Colombia: Otra guerra de fin de siglo y más desplazamiento interno.
Nora Segura Escobar.
Colombia y el panorama de violencia.
En los albores del siglo XXI, Colombia se aferra a una incierta esperanza de paz y pretende encontrar signos que le permitan imaginarse un futuro menos inquietante. Numerosas expresiones sociales buscan implantar un nuevo discurso de la fraternidad y consolidar un vocabulario de reconciliación, mientras las distintas élites del poder actúan, desde sus propias lógicas, a nombre de los intereses colectivos y de los proyectos de paz que cada una pretende representar. Paralelamente, un número incalculado de familias e individuos expulsados violentamente de las zonas rurales recorre la geografía nacional buscando seguridad y protección en ciudades y poblados. En su mayoría, en un tiempo muy corto se desdibujarán como desplazados y se confundirán en la masa de pobres urbanos, también en su mayoría producto de procesos migratorios impregnados de violencias anteriores.
La violencia colombiana, en su implacable continuidad de 50 años, ha tenido como escenario prioritario las zonas rurales y ha hecho de la población campesina y colonizadora su principal, aunque no exclusiva víctima. Hoy, flujos migratorios en múltiples direcciones (campo-ciudad, intra-urbanos, inter e intra regionales) dan cuenta de la móvil y extensa geografía de los conflictos sociales y de la presencia de los grupos en armas en una escala inédita, que incluso comienza ya a comprometer las relaciones con los países vecinos y a “calentar” las zonas fronterizas. Desde inicios de los años 80, pues, la magnitud y degradación de la confrontación armada han hecho del desplazamiento la única opción de seguridad para muchos sectores de habitantes de los territorios en conflicto.
No obstante, el “problema de los desplazados” no corresponde solamente a la confrontación entre fuerzas insurgentes, paramilitares y el Estado. Subsidiarias de estas, también otras formas de ejercicio violento del poder expulsan poblaciones habitantes de las regiones insertas en megaproyectos de desarrollo, el control territorial de zonas estratégicas económica y/o militarmente, en la defensa de intereses sobre la tierra o de consolidación de poderes regionales. Se trata pues de una muy compleja interacción de distintos tipos de violencia incluída la delincuencia común cuyos efectos de terror precipitan la huída de la población desarmada.
A su turno, tras largos años de invisibilidad y de silencio sobre el tema, en los que pocas voces, inaudibles para las esferas oficiales decisorias, se pronunciaban y algunas organizaciones no-gubernamentales y religiosas desplegaban una importante aunque inevitablemente modesta acción de apoyo a las víctimas, hoy se cuenta con recursos de mayor envergadura, en el terreno legal, institucional, económico, profesional y organizativo, sin que necesariamente se haya comenzado a cerrar la brecha entre las urgencias de la población desplazada y la capacidad colectiva de protección [1]. Por el contrario, resulta agobiante reconocer la modesta capacidad de ejecución presupuestal de algunas de las entidades gubernamentales con responsabilidades en el tema, la insensibilidad burocrática de algunos funcionarios, las debilidades técnicas de algunas ong, la descoordinación entre las instituciones cuando no el afán de protagonismo de algunos directivos. En síntesis, la mayor capacidad de la sociedad colombiana para actuar sobre sus problemas no guarda proporción ni con la magnitud de los mismos ni con la efectividad de la acción colectiva.
El presente artículo se inicia con una muy breve reflexión conceptual sobre el desplazamiento en las circunstancias colombianas y propone luego elementos centrales de su fenomenología.
Cómo se piensa el desplazamiento?.
Desde la óptica de sus víctimas los desplazamientos poblacionales forzados pueden ser vistos como acciones preventivas o como reacciones frente a riesgos específicos[2], que en todo caso implican fracturas en los modos de vida y en el tejido social, en sus distintos niveles de organización individual y colectiva. Desde la óptica de los actores armados, según el caso, los desplazamientos corresponden a efectos directos de las estrategias del “enemigo”, es decir que toda la responsabilidad claramente se sitúa en un polo y el otro queda exonerado.
Para la conciencia analítica se suelen identificar tres tipos distintos de migración forzada, según su origen: los que emanan de la acción de fuerzas económicas (desempleo, desarrollo tecnológico, agotamiento de nichos productivos, etc); la expulsión por fuerzas de la naturaleza (inundaciones, derrumbes, terremotos, crisis ambientales etc) y finalmente el desplazamiento por razones de violencia (confrontación armada, amenazas, bombardeos, masacres, peligros de reclutamiento armado, etc). Al mismo tiempo, se registran como si fueran expresiones coyunturales de dinámicas independientes y que afectan a segmentos de la población no relacionados entre sí.[3] Aún cuando es claro que tal tipología resulta indispensable en el terreno empírico y en las prácticas de intervención social (pública y privada) [4] es preciso no perder de vista los efectos acumulados e interactivos sobre segmentos de la misma población en relación con las dinámicas de la pobreza y la exclusión. Así, por ejemplo, muchos desplazados se instalan en terrenos no urbanizables de las periferias urbanas con alto riesgo de inundación o derrumbe, algunos habían emigrado años atrás a las zonas de colonización en busca de tierras o también otros vienen de familias que se vieron forzadas a dejar sus tierras en períodos anteriores de violencia, y otros habían rondado los diversos enclaves económicos o los ciclos agrícolas como mano de obra flotante.
En todo caso cabe insistir en que si bien los rasgos reconocibles del desplazamiento violento tienden a diluírse rápidamente en la pobreza urbana[5], los caminos que han conducido a ella pueden traducirse en más altos niveles de incapacitación, indefensión y desorientación: el carácter intempestivo y el terror en la salida, las experiencias de muerte, las amenazas y hostigamientos, en muchas ocasiones el quiebre de las solidaridades entre vecinos, las pérdidas materiales y simbólicas, la erosión de los fundamentos de la identidad y de la auto-estima, entre otras, hacen de la expulsión por violencia una forma particular y muy traumática de emigración, agudizada por la muy precaria o nula ilusión del retorno.
Desde la perspectiva gubernamental y para efectos de las políticas públicas el desplazamiento poblacional generado por la violencia, hasta los años 90 no tuvo un pleno reconocimiento en cuanto tal, pese a que desde la década anterior la escalada de la violencia hacía evidente los desplazamientos masivos de población en algunas regiones.
Durante la llamada Violencia de mitad de siglo (período de una guerra civil no declarada) se hacía referencia a los “migrantes forzosos” en los marcos conceptuales de la marginalidad urbana, y en consecuencia las estrategias se dirigían a lograr su integración en la sociedad moderna. También la colonización dirigida y la ampliación de la frontera agraria constituyeron estrategias para lidiar con la población campesina expulsada de sus tierras. A lo largo de los años 70 la pobreza como paraguas conceptual desdibujó otros elementos diferenciadores de las víctimas de violencia al tiempo que el volumen (relativamente bajo) de los desplazados también tendía a invisibilizarlos. Así, en relación con el Estado las estrategias globales del desarrollo incluían a los pobres de múltiples orígenes sin identificar los elementos selectivos de la violencia.
Hacia mediados de los años 80, una emigración masiva provocada por la erupción y posterior avalancha del volcán-nevado de El Ruiz [6] y otras catástrofes naturales impulsaron una diferenciación en el marco de la acción estatal para incluír a las víctimas de los desastres naturales que luego se amplió para incorporar a las víctimas del terrorismo de los narcotraficantes.
Al comenzar los años 90 se amplió mucho más el espectro de las víctimas de la violencia armada, se asumió el término de desplazados como referencia específica de expulsión y progresivamente se diseñó una política particular para la atención de esta población que finalmente cobró plenitud legislativa al ser aprobada por el Congreso de la República en 1997 (Ley # 387 del 18 de julio).[7] Bajo la actual administración la política de atención a la población desplazada hace parte del Plan Colombia compuesto además por un plan especial para las zonas en conflicto y por un programa de sustitución de cultivos ilícitos.[8]
Estos avances en el reconocimiento de “el problema de los desplazados” y su codificación como cuestión de responsabilidad pública indudablemente traducen una nueva conciencia social a favor de sus víctimas e iluminan las formas de acción, pero, cabe preguntarse hasta qué punto hay más de retórica que de auténtica voluntad política? En qué medida la letra escrita tiene continuidad con las decisiones presupuestales y con la institucionalidad administrativa? Sin ignorar los obstáculos generados por las situaciones de guerra y sin subestimar las prioridades que ella implica, la respuesta no es alentadora a juzgar por la calidad de la información disponible sobre el problema.
Las cifras de los desplazamientos.
Es obvia la importancia de determinar la magnitud y localización de los fenómenos migratorios vinculados a los conflictos armados. Pese a que, como ya se ha dicho, desde comienzos de los años 80 se operó un cambio muy notable en la escala, extensión y características de la confrontación armada, el primer intento sistemático de registro y medición de la expulsión poblacional por esas razones apenas apareció en 1995 y no por cuenta del Estado sino de la Iglesia Católica [9] y de las ong. Desde 1993 la Consejería Presidencial para los Derechos Humanos con el apoyo de fondos y de asesoría internacional había iniciado la instalación de un sistema nacional de registro de las violaciones a los derechos humanos de los colombianos, que desde luego debería incluír el desplazamiento forzado, pero como ya se ha mencionado antes, la crisis que acompañó la casi totalidad del período presidencial (‘94-’98) opuso enormes barreras al desarrollo de esta iniciativa. Actualmente, además de la discontinuidad y parálisis temporal suscitadas por el relevo partidista en la jefatura del Estado, otras interferencias asociadas con los cambios que la administración Pastrana ha incorporado en las estrategias de paz y en los esquemas administrativos para su gestión, han repercutido en un muy limitado avance del sistema informativo.
Como resultado de
estos conteos independientes (gubernamentales y no gubernamentales), se
presentan enormes discrepancias en las cifras. Así, mientras las ong que se
ocupan del tema estiman que los desplazados por violencia
entre 1985 y 1998 ascienden a 1.500.000,
en mayo de 1998 aún bajo la administración
El Plan de Desarrollo de la presente administración no asume un compromiso con cifras oficiales (que necesariamente serían las heredadas del período anterior) o con las de CODHES. y más bien opta porque “en el corto plazo el gobierno establecerá y posteriormente aplicará una metodología única y oficial para cuantificar e identificar con precisión el número de familias desplazadas, su lugar de origen y las causas que ocasionaron el desplazamiento...” [10] Como puede verse, no son solo las cifras sino los esquemas metodológicos mismos lo que suscita la desconfianza de la nueva administración.
No obstante como
evidente expresión de la prioridad del tema, el Sistema de Información
gubernamental ha comenzado a fines de
En resumen, la discrepancia de las cifras publicadas sugiere que en alguna medida la polarización política también pasa por ellas y que probablemente una cifra razonable puede sobrepasar el millón de desplazados a partir del ’85.
Geografía del desplazamiento.
Colombia como
pais de regiones lo es también respecto a las dinámicas de la violencia y de la
especificidad de los nudos del conflicto, de los grupos en armas y de su
articulación con otros factores del poder, de manera que la lógica de
desplazamiento-repoblamiento y del control
territorial están fatalmente articuladas a la estructura y
dinámica regionales[11].Así
regiones como el Magdalena Medio, los Llanos Orientales y Urabá presentan una ya
larga historia de conflictos armados y de desplazamientos poblacionales mientras
que otras como el noroccidente del Chocó
apenas recientemente han entrado en esta dinámica.[12]
1.
La espiral de la violencia.
Desde comienzos de los ‘80 las cifras del conflicto-violencia-desplazamiento comienzan a elevarse en forma inédita: se amplían a un mayor número de regiones (incluídas las zonas urbanas), crece el número y tipo de actores, se disparan el volumen de recursos económicos y tecnológicos comprometidos, la capacidad destructiva y los niveles de degradación de la guerra y en consecuencia se hace más aguda la asimetría entre los grupos en armas y la población desarmada, todo lo cual repercute en los patrones de expulsión poblacional. Este incremento en la dinámica de la violencia y del conflicto armado coincide, en el escenario político, con los acuerdos de paz de la administración Betancur (´82-´86) y con el nacimiento de la Unión Patriótica, y en otros escenarios del orden público con la doble estrategia de los narcotraficantes de infiltrar y de enfrentar al Estado. Como efecto conjunto, se llega a también a niveles inéditos de debilidad y de fragmentación estatal, de crisis en la justicia y de incremento de la impunidad.
:
“...Entre 1981 y 1982 cuando se llevó a cabo la séptima conferencia (de las FARC), los factores de orden militar juegan un papel muy importante; (...) se determinó que cada frente sería ampliado a dos hasta conseguir la creación de un frente por Departamento. Aparecen 3 frentes nuevos en la zona de Caquetá y el Meta y otros 2 en el Magdalena Medio. Entre 1982 y 1983 otros 10 frentes añaden a los 15 que existían anteriormente. Se localizan en Vichada, Norte del Huila y occidente del Meta, Córdoba, en la Sierra Nevada de Santa Marta, Magdalena Medio Santandereano, noroccidente de Cundinamarca, sur de Bolívar y centro del Tolima. (...) En cuanto a los determinantes financieros, la coca en la década de los ‘80 juega un papel decisivo que explica el número creciente de frentes que se consolidan en Meta, Guaviare y Caquetá. Así mismo las FARC se vinculan a esta actividad en los departamentos de Putumayo, Cauca, Santander y en la Sierra Nevada de Santa Marta.” (Echandía, 1997, 4).
Según
esta misma fuente el proceso de expansión geográfica de las FARC, que se
prolonga hasta la fecha, es correlativo de la progresiva articulación de sus
finanzas, además de la coca y el secuestro, a la actividad extorsiva de otras
fuentes de riqueza regionales muy dinámicas (ganadería,
agricultura comercial, petróleo,
contrabando) muy distintas de las zonas relativamente marginales de sus
orígenes.
A su turno el crecimiento del ELN data de 1983 ligado a la explotación petrolera, en particular al pozo de Caño Limón y a la construcción del oleoducto a Coveñas, como eje de su financiación, progresivamente incluye otros recursos naturales (oro, carbón) y el mercado de exportación. También en los inicios de los años ‘80 el EPL se hizo muy visible en zonas agroindustriales como Urabá y a partir del ‘84 logró un importante crecimiento al calor de los acuerdos de paz con la administración Betancur. (Echandía, ‘97)
En conjunto, al incremento de la actividad guerrillera y del narcotráfico se responde, como era de esperar, a todo lo largo de la década del ’80, con un crecimiento del gasto militar superior al de la década anterior. Los mayores esfuerzos se concentran en la modernización del equipo bélico y en el incremento del pie de fuerza. El gasto para las Fuerzas Armadas durante el cuatrienio de Belisario Betancur (´82-´86) tuvo un incremento significativo (excepto en 1985) que continuó bajo la administración Barco (‘86-´90). Durante el cuatrienio siguiente la presidencia de Gaviria, aumentó el pie de fuerza tanto del ejército como de la policía. (Granada, 1997, 38).[13]
Nuevos aportes a la dinámica perversa de la guerra se fortalecen con el
surgimiento y expansión de los grupos paramilitares, estrechamente vinculados
desde sus inicios en la década anterior con el narcotráfico y con los
intereses ganaderos y terratenientes. La expansión del secuestro como estrategia
económica o de presión sobre los
adversarios, entre otros, estimula
la inversión de enormes masas de dinero en la privatización de la justicia y en
la garantía de eficacia militar, que como es obvio implica pasar por encima de
la ley, los derechos humanos y el DIH, con formas relativas de complicidad por
parte de las fuerzas de seguridad del Estado, según las regiones.
A su turno, y frente al creciente reclamo de seguridad, el Estado, autorizó la organización de grupos de autodefensa campesina[14], que en su mayoría muy rápidamente fueron asimilados por el paramilitarismo. Así, para mediados de los ‘90, Carlos Castaño[15], cabeza visible de los paramilitares expresaba que: “...(la ACCU) es una organización contrainsurgente de carácter nacional y aspiramos a que donde haya un frente guerrillero haya un frente de autodefensa. Y como se van perfilando las cosas en este país, así va a ser porque cada día el Estado, a traves de sus Fuerzas Armadas, demuestra ser más incapaz de controlar ese avance de la guerrillla. Entonces nosotros tenemos que ir marchando paralelo a como se vaya perfilando nuestro enemigo” (Castro, 1996, 227).[16]
De esta manera quedan sentados los
hitos centrales de una escalada inédita de la confrontación armada y de la
espiral de violencia que en la segunda mitad de los ‘80 dispara las cifras de
asesinatos, masacres, bombardeos,
amenazas, y como consecuencia el terror y los desplazamientos. Como se ha dicho,
más allá de la confrontación armada pero en íntima relación con ella, también en
grados distintos según regiones y localidades impera un clima de inseguridad y
degradación en el que florecen muchas formas de delincuencia organizada, de
complementación entre ellas
y de deslizamientos de miembros entre las organizaciones que también
actúan sobre la expulsión poblacional. La consolidación de la gran propiedad y
el tráfico con terrenos de titulación precaria alimentan verdaderos movimientos
de contra reforma agraria, mientras la despoblación del campo acumula el
desempleo y la pobreza en pueblos y ciudades por cuenta de los desplazados.[17]
Por otra parte, en las luchas por el control territorial y de la población, la
medición de fuerzas insurgentes y contrainsurgentes con frecuencia se dá en el
espacio de “quitar el agua al pez” más
que en el enfrentamiento directo. Así bajo la estrategia de quebrar la
base social del enemigo cualquiera es susceptible de convertirse en objetivo
militar. Las organizaciones y sus líderes en primer lugar y en segundo lugar la
población civil, devienen amigos o enemigos, sin que logre abrirse un espacio
para que germine la neutralidad.[18]
De este modo los flujos del desplazamiento se dan en distintas direcciones,
pueden ser masivos, familiares o individuales, pueden actuar cíclicamente
según el clima de inseguridad o ser definitivos, puede tratarse de una
sola experiencia o de varios episodios sucesivos. Por eso, puntualizar la
geografía o la magnitud de los desplazamientos en un momento particular es una
forma apenas aproximada de captar su dinámica interna.
2. Las regiones.
La ampliación en la presencia de las distintas organizaciones guerrilleras sobre la geografía nacional, que como se vió antes implica simultáneamente cambios en la escala de operación, en las fuentes de financiación, y la subordinación relativa del proyecto politico al proyecto militar, acentúa las estrategias de control territorial como eje de las relaciones con la población civil. La presencia paramilitar, a su turno, en su imbricación con el narcotráfico y con los intereses sobre la tierra también va imponiendo una lógica de copamiento estratégico y de disputa por el territorio. Así, cada proyecto en ciernes reclama una población controlada y controlable y la emigración de la que no lo es.
Según el estudio de la Conferencia Episcopal, entre 1985 y 1994, sobre un total de 586.261 desplazados, los Departamentos con los volúmenes más altos fueron Antioquia y Santander seguidos por Meta, Córdoba y Boyacá. A su turno, los receptores más altos son en su orden Cundinamarca, Santander y Antioquia.
Para el tercer
trimestre de 1998
Otra fuente[20] identifica ocho grandes regiones agrarias, epicentros de expulsión poblacional, que prácticamente cubre todo el territorio nacional:
- Caribe (Urabá, Córdoba, Sucre)
- Sierra Nevada de Santa Marta (Magdalena, Cesar)
- Catatumbo y Perijá (Norte de Santander)
- Magdalena Medio (Bolívar, Santander, Antioquia, Caldas, Boyacá)
- Norte de la Orinoquia (Arauca, Casanare)
- Ariari-Guayabero-Guaviare (Meta, Guaviare)
- Amazonia (Caquetá, Putumayo)
- Suroccidental (Valle, Cauca, Huila, Tolima).
Por otra parte de los 342 municipios que entre el ’93 y el ‘95 presentan las más altas tasas de asesinatos, secuestros y/o intenso conflicto armado, 284 (83%) tienen presencia guerrillera y 152 (44%) de organizaciones paramilitares, de justicia privada y al servicio del narcotráfico. (Echandía, ‘97). Por su parte Cubides encuentra una gran coincidencia entre presencia guerrillera y paramilitar en los municipios de Antioquia, Boyacá, Santander, Huila, Tolima, Caquetá, Valle y Chocó. [21]
Desplazamiento y desplazados: antes y
después.
En tanto movimiento migratorio, el desplazamiento entraña una temporalidad variable con un antes y un después analíticamente muy importantes para calibrar la profundidad de la destrucción y el desarraigo tanto como para evaluar las condiciones y recursos hacia la reconstrucción. El tiempo de enlace entre los dos puede fragmentarse en etapas sucesivas o compactarse en un solo movimiento pero su duración puede ser muy variable y sus fronteras difusas. [22]
Al tratarlos como categoría social abstracta, se desdibuja la heterogeneidad de las personas, familias y comunidades expulsadas de su territorio y desarraigadas de su habitat. Si bien muchos eran habitantes rurales, también un número importante sale de poblados y ciudades intermedias, estaban insertos en la economía local y regional en muy distintas formas ocupacionales y de relación con la tierra u otros recursos naturales; ideológicamente pueden haber tenido cercanía a alguno de los polos en conflicto o haber desarrollado animadversión hacia todos. En cuanto víctimas de la inseguridad y el miedo, de la impotencia frente al poder de las armas comparten el dolor por las pérdidas pero estas experiencias pasan por especificidades que como el estrato social, el género y lo generacional [23]entre otros, actúan selectivamente en la etapa previa sobre las modalidades de exposición a la violencia, de los riesgos y de las probabilidades de morir o de sobrevivir, y en consecuencia, también de ser desplazadas pero también en el período posterior actúan como filtros diferenciales frente a las incertidumbres y dilemas de la reconstrucción.
En tanto la recolección de la información pasa por el tamiz de las ong nacionales e internacionales, de las iglesias y de algunas agencias del Estado que proveen servicios y ayuda humanitaria, las representaciones mentales sobre quiénes son los desplazados tienden a restringirse a los sectores sociales más pobres y/o que no tienen una red familiar o institucional de apoyo alternativo. Otros sectores sociales con algunos recursos económicos, sociales, culturales y/o redes de apoyo institucionales o familiares de alguna solvencia, que no pasan por la demanda de la ayuda humanitaria, quedan excluídos de la contabilidad y del análisis. Así la estratificación social propia de la composición de las sociedades rurales y semi-rurales quedan borradas en la caracterización de la población víctima, de sus estrategias de reparación y de las rutas para la reconstrucción de su cotidianidad. Con estas limitaciones en lo que sigue y con trazos muy gruesos se intenta una muy suscinta caracterización de esta población.
·
El género en cuanto construcción simbólica de diferencia entre
hombres y mujeres y principio estructurador de relaciones, bajo las
condiciones de la guerra remite a un esquema dicotómico por el cual los hombres
se definen más por lo que hacen mientras las mujeres se definen más por lo que
son.
En la
situación pre-desplazamiento los hombres (más que las mujeres) son actores
armados y en esa condición más proclives a ser víctimas directas de la guerra.
De igual manera, dado que con mayor
frecuencia que ellas, los hombres son agentes de organizaciones sociales,
cívicas, sindicales y políticas, también más fácilmente devienen objetivo
militar. A su turno, las mujeres
son, prioritariamente, víctimas de guerra de modo vicario, por sus relaciones
supuestas o reales con combatientes o por razones no vinculadas a la condición
de actor social o de agente comunitario.
Por el contrario, la violencia sexual, forma específica y atávica de
agresión a las mujeres, en el contexto de la guerra connota elementos de poder y
humillación del enemigo hombre y, de modo simultáneo de afirmación del macho
sobre la hembra. Por su parte, las mujeres combatientes y/o involucradas en
organizaciones (políticas, cívicas, sindicales, religiosas, comunitarias)
combinan los riesgos comunes a las mujeres y a los hombres.
En la etapa post-desplazamiento y ligado a las estrategias de supervivencia y de
reparación, también el esquema dicotómico del género se expresa tanto en la
órbita ocupacional como en otros escenarios[24]:
En un contexto no agropecuario, ambos sexos están abocados
al “rebusque” pero la experiencia y saberes domésticos
permiten a las mujeres ingresar en el mercado laboral, los servicios
personales, etc. mientras que los saberes agropecuarios de los hombres más
difícilmente les permiten conectarse a la economía urbana o no-agraria. En
asocio con esto, con frecuencia las mujeres descubren nuevas sociabilidades,
un espacio existencial más amplio que el previamente recorrido y, por esa
vía , eventualmente acceden a mecanismos de reparación de los traumas del
desplazamiento. Igualmente la maternidad, como principio de la identidad
femenina, constituye una muy compleja fuerza
de soporte y de presión hacia la superación de las pérdidas. Para los
hombres, la erosión de su papel de
proveedor, eje sustantivo de su identidad masculina y fuente de poder doméstico,
constituye una pérdida más de las ya constituídas por el desplazamiento.
La
propensión al retorno y/o la
re-ubicación y la construcción de proyectos de vida rurales-agrarios o urbanos,
están igualmente mediados por el género y por las experiencias diferenciales
sugeridas antes. Llama la atención que en las pocas experiencias auspiciadas
tanto por el Estado como y principalmente por ong nacionales e internacionales,
la reconstrucción de la vida comunitaria reproduce los esquemas
dicotómicos del género, perpetúa la participación de las mujeres solo como amas
de casa y madres y vuelve a
excluírlas como actores en los escenarios cívicos y
comunitarios.
·
Por otra parte, lo generacional
como principio que define fronteras cronológicas de actividad y de
relaciones, en la guerra maximiza
los riesgos de reclutamiento y de muerte para los y las jóvenes al tiempo que
para las personas mayores puede
traducirse en relativa protección. La niñez, a su turno, de barrera de
protección pasa a fuente de exposición a distintos riesgos bajo la lógica
instrumental de las armas. También estas dimensiones generacionales actúan en
los procesos de transición post-desplazamiento, a favor de los niños y jóvenes
de ambos sexos y en contra de las personas mayores por la vía de una más rápida
adaptación al nuevo medio.[25]
El trabajo infantil y adolescente es lugar común en las zonas rurales y semi-rurales por lo cual los proyectos educativos no son ejes centrales en los proyectos de vida en muchos hogares. Antes del éxodo se dan niveles altos de des-escolarización entre la población infantil y juvenil desplazada, como efecto de la interacción entre las dificultades de acceso (físico, económico, etc) a la escuela, la no valoración o aún la desvalorización familiar a la educación y la presión hacia la generación de ingresos.[26]
En franca competencia con su escolaridad, en el lugar de llegada se acentúa la vinculación infanto-adolescente a las tareas del rebusque y a los empleos temporales para ambos sexos. Las niñas y adolescentes mujeres adicionalmente, substituyen a sus madres u otras mujeres adultas en los oficios domésticos, el cuidado de infantes, las pequeñas ventas de servicios y alimentos. Pese a que no existe información confiable sobre el impacto actual del desplazamiento en la exclusión de estos menores del aparato educativo, es claro que, hacia el futuro, el acceso a la cultura escrita que rige muchas de las relaciones con las burocracias pública y privada, las coordenadas urbanas, las formas laborales, etc. acentuarán las exclusiones para quienes son analfabetos por desuso o por ausencia total del aparato escolar.
En
virtud de todo lo anterior, los hogares de la población desplazada presentan
rasgos propios de situaciones de guerra, paralelos a los identificados como
producto de la pobreza: bajos índices de masculinidad, altos índices de
dependencia, sobre-representación de mujeres y de menores de 14 años, de viudas
y de huérfanos, de familias uniparentales y de mujeres jefes de hogar, con la
consiguiente desprotección y fragilidad provenientes conjuntamente de la guerra
y de la pobreza.
· Para el mundo rural y la economía agraria la tierra es simultáneamente medio de producción económica, cultural y simbólica, constituye un eje privilegiado de las relaciones, las actividades, los proyectos de vida, las fuentes de identidad de la población, en particular para quienes logran construír una vocación campesina, condensada en la propiedad sobre un pedazo de tierra. La tierra, las cosechas, los animales, la vivienda, como materialización patrimonial del trabajo y la fuente de su seguridad presente y futura en pocos casos logran ser protegidos gracias a la proximidad de parientes o amigos. En otros se abandonan la tierra y la casa en espera de mejores vientos pero se pierden las cosechas y los semovientes; finalmente en otros se logran vender a menosprecio los haberes y se comienza la nueva vida con alguna base monetaria.
Múltiples crisis arraigan en la destrucción de este espacio vital doméstico y extradoméstico. Las condiciones de violencia y degradación actuales hacen prácticamente impensable la reconstrucción de ese entorno de manera que los impactos a corto y a mediano plazo sobre la vida personal, local y regional son incalculables. No debe olvidarse que la consolidación de la gran propiedad y la concentración de la riqueza han corrido parejas con las prácticas de despoblamiento territorial y que, por otra parte la redistribución de los bienes confiscados en virtud del delito de enriquecimiento ilícito, sigue siendo una imposibilidad real.
· La diversidad ocupacional previa al desplazamiento (empleados públicos, maestros, comerciantes, profesionales, desempleados, al lado o en combinación con ventas ambulantes y una miscelánea de actividades de “rebusque”) indica una composición socioeconómica heterogénea con segmentos de población flotante.[27] En todo caso se trata de niveles ocupacionales medios y bajos de remuneración modesta para los hombres, más bajos aún en el servicio doméstico para las mujeres.[28] En el período posterior a la llegada el panorama ocupacional es más frágil, discontinuo e inestable y consecuentemente lo son sus retornos monetarios. [29]
· La indefensión precipitada por el desplazamiento impone un nivel muy fuerte de dependencia respecto de fuentes públicas y privadas de protección y de solidaridad. La capacidad diferencial para movilizar redes de soporte personal y familiar establece variaciones importantes frente a la incertidumbre, la inseguridad, el miedo, la inestabilidad.[30] Además de su carácter puntual los programas estatales brindan un apoyo muy limitado en cantidad y extensión de modo que en lo esencial la población desplazada depende de la solidaridad privada, bien por la vía del parentesco, el compadrazgo u otras lealtades afectivas o por la vía de la filantropía social canalizada a través de las iglesias y de las ong nacionales y extranjeras. A su vez, la solidaridad de organizaciones políticas, sindicales o eclesiásticas es muy limitada. Otros estudios y fuentes corroboran la primacía de la solidaridad familiar en el proceso de transición y en segundo lugar de las ong. laicas y eclesiales.
· La experiencia previa en organizaciones o en estructuras formales, la familiaridad con una cultura institucional, la exposición a relaciones secundarias e impersonales y la información sobre el mundo extralocal, resultan de gran utilidad en el período posterior al desplazamiento. No obstante, solo de forma excepcional algunos de quienes tuvieron trayectoria política, sindical o cívica son proclives a re-editar su vinculación organizativa. Para la mayoría de los desplazados rige una enorme resistencia a participar en organizaciones sociales y mucho más cuando se trate de organizaciones de desplazados.[31] Los efectos del miedo se intersectan de diversos modos con las experiencias de desconfianza y de rechazo en los lugares de llegada. El estigma del desarraigo los acompaña en sus recorridos y por tanto buscan desdibujar los rasgos de ese “ otro” no bienvenido.
Lo
anterior no obsta para que también en los lugares de llegada y de forma puntual
se dé el encuentro con otros desplazados en la circulación de información sobre
ofertas institucionales de apoyo, reclamación de derechos, presencia de ong. y
de otras agencias filantrópicas. Así mismo esta identidad común se teje en
cuanto objetos de solidaridad recibida de personas y organizaciones (cívicas, de
ayuda mutua, ong) en su tránsito a la vida actual. En todo caso se trata de
niveles individuales de relación, de instancias puntuales y no de una valoración
a la acción colectiva.
· La visión de futuro, difícil de construír de cara a la absoluta prioridad del presente, gira necesariamente alrededor del retorno o a la permanencia dentro de un marco de incertidumbre realista y de esperanza ilusoria. Desde luego que la persistencia de los factores de expulsión para la mayor parte de las regiones y localidades de origen, hacen del retorno una posibilidad no viable por fuera del deseo y la fantasía (incluídos los del gobierno)[32]
La visión del futuro en un entorno específico (rural o urbano) o el delineamiento de proyectos de vida en cuanto superación del desarraigo se amarra en la combinación de la acción estatal, la divina providencia encarnada en las ong y por sobre todo en su inagotable capacidad de rebusque. Resulta muy claro que mientras los adultos calibran la permanencia o el retorno por referencia a las posibilidades laborales, las fuentes de ingresos, la abundancia o escasez de alimentos, para los/las adolescentes los referentes prioritarios aluden a los muy altos niveles de inseguridad en los barrios y calles urbanos que imponen un régimen de control familiar muy fuerte, restricciones de tiempo y lugar para los encuentros con los pares, limitaciones sobre las actividades lúdicas y desde luego también un constante peligro de atracos, robos, peleas y violencia.
Las crisis del desplazamiento.
A
continuación se puntualizan algunos hitos críticos de la discusión anterior.
·
Por definición el desplazamiento violento es una experiencia individual y
colectiva muy traumática por la serie de fracturas, discontinuidades, pérdidas y
heridas profundas que lo acompañan. La degradación del conflicto armado y las
estrategias de control del territorio y de su población por parte de los
distintos actores armados han desatado un clima de terror y de mecanismos que
quiebran la solidaridad entre vecinos, que instalan la suspicacia y la delación
en las relaciones sociales y que en conjunto debilitan el tejido comunitario,
los procesos organizativos, los rituales de integración y la fluidez de la
cotidianidad.
· Las pérdidas múltiples incluyen la muerte o desaparición de familiares, amigos o vecinos, el abandono de la tierra y los bienes, el quiebre de las actividades, las relaciones y el entorno físico, en fin, todo cuanto marca la cotidianidad y alimenta la construcción de la identidad individual y colectiva. Por eso, la salida física no garantiza que el miedo y sus impactos desaparezcan (dolor, desorientación, desconfianza en las capacidades personales, incertidumbre).
·
El esfuerzo de inserción laboral en un mercado estrecho, saturado de
informalidad es quizás el nudo más crítico en el lugar de llegada. Para quienes
vienen de una actividad agropecuaria, en su mayoría hombres, sus
calificaciones y experiencias resultan generalmente inútiles para la competencia
en la vía salarial no agraria. Se
impone entonces la pluriactividad de escala mínima y de muy bajo retorno, que
comúnmente se engloba bajo la idea de “rebusque”. Para otros, que desde antes
han estado recorriendo esta senda, quizás la crisis sea menos profunda. Para las
mujeres por lo regular aparecen líneas de continuidad existencial que se
engarzan con la generación de ingresos. Las calificaciones y destrezas
desarrolladas en las tareas domésticas y en el espacio privado pueden traducirse
rápidamente en servicios personales, pequeño comercio de comidas y otras formas
de empleo y de autoempleo, cuyos efectos rebasan la dimensión meramente
económica.
El
trabajo infantil doméstico y extradoméstico es otra de las caras con que se
presenta el proceso de asentamiento en el lugar de llegada.
Las tareas domésticas y el cuidado infantil, las ventas ambulantes de
mínima escala, los acarreos de víveres, la mendicidad y muchas otras actividades
de “rebusque” entran en franca competencia con la escolarización para muchos/as
menores de edad
·
A partir de lo anterior se presentan cambios visibles en las relaciones de
pareja y tienden a entrar en crisis los esquemas de división del trabajo por
sexo y edad. La provisión
económica, como fundamento de la
identidad y de la autoridad masculina adulta, decae con su deslizamiento a la
órbita femenina y/o juvenil. Por eso, respuestas muy incrustadas en la
masculinidad tradicional como el alcohol y la violencia pueden agudizarse, e
incrementar los episodios de violencia intrafamiliar
y extra-doméstica. Pero también otra respuesta, nada novedosa en nuestras
tradiciones, es la deserción del hogar por parte del esposo-padre. A su turno,
las mujeres pueden encontrar en su trabajo un amarre a la economía monetaria,
una fuente de poder para renegociar su posición en la familia y/o una manera de
ampliar las fronteras de información y sociabilidad,
pero también la duplicación o en todo caso una extensión de su jornada
laboral.
·
La jefatura femenina del hogar bien por viudez o por abandono físico y/o
funcional del hombre, es otro de los impactos de la violencia-desplazamiento
sobre estos hogares.[33]
Al igual que lo que ocurre con otras características de los hogares desplazados,
en estos a cuya cabeza está una mujer, comparten muchos rasgos con los hogares
definidos como pobres a traves de las metodologías convencionales NBI
(Necesidades Básicas Insatisfechas) o Línea de Pobreza, pero las rutas por las
cuales se encuentran en ese fondo común pueden tener diferencias importantes de
registrar en los análisis y en las intervenciones.
· En el espacio colectivo y en distintos ámbitos de la vida nacional aún no se han calibrado los impactos de los desplazamientos por violencia. En los puntos de llegada la presión sobre el suelo urbano, los servicios públicos y las redes domiciliares, la infraestructura educativa y de salud, el empleo y las fuentes de subsistencia agudizan situaciones normalmente ya deficitarias. En ciudades como Cartagena, Montería, Barrancabermeja y Cali son evidentes los cambios en la fisonomía urbana y en la expansión del sector informal. En Bogotá, el crecimiento de las localidades periféricas resulta bien notorio, entre otros en las cifras de inseguridad y delincuencia cuyas víctimas son los sectores más pobres.[34]
· Acciones colectivas de los desplazados, tomas de oficinas públicas, marchas, y otras maneras de hacerse visibles en reclamo de atención, han tenido lugar en varias regiones del pais y en ocasiones confundidas con otras causas. La presencia masiva de desplazados y su visibilidad actúa en múltiples direcciones de conflicto, cuya primera víctima es nuevamente esta población. El estigma que los asocia con inseguridad, problema, subversión, delincuencia, etc. los convierte en autores de su propia desgracia y en responsables de su desprotección.
[1] Cfr. Salazar, otras. “Identificación de la oferta para la atención a la población desplazada por la violencia política en Colombia” Informe Ejecutivo. Comité Internacional de la Cruz Roja. Bogotá, julio de 1998. CODHES informa. “Desplazamiento forzado y políticas públicas. Entre la precariedad del Estado y el asistencialismo” Boletín, No. 12, julio 24 de 1998. Bogotá. Varios. “Estructura familiar, niñez y conflicto armado”. Informe de Investigación. Facultad de Derecho. Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, 1997.
[2] La idea del desplazamiento como “prevención” parece obvia en cuanto las víctimas son los sobrevivientes de eventos amenazantes que buscan preservar su vida y seguridad (quienes no lograron hacerlo hoy están muertos). No obstante, con la idea de prevención se quiere acentuar una diferencia muy sutil pero importante con la mera “reacción” de terror. Interesa calibrar la profundidad de las rupturas individuales y colectivas suscitadas por el desplazamiento y el desarraigo y al mismo tiempo evaluar el capital sociocultural público y privado a disposición de la reconstrucción,
[3] Los desplazamientos poblacionales más frecuentemente politizados (refugiados y desplazados internos) se relacionan conceptualmente con fenómenos de nacionalidad, religión, etno-raciales y
de clase. Su visibilidad remite entre otras cosas al carácter episódico y masivo de los movimientos, en forma similar a lo que ocurre en los desastres naturales. Por el contrario, en las expulsiones por razones económicas, normalmente el desplazamiento es individual o familiar, y por tanto tiende a ser invisible para la conciencia pública.
[4] La asociación de la exposición al riesgo y la pobreza puede verse en Mary Douglas, La aceptabilidad del riesgo según las ciencias sociales, Paidós, Barcelona, 1996. Para el caso colombiano véase de María del Rosario Saavedra, Desastre y riesgo: actores sociales en la reconstrucción de Armero y Chinchiná. CINEP, Bogotá, 1996.
[5] La pregunta obvia es, hasta cuándo una persona o familia puede llamarse desplazada? La política pública según la Ley 387 de 1997 fija un criterio temporal de 1 año susceptible de ampliación de manera excepcional. Desde otras perspectivas cabe suponer que las huellas materiales, emocionales y generacionales del desplazamiento pueden persistir por largo tiempo dependiendo de la relación entre la profundidad de las pérdidas y la riqueza de recursos internos y externos (de diverso orden) a disposición de las víctimas. Sus señales externas, por el contrario, pueden desaparecer muy rápidamente u ocultarse intencionalmente como mecanismo de autoprotección y seguridad personal.
[6]
Cfr. Saavedra, ibíd,.
[7]
Bajo la administración Gaviria la Consejería Presidencial para los
Derechos Humanos impulsó un primer diagnóstico del desplazamiento a
traves de una Misión in-situ
del Instituto Americano de Derechos Humanos. Sus recomendaciones
conjuntamente con las de organizaciones eclesiásticas y no
gubernamentales fueron trabajadas por una Comisión gubernamental y
posteriormente recogidas como
Programa nacional de atención integral a la población desplazada por la
violencia. Documento del Consejo Nacional de Política Económica y
Social, CONPES No. 2804 del 13 de septiembre de 1995, del Departamento
Nacional de Planeación-D.N.P.- La crisis gubernamental de la
administración
[8]
Véase Presidencia de la República-Departamento Nacional de
Planeación-D.N.P. Cambio para
construír la paz 1998-2002. Bases. Bogotá, noviembre de 1998,
especialmente el Capítulo 4- Desarrollo y Paz: Instrumentos y
prioridades para la construcción de la paz. Pp. 225-331.
[9]
Conferencia Episcopal de Colombia.
Derechos Humanos. Desplazados por violencia en Colombia. Bogotá,
1995. Este estudio cubre el período 1985-1994. La Consultoría para los
Derechos Humanos y el Desplazamiento-CODHES- ong. que ha realizado
actualizaciones posteriores y publica periódicamente un Boletín, el
último de los cuales (No.11) incluye información sobre el primer
semestre de
En virtud del sistema de capilaridad de la organización diocesana y de la centralidad de las parroquias en la vida local, el clero diocesano presenta enormes ventajas comparativas, respecto de las instituciones del Estado, para captar información sobre el desplazamiento.
[10] Presidencia de la República-D.N.P. op.cit. p. 236.
[11] Lo regional no hace referencia sola ni prioritariamente al esquema político-administrativo de Departamentos, pero la recolección y presentación de la información relevante a nuestros propósitos tiende a darse en sus términos. En cuanto a lo local como realidad sociopolítica, cobra vigencia en la organización municipal a traves de los procesos de descentralización provistos por la Constitución Política de ’91. No en balde su control se ha convertido progresivamente en uno de los escenarios de la confrontación entre fuerzas insurgentes y contrainsurgentes..
[12] Vale mencionar el caso de Pavarandó. En diciembre de 1996 los enfrentamientos de guerrilla y paramilitares indujeron el desplazamiento de 7 comunidades negras de Riosucio habitantes de las riberas de los ríos Salaquí y Truando. Se dividieron en dos columnas: unos se internaron en la selva rumbo a Panamá, de donde fueron expulsados nuevamente por la acción del gobierno y las fuerzas de seguridad de ese país. Los otros se dirigieron a Pavarandó a donde llegaron en marzo de 1997, alrededor de 7.000 desplazados. La travesía fue muy penosa pues aparte de las dificultades y carencias obvias, el miedo a quedarse en el camino resultaba agobiante. La escasez de alimentos, de techo, de medicamentos, varios suicidios de ancianos, muertes accidentales, numerosos partos, se cuentan como experiencias de ese recorrido. Durante varios meses vivieron en campamentos bajo la protección conjunta de la Consejería Presidencial para los Desplazados, la Cruz Roja y algunas ong. pero con la idea fija en el retorno.
[13] Granada cuestiona la existencia de un conflicto entre el gasto social y el gasto en seguridad por parte del Estado colombiano. Sostiene que el crecimiento de los recursos y del Estado mismo han permitido atender ambas prioridades mediante la comparación de la participación porcentual en el PIB, del gasto social (5.48%) y del gasto en defensa y justicia (2.23%) entre 1950 y 1994.
[14] En una ingenua(¿?) pretensión de replicar la experiencia de las Rondas Campesinas del Perú en la lucha contra Sendero Luminoso, el gobierno autorizó la organización de grupos que, en principio deberían cumplir tareas preventivas de información y alerta a las autoridades sobre eventuales ataques de la guerrilla, pero que en muchos casos cobraron otro carácter. En Urabá, por ejemplo, en 1995 los Grupos de Apoyo a Organizaciones de Desplazados (GADE) reporta la existencia de dos grandes estructuras paramilitares: una militar bajo la dirección de Fidel Castaño (los Mochacabezas, los Tangueros y los Scorpion), con armas de corto y largo alcance, radios y estaciones de comunicación, en su mayoría ex-soldados y que utilizan los métodos más brutales para atacar a la guerrilla y su base social. La otra estructura, las Autodefensas Campesinas, están encargados del repoblamiento de los terrenos ya “limpiados” por los paramilitares, son reclutados mayoritariamente en la misma región, reciben salario mensual y realizan labores agrícolas y de vaquería propias de la región. Cfr. Urabá: el mayor éxodo de los últimos años. Bogotá, junio 2 de 1995.
[15] Fidel y Carlos Castaño reconocidos jefes paramilitares a traves de la ACCU (Autodefensas campesinas de Córdoba y Urabá) provienen de una familia de Amalfi, Antioquia, cuyo padre fue secuestrado por la guerrilla y posteriormente fue asesinado por no pagar el rescate fijado. Los motivos personales de venganza y odio bien pronto se articulan con otras fuerzas e intereses, que amparan la concreción de alianzas tanto con sectores de las fuerza pública como con narcos y terratenientes.
[16] En los actuales e inciertos prolegómenos de un diálogo entrecortado que eventualmente podría conducir a una negociación y que quizás pudiera llevar a una futura implantación de la paz en Colombia, las FARC han puesto como punto de partida el desmonte de los paramilitares por parte del Estado y por esta vía ha frenado un proceso que aún no comienza a despegar. Análisis del paramilitarismo como los recientes de Cubides y de otros estudiosos de la violencia colombiana, proponen un muy necesario debate al respecto.
[17] La presencia de los desplazados está marcada por actitudes adversas y/o con grados distintos de ambivalencia según se trate de las autoridades civiles o militares, los empresarios, la Iglesia, las ong., los vecinos, etc. Es bien conocido el caso de 450 familias campesinas instaladas en la Hacienda Bella Cruz, Departamento del Cesar, cuya propiedad era reclamada por la familia de Carlos Arturo Marulanda, ex-Embajador colombiano ante el gobierno de Bélgica. Por acción de paramilitares 280 familias se desplazaron, un grupo viajó a Bogotá y ocupó el INCORA (Instituto Colombiano de la Reforma Agraria) como medida de presión. La entonces Gobernadora de Cundinamarca y posteriormente las autoridades civiles y eclesiásticas de Boyacá les negaron el refugio temporal. Finalmente fueron re-ubicados en dos fincas en el Tolima. En otro nivel, por ejemplo, hay dirigentes comunitarios y vecinos que perciben a los desplazados positivamente como fuentes de recursos pero negativamente como competencia, fuentes de inseguridad, presión sobre la infraestructura local, etc.
[18] Desde la ya casi legendaria experiencia de La India en el Magdalena Medio, innumerables iniciativas civiles en Urabá, Chocó y en otras regiones se empeñan en constituír espacios locales para la neutralidad. En aquella experiencia iniciada en 1987 la Asociación de Campesinos del Carare, logró durante tres años mantener un muy difícil proyecto de paz y de equidistancia de los polos del conflicto (guerrilla-ejército-narcoparamilitarismo) y generar proyectos de desarrollo para su región, lo que le valió el Premio Nobel Alternativo de la Paz en 1989. Recientemente un grupo indígena de Antioquia y Chocó, los Embera, hicieron también un manifiesto público adoptando una posición de neutralidad activa. Actualmente bajo la denominación de “comunidades de paz” el Cinep acompaña los proceso de retorno de los desplazados de Riosucio-Pavarandó. La viabilidad e impacto de estas iniciativas reclama un análisis cuidadoso, más aún en la perspectiva de la paz que caracteriza el actual momento.
[19]
En el informe No.14 de
[20]
Alejandro Reyes. “Violencia y Desplazamiento forzoso en Colombia” (s.f.)
como puede verse intenta una tipología regional, desafortunadamente sin
hacer explícitos sus criterios de clasificación más allá de distinguir
entre pequeña y gran propiedad y mencionar los conflictos por la tierra.
Véase también
[21] Nótese que en el período de referencia de la Conferencia Episcopal (´85-94) los dos primeros departamentos expulsores de población son Antioquia y Santander, que a su turno ocupan los dos primeros lugares también en cuanto a presencia guerrillera y paramilitar.
[22] En un trabajo anterior señalé algunos desencuentros entre los estudios del desplazamiento y los de desplazados y la necesidad de integrar las ópticas analíticas en estos dos niveles. Es claro que la expulsión poblacional entraña la destrucción o el deterioro del tejido social del o los vecindarios de una localidad como referentes existenciales de los hogares y los individuos. Hasta el momento se ha mirado el fenómeno a través de encuestas de hogar pero se echan de menos estudios sobre el impacto demográfico, económico, político y comunitario para la localidad o vecindario. Para efectos del presente trabajo se toman los hogares como unidad de referencia.
[23] Es importante formular una alerta metodológica sobre los riesgos de hacer inferencias, extrapolaciones u otras formas similares de construír una población pretendidamente homogénea a partir de muestras limitadas en términos cuantitativos, regionales y temporales, por ejemplo. Una alerta adicional se refiere a que, con frecuencia, a una visión militarista y prepotente (incompatible con principios de neutralidad, con la percepción de matices y complejidades y en la que solo puede haber amigos o enemigos), se le opon otra igualmente dicotómica que concibe una separación tajante de la población desarmada respecto de los grupos armados. Por el contrario, es la difícil convivencia en un espacio común lo que define el marco de relaciones para la población civil, son el miedo y la asimetría de poder los que imponen operar en situaciones límite, de modo que para sobrevivir en tales condiciones sean imprescindibles estrategias de silencio, mimetismo o acomodo a las distintas demandas de lealtad y exclusividad, sin que puedan ignorarse las corrientes de legitimidad y real simpatía hacia alguno de los ejércitos por parte de segmentos particulares de la población.
[24] Las estrategias para satisfacer las necesidades familiares pueden auspiciar rituales y prácticas femeninas muy terapéuticas individual y colectivamente. Veamos por ejemplo el caso de la “Olla Comunitaria” en Montería que se ha intentado replicar en otros lugares: algunas mujeres muy pobres decidieron juntar sus escasísimos víveres para hacer una comida colectiva que, al hacerse cotidiana rindió frutos en varios niveles. Aparte de solución económica, este nicho de solidaridad y sociabilidad cobró una gran importancia en la visibilidad y valoración de las mujeres, primero en sus hogares, luego en el vecindario y finalmente en todo el escenario urbano. Los efectos sobre el empoderamiento de las mujeres es evidente, pero como me dijo un líder indígena..” para los hombres no hay olla comunitaria”.
[25] Cfr. Alvarez, otros. Desplazamiento forzoso y reubicación: un estudio de caso. Procuraduría General de la Nación. Procuraduría delegada para la defensa del menor y la familia. Instituto de Estudios del Ministerio Público. Bogotá. 1998.
[26] Por ejemplo, en un grupo focal desarrollado en Bogotá con 12 jovencitos/as (12-16 años de edad) desplazados de varias regiones distantes y cercanas a Bogotá y con un tiempo de desplazamiento entre 2-25 meses, encontré que tan solo 2 de ellos no tenían experiencia laboral previa, varios combinaban estudio y trabajo (relativamente continuo) y 3 de ellos habían desertado definitivamente de la escuela.
[27] Camilo Echandía, en su análisis del ELN asocia la explotación de recursos naturales con una rápida y amplia inmigración laboral y con la ampliación de su influencia sobre gente con expectativas laborales frustradas y desafección hacia las compañías que operan en esas regiones.
[28] En estos casos hay una doble fuente de sub-registro para la participación femenina e infantil en el trabajo: una, relativa al trabajo doméstico (que como se sabe solo pasa por la conciencia y el bolsillo cuando se trata del servicio doméstico) y dos, el trabajo agropecuario que no pasa por la economía monetaria y por consiguiente tampoco se asimila como trabajo.
[29] El empleo doméstico constituye un nicho laboral femenino equivalente al trabajo masculino en la industria de la construcción. Ambos representan el escalón más bajo de la escala ocupacional respectiva, con ingresos económicos muy limitados e inestables, pero con desventaja para las mujeres en cuanto a la vigencia de los derechos laborales. Normalmente se trata de empleos al día, en distintos hogares, con tarifas inferiores al salario mínimo legal y sin ninguna de las garantías laborales (vacaciones, cesantía, prima de navidad que en su conjunto equivalen a 2 y ½ salarios adicionales).
[30] La gestión paternalista de la ayuda humanitaria, desafortunadamente muy frecuente, tiende a prolongar la dependencia, a adormecer la búsqueda de autonomía y a reforzar la propensión a una cultura de la mendicidad cuyos antecedentes se inscriben en el clientelismo político tradicional
[31] Desde luego este individualismo defensivo y suspicaz no es privativo de la población desplazada ni parece ser producto del desplazamiento. La afiliación a organizaciones extradomésticas son muy bajos para el común de la población colombiana, así como lo fueron en sus lugares de salida para los desplazados. Paradójicamente en los segmentos pobres de la sociedad colombiana coexiste con claras formas de solidaridad manifiesta en expresiones comunes como "el “pobre ayuda al pobre".
[32] En sus distintas versiones y momentos, la política pública ha operado con una definición implícita de la población desplazada como campesina o rural y en consecuencia ha tenido como perspectiva de fondo el retorno voluntario a los lugares de salida o en su defecto la reubicación en zonas equivalentes. Pero es claro que mientras no se hayan avanzado los procesos de paz y aclarado los caminos de la convivencia y la seguridad, la primera alternativa es inexistente ´para la inmensa mayoría de los desplazados y la segunda virtualmente imposible si se piensa en la reubicación de la totalidad de ellos.
En este aspecto son paradigmáticos los casos de Pavarandó (Chocó) y de La Miel (Tolima), como ilustración de experiencias de retorno y de reubicación y de las enormes dificultades y costos políticos, económicos, institucionales y técnicos involucrados. Como se mencionó antes, en Pavarandó hay dos experiencias con resultados divergentes: un proceso de retorno bajo la propuesta de “Comunidades de paz” y la reivindicación del derecho a no ser desplazado que incluye el acompañamiento por parte del CINEP (ong. de los jesuítas) y la capacitación para construír esa comunidad. Esta experiencia fue respaldada por Francia mediante el otorgamiento de un Premio de los Derechos Humanos, un dinero en efectivo y un esquema solidario de comunidades hermanas entre Chocó y Francia. Paralelamente un proceso de re-ubicación bajo los auspicios iniciales de la Consejería Presidencial y la discontinuidad posterior por el cambio de administración nacional, muestran resultades insatisfactorios para las comunidades y con muy baja probabilidad de consolidación. En el caso de La Miel, el gobierno adquirió dos haciendas paneleras en el Tolima para la re-ubicación de 70 de las 280 familias campesinas desplazados de la Hacienda Bella Cruz en el Departamento del Cesar. Probablemente la suma de errores y los muy elevados costos (de diverso orden) constituyen la mejor ilustración de cómo no debe ser un proceso de intervención estatal.
A su turno, en el caso de Bogotá, parece haber una tendencia importante a regresar al lugar de salida o a la reubicación en poblaciones cercanas, por iniciativa personal, al parecer por imposibilidad de garantizar la subsistencia y de tolerar la inseguridad de la ciudad.
[33] Es ya bien amplia la discusión sobre la jefatura femenina del hogar particularmente en relación con la “feminización de la pobreza”, pero en lo que respecta a los fenómenos de la viudez masculina y femenina es apenas incipiente el interés académico. En razón de la violencia política, en particular contra la Unión Patriótica y del terrorismo de los narcotraficantes, las “viudas de la violencia” tuvieron en los años anteriores alguna visibilidad pública y organizativa. Cfr. Nora Segura Escobar. “Mujer y narcotráfico. Consideraciones sobre un problema no considerado”. Revista FORO, No. 14, Abril de 1991. Bogotá. Otra arista interesante la constituyen los hogares monoparentales a cuya cabeza está un hombre, porque en manera alguna parecen corresponder a una formación simétrica con los encabezados por mujeres. Cfr. Nora Segura, otros. La mujer desplazada y la violencia. Op. Cit. 1996.