GEOPOLÍTICA Y DROGAS EN EL
HEMISFERIO OCCIDENTAL:
APUNTES PARA UNA ACTUALIZACIÓN.
El presente artículo va dirigido a realizar una
imprescindible actualización acerca de la relación que existe entre los
enfoques geopolíticos que históricamente han caracterizado la estrategia
latinoamericana y caribeña de los Estados Unidos y la llamada “guerra contra
las drogas” que se desarrolla en algunos naciones del Hemisferio Occidental. En
ese contexto, resaltaré el creciente significado que han adquirido todos los
asuntos vinculados con el combate contra el mal llamado “narcotráfico
internacional”[1] en los
sistemáticos esfuerzos que, a lo largo de la última década del siglo XX (es
decir, después del fin de la guerra fría), emprendieron los círculos de poder
norteamericanos para construir, bajo su dominación, lo que desde hace varios
años, he venido denominando como “un nuevo orden panamericano” funcional a sus
aspiraciones hegemónicas sobre el sistema mundial (Suárez Salazar, 1995 y 2000).
Para cumplir mis objetivos dividiré mi contribución en dos
acápites. En el primero, presentaré una rápida actualización de las principales
tendencias que caracterizan el consumo, el tráfico y la producción de drogas
ilegales (ya sean de origen vegetal, sintéticas o semisintéticas)
en todo el planeta.[2] Asimismo,
trataré de demostrar el lugar relativamente
secundario que ocupan las 33 naciones independientes o formalmente
independientes de América Latina y el Caribe en la producción y el tráfico de
las principales drogas ilegales que se consumen en la actualidad: mariguana, cocaína, morfina, heroína, así como una
multiplicidad de drogas sintéticas derivadas de las anfetaminas (EA) y del
“éxtasis” (MDMA o “droga del amor”) inventada en los laboratorios de algunos
países de Europa Occidental en la década de 1980.
En contraste con ese hallazgo, en el segundo acápite,
mostraré cómo –al socaire de la redefinición de los “enemigos de la seguridad
interamericana” (entiéndase de la seguridad nacional norteamericana) que se
produjo en la posguerra fría— las tres últimas administraciones de los Estados
Unidos (sucesivamente encabezadas por George Bush, William Clinton y por George W. Bush) han convertido a
algunas de las naciones del Hemisferio Occidental en el principal escenario de
“la guerra contra las drogas” que, desde los primeros años de la década del 80
de siglo XX, proclamó de manera unilateral la reaccionaria administración del
republicano Ronald Reagan
(1981-1989).
A partir de algunas referencias al entramado de acuerdos y
pactos de diferentes tipo que, desde la primera Cumbre de las Américas (diciembre de 1994) hasta nuestros días, han
venido firmando los 34 gobiernos del hemisferio que (con excepción del Cuba)
integran el Sistema Interamericano, así como de ciertos ejemplos concretos
(como el equipamiento y entrenamiento de las fuerzas armadas mexicanas, el Plan
Colombia y, más recientemente, la denominada Iniciativa Regional Andina),
también abordaré la estrecha vinculación que existe entre la lucha contra el
“narcotráfico” y los objetivos más generales de la “gran estrategia”
norteamericana contra las naciones situadas al Sur de Río Bravo y de la
península de la Florida. En particular, contra
las bañadas por las aguas del Golfo de México y del Mar Caribe: zona del
mundo que, desde hace casi dos siglos, ha sido considerada por las clases
dominantes en los Estados Unidos como “la frontera sur” de su seguridad
nacional.
Nuestra máxima primera y
fundamental debiera ser la de jamás intervenir en las disputas de Europa, y la
segunda, no consentir que Europa intervenga en los negocios cisatlánticos…
Pero tenemos, desde luego, una cuestión que plantearnos: ¿Anhelamos adquirir,
para nuestra propia Confederación, una o más provincias españolas? Yo confieso,
con toda sinceridad, que siempre consideré a Cuba como la adición más
interesante que pudiera hacerse a nuestro sistema de estados. El control que
con la Florida nos daría esta isla sobre el Golfo de México y los países del
istmo contiguo, así como las tierras cuyas aguas desembocan en el Golfo,
asegurarán completamente nuestra seguridad continental.
Thomas Jefferson
Advierto a los lectores que el espacio disponible no me
permite abordar todas las complejidades (que son muchas) del fenómeno del
consumo, la producción y el tráfico de drogas; ya sean estas ilegales, legales
o socialmente aceptadas, como es el caso de varios productos farmacéuticos
legalmente producidos y del alcohol. Tampoco la situación de los “delitos
conexos” al llamado “problema de las drogas” (tráfico de precursores, “lavado”
de dinero, contrabando de armas) que
afecta a la comunidad internacional; ni la estrecha vinculación de tales
delitos transnacionales (en particular el “lavado de dinero”) con las
crecientes tendencias especulativas que caracterizan el mercado capitalista
mundial y, en particular, a los “globalizados” mercados financieros
internacionales. Como bien se ha dicho, esos mercados financieros se han
transformado en un “gran casino” en el que todos los días se transan (y “lavan”)
electrónicamente, a velocidades astronómicas (nanosegundos),
millardos (miles de millones) de dólares sin parar
mientes en el origen “legal” o ilegal de tales flujos (Watson,
1994).
TENDENCIAS
ACTUALES DE LA PRODUCCIÓN, EL TRÁFICO Y EL CONSUMO DE DROGAS EN
TODO EL MUNDO.
En julio del 2001, la Oficina de las Naciones Unidas de
Fiscalización de Drogas y de Prevención del Delito (OFDPD, por sus siglas en
español) dio a conocer su más reciente informe sobre las tendencias de la
producción, el tráfico y el consumo de drogas en todo el mundo. Según las
cifras explícitamente incompletas que aparecen en el indicado informe, en el
año 2000 existían 180 millones de personas (la mayor parte de sexo masculino)
que consumían de manera sistemática diversas drogas ilícitas en todo el
planeta. O sea, aproximadamente un 4,2% de toda la población mundial de más de
15 años de edad. Buena parte de esos
consumidores se ubicaban en los llamados países del Primer Mundo. En particular
en los Estados Unidos (considerado el primer consumidor mundial de cocaína y mariguana) y en Europa Occidental; zona del mundo donde en
los últimos años se ha extendido rápidamente el consumo de diversas drogas
“naturales”, sintéticas y semisintéticas.
Tabla # 1
Amplitud de la toxicomanía (prevalencia
anual)* en los últimos años del decenio de 1990
|
Drogas ilícitas, de las cuales: |
Cannabis |
Estimulantes de tipo anfetamínico
(+) |
Cocaína |
Opiáceos |
De los cuales, heroína |
EN EL NUNDO (millones de personas)** |
180 |
144.1 |
28,7 |
14 |
13,5 |
9,2 |
En % de la población mundial |
3,0% |
2,4% |
0,5% |
0,2% |
0,2% |
0,15% |
En % de la población mundial de 15 años de edad o más |
4,2% |
3,4% |
0,7% |
0,3% |
0,3% |
0,22% |
* Personas que han consumido esas
drogas, al menos una vez en el año precedente.
** Los guarismos de esta columna no
deben sumarse a causa de la llamada tendencia al “policonsumo”
de drogas que se registra entre algunas personas.
(+) Incluye a los consumidores de
Anfetaminas (metanfetaminas y anfetaminas), así como
de otras “drogas sintéticas”.
Fuente:
PNUFID: World Drug Report
2000, citando en OFDPD (2001:234)
Como indica la Tabla #1, pese a que dichas magnitudes no
pueden ser sumadas (dada las tendencias al denominado “policonsumo”
de drogas ilegales que tienen algunas personas), en los últimos años del siglo
XX, 114 millones de personas consumieron regularmente diferentes tipos de
drogas provenientes de la planta llamada cannabis (popularmente conocida como mariguana);
29 millones consumieron diversos tipos de drogas sintéticas producidas de
manera ilegal (anfetaminas, metanfetaminas, “éxtasis”
y otras sustancias alucinógenas, estimulantes o depresivas del sistema nervioso
central); 14 millones consumieron cocaína (la única droga de origen nítidamente
latinoamericano); y 12.5 millones utilizaron diferentes tipos de drogas
derivadas de la planta conocida como adormidera
o, lo que es lo mismo, de los llamados opiáceos (morfina, heroína) o
provenientes del opio. Entre estas últimas, 9.2 millones consumieron heroína.
Entre éstas, cerca de 900 mil lo hicieron de manera regular en los Estados
Unidos y la mayor parte de las restantes en diversos países asiáticos,
ancestralmente consumidores y productores de opio.
En correspondencia con esa persistente y nada despreciable
demanda, así como con las fabulosos ganancias derivadas de ese negocio
(aproximadamente, 500 mil millones de dólares anuales), en el año 2000 –siempre
según el mismo informe— se habrían producido unas 4 700 toneladas métricas de
opio en todo el mundo. Un 70% de las mismas en el territorio de Afganistán; un
23% en Myanmar (antes denominado Birmania); un 5% en otros países de Asia
(principalmente en la República Democrática Popular Lao,
en Tailandia y en Pakistán, país que es considerado uno de los principales
cultivadores mundiales de adormidera) y sólo un 2% en América Latina. En
especial en México y Colombia. Según indican las cifras de incautación, desde
1994, ambos países se han venido transformando en los principales exportadores
de opiáceos hacia el mercado norteamericano.
A su vez, Colombia, Perú y Bolivia serían, en ese orden,
los principales productores de hojas de coca, pasta base de coca y, sobre todo,
de cocaína (que es el producto final) destinadas al mercado de los Estados
Unidos (se estima que, en 1999, en ese país consumieron regularmente cocaína
casi 7 millones de personas) y, más recientemente, hacia el mercado de Europa
Occidental. En los últimos años, éste último ha registrado un ritmo de
incremento superior al del mercado norteamericano; lo que –junto al auge de la
represión— explica el incremento de los precios mayoristas de la coca, de la
pasta base de coca y de la cocaína que se ha venido registrando, en el
último quinquenio (1995-2000) en las
naciones andinas antes mencionadas.
Lo antes dicho –junto a los niveles de consumo de cocaína
que se están produciendo en algunos países latinoamericanos y al deterioro de
las condiciones de vida de ingentes contingentes humanos en las zonas rurales
del continente (CEPAL, 2000)— contribuye a explicar el por qué (pese a todas
las medidas adoptadas para la erradicación forzosa de cultivos de coca –que no es lo mismo que la
cocaína), en el año 2000, la producción mundial de ese estimulante haya
oscilado –según la metodología de cálculo que se aplique— entre 768 y 883
toneladas métricas de cocaína. También la tendencia descendente que, a partir
de la correlación oferta-demanda, han venido registrando los precios de la
cocaína en los mercados mayorista y minorista de los Estados Unidos y de la
Unión Europea.
Por otra parte, aunque existen grandes dificultades para
precisar la cantidad de cannabis que se produce en todo el mundo y los
lugares donde se concentra la producción de esa planta y de sus derivados (de
hecho las diversas variedades de cannabis son
producidas y consumidas en 155 países del mundo), según la Policía
Internacional (INTERPOL) el cultivo de cannabis en
locales cerrados “siguió desarrollándose en los Países Bajos, en Canadá y en
los Estados Unidos” (OFDCD, 2001: 63). Mientras que los cultivos a cielo
abierto se concentrarían en diferentes Repúblicas de Asia central y el Africa meridional, así como –en menor medida— en algunos
países latinoamericanos y caribeños; entre los que se destacan México,
Colombia, Paraguay y Jamaica. Los dos primeros serían los principales
proveedores externos (ya que en los Estados Unidos existe una importante
producción nacional) de la cannabis en hierba
que se consume en el mercado norteamericano; mientras que el último es
considerado como el principal productor y exportador (muchas veces a través del
territorio de los Estados Unidos) del aceite de cannabis que se consume en el mercado canadiense. Por su parte, Paraguay
sería el principal proveedor de cannabis a
diversos países fronterizos de América del Sur.
En correspondencia con todo lo antes indicado, diversos
países de América Latina y el Caribe se han convertido progresivamente en
“corredores” para el tráfico de algunas de las drogas (sobre todo las de origen
natural) que se consumen tanto en los Estados Unidos y Canadá, como en Europa
occidental y oriental. Cuando esas drogas se dirigen hacia América del Norte,
desempeñan un papel central en ese movimiento México y las naciones
centroamericanas, al igual que las ubicadas en el Mar Caribe. Pero cuando se
dirigen hacia Europa occidental y oriental, juegan ese papel algunas naciones
suramericanas. En especial, Argentina y Brasil; país desde donde se organiza el
tráfico hacia Europa a través de algunas naciones africanas. Sin embargo, como
se verá en la Tabla #2, cuando se analizan las cifras de incautaciones de
drogas en 1999, se observa que las
naciones latinoamericanas y caribeñas sólo ocupan el cuarto lugar en el tráfico
de drogas en todo el mundo.
Tabla # 2
Incautaciones de drogas en 1999, expresadas en millones de
unidades.*
Zona del mundo |
Incautaciones en millones de unidades |
Porcentaje de las incautaciones en todo el mundo |
América del Norte** |
7 328 |
32,0 % |
Europa |
6 750 |
29,5 % |
Asia |
4 404 |
19,3 % |
América
del Sur |
2 399 |
10,5 % |
Caribe |
317 |
1,4
% |
América
central |
193 |
0,8
% |
África |
1 419 |
6,3 % |
Oceanía |
63 |
0,3 % |
Total mundial |
22 874 |
100,0 % |
* Este indicador es una unidad medida
que surge de la división de la cantidad de drogas incautadas con relación a la
cantidad de la misma droga (medida en miligramos) que incluye una dosis
personal.
** Incluye Canadá, los Estados Unidos y
México. Lamentablemente las cifras de México no pudieron ser desagregadas. Ello
genera cierta distorsión en la definición exacta del papel de América Latina y
el Caribe en el tráfico mundial de drogas ilegales. Sin embargo, esa distorsión
no modifica el cuarto lugar que ocupa el continente en las incautaciones del
año que refiere la tabla.
FUENTE:
Confeccionado por Luis Suárez Salazar, a partir de los datos que aparecen en
OFDPD (2001:92)
El lugar relativamente secundario de América Latina y el
Caribe en las actuales tendencias del consumo y el tráfico mundial de drogas
ilegales, también se remarca cuando se observa las tendencias que registran el
consumo, el tráfico y la producción de drogas sintéticas. En efecto, la OFDPD
considera que los principales consumidores y productores de esas drogas (en
particular de las anfetaminas, las metanfetaminas y
las drogas del grupo del “éxtasis”), en la actualidad estarían ubicados en el
continente asiático, en América del Norte (en especial en Canadá, los Estados
Unidos y México, país que ha comenzado a producir ilegalmente anfetaminas y metanfetaminas con el objetivo de exportarlas al mercado
estadounidense) y en Europa Occidental. Ésta última región –junto a los Estados
Unidos— sería la principal productora y consumidora mundial de éxtasis;
consideradas como una de las mal llamadas “drogas de baile” que, en los últimos
años, ha registrado un mayor ritmo de expansión entre los consumidores europeos
y los estadounidenses.
Ha sido tal el ritmo de incremento del consumo de éxtasis y
la expansión mundial del uso y abuso de otras drogas sintéticas clandestinas
que el organismo internacional antes mencionado considera que, durante la
última década del siglo XX, éstas se convirtieron en uno de los principales
problemas vinculados a la producción, el tráfico y el consumo de drogas en todo
el orbe. Dicho en sus palabras: “En comparación con las drogas extraídas de
plantas como la cocaína y la heroína, las drogas sintéticas clandestinas se
están extendiendo rápidamente como parte de una cultura juvenil de masas,
atractiva para los consumidores debido a su imagen moderna y benigna, y también
por mejorar el rendimiento y facilitar la comunicación” (OFDCD, 2001, p. 6).
Así, mientras el tráfico de las drogas originadas en las
plantas (éstas son predominantemente producidas en las naciones del Tercer
Mundo) tuvo un discreto incremento en el decenio 1990-1999 (6% para la cannabis, 5% para
la heroína, 4% para la resina de cannabis y 3% para
la cocaína), las drogas sintéticas (en particular la anfetaminas y las metanfetaminas) registraron un aumento promedio anual del
30%. Los datos anteriores se confirman cuando se observan las incautaciones de
drogas en 1999 con relación al año precedente. Las correspondientes a las
anfetaminas y las metanfetaminas fueron más del doble
que las de 1988; mientras que las de hierba de cannabis sólo aumentaron en un tercio (33%) y los opiáceos lo hicieron en
un 14%. Por su parte, las incautaciones de cocaína se redujeron en un 6% con
relación al año de 1998 (OFDCD, 2001, p. 7); lo que –a partir de la llamada tasa de intercepción (cantidad de drogas
incautada/cantidades producidas)— parece marcar una clara tendencia al descenso
de la producción de las drogas originadas en las plantas que se producen en
América Latina y el Caribe y un simultáneo incremento de las dosis de drogas
sintéticas que se producen en los laboratorios clandestinos de las naciones
desarrolladas, en algunas naciones asiáticas y, en mucha menor medida, en
América Latina y el Caribe. Como ya dijimos, en esa región sólo México aparece
vinculado a la producción de anfetaminas y metanfetaminas
dirigidas al mercado estadounidense.
A esa tendencia al incremento del consumo, el tráfico y la
producción de drogas sintéticas contribuyen diversos factores vinculados a la
demanda (como el modo de vida hedonista y “consumista” que se ha venido
instaurando en los países del primer mundo) y a la oferta. Entre estos últimos,
según la OFDCD, se encuentran la “amplia disponibilidad de sustancias
iniciales, la simplicidad de su proceso de fabricación, la flexibilidad de su
cambiante composición química y la dificultad de controlar continuamente la
evolución de sus sustancias iniciales y de sus productos finales…” (OFDCD,
2001, p. 6). De ahí que: “La dinámica resultante de esas características de
demanda y suministro en el actual contexto socioeconómico hace de las drogas
sintéticas clandestinas firmes candidatas a hacerse con una proporción cada vez
mayor de los mercados mundiales de drogas”. Y, por tanto, como ha ocurrido con
otras drogas sintéticas inicialmente empleadas con fines terapéuticos, inducen
los crecientes vínculos de la delincuencia organizada con la producción, el
tráfico y el llamado “microtráfico” (el vinculado a
las relaciones entre expendedores y los consumidores) de tales tipos de drogas.
Mucho más porque, a decir de la propia dependencia de la ONU (OFDCD, 2001, p.
28):
La globalización y la aparición de
sociedades orientadas al rendimiento en un número cada vez mayor de países de
todo el mundo parece que está arrastrando a un número creciente de personas,
especialmente a los jóvenes, a buscar bienestar y placer en las drogas
sintéticas. Esta tendencia puede acelerarse por una “presión” de los
suministros, ya que fabricantes clandestinos pueden explorar más la esfera de
las drogas sintéticas una vez que se den cuenta del potencial inherente del
mercado: los productos se pueden hacer a medida para satisfacer las necesidades
de los consumidores, y se puede responder con rapidez a los cambios en las
modas y preferencias de los consumidores (…) La moderna tecnología de la
comunicación, como el Internet, desempeña un papel esencial en esa evolución,
al vincular a todos los países del mundo en términos de pautas de preferencia y
consumo, y divulgar rápidamente y a escala mundial información sobre drogas
sintéticas y recetas para su fabricación. Por tanto, existe el potencial
necesario para que las drogas sintéticas (…) se conviertan en uno de los
problemas mundiales más importantes para la fiscalización de drogas en el siglo
XXI. Las presiones recientes para eliminar o reducir considerablemente el
cultivo de coca y adormidera pueden contribuir también a esa tendencia.
Lo antes dicho ratifica lo que afirmé hace casi 15 años
(Suárez Salazar, 1987): Las drogas (legales o ilegales, naturales o sintéticas,
socialmente aceptadas o no) han sido transformadas por el modo de producción
capitalista en una mercancía más. La
producción, la promoción y comercialización mayorista/minorista (oferta) de las
mismas y su consumo/demanda se refuerzan mutuamente en el ciclo económico
sujeto a la “magia del mercado” que tanto ensalzan los ideólogos del
neoliberalismo. Por ende, sobre el movimiento de dichas mercancías especiales (consideras así a causa de la adicción, la
represión de que es objeto su producción y comercialización mayorista/minorista,
así como por el estigma que acompaña a sus consumidores) y de los capitales
implicados en su producción y comercialización actúan las leyes y tendencias
generales del desarrollo desigual y distorsionado del capitalismo, en
particular de su fase imperialista. Entre ellas, las tendencias actuales del
comercio mundial que privilegian las transacciones de los productos intensivos
en conocimientos y tecnologías por encima de los productos “primarios”; las
conflictivas tendencias de las relaciones políticas y económicas Norte-Sur; las
multifacéticas relaciones de dependencia
“centro-periferia” y, sobre todo, las asimetrías, iniquidades, injusticias y
violencias que acompañan las relaciones entre los países capitalistas
“desarrollados” y la mayor parte de las naciones subdesarrolladas del mundo.
LA “GUERRA
CONTRA LAS DROGAS” Y EL NUEVO ORDEN PANAMERICANO
Estas últimas constataciones me colocan en el otro tema que
quiero abordar en esta actualización: La
manera en que los círculos de poder norteamericanos han venido utilizando el
problema de las drogas y otros delitos conexos como parte de su estrategia de
dominación sobre América Latina y el Caribe. En todos mis trabajos anteriores
sobre el tema (Suárez Salazar, 1987, 1990, 1992) expliqué cómo el acento que venía
poniendo la Casa Blanca en la “contención de la oferta” (destrucción de
cultivos e intersección de las drogas allende a las fronteras marítimas y
terrestres de los Estados Unidos) estaban llamados al fracaso, si
simultáneamente no se atacaban las causas de la creciente demanda de drogas de
diversos tipos que existía en el extenso mercado de ese país.
También indiqué que era de esperar que esa desacertada
política, se convertiría en un nuevo factor de conflicto en las relaciones
entre los Estados Unidos y sus vecinos del sur. Mucho más por el inadecuado uso político que venían ofreciéndole
diversas administraciones republicanas al problema del “narcotráfico” como
instrumento para hostilizar a ciertos gobiernos revolucionarios de la región,
como los de Cuba y Nicaragua (hasta la derrota electoral del FSLN en febrero de
1990), como medio de presión contra otros gobiernos que contradecían algunos
aspectos de la política exterior norteamericana, cual eran entonces los casos
de México y Panamá (hasta diciembre de 1989); al igual que como vía para
ocultar o menospreciar otros aspectos (como la crisis de la deuda externa) de
la agenda de las relaciones interamericanas.
Igualmente señalé que el establishment de la política exterior y de seguridad de los Estados Unidos
estaba empleando de manera oportunista el problema de las drogas para tratar de
restablecer el consenso “panamericano” que se había perdido a lo largo de la
década del 70 y, sobre todo, después de la guerra de las Malvinas (1982).
Asimismo, con vistas a rearticular sus relaciones “incestuosas” con las
desprestigiadas y represivas estructuras militares y policiales de algunos
países latinoamericanos y caribeños. Además, con el propósito de legitimar ante
la opinión pública interna e internacional los cambios que se venían dando en
las doctrinas estratégico-militares norteamericanas (en especial, los conceptos
políticos y militares vinculados a los denominados “conflictos de baja
intensidad”), el empleo de las fuerzas militares norteamericanas en operaciones
en otras naciones del Hemisferio Occidental y, en particular, para la
aplicación de lo que denominé “un nuevo modelo intervencionista” en otros
países del mundo, en particular en los de América Latina y el Caribe.
Como entonces expresé, eran funcionales a estos propósitos
la popularización de los términos “narcoterrorismo”, “narcoguerrilla” y “narcoguerrilleros”, elaborados por algunos de los
integrantes del equipo de política exterior y de seguridad de la administración
de Ronald Reagan (en particular,
los redactores de los célebres Documentos de Santa Fe, cual fue el caso del
entonces embajador norteamericano en Colombia, Louis Tamps)
y difundidos en todo el mundo por la poderosa maquinaria de la propaganda
política exterior norteamericana, así como por los principales órganos del
denominado “cuarto poder”. Tal había sido el éxito de esa operación
psicológica, que en muchos segmentos de la opinión pública internacional
(incluso en algunos medios políticos y académicos), el “narcotráfico” y sus términos
contiguos (como “narcoguerrilla”) se
estaban transformando en el chivo expiatorio de todas las calamidades (incluida
la guerra) que históricamente han acompañado y todavía acompañan el
funcionamiento “normal” del sistema capitalista mundial.
Aunque en la década del 90 del siglo XX, los sucesivos
gobiernos de George Bush
(1989-1993) y, sobre todo, de William Clinton
(1993-2001) pusieron un acento mayor en la contención de la demanda de drogas
en los Estados Unidos (de hecho, la OFDCD de la ONU, ha consignado una
tendencia a la disminución del consumo de cocaína en ese país), ninguno de esos
mandatarios abandonó el empleo del tema del “narcotráfico” como uno de los
principales componentes de su estrategia de dominación o hegemonía sobre
América Latina y el Caribe.
Por el contrario, al primero de ellos le correspondió el
dudoso “honor” de haber sido el primer presidente en todo las historia de los
Estados Unidos que justificó una masiva y cruenta intervención militar en un
país latinoamericano (Panamá) con el argumento (entre otros) de capturar y
juzgar ante los tribunales norteamericanos a un jefe de Estado (el entonces
general Manuel Antonio Noriega) sindicado de mantener estrechas relaciones con
el llamado “narcotráfico internacional”. También el de haber avanzado en la
implicación de las fuerzas militares norteamericanas y de otros países de la
región en la lucha contra las drogas y otros delitos conexos. En particular, en
Bolivia, Colombia y Perú: país sacudido, en los últimos años de la década de 1980
y en los primeros años de la década de 1990, por el reto que objetivamente le
planteó a sus clases dominantes (y al movimiento popular) las erráticas
acciones políticas y militares de Sendero Luminoso y, en menor medida, del
Movimiento Revolucionario Tupac Amaru
(MRTA).
Vale recordar que, a pesar de sus diferencias ideológicas,
programáticas y en sus correspondientes prácticas políticas y militares, ambas
organizaciones fueron sindicadas como
“narcoterroristas”. Lo mismo ocurrió en Colombia. En ese país, el Ejército de
Liberación Nacional (ELN) y, sobre todo, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) fueron acusadas de financiar sus
actividades políticas y militares con fondos supuestamente provenientes de la
producción y exportación de drogas (cocaína y heroína) hacia los Estados
Unidos. A tal grado que los medios de comunicación masiva de las clases
dominantes colombianas (amplificados por la propaganda política exterior
norteamericana) llegaron a sindicar a las FARC-EP como uno de los principales cartels productores y exportadores de drogas
(como el de Medellín y el de Cali) que entonces existían en ese país
suramericano.
Al amparo de tales pretextos, la Casa Blanca –y sus
efectivos militares dislocados en la región (como los ubicados en Bolivia o en
la base militar de Santa Lucía en Perú— prohijaron las brutales violaciones a
todos los derechos humanos y al derecho humanitario que cometieron las fuerzas
militares (o, según el caso, los grupos paramilitares de derecha, amamantados o
tolerados por el Estado) tanto en Bolivia, como en Perú y Colombia. Así lo
atestiguan los cerca de 35 000 muertos o desaparecidos que dejó como saldo la
lucha contrainsurgente en Perú. También las miles de víctimas de las constantes
matanzas de campesinos y otros sectores de la población perpetradas en
Colombia. Igualmente, los asesinatos selectivos de miles de dirigentes y
activistas populares (como promedio 3 500 al año) que se produjeron en ese país
entre 1989 y 1994. Entre ellos, los pertenecientes a la Unión Patriótica
y, aproximadamente, el 60% de los 5 300
guerrilleros que habían entregado sus armas y se habían reinsertado en la
sociedad como consecuencia de los Acuerdos de Paz firmados entre el gobierno
del presidente liberal, Virgilio Barco (1986-1990), con el Movimiento 19 de
Abril (M-19), con sectores del Ejército Popular de Liberación (EPL) y con la
organización político-militar indígena denominada Quintín Lame (Marcella y Schultz, 1999).
A pesar de que la administración del demócrata William Clinton, presionado por las resistencias que existían en
ciertos sectores del sistema político norteamericano y del Pentágono,
inicialmente criticó la manera unilateral en que sus antecesores habían
abordado la lucha contra las drogas y otros delitos conexos, pronto se hizo
evidente la continuidad esencial de
sus políticas con relación a las seguidas por las dos administraciones
republicanas precedentes. Así lo denunciaron oportunamente, entre otras,
Amnistía Internacional y la sección norteamericana de la organización Human Right Watch.
Según ambas organizaciones no gubernamentales, entre 1993 y
1997, los Estados Unidos le había entregado “asistencia antidrogas” a unidades
de las fuerzas armadas de Perú (entonces virtualmente controladas por el
tristemente célebre asesor del presidente Alberto Fujimori,
Vladimiro Montesinos) y, sobre todo, de Colombia, responsabilizadas con
“gravísimas violaciones a los derechos humanos en años recientes”. Por su
parte, en febrero de 1997, la Controlaría de los Estados Unidos (dependiente
del Congreso) informó que el gobierno mexicano estaba utilizando helicópteros
suministrado por las fuerzas armadas norteamericanas para la lucha antidrogas
con vistas a movilizar tropas contra el Frente Zapatista
de Liberación Nacional (Zirniti y Younger,
1997). A pesar de los acuerdos de paz existentes entre el gobierno mexicano y
el EZLN, tales tropas, a su vez, fueron acusadas de violar flagrantemente los
derechos humanos de los pueblos indígenas de ese y otros estados del país, cual
han sido los casos de Oaxaca y Guerrero.
Denuncias parecidas fueron realizadas en Bolivia por parte
de los campesinos productores de hojas de coca. Según el líder campesino, Evo
Morales, las unidades militares y policiales bolivianas (armadas y entrenadas
por los Estados Unidos) que tenían la responsabilidad de lograr la erradicación
de esos cultivos, habían convertido a la región del Chapare en una virtual
“zona de guerra”. Como resultado de ello, al menos a 63 personas habían sido
asesinadas en los últimos años (Cortez, 2000).
Igualmente, otras habían desaparecido, luego de ser torturados en los
campamentos militares, o habían caído en las luchas populares, indígenas y
campesinas, contra los compromisos asumidos en materia de lucha contra el
“narcotráfico internacional” (el mal llamado Plan Dignidad) por el entonces
presidente constitucional y ex dictador, Hugo Bánzer,
con el su homólogo norteamericano William Clinton.
Pero
hay más. Durante el administración Clinton se produjo
una sensible disminución de los flujos de ayuda oficial para el desarrollo
(AOD) hacia América Latina y el Caribe y la “ayuda” que llegó a la región se
concentró en la “solución” de aquellos asuntos que forman parte de lo que se ha
denominado “la agenda negativa” de las relaciones entre los Estados Unidos y
las naciones de la llamada Cuenca del Caribe. O sea: el combate al
“narcotráfico”, al “lavado” de dinero, al “contrabando de armas”, al
“narcoterrorismo” y a las llamadas “migraciones incontroladas”. A su vez, tales
fenómenos de naturaleza predominantemente económica y social (en particular el
llamado “problema de las drogas y otros delitos conexos”, así como las
“migraciones incontroladas”), fueron oficialmente incorporados por la Casa
Blanca y por Pentágono a los “nuevos enemigos de la seguridad interamericana”.
Al
socaire de esa antojadiza definición y de la difusión por parte de la
administración Clinton (1993-2001) de la llamada
Doctrina de la Promoción (Alargment) de la Democracia y el Libre Mercado (sucedánea de
la Doctrina de Contención al Comunismo en boga durante la mayor parte de la
guerra fría), adquirieron una nueva “legitimidad” los programas de ayuda
militar y policial norteamericanos a buena parte de los países latinoamericanos
y caribeños, así como el equipamiento y el entrenamiento de sus fuerzas
militares y policiales; ya sean las preparadas in situ por parte de “boinas verdes” y de otros asesores
norteamericanos (incluso contratados de manera particular, como ocurre en
Colombia) o las entrenadas en el territorio estadounidense. En particular, en
las tristemente célebres Escuela Internacional de Policías radicada en
Washington y en la denominada Escuela de las Américas
(SOA), ubicada, desde 1984, en Fort Benning, Georgia.
Según
el grupo norteamericano School of America Watch, aunque esa
“escuela de asesinos” ha abandonado “su estrategia de combate al comunismo y
sus agentes” para concentrarse en la “guerra al narcotráfico”, no ha dejado de
impartir instrucción contrainsurgente. Por ejemplo, en 1998, 778 militares de
Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Estados
Unidos, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, República
Dominicana, Uruguay y Venezuela pasaron por sus aulas y campos de entrenamiento
(ALAI, 1998). Previamente, entre 1996 y 1997, habían recibido instrucción en la
SOA 481 militares mexicanos; entre ellos 167 en técnicas contrainsurgentes y 49
en operaciones antinarcóticos. Ello se unió al entrenamiento en otras
instituciones de los Estados Unidos de más de 3 000 soldados mexicanos (entre 1995 y 1999), así como el apoyo
norteamericano a la modernización de la estructura y el armamento del ejército
de ese país. El Escuadrón Aéreo de Fuerzas Especiales fue reforzado con
helicópteros estadounidenses UH-60 y MD-500. Igualmente (como ahora ocurre en
Colombia), se creó una Brigada de Reacción Rápida y el FBI impartió cursos de
capacitación a policías federales y estaduales. En consecuencia, con el
pretexto de la lucha contra “el narcotráfico” y al socaire del Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN), nuevas generaciones de soldados y
policías mexicanos “están siendo educadas en el contexto de la subordinación de
México a la estrategia de seguridad de los Estados Unidos” (López y Rivas, 1999).
Sobra
decir que uno de los principales objetivos de esa estrategia “contrainsurgente
de baja intensidad” (modificada, pero no abandonada por el gobierno de Vicente Fox) y del fortalecimiento del “poder de facto” de las
fuerzas militares mexicanas es la desarticulación de las bases de sustentación
social y la eventual ocupación militar de la zona donde se presume que está
ubicada la comandancia del EZLN. Del mismo modo que –bajo el pretexto de
combatir al “narcotráfico”, el “narcoterrorismo” y la “narcoguerrilla”— el Plan
Colombia y las vacilantes negociaciones de “paz dentro de la guerra” que
conduce el presidente Andrés Pastrana persiguen destruir las bases de
sustentación social y las fuerzas político-militares de las FARC-EP y del ELN.
Así lo demuestra, entre otros elementos, el alto peso (73%) que tienen los
componentes militares en los multimillonarios fondos asignados a tal fin por el
Congreso y el Ejecutivo de los Estados Unidos (Caycedo,
2000). Igualmente, el carácter predominantemente castrense que tiene los fondos
dedicados a la llamara Iniciativa Regional Andina (IRA) impulsada por el
presidente George W. Bush y
por su secretario de estado, el ex general Collin Powell.
Pero
el asunto no se queda ahí. Según se ha documentado, en su desarrollo, el Plan
Colombia –además de producir nuevas violaciones a los derechos humanos y al
derecho humanitario—también pudiera conducir a la “remilitarización”
o a la reocupación por las fuerzas militares estadounidenses de Panamá, así
como a infectar las relaciones entre Colombia y las otras 12 naciones
latinoamericanas y caribeñas con las que ese país suramericano comparte
fronteras marítimas o terrestres (Leis, 2001). Mucho
más porque el susodicho plan (al igual que la IRA) puede provocar el
desplazamiento de decenas de miles de refugiados y de los conflictos a ellos
asociados hacia las naciones que comparten fronteras terrestres con Colombia
(Panamá, Ecuador, Venezuela, Perú y Brasil) y reforzar los acuerdos bilaterales
(amparados por algunos Tratados “panamericanos” que mencionaremos después) que
ha firmado la Casa Blanca con otros gobiernos latinoamericanos con el objetivo
de erradicar de manera forzosa (incluyendo el empleo de defoliantes
y la participación de las fuerzas militares) los llamados “cultivos ilícitos”
de aquellas plantas (como la mariguana y la coca) que
sirven como materias primas para algunas de las drogas consumidas en los
Estados Unidos. Sobre todo si, en razón de los denominados “efectos globo y
mercurio”, junto a esos refugiados se desplazan las organizaciones delictivas
especializadas en la producción y el tráfico de drogas.
Esos
y otros acuerdos contra el “narcotráfico” –como los firmados con los gobiernos
centroamericanos y los llevados y traídos Shipriders Agreements suscritos entre ese último
país y algunos gobiernos del Caribe insular (Jamaica, Barbados, Trinidad y
Tobago) o los signados con Haití y República Dominicana— también afectan la
soberanía y la seguridad nacional (que no es lo mismo que la “seguridad
imperial”) de las naciones del continente; en tanto van dirigidos a
interceptar, a cualquier precio y allende a las fronteras terrestres y
marítimas estadounidenses, el contrabando de drogas dirigidas a los Estados
Unidos que proviene de ciertos países de la Cuenca del Pacífico (CEPAL, 2000) o
del otrora denominado “complejo coca-cocaína”. Ese complejo (ahora parcialmente
dedicado a la producción y exportación de algunos opiáceos hacia el mercado
norteamericano) todavía tiene sus principales baluartes en Bolivia, Perú y Colombia.
De
ahí que, bajo el sofisma de la lucha contra las drogas y otros delitos conexos,
en esos y otros países andinos se hayan venido instalando potentes radares y
algunas bases militares norteamericanas (como la de Manta en Ecuador) cada vez
más articuladas con las nuevas necesidades estratégico-militares que le creó a
los Estados Unidos la retirada de sus instalaciones militares del territorio y
la Zona del Canal de Panamá. Esos radares y bases militares se articulan con
los dispositivos de igual carácter que se están instalando en Aruba, en Curazao y El Salvador. Igualmente, con los
mandos, instalaciones y fuerzas militares de la Base Naval ilegalmente ubicada
en una parte de la Bahía de Guantánamo, Cuba, y del Comando Sur de los Estados
Unidos. Este –luego de su salida de Panamá— se ha venido dislocando de manera
creciente en Puerto Rico.
Todo ese dispositivo militar (imbricado con las fuerzas
militares y policiales locales) conspira contra la autodeterminación y la
genuina “gobernabilidad democrática” de las naciones latinoamericanas y
caribeñas; tanto o probablemente mucho más que las organizaciones delictivas
vinculadas al tráfico de drogas que la propaganda política exterior
norteamericana sindica como las principales responsables de las “disfuncionalidades” (entre ellas, la corrupción) que
padecen las democracias representativas ahora preponderantes en América Latina
y el Caribe. Además, como ha sido tradicional, ese sistema de bases militares
(supuestamente dedicadas a la lucha contra el narcotráfico) también se enfila a
contener, disuadir o derrotar (donde quiera que sea necesario y posible)
cualquier proyecto genuinamente popular y alternativo a los socialmente
excluyentes, elitistas, coercitivos y, en algunos casos, corruptos “modelos
democráticos” instaurados en la región.
Como se recordará, a pesar de (o quizás por) la impunidad
frente a los crímenes cometidos por las dictaduras militares o por las
“democracias represivas” (cual fue el caso, del gobierno de Turbay
Ayala en Colombia, de Joaquín Balaguer en República Dominicana o, más
recientemente de Alberto Fujimori en Perú)
precedentes, tales “modelos democráticos” fueron “canonizados” en la XXI
Asamblea General de la OEA efectuada en Santiago de Chile (junio de 1991). O sea, inmediatamente
después de concluida la llamada “redemocratización de América del Sur” (segunda
mitad de la década de 1980), del inicio de la “transición pactada hacia la
democracia en Chile” (1989), de la intervención militar norteamericana en
Panamá (diciembre de 1989) y de la derrota electoral del FSLN (febrero de
1990).
En ese cónclave “panamericano”, todos los gobiernos
integrantes de esa organización hemisférica —incluidos los Estados Unidos y Canadá— aprobaron el llamado
Compromiso de Santiago de Chile con la Democracia y con la Renovación del
Sistema Interamericano; pacto que fue seguido por la aprobación del llamado
Protocolo de Washington de 1992. Este
último fue ratificado en 1997 por lo que adquirió un carácter obligatorio para
todos los Estados miembros de la OEA. En él, respondiendo a las nuevas
necesidades de acumulación del capital, las denominadas “democracias de libre
mercado” o poliarquías (Robinson, 1996), fueron
proclamadas como la única forma de gobierno aceptable en el hemisferio
occidental. Se eliminó así el principio del “pluralismo político e ideológico”
que, bajo presión latinoamericana y caribeña, había sido aceptado en las
reformas que se introdujeron a la Carta de la OEA en la segunda mitad de la década
de 1970.
En consecuencia, la OEA ratificó su resolución número 1080
de 1991. Esta instruyó a su Secretario
General a convocar, de manera inmediata, al Consejo Permanente de la
organización y, eventualmente, a un período extraordinario de sesiones de su
Asamblea General, en el caso de que se produjeran “hechos que ocasionen una
interrupción abrupta o irregular del proceso político institucional democrático
o del legítimo ejercicio del poder por un gobierno democráticamente electo en
cualquiera de los Estados miembros de la organización” (Faya,
1994). Igualmente, mediante el Protocolo de Washington, se aprobó la suspensión
de sus deliberaciones a cualquiera de los Estados integrantes de la OEA en el
que se hubiera violado lo establecido en la resolución anterior. Eso le entregó
a ese organismo regional (y a su mentor, los Estados Unidos) atribuciones para juzgar,
sancionar y actuar en asuntos que sólo incumben a la soberanía y la
autodeterminación de las naciones latinoamericanas y caribeñas (Suárez Salazar,
2001).
Para bien o para mal, según el caso, así se demostró en las
“intervenciones democráticas” de la OEA
(y de su mentor, los Estados Unidos) en Perú (1992 y 2000), en Guatemala
(1993), en Paraguay (1996) y, más recientemente, en Haití. En ese último país,
a fines del año 2000, la administración de William Clinton
(con el respaldo ulterior de la OEA y de la CARICOM) condicionó la entrega de
la ayuda económica y otros flujos financieros que tanto necesita esa
empobrecida nación, a que el recién reelecto gobierno de Jean Bertrand Aristide, negocie los
discutidos resultados de las elecciones parlamentarias y presidenciales con la
oposición política (en la cual están incluidos diversas fuerzas políticas neoduvalieristas), cumpla con los programas de ajustes y
reestructuración elaborados por el FMI y el BM, así como con los compromisos
que asumió su antecesor con los Estados Unidos en materias vinculadas a la
lucha contra “el narcotráfico”. En abril del 2001, tales acuerdos fueron ratificados
por la administración de George W. Bush (Maguire, 2001).
Independientemente de las contradicciones que aún subsisten
entre los Estados Unidos y algunos gobiernos de América Latina y el Caribe
(entre ellas, las derivadas de las certificaciones unilaterales que anualmente
emite el congreso norteamericano respecto a la colaboración de las naciones del
todo el mundo con relación a la lucha contra el “narcotráfico”) todo ese
andamiaje de “condicionalidades cruzadas” (“cláusula
democrática”/ajustes económicos neoliberales/lucha contra las drogas y otros
delitos conexos) se ha fortalecido en las más de trescientas reuniones
políticas y técnicas “panamericanas” efectuadas entre la Primera y la Tercera
Cumbre de las Américas (Miami, diciembre de 1994, y Quebec, abril del 2001, respectivamente), pasando por los
acuerdos y planes de acción de la llamada Cumbre para el Desarrollo Sostenible
efectuada en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en 1996, y por la Segunda Cumbre
de las Américas celebrada en Santiago de Chile en
1998 (Suárez Salazar, 2000).
En todas esas reuniones, los 34 gobiernos integrantes del
Sistema Interamericano han venido suscribiendo, de espaldas a la opinión
pública nacional, continental e internacional, diversos acuerdos y pactos hemisféricos
(con anclajes subregionales) en diversos campos de la
institucionalidad hemisférica (como las diversas reformas a la OEA y la
institucionalización de los mecanismos de seguimiento de los acuerdos de las
Cumbres de las Américas); de la economía (energía,
telecomunicaciones, infraestructura, finanzas, turismo, así como los vinculados
a las negociaciones del Acuerdo de Libre Comercio para las Américas);
de la cultura y la ciencia (como los vinculados a la extensión de la INTERNET y
a la liberalización de las telecomunicaciones); de la administración de
justicia (cuales son los acuerdos de extradición hacia los Estados Unidos de
personas acusadas de cometer delitos vinculados al “narcotráfico”, “al
terrorismo” y a “la corrupción”) y de la seguridad interamericana. Entre estos
últimos, hasta ahora se conocen la Estrategia contra las Drogas en el
Hemisferio Occidental, aprobada en diciembre de 1996; el Plan Hemisférico
contra el “lavado de dinero” elaborado por la Comisión Interamericana para el
control del Abuso de las Drogas (CICAD) de la OEA; la Convención Interamericana
contra la Fabricación y el Tráfico Ilícito de Armas de Fuego y Explosivos; y la
Declaración de Lima de 1996 dirigida a prevenir, combatir y eliminar el
terrorismo tanto en el ámbito nacional, como internacional.
Acorde con la ambigua definición de ese último término que
ha venido empleando el Departamento de Estado y la propaganda política exterior
norteamericana (como ya dije, ésta ha acuñado y homologado los conceptos
“narcoterrorismo” y “narcoguerrilla”), en esa declaración y en las reuniones de
expertos efectuadas posteriormente fueron calificados “como delitos comunes
graves” todos los actos “terroristas, cualesquiera que sean sus agentes,
manifestaciones, métodos, motivos y lugares de perpetración” (Departamento de
Estado, 1998). Se desdibujó así las diferencias existentes, según el Derecho
Internacional Público Contemporáneo, entre los crímenes comunes (entre ellos,
los vinculados a la producción y el tráfico de drogas) y el derecho a la
insurrección de los pueblos sometidos a diversas formas de opresión nacional o
extranjera. Como era de suponer, nada se dijo sobre el terrorismo de Estado
sistemáticamente practicado por las clases dominantes del hemisferio
occidental, y en particular por los Estados Unidos. Tampoco acerca de la manera
en que la Casa Blanca y los servicios especiales norteamericanos (y de otros
países de la región), cuando así le ha convenido, han prohijado el
“narcotráfico” y el “terrorismo” (por ejemplo, durante la llamada “conexión
Irán–contras” que funcionó contra la Revolución sandinista)
como parte de su estrategia contrarrevolucionaria en todo el mundo y, en
particular, en el hemisferio occidental.[3]
En mi concepto, tales interpretaciones unilaterales acerca del
“terrorismo” –y la consiguiente cooperación jurídica, policial, militar y de
inteligencia entre los gobiernos y las fuerzas militares y policiales de “las Américas”— se fortalecerán como consecuencia de los
acuerdos de la Vigésimo Cuarta Reunión de Consulta de los Ministros de
Relaciones Exteriores de la OEA (20 de septiembre del 2001) dirigida a definir
la posición “panamericana” respecto a los atentados terroristas contra
instalaciones norteamericanas del 11 de septiembre próximo pasado. A pesar de las
reservas expresadas por algunos cancilleres participantes en la cita, en esa
reunión –al igual que en la que se efectuó entre los representantes de los
países signatarios del Tratado Interamericano de Asistencia Reciproca (TIAR) de
1947— se refrendó el apoyo de los 32 gobiernos latinoamericanos y caribeños
pertenecientes a la OEA (se exceptúa Cuba que fue “expulsada de esa
organización, en 1962) a la ambigua e imprecisa (en sus objetivos inmediatos)
“guerra contra el terrorismo” recientemente decretada por la administración de George W. Bush.
También se instruyó al
Consejo Permanente de la OEA para que convoque lo antes posible una
reunión del Comité Interamericano contra el Terrorismo, así como para que
elabore un proyecto de Convención Interamericana contra el Terrorismo que
deberá ser aprobada en la próxima Asamblea General de la OEA. Asimismo, se le
encomendó a la Comisión de Seguridad Hemisférica que acelere las labores con
vistas a la celebración de una Conferencia Especial sobre Seguridad y que –asesorada
por la desprestigiada Junta Interamericana de Defensa— formule recomendaciones
específicas al Consejo Permanente de la organización regional (AFP, 2001). Dado
el peso que conserva la Casa Blanca en el funcionamiento de la OEA y la
relación que, según el gobierno norteamericano, existe entre el “narcotráfico”,
el “lavado de dinero”, el “terrorismo” y
la lucha guerrillera, es de esperar que en tales reuniones se adopten nuevos
acuerdos que tiendan a fortalecer los componentes militares, policiales, represivos
y contrainsurgentes de la “guerra contra las drogas”. Así lo han estado
demandando públicamente diversos funcionarios del Departamento de Estado, en
particular los vinculados a sus dependencias encargadas de la lucha contra “el
terrorismo”. Según estos, pueden establecerse diversas analogías entre las
situaciones existentes en Afganistán y Colombia.
Pero aún si no fuera así y, al final, algunos gobiernos
latinoamericanos o caribeños lograran definir el alcance preciso de la “guerra
contra el terrorismo” que se libre en el hemisferio occidental, todo el
andamiaje económico, político, jurídico, policial y militar referido en las
páginas anteriores (o sea, lo que denomino el “nuevo orden panamericano” hegemonizado por los Estados Unidos) continuará actuando,
de una u otra manera, como una “Espada de Damocles” contra cualquier gobierno
de la región (no importa la forma en que haya llegado al poder) que
soberanamente decida romper con los estrechos moldes de las “democracias
liberales” que en la actualidad preponderan en el hemisferio occidental. Y, en
particular, contra aquellas fuerzas políticas o político-militares (como las
FARC-EP y el ELN de Colombia) que luchen, en sus correspondientes países, para
edificar un sistema político, económico y social sustentado en la lógica de las
mayorías y en la ruptura de su dependencia frente a los dictados del capital
transnacional (en primer lugar, el de origen estadounidense) y de los círculos
de poder norteamericanos. Mucho más en la Cuenca del Caribe, históricamente
considerada por los Estados Unidos como “su Mediterráneo americano”.
TRES
REFLEXIONES FINALES
De todo lo antes dicho, derivo mi coincidencia esencial con
el criterio expresado por John Saxe
Fernández (1996) acerca de la importancia de valorar el proceso panamericano
abierto por la invasión norteamericana a Panamá de 1989, por la firma del
Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Canadá, los Estados Unidos y
México) y por las Cumbres de las Américas (incluida
la negociación del ALCA) como parte de un nuevo empeño de los Estados Unidos
para lograr lo que él definió como “la regionalización neomonroista
del hemisferio occidental”. O sea, como componente de los casi bicentenarios
afanes de las clases dominantes norteamericanas para construir un pretendido
“sistema americano” funcional a su hegemonía y dominación sobre sus vecinos del
Sur y a sus relaciones de cooperación, competencia y conflicto con las demás
potencias integrantes de la llamada “triada” o “pentarquía” del poder mundial”
(EE.UU., la Unión Europea y Japón, China y Rusia) que
–según diversos autores— pugnarán o cooperaran entre sí para tratar de gobernar
el sistema mundial del siglo XXI.
Como he tratado de demostrar en las páginas precedentes,
más allá de la importancia relativa de América Latina y el Caribe en la
producción y el tráfico de drogas en todo el mundo y el hemisferio occidental,
a ese propósito ha sido, es, y será funcional los diversas planes de lucha
contra el “narcotráfico” elaborados por (o que en el futuro elaboren) la Casa
Blanca y el establishment de la política exterior y de seguridad
de los Estados Unidos. Por ello, reitero que no se pueden valorar casi ninguno
de los problemas vinculados a la producción y al tráfico de drogas y otros
delitos conexos en el hemisferio occidental (entre ellos la relación que existe
entre la lucha por la paz y el “narcotráfico”) sin referir, en un lugar
destacado, las ancestrales concepciones geopolíticas y geoeconómicas
(siempre han viajado juntas) que históricamente han guiado la estrategia
norteamericana por garantizar su dominación sobre las naciones y los pueblos
que José Martí denominó Nuestra América.
Mucho más, porque en lo que corresponde a América Latina y
el Caribe, tales concepciones geopolíticas y geoeconómicas
de factura imperial han ocupado un lugar central en la mayor parte de los
conflictos bélicos (civiles e interestatales) que se produjeron en el
continente a todo lo largo del siglo XX. Por tanto, independientemente de cual
sea la evolución futura del consumo, la producción y el tráfico de drogas
ilegales de cualquier origen en las naciones colocadas al sur del Río Bravo y
de la península de la Florida, esos conflictos bélicos no desaparecerán –como
dijo el comandante Fidel Castro hace muchos años— mientras las clases
dominantes en los Estados Unidos no abandonen la filosofía de la guerra y la filosofía del despojo.
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* Escritor e investigador cubano en
el campo de la sociología, la historia y las ciencias políticas. Ex director
del Centro de Estudios sobre América (CEA) de La Habana, Cuba, así como de la
revista Cuadernos de Nuestra América.
Expresidente de la Asociación Latinoamericana de
Sociología (ALAS) y ex integrante del Comité Ejecutivo de las Coordinadora
Regional de Investigaciones Económicas y Sociales (CRIES) para Centroamérica y
el Caribe. Profesor Adjunto de la Facultad de Filosofía de la Universidad de La
Habana y de la Cátedra “Ernesto Che Guevara” del Programa FLACSO/CUBA; Miembro
Adjunto de la Sociedad de Derecho Internacional de la Unión Nacional de
Juristas de Cuba e integrante de la Asociación de Historiadores de América
Latina y el Caribe (ADHILAC). Igualmente integra los consejos editoriales de la
revista Tricontinental y de la Editorial “José Martí” y es
Asesor para América Latina y el Caribe de la editorial ZAMBON de Frankfurt,
República Federal Alemana.
[1] Cual he indicado en todos mis
trabajos sobre el tema, el término “narcotráfico” (de factura estadounidense)
conduce a importantes errores en el análisis, la comprensión y la solución del
problema del consumo, la comercialización y la producción de drogas, tanto en
el plano nacional e internacional como hemisférico; ya que sólo induce a pensar
en la comercialización y transporte (tráfico) de algunas drogas ilegales (mariguana, morfina, cocaína). Se excluyen así del campo del
análisis otras drogas legales (barbitúricos, anfetaminas, analgésicos) e
ilegales sintéticas o socialmente aceptadas, cual es el caso del alcohol.
También los más importantes eslabones del problema de las drogas en general y
en particular de las drogas ilegales: consumo/demanda; producción,
procesamiento y comercialización de insumos industriales legalmente producidos
que sirven como precursores para la producción tanto de drogas extraídas de las
plantas, como sintéticas. Asimismo, se excluyen el financiamiento,
almacenamiento, transporte de esas drogas y el peliagudo tema del “lavado de
dinero”. Como se ha insistido, la mayor parte de esas actividades están
estrechamente asociadas con empresas legales sin cuyo concurso (consciente o
inconsciente) sería muy difícil producir esas mercancías y, mucho menos,
realizar todos los movimientos de capitales y ganancias que produce esa negocio
en todo el mundo. Por lo antes dicho, para referir el objeto de mi análisis,
utilizaré el lenguaje empleado por la ONU. Es decir “el problema de las drogas
ilegales y otros delitos conexos”.
[2] Según la OFDPD de la ONU, puede afirmarse
que hay dos clases importantes de drogas: las “sintéticas” y las “extraídas de
las plantas”. El rasgo diferencial de las drogas sintéticas (anfetaminas, metanfetaminas, barbitúricos, alucinógenos, “éxtasis”,
ciertos analgésicos, LSD, metacuolona) con relación a
las extraídas de las plantas, es que las primeras se sintetizan en
laboratorios, normalmente a partir de productos químicos “de las estanterías”
(denominados precursores o sustancias iniciales). Por el contrario, las drogas
extraídas de las plantas –aunque requieren algunos precursores de fácil
obtención en el mercado mundial (por ejemplo, queroseno, ácido clorhídrico y
sulfúrico)— sólo pueden obtenerse procesando un producto vegetal. Este es el
caso del opio y la morfina, de la cocaína y de algunos derivados de la planta cannabis (popularmente conocida como mariguana).
Cuando en el proceso de fabricación de una droga en laboratorio se utilizan
productos químicos de “las estanterías” y plantas naturales, se utiliza el
término “droga semisintética”. Este es el caso de la
heroína.
[3] Independientemente de los juicios
de valor que nos merezca el Gobierno Talibán instaurado
en Afganistán, vale la pena mencionar que en aras de derrocar a dicho gobierno
(este prohibió el cultivo de adormidera en el territorio afgano), la Casa
Blanca ha establecido acuerdos con la llamada Alianza del Norte, en la que
participan diversos clanes étnicos-militares vinculados con el tráfico de
opiáceos. El gobierno norteamericano también ha establecido diversos acuerdos
con el gobierno militar de Pakistán, país que, en el año 2000, era considerado
por la OFDCD de la ONU como el principal productor de adorminera en todo mundo.
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