Cullture, Politics and Society 2000
COLOMBIA EN GUERRA: LAS
DIPLOMACIAS POR LA PAZ
por JUAN
GABRIEL TOKATLIAN*
La guerra sólo puede ser
evitada si ambos eventuales adversarios la rechazan. No mediante el hecho de que
“por lo menos” uno de ellos sea lo más pacífico posible
Bertolt Brecht,
Escritos políticos
Breve reflexión inicial
En
Colombia desde hace al menos dos décadas, la diplomacia ha estado vinculada a la
paz (y a la guerra). El actual despliegue de la “diplomacia por la paz” del
Presidente Andrés Pastrana (1998-2002) es una nueva evidencia del íntimo nexo
entre política externa y política interna; nexo, que por la prolongación y
degradación del conflicto doméstico, ha adquirido plena relevancia. La
“diplomacia por la paz” no ha sido el elemento exclusivo y excluyente que ha
configurado el estilo de política externa colombiana en los últimos cuatro
lustros, pero sí ha sido un componente necesario y esencial de la conducta
internacional del país.
Para
comprender los alcances y los límites de este nuevo esfuerzo por relacionar
diplomacia internacional y paz nacional, es oportuno apreciar ese vínculo en
términos teóricos, así como estudiar su expresión en la reciente política
exterior de Colombia[1].
Sea
cual fuere el caso, todos los Estados que viven una guerra doméstica, no importa
cuál sea su régimen vigente[2],
invocan la expresión Paz, para señalar que sus esfuerzos en el exterior se
orientan a concluir su conflicto nacional. A ningún gobierno, en ninguna época,
se le ha ocurrido llamar “diplomacia para la guerra” a su política
internacional. Colombia no es una excepción.
En esa
dirección, resulta fundamental precisar que en este ensayo entiendo por
“diplomacia por la paz” el manejo deliberado de las relaciones internacionales
de un país con el objeto específico de lograr apoyo externo para la resolución
de una guerra interna[3].
Esta definición no pretende plantear que toda diplomacia por la paz deba estar
sustentada en lo interno, y orientada en lo externo, a superar un conflicto
bélico local mediante el diálogo, la negociación o el acuerdo. Bien puede
presentarse el caso de que esa diplomacia esté internamente sustentada y
externamente motivada a legitimar un mayor uso de la fuerza por parte del Estado
con el fin de derrotar política y/o militarmente a su contrincante armado. Y
también puede darse el caso de que dicha diplomacia esté dirigida a conservar un
respaldo internacional pasivo a la paz doméstica y a la vez proteger la guerra
interna de la influencia de factores externos indeseables.
La
primera alternativa de solución de un conflicto mediante el diálogo, la
negociación y el acuerdo se denominará
Diplomacia por la paz negociada. La segunda alternativa de solución mediante
la legitimación de un mayor uso de la fuerza estatal con el fin de derrotar
política y/o militarmente a su contrincante armado se denominará
Diplomacia por la pacificación forzada.
La tercera alternativa de solución de un conflicto mediante el aislamiento de
factores externos se denominará
Diplomacia por la neutralización.
Teoría
y práctica
Todas las
aproximaciones teóricas a las relaciones internacionales asumen algún nexo entre
lo interno y lo externo y, con mayor o menor énfasis, sugieren cierto nivel de
interacción entre la estructura doméstica y el sistema mundial. Sin embargo, son
muy escasos los estudios en los que se detallan las relaciones entre la política
internacional y la política nacional[4].
Dado que
el ámbito típico de la diplomacia es el de las relaciones y políticas entre
distintos estados, y que la consolidación de la paz interna es una
responsabilidad fundamentalmente estatal, el realismo clásico[5]
y el realismo estructural[6]
pueden ser un punto de partida útil para evaluar el caso colombiano. Mastanduno,
Lake e Ikenberry combinan estas escuelas para explicar el comportamiento interno
y externo del Estado[7].
Los
autores se apoyan en el realismo clásico, según el cual en el sistema
internacional, por esencia conflictivo, predomina la competencia por el poder
entre los estados soberanos que actúan de manera racional y unitaria en procura
de satisfacer sus respectivos intereses nacionales. Aunque sin desarrollarlo
suficientemente, el realismo clásico asume que la naturaleza de la política
interna es relevante para entender las posibilidades de éxito de acuerdo a los
objetivos internacionales trazados por un Estado. Por otra parte, los autores se
sustentan en el realismo estructural, según el cual las actividades de los
estados, como unidades actuantes en el sistema mundial, se explican en el marco
de una estructura internacional determinada cuyo principio básico, por no
existir una autoridad superior, es la anarquía. En ese sentido, el realismo
estructural sitúa el acento en los cambios en el sistema internacional y en su
impacto sobre las acciones del Estado.
Mastanduno, Lake e Ikenbery exponen su modelo de la siguiente manera:
·
La meta
última de todo Estado, sin importar su tamaño, ubicación, naturaleza o
capacidad, es la supervivencia.
·
La meta internacional
inmediata de todo Estado central o periférico es la adquisición de poder y
riqueza.
·
La meta interna inmediata de
todo Estado, fuerte o débil, es el control de sus recursos nacionales y la
preservación de la legitimidad interna.
Para
esos propósitos el Estado puede:
·
En el plano interno,
movilizar recursos para estimular el crecimiento económico y
extraer recursos de la sociedad para obtener mayor poderío. La movilización
de recursos implica la creación de mayor riqueza y la inversión en poder a largo
plazo, mientras la extracción de recursos implica la creación de poder y el
consumo de riqueza en el corto plazo.
·
En el plano externo, el
Estado puede aspirar a conseguir recursos del exterior y a obtener validación
internacional. Lo primero significa conseguir bienes materiales, mientras lo
segundo implica buscar apoyo político en el extranjero[8].
Los
autores sugieren después tres hipótesis fundamentales:
·
“Ante el declive de su
poderío en el largo plazo, el Estado incrementará la movilización interna”;
·
“Al aumentar las amenazas
externas de seguridad, el Estado incrementará la extracción interna”; y
·
“Al aumentar la
inestabilidad política interna, el Estado buscará más extracción y validación
externas”[9].
Me
sirvo de este último punto para desarrollar la siguiente hipótesis: desde
finales de los setenta, cuando se amplía y acelera la inestabilidad política
interna, el Estado colombiano, con gobiernos liberales o conservadores por
igual, pretendió obtener mayores recursos económicos (más extracción) así como
más respaldo político (más validación) para hacer frente a la creciente
situación de inestabilidad nacional. Un corolario lógico de esta hipótesis es
que la extracción y validación externas debían servirle al Estado para: a)
remediar dicha situación; b) alcanzar una mayor estabilidad institucional;
y c) avanzar en la superación de la guerra interna.
Turbay
y la Diplomacia por la pacificación forzada
Durante
la gestión del Presidente Julio Cesar Turbay (1978-1982) se emprendió, sin así
denominarla, la primera diplomacia por la paz. Para el mandatario liberal, el
conflicto armado colombiano se había internacionalizado, ya que actores,
variables y fenómenos externos incidían de modo desfavorable sobre la
estabilidad institucional de Colombia[10].
En ese
momento, el contexto interno se definía por la proliferación de insurgencias
rurales, por el auge urbano de la guerrilla del M-19, por la instauración del
Estatuto de Seguridad Nacional y por la creciente autonomía militar en el manejo
de un orden público turbado. Por su parte, el entorno internacional más próximo;
la Cuenca del Caribe, estaba definido por una Cuba militante en la defensa y
promoción de la revolución armada[11],
por una Nicaragua sandinista[12],
una Granada marxista, un Salvador en rebelión, y por el final del gobierno
moderado y demócrata de Jimmy Carter, y el inicio del mandato agresivo y
conservador de Ronald Reagan en Estados Unidos.
La
coincidencia de un férreo anticomunismo en los gobiernos de Bogotá y Washington
y el temor generalizado que generaba en las elites políticas, económicas y
militares colombianas la expansión soviética en el Caribe, se unieron a la
sensación de vulnerabilidad del Estado ante los reclamos territoriales
nicaragüenses y al apoyo firme (aunque no decisivo) de La Habana a los alzados
en armas colombianos (en especial, al M-19 y su frustrada “Invasión del Sur” de
1981). Todos estos elementos conjugados llevaron a
Colombia a iniciar una diplomacia dinámica y activa en el nivel
hemisférico; en particular en la Cuenca del Caribe[13].
Dinamismo sobresaliente, si lo comparamos con los estándares tradicionales de
una política internacional de bajo perfil[14].
Según
Malcom Deas,
“mucha
de la vieja diplomacia colombiana era laudablemente correcta y mucha de ella
realista, pero en 1982 el país se veía peligrosamente solo. Algo del peligro
estaba en Centroamérica, y el reclamo nicaragüenses de las islas y cayos era la
parte menos importante. Colombia se podía convertir en un blanco de la
subversión que se expandía desde Centroamérica. La guerrilla y el ejército
observaron los desarrollos en América Central con interés. Una victoria
guerrillera en El Salvador indudablemente tendría un efecto poderoso en
Colombia: en ese sentido el país era el ‘dominó’ más grande aunque menos
discutido del área”[15].
La
gestión de Turbay en el frente externo se caracterizó por una
Diplomacia para la pacificación forzada
que fusionó confrontación y sumisión: confrontación política contra las
contrapartes que pudieran contribuir a incrementar la guerra interna, y sumisión
ideológica hacia Estados Unidos, para así asegurar la continuidad de la
manu militari doméstica contra las
guerrillas con la anuencia oficial de Washington; es decir, sin censuras serias
provenientes de la Casa Blanca[16]
o del Congreso.
Es
difícil encontrar otro momento con más iniciativas, acciones, gestos y
pronunciamientos dirigidos a la
Diplomacia por la pacificación forzada. La pertinaz obstrucción que haría en
1979 Colombia[17]
a la candidatura de Cuba al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas; la
suspensión de relaciones diplomáticas con ese país en 1981; la decisión de
enviar tropas a la fuerza de pacificación del Sinaí en un difícil momento del
proceso de paz en Medio Oriente, y cuando sólo Fiji había enviado un contingente
de hombres[18];
la vehemente crítica a la Declaración Franco-Mexicana de 1981 que reconocía al
FMLN-FDR como fuerza representativa en el conflicto salvadoreño; la
participación, en 1981, en la Operación militar
Ocean Venture (con tropas de Estados
Unidos, la OTAN, Argentina, Venezuela y Uruguay) --operación que se consideró
entonces un simulacro de invasión a Granada (finalmente invadida en 1983)--, las
conversaciones entre militares colombianos y estadounidenses en 1982 sobre la
posibilidad de establecer una base especial en la isla de San Andrés; la
participación del país en ese mismo año en la denominada Comunidad Democrática
Centroamericana encaminada a defender diplomáticamente al gobierno salvadoreño y
a atacar al gobierno nicaragüense (junto a Estados Unidos, Costa Rica, El
Salvador y Honduras); son signos inequívocos de ese tipo de diplomacia[19].
Durante
su período presidencial, Turbay recibió respaldo político[20],
militar[21]
y material[22]
de Washington; particularmente de la administración Reagan. Colombia no fue
objeto de una crítica significativa en materia de derechos humanos[23]
por parte de Estados Unidos o de Europa occidental[24].
El país siguió recibiendo ayuda federal estadounidense, asistencia oficial para
el desarrollo de Europa, créditos de la banca privada y multilateral[25]
y capital inversionista estadounidense y europeo.
Oficialmente, las presiones externas hacia una salida negociada al conflicto
interno no parecieron ser tan fuertes y determinantes para alterar el curso de
la Diplomacia por la pacificación
forzada colombiana. Sin embargo, es probable que hacia el final del gobierno
de Turbay el mayor costo en términos de aislamiento internacional no haya sido
el estado, cada vez más preocupante de violencia política y social en el país,
sino la postura del mandatario liberal durante la Guerra de las Malvinas[26].
En resumen, el Presidente Turbay respondió a la progresiva inestabilidad
política interna con un conjunto de medidas de fuerza en el plano nacional y con
una Diplomacia por la pacificación
forzada en el frente internacional. El mandatario liberal procuró y obtuvo
del exterior recursos económicos y respaldo político suficientes para perpetuar
el statuo quo interno y la
preservación de un Estado crecientemente frágil. Su gobierno consiguió más
extracción y más validación de afuera, pero fue incapaz de superar la falta de
estabilidad institucional y menos aún de prosperar en la superación efectiva de
la violencia política y del conflicto armado colombiano.
Betancur y la Diplomacia por la paz negociada
La
administración del Presidente Belisario Betancur (1982-1986), se distinguió
desde su inicio por una Diplomacia por
la paz negociada. Su política exterior fue un complemento relevante e
incluso necesario, aunque insuficiente, a su labor interna a favor del diálogo y
de la negociación con la guerrilla. Sin embargo, su política exterior no fue un
sustituto a su iniciativa de pacificación nacional ni un instrumento para
legitimar su convicción personal o su proyección internacional en materia de
paz.
La
transformación operada en el frente externo fue rápida e imprevista. La
simultaneidad de sus propuestas de amnistía y diálogo en el terreno interno, de
búsqueda de la paz en Centroamérica, a través del Grupo de Contadora[27],
de afiliación de Colombia al Movimiento de Países No Alineados (NOAL)[28]
y de distanciamiento de Estados Unidos[29]
en el campo externo, constituyeron hechos audaces y sin antecedentes.
El nexo
entre el conflicto interno y el externo en América Central fue evidente[30],
pero, a diferencia de la época de Turbay, la motivación principal y el espíritu
que animó el despliegue internacional de Betancur[31]
fue la exploración de la paz negociada en uno y otro escenarios y no la
contención militar.
Las
referencias al vínculo política internacional/conflicto interno fueron
contundentes y reiterativas. En un mensaje desde la isla de San Andrés, el 9 de
abril de 1983, Betancur afirmó: “en este vértice colombiano es inevitable ver
las uniones inextricables entre la fase interna (que seguimos buscando mediante
una amnistía amplia y generosa) y la paz internacional que también buscamos para
esta área (Centroamérica) atormentada”[32].
En su alocución en la Escuela Superior de Guerra el 6 de mayo de 1983, el
presidente sostuvo:
“...en
ocasiones hemos estado alejados del escenario de decisiones del área del Caribe,
que nos es propio y natural...creemos en la indivisibilidad de la paz y somos
conscientes de que ella no se logra tan sólo con la acción dentro de las
fronteras y casi siempre se pone en peligro fuera de ellas en un mundo
profundamente interrelacionado. Buscamos y buscaremos esa paz, la solidaridad y
la solución pacífica en cualquier escenario apto para la interrelación entre
países y entre seres humanos”[33].
Adicionalmente, el mandatario conservador fue muy activo en el tema de la deuda
externa latinoamericana que se entrelazaba con la búsqueda de un desarrollo
económico equilibrado, la superación social de la pobreza y el logro de la
estabilidad política e institucional. En esa dirección, propuso para el conjunto
de las naciones en vías de desarrollo “una especie de nuevo Plan Marshall
alimentado con ínfimos recursos del armamentismo, del turismo, del comercio
mundial, en general”[34].
Ahora
bien, la Diplomacia por la paz negociada
de Betancur no se agotó en la política exterior colombiana hacia América
Central. En ocasiones y contextos distintos, otros países fueron referentes
importantes de su “diplomacia por la paz”. Por ejemplo, durante la invasión
estadounidense a Granada, en octubre de 1983, Colombia medió para permitir la
salida del contingente cubano de la isla invadida. Este hecho, entre otros,
motivó dos cartas de Fidel Castro a la guerrilla del ELN para que liberara, como
en realidad ocurrió, al hermano del presidente, Jaime Betancur, así como un
relativo repliegue de Cuba en su respaldo beligerante al M-19[35].
En
octubre de 1983, Betancur intentó un diálogo directo con la dirección del M-19
en Madrid y luego ensayó otro contacto personal con representantes de ese
movimiento armado en Ciudad de México, en diciembre de 1984. Finalmente, el
Procurador Carlos Jiménez y el Embajador de Colombia en Londres, Bernardo
Ramírez, tuvieron otro encuentro fallido con el M-19 en México en marzo de 1985[36].
Sin
embargo, las presuntas “carta cubana” y “carta europea” no le sirvieron al
gobierno para alcanzar la paz, o para equilibrar la gravitación de Estados
Unidos en los asuntos colombianos. El peso específico de Washington en materia
de paz y drogas fue creciendo en la medida en que la negociación política se
diluía y el poder interno del narcotráfico se reafirmaba. Cuando el Embajador de
Estados Unidos, Lewis Tambs adoptó, en 1984, el término “narcoguerrilla”[37]
para definir una especie de alianza trascendental entre narcotráfico y
guerrilla, los límites de la estrategia interna y externa de pacificación del
gobierno de Betancur se hicieron visibles. De hecho, la pregunta se hizo
inevitable: si el gobierno dialogaba con un grupo armado, ¿lo hacía con una
insurgencia política o con una agrupación criminal y mafiosa?
No
obstante los intentos del gobierno por deslindar la guerrilla del narcotráfico,
esto resultó difícil a partir de 1985. El asesinato del Ministro de Justicia,
Rodrigo Lara, en 1984 lo llevó a aceptar las presiones de Estados Unidos y a
implantar la extradición al año siguiente. La crisis económica empujó a la
administración hacia Estados Unidos, ya que Washington fue fundamental para la
consecución del crédito Jumbo de US$
1.000 millones de dólares en 1985[38].
Por último, la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19, llevó al
presidente a adoptar un lenguaje de “mano dura”, tan afín a los funcionarios
estadounidenses.
En
efecto, el presidente se refirió al M-19 como un “movimiento terrorista”,
portador de un “proyecto terrorista” y que optó por una conducta caracterizada
por “un crescendo de delirio y (por) un terrorismo que sobrepasa límites”.
Asimismo, destacó que el narcotráfico y el terrorismo son
“dos
fenómenos más deletéreos de la sociedad contemporánea...Y aunque son dos
fenómenos distintos en su género, muchas veces se sobreponen y colaboran, por
cruzar en las mismas direcciones el tráfico de estupefacientes y el tráfico de
armas...No por azar, pues, se producían declaraciones como la de un terrorista
(Iván Marino Ospina del M-19) en México, sobre el Tratado de Extradición
(colombo-estadounidense) y sobre al legitimidad de los atentados contra
ciudadanos norteamericanos...No por azar, tampoco, terroristas y
narcotraficantes coincidieron en los mismos blancos y amenazas sobre la Corte
Suprema de Justicia”[39].
Al
final de su mandato, la Diplomacia por
la paz negociada de Betancur fue desdibujándose. Sin llegar a adoptar una
Diplomacia por la pacificación forzada,
el gobierno conservador mantuvo una tenue “diplomacia por la paz”; en especial,
en América Central. Los esfuerzos externos a favor de la pacificación fueron
percibidos con frialdad e incomodidad, mientras sus acciones internas fueron
vistas con desconfianza y menosprecio en Estados Unidos. Sin duda, el comentario
que sobre Betancur hizo el Secretario de Estado, George P. Shultz en sus
memorias es revelador: según Shultz, el mandatario colombiano fue excesivamente
“condescendiente” con la guerrilla porque sólo buscaba “ganar el Premio Nobel de
la Paz”[40].
El
nuevo ímpetu represivo de la posición oficial colombiana frente al narcotráfico,
la reducción visible del perfil externo del gobierno, y el endurecimiento de la
política militar frente a la guerrilla durante 1985-1986, contaron con el
respaldo de Estados Unidos. Washington no puso en duda la legitimidad del
gobierno, a pesar de los crecientes signos de crisis institucional; apoyó el
ajuste económico del ejecutivo de manera decisiva, contribuyó con mayores
recursos para el combate del fenómeno de las drogas y continuó dejando en un
lugar marginal la reprobación de la lamentable situación de derechos humanos[41].
Europa, por su parte, continuó apoyando política, asistencial y económicamente a
Colombia[42].
Sin embargo, las preocupaciones y los reclamos oficiales, de países individuales
y de instancias políticas de la Comunidad Europea, en torno al penoso estado de
los derechos humanos, se hicieron cada vez más frecuentes.
Así, el
legado de la Diplomacia por la paz
negociada de Betancur resultó ambiguo: su independencia inicial le otorgó
credibilidad a su gestión a favor del diálogo, la reconciliación y la paz
internas. Sin embargo, la progresiva turbulencia en la Cuenca del Caribe
amenazó, a mediados de los ochenta, con “centroamericanizar” el conflicto
colombiano. A ello se sumó la implacable “narcotización” de la agenda con
Estados Unidos y la gradual relevancia del asunto de los derechos humanos en la
relación colombo-europea.
En breve, el gobierno Betancur confrontó una situación interna marcada
por un aceleramiento de la inestabilidad política. Para hacer frente a la misma
y a diferencia de su antecesor, el mandatario conservador impulsó una
Diplomacia por la paz negociada. Su
estrategia resultó funcional para el Estado colombiano en la medida en que, a
pesar de las incipientes dudas en el extranjero (en especial en Estados Unidos y
en menor medida en Europa) respecto a la preocupante situación en torno a las
drogas y a los derechos humanos, fue capaz de seguir recibiendo recursos
económicos y respaldo político del exterior. Colombia continuó obteniendo
extracción y validación externas. Sin embargo, durante este cuatrienio se
profundizó la crisis de la estructura institucional del país, al tiempo que la
resolución de la violencia política y del conflicto armado quedó nuevamente
postergada.
Barco y
la Diplomacia por la neutralización
La
administración del Presidente Virgilio Barco (1986-1990) comenzó su labor
internacional desarrollando una
Diplomacia por la neutralización. Contadora ya se había replegado de América
Central, y los propios centroamericanos, con la decisiva influencia de
Washington, impulsaron salidas a la crisis subregional. Colombia, ahora miembro
del Grupo de Río (que reunía a los cuatro participantes de Contadora, más los
cuatro miembros del grupo de Apoyo), respaldaba los intentos a favor de la paz
centroamericana y desligaba su experiencia conflictiva de la de esa zona[43].
De igual forma, la creación de la Consejería Presidencial para los Derechos
Humanos se inscribía en el intento por mostrar a la comunidad internacional en
general, y a Europa occidental en particular, la voluntad oficial de reconocer
la deplorable situación de los derechos humanos y de alcanzar su superación
mediante la cooperación y no a través de la sanción. Asimismo, la considerable
cercanía con Estados Unidos en materia de drogas ilícitas le permitía al
gobierno, paradójicamente, preservar una política de relativa divergencia en
otras dimensiones políticas de la agenda bilateral[44].
Para
apreciar la Diplomacia por la
neutralización de Barco es de especial relevancia comprender el lugar de
Cuba en la política exterior colombiana. Su administración preservó los
contactos iniciados por Betancur y expandió las buenas relaciones con la isla, a
pesar de que los lazos diplomáticos formales estuvieran suspendidos desde 1981.
Las convergencias entre Bogotá y La Habana cubrieron varios temas y se
manifestaron en distintos escenarios[45].
Por
ejemplo, para finales de la década, la mínima estabilidad en la Cuenca del
Caribe era esencial para ambos países. Así, las respectivas políticas externas
propiciaron salidas negociadas a los conflictos de Nicaragua y El Salvador, y
expresaron fuertes críticas a la invasión de Panamá por parte de Estados Unidos
en 1989. En el marco de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas,
Colombia buscó, absteniéndose o votando en contra de Estados Unidos, evitar una
condena política al régimen cubano por la situación de los derechos humanos en
la isla. En el contexto del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde
coincidieron Cuba y Colombia en 1990, ambos países, junto a Yemen y Malasia,
configuraron el Grupo de los Cuatro, a través del cual conciliaron posturas
comunes frente a la crisis del golfo luego de la invasión de Irak a Kuwait.
La
proximidad entre Bogotá y La Habana resultó decisiva para generar dos fenómenos
que incidieron en la política nacional e internacional colombiana: facilitó el
papel de Cuba como moderador importante en la negociación con un
muy debilitado M-19, y contribuyó a que Colombia no fuese duramente
criticada en el plano internacional, a pesar de la tremenda situación de los
derechos humanos en el país[46].
El
diálogo y el acuerdo de paz con el M-19 entre 1989 y 1990, y el hecho de que
partidos distintos al liberal y el conservador se presentaran a las elecciones
de 1990, después del asesinato de tres candidatos presidenciales, permitió la
preservación de una mínima estabilidad institucional en medio del auge del
narcoterrorismo y la guerra sucia. Europa occidental se mostró comprensiva con
al delicada situación colombiana en la que el entrecruzamiento de múltiples
violencias le daba al país un carácter excepcional: sin tratarse de un régimen
autoritario, se producían niveles inadmisibles de violación de los derechos
humanos, y sin tener un Estado poderoso y con gran capacidad coactiva, existía
una inimaginable violencia no política. La drástica política antidrogas de Barco
y la perspectiva benévola de Europa occidental hacia Colombia explican la
concesión de las preferencias comerciales europeas en 1990[47].
Estados
Unidos, ante la vigorosa y sostenida lucha antinarcóticos del Presidente Barco,
respaldó, de manera decisiva, a Colombia en términos políticos, militares y
económicos. En efecto, la realización en 1990 de la primera cumbre presidencial
antidrogas en Cartagena, con la presencia de los mandatarios de Estados Unidos,
Colombia, Perú y Bolivia[48];
la masiva ayuda estadounidense para el combate de los narcóticos[49],
el aumento significativo de la asistencia militar[50]
y el respaldo vital de Washington para que Bogotá lograra los créditos Concorde
(US$ 1.000 millones de dólares) en 1987 y 1988 y
Challenger (US$ 1.648 millones de
dólares) en 1989 y 1990[51],
así como la presentación al Congreso estadounidense en 1990 de una Ley de
Preferencias Comerciales Andinas (finalmente aprobada en 1991), pusieron en
evidencia el compromiso estadounidense con la frágil y erosionada legitimidad
institucional de Colombia[52].
A
diferencia de la Diplomacia por la
pacificación forzada de Turbay y la
Diplomacia por la paz negociada de Betancur, la
Diplomacia por la neutralización de
Barco fue relativamente funcional para alcanzar un compromiso de abandono de
armas y reinserción política con el M-19, pero fue muy insuficiente para esbozar
el inicio de una paz sólida y persistente en Colombia.
Las
tres modalidades de “diplomacia por la paz” de estas administraciones sin duda
contribuyeron a sostener un Estado precario, política y económicamente hablando,
pero fueron definitivamente incapaces de fortalecerlo. La continuidad en la
capacidad estatal de alcanzar extracción y validación externas no se tradujo en
una mayor aptitud para superar internamente la inestabilidad institucional y
para progresar en la resolución de un conflicto armado que cada vez tenía más
visos de guerra irregular.
Gaviria
y la Diplomacia por la neutralización
La
administración del Presidente Cesar Gaviria (1990-1994) continuó con la
Diplomacia por la neutralización de
su antecesor, aunque en distintos momentos su gobierno pareció oscilar entre una
Diplomacia por la paz negociada y
una Diplomacia por la pacificación
forzada. De hecho, el comienzo de su mandato identificado como el
“revolcón”, la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente, y el inicio de
negociaciones con las guerrillas del EPL, el PRT y el Quintín Lame, pudieron
generar la sensación de que, como complemento necesario de estos hechos
internos, Gaviria desarrollaría una
Diplomacia por la paz negociada. De igual forma, al final de su cuatrienio,
cuando se cancelaron los diálogos con la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar
(compuesta por las guerrillas de las FARC, el ELN y una disidencia del EPL)[53],
cuando se lanzó la ofensiva militar contra la insurgencia[54]
y cuando las diferentes violencias nacionales crecieron hasta índices
insospechados, se pudo pensar que el gobierno desplegaría una
Diplomacia por la pacificación forzada[55].
Sin embargo, nada de esto ocurrió: Gaviria mantuvo una
Diplomacia por la neutralización que
aunque contó con diferentes momentos, tuvo un contenido invariable[56].
La
Diplomacia por la neutralización de
Gaviria se orientó a deslindar el conflicto colombiano de las crisis en la
Cuenca del Caribe y a contribuir a la paz en la zona. Así, Colombia, junto con
México, Venezuela y España conformaron, bajo el auspicio del Secretario General
de la ONU, y con el beneplácito de Estados Unidos, el Grupo de Apoyo al proceso
de paz en El Salvador que culminó con un acuerdo definitivo en 1992. En el
contexto del “Acuerdo Marco” entre el gobierno de Guatemala y la guerrilla de la
UNRG en enero de 1994, las partes solicitaron que Colombia, junto con Estados
Unidos, Noruega, España, Venezuela y México se integrara en el “grupo de países
amigos” del proceso pacificador guatemalteco. El gobierno colombiano, asimismo,
buscó en la OEA y la ONU la restitución del poder a Jean Bertrand Aristide;
Presidente electo de Haití, derrocado en septiembre de 1991. Finalmente, la
reapertura de lazos diplomáticos con Cuba en 1994, terminó consolidando los
crecientes vínculos políticos entre Bogotá y La Habana; particularmente en
relación con el asunto de la pacificación interna y los derechos humanos.
A su
vez, la Diplomacia por la neutralización
de este gobierno liberal se manifestó en las conversaciones con la guerrilla
colombiana. Caracas, Venezuela, en 1991 y Tlaxcala, México, en 1992, fueron dos
escenarios para los diálogos con la CGSB. Sin embargo, la administración del
Presidente Gaviria no buscó un papel activo, de buenos oficios, de moderación o
de mediación de los gobiernos mexicano y venezolano en un proceso que todavía se
juzgaba eminentemente colombiano[57].
Como
sucedió con sus dos antecesores, el final del gobierno Gaviria vivió una
“renarcotización” de la agenda externa, después de que Pablo Escobar se fugara
de la cárcel y una acelerada inserción negativa en el contexto internacional,
debido a la dramática situación de los derechos humanos. Lo primero se expresó
de manera notoria en las relaciones colombo-estadounidenses; lo segundo en las
relaciones colombo-europeas. Mientras tanto, en el terreno mundial y
latinoamericano, el caso colombiano comenzó a ser visto cada vez con más
preocupación: los países manifestaban un profundo temor de repetir la
experiencia colombiana[58].
Si bien
el gobierno gozó de respaldo oficial en Estados Unidos[59]
y la Unión Europea, las dudas sobre la verdadera vigencia del Estado de Derecho
en Colombia crecían. Y, no obstante seguir contando con el apoyo de los
gobiernos de los países más industrializados, la crítica por el estado de los
derechos humanos comenzó a manifestarse en el plano gubernamental y de manera
más contundente. La Diplomacia por la
neutralización del mandatario liberal había evitado una abierta intromisión
externa en los asuntos internos de la paz y de la guerra, pero en 1994 los
márgenes de maniobra externos del Estado colombiano se reducían seriamente.
De
manera sintética, es posible afirmar que aunque en términos cuantitativos y
cualitativos tendía a reducirse la capacidad de extracción y validación
externas, el Estado colombiano aún gozaba de cierto reconocimiento y legitimidad
ante los ciudadanos del país y de cara a la comunidad de naciones. Sin embargo,
la evidente incapacidad de superar lo que ya era una guerra interna en expansión
ponía en evidencia un potencial colapso estatal. La
Diplomacia por la neutralización
mostraba así sus límites: se podía frenar temporalmente una internacionalización
de la guerra, pero no se podía garantizar una efectiva nacionalización de la
paz.
Samper
y la Diplomacia por la paz negociada
El
gobierno del Presidente Ernesto Samper (1994-1998) aspiró a aplicar una activa
Diplomacia para la paz negociada[60].
Durante 1994 y1995, su “diplomacia por la paz” estuvo más ligada al tema de los
derechos humanos que a la de la negociación con la guerrilla. En aras de
humanizar el conflicto, el ejecutivo presentó, a la aprobación del Congreso, el
Protocolo II de la Convención de Ginebra; creó una comisión mixta de
investigación para el esclarecimiento de las masacres de Trujillo de 1988 y
1991; y aceptó la presencia en el país de una oficina del Alto Comisionado de
Naciones Unidas para Derechos Humanos, entre otros. Sin embargo, en el tema de
los derechos humanos, como lo señaló Gustavo Gallón,
pronto pasaría de la cooperación a la vacilación[61].
En
efecto, mientras Colombia establecía instancias, organismos y burocracias
dedicadas a la protección interna y a la promoción externa de los derechos
humanos, las violaciones crecían y las sanciones no se hacían presentes. Esto
fue generando en el exterior la exigencia de acciones concretas para que
Colombia tuviera credibilidad en esta materia. Además, la reiteración de que el
Estado no promovía como una política pública el menoscabo de los derechos
humanos dejó de ser vista con la relativa comprensión de los ochenta y comenzó a
ser la demostración del desmoronamiento estatal.
En la
segunda parte de su mandato, la
Diplomacia por la paz negociada de Samper se orientó hacia el diálogo con la
guerrilla. Sin embargo, en la medida en que sus gestos de distensión y
reconciliación hacia las FARC crecían, la guerrilla se manifestaba menos
interesada en las conversaciones, y en la medida en que buscaba más respaldo
externo para promover contactos y acercamientos con las FARC, ésta se mostraban
menos motivada a involucrar a la comunidad de naciones[62].
De otra parte, mientras la guerra interna se intensificaba, seguía sin estar
claro si el gobierno apuntaba a abrir un espacio para que los paramilitares se
sentaran en una futura mesa de negociación o si las FARC eran una narcoguerrilla
con la cual resultaba imposible conversar[63].
Mientras el gobierno tendía a politizar el estatus del paramilitarismo y a
criminalizar el comportamiento de la guerrilla, inadvertidamente definía a
Colombia como un fenómeno de zona gris (Gray
Area Phenomenon), es decir; una amenaza crítica derivada del hecho de que
porciones importantes de su territorio pasan a manos de organizaciones “mitad
criminales, mitad políticas” y el gobierno nacional ve erosionada su legitimidad[64].
Ello ubica al país en el centro de un potencial conflicto de baja intensidad.
Paralelamente, en su último año de gobierno, el presidente liberal buscó todos
los amigos de la paz que pudo encontrar: Venezuela, México, Cuba, Costa Rica,
Guatemala, España, Alemania, entre otros. En el plano retórico; el de las
declaraciones formales y genéricas, era fácil acompañar a Colombia. Ahora bien,
dado que no era claro si la guerrilla aceptaba a esas contrapartes como
referentes para gestiones de buenos oficios, ni era preciso qué rol quería
Bogotá que los países amigos cumplieran[65],
el componente internacional para un eventual proceso de paz se tornó ambiguo.
El
fracaso de la Diplomacia por la paz
negociada de Samper no se debió tanto a los notorios y seculares vaivenes de
Colombia en materia de derechos humanos y a las inconsistencias palmarias de la
diplomacia oficial hacia los potenciales amigos de la paz, como a que por
primera vez en tres décadas de guerra interna, Estados Unidos optó
deliberadamente por deslegitimar un gobierno colombiano.
El
recuerdo y la presencia permanentes de los dineros del narcotráfico en la
elección presidencial de Samper facilitó el ejercicio de una “diplomacia
disciplinaria”[66]
de Washington hacia Bogotá. La estigmatización que de Colombia hicieran
funcionarios y legisladores estadounidenses, como una narcodemocracia, la
cancelación de la visa de entrada a Samper y a varios civiles y militares
colombianos, el lenguaje displicente y agresivo de los diplomáticos de Estados
Unidos hacia legisladores, jueces, empresarios, personalidades, policías y
militares colombianos, la no certificación plena del país en materia de
cooperación antidrogas durante cuatro años[67],
el descrédito de instituciones y funcionarios oficiales de Colombia a los ojos
de contrapartes estadounidenses, entre muchos otros gestos y hechos, apuntan a
evidenciar que más que un fenómeno personal y circunstancial, el problema de
legitimidad en Colombia para Estados Unidos era colectivo y estructural.
El
apoyo por vía de la asistencia externa y la provisión de créditos e inversiones
se mantuvo, pero en mucho menor envergadura, si se lo compara con otros momentos
y si se le contrasta con el dado a otros países de la región durante los noventa[68].
El escaso respaldo político de Estados Unidos fue bastante más lejano, mientras
en Europa cada vez hubo menos defensores de Colombia en el terreno estatal y en
el campo no gubernamental. El deterioro estrepitoso de los derechos humanos
empezó a alarmar conjuntamente a la Unión Europea y a Estados Unidos. La
situación de corrupción extendida y el encumbramiento de la criminalidad
organizada vinculada a las drogas ya no sólo preocupaban a Washington, sino
también a varias capitales europeas. Así, la guerra interna terminó
intranquilizando a estadounidenses, europeos y latinoamericanos por igual[69].
La más
gestual que substantiva Diplomacia por
la paz negociada del mandatario liberal apenas si pudo servir para preservar
una muy lánguida extracción y validación externas. La inestabilidad
institucional se profundizó aún más y la posibilidad de superar la guerra
interna se hizo más distante. Más aún, Colombia comenzó a vivir una genuina
crisis humanitaria de enormes proporciones.
La
violación de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario por
parte de los agentes estatales y de los grupos parainstitucionales se constituyó
en una nota predominante de la guerra irregular. Todo esto ha generado una
tragedia humana inigualable en el continente durante los noventa y escasamente
comparable en el mundo a comienzos del año 2000.
Pastrana y la Diplomacia por la paz negociada
El
gobierno del Presidente Andrés Pastrana (1998-2002) inició su mandato
desplegando una Diplomacia por la paz
negociada de alto perfil[70].
La Diplomacia por la neutralización
era inaplicable, porque neutralizar la incidencia de factores, actores y
variables externas en el enfrentamiento político interno resultaba, en 1998,
imposible. En efecto, Colombia no podía contener la internacionalización de su
situación conflictiva; a lo sumo podía intentar una internacionalización
positiva a favor de la paz en vez de una internacionalización negativa derivada
de la guerra[71].
De otra parte, la Diplomacia por la
pacificación forzada era impracticable porque el Mandato por la Paz de
octubre de 1997, y la alta participación electoral para la votación presidencial
de junio de 1998, exigían la superación del conflicto por medios pacíficos.
La
Diplomacia por la paz negociada de
Pastrana estuvo anunciada en su propuesta de paz del 8 de junio de 1998; en los
puntos 6, 10 y 15 de su plan pacificador sostuvo:
“estimo
de la mayor importancia la participación de la comunidad internacional en la
totalidad de los estadios del proceso: como facilitadora de las condiciones de
pre-negociación, como proponente de fórmulas de entendimiento que impulsen la
negociación, como testigo de los compromisos adquiridos, y como instancia de
verificación del cumplimiento de los compromisos. No obstante, esa cooperación
con la comunidad internacional que debe darse de manera autónoma y soberana,
tiene que ser producto del entendimiento entre las partes en conflicto, lo que
presupone la clara voluntad de paz, porque sólo las partes en conflicto pueden
hacer la paz, no la comunidad internacional...Como presidente electo, visitaré a
los gobernantes de las naciones industrializadas que han manifestado su interés
en ayudarnos, especialmente los Estados Unidos, para concretar con ellos la
manera como nos colaborarán para iniciar la redención económica y social de las
zonas más afectadas por el conflicto...Íntimamente ligado al problema social y
de violencia está el asunto de los narcocultivos...Los países desarrollados
deben ayudarnos a ejecutar una especie de ‘Plan Marshall’ para Colombia, que nos
permita desarrollar grandes inversiones en el campo social, en el sector
agropecuario y en la infraestructura regional…”[72].
En
resumen, la estrategia plantea la participación máxima de la comunidad
internacional en el eventual proceso de paz y el concurso activo de la guerrilla
en la búsqueda de la cooperación externa. Establece una diplomacia presidencial,
con especial énfasis en Estados Unidos, y vincula la paz con las drogas.
Finalmente, procura la consecución de recursos masivos del extranjero para
atacar las bases sociales y económicas que posibilitan el desarrollo de los
narcolcultivos.
Aún
antes de posesionarse, el mandatario conservador ya ejercía la “diplomacia por
la paz” en sus visitas al exterior y, a partir del 7 de agosto, imprimió mayor
ímpetu a la misma. En su intervención ante la Asamblea General de las Naciones
Unidas, el 23 de septiembre de 1998, Pastrana subrayó:
“En el
camino hacia la paz, el concurso de la comunidad internacional será un
complemento de nuestros esfuerzos internos. Proveremos el respeto de los
derechos fundamentales…Tendremos en cuenta valiosas experiencias en la solución
de conflictos internos en otros países…La paz en Colombia demandará inversiones
de gran magnitud…Crearemos, para ese propósito, el ‘Fondo de la Paz’…Buscaremos
también aportes de la comunidad internacional…Todas esa acciones constituirán lo
que hemos denominado la diplomacia para la paz. Será una diplomacia con
contenido social y económico…”[73]
En esa dirección, la Cancillería se ha convertido en la
entidad encargada de la “diplomacia por la paz”[74].
Además del respaldo político externo al proceso de paz, el Ministerio de
Relaciones Exteriores encabeza la búsqueda de colaboración económica
de la comunidad internacional. Ello obedece al hecho de que la
Diplomacia por la paz negociada del
gobierno “se basa en el concepto de que la paz debe tener contenido social y
económico”[75].
Respecto a Estados Unidos—principal referente de la
Diplomacia por la paz negociada--,
el mandatario conservador ha logrado frenar el deterioro al que llegaron los
vínculos colombo-estadounidenses oficiales durante el gobierno Samper. Las
relaciones entre los ejecutivos en Washington y Bogotá mejoraron notablemente.
Ahora bien, es fundamental precisar qué tipo de estructura tiende a predominar
en la relación presente entre ambos países.
De manera sintética, es posible pensar en dos modelos
típicos. Por un lado, está el esquema “luna de miel” que supone un viraje total
en cuanto a las relaciones existentes tanto en el plano estatal como en el no
gubernamental; un sendero de armonía significativa en el manejo de los temas
bilaterales y multilaterales; un énfasis notorio en la cooperación para resolver
los múltiples problemas vigentes entre los dos países; el estímulo a grandes
oportunidades comerciales y financieras para ambos y un respaldo militar
estadounidense irrestricto a las fuerzas armadas colombianas.
Por otro lado, está el esquema “compás de espera” que se
puede caracterizar por dos fenómenos simultáneos: Estados Unidos extiende a
Colombia un período de gracia o de prueba para detectar cuán real y profundo es
el cambio interno en materia de drogas (aplicación de la extradición, mayor
erradicación con más fumigación, mejor desarticulación de las redes del
narcotráfico, etc.) practicado por el nuevo gobierno y Washington apoya las
iniciativas de paz de Bogotá pero se reserva la última palabra para juzgar su
pertinencia, efectividad y alcance. Al cabo de un año y medio de gestión de
Andrés Pastrana parece primar el segundo esquema.
Los rumores y las conjeturas que ocasionalmente surgen en
torno a una mayor intervención de Estados Unidos en los asuntos internos de
Colombia no contradicen, sin embargo, la anterior afirmación. Desde hace años
terminó la diplomacia rutinaria entre los dos países; es decir, el manejo
tradicional del tema de Colombia por parte de unos pocos funcionarios
intermedios y de políticos interesados en el país, sumado a un rol relativamente
marginal del Congreso de Estados Unidos. En la etapa más reciente ha crecido el
peso de los estrategas, los mandos altos y los militares en el ejecutivo y los
“halcones” en el legislativo. Ha comenzado, desde mucho antes de la llegada al
poder de Pastrana, el intento por fijar una política de confinamiento de Bogotá;
lo que significa que Estados Unidos somete al país a un escrutinio minucioso
mientras evalúa distintos escenarios y planes de contingencia para la
eventualmente turbulenta transición política de Colombia. Bogotá tiene libertad
formal de movimiento, pero bajo la estrecha vigilancia de Washington. En ese
contexto, ante la posibilidad de una implosión interna descontrolada, Estados
Unidos no descartaría una intervención externa manipulada[76].
El marco en el que se desarrolla la “diplomacia por la paz”
de Pastrana está caracterizado entonces por un oportuno respaldo estadounidense;
respaldo que aunque explícito ha sido aún relativamente cauto. Los escasos
avances en el proceso interno de diálogo y negociación de paz tienden a generar
más escepticismo en Washington, tanto entre los sectores duros como entre los
moderados. El respaldo de Estados Unidos se expresa más en términos militares
(personal, entrenamiento, información, recursos) que económico (financiamiento
parcial del denominado Fondo de la Paz): el aporte de Washington es el
componente del “garrote” al proceso de diálogo con la guerrilla, mientras la
decisión colombiana de brindar una zona de despeje para las FARC constituye la
“zanahoria”. En ese contexto, Colombia se ha convertido en el tercer receptor
mundial de asistencia estadounidense, detrás de Israel y Egipto: sólo en 1999,
la ayuda alcanzó US$ 289 millones de dólares[77].
Paralelamente, en Latinoamérica y Europa se ha incrementado
el apoyo formal a la paz en Colombia. Sin embargo, la situación presente del
país lo ha llevado a ser percibido como una amenaza regional (e incluso
internacional)[78].
En ese sentido, no es evidente si las contrapartes de Colombia se disponen a
participar en forma dinámica por la paz o a intervenir en forma enérgica en la
guerra[79].
En este contexto, y en lo que va de la administración
Pastrana no parece factible, tanto por condiciones internas como internacionales
de diversa índole, que el país acceda
a mayores recursos económicos externos, mientras parece más probable que
el Estado continúe recibiendo un elemental e incierto respaldo político del
exterior y más ayuda militar estadounidense[80].
La actual Diplomacia por la paz
negociada puede aspirar a obtener cierto nivel de validación (política)
externa pero no puede pretender una gran extracción (económica) del extranjero.
Asimismo, esta diplomacia no podrá intensificarse retóricamente en el frente
internacional si en el plano nacional no se produce un genuino avance en la
resolución pacífica de la guerra.
Finalmente, si se incrementan la intervención indirecta de
Estados Unidos en Colombia, el silencio diplomático de Latinoamérica frente a la
guerra interna y la injerencia externa, el apoyo internacional al gobierno mucho
más militar que socio-económico, la conflictividad armada en el país y la
parálisis de la negociación política con la guerrilla, la
Diplomacia por la paz negociada de
Pastrana podría repetir los pasos de las diplomacias pacificadoras de Betancur y
Samper: reales en su aspiración de paz, pero incapaces de resolver la profunda
crisis de la estructura institucional del país.
Balance
y sugerencias
En este trabajo asumí como punto de partida para discernir la “diplomacia
por la paz” colombiana, la noción realista de Mastanduno, Lake e Ikenberry,
según la cual
la meta
última de todo Estado, sin importar su tamaño, ubicación, naturaleza o
capacidad, es la supervivencia. Asimismo, utilicé
su hipótesis realista según
la cual “al aumentar la inestabilidad política interna, el Estado buscará más
extracción y validación externas”. Señalé también que el corolario lógico de esa
hipótesis es que el funcionamiento exitoso de la extracción y validación
externas deben servirle al Estado para: a) remediar la situación; b) alcanzar
una mayor estabilidad institucional;
y c) avanzar en la superación de la guerra interna. No de otra manera
puede interpretarse la hipótesis de los autores, pues no sería realista suponer
que la perpetuación de una situación de inestabilidad pueda conducir a afirmar,
en el largo plazo, la supervivencia del Estado.
En este
sentido, se puede establecer que el Estado colombiano fue relativamente exitoso
en términos de la extracción de recursos y la validación política externas para
afianzar su supervivencia. Durante dos décadas gobiernos liberales y
conservadores, por igual, desplegaron distintas modalidades de “diplomacia por
la paz”, con resultados, que aunque incompletos, resultaron funcionales al
propósito de preservar el poder interno y el reconocimiento exterior del Estado
colombiano. Sin embargo, la situación originaria, es decir; la inestabilidad
nacional no se superó. Por el contrario, el menoscabo del orden público se hizo
más patente y la guerra interna se agudizó. Las distintas administraciones
obtuvieron logros o fracasos parciales en términos del nexo política
interna/política externa, pero el país sufrió la más contundente exacerbación de
sus diferentes violencias. De esta forma, si bien de cara a la comunidad
internacional el Estado colombiano pudo preservar una frágil legitimidad, en el
nivel interno, no obstante la expedición de la Constitución en 1991, no pudo
conseguir ninguna.
La
esencia del fracaso de la “diplomacia por la paz”--que se malogró por resultar
incapaz de aportar elementos para la superación efectiva de la guerra--obedeció
a dos factores primordiales. Primero, el Estado no respondió a la exigencia de
un cambio substantivo como pilar fundamental de su labor externa (e interna) en
favor de la paz. Hacer la paz manteniendo inalteradas las condiciones
socio-políticas y sin redistribuir el poder económico ha sido una ilusión
perjudicial y costosa. La diplomacia siempre reflejó el rechazo de las elites
dirigentes a compartir el poder o a replantear las reglas de juego del sistema.
La política exterior a favor de la pacificación interna pareció orientarse a
demostrar que en el caso colombiano un ajuste era suficiente para mejorar el
régimen. Sin embargo, los interlocutores extranjeros más relevantes consideran
que el sistema colombiano requiere un replanteamiento integral. Así, la brecha
entre la auto-percepción de Colombia y la de la comunidad internacional, en
relación con las exigencias de la paz, se hace más profunda. De otra parte,
mientras se reducen los espacios e instrumentos para que el Estado encauce la
contribución internacional hacia el proceso de paz, la influencia de fenómenos y
fuerzas externas en el conflicto armado nacional se hace más notoria. A pesar de
su “diplomacia por la paz”, el Estado colombiano ha ido perdiendo autonomía en
el campo internacional y en el manejo de las variables internas que intervienen
en la guerra.
El
segundo elemento generador del fracaso de las “diplomacias por la paz” obedeció
a que las políticas internacionales vinculadas a la paz fueron más el reflejo de
diplomacias gubernamentales que el producto de una estrategia de Estado en el
campo mundial. Prevalecieron las contramarchas, los virajes y las
inconsistencias, así como los manejos aislados, individuales y caprichosos en
vez del despliegue de una política coherente, sustentada en un consenso sólido y
capaz de incorporar todos los intereses nacionales. Si bien no es sensato asumir
la existencia de un Estado monolítico que se exprese con una sola voz en todos
los temas y ámbitos, sí resulta insostenible y contraproducente la
multiplicación de voces en un asunto tan vital para la seguridad y el bienestar
nacionales como la paz. Los tres modelos de “diplomacia por la paz” demuestran
que antes de existir una política global para superar el conflicto armado, sólo
existieron iniciativas para la supervivencia. No obstante ser necesario desde un
punto de vista realista, esto es insuficiente para afirmar la continuidad
estatal en el largo plazo y para obtener una verdadera pacificación interna.
¿Qué
hacer en el futuro para que la nación se beneficie de una “diplomacia por la
paz” coherente y cuyo objeto específico sea realmente lograr apoyo externo para
la resolución de la guerra interna? Propongo dos tipos de ideas: una orientada a
diseñar una nueva diplomacia estatal a favor de la paz y otra destinada a crear
una diplomacia ciudadana en aras de ese mismo objetivo.
En el
primer caso, se necesitarían un consenso nacional verdadero en materia de
política internacional, una estrategia de Estado más que de gobierno en el
frente externo, una diplomacia seriamente orientada por la defensa de la
democracia[81],
de los derechos humanos y del cambio institucional, una permanente rendición de
cuentas a la sociedad civil en esta materia, una definición precisa de los
alcances de la participación externa en el conflicto externo y un despliegue
exterior consistente con la defensa de los intereses nacionales mayoritarios.
En el
segundo caso, asumo conceptualmente la noción de diplomacia ciudadana definida
por Cathryn Thorup, según la cual ésta comprende:
“las
acciones de los ciudadanos—y de los grupos no gubernamentales que ellos
forman—de un país respecto de terceros países. Implica la usurpación de papeles
considerados de dominio exclusivo de los actores gubernamentales. En contraste
con los grupos domésticos de interés político, que tradicionalmente actúan
dentro de un escenario nacional específico, la diplomacia ciudadana se da en la
arena exterior o transnacional”[82].
Los
componentes principales de esta diplomacia podrían dirigirse a facilitar en el
exterior el conocimiento más detallado e imparcial de la delicada situación
colombiana; buscar aliados sociales y políticos para una salida negociada al
conflicto armado; explorar contactos con grupos y movimientos que puedan
presionar positivamente a la guerrilla para iniciar diálogos de paz genuinos;
desplegar una labor en la que la defensa de los derechos humanos de todos los
colombianos y colombianas sin excepción se convierta en prioritaria; movilizar
personalidades destacadas en las artes, la cultura, la ciencia, la educación y
las humanidades en la dirección de mostrar que la búsqueda de la paz en el país
es sincera y decidida; entre otros.
Colombia aún puede evitar la
catástrofe de un conflicto armado expansivo. Si bien la política externa no
puede lograr lo que la política interna es incapaz de hacer, una reformulada
“diplomacia por la paz” y una acción diplomática estatal y ciudadana coherente y
madura sin duda pueden ayudar al avance de la democracia y a la superación de la
guerra.
*
Ph. D. en Relaciones Internacionales de The Johns Hopkins University
School of Advanced International Studies.
Actualmente, Profesor de la Universidad de San Andrés, Victoria,
Provincia de Buenos Aires, Argentina. Ha sido Profesor Asociado de la
Universidad Nacional de Colombia, en Santafé de Bogotá, donde se
desempeñó como Investigador del Instituto de Estudios Políticos y
Relaciones Internacionales (IEPRI).
Un intento en esa dirección,
hecho hace una década, aparece en el capítulo sobre “Relaciones
exteriores y política interna”, en
[2]
Son escasos los estudios sobre tipo de régimen institucional y violencia
política. Un trabajo de Muller y Weede sobre esa relación podría ser
interesante para investigar el caso colombiano desde el enfoque de
acción racional. Según los autores, “la estructura del régimen complica
o facilita el comportamiento de los individuos porque afecta las
oportunidades de acción colectiva pacífica y violenta, la probabilidad
de éxito que se espera en cada tipo de actuación y los costos esperados
en cada caso. Bajo un régimen altamente represivo es probable que las
oportunidades parea la acción política colectiva de cualquier tipo sean
pocas, que la probabilidad de éxito sea insignificante y que los costes
sean altos...Bajo un régimen no represivo, es probable que las
oportunidades para la acción política colectiva de cualquier tipo sea
alta, que la probabilidad de acción colectiva pacífica sea por lo común
más alta que la de la violencia y que los costes de la acción colectiva
pacífica sean mucho más bajos que lo de la violencia. Es probable, por
lo tanto, que los actores racionales prefieran la acción colectiva
pacífica a la violencia. Bajo un régimen semirrepresivo, es probable que
existan hasta cierto punto algunas oportunidades para la acción
colectiva, que la probabilidad de éxito de la acción colectiva pacífica
sea por lo común insignificante y que, por consiguiente, se prefiera la
acción violenta”.
Véase, Edward N. Muller y Erick Weede, “Cross-National Variations in
Political Violence: A Rational Action Approach”, en
Journal of Conflict
Resolution, Vol. 34, No. 4, 1990, p. 646.
La democracia colombiana ha sido calificada de múltiples maneras,
apuntando a su naturaleza defectuosa, inacabada y/o violenta: democracia
formal, democracia iliberal, democracia restringida, democracia
inconclusa, democracia excluyente, democracia bloqueada, democracia
limitada, democracia genocida, democracia eunuca, narcodemocracia, entre
otros, han sido los términos usados por estudiosos y observadores del
país. ¿Todas estas denominaciones insinúan, implícita o explícitamente,
el carácter semirrepresivo del régimen colombiano? ¿Cabe el ejemplo de
Colombia en la conclusión a la que arribaron Muller y Weede?
[3]
En términos de los aspectos formales de un aporte internacional a la paz
en Colombia, cabe subrayar que existen distintas modalidades con
características disímiles. A grandes rasgos, es posible hablar de cuatro
tipos de acción internacional que se manifiestan de manera secuencial.
Los buenos oficios se producen cuando personalidades reconocidas, grupos
influyentes, entidades con renombre y/o países amigos se acercan a los
bandos en disputa y ofrecen sugerencias que intentan generar puentes y
contactos entre las partes. Básicamente, los buenos oficios mantienen la
comunicación entre los antagonistas y pretenden contribuir a la fijación
de una mínimas reglas de juego entre ellos. La mediación no sólo aspira
a incrementar el acercamiento entre los actores en conflicto, sino
también a presentar fórmulas alternativas de acuerdo. En lo fundamental,
la mediación tiene connotaciones de más alto nivel de participación
externa, es más amplia en su desenvolvimiento y posee un carácter mucho
más oficial. La verificación se orienta hacia la supervisión en detalle
y de modo activo de lo finalmente acordado entre las partes. En breve,
la verificación conduce a una labor
in situ que corrobora que no
se produzcan violaciones a los compromisos adquiridos y que avance el
proceso de garantías establecido entre las partes. Por último, la
reconstrucción abarca la generación de fondos de asistencia y/o
facilidades recursivas de distinta índole y fuente con vista a una
situación pos-conflicto. En esencia, la reconstrucción apunta a asegurar
la sostenibilidad económica, social y política de lo negociado de manera
pacífica.
Véanse, entre otros, Kenneth N.
Waltz, El hombre, el estado y
la guerra, Buenos Aires: Editorial Nova, 1970; Peter Gourevitch,
“La ‘segunda imagen invertida’: Orígenes internacionales de las
políticas domésticas”, en
Zona Abierta, No. 74, 1996; Robert D. Putnam, “Diplomacia y
política nacional: La lógica de los juegos de doble nivel”, en
ibid.; Matthew
Evangelista, “Domestic Structure and International Change”, en Michael
Doyle y G. John Ikenberry (eds.),
New Thinking in International
Relations Theory, Boulder: Westview Press, 1997 y Thomas
Risse-Kappen (ed.), Bringing
Transnational Relations Back In: Non-State
Actors, Domestic Structures and
International Institutions, Cambridge: Cambridge University
Press, 1995.
Véase, Hans J. Morgenthau,
Política entre naciones. La
lucha por el poder y la paz, Buenos Aires: GEL, 1986.
Véase, Kenneth N. Waltz,
Teoría de la política
internacional, Buenos Aires: GEL, 1988.
Véase,
Michael Mastanduno, David A. Lake y G. John Ikenberry, “Towards a
Realist Theory of State Action”, en
International Studies
Quarterly, Vol. 33, No. 4, 1989. Según los autores:
“Since states are organizations
that participate in both international and domestic political arenas, it
is not surprising that the pursuit of goals in one arena influence
actions in the other. States may both respond to international events
through domestic actions and attempts to solve domestic problems through
international actions. This is an observation few analysis would
disagree with but one which has yet yo be systematically incorporated
into general theories of international (domestic) politics”.
Ibid.,
pp. 461-465.
Ibid.,
pp. 465-466.
En su discurso de instalación de
la XIII Conferencia de Ejércitos Americanos en Bogotá en 1979, Turbay
señaló: “hoy ya no es posible trazar una nítida línea divisoria entre la
subversión de carácter nativo, a la que ocasionalmente solían acudir
quienes se veían marginados de toda opción de poder de sus adversarios,
y la acción sedicente de los mercenarios supranacionales, que sólo
profesan obediencia a ideologías foráneas”. Véase,
Consigna, 15 de
Noviembre de 1979.
Cuba, asimismo, presidió el
Movimiento No Alineado (NOAL) desde
Managua publicó en febrero de
1980 el “Libro Blanco sobre el caso de San Andrés y Providencia”
declarando, de manera incompresible, nulo el Tratado Esguerra-Bárcenas
que en 1928 había definido los límites entre Nicaragua y Colombia.
Bogotá respondió con la edición de su propio “Libro Blanco”.
Véase, Juan G. Tokatlian y Klaus
Schubert (eds.), Relaciones
internacionales en la cuenca del Caribe y la política de Colombia,
Bogotá: FESCOL/Cámara de Comercio de Bogotá, 1982.
De acuerdo a Chernick, “bajo el
gobierno del Presidente Turbay, Colombia elevó su postura
pro-estadounidense a un alto nivel de visibilidad pública,
constituyéndose así, tal vez, en la única excepción a la larga tradición
del país de mantener una diplomacia de bajo perfil en sus asuntos
internacionales”. Véase, Marc W. Chernick, “La política exterior de
Colombia y su impacto sobre el proceso de paz y reconciliación nacional
(1982-1986)”, en Documentos
Ocasionales CEI, No. 5, Septiembre-Octubre 1988, p. 24.
Malcolm Deas, “El proceso de paz
colombiano, 1982-1985 y sus implicaciones para Centroamérica”, en
ibid, p. 12.
[16]
Si bien a comienzos de su mandato en 1978, Washington criticó al
Presidente Turbay porque presuntamente, y de acuerdo a un memorando
oficial estadounidense—el Memorando Bourne—allegados a él tenían
vínculos con el narcotráfico, muy pronto se superaron los incidentes
bilaterales. La firma del Tratado de Extradición entre Colombia y
Estados Unidos en septiembre de 1979, del Tratado Bilateral de
Asistencia Legal Mutua en agosto de 1980, del Acuerdo de Cooperación en
Materia de Narcóticos de julio-agosto de 1980 y del Acuerdo de Seguridad
sobre Información Militar de diciembre de 1981, consolidaron una
relación estrecha entre Washington y Bogotá en el área temática de las
drogas ilícitas.
[17]
Obstrucción sugerida por Washington entre mayo y junio a la candidatura
cubana propuesta con una año de anterioridad.
En su momento, Lernoux describió
así los acontecimientos: “Como prueba de sus credenciales
pro-estadounidenses, la administración Turbay aceptó enviar el pasado
otoño, 800 hombres al Sinaí...La decisión no se implementó sin antes
existir una sutil ‘torcedura de brazo’...El Departamento de Estado le
informó a los colombianos que si no enviaban tropas (al Sinaí), la
administración no haría ningún esfuerzo por lograr que el Senado
ratificara el tratado (Vázquez-Saccio)—pendiente desde 1972—que cedía la
soberanía a Colombia sobre los cayos (Quitasueño, Roncador y Serrana)
caribeños en disputa. El tratado se salvó cuando Bogotá anunció su
contribución a la fuerza de paz en el Sinaí”.
Penny Lernoux, “Colombia´s Future Up for Gtrabs”, en
The Nation, 24 de
Abril de 1982.
Véanse, entre otros, Bruce M.
Bagley y Juan G. Tokatlian, “La política exterior de Colombia durante la
década de los 80: Los límites de un poder regional”, en Mónica Hirst
(comp.), Continuidad y cambio
en las relaciones América Latina/Estados Unidos, Buenos Aires.
GEL, 1987 y Carlo Nasi, “La política internacional de Colombia hacia
Cuba y Nicaragua durante el gobierno del Presidente Julio César Turbay
Ayala”, en Documentos
Ocasionales CEI, No. 9, Mayo-Junio 1989.
[20]
Un ejemplo fue la ratificación en julio de 1981 por parte del Congreso
estadounidense del Tratado Vázquez- Saccio de 1972, por el cual Estados
Unidos reconocía los derechos colombianos sobre los cayos de Quitasueño,
Roncador y Serrana.
Según Bustamante hasta 1980,
“Colombia fue el segundo mayor receptor de ayuda (militar)
norteamericana en la región (América Latina)”. Véase, Fernando
Bustamante, “El desarrollo institucional de las fuerzas armadas de
Colombia y Ecuador”, en Augusto Varas (coord.),
La autonomía militar en
América Latina, Caracas: Editorial Nueva Sociedad, 1988, p. 83.
[22]
Por ejemplo, la ayuda brindada por Washington a Colombia para la lucha
antidrogas fue muy significativa para ese momento y en comparación con
cualquier otro país latinoamericano. Para los años fiscales
estadounidenses de
Es bueno tener en cuenta que
para la época, las dictaduras del Cono Sur y de América Central, mucho
más que la violencia en el mundo andino, concitaban el interés y la
preocupación de Estados Unidos y de Europa Occidental en cuanto a la
situación de los derechos humanos en las Américas. Los casos, por
ejemplo, de Chile y El Salvador eran bastante más “visibles” que el caso
colombiano.
Conviene recordar que ya desde
finales de los setenta, desde el ámbito no estatal y a través de los
informes de entidades como Amnistía Internacional, se denunciaba la
creciente violación de los derechos humanos en Colombia.
Según un estudio de Bagley, los
desembolsos crediticios del Banco Interamericano de Desarrollo y del
Banco Mundial a Colombia desde los sesenta y hasta principios de los
ochenta fueron superiores, en términos
per capita, a los otorgados a
cualquier otro país latinoamericano.
Véase, Bruce M. Bagley, “Aid Effectiveness in Colombia” (Mimeo,
Washington D.C., The Johns Hopkins University School of Advanced
International Studies, Agosto 1985).
Analistas extranjeros de la
realidad colombina, como Deas y Chernick, entre muchos otros,
coincidieron en este aspecto. Según Deas, “la posición internacional de
Colombia al finalizar el gobierno del Presidente Turbay era una de
peligroso aislamiento”. Según Chernick, “la culminación de la posición
pro-Estados Unidos adoptada por Colombia fue su aislamiento”.
Véanse, Malcolm Deas, op. cit.
y Marc Chernick, op. cit.
[27]
Véase, Augusto Ramírez Ocampo,
Contadora: Pedagogía para la paz y la democracia, Bogotá:
Fondo Rotatorio del Ministerio de Relaciones Exteriores, 1986.
[28]
Véase, Marco Palacios (comp.)
Colombia no alineada, Bogotá: Biblioteca Banco Popular, 1983
A pocos días de asumir la
presidencia, en una entrevista para la revista estadounidense Newsweek,
Betancur dijo: “no deseo ser satélite de ninguna superpotencia. Colombia
no quiere ser satélite de Estados Unidos”. Véase,
Newsweek (edición
internacional), 23 de Agosto de 1982, p. 48. El 19 de noviembre de 1982
cuando sancionó la Ley de Amnistía, Betancur señaló: “necesitamos la paz
para encontrar la identidad cultural que buscamos...para avanzar en
nuestra afirmación nacional...para no ser satélites de ningún poder ni
potencia...” El 1 de diciembre de 1982 en ocasión de la “Cena de la
Paz”, Betancur expresó: “me comprometí a realizar una política exterior
digna...(que) no esté sujeta a ningún imperialismo”. Véase, Belisario
Betancur, Una sola paz,
Bogotá: Imprenta Nacional de Colombia, 1983, pp. 46-47 y 61.
[30]
En una conversación que mantuvo con enviados de la publicación
londinense “Informe Latinoamericano”, el Presidente Betancur vinculó
estrechamente los sucesos en Colombia y América Central. Según el
semanario, “Centroamérica , de acuerdo al presidente colombiano, no
ofrece un problema distinto al de su país: aún cuando la región tiene
algunos rasgos propios y ningún país centroamericano es igual a otro,
Betancur cree que la eliminación de las causas objetivas de la
subversión y la negociación con los rebeldes en Centroamérica—como en su
país—es la única solución posible”. Véase,
Informe Latinoamericano,
29 de Julio de 1983, pp. 399-400.
[31]
De acuerdo a Cepeda, “el primer efecto de la política exterior de
Colombia (durante la administración Betancur) fue el de bloquear la
centroamericanización del conflicto colombiano”. Véase, Fernando Cepeda
Ulloa, “Contadora: El proceso de paz en Colombia y Centroamérica”, en
Fernando Cepeda Ulloa y
[32]
Véase, Belisario Betancur,
Nuestra patria es América, Bogotá: Imprenta Nacional de
Colombia, 1984, p. 86.
[33]
Véase, Belisario Betancur,
Una...op. cit., p. 117.
[34]
Véase, Belisario Betancur,
Nuestra...op. cit., p. 77.
[35]
Posiblemente, esto último motivó a que en un reportaje en Business Week,
Betancur sostuviera que: “en el pasado existían numerosos documentos
sobre la influencia de Cuba en los movimientos guerrilleros. Ahora no
creo que exista influencia cubana entre los grupos guerrilleros que
operan en Colombia”. Véase,
Business Week, 27 de Agosto de 1984, p. 53.
[36]
En muchos de estos eventos, Gabriel García Marquez cumplió el papel de
una diplomático informal para acercar individuos y conciliar posiciones.
[37]
Cabe aclarar que antes que el embajador Tambs, el teniente coronel
colombiano, Mario López Castaño en un artículo de 1982 en la “Revista de
las Fuerzas Armadas” analizó el vínculo narcotráfico/guerrilla y llegó a
la conclusión a la que posteriormente arribó el funcionario
estadounidense. Según el militar, dicho vínculo se produjo alrededor de
1977 con la marihuana, consolidándose desde principios de la década de
los ochenta ese lazo a través del negocio de la coca. López Castaño
reconoce como este lucrativo emporio incide negativamente no sólo sobre
el comportamiento revolucionario de la guerrilla, sino también sobre los
cuerpos de seguridad del Estado. Para él, “paradójicamente no puede
creerse que el problema del narcotráfico afectaría unilateralmente la
integridad de las FARC, las propias tropas corren el mismo peligro...con
el grave riesgo de ser objeto de soborno y de los consabidos efectos de
esa ilícita actividad”. Véase, Teniente Coronel Mario López Castaño,
“Vínculos de las FARC con el narcotráfico”, en
Revista de las Fuerzas
Armadas, No. 105, 1982.
[38]
Véanse, Luis Jorge Garay Salamanca,
Colombia y la crisis de la
deuda, Santafé de Bogotá: CINEP, 1991 y Luis Jorge Garay
Salamanca, Alfredo Angulo Sanabria y Claudia Cadena Silva,
Cultura de negociación: la
experiencia de la deuda externa, Santafé de Bogotá:
CEREC/FESCOL, 1994.
[39]
Véase, Belisario Betancur, El
compromiso de la paz, Bogotá: Departamento Editorial del Banco
de la República, 1986, pp. 60-62 y 66-70.
[40]
George P. Shultz, Turmoil and
Triumph, New York: Macmillan Publishing Co., 1993, p. 133.
Sin embargo, de acuerdo con “Informe Latinoamericano”, y con base en
información del alto mando militar colombiano y de la inteligencia
nacional, “el M-19 y las FARC han estado perdiendo apoyos en Cuba y
Nicaragua...(por lo) que la política exterior del Presidente Belisario
Betancur ha conseguido minar algunos de los respaldos internacionales de
las organizaciones guerrilleras”. Véase,
Informe Latinoamericano,
3 de Junio de 1983, pp. 244-245.
[41]
Corresponde recordar que como resultado del acuerdo de cese al fuego y
diálogo nacional entre la Comisión de Paz, creada por el gobierno, y las
FARC, se fundó la Unión Patriótica (UP). Desde su comienzo, los miembros
de la UP fueron sometidos a un verdadero exterminio, en parte por
paramilitares nacidos al amparo del mismo Estado y que contaron con el
beneplácito de militares, políticos y empresarios.
[42]
El relativamente mayor apoyo europeo a Betancur provino, de algún modo,
de los líderes socialistas en el poder en España y Francia.
[43]
La política de Colombia hacia América Central, en particular en el
ámbito de Naciones Unidas, se analiza en Juan Camilo Rodríguez Gómez,
Liderazgo y autonomía:
Colombia en el consejo de seguridad de las Naciones Unidas, 1989-1990,
Santafé de Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 1993.
[44]
Al evaluar una década de los informes anuales del Departamento de Estado
de Estados Unidos sobre las votaciones en Naciones Unidas se detectan
datos interesantes que muestran que el gobierno del Presidente Barco fue
mucho menos alineado que el del Presidente Betancur en su relación con
Estados Unidos en los temas políticos.
Véanse, los distintos informes desde 1986 hasta 1990 del US Department
of State, Report to Congress
on Voting Practices in the United Nations, Washington D. C.: US
Government Printing Office.
[45]
Como consecuencia del mejoramiento de las relaciones entre Colombia y
Cuba, los dos países firmaron en Barranquilla el 12 de diciembre de
1988, un Acuerdo de Alcance Parcial por el cual ambas partes buscaban
incrementar el intercambio comercial mediante el otorgamiento de
preferencias recíprocas. Véase, Julio Londoño Paredes,
Memoria al Congreso Nacional,
1988-1989, Bogotá: Imprenta Nacional de Colombia, 1989, p.320.
[46]
Véase, Juan Gabriel Tokatlian, “La política exterior del gobierno del
presidente Virgilio Barco: En busca de la autonomía perdida”, en Malcolm
Deas y Carlos Ossa (coords.),
El gobierno Barco: Política, economía y desarrollo social, 1986-1990,
Santafé de Bogotá: 1994.
[47]
El relativamente mayor apoyo europeo a Barco provino, de algún modo, de
los líderes conservadores en el poder en Gran Bretaña y Alemania.
[48]
Véase, Juan Gabriel Tokatlian,
La política exterior de Colombia...op. cit.
[49]
Véase, Juan Gabriel Tokatlian,
Drogas, dilemas y dogmas: Estados Unidos y la narcocriminalidad
organizada en Colombia, Santafé de Bogotá: Centro de Estudios
Internacionales, Universidad de los Andes/Tercer Mundo Editores, 1995.
[50]
Según Salinas, “desde 1989 Colombia pasó a ser el mayor receptor de
asistencia militar estadounidense en las Américas”. Véase, Carlos M.
Salinas, “Colombia”, en
Foreign Policy In Focus, Vol. 2, No. 49, Noviembre 1997.
[51]
Véase, Luis Jorge Garay Salamanca,
op. cit.
[52]
Las palabras del Presidente George Bush evidenciaban el claro respaldo
de Washington a Bogotá durante la parte final de la administración del
Presidente Barco, así como el alto valor de Colombia para Estados Unidos
en esa coyuntura.
En efecto, con ocasión de la alocución nacional más importante de su
gestión en materia de drogas, el presidente estadounidense dijo el 5 de
Septiembre de 1989: "All of us
agree that the gravest domestic threat facing our nation is
drugs...Tonight, I am announcing a strategy that reflects the
coordinated, cooperative commitment of all Federal agencies...I'm
proposing more than double Federal assistance to state and local law
enforcement...We need more prisons, more jails, more courts, more
prosecutors...The second element of our strategy looks beyond our
borders...You and I agree with the courageous President of Colombia,
Virgilio Barco, who said that if Americans use cocaine, then Americans
are paying for murder...We have a responsibility not to leave our brave
friends in Colombia to fight alone...Colombia has already arrested
suppliers, seized tons of cocaine and confiscated palatial homes of drug
lords. But Colombia faces a long, uphill battle, so we must be ready to
do more...I spoke with President Barco last week, and we hope to meet
with the leaders of affected countries in an unprecedented drug summit,
all to coordinate an inter-American strategy against the cartels...The
third part of our strategy concerns drug treatment...Fourth, we must
stop illegal drug use before it starts...These are the most important
elements in our strategy to fight drugs...This is the toughest domestic
challenge we've faced in decades...If we fight this war as a divided
nation, then the war is lost. But, if we faced this evil as a nation
united, this will be nothing but a handful of useless chemicals.
Victory. Victory over drugs is our cause, a just cause, and with your
help, we are going to win".
Véase, The New York Times,
6 de Septiembre de 1989. Desde aquel momento, ningún otro presidente
colombiano ha recibido ese nivel expreso y público de apoyo.
[53]
En 1993 se inició el diálogo entre el gobierno y la CRS que concluyó el
9 de abril de 1994 con un acuerdo final de desmovilización de este grupo
armado. En mayo de 1994, el gobierno firmó otros dos acuerdos con las
distintas Milicias Urbanas de Medellín, por un lado, y con un frente
disidente del EPL.
[54]
Aunque no fue la expresión usada por el Presidente Gaviria, la noción
que prevaleció en la opinión pública acerca de esa ofensiva militar
contra los grupos armados fue la de “guerra integral”. Por su parte, el
Ministro de Defensa, Rafael Pardo, afirmó el 14 de marzo de 1993 que
“luego de 18 meses, el gobierno volverá a la mesa de negociaciones con
una guerrilla (la CGSB) sustancialmente golpeada por la acción decidida
de la fuerza pública”. Véase, Rafael Pardo Rueda,
De primera mano. Colombia
1986-1994: Entre conflictos y esperanzas, Santafé de Bogotá:
CEREC/Editorial Norma, 1996, p. 382.
[55]
En 1994, el gobierno logró la presidencia para Colombia de los NOAL,
algo difícil de obtener si la diplomacia del país hubiese sido vista
como beligerante a favor de una salida de fuerza al conflicto armado.
Gaviria, como sus antecesores
más inmediatos, reconocía el vínculo política internacional/paz
nacional. Por ejemplo, el 16 de agosto de 1991, en el marco de la
instalación del “II Encuentro por la Paz y la Integración”, Gaviria
dijo: “no puedo abandonar este tema sin recordar la afirmación de Galán
cuando decía que la política internacional debe ser plenamente coherente
con los intereses de la paz interna. Es decir, la política internacional
debe apoyar y reflejar la búsqueda de soluciones pacíficas, la voluntad
de resolver los conflictos mediante el diálogo, el respeto al
pluralismo, la defensa de los derechos fundamentales, el compromiso con
los valores y principios de la democracia. Es por ello que nuestra
política internacional va de la mano con nuestra política interna. La
paz no es posible si lo que predicamos adentro lo traicionamos por
afuera”. Véase, César Gaviria Trujillo,
Política internacional:
Discursos, Santafé de Bogotá: Imprenta Nacional de Colombia,
1992, pp. 272-273. El 20 de julio de 1993, en su informe al Congreso,
Gaviria indicó: “la política exterior colombiana también se ha diseñado
para promover y recoger los objetivos más relevantes de la política
doméstica, como son la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo...la
búsqueda de la paz y el fortalecimiento de la democracia participativa.
El ´revolcón´ en la estrategia internacional del país busca hacer de
Colombia un protagonista y un interlocutor de los cambios que están
ocurriendo en el mundo y en la región, y no un simple espectador del
emergente nuevo orden internacional...La política exterior del gobierno
también busca fortalecer la autonomía y el poder negociador del país en
el manejo de sus relaciones exteriores, especialmente en los temas más
sensibles e incrementar el perfil de Colombia”. Véase, César Gaviria
Trujillo, Informe al Congreso,
Santafé de Bogotá: Imprenta Nacional de Colombia, 1993, pp. 43-44.
[57]
En torno a las negociaciones en Caracas y Tlaxcala véanse, Ricardo
García Durán, De la Uribe a
Tlaxcala, Santafé de Bogotá: CINEP, 1992 y Jesús Antonio
Bejarano, Una agenda para la
paz, Santafé de Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1995.
[58]
Debido a la expansión en el país de organizaciones de traficantes
que combinaban gran violencia e ilicitud incontrolada, para algunos
especialistas "Colombia" o "colombianización" se volvieron términos para
calificar despectivamente fenómenos criminales. Por ejemplo, una de las
mayores autoridades en drogas y terrorismo, Alison Jamieson, describió
el proceso de colombianization
de la mafia italiana. Así, la Camorra, la Cosa Nostra y la `Ndrangheta
son más sangrientas y asertivas por la "colombianización" que las ha
comenzado a caracterizar durante finales de los ochenta y principios de
los noventa. Para el editor del “Low Intensity Conflict and Law
Enforcement”, Graham
[59]
En el plano financiero, nuevamente Washington fue muy importante para el
logro del crédito Hércules de
US$ 1.775 millones de dólares para el período 1991-1994. Véase, Luis
Jorge Garay, Alfredo Angulo Sanabria y Claudia Cano Silva,
op. cit.
[60]
En el prólogo de un texto que recoge un balance de su política
internacional, el Presidente Samper destacó que “la internacionalización
de la búsqueda de la paz es uno de los caminos a los que el gobierno
nacional ha recurrido con gran confianza”. Véase, Ernesto Samper Pizano,
Escritos. Política
internacional, 1994-1998, Santafé de Bogotá: Renacimiento S.A.,
1998, p. 18.
[61]
Véase, Gustavo Gallón, “Diplomacia y derechos humanos: Entre la
inserción y el aislamiento”, en Socorro Ramírez y Luis Alberto Restrepo
(coords.), Colombia: Entre la
inserción y el aislamiento. La política exterior colombiana en los años
noventa, Santafé de Bogotá: Instituto de Estudios Políticos y
Relaciones Internacionales, Universidad Nacional/Siglo del Hombre
Editores, 1997, pp. 220-224.
[62]
El ELN, sin embargo, se mostró más abierto a la dimensión internacional
de los contactos y acercamientos, por lo menos en términos de buenos
oficios iniciales, tal como lo corroboró el encuentro de este grupo
armado con voceros de la sociedad civil colombiana en Maguncia, Alemania
hacia el final del gobierno Samper.
[63]
A tal punto viró la postura de Samper que en 1996 se afirmaba que, “con
el cartel de Cali desarticulado...lo que queda ahora es un número de
antiguos dirigentes medios que, en varias regiones, han formalizado
alianzas con algunos grupos guerrilleros”. Esto, según el ejecutivo, ha
dado lugar a la configuración de la “narcoguerrilla”. Véase, al respecto
la sección titulada “La lucha contra los carteles y las narcoguerrillas”
en Presidencia de la República,
La lucha contra las drogas ilícitas. 1996, un año de
grandes progresos,
Santafé de Bogotá: Presidencia de la República, 1997, pp. 24-25. Ese
mismo año en su alocución ante la ONU, el Presidente Samper inició su
presentación afirmando: “En Colombia estamos librando, desde hace varios
años, una dura batalla contra el narcotráfico...Precisamente, la semana
pasada fueron abatidos el Sur del país, por guerrilleros involucrados en
la defensa de intereses del narcotráfico, más de cincuenta soldados del
ejército colombiano que estaban destruyendo cultivos ilícitos y
laboratorios de procesamiento de cocaína en la región selvática”.
Ernesto Samper Pizano, “Hacia una agenda mundial contra las drogas”
(Mimeo, New York, 23 de Septiembre de 1996, pp. 5-6).
[64]
Esta definición es de Peter Lupsha y el fenómeno se debate en Max G.
Manwaring (ed.), Gray Area
Phenomena. Confronting the New World Disorder, Boulder: Westview
Press, 1993.
[65]
Por ejemplo, ¿expresaba el gobierno colombiano, con su intención de
tender puentes con la guerrilla, una política aislada y circunstancial
del ejecutivo o una política de Estado de carácter estratégico? ¿estaba
dirigido ese interés por involucrar actores externos a brindarle oxígeno
internacional a una administración fuertemente cuestionada por Estados
Unidos o a presionar a la guerrilla a través de algunos gobiernos? ¿para
qué se necesitaban los buenos oficios? ¿para mantener la comunicación
entre contra-partes enfrentadas, para abrir espacios a fórmulas
potenciales de mediación futura, para debilitar el mensaje de la
guerrilla en los sitios donde desplegaba su propia diplomacia contra el
Estado colombiano?
Denomino “diplomacia
disciplinaria” a la combinación de diplomacia coercitiva y diplomacia
del chantaje utilizadas por Estados Unidos hacia Colombia durante el
gobierno del Presidente Samper. Sobre la diferencia entre diplomacia
coercitiva y diplomacia del chantaje véase, Alexander L. George,
“Coercive Diplomacy: Definition and Characteristics”, en Alexander L.
Geoge y William E. Simons (eds.),
The Limits of Coercive
Diplomacy, Boulder: Westview Press, 1994.
El
tema de la condicionalidad en las relaciones internacionales es una
cuestión que surge con mayor fuerza con el proceso de globalización en
la pos-Guerra Fría. De modo sintético, la condicionalidad en la política
contemporánea expresa una situación de dependencia: un conjunto de
actores--Estados, agentes no gubernamentales, instancias
multinacionales, etc.--con grandes atributos de poder hace que otro
conjunto de actores estatales y sociales con menores o escasos recursos
de poder dependa de una serie de condiciones para asegurar su
integración (o no exclusión) a un esquema mundial homogéneo en lo
político (en cuanto al Estado y la democracia) y lo económico (en cuanto
al mercado y al capitalismo). El tema de las drogas psicoactivas
ilícitas ha sido también objeto de una política de condicionalidad. En
este sentido, el mayor condicionamiento proviene de la legislación
antinarcóticos de Estados Unidos y se patentiza en el instrumento de la
certificación. Washington pretende, a través de la imposición
internacional de su legislación interna antidrogas, disciplinar a los
países productores/procesadores/traficantes de narcóticos. Independiente
del amplio abanico de opciones económicas y militares de sanción y
retaliación que posee, Estados Unidos dispone en su legislación
antinarcóticos de un vasto instrumental para apremiar, chantajear o
estrangular a los países que hacen parte de la red mundial del fenómeno
de las drogas ilícitas. Con base en el
Immigration and Nationality Act
de 1952 y el
State Department Basic
Authorities Act de 1956, el Departamento de Estado puede denegar
o retirar visas de entrada a Estados Unidos en razón de infracciones o
delitos ligados al asunto de los narcóticos. Además, el
Trade Act de 1974
establece la no concesión de beneficios comerciales por parte del
mandatario estadounidense si un país no coopera con Washington. A su
vez, en el marco del
Caribbean Basin
Economic Recovery Act de
1981--la llamada Iniciativa de la Cuenca del Caribe de principios de los
ochenta--el presidente de Estados Unidos puede negar ventajas
comerciales a aquellos países beneficiados por la ley que no cooperen
con Estados Unidos en materia de lucha antidrogas. Asimismo, el
Aviation Drug Trafficking Control
Act de 1984 le otorga al Departamento de Transporte el poder de
suspender o revocar certificados de ingreso a Estados Unidos a companías
aéreas. El proceso de certificación anual se inscribe entonces en ese
marco coercitivo de tratamiento a las naciones afectadas por el negocio
ilegal de los narcóticos. Cuando ese instrumento de evaluación de los
países se instauró en 1986, el prohibicionismo estadounidense en materia
de drogas alcanzaba una de sus manifestaciones más vehementes en cuatro
décadas. Hasta 1994, Washington evaluaba la labor antidrogas de un país
con base en criterios relativamente empíricos. Se certificaba o
decertificaba la cooperación de acuerdo con el número de hectáreas
erradicadas, la cantidad de laboratorios destruidos, el total de
personas encarceladas, etc. Desde 1995, se incluyó el criterio de nivel
de narcocorrupción para analizar el compromiso de un país contra las
drogas. Esto significó la inclusión de pautas más subjetivas y
caprichosas de evaluación a las ya existentes. De acuerdo al proceso
certificatorio, las consecuencias de un juicio desfavorable de Estados
Unidos son múltiples. Diferentes enmiendas incorporadas durante los
noventa al
Foreign Assistance Act
de 1961 y, durante los ochenta, a la
Narcotics Control Trade
Act de 1974 precisan los
alcances del proceso de certificación. De modo obligatorio, el ejecutivo
debe suspender la asistencia externa a un país decertificado, con
excepción de la ayuda relacionada a razones humanitarias y/o a la lucha
antinarcóticos. A su vez, los inversionistas estadounidenses pierden el
otorgamiento de garantías de la
Overseas Private
Investment Corporation (OPIC)
en cuanto al país afectado por la decertificación. Paralelamente, el
EXIMBANK de Estados Unidos
deja de financiar operaciones de exportación al país sancionado.
Asimismo, la nación sancionada se ve privada de algunos mecanismos
estadounidenses de financiación en el terreno militar, sea ello para
material bélico, para cursos especiales, etc. Adicionalmente, los
delegados estadounidenses ante la banca de crédito multilateral (Banco
Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo, etc.) deben votar
negativamente la solicitud de crédito de un país decertificado. Esto
último no implica el inmediato rechazo del crédito ya que el voto
contrario de Estados Unidos en esas instancias no significa un veto
total debido a que el peso relativo de su participación en esas
entidades no es suficiente para que su decisión solitaria afecte la
provisión de los recursos. Finalmente, según el
Crime Control Act de
1990, una nación decertificada no puede recibir los bienes o dineros
obtenidos a través de confiscaciones realizadas en Estados Unidos con
base en información proveída desde el exterior. En términos
discrecionales, el ejecutivo puede retirarle a una nación decertificada
los beneficios derivados del Sistema Generalizado de Preferencias y, en
el caso de Colombia, Perú, Bolivia y Ecuador, las preferencias
comerciales brindadas por el
Andean Trade
Preference Act de 1991.
En forma concomitante, Washington puede incrementar el arancel ciertos
productos de un país sancionado con un nivel de 50 % del valor de
determinadas exportaciones. A su vez, una nación decertificada puede
verse afectada por el retiro de su cuota de venta de azúcar a Estados
Unidos. Adicionalmente, el ejecutivo puede suspender el transporte aéreo
del país descertificado hacia Estados Unidos. Por último, Washington
puede retirar su personal y sus recursos de los acuerdos para
pre-autorización aduanera de visitantes de la nación decertificada. Las
categorías del proceso de certificación son tres: la “certificación
plena” (aprobación por el esfuerzo de clara cooperación con Estados
Unidos), la “decertificación” (sanción por no cooperar), y la
“certificación por interés vital nacional” (especie de
semi-decertificación dado que el país evaluado no coopera
suficientemente pero, por razones excepcionales, Washington no quiere
aplicar sanciones inmediatas). Entre 1986 y 1994, Colombia recibió la
certificación plena. Durante el gobierno de Samper, el país recibió dos
decertificaciones (1996 y 1997) y dos certificaciones por interés vital
(1995 y 1998).
Según
algunos autores identificados con el realismo estructural (por ejemplo,
Mearsheimer), como consecuencia del predominio de la anarquía en la
política mundial, son las ganancias relativas de un Estado más que las
absolutas las que cuentan en
las relaciones internacionales Por ende, la preservación y
ampliación del poder de un Estado se mide en términos comparativos. En
ese sentido el panorama para Colombia se fue tornando más sombrío. En
términos comerciales, financieros, políticos y diplomáticos, países como
Argentina, Brasil, Chile, México y Venezuela incrementaron mucho más que
Colombia su posición e influencia en el ámbito hemisférico en el último
cuatrienio. Sobre el tema de las “relative
gains” en las relaciones internacionales véase, en particular, John
J. Mearsheimer, “Back to the Future: Instability in Europe After the
Cold War”, en International
Security, Vol. 15, No. 1, Verano 1990.
[69]
El legado de la administración Samper a la democracia colombiana fue
deplorable. Se desplomó el frágil imperio de la ley que parecía existir,
las libertades y derechos básicos quedaron más desprotegidos que nunca,
y la separación de poderes se tornó cada vez más imaginaria. Elementos
concurrentes para alcanzar una democracia liberal, como son la rendición
de cuentas y la responsabilidad política de los altos funcionarios, la
ética pública, el manejo transparente de los bienes sociales comunes, el
respeto por la autonomía de la sociedad civil, la vigencia plena de los
derechos humanos, entre otros, se erosionaron de manera palmaria. En
breve, la gobernabilidad democrática interna quedó al borde del abismo.
La identificación de Colombia como una democracia iliberal tiene, a su
vez, efectos externos porque hace al país más vulnerable frente a
contra-partes más poderosos que tienden a imponer al Estado y la
sociedad la agenda sobre derechos humanos, corrupción, seguridad,
justicia, etc. Más aún, aquella identificación podría aclimatar la
percepción de que Colombia es una democracia de fachada que está perdida
en su propio laberinto y que, por lo tanto, es indispensable una acción
intensa y categórica—incluso, de fuerza--desde el exterior para evitar
un desmoronamiento total de las instituciones.
[70]
Para una evaluación crítica del primer año de la diplomacia por la paz
(agosto 1998-agosto1999) del Presidente Pastrana véase, Leonardo
Carvajal
[71]
Durante las elecciones presidenciales de 1998 en Colombia, los
candidatos con más opción de triunfo evitaron proponer y eluden discutir
ciertos temas fundamentales, tal el caso de las relaciones
internacionales. En la que muy posiblemente fue la contienda más
importante de las últimas décadas, ni Horacio Serpa ni Andrés Pastrana
ni Noemí Sanín se pronunciaron sobre la inserción mundial de Colombia en
este fin de siglo, sobre la estrategia externa del país en medio de un
escenario interno crítico y de un contexto hemisférico desfavorable ni
sobre los medios y recursos de política exterior que utilizarían para
superar el debilitamiento institucional de la Cancillería en el manejo
de los vínculos externos. Nunca antes, desde la pérdida de Panamá, el
tópico internacional había sido tan prioritario para Colombia; un país
cada vez más vulnerable y dependiente. Jamás durante la Guerra Fría las
relaciones internacionales fueron tan gravitantes como en 1998 para la
seguridad nacional, la integridad territorial, el bienestar material y
la preservación cultural del país. Sin embargo, las campañas
presidenciales mantuvieron un llamativo silencio. Como la experiencia lo
había demostrado, el costo de esta situación podría ser enorme. En
efecto, el tema ausente en la pugna presidencial de 1994 entre Samper y
Pastrana fue el narcotráfico. Tanto observadores y analistas extranjeros
como entidades y gobiernos en el exterior se asombraron en aquel momento
de que los candidatos no hablaran de drogas y de que los colombianos no
les exigieran fijar sus posiciones al respecto. La penetración del
narcotráfico en la vida política, económica y social era evidente pero
ni Samper ni Pastrana debatían sobre ello. A su vez, las pruebas sobre
el financiamiento del narcotráfico de las campañas de aquel año para el
legislativo y el ejecutivo eran notorias, pero la narcocorrupción no era
un asunto de controversia electoral. El resultado fue que la comunidad
internacional, en particular en Estados Unidos, tuvo la sensación de que
Colombia estaba tomada por el narcotráfico y de que el país iba a
convertirse en un desertor en la lucha antinarcóticos. De allí en más,
Washington lanzó una diplomacia coercitiva sobre el gobierno Samper; con
lo cual logró todo tipo de concesiones en el combate contra las drogas.
Hacia el futuro inmediato, al país le puede pasar con el tema
internacional algo similar a lo que le aconteció en 1994. Como a casi
nadie le preocupa ese tópico y como ni la clase política ni el
establecimiento económico parecen tener idea hacia dónde y cómo
reorientar la diplomacia colombiana, las contra-partes del país perciben
que tienen un vasto campo para avanzar sus propios intereses e incidir
en los asuntos internos de Colombia. Las conjeturas sobre acciones de
fuerza desde el exterior y las especulaciones sobre una cercana
intromisión de varias naciones en el destino del país, resultan de la
pasividad de la opinión pública ante eventualidades de ese tipo. El
silencio del gobierno y de la oposición en materia internacional
refuerza aún más la idea en el extranjero de que Colombia puede ser
intervenida con cualquier pretexto a un relativo bajo costo político en
el ámbito regional y mundial.
[72]
Véase, Andrés Pastrana, “Una política de paz para el cambio” (Mimeo,
Santafé de Bogotá, 8 de Junio de 1998, pp. 12-17).
[73]
Andrés Pastrana, “Intervención del Presidente de Colombia, Andrés
Pastrana Arango, en la sesión plenaria de la asamblea general de las
Naciones Unidas” (Mimeo, New York, 23 de Septiembre de 1998, pp. 6-7).
[74]
Según el Canciller Fernández de Soto, “el gobierno parte de la base de
que la mejor política internacional consiste en una adecuada y efectiva
política interna. Una política que asuma sin dilaciones el desafío de
superar los grandes problemas del país, de construir una nueva sociedad
y de consolidar una democracia real”. Véase, “Conferencia sobre los
lineamientos prioritarios de la política exterior colombiana, dictada en
el diario ‘El Colombiano’ de Medellín por el Ministro de Relaciones
Exteriores, Guillermo Fernández de Soto”, en Ministerio de Relaciones
Exteriores, La política
exterior de Colombia, Santafé de Bogotá: Imprenta Nacional de
Colombia, 1999, p. 87.
[75]
Ministerio de Relaciones Exteriores,
Diplomacia por la paz,
Santafé de Bogotá: Imprenta Nacional de Colombia, 1998, p. 10.
[76]
¿Refleja esta política un alto grado de unanimidad en Estados Unidos
frente a Colombia? No, todavía no se detecta una postura homogénea
definitiva en el Estado ni entre los actores sociales. A pesar de la
importancia burocrática alcanzada por los sectores más duros vinculados
a las agencias de seguridad e inteligencia, aún se observan grupos
moderados y varias cabezas frías. Por otro lado, los republicanos del
Congreso influyen pero no determinan el rumbo de la estrategia hacia
Colombia. En la academia, entre muchos observadores informados, en todas
las organizaciones no gubernamentales ligadas al tema de los derechos
humanos y en algunos medios de comunicación se rechaza una actitud
hostil y torpe frente a Bogotá. ¿Se orienta esta política a ablandar a
la opinión pública colombiana frente a un hipotético uso de la fuerza
por parte de Washington? Sí, el mensaje es idéntico para los civiles y
los militares, para la derecha y la izquierda: anular la posibilidad de
reacción y garantizar la gradual aceptación de un mayor
intervencionismo. Mientras tanto, en Latinoamérica, mediante señales,
incentivos y presiones se va incrementando la sensación de que una
creciente injerencia en Colombia podría ser un fenómeno irreversible.
¿Implica esta política que Estados Unidos intentará restaurar el poder
del establecimiento y asegurar una cruzada anticomunista en el país?
Dudoso: primero, defender a ultranza una elite que ya perdió la
dirección hegemónica de Colombia sólo podría profundizar todavía más el
conflicto armado actual. Segundo, en la pos-Guerra Fría, Washington no
siempre ha intervenido para facilitar el triunfo del establecimiento
tradicional y de derecha. Tercero, Estados Unidos, como superpotencia,
no apuesta a una única baraja en una situación crítica y, por lo
general, prefiere la estabilidad a largo plazo. ¿Conducirá esta política
a un intervencionismo unilateral de Estados Unidos en Colombia?
Improbable. Estados Unidos no enviará sus soldados a combatir en
Colombia con lo cual, al
menos en el corto y mediano plazos, la intervención directa está
descartada. Por el momento, se incrementará la intervención indirecta
mediante más asistencia militar de diverso tipo. De llegar a una acción
concreta, Washington optará, quizás, por un mecanismo multinacional de
intromisión en la guerra colombiana.
[77]
Véase, Michael Shifter, “The United States and Colombia; Partners in
Ambiguity”, en Current
History, Vol. 99, No. 634, Febrero 2000.
[78]
En el ámbito hemisférico Colombia es hoy el país más visible por la
dimensión de su crisis interna y externa. La elite colombiana, sin
embargo, no parece estar al tanto de la transformación operada en la
percepción continental del país. Aún perciben el lugar de Colombia en la
región como en las décadas de los sesenta, del setenta y parte de los
ochenta, cuando el país era un aliado firme de Estados Unidos, cuando
era identificado por Latinoamérica y por extensos segmentos de la
comunidad internacional como un luchador heroico en el combate a las
drogas ilegales, cuando era referente democrático para sus vecinos en
particular y para Sudamérica en general, cuando ayudaba a las
alternativas negociadas en Centroamérica y el Caribe, y cuando sus
índices de corrupción y violación de los derechos humanos eran
inferiores a los promedios del hemisferio. Sin embargo, para sus pares
más inmediatos, y aún para los distantes en Latinoamérica, Colombia se
ha convertido en los noventa en exportador de inseguridad, fuente de
ingobernabilidad y eventual peligro. El panorama es dramático:
desplazados, paramilitares y guerrilleros colombianos en Panamá,
insurgentes y narcotraficantes nacionales cruzando la frontera con
Venezuela, utilización del territorio ecuatoriano y peruano como
santuario temporal para la insurgencia armada y espacio de expansión del
paramilitarismo y el narcotráfico. Inclusive para Brasil, el caso
colombiano parece resultar cada día más preocupante. De hecho, desde
Canadá hasta Argentina, el caso colombiano es visto hoy con mucha
preocupación y sentido de urgencia.
[79]
Véase, Juan Gabriel Tokatlian, “Acerca de la dimensión internacional de
la guerra y de la paz en Colombia: Conjeturas sobre un futuro incierto”,
en Francisco Leal Buitrago (ed.),
Los laberintos de la guerra:
Utopías e incertidumbres sobre la paz, Santafé de Bogotá:
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes/Tercer Mundo
Editores, 1999.
La idea, de cuño estadounidense, de que el futuro de Colombia afecta la
seguridad hemisférica y regional ha ganado credibilidad en las Américas,
pero carece por el momento de legitimidad en términos de un consenso
notorio acerca de cómo y cuándo abordarlo como tal.
[80]
El 11 de enero de 2000, la Casa Blanca presentó un paquete de asistencia
en materia de seguridad de US$ 1.574 millones de dólares para Colombia
para los años fiscales 2000 y 2001.
El supuesto que guía el
establecimiento de este principio en el plano internacional, es
semejante al que motiva a Palacios: para él “el principal problema
político de Colombia no es encontrar la paz sino construir la
democracia. El conflicto armado es un síntoma, entre muchos otros, de la
carencia de una institucionalidad democrática”. Véase, Marco Palacios,
“Agenda para la democracia y negociación con las guerrillas”, en
Francisco Leal Buitrago (ed.),
op.cit.
Véase, Cathryn L. Thorup,
“Diplomacia ciudadana, redes y coaliciones trasfronterizas en América
del norte: Nuevos diseños organizativos”, en
Foro Internacional,
Vol. XXXV, No. 2, Abril-Junio 1995, p. 156.