Drogas ilícitas, crimen transnacional y gobernabilidad local en el mundo globalizado

 

Bernardo PÉREZ SALAZAR*

 

El régimen de drogas prohibicionista

La Convención Única sobre Drogas Narcóticas de 1961 cumplió 4 décadas de vigencia hace pocos años. En su momento fue presentada como un consenso internacional para reemplazar numerosos tratados vigentes hasta entonces con un sistema universal de control del cultivo, manufactura, exportación, importación, distribución, comercio y posesión de sustancias psicoactivas que tenían en común el hecho de provenir de plantas útiles de uso extendido en las antiguas colonias europeas. Por eso la Convención se ocupó de sustancias como los derivados opiáceos provenientes de la amapola (Papaver rhoeas), extensamente cultivada en la India e Indonesia bajo las administraciones coloniales de Inglaterra y Francia, la cocaína proveniente de la coca (Erythroxylum coca) cultivada ancestralmente en los países andinos de América del Sur desde tiempos precolombinos, y el hachísh y la mariguana proveniente del cáñamo índico (Canabis sativa) que los españoles y británicos intentaron introducir sin mucho éxito en la Nueva Granada, Nueva España y Jamaica, y cuyo consumo tradicional en Marruecos y Tunicia fue regulado y explotado fiscalmente por las autoridades coloniales francesas[1]

 

Llama la atención que aun cuando la Convención de 1961 contempla más de 100 sustancias provenientes de plantas útiles distribuidas en cuatro listas, cada una bajo un régimen de control distinto, sustancias comparables de uso extendido en Occidente como el alcohol, el tabaco y los fármacos psicotrópicos lograron evadir estas listas. Diez años más tarde, en 1971, la Convención sobre Sustancias Psicotrópicas propuso controlar el “uso licito” de sustancias sintéticas como las anfetaminas, LSD, «ecstasy», valium, entre otras, pero no su manufactura, exportación, importación, distribución, comercio o posesión. Dada la sobrecogedora presencia de los intereses de las farmacéuticas norteamericanas y europeas en las negociaciones la Convención de 1971, los controles establecidos resultaron mucho más laxos que los contemplados en la Convención de 1961 y quedaron restringidos a garantizar la disponibilidad de estas sustancias para uso médico y científico con algunas medidas destinadas a prevenir su “desvío hacia canales ilícitos”.

 

Los efectos de la Convención de 1961 han sido duraderos. Entre ellos cabe destacar el acuñamiento impreciso y difundido del término “narcótico” para referir a una variedad disímil de sustancias que actúan sobre la función psíquica de modo diverso. Los narcóticos propiamente son aquellas sustancias que producen sopor, relajación muscular y embotamiento de la sensibilidad, como es el caso del cloroformo, el opio y la belladona, entre otros. La cocaína,  el hachís y la mariguana pertenecen a otro género de sustancias excitantes que producen euforia y alucinaciones sensoriales. Este protuberante equívoco de léxico consignado en el título mismo de la Convención de 1961 es emblemático de la precaria comprensión científica y técnica que desde entonces ha permeado las deliberaciones en torno al control de estas sustancias y sus efectos sobre la salud y el bienestar humanos.

 

Otra característica de la Convención de 1961 que ha perdurado desde su entrada en vigencia es su enfoque prohibicionista, también emblemático de la atmósfera moralizante que predominó durante los años 50 y 60, cuando tuvo lugar el grueso del proceso de descolonización del mundo por parte de las potencias europeas. Si bien para entonces la noción de “racismo” había adquirido una connotación negativa en el escenario mundial a raíz de la reciente experiencia catastrófica con el nazismo, el prohibicionismo como estrategia para controlar precisamente aquellas sustancias psicoactivas provenientes del mundo colonizado deja entrever una asociación prejuiciada entre el uso de estas sustancias y ciertas características pre-modernas de los pueblo del mundo no occidental, que en ciertos círculos “higienistas” fueron calificadas como obstáculos “morales” para su desarrollo. Jeremías Repizo Cabrera, un joven médico de la Universidad Nacional de Colombia, refiere el problema de los mascadores de coca en el Huila en una publicación del Ministerio de Higiene de 1947, en los siguientes términos:

“…Por lo común, los hijos de los viejos masticadores son idiotas y degenerados. Son una pesada carga para el Estado. Fácilmente sugestionables, se les induce sin dificultad a la comisión de crímenes espantosos. Su moral es la fuerza del instinto. Si no tienen coca, ni dinero para conseguirla, hurtan roban, hacen cosas increíbles para conseguirla… Y por sobre todas las cosas, [el indígena] es mentiroso. Torpemente, estúpidamente mentiroso. La idiotez es su patrimonio común”[2]

Pero quizás el efecto más visible y duradero desde la entrada en vigencia de la Convención de 1961 ha sido el crecimiento continuado del tráfico internacional de sustancias prohibidas. Desde cuando entró en vigencia, la Convención quedó amarrada al compromiso de eliminar la demanda de derivados opiáceos en un plazo de 15 años y de cocaína en un plazo de 25 años. Sin embargo en 1999, casi 40 años después, el Informe Mundial de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas estimaba que el tráfico mundial del drogas ilícitas anualmente era del orden de US$400 millardos, una magnitud semejante al tamaño de la economía española y equiparable a cerca del 8% del valor del comercio mundial registrado anualmente.

 

El crecimiento del tráfico internacional de drogas ilícitas tampoco se alteró con la suscripción de la Convención sobre Tráfico Ilícito de Drogas Narcóticas y Sustancias Psicotrópicas en 1988, cuyo propósito  fue integrar medidas más comprehensivas para combatir el tráfico de drogas, entre ellas, controlar el lavado de dinero y la desviación de precursores químicos utilizados para manufacturar drogas ilícitas. Además, la nueva Convención contempló acuerdos de asistencia legal mutua e incrementó el nivel de exigencia de las obligaciones contraídas por los países en la aplicación de sanciones penales para combatir todos los aspectos de la producción, posesión y tráfico de drogas[3]. Pero aún con la nueva Convención, y a pesar de que a lo largo de los años 90 los EE.UU. incrementó constantemente el gasto destinado a la “guerra contra las drogas” hasta llegar a su nivel presente del orden entre los US$ 35–40 millardos por año, el precio promedio por gramo al detal de cocaína en los EE.UU. entre 1990 y 2000 bajó de US$ 152 a US$ 112[4].

 

Por su parte, un informe reciente de la Oficina de las Naciones Unidas sobre Drogas y Crimen acerca de las tendencias globales del las drogas en el mundo, señala que si bien hay un estancamiento en el consumo de cocaína y heroína en los mercados de EE.UU.  y Europa, hay un visible incremento en el consumo de heroína de Asia Central y Rusia, al igual que de cocaína en América Latina. El informe señala preocupación por un constante incremento en el consumo de mariguana y hachísh en todo el mundo, pero la mayor consternación la constituye un renovado crecimiento en el consumo de drogas sintéticas como las anfetaminas y «ecstasy»[5]. El consumo de estas sustancias tuvo un incremento espectacular durante los años 90 en Europa y EE.UU., país donde entre 1992 y 1997 el número de admisiones a centros de tratamiento por esta causa saltó de  20.000 a 70.000 al año. Después de un período entre 1998 y 1999 en el que se registró una disminución en la incautación de drogas de este género, a partir de 2002 las cantidades volvieron a incrementarse en Europa y particularmente en el sureste asiático, pero sobre todo, en el Extremo Oriente. Según estima la agencia anti-droga de EE.UU., redes de traficantes con base en Birmania­ producen anualmente cerca de 800 millones de dosis de anfetaminas, de las cuales apenas se logró incautar 27 millones en 2000 y 31 millones en 2001[6].

Las organizaciones de crimen transnacional

La otra cara del fenómeno de crecimiento incontrolado del tráfico ilegal de drogas bajo el régimen internacional prohibicionista implantado por las convenciones sobre tráfico de drogas ilegales, es el florecimiento y robustecimiento de organizaciones criminales cada vez más poderosas. Aun desde antes de la entrada en vigencia de la Convención de 1961, los mercados de drogas ilícitas ya eran utilizados para financiar los fondos secretos con los cuales se sostuvieron un sinnúmero de enfrentamientos abiertos entre los aliados regionales de las grandes potencias durante las Guerra Fría, y en los cuales tuvieron origen a muchas de las organizaciones criminales de índole transnacional del presente. Los contrainsurgentes de Tíbet, entrenados por la Agencia Central de Inteligencia de los EE.UU.  –CIA– en los años 50, llegaron a ser los jefes de los imperios de la heroína en el Triangulo de Oro en el sureste asiático y hoy manejan el mercado mundial de anfetaminas. En Miami, Nueva York y Unión City, el contrabando de cocaína financió actividades de  grupos de cubanos anticastristas desde principios de los años 60. En Vietnam y Camboya, la CIA trabajó en muchas oportunidades de la mano con traficantes de opio. En los años 80, la guerra civil en Líbano al igual que la guerra contrainsurgente en Nicaragua fueron financiadas en gran parte a través de rendimientos provenientes del tráfico de drogas ilícitas. La alianza afgano-pakistaní orquestada por la CIA durante la guerra contra la Unión Soviética, también estuvo permeada por traficantes de drogas ilícitas. Aún después del final de la Guerra Fría, el Ejército de Liberación de Kosovo ostentaba nexos cercanos con traficantes de heroína[7].

 

Por eso es significativo que hoy día la misma CIA señale que las organizaciones y redes criminales que controlan la mayor parte de los mercados e ingresos ilegales en el mundo están asentadas en América del Norte, Europa Occidental, China, Colombia, Israel, Japón, México, Nigeria y Rusia, ­y  estime que su actividad continuará en expansión en el mundo durante las primeras décadas del siglo XXI [8].  Se trata de redes criminales transnacionales estructuradas como organizaciones descentralizadas y altamente flexibles, que manejan extensos contactos entre los cuales se incluyen tanto empresas legales y autoridades de gobierno, como redes o anillos criminales locales en numerosas lugares del mundo.

 

Las más sofisticadas entre estas organizaciones transnacionales del crimen exhiben una gran capacidad de gestión empresarial con un nivel superior de especialización a su disposición, por medio de redes de contactos en capacidad de responder con flexibilidad a las oportunidades concretas y las condiciones específicas de cada “negocio”. Así, tienen acceso privilegiado a fuentes de apoyo financiero con disponibilidad inmediata, al igual que una capacidad de respuesta inmediata a nuevas oportunidades que les brindan tasas de retorno muy superiores al promedio, explotando con agilidad diferenciales de precios en ámbitos internacionales, demandas insatisfechas o ventajas de costos derivadas del robo de propiedad física –automóviles, obras de arte, objetos culturales, órganos humanos y material radioactivo enriquecido, entre otros– e intelectual. Circunstancia que permite a estas organizaciones transnacionales fácilmente establecer relaciones con agentes de  la economía legal, y a la vez, hacer uso sistemático de la violencia y la corrupción.

 

En 1995 la Organización de las Naciones Unidas identificó 18 categorías de “delitos transnacionales”, es decir, en cuya concepción y perpetración al igual que en sus efectos directos e indirectos pueden involucrar a más de un país. Estos delitos son:

1) lavado de dinero; 2) actividades terroristas; 3) robo de arte u objetos culturales, 4) robo de propiedad intelectual; 5) tráfico ilícito de armas; 6) secuestro de aeronaves; 7) piratería marítima; 8) fraude a aseguradoras; 9) crímenes por medio de computadoras; 10) crímenes ambientales; 11) trata de personas; 12) tráfico en órganos humanos; 13) narcotráfico; 14) bancarrota fraudulenta; 15) infiltración de negocios legales; 16) corrupción; 17) soborno de funcionarios públicos; y 18) soborno de dignatarios de partidos políticos.

Algunos expertos, entre ellos Alain Labrousse [9] sugieren que esta diversificación en la naturaleza y tipo de actividades por parte de las organizaciones criminales transnacionales a lo largo de los años 90, es la respuesta de ajuste a los violentos embates dirigidos contra los grandes carteles y organizaciones criminales por parte de los cuerpos de represión internacionales y nacionales durante esa década, que llevaron al desmantelamiento o auto-disolución de un gran número de este tipo de organizaciones. 

 

El resultado más ostensible de esta respuesta ha sido el desplazamiento del tráfico de drogas a una infinidad de pequeños grupos de mediana importancia, mientras que las organizaciones criminales de “más alto vuelo” se han dedicado a los “delitos transnacionales”. Los estimativos del monto de dinero lavado en los circuitos financieros internacionales son del orden de entre US$ 800 millardos y US$ 2 billones al año, lo que podría representar entre 2 y 5% del producto bruto anual de la economía mundial. La corrupción administrativa, cuyo costo anual para la economía mundial es del orden de los US$ 500 millardos, sería casi del mismo orden de magnitud que el del tráfico de drogas ilícitas. Rubros “menores” entre los delitos transnacionales incluyen la disposición ilegal de materiales tóxicos y riesgos (US$ 10-12 millardos al año), piratería de propiedad intelectual (US$ 10 millardos), otro tanto en robo de automóviles en EE.UU. y Europa, trata transnacional de personas y tráfico de migrantes (US$ 7 millardos) y el tráfico ilegal de armas (US$ 1 millardo), entre otros [10]

 

En resumen, el surgimiento de estas jugosas oportunidades de lucro ha llevado a sus “operadores” a delegar las actividades criminales más riesgosas a aquellos grupos dispuestos a correr con esos riesgos. En muchos casos, estos grupos son ejércitos privados o insurgentes, que han desarrollado exitosamente estrategias de “guerra asimétrica” para combatir las fuerzas militares convencionales del Estado y controlar territorios estratégicos por fuera del control de gobiernos sujetos a obligaciones convencionales de tipo internacional. Por consiguiente, estos territorios son manejados por estos grupos como santuarios para la producción y transporte de drogas, personas tratadas, residuos tóxicos, mercancías robadas, para la comisión de otros ilícitos como el secuestro, la extorsión, la  apropiación de transferencias de públicas a gobiernos locales, y para la protección de toda suerte de prófugos expuestos a la judicialización en tribunales de terceros países. Por medio del control de estos santuarios, en la práctica estos grupos logran una menor exposición a los riesgos típicamente asociados con la actividad criminal, lo cual los convierte en socios estratégicos para las organizaciones de crimen transnacional.

La gobernabilidad  local en el mundo globalizado

Como se desprende de la anterior combinación de circunstancias –cuyo origen en buena medida se puede rastrear al régimen de drogas prohibicionista como se ha intentado mostrar hasta aquí–, hay un  renacimiento de un fenómeno que había desaparecido hace más de tres siglos: la guerra como negocio lucrativo para empresarios de la violencia. El continuo encarecimiento del aparato militar que tuvo lugar en los albores de la era moderna, con el desarrollo de la artillería, la transformación de la infantería en un cuerpo disciplinado y el incremento en el número de tropas necesarias para articular adecuadamente el uso combinado de infantería, caballería y artillería, determinó que quien no estuviera en capacidad de mantener al paso con estos desarrollos, tuviera que marginarse de la guerra conducida de acuerdo con los principios de “simetría” de las fuerzas en contienda. Por eso a partir de los siglos XVI y XVII el Estado terminó siendo el único actor capaz de correr con los gastos de hacer la guerra[11].

 

 Sin embargo en el mundo globalizado de la pos - Guerra Fría,  las condiciones han variado radicalmente. De acuerdo con las Naciones Unidas, de 550 millones de armas pequeñas y ligeras en circulación hoy en el mundo, sólo el 3%, es decir apenas 18 millones, están en manos de gobiernos y fuerzas militares y de policía regulares. Esta abundancia incontrolada de armas pequeñas y ligeras aunada a la ágil intermediación de organizaciones criminales transnacionales, permite que en el presente los mercados ilegales de armas  abastezcan a costos decrecientes ­–en 1986 un fusil AK 47 en Kolova, en África oriental, costaba 15 cabezas de ganado, mientras que hoy cuesta apenas 4­– a más de una treintena de conflictos armados dispersos a todo lo ancho del mundo: en América Latina (Colombia, Perú, México), Asia (Afganistán, Tadjikistán, Uzbekistán, India [Cachemira y estados del noreste], Irak, Azerbaiján, Armenia, Chechenia, Georgia, Turquía, Birmania, Filipinas), Europa (ex –Yugoslavia, Irlanda, España), y África (Algeria, Sudán, Egipto, Senegal, Guinea- Bissau, Liberia, Sierra Leone, Congo, Congo-Brazzaville, Chad, Uganda, Angola, Somalia, entre otros)[12].

 

Se estima que estos conflictos en su conjunto dejan a diario cerca de 1.000 muertes, en su gran mayoría mujeres y niños civiles. Como es sabido, la mayoría de los objetivos de los grupos armados irregulares  no son militares sino civiles: caseríos y pueblos al igual que símbolos de poder económico –como sucedió el 11 de septiembre  de 2001 en Nueva York– son los principales objetivos de ataque.

 

Así, el mundo globalizado de hoy es testigo del sometimiento de una creciente porción de la humanidad a un nuevo modelo de gobernabilidad local basado en el miedo y la desconfianza. Tristemente las respuestas de las instituciones de gobierno frente a estos, sólo contribuyen a magnificar el miedo y la desconfianza por medio de constantes alertas sobre amenazas inciertas. El miedo y la desconfianza no solamente corroen los lazos y el tejido social en sociedades amenazadas directamente por los empresarios de la violencia dueños de ejércitos privados que ejercen el poder local a su discreción incontrolada en función de intereses particulares. La incertidumbre de que el vecino de al lado sea una “célula durmiente” implantada por organizaciones como Al Qaeda para administrar terror por medio de la acción de individuos dispuestos a inmolarse para causar la muerte y destrucción a su alrededor también corroe el tejido social sobre el cual se construyen y operan las instituciones políticas públicas.

 

Pero hay otra dimensión de la difusión de la desconfianza en la vida social que poco se advierte y cuyas consecuencias son devastadoras. Moisés Naím refiere con preocupación los reducidos presupuestos con los cuales deben operar órganos de policía internacional como la INTERPOL para combatir las organizaciones de crimen transnacional, y señala que tras esta situación reside la desconfianza entre las autoridades de gobierno y de policía de algunos países a la hora de compartir información con gobiernos y cuerpos de policía de otros países. Temen que las redes criminales que están combatiendo ya hayan logrado infiltrar tanto cuerpos de policía como gobiernos en esos países, como es el caso reseñado por Labrousse en relación con el gobierno mexicano bajo las administraciones de De la Madrid, Salinas de Gotari y Zedillo [13].

 

Naím también señala una consecuencia aún más preocupante derivada de esta circunstancia en relación con los modelos de gobernabilidad local en el mundo globalizado del presente: la expansión de regimenes de gobierno democráticos en ámbitos locales descentralizados favorece francamente a las alianzas de organizaciones criminales transnacionales y empresarios de la violencia. Estas alianzas por lo general se encuentran en posición incontestable para manipular la débil institucionalidad de gobierno local en muchos contextos, por medio de la corrupción de autoridades de policía y políticos ávidos de efectivo para financiar sus campañas electorales.

 

Esta reflexión lleva a cuestionar si en el mundo globalizado de hoy, dominado en muchos lugares por empresarios de la violencia en alianza con organizaciones de crimen transnacional, las instituciones políticas de gobierno democrático han cesado de ser una alternativa viable para la gobernabilidad local. De ser así, esas mismas instituciones vaciadas de capacidad para garantizar seguridad y estabilidad en el ámbito local, podrían estar abriendo paso para que en el futuro la gobernabilidad local de grandes extensiones del mundo esté sujeta al ejercicio del poder discrecional en manos del tipo de alianzas al cual venimos haciendo alusión.

 

Por consiguiente, a pesar de los recientes reparos del International Crisis Group [14] acerca de las negociaciones del gobierno colombiano con los paramilitares de las Autodefensas Unidas Campesinas -AUC- por considerar que las expectativas de esta agrupación de obtener el control de vastas regiones del país –en lo que constituye una propuesta abiertamente interesada que les permitiría conservar las tierras y otras propiedades ilegalmente adquiridas–, quizás con esta negociación en Colombia estemos presenciando la emergencia de un modelo de gobernabilidad basado en la privatización de las instituciones de gobierno locales en manos de alianzas como las referidas hasta aquí.

 

En el caso concreto de la negociación con las AUC, el gobierno de EE.UU. ha manifestado abiertamente su rechazo a la posibilidad del desenlace que aspiran los líderes paramilitares, debido a su responsabilidad directa en actividades de narcotráfico y en la comisión de delitos atroces. Por su parte, los líderes de las AUC reclaman que el modelo de gobernabilidad local que han forjado en sus regiones de influencia es exitoso y destacan que su grupo no ha sido derrotado ni política ni militarmente. Por lo tanto, consideran que no existe justificación para dejarse convertir en “chivos expiatorios” sometidos a una “justicia de vencedores” como la que el gobierno de EE.UU. reclama que se les aplique.

 

Menos aún, teniendo en cuenta que algunos rasgos centrales de la política nortemericana –entre ellos, la política prohibicionista contra las drogas, la oposición unilateral al control de producción y tráfico de armas pequeñas y ligeras en el mundo y la instauración por la fuerza de instituciones democráticas de gobierno como intentan hacerlo en en el presente Aganistán e Irak– aparentemente contribuyen a crear condiciones en diversas partes del mundo donde el modelo de gobernabilidad de los paramilitares colombianos parece ser la opción más viable para garantizar la estabilidad en ámbitos locales.

 

Si aún así resulta inaceptable para el gobierno de EE.UU. la tendencia hacia el modelo paramilitar de gobernabilidad, entonces parece que es tiempo que las autoridades norteamericanas repiensen a fondo las opciones de modelos de gobernabilidad local que tienen en consideración para el mundo del futuro, y ajusten sus políticas como corresponda. De lo contrario, es probable que veremos proliferar el modelo paramilitar, primero en América Latina y luego en África, Asia Central…

 

Bogotá, Agosto de 2004.

 

Bernardo Pérez Salazar (Bogotá, 1958) es comunicador social de la Universidad del Valle con M.A. en planificación del desarrollo regional del Institute of Social Studies (La Haya, Reino de los Países Bajos).  Durante 15 años trabajó en el suroccidente colombiano (Cauca, Nariño Putumayo) en educación no formal de adultos con micro-empresarios, formas asociativas de economía solidaria y organizaciones de base para la gestión ambiental. Entre 1996 y 2000 se desempeñó como subdirector de manejo ambiental y de planificación de la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Sur de la Amazonia                                 ­–CORPOAMAZONIA–, con sede en Mocoa, Putumayo. En el presente investigador docente del Centro de Investigaciones y Proyectos Especiales –CIPE- de la Universidad Externado de Colombia en Bogotá.

 



* Universidad Externado de Colombia – Observatorio del Manejo el Conflicto

[1] Fournier, G. 2002 “Drugs Policiy Under Colonial Time: lessons from tha past”, Global Drug Policy. A Historical Perspective. Senlis: The Senlis Council, en www.senliscouncil.net.; Jelsma, M. and Metaal, P. 2004. “Cracks in the Vienna Consensus: The UN Drug Control Debate” Wola Drug War Monitor, January.

 

[2] Repizo, J. 1947. “Los mascadores de coca en el Huila”en Bonilla, G. (recompilador) El problema del cultivo y masticación de coca en Colombia, Bogotá: Ministerio de Higiene de la República de Colombia, citado por López, 2000 “Colombia: de la prohibición a la guerra contra las drogas”, El malpensante, 25, pp.83 -105.

[3] Sinha, J. 2001.“The History and Development of the Leading International Drug Control Conventions,” prepared for the Canadian Senate Special Committee on Illegal Drugs, February .

[4] Naím, M. 2003. “The five wars of globalization”, Foreign Policiy, January/February.

[5] UNODC. 2003. Global Ilicit Drugs Trends 2003, New York: United Nations

[6] Labrousse, A. 2003. “La géopolitque des drogues en 2003”, Futuribles, 289, septembre, pp.3-21.

 

[7] Goff, S. 2000. “Contrainsurgencia estadounidense: Un militar habla”, desde abajo,  suplemento especial, 2, Marzo, pp.17-19.; Labrousse, op. cit.

[8] NIC. 2000. Global Trends 2015. A Dialogue About the Future With Nongovenment Experts. Washington: National Intelligence Council.

[9] Op. cit.

[10] NIC, op. cit.

[11] Münkler, H. 2004. “Las guerras del siglo XXI”, Análisis político, 51, Mayo-Agosto, pp. 3-11.

[12] Naím, op.cit.; Labrousse, op. cit.

 

[13] Naím, op. cit; Labrousse, op.cit.,15. 

[14] ICG. 2004. “Desmovilizar a los paramilitares en Colombia: ¿Una meta viable?”, Informe sobre América Latina, 8, Agosto 5.

 

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