiales del
observatorio de Drogas de Colombia revelan que, para
diciembre de 2006, los cultivos ilícitos de coca
ocupaban alrededor de 80.000 hectáreas del territorio
nacional, con presencia en 23 de los 32 departamentos,
principalmente en regiones del Meta, Guaviare, Nariño y
Putumayo. A pesar de que estas cifras demuestran que
durante los últimos años se ha logrado erradicar casi
50% del total de área cultivada, el potencial de
producción de cocaína colombiana se ha mantenido
estable.
Es decir, en unas 690 toneladas
anuales. O sea, en 690 millones de dosis
personales.
Según Carlos Medina, el
subdirector Estratégico y de Investigaciones de la
Dirección Nacional de Estupefacientes, esto se explica,
básicamente, por el gran expertise que tienen los grupos
involucrados en cuanto a métodos para la extracción del
alcaloide y para el tratamiento de sembrados, lo cual
les facilita producir más cocaína con menos mata, sobre
todo en cultivos viejos, como es el caso de
Meta-Guaviare. También, por supuesto, porque el control
territorial que ostentan entorpece seriamente los
procesos de erradicación. De esta actividad viven
aproximadamente 400.000 campesinos colombianos. En
materia de tráfico sigue prevaleciendo la vía marítima.
Así mismo, hacia el norte, México se considera el punto
focal donde converge la mercancía, siendo precisamente
los mejicanos, como principales compradores y
distribuidores, los nuevos amos de un mercado que antaño
se disputaban los carteles colombianos. Según el
funcionario, “en Colombia no hay ninguna agrupación
–llámese Farc, grupos emergentes de las AUC o rescoldos
de los grandes carteles anteriores– que pueda darles la
pelea a los mexicanos. Allí conviven carteles como La
Federación, que cuentan con una capacidad empresarial y
criminal tan poderosa como la que tenían los de Cali y
Medellín, sumados”. Hacia Europa, islas del Caribe
como Aruba y República Dominicana continuan siendo
estaciones de paso importantes, aunque, en los últimos
años, países vecinos como Venezuela, junto con
repúblicas africanas como Cabo Verde, Guinea-Bissau y
Nigeria, se han estado distinguiendo como escalas cada
vez más indulgentes con los intereses de los
narcotraficantes. Respecto al surgimiento del
continente negro en este escenario, Medina sostiene que
se debe a que “son Estados pobres, con raíces
institucionales y democráticas débiles, fácilmente
permeables por el dinero corruptor del narcotráfico”.
Además, se anticipa a lo que podría ser el mapa del
mercado en un futuro no muy lejano, porque cualquier
país del cinturón ecuatorial africano está en
condiciones de cultivar coca sin ningún problema. El
tema podría cambiar de actores pronto. Sobre todo,
afirma, “si Colombia sigue dando la lucha como la está
dando”.
Ahora,
hablemos de sexo. Alrededor de la cocaína también existen
ciertos mitos que le otorgan ciertas propiedades
taurinas –y me excusarán la poesía– a la hora de la
corrida. De esta manera: “Es el mejor Viagra” es una
frase que, con ciertas variaciones de masculinidad y
analogía, suele escuchar con frecuencia en sus consultas
la terapeuta sexual Martha Mejía. “Irónicamente,
algunos hombres la consumen porque dicen que les
garantiza mayor seguridad y resistencia, porque se
sienten ‘respaldados’, sobre todo en casos de
eyaculación precoz. En las mujeres, porque las desinhibe
y las hace más osadas a la hora de aceptar lo nuevo con
mayor libertad y espontaneidad”, afirma. Y Paolita le da
la razón: “Con cocaína en la cabeza, uno puede
experimentar cosas que en otro estado no podría. Además,
¡las veces que uno quiera y sin que el man se canse!”,
diría. Infortunadamente, según Martha Mejía, “las
consecuencias no se hacen esperar. Esta droga trae
resultados nefastos para el desempeño sexual del
individuo y, por supuesto, de la pareja”. Y explica que
a medida que el consumo aumenta va condicionando la
consumación del acto, palabras saludables como deseo,
erección, lubricación, penetración, sostenimiento,
eyaculación y orgasmo, se ven todas deslucidas por
términos menos gratos como insatisfacción, dolor,
frustración y reclamo. Y todo por culpa del milagro.
Por supuesto, también hay quienes disfrutan del sexo
condimentado y deciden sazonar sus artes amatorias
echándose el polvito en lugares púbicos. Y no tan
apropiados. Y entonces ahí es cuando nuestra
especialista se encuentra con el típico atípico caso:
con un miembro de pareja resentido. O con otro
monólogo de vaginas irritadas.
“Al ser un estimulante del
sistema nervioso, la cocaína altera el funcionamiento
del cerebro como central desde donde se activa y regula,
de manera integral, todo el sistema vital”, afirma el
doctor Germán Aguirre, psiquiatra y psicoanalista
experto en el tema. Además, advierte que “su consumo
continuo es como someter a un sistema electrónico a una
poderosa carga sin el debido regulador que administre la
electricidad”. Es decir, que trae fatales
consecuencias como paros cardiorrespiratorios,
cardiovasculares, insuficiencias inmunológicas, renales,
convulsiones, desórdenes alimentarios, úlceras,
hipertensión, insomnio, paranoia y, por supuesto, muerte
por sobredosis. En pocas palabras: corto circuito.
Colapso general.
Como un versado boticario o una
aburrida nutricionista, Pao enumera las razones que la
llevan a meter cocaína: porque aleja el sueño y prolonga
la noche. Porque alivia la depresión y despierta la
iniciativa. Porque nivela los tragos e intensifica el
efecto de otras drogas. Porque suprime el apetito y por
tanto la ayuda a adelgazar. Porque anima la
conversación. Porque es una excelente droga social.
Porque así baila más y tira mejor. “Además –diría–
porque es fácil de controlar”. Pero el doctor Miguel
Bettín, director de uno de los centros de rehabilitación
más destacados del país, la Fundación CreSer, afirmaría
todo lo contrario, porque “debido a la tolerancia que
produce el consumo habitual de cocaína, la persona
deberá ingerir cada vez mayores cantidades para obtener
los mismos resultados que, antes, alcanzaba con dosis
mínimas. Además, deberá hacerlo de manera más frecuente
para evadirse de las sensaciones de desasosiego y
depresión profunda que siguen al efecto estimulante
inicial”. Y es de esta manera que comienza el viejo
círculo vicioso, la adicción como tal, y como diría esta
autoridad en el tema, “una persona dependiente de una
droga es aquel que continúa consumiéndola –sin poder
controlar la ingesta– a pesar de que su vida, por lo
mismo y en todos sus aspectos, tienda a la adversidad”.
Es decir, a pesar de que todo se vaya a la mierda.
Ese oscuro lugar donde nadie quiere
estar.
A los 21 años yo ingresé en un
centro de rehabilitación por una razón muy simple:
porque después de tres años de adicción, no había de
otra. Porque era morir o salvarme. Pero la idea
no es repetir un testimonio que ya todos se saben. Basta
con decir que yo metí porque sí hasta que la vida misma
comenzó a darme los motivos que me hacían falta. Hasta
que entré en el juego sucio del dolor y la anestesia: de
la oferta y la demanda orgánica. Hasta caer en la
cuenta, a las malas, de que, efectivamente, todo se
derrumba. Y todo se acaba.
Entonces, lo más justo sería
decir que la droga mata. Pero no lo haré. Porque
sería una redundancia. Por eso, más bien diré que el
perico es una güevonada.
(Cierre
esta ventana y siga disfruntando del contenido de la
revista.)
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