DROGAS, DERECHO Y DEMOCRACIA[1]


Rodrigo Uprimny

Profesor Facultad de Derecho
Universidad Nacional de Colombia

 

 

El debate sobre la regulación jurídica de las drogas es un tema de indudable trascendencia en el mundo contemporáneo, al menos por los siguientes tres motivos: de un lado, por cuanto el abuso de sustancias sicoactivas y el narcotráfico son problemas que enfrentan la mayor parte de las sociedades contemporáneas. De otro lado, por cuanto las políticas dominantes, fundadas en el llamado “prohibicionismo” y en estrategias de derecho penal máximo, se encuentran fuertemente cuestionadas, no sólo por su ineficacia sino por el sufrimiento que han ocasionado. Finalmente, porque este debate permite a su vez volver a reflexionar sobre un tema, que no por clásico deja de ser relevante, y es el relativo a la justificación de la penalización de un comportamiento en una sociedad democrática. 

 

Este artículo pretende entonces discutir cuál puede ser la mejor regulación jurídica de las drogas en una democracia. Para responder a esa pregunta, el texto comienza por presentar las diversas alternativas de manejo jurídico de los problemas asociados al consumo de sustancias sicoactivas: derecho penal máximo, reducción del daño, legalización regulada y liberalización.   Luego el trabajo se interroga sobre cuál de esas estrategias puede ser la más aceptable en una democracia La exposición, después de hacer un breve recorrido sobre el debate en torno a la justificación de las penas, defiende la perspectiva de una legalización regulada, tanto a partir de argumentos de protección de la autonomía personal, la dignidad humana y el pluralismo, (puesto que  el consumo de drogas no afecta per se derechos de terceros), como con base en un análisis utilitario de costos y beneficios, pues las estrategias prohibicionistas han fracasado en sus propósitos pero han generado enormes sufrimientos a nuestras sociedades.

 

La pregunta final que surge entonces es por qué las políticas de derecho penal máximo, a pesar de ser equivocadas y antidemocráticas, no sólo perduran sino que incluso son reforzadas y reciben un amplio apoyo ciudadano, mientras que las estrategias de derecho penal mínimo tienen dificultades para ser aceptadas en el debate público, a pesar de recibir un apoyo creciente de los expertos en el tema. El problema es entonces el siguiente: ¿por qué unas políticas que son sustantivamente antidemocráticas –en tanto violan los derechos de las personas e imponen innecesariamente sufrimiento a las sociedades- reciben empero un abrumador apoyo democrático, pues son defendidas por amplios sectores de la población?. El artículo intenta responder a ese interrogante, lo cual permite a su vez concluir señalando los desafíos que existen para poner en marcha políticas criminales más democráticas de manejo de las  drogas.

 

1. Una tipología de las regulaciones jurídicas de las drogas

 

En el cuadro No 1, y con base en trabajos previos míos y de otros autores, he resumido, bajo la forma de "tipos ideales" weberianos, las principales políticas en materia de drogas[2].

 

Dos precisiones metodológicas son empero pertinentes. De un lado, es obvio que esta tipología, que está centrada en la regulación jurídica, y más específicamente en el uso más o menos intensivo de las herramientas del derecho penal, no es la única posible, ni es tal vez la más importante en el tema de drogas.  La relevancia de esa tipología deriva de la finalidad de mi texto, que es discutir cuál puede ser la regulación jurídica más apropiada del problema del uso y abuso de las sustancias sicoactivas, pero es obvio que pueden construirse otras tipologías, con base en otros criterios, si el problema a ser abordado fuera otro, como por ejemplo determinar cuáles son las estrategias más eficaces para prevenir y tratar la farmacodependencia, en donde suelen oponerse las estrategias más individuales de prevención y terapia frente a las intervenciones fundadas en una perspectiva comunitaria [3].   

 

De otro lado, es claro que esta tipología es simplificadora. En la práctica, aunque el marco internacional es bastante rígido y se funda en el prohibicionismo, existen diferencias nacionales y regionales significativas. Así, la política estadounidense no es igual a la holandesa, a la francesa o a la colombiana, e incluso ciudades tan cercanas como Frankfurt o Munich presentan estrategias diversas[4]. Creo sin embargo que el cuadro No 1 engloba y precisa las diferencias básicas entre las distintas políticas.

 

 

CUADRO No 1.

MODELOS DE MANEJO JURIDICO DE SUSTANCIAS SICOACTIVAS

 

I

II

III

IV

Tipo de política, denominación y algunos ejemplos históricos

Prohibición estricta o "guerra a las drogas". Estrategia dominante en USA

Prohibición flexible o "reducción del daño". Estrategia holandesa, Suiza y de algunas ciudades europeas.

Despenalización flexible o "reducción del daño generalizada" o “modelo de salud pública” o "legalización regulada”. Política frente al alcohol de ciertos países europeos.

Despenalización estricta o política de "liberalización general". Política  dominante en el tabaco hasta hace pocos años.

Filosofía implícita y

objetivos

- Perfeccionismo moral o protección a la salud impuesta por el Estado.

- Consumo es vicio moral, o delito, o degradación personal.

- Es necesario erradicar todo consumo de drogas ilícitas, o al menos reducirlo significativamente.

- Reducción de los abusos y de los daños asociados al consumo.

- Reducción de los daños asociados a las políticas de control en relación con el consumidor

 

- Proteger salud pública en el marco de los derechos humanos.

- Reducir los daños en todas las fases de la economía de la droga.

- El consumo es tolerado pero desestimulado.

- Libre opción y escogencia.

- Proteger al máximo la libertad individual y restringir la intervención del Estado.

- Confianza en el papel regulador del mercado

Papel del derecho penal y sancionador.

Máximo, en todas las fases de la economía de la droga (producción, distribución y consumo)

Mínimo en consumo y distribución  minorista pero máximo en producción y distribución mayorista.

Mínimo en consumo, distribución y producción.

Prácticamente eliminado, al menos como política diferenciada frente a las drogas.

Uso de otros instrumentos

Mínimos, y siempre al servicio de la represión.

Fuertes y diferenciados en consumo, pero mínimos en relación con la oferta.

Fuertes y diferenciados en toda la cadena.

Papel regulador del mercado, por lo cual no hay instrumentos específicos.

 

 

Este cuadro muestra que las políticas existentes, o las estrategias alternativas propuestas, se sitúan entre dos extremos: de un lado, la "guerra a las drogas" (modelo I), que mediante un recurso a un derecho penal máximo, intenta suprimir a toda costa cualquier consumo de ciertas sustancias, consideradas dañinas o pecaminosas, pues el Estado considera que tiene derecho a imponer modelos de virtud, o al menos de salud, a sus ciudadanos. Según este enfoque, si no hay drogas no hay consumo de esas drogas y a fortiori no puede haber abuso de las mismas. Por consiguiente hay que prohibir en forma absoluta su produc­ción y comercialización, para suprimir la oferta, o al menos obstaculizar el acceso de las personas a las drogas, debido a la dificultad para obtenerlas y al incremento de los precios que comporta la penalización. Esta es la política dominante en Estados Unidos frente a las sustancias sicoactivas declaradas ilegales, como la marihuana, la cocaína y los opiáceos.

 

En el otro extremo encontramos la alternativa de liberalización total del mercado de las drogas (modelo IV), que parte de una confianza en el poder regulador del mercado y de la idea de que el Estado no puede impedir que una persona se haga daño a si misma, y por ende concluye que las sustancias sicoactivas deben estar sometidas a reglas de mercado similares a las de cualquier otra mercancía. Esta es la estrategia defendida frente a todas las sustancias sicoactivas por autores como el economista neoliberal Friedmann o el antipsiquiatra Thomas Szasz,  y en la práctica  fue la política frente al tabaco en casi todo el mundo hasta hace pocos años.

 

En el campo intermedio, encontramos dos estrategias, que tienen una perspectiva filosófica similar de salud pública y respeto por los derechos humanos de los usuarios, pero mantienen diferencias importantes en el uso del derecho penal en el campo de la producción y distribución . De un lado, las políticas de "reducción del daño y de minimización de los riesgos" (modelo II), las cuales, con una perspectiva pragmática, consideran que es imposible suprimir el consumo, por lo cual sólo puede aspirarse a reducir los daños asociados a los usos problemáticos, para lo cual plantean que es necesario despenalizar el consumo de ciertas sustancias, a fin de evitar el marginamiento de los usuarios. Sin embargo, estas estrategias, que han sido adoptadas por Holanda, Suiza y por varias ciudades europeas, se mueven dentro del ámbito prohibicionista y mantienen la criminalización de la producción y de gran parte de la distribución de estas sustancias. De otro lado, las estrategias de "legalización selectiva o regulada" (modelo III), que algunos autores denominan de “mercado pasivo” (Caballero), plantean que, con el fin de reducir los daños y efectos perversos de la prohibición, en términos de violencia, corrupción, erosión del respeto a la ley y afectación de los derechos de la persona, es indispensable ampliar o generalizar las estrategias de reducción del daño, por lo cual es necesario despenalizar y regular también la producción y la distribución de todas las sustancias sicoactivas. Las políticas frente al alcohol de algunos países europeos ilustran en la práctica este modelo.

 

Estas diversas estrategias implican un uso diferente de las distintas herramientas que pueden ser empleadas en la política antidrogas: represión, prevención, tratamiento e intervención comunitaria. En el gráfico 1, que figura en el anexo de esta ponencia, he intentado sistematizar el uso diferenciado de esos instrumentos en cada uno de los modelos. Así, la guerra a las drogas supone uno empleo casi exclusivo de los instrumentos represivos, por lo cual, los otros componentes tienen un peso relativo muy bajo, y en todo caso subordinado a las estrategias punitivas. Por su parte, las políticas de reducción del daño disminuyen la represión, pues establecen algunas formas de despenalización y descriminalización del consumo[5], pero aumentan las estrategias preventivas, los apoyos terapéuticos y la intervención comunitaria. Las estrategias de legalización regulada (modelo III) restringen aún más el uso del derecho penal, pues descriminalizan también la producción y la distribución, con lo cual liberan recursos económicos, que les deberían permitir un aumento de los otros componentes: prevención, tratamiento e intervención comunitaria. Finalmente, las políticas de liberalización (modelo IV) reducen aún más la intervención represiva, pues no habría siquiera una regulación especial de ese mercado; pero tampoco deberían dedicar muchos recursos a las estrategias preventivas, de tratamiento y de intervención comunitaria, por cuanto la opción por el mercado y sus bases filosóficas (el énfasis exclusivo en la libre opción) excluyen que el Estado intente prevenir los consumos o los abusos.

 

Hoy en la práctica, y debido a la enorme influencia de los Estados Unidos, la política dominante a nivel mundial es la estrategia tipo I, con algunas variantes nacionales; sin embargo, aunque enfrentando muchas presiones internacionales y nacionales, ciertos países y ciudades europeas experimentan, con resultados muy prometedores, políticas tipo II. Por su parte, muchos estudiosos consideran que las estrategias más adecuadas son las políticas tipo III, que en la práctica han sido adoptadas por algunos países frente a ciertas drogas legales, como el alcohol. Finalmente, algunos autores, en posiciones minoritarias, defienden la adopción de estrategias tipo IV, que corresponden a lo que fue en el pasado la regulación legal del tabaco. El interrogante obvio que surge es el siguiente: ¿cuál de esas estrategias es la más adecuada en una democracia? Ahora bien, como la diferencia esencial entre ellas es el distinto uso que ellas hacen del instrumento penal, para responder la anterior pregunta es necesario hacer un breve recorrido sobre la justificación de la penalización en una sociedad democrática.

 

2. Un breve excurso sobre la justificación de la penalización en una sociedad democrática.

 

El uso del derecho penal implica que ciertos comportamientos son prohibidos y que quien no acate esa interdicción es sometido a una pena, que, como su nombre lo indica, es una aplicación de dolor y sufrimiento a una persona, en la medida en que se la priva de un derecho[6]. La penalización de un comportamiento implica entonces no sólo una limitación a la libertad sino también la aplicación de sufrimientos y privaciones a determinados individuos.

 

Estas dos características del instrumento punitivo justifican su carácter de última ratio en una democracia, pues un Estado fundado en los derechos de las personas no debe limitar la libertad de sus ciudadanos, ni imponerles sufrimientos, ni privarlos de sus derechos, en forma innecesaria. Por ello, la restricción del uso del derecho penal exclusivamente a aquellos casos en que sea necesario prohibir y sancionar un comportamiento para evitar males mayores es considerada una de las conquistas de la humanización del derecho penal, expresada en la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa y en la obra de Beccaría y de la escuela clásica del derecho penal, que insistían en que la ley sólo podía establecer aquellas penas que fueran estricta y evidentemente necesarias[7]. Y ese principio se encuentra tácitamente reconocido en la mayor parte de las constituciones y de los tratados de derechos humanos, pues todos ellos prohíben las penas crueles e inhumanas[8], y es razonable concluir que una pena innecesaria es cruel e inhumana, pues inflinge sufrimientos a una persona, sin ninguna necesidad. Por ello, desde hace varios siglos, decía  Montesquieu que “toda pena que no derive de la necesidad es tiránica[9].

 

El principio de necesidad en materia penal tiene una implicación metodológica y es la siguiente: en una democracia, quien quiera defender la penalización de un comportamiento tiene la carga de la prueba, esto es, debe mostrar la legitimidad y conveniencia de penalización de esa conducta, pues si la penalización es prima facie un mal, entonces corresponde a quienes defienden la criminalización de una conducta mostrar su legitimidad y justicia[10]. Ahora bien, la aplicación de esta perspectiva al problema de las drogas implicaría que quienes defienden el mantenimiento de la prohibición deberían mostrar con claridad la utilidad de esa política, y en caso de que no lo lograran, debería concluirse que dicha penalización es injusta y cruel, al ser innecesaria, y que por ello debería ser levantada. Pero en la práctica eso no es así; no sólo el establecimiento de la prohibición de las drogas y su desarrollo ulterior no estuvieron nunca fundados en estudios que mostraran la necesidad de esa penalización sino que, además, en la actualidad, a nivel político, la carga de la prueba se ha invertido y se exige a los críticos de la prohibición demostrar que ella no tiene riesgos, y mientas ello no ocurra, entonces se plantea la necesidad de preservar la penalización[11].

 

Por ello, a pesar de que la falta de una justificación clara de la necesidad de la penalización de las drogas parecería suficiente para concluir que las políticas existentes, fundadas en la prohibición, son ilegítimas, desde un punto de vista democrático, ese argumento resulta insuficiente políticamente en el contexto actual. Es pues necesario analizar más sistemáticamente cuál de las políticas frente a las drogas descritas anteriormente es la más adecuada en una sociedad democrática, lo cual remite al viejo, pero no por ello caduco, debate en torno a la justificación de las penas.

 

Las doctrinas clásicas sobre la justificación de la pena suelen dividirse entre las tesis retribucionistas o absolutistas, según las cuales la pena es una aflicción que  el delincuente debe recibir por el mal que su delito provocó, y las tesis utilitarias sobre la prevención, según las cuales las penas tienen como finalidad evitar la comisión de delitos[12]. A su vez, las doctrinas utilitarias pueden centrarse en la prevención general, según que miren sus efectos sobre la sociedad en general, o en la prevención especial, cuando se fundan en el impacto de la pena sobre el delincuente. La doctrina dominante en materia de prevención general es la tesis de la disuasión, llamada también de prevención general negativa, según la cual la pena es útil por cuanto disuade a posibles delincuentes de incurrir en hechos punibles; pero también ciertos enfoques defienden la doctrina de la llamada prevención general positiva, según la cual las penas tienen como función social reafirmar ciertos valores sociales esenciales. Por su parte, las doctrinas sobre las prevención especial también pueden ser positivas o negativas, según que enfaticen o no la función resocializadora o educadora de la pena, o la capacidad de la pena de neutralizar al delincuente, al impedirle cometer nuevos delitos.

 

A pesar de la larga tradición de estas distintas doctrinas justificatorias de la pena, en este trabajo voy a proceder en una forma parcialmente distinta, aunque no incompatible con la anterior reseña. Parto de la idea, defendida por autores como Ferrajoli, de que la función del derecho penal no es sólo prevenir la violencia y el sufrimiento asociado con la comisión de delitos sino también prevenir y regular el sufrimiento ocasionado por las propias estrategias punitivas (1995, p 331 y ss). Por ello, las dos preguntas esenciales en materia de justificación de la pena se encuentran, según mi parecer, asociadas a dos de las corrientes fundamentales de la filosofía ética contemporánea: (i) la teoría de la dignidad y de los derechos de la persona y (ii) una perspectiva utilitaria sobre el bien común o la felicidad general. Así, la primera visión, ligada a la concepción kantiana de la autonomía y la dignidad humana, pero también al reconocimiento contemporáneo del pluralismo inherente a la sociedades democráticas, se pregunta esencialmente sobre los límites del derecho penal, esto es, señala ámbitos que deben escapar al uso de los instrumentos punitivos. Según estas visiones, los seres humanos son fines en sí mismos y son autónomos, por lo que la ley penal no puede imponerles coactivamente comportamientos, salvo que se trate de situaciones que dañen a terceros. El Estado democrático no puede entonces imponer coactivamente modelos de virtud. Igualmente, el reconocimiento de la diversidad cultural llega a conclusiones semejantes, pues si la sociedad contemporánea se caracteriza por la coexistencia de distintas visiones de mundo, todas dignas de valor, entonces el Estado democrático no puede privilegiar, por medio de instrumentos penales, algunas de estas visiones, pues estaría erosionando el pluralismo.  El reconocimiento de la autonomía y del pluralismo cultural implican entonces límites al uso del derecho penal, pues significan que el Estado democrático no puede imponer coactivamente modelos de virtud o determinadas visiones del mundo, por lo que el derecho penal debe limitarse a sancionar aquellos comportamientos que dañen o vulneren derechos de terceros. 

 

Por su parte, las perspectivas utilitarias se centran en la utilidad de la penalización de ciertos comportamientos para evitar males mayores, y recurren entonces a un típico análisis de costos y beneficios, puesto que su idea es que es justa aquella medida que contribuye a la felicidad general de la sociedad. La penalización de un comportamiento se justifica entonces si el mal que se quiere prevenir, que es el delito, impone a la sociedad más sufrimiento que los costos que derivan de la aplicación de las penas. 

 

Estas dos perspectivas de justificación de los límites y la utilidad de las penas pueden a veces conducir a resultados contradictorios, como lo ilustra la penalización de un comportamiento que no afectara derechos de terceros –lo cual viola entonces los límites de las visiones centradas en la dignidad y el pluralismo- pero cuya criminalización contribuya a un mayor bienestar colectivo, y que por ende podría ser defendida por una perspectiva utilitaria. Sin embargo, las dos perspectivas pueden ser complementarias y pueden llegar a las mismas conclusiones no sólo en casos individuales sino incluso en la defensa de ciertos principios generales que deben orientar la formulación de la política criminal. Uno de los ejemplos más notables en este campo es John Stuart Mill, quien a pesar de ser un defensor del utilitarismo, fue el autor que más claramente formuló la defensa de la autonomía y la libertad, al señalar el principio del daño a terceros como criterio único que autorizaba la intervención del Estado. Su formulación es tan clásica que ese principio es a veces conocido como el principio de Mill. Decía el filósofo inglés:

 

          "La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civili­zada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo. Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de manera diferente. Para justificar esto sería preciso pensar que la conducta de la que se trata de disuadirle producía un perjuicio a algún otro. La única parte de la conducta de cada uno por la que se es respon­sable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu el individuo es soberano (...) Cada uno es el guar­dián natural de su propia salud, sea física, mental o espiri­tual. La humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los de­más" (1986, p 16 y 19).

 

La diferencia de Mill con los planteamientos kantianos es que el filósofo inglés no justifica el principio de la intangibilidad de la autonomía personal con base en las ideas de dignidad y de derechos individuales. Expresamente sostiene Mill que su argumentación deja de lado las ventajas de usar “la idea de derechos abstractos como cosas distintas a la utilidad” pues “considera a la utilidad como el criterio último en todas las cuestiones éticas” (p 17). Sin embargo llega sobre este punto a las mismas tesis que un kantiano defensor de la autonomía y la dignidad, pues su análisis lo lleva a concluir que la “humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los de­más" (p 19).

 

Precisados los criterios básicos para evaluar la legitimidad de la penalización de una conducta en una sociedad democrática, procedo entonces a aplicarlos al problema de las drogas.

 

3- El problema de las drogas y los límites del derecho penal, o el argumento de la autonomía y la diversidad cultural.

 

La penalización del consumo y la prohibición resultan inaceptables desde la primera perspectiva, por cuanto violan la autonomía personal, pues en una sociedad democrática sólo cabe penalizar conductas  que afecten derechos de terceros, que no es el caso del consumo de drogas. Y es que el derecho penal en una sociedad democrática no puede estar orientado a erradicar "vicios" socialmente acepta­dos y a evitar que una persona se haga daño a sí misma, pues invade injustificadamente la autonomía personal y erosiona el pluralismo. 

 

Tres objeciones suelen oponerse a la anterior tesis. Algunos cuestionan el principio filosófico, según el cual el Estado democrático no puede optar por ciertos modelos de virtud; otros atacan el argumento empírico pues consideran que el consumo de drogas afecta directamente a terceros. Por último, algunos consideran que ese ataque a las políticas prohibicionistas es irrelevante pues no tiene fuerza suficiente para realmente controvertir las estrategias existentes.

 

Un breve examen de estas objeciones permite matizar la tesis inicial en el siguiente sentido:

 

Desde el punto de vista filosófico, el Estado puede promover la vida sana, pues una neutralidad absoluta en materia ética y de modelos de virtud del Estado contemporáneo contradice la práctica de las sociedades contemporáneas y de la propia filosofía democrática, que admite que las autoridades subsidien comportamientos considerados deseables –como el arte y el deporte- y obstaculicen –por medio de impuestos o regulaciones más estrictas- actividades consideradas indeseables[13]. Sin embargo, la tesis de Mill sigue siendo relevante en materia penal, pues admitir que el Estado pueda imponer coactivamente modelos de virtud, sería abrir el camino a la sociedad totalitaria. Un Estado fundado en el pluralismo y respetuoso de la dignidad, la intimidad y la autonomía de las perso­nas no puede imponer, por medio del derecho penal, a sus ciudadanos modelos de virtud o formas de vida. Si se admite que el Estado prohíba u ordene a alguien efectuar una conducta sólo porque ésta es perjudicial para su propia salud o porque el Estado la considera inmoral, se habrá eliminado todo límite a la inter­fe­rencia estatal en la autono­mía de las personas. Mañana se podrá penalizar el homosexua­lismo, consumir chocolates o leer determinados libros.

 

Desde el punto de vista empírico, la tesis de que el consumo de drogas afecta directamente derechos de terceros se funda en equívocos, que es posible despejar: de un lado, confunde consumo privado con el consumo público, cuando nadie niega la posibilidad de que el Estado pueda regular los consumos públicos. De otro lado, olvida diferenciar entre consumos no problemáticos y consumos indebidos, cuando es claro que una visión fundada en el respeto de la autonomía reconoce la necesidad de sancionar ciertos usos indebidos de las drogas que puedan afectar a terceros, como conducir un auto bajo los efectos de una sustancia sicoactiva. En ese mismo orden de ideas, es necesario distinguir entre el consumo per se y la posibilidad de que el usuario de droga pueda cometer otros delitos. No se trata entonces de dejar en la impunidad los otros delitos cometidos por los consumidores de drogas. Pero se les castigará por haber cometido tal o cual delito, pero no por ser consumidores. Finalmente, los posibles efectos del consumo de drogas sobre el sistema de salud y de seguridad social, que es financiado solidariamente por toda la sociedad, justifican la imposición de restricciones al uso de esas sustancias –como imponer gravámenes elevados o prohibir la publicidad- pero no son suficientes para permitir la penalización total del consumo.

 

El principio de Mill parece suficiente filosóficamente para oponerse a la prohibición. Sin embargo, es indudable que estas tesis filosóficas no parecen ser persuasivas para muchas familias que estarían dispuestas a admitir esa restricción a la libertad si ella logra proteger a los jóvenes del riesgo de la drogadicción. Por ello el análisis utilitario en términos de costos y beneficios de los distintos modelos resulta ineludible.

 

4-  El argumento utilitario: los costos y beneficios de la penalización en materia de drogas.

 

La prohibición es inaceptable desde una perspectiva utilitaria, pues impone más costos y sufrimientos que los eventuales beneficios que trae. En cambio, las políticas que minimizan el componente punitivo –como las estrategias de reducción del daño- muestran resultados más prometedores, como se muestra a continuación.

 

4.1. Costos y beneficios de la guerra a las drogas

 

La mayoría de los analistas coinciden en señalar que, a pesar de éxitos parciales indudables, lo cierto es que en el largo plazo y a nivel global la "guerra a las drogas" ha fracasado. En efecto, a pesar de que se han aumentado los recursos y la intensidad de la repre­sión, lo cierto es que la oferta de droga no ha hecho sino aumentar. Para ilustrar lo anterior, tomaré como ejemplo el mercado que por obvias razones los colombia­nos más conoce­mos, el de la cocaína.  Me limito entonces a dar tres datos sobre el incremento de la repre­sión: De un lado, las incautaciones han aumen­tado: ellas supe­ran en los años 90 ampliamente las 100 toneladas al año cuando a inicios de los años ochenta escasamente superaban las 10 tonela­das[14]. De otro lado, los recursos económicos han crecido: el presu­puesto federal estadou­ni­den­se para combatir el narcotrá­fi­co ha pasado de menos de 1.200 millones en 1981 a aproxi­madamente 2.300 millones en 1986, a 7.860 millones para el año fiscal 1990 y a unos 12.000 millones en años posteriores[15]. Además, si se incluyen todos los gastos públi­cos -no sólo los del gobierno fede­ral- la prohibición cuesta al contribuyente en los Estados Unidos entre 80.000 y 100.000 millones de dólares[16], aproximadamente el doble del PIB colombia­no. En tercer térmi­no, se han tomado medi­das cada vez más fuertes, como el estableci­miento desproporcionado de la pena de muerte y la cadena perpetua para ciertos casos de narco­tráfico[17].

 

Y sin embargo la oferta no ha hecho sino crecer, como lo muestran estos cuatro datos. De un lado, la producción total de cocaína ha pasado de menos de 50 toneladas a inicios de los ochenta a ofertas que el propio Departamento de Estado de los Estados Unidos estima en más de 1.000 tonela­das a incios de los 90[18]. De otro lado, la pureza de la cocaína al consumi­dor final ha pasado de menos del 12% a inicios de los ochenta a más de 60% a inicios de los 90[19]. En tercer término, el precio al por mayor del kilo de cocaína en EE UU ha caído de unos 60.000 dólares a inicios de la década a menos de 15.000 dólares a inicios de los 90[20]. Y, finalmente, la superficie cultivada de hectáreas de coca ha subido de unas 50.000 hectáreas a fines de la década del setenta a más de 200.000 hectáreas en los años noventa. Algunas estima­ciones consideran que las extensiones cultivadas en coca podrían superar las 400.000 hectáreas[21].

 

Todo esto muestra que si lo que se buscaba era controlar el consumo y abuso de ciertas sustancias a través de la reducción de su oferta mediante una represión acentua­da, la "guerra a las drogas" ha fracasado. En el fondo esto lo reconocen a cada momen­to las propias autoridades cuando señalan que en el mejor de los casos los controles a lo sumo logran interceptar 5% o 10% del flujo de drogas. La pregunta obvia que surge es la siguiente: ¿cúal es la función efec­tiva de la prohibición y la represión si ésta sólo intercep­ta una cantidad mínima de las dro­gas? Con razón señalaba entonces sobre este punto el superintendente de la Policía Municipal de Utrecht (Holanda) la futilidad de los esfuerzos represivos. Supongamos -señalaba este funciona­rio- que los esfuerzos represivos son tan satisfactorios que permiten doblar las intercepciones. No habría sin embargo ninguna diferencia relevante puesto que un 80% o 90% de las drogas seguirían llegando a los consumidores[22].

 

Sin embargo, tal vez lo más grave no sea la ineficacia manifiesta de la "guerra a las drogas"  en conseguir su objeti­vo de reducir la oferta de las drogas declaradas ilegales, sino que esta estrategia de prohibicionismo máximo ha sido muy exitosa en provocar múltiples efectos perversos.

 

De un lado, esta prohibición ha consolidado una poderosa economía ilegal internacio­na­lizada basada en las ganancias extraordinarias provenientes de la ilegali­dad: en efecto, los precios de la droga, por la sola ilegali­dad, se multiplican en forma fantástica: pero estas ganancias, que operan como una especie de impuesto de facto, no son apropiadas por el Estado sino por las organizaciones de narco­trafi­cantes. La ilegali­dad provoca así un monopo­lio criminal de la distribu­ción, con todas las secuelas que eso tiene en términos de violen­cia, corrup­ción e inestabilidad institucional.

 

De otro lado, la estrategia estadounidense ha sobrecargado el aparato judicial penal: actualmente en Estados Unidos, la tercera parte de los presos federales están encarcelados por delitos de droga y anualmente la policía nortea­mericana efectúa más de 750.000 arrestos por asuntos de droga[23].

 

En tercer término, la prohibición ha inducido conductas delincueciales en algunos usuarios que recurren a robos o atracos para procurarse un producto artificialmente caro.  Además, la prohibición ha terminado por con­ver­tir a poblaciones enteras en delincuentes: si, a mediados de los ochenta, se calculaba que en Esta­dos Unidos aproximadamente unos 40 millones de personas habían usado drogas ilícitas, eso significa que teóri­camente esos 40 millo­nes eran delin­cuentes pues habían violado las leyes antinarcóti­cos[24]. Esa inflación delincuencial hace per­der a la ley penal toda su eficacia como mecanismo regulador de la convi­vencia ciudada­na.

 

En cuarto término, esta estrategia ha fomentado la creación de un derecho penal cada vez menos liberal y con mayores restricciones a garantías ciudada­nas. En los Estados Unidos, la lucha contra las drogas ha minado las libertades civiles, posibilitando tests obliga­torios para detectar consumidores, aumentando las facultades poli­ciales de detención y registro, y creando un ambiente generalizado de autoritarismo.

 

En quinto término, la guerra a las drogas ha estimulado comportamientos racistas. Todos sabemos lo que hoy significa, a nivel internacional, ser colombiano, peruano o boliviano. Pero el asunto viene de más lejos. Análisis históricos han mostrado que la crimi­nalización de ciertas drogas -independien­temente de la búsqueda de control del consumo- puede operar como mecanismo de segrega­ción y control de ciertas poblaciones. Así, en 1909 hubo en Estados Unidos una criminali­zación diferencial del opio: se prohibió fumar opio pero no se crimina­lizó el consumo de otras formas de opiáceos como la morfina y la heroína que parecen ser más dañinos en térmimos de salud.  Y en ello jugó un papel esencial un racismo encubierto en los Estados Unidos de parte de los anglosajones contra la pobla­ción china -principa­les fumadores de opio en esa época- debido a la competencia cre­ciente de esta minoría en el mercado de traba­jo[25] Las políticas antidrogas per­mi­ten entonces -invocando un valor más allá de toda sospecha como la salud pública- legitimar formas de segregación social.

 

En síntesis, la guerra a las drogas tiene no sólo efectos criminógenos -al inducir conductas delictivas muy diversas- sino que facilita la consoli­dación de dispo­sitivos autori­tarios de control social más propios de Esta­dos policiales que de regímenes democráticos y esta­dos de derecho. Pero los efectos perversos de la prohibición desbor­dan ampliamente los Estados nacionales y se proyectan en forma peligrosa a las relacio­nes internaciones, ya que, en años recientes, la lucha contra las drogas ha asumido formas militares e inter­ven­cionistas: los Estados Unidos, que hicie­ron de las drogas un asunto de seguridad nacional, se han convertido así en la policía anti­narcó­ti­cos en el plano interna­cio­nal, con capa­cidad autónoma de captura de presuntos narco­trafi­cantes en otros países, aun sin el consen­timien­to del respecti­vo gobierno. En 1990, la Corte Supre­ma de ese país autorizó a las fuer­zas de segu­ridad estado­unidenses a allanar en el extran­jero, sin orden judicial, ya que según, su crite­rio, las garan­tías consti­tucio­nales no se apli­can para opera­cio­nes en el extranje­ro[26]. Posteriormente, en 1992, la misma Corte Suprema de Justi­cia autorizó al gobierno a ignorar tratados de extradición para secues­trar en el ex­tranjero a personas busca­das por la justicia estadouni­dense, sin obtener la aprobación del país donde tenían lugar las capturas. El argumento: los secues­tros son legíti­mos siempre y cuando el tratado no los prohiba expre­samen­te, puesto que no es función de un tribunal interro­garse sobre la manera como una persona llega ante ellos[27].

 

Los Estados Unidos han utili­zado además polí­ticamente el tema de las drogas, para defender otros intereses, en particular geopolíti­cos, como lo muestran numero­sos ejem­plos muy conocidos y documentados[28]: la participación de la CIA en el tráfico de heroína en el sudeste asiático, durante los años sesenta, a fin de financiar movi­mientos anticomunistas; el apoyo de los Estados Unidos a los rebel­des afga­nos del norte de ese país que luchaban contr la Unión soviética, a pesar de que se sabía que éstos financiaban gran parte de su arma­mento con el tráfi­co de drogas; las relaciones contradictorias de los Estados Unidos con el régimen del General Noriega en Panamá, etc. Uno de los casos más significativos fue el escándalo Irán-Contra-Gate, en el cual la CIA y el Consejo Nacio­nal de Seguridad (NSC) utilizaron el dinero de la droga para financiar a los Contras de Nicaragua, tratando de eludir así la prohibición que estableció el Congreso de Estados Unidos, en octubre de 1986, de continuar la ayuda militar contra el gobierno sandinis­ta. Los aviones que traían de Estados Unidos las armas para los Contras refugiados en Costa Rica, eran cargados repar­tían con cocaí­na suministrada por el Cartel de Me­dellín, que era llevada a los Estados Unidos[29].

 

Todo lo anterior es muy grave; sin embargo, la paradoja -y tal vez la más impactante consecuencia negativa- de la guerra a las drogas es la si­guiente: a pesar de hacerse en nombre de la salud pública, las actuales políticas no se han traducido en una mayor protección al consumidor sino todo lo contrario.

 

De un lado, porque la combinación de tratamiento médico obligatorio con la amenaza de sanción penal termina por marginar al consumidor. Y en gran medida esa marginalidad, más que el uso de la droga en sí misma, es la que provoca los mas graves efectos al usuario. Así, la marginalidad del consumidor de heroína lo obliga a utilizar jerin­gas usadas, lo cual ha producido un aumento alarmante del SIDA en esta población.

 

De otro lado, la prohibición evita un control de la calidad de los productos por el Estado, lo cual es muy grave para la salud pública. Supongamos que el alcohol estuviese prohibido. En tal caso, uno no podría comprar tragos certificados en expendios controlados sino que uno tendría que recurrir a compras clandestinas ¿Ima­ginan ustedes las cantidades de muertes o de personas ciegas por trago adulterado con alcohol metílico? Pues eso exactamente sucede en el mercado de drogas ilíci­tas. Así, en España, en el 90% de los casos de muertes por supues­ta sobre­do­sis de heroína, las personas han sido encontra­das con la jeringa aún en el brazo. Eso pareciera indicar que no se trata de una sobre­dosis, pues "el shock opiáceo no es fulminante sino que provoca un largo coma respiratorio del que se puede sa­lir"[30]. En tales casos, lo más proba­ble es que la persona haya muerto envenena­da por las sustancias tóxicas con las que los trafi­cantes habían cortado el produc­to, lo cual parecer confirmado por el siguiente hecho: entre 1920 y 1930, en la misma España, la morfina y la heroína se vendían en farmacia con receta: en esos años -según el filósofo Antonio Escohotado- "no se resgistró ni una sola muerte por sobredosis"[31].

 

En tercer término, la "guerra a las drogas" genera un énfasis en la interdicción y la represión que desvía recursos de la prevención y la ayuda a los toxicó­manos, de tal manera que muchos que quisieran entrar a trata­mientos no pueden hacerlo, lo cual los lleva nuevamente a la margina­lidad. Así, en Nueva York, entre 1971 y 1973, mientras hubo recursos para el pro­grama de distri­bución de metadona y creció el número de perso­nas que podían partici­par en los mismos, los arrestos, las denuncias por robo y los casos de hepati­tis por infección intravenosa disminu­yeron considera­blemen­te; en cambio, a partir de 1974, los recursos no fueron ya suficien­tes para admitir nuevos toxicómanos; la delin­cuen­cia dejó de dismi­nuir[32].

 

Finalmente, estas estrategias de derecho penal máximo llevan a que la sociedad eluda su responsabilidad en los problemas de abuso de drogas, puesto que se cree que con la represión todo queda en buenas manos: jueces, poli­cías, militares y médicos. De esa manera, la prohibición y el sistema punitivo y médico erosionan los mecanismos socio-cultura­les que las pro­pias sociedades podrían desarrollar para controlar los abusos. Con razón, "arguyen algunos liberales, uno de los más significativos costos impuestos por las prohibiciones gubernamenta­les es el decaimiento de las normas sociales que a menudo operan más poderosa y efectivamente que las intervenciones guberna­mentales.[33]"

 

Una conclusión se impone: la prohibición y la guerra a las drogas, lejos de permitir un mayor control de la producción, distribución y consumo de las drogas ilícitas, "descontrola" ese mercado, sometiendo así a los usuarios a redes violentas de distribución, con todos los efectos perversos que hemos señalado. Los costos de la prohibición son entonces enormes mientras que su único eventual beneficio -una posi­ble disminución de los abusos de sustancias sicotró­picas gracias a la intervención punitiva del Estado-, son inciertos, como lo vere­mos posteriormente. Eso muestra que los eventuales beneficios del prohi­bicio­nismo son infini­tamente menores que sus costos. En muchas ocasio­nes no son las drogas las que matan sino la prohi­bi­cion. Y esto por cuanto en muchos aspec­tos las drogas no son prohibi­das porque son peligro­sas sino que terminan siendo peligrosas porque son prohi­bidas. Con ello no quiero decir que sustancias como el bazuko o la heroína no tengan riesgos; sim­plemen­te insisto en que en la mayoría de los casos los efectos más devasta­dores del abuso de las drogas no pro­vienen de sus efectos farmacoló­gicos sino de las condiciones de ilegalidad en que los consumos son efectuados.  Por eso, creo que -siguiendo la termino­logía de los crimi­nólo­gos- los "problemas secun­darios" derivados de la prohi­bi­ción son mucho mayores que los llama­dos "problemas prima­rios"[34], es decir los que estarían ligados al simple consumo de las drogas si la prohibi­ción no existiese.

 

Este fenómeno aparece reconocido de manera tácita en la evolución misma de los tratados internacionales sobre drogas. La Convención Unica sobre estupefacientes de 1961 -que fue la que finalmente estableció una prohibición universal y absoluta de ciertas drogas- sólo habla de los eventuales problemas sociales y de salud ligados a la toxicomanía; es una convención centrada en los problemas prima­rios, y por eso no menciona nunca fenómenos como la existencia de organizaciones criminales, la violencia o la inestabilidad institu­cional. En cambio, la Convención de Viena de 1988 está centrada en los efectos corruptores del tráfico de drogas sobre los Estados y la economía. Habla por ejemplo de "los vínculos que existen entre el tráfico ilícito y otras actividades delictivas relacionadas con él, que socavan las economías lícitas y amenazan la estabilidad, la seguri­dad y la soberania de los Estado". Podemos entonces decir que la Convención de Viena de 1988 está centrada en controlar "los problemas secun­darios" derivados de la prohibición[35]. Esto signi­fi­ca que la Convención de 1988 busca controlar los males que provocó la propia Conven­ción de 1961..., pero para ello y contra toda lógica reccurre a la misma fórmula de 1961 pero acentuada: la prohibición extrema bajo forma de guerra a las drogas.

 

4.2. Las estrategias de reducción del daño.

 

El otro modelo de política antidrogas existente es denominado por sus defensores como una estrategia de reducción del daño, la cual no es el resultado de un modelo teórico esbozado por algún intelectual afortunado, sino que se desarrolla en forma pragmática en diversas partes de Europa, a partir de una reflexión sobre las limitaciones y los efectos negativos de las políticas puramente represivas. Su finalidad no es entonces eliminar totalmente de la sociedad el consumo de las drogas, ya que este objetivo es considerado poco realista, sino reducir los daños resul­tantes del abuso de sustan­cias sicotrópicas y de las propias políti­cas de control. Estas estrategias pretenden entonces, utilizando el lenguaje criminológico presentado anteriormente, minimizar no sólo los efectos primarios relacionados con el abuso de sustancias sicoactivas sino también reducir los costos y daños secundarios, esto es, aquellos que derivan de las propias políticas contra las drogas. El ejemplo más conocido, pero no el único, de esta estrategia es Holanda, por lo cual lo analizaré brevemente

 

Hasta mediados de los años setenta, Holanda siguió una polí­tica represiva similar al resto de países europeos, pero viendo los efec­tos contraproducentes de la misma, en esa fecha la varió sustancialmen­te[36]: en Holanda, a pesar de que se persi­gue el gran tráfi­co de drogas, se ha despenali­za­do de facto la distribución minorista y el consumo de las drogas suaves como la marihuana, y se ha evita­do crimi­nalizar al consumidor de drogas duras como la heroína. Por eso el gobierno Holandés, en vez de conducir al consumidor de heroína a la margi­na­lidad mediante una repre­sión acentuada, le brinda una amplia gama de programas de apoyo: distribu­ción gra­tuita de jeringas para evitar la extensión del SIDA; suministro de sustitutos como la metadona para evitar el síndrome de abstinencia; ayuda profe­sional voluntaria para el droga­dicto que así lo desee; desarrollo de programas comunitarios destinados a integrar socialmente al consumidor, etc. 

 

Como vemos, la política holandesa pretende disminuir el abuso de sustancias sicoactivas, pero evitando al máximo marginalizar a los consumidores, pues se considera que de esa la criminalización de los usuarios agrava los problemas sociales. Por eso el enfoque holan­dés de la reducción del daño insiste en los derechos humanos de los consu­midores y busca su "norma­lización", ya que parte del supuesto de que la mejor manera de minimizar los daños derivados del abuso de sus­tancias sciotrópicas es "integrando a los consumidores dentro de la sociedad normal, en lugar de aislarlos en clínicas, programas, tiendas y vecindarios.[37]".

 

Esa política holandesa ha tenido efectos posi­tivos. En primer término, es una política más económica que la guerra a las drogas. Así, el dinero gastado en la aplicación de la ley per cápita es cuatro veces más elevado en los Estados Unidos que en Holanda, y eso a pesar de que este último país gasta el doble de dinero por cada preso, a fin de tener buenas condiciones en las prisiones[38].

 

De otro lado, los costos sobre los derechos individuales son menores ya que el número de personas privadas de la libertad por infracción a las leyes contra las drogas por cada cien mil habitantes es en Estados Unidos diecisesis veces mayor que en Holanda. En efecto, a fines de los ochenta había 400 000 presos por tal motivo en Estados Unidos, mientras que en Holanda eran 1.500, lo cual significaba tasas relativas de 160 y 10 por 100.000 habitantes respectivamente[39].

 

En tercer término, sus resultados en términos de salud son alentadores. No sólo el número de heroinómanos no ha crecido sino que éstos pueden llevar una vida más normal y están en mejor estado de salud que los que viven en otros países. En efec­to, un estudio mostró que, a mediados de los ochen­ta, los casos de sida por inyec­ción intra­venosa eran de 67% en Italia, 21% en Francia y 8% en Holan­da[40]. Igualmen­te, la tasa de mortali­dad de los heroinómanos en Holanda es de 0.5% frente a más del 2% en los otros países[41]. Fi­nal­mente, los heroinómanos en Ho­lan­da están más dis­pues­tos a aceptar una ayuda profesional que los de otros países en los que ese trata­miento es obligatorio, bajo amenaza de sanción penal[42]. 

 

Por último, y contrariamente a lo que supondrían los defensores de las estrategias más represivas, estas políticas más liberales no se han traduci­do en aumentos dramáticos del consumo. En Holan­da, desde 1977  el consumo de marihua­na y haschich ha bajado sensi­ble­mente y el número de heroinó­manos se mantiene esta­ble[43].

 

4.3. Una comparación estructural de los modelos I y II

 

La anterior comparación muestra las ventajas aparentes de la estrategia de reducción del daño frente a la guerra a las drogas. Una pregunta obvia surge: esos resultados diferenciados derivan de la concepción misma de las políticas o por el contrario están asociados a problemas coyunturales, como podría ser la diversa capacidad de los ejecutores de esas políticas? Es pues necesaria una reflexión teórica que intente explicar las divergencias de resultados entre esos modelos extremos de política criminal existentes frente a las drogas.

 

Según mi criterio, la ineficacia y los efectos perversos de la guerra a las drogas no derivan de carencia de recursos o de la incompetencia de los funcionarios estadounidenses, sino de fenómenos estructu­rales ligados al problemas de las drogas: la naturaleza de este mercado ilícito y las características de la protección penal en un Estado democrático. Por eso, -como dice el economista norteamericano Peter Reuter- los fracasos de la políti­ca de represión "no son el resulta­do de incom­pe­tencia o de recursos inade­cuados; ellos son inherentes a la es­tructura misma del proble­ma"[44].

 

El primer aspecto que conviene destacar es que el narcotráfico  -y por más que eso pueda parecer estrambóti­co a ciertas personas- no es una simple conducta delictiva sino un verdadero proceso pro­ducti­vo, ilegal pero productivo. En efecto, aun cuando sea gangste­ril, una forma de criminalidad organizada, la economía de la droga no deja de ser un proceso de producción en donde se efectúan avances en capital y en trabajo para producir mercancías con el objeto de venderlas en un mercado y obtener una ganancia. Proceso productivo, el narcotráfico no se puede entonces analizar como otras actividades criminales que buscan también la acumula­ción de riqueza (como el robo de bancos o la mal llamada industria del secuestro) pero que en sentido estric­to "no son acti­vidades produc­tivas y corresponden a simples trans­ferencias entre hoga­res"[45]. El narcotráfico no es una actividad de pillaje sino un proceso productivo, por más ilícito que sea. Esta distinción es importante, puesto que la criminalidad económica que llama­remos de pillaje no crea valor agregado sino que parasita las actividades produc­tivas: su desarrollo tiene entonces límites más estrechos que las produc­ciones ilícitas, pues supone la existencia de una economía produc­tiva de la cual vivir. La efi­ca­cia de la ley penal frente al narcotráfico se ve entonces mengua­da.

 

De otro lado -y muy ligado a lo anterior- el tráfico de drogas como tal -y a diferencia de los otros crímenes cometidos por los narco­trafi­cantes (asesinatos, atentados terroristas, etc)- es uno de esos delitos sin víctima aparente, como la corrup­ción o el contra­bando, puesto que en esos intercambios ilícitos nadie se siente dañado y todos aquellos que participan en él lo hacen porque consideran que obtienen un beneficio. Así, el campe­sino no es obli­gado por la violencia a vender su cosecha al narco­tra­ficante: él mismo, por razones económi­cas, busca volunta­riamente insertarse en el ciclo de la droga[46]. Igualmente, las "mulas", los trabajadores en los labora­to­rios y los grandes narcotra­ficantes buscan participar en el merca­do de la droga para lograr un benefi­cio. Lo mismo sucede con los toxi­có­manos y usuarios que parti­cipan "volunta­riamente[47]" de este merca­do; es más, en ocasio­nes buscan en forma desesperada hacer parte de él. Por eso, al no estar ninguno de los partícipes intere­sa­do en denunciar el comercio ilíci­to, el descu­brimiento y sanción de la produc­ción y comerciali­za­ción de drogas dependerán de la casuali­dad, de dela­ciones entre quienes parti­cipan en este mercado que utilizan así a las autorida­des para resolver sus con­flictos, o de la puesta en marcha por el Estado de mecanismos de control cada vez más autorita­rios y restric­tivos de las libertades ciudadanas: utiliza­ción de agentes encubier­tos, aumento de los poderes autónomos de las autori­dades policiales, incremento de los períodos de incomu­nica­ción, estímulo a la dela­ción, etc[48]. 

 

En tercer término, la estructura de los precios en el ciclo productivo de las drogas incide fuertemente en los pobres resultados de la guerra a las drogas, ya que el aumento más significativo de los precios de los productos se hace al final de la cadena de tráfico. Ello significa que las drogas, cuando entran a los Estados Unidos o a Europa, son relativa­mente baratas y su precio aumenta enormemente al ser vendi­das al consumidor. Así, según los datos de la DEA, el precio del kilo de cocaína al por mayor en los Estados Unidos en 1987 era de 15.000 U$, mien­tras que el precio de ese mismo kilo, una vez mezcla­do y reduci­do a gramos, se podría elevar a unos 250.000 dólares. Ello significa que aun cuando hubiera confiscaciones masivas de droga, su efecto sobre los precios finales seguiría siendo mínimo.

 

Sin embargo, es de todas maneras posible que una represión acentua­da, con la utilización de recursos financieros, policiales y milita­res cada vez mayores, con la expedición de normas cada vez mas restricti­vas de las libertades fundamentales, pueda eventualmente destruir numerosas redes y llevar a cabo reten­ciones masivas de drogas ilega­les, provocando con ello un aumento del riesgo de la actividad, una disminución de la oferta y un aumento del precio al consumidor final. Pero, la historia de la represión de las drogas muestra que se trata de victorias pírricas, siempre y cuando la demanda por las sustancias decla­radas ilegales se manten­ga. Muy rápida­mente, el aumento de los precios dinamiza la produc­ción de drogas en otros lugares; el éxito de la represión sobre ciertos narco­traficantes -cuando ello ocurre- simplemente favorece la crea­ción de nuevas redes y la constitución de otras organizacio­nes dedicadas al violento contrabando de drogas.

 

Este fenómeno se debe, de un lado, a que la disminución de la deman­da es un proceso largo, como lo han mostrado las campañas con res­pecto al alcohol y el cigarrillo, o cuya dinámica no depende direc­ta­mente de la actividad represiva. De otro lado, debido a que las posibi­lidades de producir y comercializar las drogas ilíci­tas son práctica­mente ilimitadas, debido a la estructura segmentada, deslo­calizada e internacionalizada de la producción de drogas ilícitas como la cocaína y la heroína, así como al carácter rudimen­tario de las técnicas empleadas. Finalmente, a que los eventuales aumentos de precios ligados a la desarticulación de ciertas organizaciones estimulan el mercado y dinamizan a otras organizaciones.

 

Se da entonces el llamado efecto "globo" (balloom effect): una represión eficaz en una región simp­lemente desplaza la producción y el tráfico a otra zona, siempre y cuando la demanda se mantenga dinámica. Así, a inicios de los años 70, la heroína era produci­da esencial­men­te por Francia y Turquía que proveían aproxima­damente el 80 % de la oferta mundial. La presión de los Estados Unidos durante el gobierno de Nixon provocó una represión acentuada en estos dos países, pero el único resultado fue que México y el triángulo de oro (Birmania, Laos y Tailandia) tomaron el control de ese tráfico sin que la oferta mundial dismi­nuyera sensiblemente[49]. En la marihuana ha habido evoluciones simila­res puesto que la represión de la pro­duc­ción mejicana a mediados de los setenta -mediante una utilización masiva y peligrosa de controles quími­cos- desplazó la producción a Colom­bia; a su vez la repre­sión química y militar de la producción colombiana facilitó la expansión de la producción en Estados Unidos, de suerte que en 1985 los cultivos locales en ese país eran ya la tercera produc­ción agrícola en valor, después del trigo y del maíz. Fina­lmente, la ofensiva del gobierno colom­biano de 1989 contra el llamado Cartel de Medellín permitió un mayor control del mercado por otras organizaciones, en especial por el Cartel de Cali, y un despla­zamiento de la producción a otros países. Posteriormente, la desarticulación del llamado Cartel de Cali no disminuyó la oferta sino que simplemente “democratizó” el negocio, pues surgieron otras organizaciones que tomaron rápidamente el relevo.

 

Esto muestra que, desde la pura racionalidad económica, hay fuerzas que tienden a mantener la oferta de drogas en un nivel superior a la demanda, como lo ha mostrado Germán Fonseca[50]. En efecto, por sus condiciones de producción, la oferta de drogas ilícitas de origen natural tiende a ser muy elástica, puesto que ella depende de­pen­de del capital acumu­la­do, de la efica­cia de las técnicas produc­ti­vas y de las cantida­des decomi­sadas por las autoridades. Por eso, si las ganancias aumentan la produc­ción crece también pues una parte de los exceden­tes es reinverti­da en el mejoramiento de la produc­ción, de la comercia­lización y de la protección del mercado ilíci­to. Pero -en la medida en que la demanda parece no ser elásti­ca a los precios- se concluye que un aumento en la represión no provoca sino una disminu­ción temporal de la oferta por la destruc­ción de algunas redes comer­ciales o un mayor control sobre ciertas zonas de producción. En efecto, el mejoramiento de las condiciones del mercado conlleva rápidamente un aumento de la producción en otros lugares que acaba por neutralizar totalmente el efecto de la represión inicial. Esto explicaría  por qué siempre en el tráfico de dro­gas la capacidad de adaptación de las organizaciones criminales parece superar siempre la capa­cidad estatal para reprimirla.

 

En la guerra a las drogas, contrariamente al dicho popular, muchas batallas se pueden ganar pero la guerra parece invetiblemente perdida, pues los éxitos policiales, judiciales y militares dinamizan la reproducción de la oferta de sustancias ilícitas.

 

En la práctica, el mercado de la droga es un mercado prohi­bido (declaratoria de ilega­lidad) pero con una baja tasa de repre­sión efectiva (opera­ciones exitosas de control por las autoridades). Y esos fracasos del prohi­bicionismo y sus efectos perversos no son casua­les; ellos se deben a la misma naturaleza del mercado ilegal de las drogas, tal y como lo vimos en los párrafos precedentes.  Pero esos fracasos están igualmente ligado al sentido que debe tener el derecho penal en una sociedad democrática y a las dificultades de establecer una prohi­bición absoluta orien­tada a erradicar "vicios" socialmente acepta­dos y a evitar que una persona se haga daño a sí misma. En efecto, el derecho penal no fue creado para repri­mir "vicios" con una tal aceptación social que llegan a estructu­rase como merca­dos. En tales casos la prohibición penal es contra­pro­ducente, por una doble razón. De un lado, porque  que lejos de reprimir esos mercados, la prohibi­ción los dinami­za pero sin con­tro­les externos provocando así los efectos perversos ante­riormen­te mencio­nados. De otro lado, por­que la legitimi­dad democrática de una tal prohibición es cues­tiona­ble ya que afecta esferas privativas del individuo relacio­nadas con el libre desarrollo de su personali­dad. De esa manera, se vulne­ra uno de los pilares sobre los que está edifica­do el Estado demo­cráti­co moderno al viola­rse el derecho fundamental de los usua­rios de la droga a ingerir sustancias que alteran los estados de conciencia, siempre y cuando al hacerlo no afecten a terceros.

 

Todos esos elementos diferencian la criminalización de las drogas -y el narco­tráfico que ella provoca- de otros regíme­nes inter­naciona­les de prohibición que -sin provocar los efectos contraproducentes aso­ciados al narco­tráfi­co- han sido relativamente exitosos, como la lucha contra la esclavi­tud, contra la pirate­ría, o contra la falsi­ficación de mone­da, puesto que estas últimas conductas no sólo provocan efectivamente vícti­mas sino que requieren mayores sofisti­caciones que la produc­ción y comercialización de sustancias sicotró­picas. Por eso señala con  razón Ethen Nadelman que "las leyes relativas a la prohibición de las drogas -al igual que aquellas que criminalizan la prostitu­ción y el juego- pueden afectar considera­blemente la natura­leza de la actividad y el mercado, pero no pueden disuadir eficaz­men­te ni con­trolar a aquellos que están determinados a participar de esas acti­vidades.[51] Razón tiene entonces el criminólogo holandés Louk Hulsman cuando concluye que "aún en circunstan­cias ideales, las actividades policiales no pueden tener sino un impacto ínfimo sobre el acceso a las drogas en el mercado ilegal. Se ha podido verificar que es completa­mente imposible el control de la presencia de drogas ilegales en las prisiones; ¿cómo podría, entonces, ser posible el control de la disponibilidad de drogas en la comunidad?[52]"

 

4.4.- Las posibilidades del modelo III.

 

Los enfoques de reducción del daño tienen a mi parecer méritos teóricos indudables, lo cual explica que hayan obtenido mejores resultados que las políticas estadounidenses.  Como vimos, estas estrategias parten de una doble constatación: de un lado reconocen que es imposible eliminar la disponibilidad y la demanda de drogas en nuestras sociedades, por lo cual el consumo y abuso de estas sustancias no puede ser erradicado sino a lo sumo regulado y limitado. De otro lado, estos enfoques admiten que las propias políticas de control del abuso de sustancias sicoactivas tienen efectos negativos graves, por lo cual el objetivo no debe ser reducir el consumo a toda costa, ya que a veces los costos de una intervención estatal con tal finalidad pueden ser mucho mayores que los eventuales beneficios[53]. El realismo de estas políticas de reducción del daño es importante, pues no sólo evita el fundamentalismo bélico de la "guerra a las drogas" sino que, además, permite ajustes pragmáticos progresivos según las evaluaciones que se hagan de los logros de las distintas medidas. Sin embargo, desde el punto de vista latinoamericano, estas estrategias, tal y como han sido practicadas, tienen limitaciones importantes, pues se siguen moviendo en un ámbito prohibicionista a nivel internacional, con lo cual se mantiene uno de los efectos negativos más graves de las políticas vigentes, a saber la presencia de poderosas organizaciones criminales dedicadas al tráfico de estas sustancias ilegales. Por ende, si el narcotráfico es uno de los mayores costos del actual prohibicionismo, los modelos de reducción del daño sugieren que es necesario poner en cuestión la prohibición misma y pensar en estrategias alternativas frente a las drogas capaz de eliminar también ese efecto perverso.

 

Sin embargo, a esa búsqueda se oponen varias objeciones, que conviene analizar breve­mente. De un lado, algunos consideran que la elimina­ción de la prohibi­ción es una claudicación moral. Pero -como hemos mostrado- este argumento parte de una concepción fundamentalista y equivocada sobre el sentido del derecho penal: se cree que éste existe para sancionar, cueste lo que cueste, todas las conductas consideradas inmorales. Y eso no es cierto: una concepción democrática y moderna de derecho penal limita su inter­vención a evitar que unos ciudadanos dañen a otros, siempre y cuando no haya otros medios para evitar esas con­ductas dañosas.

 

De otro lado, se dice que eliminar la prohibición no serviría para reducir la criminalidad en forma sustantiva, no sólo porque la crimi­nali­dad organi­zada se reconvertiría a otras activi­dades sino, además, porque la necesa­ria reglamenta­ción de un mercado lícito de drogas permitiría la existen­cia de un mercado paralelo de las mis­mas, lo cual "generaría violencia en la medida en que el Estado tratara de reprimir ese contrabando"[54]. Es una obje­ción bastante inge­nua: es cierto que muchos anti­guos narco­trafi­can­tes buscarían nuevos negocios ilícitos; pero más cierto aún es que se quitaría a las organizaciones crimina­les el negocio más rentable que tienen en la actualidad. Es cierto igual­mente que podría subsistir un mercado paralelo; pero la violen­cia y la co­rrupción generadas por este mercado paralelo no tendrían compa­ración alguna con aquellas asocia­das al mercado ilícito de la droga. Estas objeciones confunden entonces dos fenómenos diversos : el mercado ilícito y el mercado paralelo. Los merca­dos paralelos provienen de una reglamentación estatal que provoca la existencia de dos mercados, mientras que el mercado ilícito proviene de la repre­sión y de la prohibición de ciertos bienes y servicios, de suerte que en principio no existe sino el mercado ilícito. Con­viene enton­ces diferenciar los bienes ilícitos (aquellos cuya pro­ducción, comercialización, y uso son en sí mismos ilícitos) de los mercados paralelos (ciertas formas de intercambio ilícitas de bienes en sí mismos lícitos). Hoy el narco­tráfico es en lo esencial un merca­do de bienes ilícitos, porque se basa en la produc­ción y comerciali­zación de drogas, cuyo uso, incitación al uso o tráfico con finali­dades diferentes a las médicas o científi­cas son objeto de una prohibi­ción general y absoluta. Reducido a mercado paralelo, los efectos perver­sos del narcotráfico disminuirían en forma radical.

 

En tercer término, algunas objeciones se basan en identificar la legalización del narcotráfico en sí mismo -contrabando de drogas- con la legali­zación de los otros crímenes -asesinatos, atentados, etc- asociados hoy a ese mercado ilícito y que han sido cometidos por los empresarios de la droga. Como es obvio, esta objeción iden­tifica la legali­zación del narco­tráfico con la legalización de los narcotraficantes, cuanto el fenómeno parece ser el inverso: debido a la no legaliza­ción del narcotráfico, nuestros países se han visto obligados a diseñar estrategias para la legalización de los narco­traficantes.

 

Por eso creo que la única objeción seria que puede plantearse es la siguiente: según algunos analistas, la elimi­nación de la prohibi­ción podría ocasio­nar aumen­tos dramáti­cos de los abusos de drogas y de la toxicoma­nía, por la radical caída de los precios y por la disminu­ción del reproche social hacia el consumo implícito en cualquier legalización. Sin embargo, yo creo que si bien inicialmente puede haber un cierto incremento del consumo, el abuso de las drogas no tiene por qué aumentar en forma considera­ble y en el largo plazo, por las si­guientes razones.

 

En primer término, según ciertos autores, los altos precios y la repre­sión pueden tener efectos dinamizado­res sobre la ampliación del mercado, contra­riamente a lo sostenido por las estrategias oficia­les. No sólo lo prohibido juega un papel de atracción en ciertas capas sociales sino que la repre­sión convier­te al consumidor en dealer, debido a que debe procurarse el ingreso necesario para satisfacer su consumo. Esto significa que los precios altos de la droga pueden provocar un aumento del consumo por cuanto obligan a un número mayor de consu­mi­dores a conver­tirse en pequeños trafican­tes que tienen que buscar nuevos clientes[55]. Jugando un poco con los términos ingle­ses, pode­mos decir que los altos precios convierten al consumidor en "dealer" (distribuidor) y al mismo "dealer" en cada vez más "pus­her"[56], todo lo cual dinamiza el consumo.

 

De otro lado, algunas experien­cias históricas permiten concluir que la relación entre la prohibición, los precios y el consumo no parece ser mecánica. Así, los estudios sobre la prohibi­ción del alcohol en Estados Unidos mostra­ron que después de que ésta se levantó, el alcoholis­mo no aumentó conside­ra­blemente en ese país. Es más, se han hecho comparaciones históricas entre los esfuerzos en los años 20 y 30 de los Estados Unidos por controlar los abusos del alcohol y las estrategias desplegadas en esos mismos años por otros países como Australia y buena parte de Europa. "Mientras el primero favoreció inicialmente la prohibición, los segundos optaron en su lugar por regímenes regulatorios duros pero no prohibicionistas. Los resulta­dos fueron una baja más sustancial y duradera en Europa y Australia que en los Estados Unidos del consumo de alcohol y de las enfermeda­des derivadas de su consumo.[57]"

 

Pero se podría objetar que el caso del alcohol es diverso por tratar­se de una droga fuertemente integrada a la cultura occidental. Sin embargo, las propias experiencias de Holanda y Liverpool muestran que la despenalización del consumo no se traduce automáticamente en incrementos duraderos del abuso de drogas. Es cierto que en otros países, con regímenes prohibicionistas más duros, la evolución del consumo ha sido similar a la holandesa en ese mismo período. Pero ello prueba que los niveles de consumo y la intensidad de la represión parecen ser variables relativamente independientes, como parece comprobarlo también la reciente evolución del mercado de la cocaína. En efec­to, durante los años setenta e inicios de los ochenta, mientras el precio al por mayor de la cocaína era muy elevado, el consumo tendió a aumen­tar y luego a estabilizarse. En cambio, cuando estos precios caye­ron, el consumo no sólo no pareció aumen­tar sino que al parecer descendió. En efecto, en 1987 se constata por la primera vez en los últimos años una reducción del consumo de la cocaína en los jóvenes ... en el momento mismo en que los precios al por mayor estaban a su nivel más bajo[58].

 

Esto muestra que la estrategia prohibicionista reposa en una suerte de mito de la sustancia, según el cual si las personas pudieran acceder a las drogas hoy prohibidas, la gran mayoría no sólo no dudaría en hacerlo sino que además se convertiría casi inevitablemente en un toxicómano con una vida destrozada. Por ello es tan usual que se  hable del "flagelo" de las drogas, con lo cual se sugiere que las personas son "contagiadas" y destruidas por unas sustancias malignas, unas especies de virus que es necesario entonces erradicar a fin de proteger la salud pública. Sin embargo la realidad es otra. No sólo el consumo de cualquier droga requiere siempre una decisión del usuario, lo cual muestra que la imagen del flagelo  sino que, además, las evidencias sugieren que la gran mayoría de los usuarios de drogas ilegales controlan perfectamente el consumo de las mismas. En efecto, las estrategias prohibicionistas olvidan la dis­tin­ción fundamental que existe entre el uso y el abuso de drogas, puesto que las legislaciones y las encuestas sobre problemas de drogas definen el "abuso" como el "uso" de una droga ilícita. Esto quiere decir que -para el prohibicio­nis­mo- no puede haber un uso no problemático de las sustancias sicoáctivas. Sin embargo, muchos ejemplos muestran que eso no es cierto. Así, todos sabemos que la diferencia entre un alcohólico y un consumidor social de licor es muy grande. Ciertos consumos de licor no sólo no generan ningún problema social o sanitario sino que, estudios re­cien­tes recientes han concluído que tomarse un trago al día puede ser muy bueno para la salud. Igualmen­te, los ejemplo de Goethe o Goya -que eran fumadores recreati­vos de opio- muestran que hay consumos que no sólo no impiden llevar una vida ordinaria sino que a veces acompañan vidas extraordi­narias como la de estos dos artistas. ¿O es que debimos haber sometido a Goethe y a Goya a un tratamiento obligato­rio de desinstoxicación? Por eso, si bien el levantamiento de la prohibi­ción puede impli­car el aumento de ciertos consumos, no tiene por qué obligato­riamen­te traducirse en abusos generalizados. El problema no es entonces controlar todos los consumos -como lo pre­tenden los prohibicionistas- sino buscar mecanismos para evitar la extensión de formas problemá­ticas de consumo. Y las evidencias disponibles sugieren que la actitud social no conduciría a una generalización de consumos problemáticos.

 

Son posibles entonces nuevas estrategias[59]. Algunos proponen una liberalización pura y simple: el mercado de las drogas debería ser libre y desregulado como cualquier otro. No comparto esa posi­ción, por dos razones: primero, porque en gene­ral y contra el optimismo neoliberal, no creo mucho en las virtudes automáticas del mercado como mecanismo óptimo de regulación social. Y, segundo, porque de todos modos los peligros de las drogas y las posibilidades de abusos son reales. La liberaliza­ción pura y simple tiene entonces riesgos sanitarios y sociales innecesarios. Sin embargo, creo que entre esos dos extremos (la prohibición actual y la liberalización o legaliza­ción competitiva), son posibles estrate­gias de "mercado pasivo", "derecho al acceso", "normali­zación", "derecho penal mínimo", "des­penaliza­ción controlada", "le­ga­li­za­ción regulad­a" o "modelos de salus pública"[60], las cuales, a pesar de sus diferencias, a veces importan­tes, comparten unas ideas centrales. Todas ellas consideran que la mejor estrategia contra las drogas repo­sa en una regla­men­ta­ción dife­renciada de la produc­ción, distribu­ción y consumo de las drogas, de todas las drogas, tanto de las hoy legales como de las hoy ilícitas. Todas ellas parecen admitir que esa política podría lograrse a partir de una radicalización de las orientaciones básicas del modelo de reducción del daño, puesto que -a diferencia de las políticas holandesas- se admitiría la existencia de una produc­ción y dis­tribu­ción legal de las sustancias sicotrópicas. A partir de un análisis de esas propuestas, he intentado resumir lo que po­drían ser las ideas centra­les de un modelo alternativo de política frente a las drogas.

 

1) En términos generales, se trata de un modelo de salud pública destinado a minimizar los daños ocasionados por el abuso de sustancias sicotrópicas. Pero esa búsqueda de proteger la salud pública no se haría a toda costa, por lo cual tendría que tomar en cuenta como límites a su acción los derechos humanos -tanto de los usuarios de drogas como de la pobla­ción en general- y los efectos perversos y costos de las pro­pias políticas de control.

 

2) Por eso, y a fin de arrancar el monopo­lio de la distri­bución a las organiza­ciones criminales -uno de los principales efectos per­versos del actual prohibicionismo-, es indispensable admitir la existen­cia de unos canales legalizados de producción y distri­bu­ción, con­trola­dos por el Esta­dos, y que tendrían caracterís­ti­cas diversas según los tipos de drogas: en efecto, la distribución de marihuana -droga casi inocua- no puede ser la misma de la heroí­na, droga capaz de producir depen­dencia física y síquica. De esa manera, y como en la distribución primaría un crite­rio sanita­rio, se busca­ría que las drogas más peligrosas fueran las de más difícil acceso, para deses­ti­mular así los potenciales abusos.

 

3) Como el consumo de las drogas no se considera algo conveniente y que deba ser estimu­lado por la sociedad sino una conducta simplemen­te tolerada, ese mercado tendría que ser pasivo; es decir, se quita­ría a las redes legales de distribución toda agresi­vidad comercial: prohibi­ción de propagandas, exclusión de marcas, etc. Además, las políticas de precios -como se trata en general de monopolios estata­les o de mercados fuertemente interveni­dos- busca­rían desestimular el consu­mo. En sínte­sis, no se pretende­ría facili­tar y ampliar el consumo -como en un mercado libre- pero tampoco se lo haría legal­mente impo­si­ble, como en un mercado prohi­bido.

 

4) La existencia de esas reglamentaciones supone una cierta inter­vención sancionadora del Estado pero reducida al mínimo necesario, es decir a los siguientes tres aspectos. De un lado, habría que sancionar -como se hace con el alcohol- ciertos usos indebidos de las drogas que puedan afectar a terceros, como conducir un auto bajo los efectos de una sustancia sicoactiva. De otro lado, como se admite que uno de los mayores peligros de las sustancias sicotrópi­cas es su poder adicti­vo, el Estado  buscaría proteger a las perso­nas cuya falta de auto­nomía las hace más susceptibles a ser depen­dientes. Por eso no se penaría la existencia de un mercado de sus­tancias sicotrópicas entre adultos pero en cambio se impondrían penas a quienes indu­jeran a los menores a consumir. Finalmente, serían san­cio­nados quienes distribuye­ran drogas por fuera de los canales regulados. Esto significa, que se seguirían criminalizando formas de tráfico, puesto que podría exis­tir un mercado paralelo debido a la reglamentación de los siste­mas legales de producción, distribución y consumo. 

 

5) Un aspecto importante es que el derecho penal que subsistiera sería adecuado -tanto en sus aspectos sustantivos como procesales- a los principios fundamentales de un "derecho penal de los derechos humanos"[61].

 

6) En tales circunstancias, la política estatal buscaría un equili­brio entre dos imperativos: debería ser al mismo tiempo lo sufi­cien­temente flexi­ble -en materia de precios y reglas de distri­bución- para evitar la extensión indebida de un mercado paralelo, pero igualmente tendría que ser lo suficiente­mente severa para desestimu­lar los abusos de droga. Eso no sería siempre fácil; pero, en forma pragmá­tica, se podría poco a poco encontrar las mejores soluciones. 

 

7) La existencia de redes legales de distribución se combinaría con un fortalecimiento de programas de prevención, tratamiento y ayuda al toxicómano, los cuales podrían ser de muy diversa índole. De esa manera, gran parte de los recursos hoy desperdiciados en la prohibi­ción servirían a financiar esos programas.

 

8) Finalmente, como de lo que se trata es de desestimular los consu­mos socialmente dañosos de las sustancias sicotrópicas, se buscaría recuperar todas aquellas formas sociales de consumo no problemático de las drogas. En este punto, las sociedades latinoame­ricanas ten­dríamos mucho que enseñar, aprovechando por ejemplo las tradiciones indígenas de consumo de coca o de yahé; pero en vez de aprovechar esas experiencias, los gobiernos latinoamericanos siguen destruyendo -en nombre del prohibicionismo- formas no problemáticas de consumo de drogas exis­tentes en nuestras sociedades.

 

Creo que estrategias fundadas en elementos como los que acabo de describir no son la panacea pero son realistas y democráticas, pues evitarían los efectos perver­sos del actual prohibicionismo, respeta­rían los derechos de los usua­rios, y permitirían el diseño de estra­tegias sanitarias verdadera­mente adecuadas. Con ello no quiero negar que existan dificul­tades grandes y objetivas para la ejecución de esas políticas. Pero esas dificultades ¿significan acaso que debemos aceptar la prohibición existente? No lo creo, pues en este campo no se puede decir que más vale malo conoci­do que bueno por conocer.

 

5. Síntesis del análisis de costos y beneficios

 

El examen anterior indica que una política adecuada en materia de drogas debe estar encaminada a limitar el abuso de sustancias sicoactivas (problemas primarios), aunque no obligatoriamente pretende reducir el consumo, ya que determinados usos de estas sustancias no son socialmente  dañinos. Pero, teniendo en cuenta que las políticas de control tienen a su vez costos para la sociedad y para las personas (problemas secundarios), una buena estrategia debe minimizar también esos problemas secundarios.

 

En el diagrama No 2 del anexo he entonces intentado sintetizar los resultados de las distintas estrategias en relación con los problemas primarios y secundarios. Así, las características del mercado de las drogas hacen que la prohibición no pueda eliminar la producción ni el suministro de drogas, pues los espacios geográficos para la producción son demasiado extensos, y la desarticulación de una red genera un incremento de precios, que a su vez estimula la producción en otras zonas. Además, a pesar de ser una actividad prohibida, la mayor parte de los intervinientes en las transacciones de drogas lo hacen de manera voluntaria. Al ser un delito sin víctima aparente, el tráfico de drogas es muy difícil de controlar, pues nadie está interesado en denunciarlo. Los fracasos de las políticas prohibicionistas para reducir la oferta no derivan entonces de falta de recursos o de errores de implementación sino que provienen de defectos estructurales de concepción. Esa estrategia no logra entonces controlar adecuadamente los problemas primarios asociados a los abusos de drogas. Pero en cambio, esa prohibición ocasiona problemas secundarios muy graves, en la medida en que genera un mercado ilícito controlado por redes criminales, con todas sus graves consecuencias: violencia, corrupción, inestabilidad institucional, etc. Además, la penalización margina socialmente a los usuarios y evita un control de la calidad de las sustancias sicoactivas, lo cual agrava los problemas de salud. Igualmente, la prohibición  tiende a distorsionar la función del derecho penal en una sociedad democrática, que no es reprimir vicios sino amparar derechos y bienes jurídicos. Y, por si fuera poco, la ineficacia de la prohibición provoca "fugas hacia adelante", con lo cual tenemos un derecho penal cada vez más autoritario y un gasto cada vez más considerable de recursos en la infructuosa represión del narcotráfico.

 

La ineficacia de la prohibición para controlar los problemas primarios asociados al abuso de drogas, y su gran eficacia para generar problemas secundarios, explican que la guerra a las drogas se encuentre asociada a problemas primarios y secundarios muy intensos. Las estrategias II de reducción del daño, en cambio, aminoran ambos tipos de problemas, pues disminuyen los costos asociados al uso del derecho penal y logran un mejor manejo del abuso de las sustancias sicoactivas.

 

Según mi criterio, es razonable suponer que las políticas tipo III conducirán a una disminución aún mayor de ambos tipos de problemas: así, es evidente que la legalización regulada de la producción y la distribución de esas sustancias reduce los problemas secundarios pues disminuye los costos de las políticas de control, en la medida en que arranca a las organizaciones criminales el manejo de estos mercados, con lo cual decrece la violencia y la corrupción. Esta despenalización elimina también los rasgos autoritarios del derecho penal de las drogas. A su vez, la disminución de los costos de la represión permite incrementar los recursos para las estrategias preventivas, terapéuticas y de intervención comunitaria, por lo cual es probable que los problemas asociados al abuso disminuyan, aunque es posible que el consumo general pueda incrementarse.

 

Finalmente, las políticas de liberalización total reducen aún más los problemas secundarios, pues ni siquiera es necesario controlar eventuales mercados paralelos, ya que no habría regulaciones especiales para las sustancias sicoactivas; pero, al carecer de estrategias preventivas y terapéuticas adecuadas, es probable que los problemas primarios asociados al abuso de las drogas puedan aumenta considerablemente.

 

El análisis precedente muestra que existen razones poderosas para sostener que una política tipo III, o similar a ella, representa la estrategia más adecuada para enfrentar democráticamente los complejos problemas sociales asociados a las sustancias sicoactivas. Es obvio que el problema es más complejo, pues la legalización selectiva puede traducirse también en un cierto incremento del consumo de estas sustancias, que podría implicar aumentos del abuso y de los problemas primarios. Por ello, la gráfica podría ser entonces un poco diversa, como lo muestra el diagrama No 3. Sin embargo, existen evidencias empíricas que permiten suponer que este incremento no es considerable y que los problemas primarios tendrían a mantenerse estables, como lo ilustra el diagrama No 4. Esto indica que incluso en escenarios pesimistas, las estrategias tipo III parecen ser las más adecuadas.    Sin embargo, al menos en el corto plazo, la adopción de políticas de esa naturaleza está prácticamente excluida de la agenda política. Una obvia pregunta surge: ¿qué puede explicar ese desfase entre las razones de los académicos y el desarrollo de la agenda política en materia de drogas?

 

6- Las razones del desfase: doble moral, paradigma envolvente, profecía que se autocumple y "localismo globalizado"

 

Una primera explicación consiste en calificar la actual situación como un problema de doble moral y de aprovechamiento de la prohibición de las drogas para otros efectos. Y efectivamente, una revisión histórica pone en evidencia que, en determinados momentos, la política antidroga ha sido un instrumento para lograr otros propósitos, tanto de manera consciente como inconsciente. Así, los Estados Unidos han utili­zado el tema de las drogas, para defender otros intereses, en particular geopolíti­cos, como lo muestran numero­sos ejem­plos muy conocidos y documentados.

 

De otro lado, otros análisis históricos han mostrado que la prohibición de ciertas drogas ha operado, no como un instrumento de salud pública, sino como un mecanismo de segrega­ción y control de ciertas poblaciones..

 

El análisis precedente muestra que son muchos los que se benefician de las políticas prohibicionistas duras, y las defienden, a pesar de su evidente fracaso: los funcionarios antidrogas interesados en guardar sus puestos, las mafias alimentadas por esas ganancias ilícitas, el sistema financie­ro que se ve irrigado por los narcodólares, los gobiernos, que tienen en la supuesta amenaza de las drogas ilícitas una fácil coartada para reforzar sus mecanismos de control social, o ciertas potencias extranjeras que ven en la droga uno de los mejores meca­nismos para legitimar formas abiertas o encubiertas de intervención. Todos estos actores están enton­ces, tácita o expresamen­te, en favor del manteni­miento de la prohibi­ción.

 

Muchos de los resultados negativos del prohibicionismo, en la medida en que obstaculizan la democratización de las sociedades contem­porá­neas, pueden entonces ser vistos, desde otras ópticas, no como costos sino como elementos funciona­les del prohibicionismo.  Esto significa que si bien el prohibicio­nismo ha fraca­sado al no alcanzar sus objetivos mani­fiestos y anun­ciados, ha sido exitoso en alcanzar objetivos latentes y encubier­tos: reforzamiento de controles policivos, legitimación de formas de intervención extranjera, creación de nuevos sectores -legales y violentos pero dinámicos- de acumulación, segregación de ciertas poblaciones, etc[62]. Todo ello dificulta enormemente el desmonte de las actuales estrategias prohibicionistas, y podría explicar el desfase entre las discusiones académicas y las agendas políticas.

 

Sin embargo, y aunque lo anterior es cierto, considero que el problema es todavía más complejo, pues la doble moral es cínica: la persona sabe que miente y que usa un discurso moral para alcanzar propósitos menos loables. Pero en muchos casos, en el campo de las discusiones políticas sobre la prohibición, la situación es otra: muchos de los actores están genuinamente convencidos de la idoneidad y necesidad de las estrategias bélicas y punitivas contra las drogas. Lo que hay entonces son convicciones distorsionadas. Y ese fenómeno deriva del peso del paradigma prohibicionista, que una vez puesto en marcha, genera una lógica social que dificulta su crítica y su desmonte. Ese proceso no es fácil de explicar pero opera de la siguiente forma[63]: El prohibicionismo sobreilumina ciertos aspectos de la realidad social, mientras que oculta y margina otros fenómenos. Esto es en sí mismo normal, ya que es común a todo paradigma social, que genera una suerte de “desatención selectiva”, según la expresión de Sullivan, en virtud de la cual nos acostumbramos a percibir sólo ciertos aspectos de la realidad[64]. El problema es que en este caso, este paradigma distorsiona las necesidades de salud pública de las sociedades democráticas, ya que homogeneiza y confiere un tratamiento idéntico a situaciones disímiles, (cuando asume por ejemplo que todos los consumos de sustancias sicoactivas son igualmente reprobables), mientras establece diferencias que no tienen sustento claro, (por ejemplo cuando penaliza sustancias como la marihuana pero mantiene la liberalización del consumo de alcohol).

 

Este paradigma, una vez instaurado, controla la agenda política sobre el tema y resulta muy difícil apartarse de él en la discusión pública, al menos por los siguientes dos factores: De un lado, porque el discur­so prohibicionista tiene la diabó­lica virtud de operar como una suerte de profecía que se autocumple[65]: su puesta en ejecu­ción crea socialmente las premi­sas de las cuales parte. Así por ejemplo, el prohibicionismo consi­dera que todo uso es abuso y lleva indefec­tiblemente al deteriorio físico y síquico del consumi­dor; por eso recomienda prohibir todo consumo. Al hacerlo, margina a los usuarios, quienes obligados a vivir en la ilegalidad y en la exclu­sión, es posible que sufran deterioros síquicos y físicos importan­tes, lo cual refuerza la premisa de partida del prohibicio­nista, según la cual todo uso de esas sustancias prohibidas es abuso y deteriora invariablemente al consumidor. La opinión pública queda entonces convencida de esa premisa, a pesar de que ella es falsa, pues no todo uso es un abuso, como lo muestra la diferencia que existe entre un alcohólico y un consumidor social de licor.

 

De otro lado, y ligado a lo anterior, la estrategia prohibicionista tiende a enfrentar sus fracasos, no por una revisión de sus supuestos sino por un incremento de los recursos. Esta lógica de escalada lleva a que la lucha contra los abusos de las drogas sea planteada en términos moralistas y bélicos, lo cual conduce a la "guerra a las drogas", que condensa las con­tradic­ciones y los peligros de la estra­tegia prohibicionista norteamericana, pues coloca en un mismo paquete fenómenos radical­mente diferen­tes, ya que incluye el elemento militar (la noción de guerra y la utilización masiva de las Fuerzas Milita­res) en acciones que por su naturaleza son poli­civas y/o judi­ciales (la represión de una conducta ilícita) a fin de solucionar un problema que en esencia no es delictivo sino social, a saber los posibles abusos de sustan­cias sicotrópicas consideradas tóxicas. El gran problema de la masiva utilización de este discurso es que una vez  ha devenido dominante a nivel de la opinión pública, esas inconsis­ten­cias desaparecen y la imagen de la "guerra a las drogas" se consolida más allá de toda sospecha, resultando cada vez más difícil debatir la pertinencia de la actual estrategia. Quien cuestiona esta "guerra" es entonces visto como un aliado objetivo de los empresarios de las drogas o como alguien indiferente al drama de los toxicómanos. A su vez, el adicto es representado como el elemento dinamizador de la actividad de las organizaciones criminales. La "guerra a las drogas" adquiere entonces el sabor de una cruzada por la salvación de la humanidad, frente a la cual no pueden existir críticos sino tan sólo herejes y traidores.

 

Por último, esta lógica es aún mas difícil de combatir en la medida en que la estrategia prohibicionista desborda las fronteras nacionales pues, la ilegalidad de las drogas no es definida por el derecho interno sino por una normatividad internacional en la cual el papel de los Estados Unidos ha sido determinante. El margen de maniobra de los gobier­nos se ve fuerte­mente limitado: deben hacer frente a la ilegali­dad como un dato que no pueden modificar, al menos en el corto perío­do; deben igualmente enfrentar fuertes presiones de naciones mas podero­sos y, en especial, de los Estados Unidos.

 

En ese sentido, la política antidrogas es, conforme a la terminología propuesta por Santos, un típico "localismo globalizado" en materia jurídica[66]. En efecto, hasta finales del siglo XIX, existía, en términos generales, un régimen internacional liberal en materia de drogas, puesto que no había prohibi­cio­nes al comercio sobre sustancias sicoactivas. Esta situación varió ya que entre 1909 y 1961 se efectuaron varias conferencias internaciona­les y se firmaron múltiples conven­ciones internacionales por medio de las cuales se puso en marcha una prohi­bición general y absoluta para ciertas drogas, la cual tomaría forma con la Conven­ción Unica de 1961. En todo este proceso, el papel de los Estados Unidos, como dinami­za­dor de la realización de las conferencias y la suscripción de los tratados, ha sido central. El derecho internacional de las drogas es entonces un típico localismo globalizado, ya que las orientaciones internas de los Estados Unidos sobre la materia fueron convertidas en tratados vinculantes, que a su vez no sólo han reforzado las tendencias prohibicionistas en ese país, sino que además han condicionado fuertemente todas las políticas nacionales, pues han excluido, o marginalizado, las otras opciones en este campo. Esta globalización atraviesa varias fases. En primer término triunfa progresivamente el paradigma prohibicionista, resultado que se materializa en la Convención Unica de 1961. Luego, a partir de la guerra a las drogas declarada por Nixon a inicios de los setenta, el problema de las drogas entra con mayor fuerza a la escena internacional, pues el control de la oferta adquiere un papel creciente en la estrategia estadounidense contra las drogas y en la política exterior de ese país. Las administraciones Ford y Carter no pusieron un gran énfasis en esta guerra a las drogas pero tampoco la desmontaron, de suerte que en los años ochenta, durante la contrarrevolución republicana, la guerra a las drogas adquiere cada vez mayor importancia internacional. El último momento de esta compleja evolución parece ligado al fin de la guerra fría, en los años noventa, pues no sólo los Estados Unidos tienden a repensar su papel en la política mundial y a reevaluar a sus aliados tradicionales, entre ellos Colombia, sino que, además, la amenaza del narcotráfico y de la criminalidad organizada y del terrorismo entran a jugar funcionalmente, en muchos aspectos, el papel desempeñado por la amenaza comunista.

 

7- Perspectivas y desafíos

 

La combinación de los anteriores factores ha hecho que las estrategias prohibicionistas más duras, a pesar de sus pobres resultados y de las crecientes críticas académicas, sigan dominando el debate público. El desafío que surge para quienes defendemos opciones más humanas y democráticas en este campo es entonces erosionar el dominio de estas perspectivas bélicas y punitivas en la agenda política contemporánea. La tarea no es fácil, y no tengo ideas claras de cómo debemos proceder, pero las experiencias de ciudades  como Frankfurt, o de países como Suiza son esperanzadoras, pues muestran que es posible llevar a cabo modificaciones significativas de las estrategias antidrogas. Es cierto que, desde la perspectiva de un nuevo modelo de salud pública, esas transformaciones son aún limitadas, pues mantienen la ilegalidad de la distribución y producción, por lo cual subsisten muchos de los efectos perversos y de los problemas secundarios de las estrategias dominantes. Sin embargo, se trata de pasos significativos. Debemos pues aprender de esas experiencias de cambio de las políticas antidrogas, con el fin de comprender cuáles fueron los factores que posibilitaron el surgimiento de una nueva visión social del problema del abuso de sustancias sicoactivas, que permita desmontar las actuales perspectivas bélicas, que tanto sufrimiento  han generado a nuestras sociedades.

 

 

Bibliografía (INCOMPLETA)

 

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[1] Este texto fue presentado en el seminario itinerante de política criminal POCAL

[2] Para presentaciones más detalladas de estas políticas, ver Uprimny 1997 y 2002 Ver igualmente, entre otros, Nadelmann (1993) Olmo (1989) Caballero (1989) Albrecht y Kalmthout(1989), Bertram Eva et all (1996) y Schaler (1998).

[3] Ver, por ejemplo, Milanese, pp 14 y ss.

[4] Sobre estas diferencias en Europa ver Cesoni y Albrecht. Sobre la evolución de la política estadounidense, ver Bertram Eva et all (1996).

[5] Algunos autores y enfoques distinguen entre despenalización (que supone la eliminación de la pena de prisión para un comportamiento, pero admite otras sanciones administrativas) y descriminalización, que implica la supresión del carácter ilícito de la conducta. En este texto, y salvo una aclaración al respecto, utilizo indistintamente ambas expresiones.

[6] Sobre la relación entre la pena como aflicción o dolor y la pena como privación de un derecho, ver Ferrajoli, 1995,  No 29.

[7] Ver el artículo 8 de la Declaración de 1789, el artículo 16 de la Declaración de 1793 y el artículo 12 de la Declaración de 1795. Para un desarrollo del principio de necesidad y proporcionalidad, ver Ferrajoli, 1995, pp 385 y ss.

[8] Ver los artículos 7º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y 5º de la Convención Interamericana

[9] El Espíritu de la Leyes, XIX, 14.

[10] En un sentido semejante, Herbert Hart también se preguntaba quien tenía la carga de la prueba en el debate sobre la abolición o no de la pena de muerte: ¿quiénes se oponen a la pena capital deberían mostrar que ésta es inútil o incluso perjudicial? ¿O corresponde a los defensores de la pena de muerte mostrar que ésta es socialmente benéfica? Y Hart respondía que como la pena de muerte aparecía prima facie como un mal, entonces la carga de la prueba recaía sobre los defensores de la pena de muerte y no sobre los abolicionistas (1995, pp 88 y 89). Según mi criterio, y sin negar la especificidad de la pena de muerte, el argumento de Hart puede ser generalizado; como toda pena es prima facie un mal, la carga de la prueba la tienen siempre quienes defienden la penalización de un determinado comportamiento.  Ferrajoli (1995, p 252) sostiene una tesis semejante. Según su parecer, el gran mérito de las perspectivas abolicionistas, que denuncian la arbitrariedad, así como los costos y sufrimientos del sistema penal, es que arrojan sobre quienes defienden la aplicación de penas la carga de la justificación.

[11] Un ejemplo es la tesis de James Q Wilson, quien fue miembro en Estados Unidos del National Advisory Council for Drug Abuse de 1972. Este autor acepta que no existen elementos científicos concluyentes que permitan predecir que la legalización de las drogas generará un aumento considerable de la adicción. Sin embargo, frente a la idea de ciertos críticos de la prohibición, como Nadelmann, quienes proponen la necesidad de intentar la legalización para mirar los efectos de esa política sobre el abuso y la adicción,  Wilson concluye que “ese experimento social es tan riesgoso que no es verdaderamente un experimento” (1998, p 55). La obvia pregunta que queda en el aire es la siguiente: ¿Y qué pasa con los enormes costos y sufrimientos provocados por ese otro experimento que ha sido la prohibición?

[12] Para el debate sobre la justificación de las penas, ver Hart (1995, capítulos I y IX) y Ferrajoli, capítulos 19 a 23.

[13] Para un desarrollo de esta visión, ver Carlos Rosenkrantz. (1992) “El valor de la autonomía” en Cuadernos y debates No 37, Madrid , Centro de Estudios Constitucionales.

[14]Cf Jorge Mario Eastman. (Comp) Amapola, coca y.... Bogotá: ONU, UNDCP, 1993, p 14. En sólo Colombia, las incau­tacio­nes de cocaína pasaron de menos de 340 Kg en 1981 a más de 59 toneladas en 1991 (Ver Policía Nacional. Criminalidad 1990, p 413; Criminalidad 1991, p 307)

[15] Ver, por ejemplo, VV.AA. Drug War Politics...loc-cit, anexo No 1, p 264.

[16]Datos de David Scott Palmer en una exposición efectuada el 14 de julio de 1993 en la conferencia internacional "Drogas y narcotráfico: propuestas desde la región andina" organizada por la Comisión Andina de Juristas en Lima. Scott insiste en que la mayor parte de los gastos en materia de drogas son efectuados por los 50 gobiernos estatales y los 45000 gobier­nos locales.

[17]La Corte Suprema de Justica de Estados Unidos, en una votación disputada, aceptó que a quienes posean más de 650 gramos -menos de un kilo- de cocaína se les podía imponer cadena perpetua, sin posibilidad de una eventual libertad bajo palabra. Para la Corte, esto no constituía un castigo cruel y desusado, porque el narcotráfico es considerado una grave amenaza a la sociedad. (Espectador, Bogotá, junio 28 de 1991, p 10A)

[18] Para 1993, el departamento de Estado de los Estados Unidos estimó la producción de cocaína en 1.110 toneladas.

[19] Ver Charles Bowsher. (Contralor General de los Estados Unidos). "El problema de la droga en Estados Unidos persiste" en Economía Colombiana. Bogotá: febero, marzo 1990, p 85.

[20] Según la NNICC (National Narcotics Intelligence Consu­mers Committee), el precio promedio al por mayor pasó de 60.000 dólares en 1981 a 10.000 dólares en 1991. Ver Mauricio Cárde­nas, Luis Jorge Garay.(Ed) Macroeconomía de los flujos de capital. Bogotá: Tercer Mundo, Fescol, Fedesarrollo, 1993, p 240.

[21] En 1979, la producción peruana se estimaba en 30.000 hectáreas y la bolivana en 20.000 (Ver Humberto Campodónico. "La política del avestruz" en Diego García Sayán (Ed). Coca, cocaína y narcotráfico. Laberinto en los Andes. Lima: Comisión Andina de Juristas, 1989, p 230 y 235). En cambio, el informe del depar­tamen­to de Estado de 1991 hablaba de 217 000 hectáreas culti­vadas en coca; el informe de la JIFE (Junta Internacional de Fisca­lización de Estupefacientes) de 1993 estima la exten­sión de los cultivos de coca en 490.000 hectá­reas.

[22]Ver J Wiarda. "Drug Policies in Western Europe" en Hans-Jorg Albrecht, Anton van Kalmthout. Drug Policies in Western Europe. Freiburg: Instituto Max Planck, 1989, p 31.

[23] Ethen Nadelmann. "Prohibición de la droga en Estados Unidos: costos, consecuencias y alternativas" en Economía Colombiana. Bogotá: Nos 226-227, febrero-marzo 1990, p 59.

[24] Cf Ethen Nadelmann. Op-cit, p 66.

[25] Ver Rosa del Olmo.  La cara oculta de la droga. Bogotá temis, 1986, p 9.

[26]La Prensa, Bogotá, marzo 1 de 1990

[27]Ver El Tiempo, Bogotá, junio 16 de 1992

[28] Para una presentación de algunas de estas utilizacio­nes políticas del tema de las drogas en general y del narco­tráfico en particular, ver Germán Palacio. Fernando Rojas. "Empresarios de la cocaína, parainstitucionalidad y flexibili­dad del régimen político colombiano" en PALACIO Germán. La irrupción del para­estado. Ensayos sobre la crisis colombiana. Bogotá: ILSA, CEREC, 1990.. Ver igualmente Rosa del OLMO. La cara oculta de la droga. Bogotá: Temis, 1986. Igualmente ver Alain La­brousse. La drogue, l'argent et les armes. Paris: Fayard, 1991. Mylene Sauloy. Yves Le Bonnec. A qui profite la cocaine?. Paris: Calman Lévy, 1992.

[29] Ver Semana, No 377, julio 1989; ver Alain Labrousse. Op-cit, p 459- 460. Ver Mylen Sauloy, Yves Le Bonniec. Op-cit, capítulo 7.

[30] Ver Cambio 16, 11 de mayo de 1992, p 45.

[31] Ibidem, p 45.

[32] Ibidem, p 86.

[33] Ethen Nadelmann. Op-cit, p 16.

[34] Sobre esta distinción, central para cualquiera análi­sis de las políticas antidrogas, ver Louk Hulsman. Op- cit. p 56 y ss. Ethen Nadelmann. "Prohibición de la droga.. Loc-cit. 

[35] Sobre este cambio de bienes jurídicos protegidos y el progresivo alejamiento del bien salud pública, ver Rosa del Olmo "La convención de las Naciones unidas ¿Contra el tráfico de drogas o en favor del control financiero?" en Edgar Saave­dra, Rosa del Olmo. La Convención de Viena y el narcotráfico. Bogotá: Temis, 1991

[36] Para una descripción de esta política, ver A.M van Kalmouth. "Characteristics of Drug Policy in the Netherlands" en Hans-Jorg Albrecht, Anton van Kalmthout. Drug Policies in Western Europe. Frei­burg: Institut Max Planck, 1989, pp 259 y ss. Igualmente ver Louk Hulsman. "La política de drogas: fuente de problemas y vehículo de colonización y represión" en Nuevo Foro Penal. Bogotá, No 35, enero-marzo 1987. También ver lod artículos de Jos Silvis, Dirk Jann Kranna y Marees Derksen et al en Maria Luisa Cesoni. Usage des stupéfiants... Loc-cit, pp 181 y ss.

[37] Ethan Nadelmann, "Pensando seriamente en alternativas a la prohibición de las drogas" en Comisión Andina de Juris­tas. Materiales de Lectura Conferencia Internacional Drogas y Narcotráfico, Propuestas desde la Región Andina. Lima: mimeo, julio 1993, p 3.

[38]Ver Diirk Jaan Kraan. "La politique néerlandaise en matiere de stupéfiants: une perspectiva économique" en Maria Luisa Césoni. Op-cit, p 251

[39]  Ibidem, p 249

[40]Citado por Alain EHRENBER, Patrick MIGON. Drogues poli­tique et société. Paris: Le Monde Editions, Descartes Edi­tions, 1991,p 11.

[41]Ver Jean-Pierre Jacques. "Le modele Hollandais: des toxicomanes nombreux et en bonne santé" en Psychotropes. Montréal. Vol III, No 3, 85 y ss. Esa diversa tasa de mortali­dad significaría que más del 75% de las muertes de los heroi­nómanos parece provenir de la represión, y no de la heroína en sí misma.

[42] Ibidem.

[43] En 1976, 10 de las personas de 17 y 18 años habían consumido ocasionalmente haschich o marihuana; en 1983 ese porcentaje había caído a 6%. El número de heroinómanos no ha aumentado. Cf A. Kalmthout. Op-cit, p 265.

[44] Peter Reuter. "Eternal hope; America's quest for narco­tics control" en Combatting International Drugs Cartels: Issues for US Policy. Senate Caucus on international narcotics control. Was­hington: US Government Printing Office, 1987, p 82.

[45] Archambualt E, Greffe X. Les économies non-officie­lles. Paris: maspéro, 1985, p 12.

[46]Esto obviamente no quiere decir que no haya violencia ejercida por los empresarios de la droga contra los campesi­nos. Esta existe; puede ser muy impor­tante. Al parecer ha sido utilizada sobre todo para la introducción de los cultivos ilícitos en nuevas zonas de produc­ción, sobre todo cuando ha habido alguna resistencia de las comunidades a entrar en el negocio. Sin embargo, creo que esa violencia no explica la dinámica de incorpora­ción de grandes masas de campesinos a este tipo de cultivos ilícitos.

[47] Entendemos aquí por participación voluntaria y consen­sual de un mercado aquella que implica -en un sentido estric­tamente jurídico que es el que precisamente define la libertad del intercambio mercantil- que ninguna coacción es ejercida por un tercero para forzar el acuerdo. Esto -lo sabemos con claridad desde las reflexiones de Spinoza o del descubrimiento del incons­ciente- no implica libertad en sentido más filosófi­co pues podemos ser esclavos de nuestros sentimientos pasivos y de nuestras pulsio­nes.

[48] Cf Francis Caballéro. Op-cit, pp 102-103.

[49]Cf Alfred W MCCoy. Golden triangle: Southeast Asia and the failure of international drug interdiction 1890-1990. War on Drugs. Lessons in History and Public Policy. Madison: Wisconsin, Mimeo, Mayo 1990.

[50]Germán Fonseca "Economie de la drogue: Taille, caracté­ristiques et impact économique" en Tiers Monde. Paris, Tomo XXXIII, No 131, 1992, pp 491 y 492

[51] Ethen Nadelman. "Régimes globaux de prohibition et trafic international de drogue" en en Tiers Monde. Paris, Tomo XXXIII, No 131, 1992, p 550.

[52]Louk Hulsman. Op- cit, p 58.

[53] Para una presentación de los fundamentos de este enfoque, ver la llamada resolución de Frankfurt firmada hace pocos años por los representantes de varias importantes ciudades europeas, como

[54]Enrique Parejo González "¿Conviene legalizar las dro­gas?" en El Espectador, Bogotá, 4 de julio de 1993.

[55] Ver Charles Henry De Choisleul Praslin. La drogue, une économie dynamisée para la répression. Paris: Presse du CNRS, 1991, pp 21 y ss.

[56] A quienes venden drogas ilegales se les llama también pusher, pero literalmente esta palabra significa alguien muy determinado que lleva a los otros a aceptar sus deseos. Esto muestra pues el rol dinamizador del distribuidor en el mercado de las drogas.

[57]Ethen Nadelmann. "Pensando seriamente... Loc-cit, p 17.

[58] CF Charles BOWSHER. "El problema de la droga en Esta­dos Unidos persiste", pp 82 y ss; Igualmente El Espectador, diciem­bre 20/90, p 7A, y Newsweek, Julio 1 de 1991, p 8

[59] Para una presentación suscinta de estas estrategias, ver Rosa del Olmo. ¿Prohibir o domesticar? Políticas de drogas en América Latina. Caracas: Nueva Sociedad., 1993, pp 117 y ss.

[60] El término de "mercado pasivo" es de Francis Caballé­Op-Cit,. Ethen Nadelmann habla del modelo del "derecho al acceso". Ver "Pensando seriamente... Loc-cit, p 17 y ss. Los otros términos son usados por autores como Rosa del Olmo. Cf ¿Prohibir o... Loc-cit, p 121; José Luiz Díez Ripo­lles. "Prin­ci­ples of a New Drug Policy in Western Europe froma a Spanish Point of View" in Hans-Jorg Albrecht, Anton van Kalmt­hout. Op-cit, pp 321 y ss. Igualmente su texto "Alterna­tivas a la actual legislación sobre drogas" en Nuevo Foro Penal. Bogotá, No 54 en el cual recoge las propues­tas del llamado manifiesto de Málaga. Este manifiesto fue redactado y aprobado en 1989 por un amplio grupo de juristas españoles, en una reunión en la Facultad de Derecho de Málaga, promovida por el grupo "Jueces para la Democracia". (Ver el Texto en Jueces para la Democra­cia. Ma­drid, No 9, diciembre 1989, pp 74 y 75). Cons­tituye -a mi parecer- uno de los mejores documentos sobre el tema, puesto que en escasas dos páginas muestra no sólo los efectos perver­sos del prohibicionismo sino que ofrece los elementos mínimos de una regulación alterna. A partir de ello, los firmantes elaboraron una propuesta muy detallada y muy interesante para una políti­ca crimi­nal alternativa sobre drogas. Igualmente ver la propuesta en gran parte coincidente de los autores de Drug War Politics. Loc-cit, pp 205 y ss.

[61] La sugestiva expresión es de Juan Fernández Carrasqui­lla . Ver Conceptos y límites del derechos penal. Bogotá: Temis, 1992, pp 109 y ss.

[62] Planteamientos similares en Mylene Sauloy. Yves Le Bonnec. A qui profite la cocaine?. Paris: Calman Lévy, 1992. O en Juan Gonzalo Escobar. "La realidad social del 'narcotráfi­co' en Colombia: Discursos y políticas criminales. Perspecti­va sociojurídica" en Nuevo Foro Penal. Bogotá, No 47, enero-marzo 1990.

[63] En un sentido similar, ver Eva Bertram et al. Drug War Politics. The price of denial. Berkeley: University of California Press, 1996, en especial capítulos 7 y 8.

[64] Ver al respecto. Morris Bergman. El reencantamiento del mundo. Buenos Aires: Cuatro vientos, 1970, p 134.

[65] Sobre esta noción, ver la clásica presentación de Rober K Merton. Teoría y estructura social, México: Fondo de cultura Económica, 1963. capítulo XI, pp 419 y ss

[66] Ver Boaventura de Sousa Santos. La globalización del derecho. (Trad César Rodríguez) Bogotá: UN, ILSA, pp 57 y ss.

 

 


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