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LA POLÉMICA SOBRE LA LEGALIZACIÓN DE DROGAS EN
COLOMBIA, EL PRESIDENTE SAMPER Y ESTADOS UNIDOS
Por JUAN GABRIEL TOKATLIAN*
...una gran tolerancia represiva permitía aceptar todo.
Umberto Eco, La Edad Media ha comenzado ya
Desde el
plano no gubernamental, como cabeza principal de la Asociación Nacional
de Instituciones Financieras (ANIF), Samper impulsó la hipótesis
de la legalización de las drogas; no obstante el disgusto de Washington.
Desde el campo gubernamental, como mandatario, no pudo insinuar tal idea;
para el obvio beneplácito de Estados Unidos. Durante los setenta,
desde el terreno de la sociedad civil, Samper pretendió evitar lo
que se percibía, adentro y en el exterior, como una ascendente criminalización
del fenómeno impulsada por Washington. En los noventa, desde el
espacio del gobierno, Samper auspició una criminalización
sin precedentes de este asunto, resultado de la ostensible exigencia de
Estados Unidos[4].
Cuando
Ernesto Samper propuso en Colombia la legalización de la marihuana
durante los años setenta, el país era un productor importante
de marihuana y un procesador ascendente de cocaína, y vivía
las circunstancias iniciales de la configuración de grupos sociales
emergentes vinculados al negocio ilícito de los narcóticos.
Tenía una democracia limitada pero estable, detentaba una guerrilla
de izquierda relativamente revolucionaria y poseía niveles de violación
de los derechos humanos inferiores a los altos promedios que caracterizaban
al Cono Sur y a América Central en Latinoamérica. Pero cuando
Samper solicitó a la comunidad internacional a mediados de
los noventa un gran “consenso contra todas las formas de liberalización
en el uso de las drogas”[5],
Colombia era aún cultivador de marihuana y se había transformado
en un importante productor y procesador de cocaína y heroína.
El país ya vivía la consolidación una nueva clase
criminal ligada al narcotráfico, tenía una democracia crecientemente
iliberal[6]
e inestable, detentaba una guerrilla de izquierda parcialmente contaminada
por la cuestión de las drogas y un paramilitarismo de derecha financiado,
en parte, por narcotraficantes y poseía los niveles más alarmantes
del hemisferio en la violación sistemática de los derechos
humanos.
Como presidente de ANIF y como Presidente de la nación, Samper mostró que las razones que motivaron su postura a favor o en contra de la legalización de las drogas eran estrictamente pragmáticas, sustentadas en una racionalidad y en un cálculo estratégicos. En él no predominaron posturas de principio ni mucho menos una lógica altruista. Como en Estados Unidos hasta el momento ha dominado la vertiente ideológica-puritana sobre la positivista-pragmática en el tema de las drogas, Washington se opuso sistemáticamente a cualquier eventual procedimiento en favor de la legalización de los narcóticos tanto en el plano doméstico como en el exterior. En el caso específico de las relaciones colombo-estadounidenses en materia de drogas y prohibicionismo, Washington hizo sentir el peso de lo que Strange ha llamado el “poder estructural”; esto es,
“el poder de moldear y determinar las estructuras de la economía
política global en las que otros Estados, sus instituciones políticas,
sus empresas económicas, sus científicos y otros profesionales
deben operar...(lo cual) significa un poder superior al de establecer la
agenda de discusión o diseñar regímenes internacionales”[7].
Así entonces, describiré el recorrido cronológico y explicaré la evolución conceptual del tema de la legalización de las drogas en Colombia, identificando el rol significativo de Ernesto Samper en esa polémica y destacando la influencia de Estados Unidos en el tratamiento de ese asunto. En esencia, es posible afirmar que si en algún momento la legalización de narcóticos adquirió alguna fuerza relativa en Colombia de la mano de Samper ciudadano, hoy ese debate está totalmente clausurado debido a la experiencia vivida por el país durante su mandato presidencial.
A finales
de la década de los setenta, el debate colombiano en torno a la
posibilidad de legalizar las drogas se centró alrededor de la marihuana[8].
Ello era el resultado de la acción de actores internos y de propuestas
domésticas, pero que, a su vez, reflejaban lo que acontecía
en el exterior; en particular en Estados Unidos.
Al ganar
la presidencia de Estados Unidos en 1976, Jimmy Carter recibió el
legado de la lucha interna antidrogas de las administraciones de los Presidentes
Richard Nixon y Gerald Ford. En realidad, los logros concretos, en cuanto
a la disminución del consumo y del abuso de drogas, específicamente
de marihuana, eran muy pocos. Si bien Nixon había declarado con
suma euforia el 11 de septiembre de 1973, que en Estados Unidos "we
have turned the corner on drug addiction"[9],
tres años después la demanda de narcóticos se había
incrementado[10].
Durante
la campaña electoral que lo llevó a la Casa Blanca, Jimmy
Carter dio señales de probables variaciones en la estrategia seguida
hasta el momento con pautas menos punitivas para algunas sustancias psicoactivas
ilegales[11].
En efecto, Carter parecía no compartir el criterio utilizado previamente
por Nixon y Ford acerca de una creciente criminalización de la posesión
y consumo de drogas como la marihuana, pero sí apoyaba acciones
más decididas en los polos de producción; en particular,
contra la heroína y en especial, en Turquía.
Desde el
ejecutivo estadounidense, los pronunciamientos indicaban un leve cambio
de actitud, aunque aún no de política. Por ejemplo, en agosto
de 1977, sugirió directamente la descriminalización en el
caso de pequeñas dosis de marihuana[12].
Para entonces, los estados de Oregon (1973), Colorado (1975), Alaska (1975),
Ohio (1975), California (1975), Mississippi (1977), North Carolina (1977)
y New York (1977) habían adoptado medidas tendientes a despenalizar
la posesión de cuantías mínimas de marihuana. Entre
1973 y 1979, once estados de Estados Unidos--que “abarcan un tercio de
la población” estadounidense[13]--descriminalizaron
la posesión de pequeñas dosis de marihuana y, entre ellos,
Alaska fue más allá y legalizó tanto el cultivo como
el uso de cantidades reducidas de marihuana[14].
Así,
en un ambiente relativamente más permisivo, en especial frente a
la marihuana--resultado de una actitud ciudadana menos prohibicionista,
específicamente entre los jóvenes, y de reclamos y movilizaciones
ciudadanas en el plano local y estatal, y no de iniciativas y políticas
federales muy tolerantes--los pronunciamientos del ejecutivo estadounidense
insinuaban alguna variación frente a sus antecesores.
Incluso en el legislativo se observaba un espíritu menos draconiano ante el tema. Por ejemplo, en agosto de 1978, el Congreso
“adoptó la Enmienda Percy por la cual se prohibía el apoyo
gubernamental a la fumigación con herbicidas de plantaciones de
marihuana en el exterior si esa práctica generaba riesgos para los
consumidores (estadounidenses) de cannabis fumigada”[15].
En ese
sentido, no se aprobaba la asistencia externa de recursos de Estados Unidos
para ser utilizados en la aplicación de herbicidas no permitidos
domésticamente[16].
Asimismo, en el nivel estadual, se observaba una actitud más abierta
y menos obsesiva frente a la marihuana; en especial en cuanto al reconocimiento
de su valor terapéutico[17].
Ahora bien,
en el ejecutivo el criterio de Carter era compartido por su consejero especial
para temas de salud, Peter Bourne, quien se inclinaba por una política
en favor de la despenalización sin aceptar la legalización
total de la marihuana. Desgraciadamente para él (y para Carter),
revelaciones de la prensa estadounidense señalaron que como médico
había firmado autorizaciones a una persona cercana para que pudiera
consumir quince tabletas de metacualona. Además, se divulgó
que Bourne había consumido cocaína durante la reunión
anual (diciembre 1977) de la National Organization for the Reform
of Marihuana Laws (NORML). Estas informaciones difundidas por
los medios de comunicación precipitaron su renuncia; este hecho
incidió para que el Presidente Carter modificara su posición
respecto a la descriminalización.
A partir
de 1978, el ejecutivo estadounidense abandonó casi de modo definitivo
su aire semi-liberal frente a determinadas drogas, e inició un discurso
y una práctica orientados a lanzar una ofensiva contra el cultivo
y el tráfico de narcóticos. El gobierno estadounidense comenzó
un nuevo combate interno y externo contra las drogas; sintonizándose
con una opinión pública que gradualmente se alejaba de las
pautas de tolerancia y se acercaba a posturas más represivas frente
a la demanda de sustancias psicoactivas ilícitas[18].
Las señales de aumento significativo en el consumo y abuso de la
cocaína condujeron a que sectores de la sociedad exigieran más
mano fuerte y a que desde el Estado se diseñaran políticas
públicas antinarcóticos más duras.
Con ese
telón de fondo, durante 1978-1979 surgió en Colombia el debate
sobre la legalización de la marihuana[19].
La propuesta planteada por Ernesto Samper, quien por entonces presidía
ANIF, tenía un fundamento práctico: la magnitud del negocio,
la proliferación del uso de marihuana en Estados Unidos, el limitado
efecto de la represión de su producción y demanda, las notorias
manifestaciones de violencia derivadas de su ilegalidad, y la necesidad
de imponer algún tipo de control formal a su cultivo, comercialización
y consumo[20].
En un simposio sobre el tema organizado por ANIF y realizado el 15-16 de marzo de 1979, Samper propuso:
“el país debe estudiar la legalización de la marihuana
como una alternativa seria para su regulación...La legalización
no consiste en dejar la marihuana al garete, sino en enmarcar su cultivo,
comercio y consumo dentro de las leyes y normas que rigen nuestra economía,
nuestra sociedad y nuestro Estado. Proponer dicha legalización unilateralmente,
sin contar con los Estados Unidos, sería poco menos que una bravuconada
de chiquillo caprichoso...(por ello se propone) la constitución
de un comité conformado por representantes de las dos naciones que
estudien sin ninguna aprehensión la legalización de la marihuana
y presenten recomendaciones ajustadas a la realidad de la producción
en Colombia y la evidencia del consumo en los Estados Unidos”[21].
El evento
de ANIF reunió a destacadas personalidades nacionales (entre ellas,
el Procurador General de la Nación, Guillermo González; el
Secretario General de la Presidencia, Álvaro Pérez; el Rector
de la Universidad Nacional, Ramsés Hakim) y de Estados Unidos (el
Embajador estadounidense en Colombia, Diego Asencio; el asesor para asuntos
de drogas de la Casa Blanca, Lee Dogoloff; y el Secretario de Estado adjunto
para asuntos internacionales de narcóticos del Departamento de Estado,
Edwin Corr)[22].
La postura de los funcionarios estadounidenses que asistieron al encuentro
fue unánime y categórica en cuanto al rechazo a cualquier
propuesta que pudiera significar, abrir o conducir hacia la legalización
de la marihuana. En esa misma línea se ubicaron las afirmaciones
del procurador González.
Sin embargo,
el tema no se agotó en la reunión organizada por ANIF. Las
reacciones fueron inmediatas y el debate público se prolongó,
con altos y bajos, por los siguientes dos años. El Contralor General
de la República, Aníbal Martínez Zuleta, se manifestó
partidario de emprender la legalización de la marihuana, al igual
que el presidente de la Bolsa de Bogotá, Eduardo Góez; y
el ex?presidente de la Corte Suprema y magistrado de la misma, Luis Sarmiento
Buitrago, se mostró favorable a evaluar sin prejuicios la opción
sugerida por Samper[23].
En su editorial, El Tiempo se opuso rotundamente a la legalización,
citando las opiniones contrarias a dicha medida emitidas por el Presidente
Turbay y por el entonces candidato presidencial (y luego mandatario) conservador,
Belisario Betancur Cuartas (1982-1986)[24].
El ex?alcalde
liberal de Bogotá, Bernardo Gaitán Mahecha, se inclinó
a favor de la tesis sobre la legalización[25];
el extrovertido general retirado José Joaquín Matallana se
expresó respaldando la legalización a través del control
estatal de la compra, el comercio y la exportación de la marihuana[26];
el influyente general retirado Álvaro Valencia Tovar rechazó
la idea[27].
Asimismo, el reconocido dirigente cafetero Leonidas Londoño señaló
su actitud favorable a la legalización[28].
Por su parte, el presidente del Senado colombiano, Héctor Echeverri
Correa, participó en la controversia desatada criticando, por un
lado, la militarización de la costa Atlántica[29]
donde se cultivaba la marihuana y apoyando, por el otro, la propuesta de
legalización[30].
El gobierno,
por su parte, se opuso en forma contundente a la posibilidad de legalizar.
El Presidente Turbay lo dijo en repetidas ocasiones en el terreno interno
e incluso en reportajes realizados para medios extranjeros como El
Nacional de Caracas[31].
Washington respaldó plenamente la postura del ejecutivo colombiano.
Durante
1980?81, la discusión alrededor de la idea de legalizar la marihuana
bajó en intensidad y adquirió contornos diferentes, teniendo
siempre a Ernesto Samper como un protagonista activo y afirmativo, mientras
Washington buscaba distanciarse de la polémica; al menos en términos
de una participación visible en su debate público en Colombia.
A casi un año del simposio de ANIF, el Senado auspició un
foro sobre las incidencias del contrabando para el país. Tanto Samper
como Echeverri reiteraron sus posturas sobre la necesidad de un estudio
serio y científico para evaluar la alternativa de la legalización,
e incluso, durante el evento, surgió la noticia de que el senador,
respaldado por ANIF, podría presentar al Congreso un proyecto de
ley sobre esta cuestión[32].
En esencia, Ernesto Samper no alteró su posición de 1979. Un año después, en otro texto editado por ANIF en junio de 1980, él sostenía:
“El problema de la marihuana es apenas una parte del general de las
drogas. En muchos casos la marihuana se está convirtiendo en la
puerta de entrada al consumo de drogas efectivamente alucinógenas
o se la vende acompañada de tranquilizantes o estimulantes que nivelan
sus efectos. Con razón se ha pensado que uno de los beneficios que
traería la eventual legalización de la marihuana sería
divorciar un mercado de otro, con lo cual, al menos, la extensión
del problema lograría cauterizar en los segmentos de la población
infantil...(mientras tanto) Puede decirse que en los Estados Unidos un
25% de la marihuana que se está consumiendo es del tipo home-grown
(cultivo casero) y que, de mantenerse las actuales tendencias, en cuatro
o cinco años el país del Norte podrá ser autosuficiente
en el consumo de cannabis...La evidencia social del consumo y ahora de
la producción son pruebas contundentes de que la sociedad norteamericana
marcha de frente hacia una definitiva aceptación legal de la marihuana...(Así)
en poco tiempo el único vestigio de esta discusión serán
los cigarrillos Marlboro de marihuana que estaremos importando, por millones,
dentro de pocos años...Al fin de cuentas, todo parece indicar que
si la marihuana viene de allá no es tan nociva como si va de acá.
Son los contrastes antipáticos de la dependencia”[33].
Hasta ese
momento los pronunciamientos de Samper evidencian un fino conocimiento
del fenómeno de las drogas y una defensa consistente de su tesis.
Asimismo, se observa una elevación del tono crítico frente
a Estados Unidos, con un carácter más nacionalista. Ahora
bien, en otro libro publicado por ANIF en septiembre de 1980, se destaca
un giro trascendental en la argumentación de Ernesto Samper frente
al tema de las drogas.
En efecto, allí aparece un ensayo en el que señala:
“El poder de la economía subterránea está
llegando a ser tan grande que ya no basta con las fórmulas simplemente
represivas; la dimensión del problema excede los instrumentos para
regularlo. Se precisan nuevas alternativas. Estamos, al fin de cuentas,
entre reconocer a las mafias y re-encaminarlas o ser desconocidos por ellas
y desencaminarnos todos. Así como sugerimos hace exactamente un
año la legalización de la marihuana, como única forma
para legitimar estos ingresos, así también nos parece hoy
conveniente proponer la necesidad de dar a los capitales subterráneos
válvulas institucionales de escape; el establecimiento de amnistías
patrimoniales para estas inmensas fortunas, la posibilidad de invertirlas
en títulos de rentabilidad y no representativos de propiedad y la
concesión de estímulos especiales para que se registren públicamente
serían las tres fórmulas básicas para evitar que,
por su mantenimiento en la clandestinidad, estos capitales y sus dueños
acaben con nuestras instituciones y nosotros mismos o las compren y nos
compren que, para el caso, es lo mismo”[34].
En breve,
de la propuesta de legalizar potencialmente los narcóticos (la marihuana)
se pasa a posiblemente legalizar a los narcotraficantes (casi a todos)[35].
Si bien en Colombia se discutía la primera iniciativa de Samper,
en Estados Unidos se hacía el seguimiento al Samper de la segunda
iniciativa. Para finales de los setenta, Washington no toleraba la primera
idea y para comienzos de los ochenta no perdonaba la segunda[36].
¿Revelación de crisis o comienzo de via crucis?
Para la
misma época, en Carta Financiera, la revista institucional
de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras, en un trabajo
realizado por ANIF se evaluaba la evolución de la economía
subterránea en Colombia y se planteaban nueve soluciones a ese problema:
las dos primeras eran “legalización de la marihuana” y “amnistía
patrimonial y fuentes de inversión institucional para capitales
subterráneos”; esto es una combinación de las dos iniciativas
de Samper[37].
La controversia
sobre la legalización fue tomando nuevos ribetes en 1981. Una extraña
Comisión Nacional AntiDrogas, sucursal colombiana de una supuesta
Comisión Nacional AntiDrogas de Estados Unidos, propuso que la Iglesia
Católica--que se había declarado firmemente contra la legalización--excomulgara
a Ernesto Samper Pizano y a aquellos que promovieran la tesis de legalizar
la marihuana[38].
Esta ofensiva cuasi?oscurantista coincidió con rumores acerca de
que algunos parlamentarios, con el supuesto respaldo de ANIF, la Bolsa
de Valores de Bogotá, la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC),
la Asociación Nacional de Industriales (ANDI) y las asambleas departamentales
de la costa Atlántica, presentarían un proyecto legislativo
a favor de la legalización[39].
El día en que se divulgaba este presunto proyecto, el ex-Presidente Alfonso López Michelsen (1974-1978) dictaba una conferencia en Bogotá titulada “El partido de los débiles”; en la cual afirmó:
“...no tardará mucho tiempo antes de que haya claridad, por ejemplo,
acerca de la llamada ‘Ventanilla Siniestra’ (del Banco de la República),
de la cual yo he dicho que lo único que tenía de siniestro
era el nombre, porque reposaba sobre la afirmación gratuita de que
los dólares provenientes de servicios tenían todo su origen
en el tráfico de drogas; cuando, en realidad, provenían de
capitales viajeros, el juego entre la diferencia de intereses y la tasa
de devaluación por la referencia entre los mercados internacionales
y el mercado colombiano, como también provienen dineros que remiten
los emigrantes colombianos, o de ventas de bienes y servicios en los mercados
de Ipiales, Maicao y Cúcuta. Cuando los precios de la marihuana
y ciertos fenómenos que se están cumpliendo en el campo del
tráfico de las drogas sean más patentes, se verá cómo
era de gratuito el descartar una importantísima fuente de ingresos
en moneda dura al afirmar simplemente que se trataba de algo cuyo origen
era siniestro...Frente a este problema también es menester una definición,
una definición que la conozcan los Estados Unidos, porque no es
reduciendo a foros y a reuniones privadas la posición colombiana
frente al problema de la droga como se llega a una solución. En
este camino, lo que dice Ernesto Samper es muy cierto, así no estemos
de acuerdo con la legalización o la no legalización. De todas
maneras es necesario tener una posición y no refugiarse en conceptos
morales para hablar, con un sentimiento de culpa de la economía
subterránea, de los dólares clandestinos, de los ciudadanos
emergentes. Toda una fraseología que escapa al pragmatismo económico
para entrar en el rango de las calificaciones morales que son muy valiosas,
que son normas de conducta individual, pero que no pueden ser materia de
análisis ni de estudio científico de ningún problema,
porque una cosa es la ciencia, otra cosa es la moral, cuando de investigar
las leyes sociales se trata”[40].
En realidad,
la información publicada sobre el proyecto de ley parecía
destinada a abortar algo que nunca superó el estadio de especulación.
El gobierno aprovechó la ocasión para dirigir sus esfuerzos
contra la legalización, y lo mismo harían los funcionarios
estadounidenses en Bogotá. El Ministro de Justicia, Felio Andrade
Manrique, en nombre de la administración y del Consejo Nacional
de Estupefacientes que presidía, expresó su “no rotundo”
del ejecutivo a cualquier propuesta de legalizar la marihuana. Paralelamente,
la embajada estadounidense en Bogotá distribuía documentos
con “información científica” demostrando los daños
cerebrales y de comportamiento resultantes del consumo de marihuana[41].
Samper, sin embargo, no desfallecía en su propuesta. En marzo de 1981 afirmó:
“si Colombia no legaliza la marihuana, la economía nacional se
verá erosionada y desestabilizada, se consolidará la impunidad
de las mafias de traficantes y se corromperán totalmente ante la
tentación del dinero fácil la policía, los jueces
y las fuerzas militares”[42].
Sin embargo,
con el correr de los días, la polémica sobre la legalización
fue perdiendo intensidad. La administración Turbay, con el complemento
de la posición estadounidense en la misma dirección, fue
clara en su rechazo a una propuesta de ese carácter. Con la llegada
al poder de Ronald Reagan en Estados Unidos, la lucha antinarcóticos
tomó una dimensión claramente criminalizadora.
Si en 1981
existían todavía en Colombia algunas voces a favor de legalizar
la marihuana, en Estados Unidos, a iniciativa del ejecutivo apoyado por
el legislativo, se abrían las compuertas para una creciente participación
de las fuerzas armadas estadounidenses en el combate contra las drogas[43].
Legalización en un sitio y militarización en el otro, resultaban
incompatibles.
Una consecuencia
interesante del auge de un prohibicionismo más militante en Estados
Unidos en los ochenta fue que los colombianos comenzaron a mirar más
a Europa y sus experiencias menos punitivas en materia de drogas como una
fuente de referencia relevante para el entendimiento y debate del asunto
de la legalización. Fueron referentes importantes el “sistema británico”
(que operó desde los años veinte hasta la década del
sesenta y que consistía en la prescripción médica
de heroína a ciertos tipos de adictos), la “Ueberlebenshilfe
suiza” (de los setenta y ochenta, consistente en proveer asistencia
para la supervivencia de consumidores ubicados en sitios de alto consumo;
en particular en los parques de Zurich), la “experiencia holandesa” (de
varios lustros, basada en la tolerancia del uso de drogas “blandas”, la
provisión de metadona para los consumidores de opiáceos y
la distribución libre de jeringas para las personas que se inyectaban
sustancias psicoactivas con el ánimo de controlar la expansión
del SIDA), entre otros [44].
Regresando
por el momento a Colombia, el apoyo a la idea de Samper se fue perdiendo.
Para finales de 1981 y principios de 1982, Samper y ANIF (o viceversa)
eran, para fines prácticos, voceros de una alternativa con pocos
adherentes[45].
La relativa movilización de la opinión pública interesada
e informada en torno al planteamiento a favor de la legalización
fue desapareciendo[46].
Además, la fragilidad y la escasa organización de los segmentos
pro-legalización condujeron a que la propuesta perdiera viabilidad
y soporte. Paralelamente, argumentos políticos y morales tomaron
preeminencia para evitar la discusión de los aspectos estratégicos
que rodeaban la iniciativa de Samper?ANIF. Asimismo, ni Samper personalmente
ni los individuos influyentes que en conjunto apoyaban la legalización
desplegaron una “diplomacia ciudadana” en el exterior (especialmente en
Estados Unidos[47])
orientada a buscar adherentes, conformar grupos de trabajo y presión
o establecer mecanismos para ampliar el debate de opciones en torno a las
sustancias psicoactivas ilícitas[48].
Por último,
la propuesta de Samper era eminentemente pragmática. No parecía
sustentarse en una concepción filosófica sobre el papel del
individuo y la relación con el Estado, en un convicción ética
sobre la libertad personal y el bien común o en un principio económico
liberal sobre la bondad incuestionable del libre mercado[49].
Ernesto Samper parecía motivado por una elemental razón práctica:
reducir el incipiente y violento impacto político del negocio ilícito
de las drogas (en particular, la marihuana), manejar en términos
económicos la importante renta creada por dicha empresa ilegal e
incorporar socialmente una clase emergente agresiva y asertiva.
Ante la
incapacidad e inconsistencia del Estado para contener el narcotráfico,
y ante la ausencia de una respuesta social--de las elites tradicionales,
del bipartidismo liberal-conservador, de los grupos regionales con poder
político y económico, de las clases medias urbanas, de una
izquierda legal sustentada éticamente en un proyecto de cambio,
etc.--de rechazo a esos nuevos sectores virulentos (por la naturaleza clandestina
e ilícita del negocio de las drogas) y vehementes (por la aspiración
de rápido reconocimiento social) en expansión, la mejor opción
parecía ser la legalización de la empresa de los narcóticos
(tesis de Samper de 1979), así como la de los empresarios que la
manejaban (tesis de Samper de 1980).
El gobierno,
por su lado, se mantuvo firme y sin grietas frente al tratamiento de esta
cuestión. La capacidad recursiva y de poder de los actores de este
debate era muy desigual. La influencia oficial estadounidense fue importante,
pero no determinante en este asunto. Turbay y el gobierno colombiano actuaban
con la convicción de que la legalización era algo intolerable
e inmoral aunque la penetración económica, política
y social del narcotráfico continuara en ascenso.
Entre la “guerra contra las drogas” y la frustración del
prohibicionismo
Entrada la década de los ochenta, Colombia se mantuvo como un productor
significativo de marihuana (segundo o tercero según el año
si se evalúan las producciones de Estados Unidos, México
y Colombia, los principales cultivadores de marihuana en el hemisferio)
y se convirtió en el mayor procesador continental de cocaína
(originada preferentemente en Bolivia y Perú y consumida en gran
cantidad en Estados Unidos). Los traficantes colombianos se constituyeron
en una fuerza socioeconómica poderosa, con amplios recursos de inversión,
de corrupción y de violencia.
Durante
la primera parte de esa década eran cada vez más esporádicas
y escasas las voces en apoyo de la legalización de las drogas[50].
Bogotá empezaba a vivir el dilema de la aplicación o no de
la extradición de nacionales; particularmente como resultado del
Tratado de Extradición del 14 de septiembre de 1979 entre Colombia
y Estados Unidos[51].
Se eclipsaron los foros públicos a favor de la legalización
y se expandieron los “foros abiertos en contra de la extradición”[52].
De algún modo, los temas de la legalización y la extradición se fueron entrecruzando debido a la percepción, cada día más extendida, del alto costo que tenía para el país la decisión del Presidente Belisario Betancur de extraditar nacionales. Decisión tomada después del asesinato del Ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla en abril de 1984, e impulsada por el prohibicionismo estadounidense. Probablemente una aseveración del presidente del Consejo de Estado, Samuel Buitrago Hurtado, resuma el punto:
"Yo creo que el país está sufriendo un desgaste tremendo
en esta campaña contra la droga, porque es una campaña que
se está haciendo a un costo social inmenso y sin resultados tangibles
en la práctica...Yo creo que nosotros hasta cierto punto estamos
haciendo el papel de idiotas útiles...El estado va a tener que cambiar
el manejo que le está dando al problema de la droga, tiene que cambiarlo,
yo no sé cuándo, porque eso se nos salió de las manos
y toda persona que se informe del acontecer diario se da cuenta de que
le estamos haciendo un trabajo a una potencia extraña...El gobierno
será el que dice en qué forma debe manejarse esto, pero yo
creo que hasta ahora se ha manejado en una forma un tanto torpe. Digamos
el Tratado de Extradición. Nuestras leyes penales dicen que en ningún
caso Colombia ofrecerá la extradición de ningún nacional.
Porque eso de enviar un compatriota nuestro para ser juzgado en otro país,
pues es algo que nos produce a los colombianos, tal vez con un criterio
sensiblero y patriotero, cierto malestar, cierta repulsión...Es
más fácil combatir la droga legalizada que como está
ahora, porque legalizada deja de ser un negocio para los narcotraficantes"[53].
En el período 1984-1986, el selectivo y abrumador nivel de narcoterrorismo (asesinatos de personalidades, en especial de funcionarios, políticos, jueces y periodistas) hizo revivir, temporalmente, el debate alrededor de la legalización. En este caso, fue el periodista Antonio Caballero quien articuló de modo más preciso y contundente la tesis en favor de la legalización[54]. Para él:
“...todo lo que se ha hecho para combatir el narcotráfico (es
decir, la represión) es precisamente la causa principal de su fortalecimiento.
Estamos tratando de apagar el fuego con gasolina. En esa guerra, el único
método que no se ha intentado, y que sin embargo es el único
que puede resultar eficaz, no es el de la represión, sino el del
control. Control son muchas cosas. Pero se pueden resumir en una sola palabra:
legalización. Legalización total y universal. De la producción,
del tráfico y del consumo”[55].
La iniciativa
de Caballero implicó un salto significativo frente a la propuesta
original de Ernesto Samper ya que involucraba toda la cadena del negocio
de los narcóticos, se concentraba en la coca/cocaína, y no
sólo en la marihuana, y desplegaba una crítica frontal a
la prohibición estadounidense. A pesar de algunas voces públicas
aisladas en respaldo de la idea categórica de Caballero, la lucha
oficial antidrogas siguió el curso tradicional de acción
punitiva[56].
Lo anterior
fue el resultado de al menos dos hechos importantes. En el plano interno,
el Presidente Virgilio Barco Vargas (1986-1990) era un convencido de que
Colombia debía librar una “batalla frontal”[57]
contra el negocio ilegal de las drogas y de que la extradición era
un instrumento indispensable para ese propósito[58].
En el plano
externo, 1986 era el año que sintetizaba, de algún modo,
el espíritu de cruzada antidrogas del Presidente Reagan--un ejemplo
de la “inquisición farmacrática” según Ott[59]--en
Estados Unidos. En efecto, en ese año se instaura el proceso anual
de certificación de los países que colaboran con Estados
Unidos en el combate contra las drogas[60].
La histeria pública, el ofuscamiento del ejecutivo y la frustración
del legislativo se combinaron para justificar el establecimiento de un
recurso arbitrario y unilateral como el de la certificación. Esto
se producía en un momento crítico en términos del
endurecimiento general de la política internacional antinarcóticos
de Washington. En abril de 1986, el Presidente Reagan firmó la Directiva
Presidencial número 221, declarando que las drogas ilegales constituían
una amenaza letal a la seguridad estadounidense, y ampliando el papel de
los militares en la lucha contra las drogas ilícitas. Meses después,
en julio, el gobierno de Estados Unidos envió una unidad de combate
del ejército, de la brigada de infantería 193 estacionada
en Panamá, con seis helicópteros Black Hawks a Bolivia
para llevar a cabo la “Operación Blast Furnace” dirigida
a localizar y destruir laboratorios y centros de producción de cocaína.
Más adelante, en octubre, el Congreso aprobó una legislación
draconiana: la International Narcotics Control Act
de 1986.
Ni el gobierno
colombiano ni la administración estadounidense mostraron ningún
tipo de apertura en el campo de los narcóticos: para Bogotá
y Washington lo fundamental era desplegar una ofensiva implacable contra
los narcóticos. En ese contexto, las eventuales iniciativas a favor
de la legalización eran percibidas, oficialmente en Colombia y Estados
Unidos, como una suerte de deserción en la “guerra contra las drogas”.
Pero el
agotamiento y la frustración sufridas por esta guerra irregular
interminable que tenía como mayor epicentro a Colombia fue llevando,
en las postrimerías de la década de los ochenta, a reabrir
un incipiente debate sobre la legalización. Una paradoja sobresalió
entonces: a pesar de que los que se expresaban en favor de la legalización
sostenían, con razón, que en teoría el narcotráfico
sería el más perjudicado si se legalizaba la empresa ilícita
de las drogas, los propios narcotraficantes colombianos parecían
respaldar la tesis legalizadora.
De acuerdo
con un libro publicado en 1988 por Mario Arango y con base en una encuesta
que realizó “a finales de 1987 y comienzos de 1988 entre veinte
empresarios contrabandistas de drogas de Medellín”, 75% (15) de
ellos favorecían la legalización (de consumo y comercialización)
de drogas en Estados Unidos y 25% (5) preferían la prohibición
de drogas en ese país[61].
Por otra parte, era evidente la distancia que existía entre la escasa discusión ilustrada y el generalizado sentir de la opinión pública sobre la legalización. Quizás lo que patentiza mejor eso sea un contraste entre un informe especial aparecido en la revista Semana y una encuesta ciudadana. En junio de 1988, la revista publicó un detallado trabajo en el que se decía:
“Ante un sentimiento colectivo de zozobra y caos como el que se vive
en Colombia, en donde los problemas se han vuelto tan radicales que se
ha puesto en tela de juicio la supervivencia de la Nación, es posible
que haya llegado la hora de pensar lo impensable: ¿es posible legalizar
la droga?”[62].
Meses después,
entre el 20 y 30 de septiembre, se efectuó una encuesta nacional
de 15 municipios y 2428 entrevistas, en la que se manifestaban a favor
de la legalización de la marihuana el 25 % de los entrevistados
(75% estaban en contra) y a favor de la legalización de la cocaína
el 18 % de los entrevistados (82% estaban en contra)[63].
Durante
el primer semestre de 1989 se presentaron algunas voces dispersas en torno
al tema de la legalización[64].
Sin embargo, la controversia no fue ni amplia ni intensa. La violencia
generada por el fenómeno de los narcóticos iba en ascenso
y el gobierno estaba dispuesto a mantener e incrementar la “guerra contra
las drogas”, sin abrir ninguna posibilidad de contemplar una estrategia
distinta a la fuertemente punitiva. Los datos que existían eran
elocuentes e indicaban que la violencia emanada del narcotráfico
había crecido de manera dramática y que el horizonte parecía
aún más trágico si el gobierno no reaccionaba.
Según
un informe de la Consejería Presidencial para la Reconciliación,
Normalización y Rehabilitación, el número de masacres
(un mínimo de cinco personas asesinadas en un mismo hecho) generadas
por luchas intestinas entre grupos de traficantes había sido de
12 (14% del total), con 77 muertos (12% del total) durante 1988. El número
de masacres que contó con el apoyo, la intervención directa,
la complicidad y/o el financiamiento del narcotráfico fue de 40
(45% del total), con 391 asesinatos (58% del total) para ese mismo año.
En resumen, durante 1988, la violencia relacionada con las drogas había
producido el 58% de las masacres, con el 70% de las víctimas (468
muertos)[65].
Esta sangrienta tendencia se proyectaba en los inicios de 1989. Entre enero
y junio de ese año, la violencia provocada por el sicariato del
narcotráfico y el crimen organizado (de acuerdo con la definición
de un informe oficial) produjo 1.216 asesinatos de civiles (84.9% del total
de muertes) y 156 de funcionarios (88.6% del total)[66].
Sin embargo,
en medio de una situación interna caracterizada por un altísimo
nivel de narcoviolencia indiscriminada (contra todo tipo de ciudadanos
y de autoridades por igual) y por un debate débil en torno a la
legalización en Colombia, además de una situación
externa caracterizada por un prohibicionismo duro en Washington y por pocas
posibilidades de avance político de los argumentos en pro de legalizar
las sustancias psicoactivas ilícitas en Estados Unidos, la posición
de Ernesto Samper mostró un viraje importante.
En efecto, una década después de su postura decididamente favorable a la legalización (de las drogas), Samper manifestó a finales de los ochenta un giro en este tema. En dos entrevistas a periódicos en 1989, este cambio fue evidente. Primero, en un reportaje concedido al diario La República el 25 de septiembre, Samper afirmó:
“Considero que las circunstancias en las cuales propuse la legalización
son hoy en día diferentes, cuando ha corrido tanta sangre y lo que
está en juego es la estabilidad del sistema institucional. Eso sí,
nunca se va a descartar. De todas maneras, es la alternativa que queda
frente a la represión, si la represión fracasa, siempre seguirá
siendo la legalización”[67].
Segundo, en otro reportaje brindado esta vez al diario La Patria el 15 de octubre, Samper respondió a la pregunta sobre si haría extensiva a otras drogas su prepuesta sobre la legalización de la marihuana, que:
“Yo creo que el concepto de legalización de marihuana tuvo vigencia
hace 14 años cuando yo lo proponía, porque en ese momento
el problema de la droga no estaba tan involucrado dentro de la realidad
económica, política y social colombiana...sin embargo los
mismos argumentos que entonces yo manifestaba, en el sentido de que detrás
del problema de la droga, había fundamentalmente una fenomenología
económica... ese tema sigue vigente y creo que hoy, más que
nunca”[68].
En las
dos aseveraciones es posible observar que para Samper la legalización
ya no era la primera mejor opción para superar el fenómeno
de las drogas como lo fuera a finales de los setenta, sino que resultaba,
a lo sumo, un second best válido en tanto los factores estructurales
que permitieron la existencia y evolución del problema de los narcóticos
continuaban intactos.
Para la
época de este cambio sugestivo, Samper había dejado de ser
un investigador inquieto con inclinaciones políticas y era ya un
político activo que como Senador exitoso con una base de poder propia
reconocible en el partido liberal, aspiraba a la presidencia para 1990
luego del asesinato del precandidato presidencial liberal Luis Carlos Galán,
el 18 de agosto de 1989. Combinando pragmatismo y maleabilidad, Samper
se alejaba gradualmente de su firme tesis a favor de la legalización.
En el contexto
de un dramático escalamiento del narcoterrorismo y de una política
de mano dura del Presidente Barco contra los narcotraficantes, Samper ya
no ambicionaba legalizar las drogas (aunque si fracasaba el camino represivo
quedaba el sendero de la legalización), sino a no dejar “que Colombia
se convierta en un Vietnam de la guerra contra la droga”[69].
De hecho, en las elecciones presidenciales de 1990, sólo el candidato
conservador Álvaro Gómez Hurtado proponía contemplar
la opción de legalizar las drogas a nivel mundial como la única
fórmula para resolver realmente el problema de las drogas[70].
Como era de esperarse, el gobierno colombiano no auspició esa tesis
y el Presidente Barco siempre la descartó. Washington, por su lado,
rechazaba cualquier iniciativa en aquella dirección y respaldaba
al gobierno en Bogotá en su lucha antinarcóticos.
Virgilio Barco sostuvo el argumento contrario a la legalización no sólo en el plano interno, sino también en el internacional. En efecto, en el marco de la “Reunión Ministerial Mundial para Reducir la Demanda de Drogas y Combatir la Amenaza de la Cocaína”, efectuada en Londres en Abril de 1990 y convocada por la Primera Ministro Margaret Thatcher, el mandatario colombiano, en su calidad de invitado especial, se opuso categóricamente a los que, en vez de enfrentar con firmeza el fenómeno de los narcóticos, “se hicieron a la idea, a la muy cómoda idea, de que era mejor legalizar o descriminalizar la droga, o simplemente mirar para otro lado”[71]. El mensaje interno y externo era claro: de ningún modo, en el nivel oficial y a pesar de los enormes costos internos que generaba un enfrentamiento contundente contra el narcotráfico, Colombia iba a auspiciar la legalización de la cocaína y la marihuana.
Entre la tibia esperanza de cambio y el ocaso de la alternativa
legalizadora
Al comenzar
la década de los noventa, dos fenómenos distinguían
el campo de las drogas en Colombia: mientras el país comenzaba a
ser productor de amapola y procesador de heroína[72],
el debate alrededor de la legalización se presentaba errático.
La polémica en torno a la legalización, desde el gobierno
de Julio César Turbay hasta el de Virgilio Barco, tuvo notas identificatorias
claras.
En primer
lugar, el debate fue reducido. Se concentró en unos observadores,
periodistas, intelectuales y políticos que, con cierta periodicidad
y varios argumentos relativamente sólidos, sugerían la alternativa
de evaluar la conveniencia de que el país--por lo general, en conjunción
con otros actores externos--avanzara en la tesis de legalizar los narcóticos.
En segundo
lugar, los funcionarios gubernamentales mantuvieron una posición
desfavorable al debate. Diferentes autoridades, con grados diversos de
poder e influencia y en distintos momentos históricos, rechazaron
la consideración eventual de tal opción y menos aún
su reivindicación o promoción por parte del gobierno colombiano.
La idea podía emanar de segmentos en la sociedad, pero el gobierno
inmediatamente aclaraba que, oficialmente, el criterio de legalizar el
negocio de los narcóticos no era ni funcional para el país
ni constituía un tema de la política exterior colombiana.
En tercer
lugar, la polémica sólo fue circunstancial. En coyunturas
difíciles y particularmente violentas se escucharon voces en favor
de la legalización. Este carácter transitorio y episódico
le daba color y calor a los planteamientos pero impedía generar
una coalición social y políticamente gravitante que, a su
vez, pudiera ampliar y profundizar el tema en el terreno interno y proyectar
y estimular el tópico en el campo externo.
En cuarto
lugar, la idea de legalizar estuvo vinculada, parcialmente, a fenómenos
internacionales. En los setenta, las propuestas de legalización
en torno a la marihuana se apoyaban en que, por ejemplo, en Estados Unidos,
un número relevante de estados habían despenalizado la dosis
personal. En los ochenta, estas iniciativas tomaban como punto de referencia
algunas experiencias europeas en el manejo menos severo y punitivo de ciertas
drogas más fuertes que la marihuana--la heroína y otros opiáceos.
Los pocos y limitados debates internos seguían, en parte y de manera
informada, los acontecimientos que en esta materia se iban produciendo,
en especial, en Estados Unidos y Europa.
Y en quinto
lugar, la presencia oficial estadounidense en torno a este asunto fue reiterada
e inexorable. Funcionarios del gobierno asistían a seminarios, organizaban
conferencias, difundían publicaciones y auspiciaban encuentros para
precisar la negativa de Washington a cualquier hipotética evaluación
de una tesis en favor de legalizar las drogas psicoactivas. El peso gubernamental
estadounidense se hacía sentir para transmitir un mensaje contundente
a la sociedad y el gobierno colombianos: no a la legalización.
Así,
al iniciarse el gobierno del Presidente César Gaviria Trujillo (1990-1994),
la cuestión de la legalización apareció ocasionalmente
en la agenda de la polémica ilustrada del país[73].
Por ejemplo, en dos textos de 1990, a escasos días de la inauguración
del gobierno, fue evidente la sugerencia, desde espacios identificados
con la elite, en favor de la propuesta legalizadora.
La revista
Ciencia Política, adscrita al Instituto de Ciencia Política
de Bogotá y cuya aspiración es “defender la democracia pluralista
y la economía de mercado”, reprodujo una entrevista al Premio Nobel
de Economía, Milton Friedman realizada a Le Figaro
en mayo de 1990. En ella, Friedman sostenía que había
“sociedades de otros países, tales como Colombia, a las que el fracaso
de la acción represiva (contra las drogas) en los Estados Unidos
contribuye a destruir”[74].
Fiel a su defensa irrestricta de los principios liberales clásicos,
la publicación divulgaba el comentario de quien en Colombia era
citado desde la derecha hasta la izquierda--obviamente con diferentes niveles
de apego y convicción frente a la totalidad de su argumentación
económica--como una voz legítima en materia del tema de la
legalización.
En diciembre se publicó un libro de la Universidad de los Andes sobre el fenómeno de las drogas; en cuya presentación se identificaban cuatro “propuestas de acción para enfrentar el narcotráfico”. Éstas eran: “adoptar medidas de ordenamiento económico tendientes dificultar el narcotráfico y a disminuir su fabulosa rentabilidad con miras a reducir o eliminar las ventajas comparativas que hoy ofrece el país”; “continuar la política represiva con la inclusión de nuevas fórmulas y modalidades de represión para alcanzar resultados concretos previamente definidos”; “fortalecer la acción y la presencia estatal con el propósito de reducir la violencia, especialmente la proveniente del narcotráfico”; y “explorar la despenalización parcial del problema”[75]. En este último sentido, se indicaba que:
“no se pretende la legalización total ni la precipitada adopción
de medidas permisivas para no caer en los errores que se cometieron en
el pasado en la dirección opuesta, cuando se acudió a la
penalización sin que hubieran mediado estudios serios sobre su alcance
y conveniencia. Para estudiar la despenalización es preciso abordar
el análisis de la manera como ésta operaría, acerca
de las actividades que cubriría, de los instrumentos que se emplearían
para tratar a los drogadictos y a los consumidores ocasionales, del suministro
y control de las sustancias y del mercado negro que pudiera aparecer. Se
debe tener claridad que esta propuesta debe complementarse con instrumentos
paralelos para analizar y enfrentar el problema en su globalidad, concibiéndolo
como un fenómeno cultural y social...”[76]
La administración
Gaviria nunca contempló esta última propuesta. Washington
tampoco avaló la idea de la legalización ni su aceptación
en Colombia o en Estados Unidos[77].
Al comienzo del nuevo gobierno liberal predominó una perspectiva
cuya característica sobresaliente fue el intento de distanciarse
gradual y relativamente del diagnóstico estadounidense en cuanto
a continuar localizando en Colombia el epicentro exclusivo de la "guerra
contra las drogas".
En el terreno
nacional era difícil, sino imposible, seguir soportando los costos
que había internalizado el país durante el final del gobierno
Barco. El enorme esfuerzo represivo contra los narcóticos que se
llevó a cabo, le permitió al nuevo gobierno intentar una
política de acomodamiento "sin aparecer abdicando" como lo señalara
Pécaut[78].
O lo que podría denominarse un "modus vivendi a la
colombiana"[79]
que, combinando resolución y maleabilidad, permitiera superar la
violencia más sangrienta derivada del narcotráfico sin antagonizar
directamente con Washington. O como dijera Vargas, buscar “espacios de
salida no militar” que mimetizaran “una negociación directa”[80].
En el terreno
internacional, era entendible la presentación de ideas novedosas
pues la comunidad de naciones--particularmente en Europa y Latinoamérica--comprendía
las secuelas que estaba dejando en Colombia un enfrentamiento frontal contra
el muy rentable emporio ilegal de los narcóticos[81].
En el plano
conceptual, el nuevo enfoque oficial colombiano descansaba en el criterio
de la desagregación del fenómeno de las drogas ilícitas[82].
Por una parte, se ponía de relieve el narcoterrorismo en su doble
expresión anti-estatal e indiscriminada--es decir; la violencia
generada por el denominado cartel de Medellín contra funcionarios
públicos, líderes políticos y ciudadanos indefensos
más que la producida por el narcoparamilitarismo, por agrupaciones
mafiosas de otras regiones o la derivada de las luchas entre narco-organizaciones
criminales[83].
El narcoterrorismo se definía como un asunto marcadamente colombiano
que hundía sus raíces en los esfuerzos desestabilizadores
de un segmento particular del lucrativo negocio ilícito de los narcóticos.
La respuesta a este fenómeno debía darse mediante mecanismos
nacionales basados en el robustecimiento de la justicia y el fortalecimiento
institucional. En breve, el mensaje implícito era más persecución,
juzgamiento y encarcelamiento interno, menos extradición externa.
A mayor legitimidad y eficiencia de los instrumentos domésticos
de justicia, menor necesidad y operatividad de los medios foráneos
de aplicación de la ley.
Por otra
parte, se subrayaba la proliferación del narcotráfico. El
mismo se identificaba como una cuestión global en la que intervienen
diversos agentes, ubicados en distintos sitios y con diferentes roles.
Aquel tiene, por tanto, un carácter internacional y requiere de
un compromiso multinacional para su enfrentamiento y control. Colombia
asumía su cuota de esfuerzo y sacrificio en esa lucha multilateral,
pero no podía ser receptora unívoca de todos los costos y
efectos desfavorables de ese combate. Ello no resultaba justo, desde una
mirada ética, ni positivo, desde un ángulo pragmático:
ni el país individualmente ni la sociedad de naciones ganaban mucho
si un asunto transnacional se pretendía resolver por la fuerza y
en un sólo escenario geográfico. En resumen, la cooperación
inter-estatal en el terreno de las drogas psicoactivas era un imperativo
moral y práctico.
La consecuencia
política del matiz teórico que introducía la administración
Gaviria en el tratamiento del tema de los narcóticos era notoria.
Si Washington prefería seguir trasladando a un polo de la oferta
de drogas ilícitas--Colombia--los costos de un combate antinarcóticos
que no quería asumir como el principal centro de demanda de sustancias
psicoactivas, entonces la estrategia que parecía diseñarse
en Bogotá no era del todo satisfactoria para los intereses de Estados
Unidos. Pero, paradójicamente, Estados Unidos no podía reaccionar
con vehemencia, o con virulencia, contra quien hasta el momento era el
país que más hacía en América Latina en la
lucha contra las drogas, según los propios funcionarios estadounidenses
encargados de la política internacional contra los narcóticos.
A manera de metáfora, en el área temática de los drogas
y durante la vigencia de la Guerra Fría, Colombia, se asemejaba
más a Israel en el Medio Oriente que a Haití en el Caribe
Insular: a Washington no le era fácil imponer sanciones, elevar
amenazas o sugerir el uso de la fuerza contra su presunto mayor aliado
en un área temática tan sensitiva. Sin embargo, el riesgo
de obtener una eventual victoria contra el narcoterrorismo sin alcanzar
un triunfo frente al narcotráfico podría colocar a Colombia
en una posición muy difícil y vulnerable, porque Estados
Unidos aplaudiría lo primero pero, a su vez, exigiría lo
segundo.
Ahora bien,
para los noventa, varios periodistas renombrados, como Antonio Caballero
y Antonio Panesso, venían reiterando la pertinencia de considerar
la legalización de las drogas. Ciertos intelectuales influyentes,
como Gabriel García Márquez y Jorge Child, apoyaban esa tesis.
Otros reputados académicos, como Alvaro Camacho Guizado[84],
Hernando Gómez B., Ricardo Vargas, Ricardo Sánchez y Rodrigo
Uprimny, analizaban las bondades de la idea. E incluso ciertos políticos,
particularmente conservadores, como Enrique Gómez Hurtado y Mario
Laserna, opinaban en favor de esa alternativa. Sin embargo, el Presidente
César Gaviria no estaba interesado en estimular el debate.
Por lo
general el país no era testigo de una discusión frecuente
alrededor de esa opción y de cómo superar el prohibicionismo
vigente. La política de sometimiento[85]
durante 1990-91 y la no extradición de nacionales consagrada en
la Constitución de 1991, ocupaban la mayor atención en este
tema. Ambas medidas parecían dejar distante y oculta la necesidad
de ampliar la controversia nacional en torno a la cuestión de los
narcóticos y su potencial resolución mediante una estrategia
legalizadora. Además, se suponía que aquellas--la política
de sometimiento y la no extradición de nacionales--iban a "domesticar"
y "pacificar" a los traficantes más agresivos y violentos.
La fuga
de la cárcel de Pablo Escobar en 1992 (quien se había entregado
a la justicia en 1991), el rebrote del narcoterrorismo nacional, los límites
de la estrategia de sometimiento, el desarrollo de una narcocriminalidad
organizada asertiva en el país y los crecientes fracasos de la política
antidrogas de Estados Unidos y sus efectos en Colombia, contribuyeron a
generar un espacio para el relanzamiento de las tesis en favor de la legalización[86].
Ahora bien,
los contornos y los contenidos de esta nueva polémica fueron notablemente
distintos a los ya enunciados. Hubo varios cambios.
Mientras
en Europa se producían una mezcla de avances evidentes y retrocesos
preocupantes en torno a la cuestión de la legalización, a
despenalización y la descriminalización de acuerdo a las
distintas experiencias nacionales, en Estados Unidos--de facto,
el principal referente para Colombia--el prohibicionismo no sólo
no cedía, sino que tendía a reafirmarse. Algunos breves ejemplos
son elocuentes de esa tendencia. En 1990, en Alaska--el estado menos prohibicionista
frente a la marihuana--se reinstauraron las sanciones y los castigos por
posesión de pequeñas dosis de marihuana[87].
En ese mismo año, el Crime Control Act aprobado por
el legislativo incrementó significativamente la severidad punitiva
en el terreno de las drogas psicoactivas. Para ese entonces, del total
de la población bajo las rejas en cárceles federales de Estados
Unidos, el porcentaje de prisioneros vinculados a delitos relacionados
con el asunto de los narcóticos superaba el 54% (en 1980, había
cercano al 25%), mientras que en cárceles estatales, el porcentaje
respectivo llegaba al 30% (en 1980, fue de casi el 9%)[88].
En 1992,
autoridades federales en Estados Unidos cancelaron la aprobación,
otorgada previamente, en favor del tratamiento experimental de la glaucoma
y de las náuseas provocadas por la quimioterapia mediante el uso
de marihuana[89].
En ese mismo año, y a pesar del vínculo entre el SIDA y el
uso de hipodérmicas contaminadas, y del hecho de que en algunos
estados, como Colorado, Oregon y New York, entre otros, era legal la provisión
de jeringas limpias a consumidores que se inyectaran drogas, un buen número
de ciudades importantes--San Francisco en California, Boston en Massachusetts
y Filadelfia en Pennsylvania, entre otras--tenían programas clandestinos
de entrega de agujas limpias debido a que se consideraba ilegal su suministro
a personas adictas[90].
También en 1992 el número de arrestos por delitos ligados
a la posesión, la venta, el uso, el cultivo y la fabricación
de drogas psicoactivas en Estados Unidos llegó a 920.424[91].
Desde mediados
de la década de los noventa en Estados Unidos el debate en torno
a la legalización en foros abiertos y con la presencia de funcionarios
fue cada vez más difícil[92].
Asimismo, una conservadora Corte Suprema adoptaba decisiones cada vez más
restrictivas en el ámbito de la privacidad y la autonomía;
lo cual se evidenciaba en casos relacionados con el asunto de las drogas
psicoactivas[93].
En 1993, fue nombrado "Zar de las Drogas" de la administración del Presidente William Clinton, el ex-Jefe de Policía de la ciudad de Houston, Lee P. Brown; quien en junio de 1988 en el marco de la 56ava Conferencia de Alcaldes había dicho enfáticamente:
“Las drogas generan un peligro inminente a nuestra vida en una sociedad
democrática...El uso ilegal de drogas constituye una amenaza grave
a Estados Unidos...Debemos rechazar la noción de que la respuesta
al problema de las drogas es su legalización...(Esa) es una alternativa
inaceptable y peligrosa...Deberíamos terminar el debate e inmediatamente
desplegar nuestras fuerzas armadas en los esfuerzos de interdicción
de drogas”[94].
Un caso
interesante se produjo respecto a Jocelyn Elders, la Surgeon General
de Estados Unidos, quien debió dejar su cargo en noviembre de 1994
porque presuntamente respaldaba la masturbación entre los jóvenes.
A finales de 1993 y a comienzos de 1994, había generado una fuerte
controversia al sugerir la legalización de las drogas como un antídoto
a la violencia urbana[95].
En diciembre de 1993, su hijo Kevin de 28 años fue descubierto (por
un agente encubierto) vendiendo 3,4 gramos (un octavo de onza) de cocaína,
valorada en U.S.$ 275 dólares. La Fiscalía pidió una
pena de 10 años de reclusión criminal contra Kevin Enders.
El Juez John Pledge aplicó la sentencia solicitada por la Fiscalía[96].
A su vez,
de acuerdo con encuestas de opinión pública, para enero de
1994, los estadounidenses consideraban que después de la criminalidad
(37%), el tema más preocupante era el de las drogas ilegales (20%),
seguido por el desempleo (18%) y el estado de la economía (14%)[97].
Lo anterior se reforzaba con un sondeo de febrero de ese año en
el que la mayoría de los entrevistados (55%) sostenían que
el problema de los narcóticos empeoraría[98].
Todo esto, sin duda, estimulaba la búsqueda de alternativas expeditivas
y duras por parte de los políticos y los burócratas de Washington.
Tomando
en cuenta la experiencia histórica en cuanto a Colombia y atendiendo
al peso de la política doméstica, la reacción de los
funcionarios estadounidenses a cualquier propuesta colombiana, incluso
no oficial[99],
en aras de estudiar o contemplar la legalización, fue negativa.
En 1993
la controversia sobre la legalización en Colombia no se limitaba
al eje propuestas favorables desde segmentos de la sociedad/respuestas
negativas desde el conjunto del gobierno[100],
sino que adquiría una nueva dimensión: desde el Congreso,
la Fiscalía y la Corte Constitucional--es decir, desde el Estado
mismo--se presentaban posiciones y determinaciones de apoyo a las tesis
legalizante y despenalizadora; tornándose la polémica colombiana
intra-estatal.
Aunque
no prosperó, el Representante de ARENA (Alianza de Retirados Nacionales),
el militar retirado Guillermo Martinezguerra propuso en agosto de 1993,
en medio del rebrote del narcoterrorismo impulsado por el fugitivo Pablo
Escobar, un proyecto de ley para que el gobierno colombiano convocara una
convención de Naciones Unidas para establecer la despenalización
gradual del fenómeno de las drogas[101].
A pesar
de no tener un efecto significativo, una Comisión Accidental del
Senado presentó el 15 de diciembre de 1993 un informe favorable
a la despenalización progresiva de los narcóticos, desde
una perspectiva conceptualmente pragmática pero con suficiente ponderación
política[102].
Por su
lado, el Fiscal General de la Nación, Gustavo de Greiff se mostró
partidario de evaluar la posibilidad de la legalización de las drogas
psicoactivas. Hacia finales de 1993, en dos encuentros distintos--uno en
octubre en Bogotá y el otro en noviembre en Baltimore--el Fiscal
se pronunció en ese sentido. Para él, la política
antinarcóticos de Estados Unidos basada en "la prohibición
y la interdicción" había resultado un total fracaso y, por
lo tanto, la "guerra" contra las drogas ilícitas, que sólo
producía "victorias simbólicas", debía replantearse.
Asimismo, según de Greiff, la decisión en favor de legalizar
el consumo, el tráfico y el cultivo de estupefacientes, que él
respaldaba, no se debía adoptar todavía "porque faltan muchos
estudios de carácter médico, químico, económico,
social, etc., que determinen la viabilidad de escoger esa opción".
Agregó que Colombia no podía liderar de manera unilateral
una propuesta legalizadora, "porque nos dirían que somos una narcodemocracia"[103].
Reiteró, más tarde, que:
“mejor que tener narcotraficantes en la cárcel--lo cual naturalmente
debe hacerse--es disminuir o acabar con el tráfico porque solo meter
gente a la cárcel no ha disminuido la oferta de la droga en los
mercados internacionales...cuando alguien habla de legalización
de las drogas nadie está hablando de volver obligatorio su consumo
sino; uno, destruir el jugoso negocio de los narcos; dos, poder tener control
sobre los consumidores y tres, reducir al máximo posible todos los
delitos que se cometen bajo el influjo de las drogas...Ahora bien, la legalización
es un asunto del gobierno y del Congreso. La Fiscalía solo aplica
la ley. Sin embargo, sí creo que la Fiscalía debe llamar
la atención sobre los riesgos de una lucha parcial”[104].
Por otro
lado, en un fallo de mayo de 1994, la Corte Constitucional despenalizó
el consumo de la dosis personal de drogas psicoactivas. En efecto, a
raíz de una demanda a la Ley 30 de 1986, la Corte declaró
inexequibles los artículos 51 y 87 de la misma, fundamentando la
sentencia en el marco de la dignidad humana, de la autonomía personal
y del libre desarrollo de la personalidad y subrayando la obligación
del Estado de educar a la población y de superar la represión
como modo de controlar y reducir el uso de estupefacientes[105].
El Presidente Gaviria reaccionó al fallo de manera inmediata:
“He señalado con toda claridad que haber pasado la penalización
del porte y consumo de dosis personal de drogas a considerar esa conducta
como un derecho de los ciudadanos es una situación que resulta dañina
e inconveniente. El derecho de los individuos no puede llegar a autodestruirse.
Por lo anterior, en ejercicio de mi calidad de jefe de Gobierno, he propuesto
que se presente un proyecto de ley de iniciativa popular que culmine en
un referendo constitucional no para revocar la Sentencia de la Corte, sino
para tomar la única decisión posible dentro del estado de
derecho que es adicionar la disposición que sirvió a esa
Corporación para hacer la confrontación de la norma declarada
inexequible con la Carta...El derecho del libre desarrollo de la personalidad,
como toda la Carta de derechos, es una de las mayores conquistas democráticas
de nuestra sociedad en los últimos tiempos, por ello nuestra propuesta
pretende solamente adoptar una decisión puntual en un aspecto, en
el que Colombia--por haber sido la principal víctima del narcotráfico--no
puede ser indiferente”[106].
Asimismo tres agencias gubernamentales, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), el Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior (ICFES) y la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE), convocaron un foro en junio de 1994 en torno a la decisión de la Corte Constitucional. Entre las conclusiones del evento se señaló lo siguiente:
“El foro está en desacuerdo con la Corte Constitucional
al formular el consumo de estupefacientes como un derecho fundamental del
individuo, ya que por el contrario se considera el consumo de estupefacientes
como un ataque directo al ser humano”[107].
Los tres
fenómenos--los debates y propuestas del Congreso, la opinión
del Fiscal y la determinación de la Corte Constitucional--, colocaron
la polémica sobre la legalización en el país en un
sitio cualitativa y cuantitativamente diferente. Se multiplicaron los pronunciamientos,
reflexiones y criterios sobre el tema en cuestión, al tiempo que
las posturas, discusiones y expresiones fueron más sofisticadas
que en el pasado[108].
Sin embargo,
las voces en favor de la legalización no convergieron en un movimiento
más amplio, cohesivo e influyente. El gobierno asumió una
ofensiva rápida, firme y decidida en contra de la tesis legalizadora
y ello, entre otros factores, inhibió la creación de una
coalición propositiva sobre este asunto. La ostensible presión
oficial estadounidense en contra de cualquier eventual consideración
de una propuesta de legalización, contribuyó a impedir una
controversia más franca y a clausurar--al menos temporalmente--la
discusión al respecto. Washington hizo sentir el peso de su desagrado:
como bien anticipó el Fiscal, muy pronto, en privado y hasta en
público, funcionarios estadounidenses comenzaron a referirse al
país como una inexorable narcodemocracia.
Ahora bien,
fue el planteamiento antiprohibicionista del Fiscal más que la determinación
de la Corte Constitucional el catalizador que precipitó el debate
colombiano y la reacción estadounidense. El hecho de que Gustavo
de Greiff se refiriera explícitamente a la legalización del
fenómeno global de las drogas psicoactivas, mientras la sentencia
de la Corte sólo tratara la despenalización del consumo de
dosis personal de estupefacientes, explica esta situación. Entre
lo primero y lo segundo hay diferencias de matices y alcances.
De igual
manera, el pronunciamiento del Fiscal (octubre de 1993) se produjo ocho
meses antes de la decisión de la Corte y por eso alcanzó
un efecto inicial más notable. En mayo de 1994 la polémica
llevaba meses y el concepto constitucional de los magistrados aportó,
más que provocó, una discusión ya avanzada en intensidad.
En forma
concomitante, el Fiscal de Greiff no se remitió sólo al ámbito
doméstico en cuanto a la presentación de su iniciativa--como
lo hizo la Corte con una sentencia local en un país sin una situación
grave o delicada en materia de consumo de narcóticos ilegales. Gustavo
de Greiff desplegó su argumentación en el principal polo
de demanda de drogas psicoactivas, Estados Unidos, tanto a través
del cónclave de Baltimore como mediante un artículo, escrito
conjuntamente con su hijo, en las páginas editoriales del Washington
Post[109].
Cuando en los setenta el hoy Presidente Samper impulsó la legalización
de la marihuana, su propuesta jamás trascendió la frontera
nacional. El Fiscal colombiano cruzó una barrera invisible: se atrevió
a opinar en Estados Unidos sobre un asunto controvertible y espinoso que
toca las fibras más íntimas de una sociedad históricamente
propensa al prohibicionismo.
Finalmente,
las aseveraciones del Fiscal en Colombia y Estados Unidos tuvieron lugar
en una coyuntura muy distinta a la decisión de la Corte Constitucional.
Aquellas ocurrían en el momento en que la extradición de
colombianos estaba prohibida constitucionalmente, cuando la política
de sometimiento estaba atravesando por su peor situación (Escobar
estaba fugado), en circunstancias en que el nuevo Código de Procedimiento
aprobado por el Congreso parecía un instrumento muy débil
para castigar a la narcocriminalidad nacional, con una presunta entrega
masiva de los narcotraficantes de Cali en suspenso y con cifras declinantes
en cuanto a la erradicación de drogas[110].
Cuando
la Corte se declaró en favor de la despenalización de la
dosis personal de estupefacientes, Pablo Escobar estaba muerto; Estados
Unidos y Colombia habían desarrollado el llamado "ejercicio militar
conjunto", consistente en la construcción de una escuela y de un
puesto de salud en Juanchaco (Departamento del Valle); y el sometimiento
de los traficantes caleños se desvanecíarence>[111].
Esto no
significa, sin embargo, que el fallo de la Corte no hubiese generado fuertes
críticas. El Consejo Gremial Nacional que reunía a las organizaciones
empresariales más influyentes rechazó el pronunciamiento
de la Corte. La Iglesia Católica calificó la decisión
con términos como “inadmisible”, “preocupante” y “despropósito”[112].
Ernesto Samper, por su parte, sostuvo que la sentencia de la Corte era
“inconveniente y peligrosa porque le abriría las puertas a la drogadicción
generalizada” y apoyó la determinación del Presidente Gaviria
de efectuar un referéndum sobre el tema; esto último duró
solo unos meses[113].
Nuevamente razones prácticas y habilidad discursiva se mezclaron
para mostrar que, en esa particular coyuntura, Samper ya había abandonado
su postura pasada favorable a la legalización.
En síntesis,
para Washington, que entiende que es la división de poderes en Colombia,
fue el pronunciamiento del Fiscal de Greiff lo que sirvió para presionar
al ejecutivo en búsqueda de preservar y profundizar medidas represivas
contra las drogas[114].
El gobierno no deseaba arriesgar las relaciones bilaterales mediante el
respaldo al Fiscal y su tesis. La salida de de Greiff de la Fiscalía,
al cumplir 65 años, y después de un concepto sobre la edad
de retiro de la Corte Suprema, fue la culminación parcial de un
debate que ni la Casa Blanca ni la Casa de Nariño querían
ni auspiciaban[115].
Desde la perspectiva oficial colombiana, muy posiblemente un extenso comentario del entonces Secretario General de la Presidencia, Miguel Silva, es el que, de modo más congruente, elaborado y preciso, resume el pensamiento del gobierno Gaviria sobre el tema. Según Silva, el asunto de la legalización, en el fondo, no ha sido importante y ello
“no tiene nada que ver con la discusión académica o teórica,
sino con una razón práctica: nuestro problema en Colombia
no es el consumo de droga sino las organizaciones criminales que la trafican
y procesan. Nadie, nunca, ha hablado de legalizarlas. La primera discusión
que se realizará para examinar si se legaliza o no el consumo tomará
10, o 15, o incluso hasta 20 años. Pero si se abre la discusión
en Colombia se acaba con la voluntad política de la gente para luchar
contra las organizaciones criminales. Esa es la verdadera razón
por la cual no se toca el tema. Es una razón práctica de
política judicial...No se puede pedirle a la Policía que
pierda 300 agentes, como los perdió en el año 90, y a la
vez estar discutiendo si se legaliza o no la droga...En síntesis,
nuestro problema no es el narcotráfico, nuestros problemas son las
organizaciones criminales. En este momento (la legalización) es
una discusión teórica, académica, que a nosotros no
nos interesa. Necesitamos fortalecer la justicia, terminar de crear la
Fiscalía, robustecer la inteligencia, no dejar que compren a la
gente, tener cárceles seguras y un sistema de delación, de
protección de testigos y de recompensas: es la única manera
como se hace frente a una organización criminal, llámese
la guerrilla o el cartel”[116].
El planteamiento
era práctico y preciso[117]:
la prioridad para Colombia era resolver el problema de la criminalidad.
Por eso, la legalización era imposible, innecesaria e inviable.
Cabe insistir que mientras existan bienes y servicios solicitados por el público y éstos permanezcan prohibidos, persistirán los estímulos, las facilidades y los artificios para que se prosperen diversas modalidades de criminalidad[118]. Por lo tanto, mientras se conserve y potencie el prohibicionismo de las drogas psicoactivas, se preservará y crecerá el poder y la gravitación del crimen organizado ligado a ese producto[119]. Pero también es bueno subrayar que el prohibicionismo no tiene como única víctima a Colombia, a manera de frío contubernio orquestado con perversidad por sectores malévolos en Estados Unidos contra el país. Como bien lo ha advertido Berney:
“Colombia and the United States share the unhappy distinction of
being two of the most violent democracies in the world, because of a common,
reciprocal condition: drug addiction. This addiction is the addiction to
a failed policy: prohibition. The adherence to this policy is more than
irrational; it is mad”[120].
Ahora bien,
¿cuál era para entonces la opinión de Ernesto Samper
sobre la legalización, tanto de los narcóticos como de los
narcotraficantes? Como Ministro de Desarrollo y Embajador colombiano en
España durante la administración Gaviria, su perspectiva
sobre el tema no era contraria al gobierno; al menos públicamente
nunca cuestionó las críticas del ejecutivo a las individuos
y grupos con iniciativas y posturas en favor de la legalización.
Como candidato presidencial liberal con más opción para ganar
las elecciones de 1994, no se pronunció sobre ese asunto. Ni en
los documentos de campaña, ni en los foros públicos, ni en
los debates con los contrincantes, surgieron planteamientos o polémicas
sobre la legalización[121].
En general,
durante la contienda de 1994, se habló y discutió muy poco
sobre el fenómeno de las drogas propiamente dicho, sobre su significado
en la vida nacional y su impacto en la política internacional. Desde
un ángulo pragmático, como también lo fue su planteamiento
a favor de la legalización tres lustros antes, Ernesto Samper se
alejó en los noventa de la tesis legalizadora. Era absolutamente
impensable que un presidente colombiano que defendiera un argumento firme
antiprohibicionista fuese aceptado por Estados Unidos.
El Presidente
Gaviria, como antes lo habían hecho los Presidentes Turbay, Betancur
y Barco, se opuso totalmente a la legalización y a la despenalización.
A ello se sumó la opinión negativa de las autoridades estadounidenses.
Por el momento, la polémica se clausuró. Pero un espíritu
menos criminalizante parecía sobresalir en el legislativo y el judicial
colombianos. El legado podía ser retomado o sepultado.
¿Una conclusión previsible?
Por
su historial en el tema, cuando Ernesto Samper fue electo presidente, muchos
esperaban una política antidrogas interna y externa menos prohibicionista.
Sin embargo, era imposible que así fuera.
El fantasma
omnipresente de los narcocassetes (que revelaban los aportes del narcotráfico
a su campaña presidencial) y la realidad de la diplomacia coercitiva
estadounidense (que se hizo evidente desde antes de la posesión
presidencial en agosto de 1994) hizo trizas cualquier expectativa en esa
dirección. El deseo y la fuerza de supervivencia política
del ahora presidente Samper hicieron que optara, en esta nueva coyuntura,
por la criminalización en vez de la legalización.
Como ya
se enunció, para Washington la primera iniciativa de legalización
(1979) de Samper era irrelevante y la segunda (1980) peligrosa[122].
Cualquiera hubiese sido su idea en 1994, estaba llamada a fracasar debido
a la obsesión estadounidense en materia de drogas y narcocriminalidad
organizada[123].
En esa dirección, durante ese gobierno Colombia “norteamericanizó”
completamente la lucha contra las drogas. Este hecho estableció
un límite represivo difícil de revertir para cualquier futuro
mandatario. Entre 1994 y 1998 Colombia aceptó una estrategia tan
prohibicionista que será muy difícil y hasta costoso dejarla
atrás.
A pocos
meses de iniciar su presidencia, Samper era el mandatario que más
criminalizó el fenómeno de las drogas[124].
De allí que las voces en favor de la legalización fueran
cada vez menos numerosas, audibles y respaldadas[125].
Cuando a comienzos de 1998, se reanudó la discusión sobre
la legalización, el impacto del debate sobre la opinión pública
fue casi imperceptible. La revista Estrategia Económica y Financiera--que
fuera muy influyente entre finales de los setenta y hasta comienzos de
los noventa--dedicó un número completo a la pregunta “¿Es
la legalización la solución?”. No obstante, su efecto fue
mínimo, casi inexistente[126].
Por
su parte, en una de las más importantes revistas culturales del
país, la publicación Número, se incluyó
una separata especial dedicada al tema de los “Pros y contras de la legalización
de las drogas”[127].
Su divulgación, sin embargo, no superó la controversia entre
especialistas e interesados y no alcanzó a reabrir una polémica
más amplia y profunda sobre el asunto de las drogas.
Es muy
posible que el ejemplo de Samper y su actitud frustraran por muchos años
un debate serio, abierto y plural sobre medidas y alternativas menos punitivas
para controlar el fenómeno de las sustancias psicoactivas ilícitas[128].
En la entrada de un nuevo siglo será seguramente difícil
que Colombia pueda liderar o participar activamente en el plano mundial[129]
en favor de una política menos prohibicionista frente a los narcóticos[130].
Parafraseando a Gabriel García Márquez y a Julio Cortazar:
¿Crónica anunciada? o, ¿Final de juego?
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