EL PLAN COLOMBIA, UNA POLÍTICA DE (IN) SEGURIDAD HUMANA PARA LAS
POBLACIONES CAMPESINAS, INDÍGENAS Y AFRODESCENDIENTES[1]
Henry Salgado Ruiz*
Presentación
Esta
ponencia tiene como propósito central argumentar que el Plan Colombia, como
política que declara la guerra a las drogas y a la insurgencia, al priorizar
las salidas militaristas a los problemas socio-económicos y políticos que están
a la base de la producción de cultivos de uso ilícito y del conflicto armado
que enfrenta Colombia, está vulnerando las dimensiones que integran y definen la Seguridad
Humana. Es decir, queremos plantear que estamos frente a un denominado “Plan para la Paz, la Prosperidad y el
Fortalecimiento del Estado”, en donde el énfasis está claramente puesto en
el fortalecimiento bélico del establecimiento y en donde en nombre de la guerra
contra el terrorismo, se atenta contra la seguridad económica,
la seguridad alimentaría, la seguridad en la salud, la seguridad del medio
ambiente, la seguridad personal, la seguridad comunitaria y la seguridad
política de las
poblaciones campesinas, afrodescendientes e indígenas
asentadas en las regiones seleccionadas
por el Plan Colombia como escenario de operaciones.
Para demostrar esto, en primer lugar presentó de manera
breve la acepción de seguridad que tiene
el Plan Colombia en sus dos fases de ejecución , la de la narcotización
y la de la terrorización; en segundo lugar presento el debate teórico que ha suscitado
el concepto de Seguridad Humana que irrumpió en el panorama mundial a mediados
de los años noventa, luego del informe presentado por el Programa de Naciones
Unidad para el Desarrollo en 1994 y en tercer lugar, elaboro una reflexión sobre los impactos del
Plan Colombia en la Seguridad Humana y las dimensiones que la constituyen y
definen.
I. El Plan Colombia y su concepto de Seguridad
El Plan Colombia presenta dos fases
importantes desde su implementación en julio de 2000. La primera se refiere
a la fase que denominaremos de narcotización y la segunda fase que
calificamos como de terrorización[2] . En la
primera fase, la de narcotización, se declaró al narcotráfico como
una de los principales amenazas contra la “seguridad nacional” en Colombia. Con este argumento el gobierno consiguió que Estados Unidos diera
una ayuda histórica que ascendió a U$1.300 millones.
En esta fase el Plan Colombia
fue presentado al país y el mundo como la alternativa de solución
a la grave crisis socio-política y económica que enfrenta Colombia. En la
versión aprobada por el Congreso de los Estados Unidos el narcotráfico fue
considerado la causa principal de nuestra crisis social y de nuestros
conflictos políticos y económicos. Es decir, los conflictos sociales,
económicos y políticos que se han enraizado en Colombia desde tiempo atrás y
que han sido el resultado histórico de un modelo de desarrollo económica y
culturalmente dependiente, predominantemente elitista y centralizador y
socialmente excluyente, quedaron, con el Plan Colombia, explicados a partir del
fenómeno del narcotráfico, que si bien
contribuyó a agudizarlos no los originó.
Con la
narcotización de la agenda política nacional el concepto de seguridad
se centró en la defensa territorial y empezó a ser abordado
como un asunto de competencia exclusiva del Ministerio de la Defensa
Nacional. Con esta restricción del concepto de seguridad al tema de la defensa,
los aspectos relacionados con la seguridad personal y colectiva, la seguridad
alimentaría, de salud y medio ambiente quedaron subsumidos. Empezó a predominar
y a privilegiarse el concepto de “seguridad y defensa nacional” y con ello
se le dio curso a una agenda represiva que, a tono con la agenda hemisférica
contra las drogas, incrementó la guerra
contra los cultivos de uso ilícito, ya de vieja data en Colombia, y con ello
contra las poblaciones campesinas, indígenas y afrodescendientes
y sus diferentes expresiones socio-organizativas y políticas. A partir de
la aprobación del Plan Colombia, no sólo se fortaleció de manera significativa la capacidad
militar y policial del Estado, sino que se privilegió como arma de guerra
contra las drogas el programa de fumigaciones áreas. Según los datos de UNDCP,
para período 1998 - 2001se fumigaron en Colombia 23.373 hectáreas de amapola
y 270.784 hectáreas de coca[3].
La segunda fase, la de terrorización
empezó a dibujarse a partir de dos eventos. El primero se refiere a los ataques
terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos y el segundo, a la
finalización de la zona de despeje y de los diálogos por parte del presidente
Pastrana en febrero de 2002 y la subsiguiente declaratoria de las FARC como
grupo terrorista. Pero en rigor, esta terrorización de la agenda política gubernamental se
empezó a concretar a partir de la posesión del presidente Uribe Vélez, quien
rápidamente supo articular su programa de gobierno a la guerra internacional
que los Estados Unidos le declaró al terrorismo internacional. Como anotan
Tickner y Pardo (2003), Uribe desde el
comienzo de su mandato tuvo como objetivo de su política exterior vincular el conflicto armado a la cruzada internacional liderada por el
presidente Bush contra el terrorismo.
Pero es preciso señalar que el camino hacia la terrorización de la agenda política nacional
ya había sido abierto por Collin Powell,
Secretario de Estado de los Estados Unidos, quien manifestó que el gobierno
colombiano debería enfrentar a las FARC y para ello recomendó que el 90% de la
ayuda destinada exclusivamente para la guerra contra las drogas, considerada en
la Iniciativa Regional Andina y en el Plan Colombia, según se aprobó por el
Congreso de Estados Unidos, debería ser revisada y analizada para que fuese
destinada también a la lucha contra el terrorismo. En declaraciones públicas señaló Powell : “...el terrorismo amenaza la estabilidad de
Colombia, y si amenaza la estabilidad de Colombia, amenaza la estabilidad de
nuestra parte del mundo, de nuestro vecindario, de nuestro patio trasero, y eso
debe importarnos” (Semana, marzo 15
de 2002).
Para avanzar en los objetivos trazados en la “Política de
Defensa y Seguridad Democrática”, en la cual el concepto de seguridad tiene
una perspectiva y aplicación eminentemente territorial y militar y una aproximación social significativamente
débil, el presidente Uribe “ha asumido una postura activa y enérgica de subordinación
ante Washington.
Con ello, los márgenes de autonomía del gobierno para el manejo de
la política doméstica y de la política exterior se han reducido dramáticamente.
La subordinación de Colombia se ha reflejado principalmente en la adopción
de medidas aún más estrictas en la lucha contra las drogas así como una alineación
irrestricta con las posturas de Estados Unidos en el ámbito global, en especial
con lo que se refiere a la lucha contra el terrorismo[4]”. Con esta vinculación a la cruzada
internacional contra el terrorismo, el gobierno colombiano ha centrado su
accionar en respuestas coercitivas
a corto plazo y, parafraseando el informe
de la Comisión de la Seguridad Humana, ha desatendido sus causas fundamentales
relacionadas con desigualdades, exclusiones y marginaciones y con la opresión
por parte del Estado y no solamente de personas.
Entonces, no es apresurado afirmar que el Plan Colombia en
su nueva fase de terrorización ha
quedado ligado íntimamente a la doctrina de la guerra permanente que
empezó a cristalizarse luego de los acontecimientos de septiembre de 2001
y cuyo objetivo es la defensa y la seguridad de la Estados Unidos como nación.
Para comprender esto de la doctrina de guerra permanente, Fernando
Mires (2003) señala que se trata de
una política imperial de Estados Unidos que ha tenido hasta la fecha tres
fases: la primera es la declaratoria de guerra a un enemigo inmediato, el
terrorismo internacional, la segunda , es la señalización como terroristas
a tres Estados que consideró como “ejes del mal “, Irán, Irak y Corea del
Norte, y la tercera, la fase en donde Estados Unidos se arrogó el derecho
de calificar como potencial enemigo o terrorista
para sus intereses a cualquier
Estado, grupo o movimiento social que ellos desde su poder Ejecutivo o Congreso
consideren, ello en una actitud unilateral que puede prescindir incluso de
la legitimidad o no que le otorguen a sus acciones las resoluciones de organismos
multilaterales como la ONU.[5]
II. El concepto de Seguridad Humana
El concepto de Seguridad
Humana es un planteamiento del Programa
de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en su Informe de 1994, “Nuevas Dimensiones de la Seguridad Humana”[6]. En él se priorizó
la seguridad de las personas sobre la seguridad territorial y el desarrollo
humano sostenible sobre el armamentismo, es decir, se intentó por primera vez generar un análisis
comprensivo sobre el tema y definir el concepto de seguridad sobre nuevas
bases. Para el PNUD, los criterios que garantizan la seguridad humana vincula
indivisiblemente dos aspectos: a) una población libre de temor y b) una población
libre de carencias.
Este informe subraya que para la mayoría de las personas,
el sentimiento de inseguridad se focaliza más en
las preocupaciones de la vida cotidiana que al temor de una guerra en el mundo.
Para las Naciones Unidas el concepto de seguridad humana está centrado en el ser humano. “Se preocupa
por la forma en que la gente respira en sociedad, la libertad con que puede
ejercer diversas opciones, el grado de acceso al mercado y a las oportunidades
sociales, y a la vida en conflicto o en paz. La seguridad humana significa
que la gente puede ejercer esas opciones en forma segura y libre, y que puede
tener relativa confianza en que las oportunidades que tiene hoy no desaparecerán
totalmente mañana”. Con respecto al vínculo entre desarrollo humano y seguridad
humana, se señala que el primero consiste en la ampliación de las oportunidades
de la gente, en tanto que la seguridad humana tiene que ver con la posibilidad
de disfrutar de manera estable, es decir, “que las oportunidades que se tienen
hoy no se desvanezcan en el tiempo” [7].
Es importante resaltar que el concepto de Seguridad
Humana propuesto por el PNUD se apoya en una concepción ampliada, se precisa
que este concepto posee un carácter integrativo que lo aleja de las concepciones tradicionales
de seguridad limitadas a la defensa del territorio, el poder militar y al
carácter defensivo. En este sentido, la noción de seguridad humana se basa
en la seguridad de la gente, entendiendo que el desarrollo debe involucrar
a todas las personas. De ahí que el
informe en mención estableció siete (7) dimensiones que forman parte de la
seguridad humana y sus preocupaciones centrales: seguridad económica, seguridad
alimentaría, seguridad en la salud, seguridad del medio ambiente, seguridad
personal, seguridad comunitaria, y seguridad política. Es importante recalcar
que si bien analíticamente son distinguibles, estas dimensiones forman parte
de un solo fenómeno, la seguridad humana. En este marco, el concepto es entendido
como “indivisible” ya que las seguridades que afectan a una de las dimensiones
afectarán también al conjunto de ellas[8].
El concepto
de seguridad humana también está incorporado como un tema esencial en el Informe
del Milenio de las Naciones Unidas. En él, el Secretario General de la ONU,
Kofi Annan, destacó que:
“las exigencias de seguridad han hecho que hoy en día abarque también la protección
de las comunidades y los individuos de diversos actos internos de violencia”.
Y agrega “la necesidad
de aplicar criterios de seguridad más centrados en el ser humano es aún mayor
debido al peligro permanente que plantean para la humanidad las armas de destrucción
en masa muy en especial las armas nucleares: su nombre mismo revela el alcance
y objetivos si alguna vez llegaran a utilizarse”[9]. Para Kofi Annan, el concepto de Seguridad Humana “en su sentido más
amplio involucra mucho más que la ausencia de conflictos. Este incorpora el
tema de los derechos humanos, el buen gobierno, acceso a la educación y la
salud, además de asegurar que cada individuo tenga las oportunidades y la
capacidad de elección necesaria para el cumplimiento de todo su potencial.
Cada paso en esa dirección es también un paso hacia la reducción de la pobreza,
el crecimiento económico y la prevención de conflictos. La libertad de la
necesidad y del temor, y la libertad de las futuras generaciones de heredar
un medio ambiente saludable, son las dimensiones que en forma interrelacionada
componen la seguridad humana, y por lo tanto, la seguridad nacional”[10].
El debate
más reciente sobre este concepto gira en torno al informe: “Seguridad Humana,
Ahora” (mayo de 2003)[11], de la
Comisión de Seguridad Humana. En él se enfatiza que los nuevos elementos de
inseguridad que afectan a las personas requieren de un enfoque integrado,
donde la perspectiva de seguridad humana puede generar respuestas a estos
nuevos desafíos. “Las políticas y las instituciones deben responder a esas
inseguridades de manera más firme e integrada. El Estado continúa siendo el
principal responsable de la seguridad. Pero como los problemas de la seguridad
se tornan cada vez más complejos y varios actores intentan desempeñar un papel
en esta esfera, necesitamos un desplazamiento de paradigma. La atención debe
ampliarse desde el ámbito del Estado para incluir la seguridad de la gente,
la seguridad humana”.[12]
El
informe destaca dos estrategias generales de la Seguridad Humana: protección y realización del potencial. La
protección aísla a las personas de los peligros. Requiere un esfuerzo conectado
para elaborar normas, procesos e instituciones que se ocupen sistemáticamente
de las inseguridades. El respeto a los derechos humanos constituye el núcleo de
protección de la seguridad humana. La potenciación permite a las personas
realizar su potencial y participar plenamente en la toma de decisiones. El
informe destaca que el fomento de los principios democráticos constituye un
paso hacia el logro de la seguridad humana y el desarrollo: permite a las
personas participar en las estructuras de gobernabilidad y hacer que su voz sea
escuchada. Además, se señala la necesidad de crear instituciones sólidas, en el
marco del estado de derecho que potencien a las personas.
III. El Plan Colombia y sus impactos en la Seguridad Humana
El Plan
Colombia es el nuevo nombre que asume la
guerra contra las drogas en Colombia. Desde 1920, fecha en la cual se empezó a legislar en materia antidrogas en
Colombia, el Estado colombiano ha asumido una lógica represiva para enfrentar
este tema. Si revisamos la prolija promulgación de decretos y leyes,
encontramos como tendencia predominante la creciente penalización de las
diferentes etapas que constituyen el mercado ilegal de drogas. Primero se criminalizó
a los traficantes de sustancias psicoactivas y, luego,
el espectro penal y el
calificativo de “ilícitos” se amplió, a través de la ley 45 de 1946, a los
cultivos y con ello a los cultivadores. La penalización y criminalización
fue subiendo de tono a medida que los Estados Unidos fueron pronunciándose
frente al tema .
Cuando Richard Nixón declaró
a la marihuana como problema de “Seguridad Nacional” el gobierno colombiano
fumigó con el herbicida paraquat a la Sierra Nevada de Santa Marta.
Cuando Ronald Reagan (1981 –1988),
presentó al narcotráfico como “el mal perverso”, “la plaga contra la humanidad”
y el “cáncer” para la estabilidad política
y económica latinoamericana y en general, como su nuevo “enemigo”, se empezaron
a organizar en leyes los diferentes y dispersos decretos existentes. Así por
ejemplo en Perú se estructuró la Ley
de Estupefacientes en 1982,
en Venezuela en 1984, en Chile en 1985, en Colombia en 1986, en Bolivia, República
Dominicana, Paraguay y Costa Rica en 1988, en Argentina en 1989 y de nuevo
en Costa Rica en 1991. Como
dice Tokatlián en uno de
sus exhaustivos estudios sobre la drogas, la respuesta que los distintos gobiernos
colombianos le han dado al tema de las drogas ilícitas ha derivado fundamentalmente
de la aproximación y abordaje que Estados Unidos le ha dado al tema.[13]
Y es precisamente en este contexto de imposición
unilateral de políticas que se define el Plan Colombia. Durante el segundo
semestre de 1999 se reformuló en Washington, el Plan Colombia inicial propuesto
en Diciembre de 1998 por el gobierno del Presidente Pastrana. La versión
aprobada por los Estados Unidos, y que continuó la administración de Uribe
Vélez, se centró ya no en la promoción del desarrollo de capital social y
humano a través de proyectos
productivos, de infraestructura y de sostenibilidad
ambiental, sino en el “rompimiento” por la vía militar de la alianza
establecida entre narcotraficantes y guerrilleros para desestabilizar el Estado
y atentar contra la seguridad continental, de forma que los proyectos de
inversión social pasaron a un segundo plano, por cuanto se arguyó, que era
condición para que estos se ejecutarán
“fortalecer el Estado y las instituciones gubernamentales”.
En esta guerra contra las drogas, hoy guerra contra el “terrorismo
y sus fuentes de financiación”, se privilegia la fumigación como estrategia
principal de lucha contra el “narcotráfico”. Sin embargo sus resultados son
frustrantes si nos atenemos a las cifras y preocupantes si miramos los efectos
de esta estrategia a la luz del concepto de Seguridad Humana. En términos
de cifras en el año de 1990 en
Colombia teníamos una producción de
coca de 40.100 hectáreas y para el 2002 se reportó un total de 102.000.
hectáreas. Sin duda alguna durante la implementación del Plan Colombia se
ha generado una reducción del 37% , si ubicamos
como referente la cifra que se reportaba para el año 2000, que era de 163.300
hectáreas[14].
Pero si miramos esta cifra con relación a las nuevas geografías de
la coca y su repunte en Bolivia y Perú encontramos que si bien las cifras
nos hablan de reducción de hectáreas, la
realidad socio-económica y geográfica nos habla de un desplazamiento hacia
regiones que otrora no cultivan coca o que de nuevo la resiembran. Se trata entonces de una guerra que no ha sido
efectiva, y no lo es ya que los problemas sociales, económicos y políticos
que están a la base de los cultivos de uso ilícito no se pueden resolver desde
un enfoque represivo.
Y afirmamos que preocupa la estrategia de las fumigaciones
a la luz del concepto se Seguridad Humana por los dramáticos impactos que
aquélla ha generado en la salud de los pobladores,
en su seguridad alimentaría y en el medio ambiente. La Defensoría del Pueblo a través de un Amicus Curie[15]
y de varias resoluciones defensoriales, se ha pronunciado
de manera fuerte contra el programa de fumigaciones por considerar que es
anticonstitucional dado que amenaza los derechos de miles de habitantes de
las zonas fumigadas a gozar de un ambiente sano, a la salud y a la vida, así
como los derechos de los niños[16]. Sin embargo el gobierno en su política de “cero
tolerancia” continua sordo frente a estas solicitudes e indolente frente al
drama de los campesinos, indígenas y afrodescendientes
que sufren los rigores de esta guerra química.
A esta
crisis alimentaría, de salud y de medio ambiente provocada por el programa de
fumigaciones, es necesario sumarle la preocupante situación social y económica que enfrentan las poblaciones que
se desplazan de manera forzada, ya sea como consecuencia también de las
fumigaciones o del incremento del conflicto bélico que enfrentamos. Sólo para
visualizar la proporción de estos desplazamientos forzados, cabe anotar que a Mocoa y Puerto
Asís , en el departamento del Putumayo, están arribando mensualmente 100 y 40
familias respectivamente. Se trata de personas que huyen de las balas y de los
herbicidas y que no encuentran en los lugares a donde llegan mecanismos
institucionales fuertes que les ofrezcan protección a sus vidas. Estamos hablando
entonces de comunidades y personas a quienes se les han vulnerado todos sus
derechos y que no visualizan en el
Estado una respuesta efectiva a su problemática vital.
Con las respuestas represivas los problemas sociales se agudiza el conflicto que vive Colombia, se alimentan a los actores armados y se subsumen las iniciativas ciudadanas que desde tiempo atrás vienen planteando las comunidades campesinas, afrodescendientes e indígenas. En la medida en que en Colombia se continúen implementando proyectos desarticulados, aislados y muchas veces contradictorios entre sí, no se le dará solución a los problemas socio-económicos y políticos que están a la base de la problemática de los cultivos de uso ilícito y del conflicto armado. De ahí que sea necesario buscar salidas integrales, sostenibles y participativas. Pero para ello es menester empezar a reconocer que la mayoría de los problemas que enfrentan actualmente las regiones cocaleras y amapoleras de Colombia han tenido su origen por fuera de ellas. Es necesario comprender que los campesinos, afrodescendientes e indígenas colombianos, siembran coca o amapola como una estrategia de sobrevivencia y que es posible que ellos sustituyan dichos cultivos por una producción agrícola legal. Pero para ello es preciso, entre otros aspectos, suspender las fumigaciones aéreas, como lo ha recomendado de manera reiterada la Defensoría del Pueblo, implementar políticas orientadas a la protección del mercado nacional de alimentos, realizar una reforma agraria integral, que afecte la actual estructura de tenencia de la tierra y elimine la renta absoluta del suelo, ejecutar programas regionales integrales, participativos y sostenibles de desarrollo y paz y respetar en su integridad la Seguridad Humana. Pero para ello es necesario y urgente abrirle de nuevo el espacio a la política y al diálogo y negarle el espacio a la guerra. Como señala el profesor Fernando Mires (2001) “...quienes se niegan a negociar están aceptando la lógica terrorista. Responden al terror con terror. Y eso es negación de la acción política. Es que la virtud más grande de una política democrática es precisamente la de llevar la política a aquellos lugares donde se encuentra ausente, y reemplazar, en la medida de lo posible, cada bala por una palabra”[17]
Ponencia
elaborada por Henry Salgado Ruiz*
X
Congreso de Antropología en Colombia.
Universidad
de Caldas
Manizales, septiembre 22 –26 de 2003
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