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¿Qué quiere decir, considerar la
coca como sujeto? ¿Considerar la coca como sujeto de la historia, y no apenas
como objeto de nuestro consumo, nuestras necesidades, nuestras intervenciones,
nuestras políticas?
Primero, esto impone la tarea
quitarle la fama de hoja maldita, que no merece, y que además es una percepción
que nosotros tenemos de ella y no ella
de sí misma. Y segundo, implica verla como una planta que necesita agua y
tierra, que busca el sol y, como todas las especies, anhela y desea la
reproducción...
La reproducción... quien conoce la
flor de la coca, quien ha mirado de cerca su fruto (que, dígase de paso, dio
origen a la forma de la botella de Coca-Cola) sabe que, además de hermafrodita
y bisexual, es también una planta muy fértil, capaz de dar mucha semilla.
Vestida además de alcaloide, tiene todo para ser – a los ojos de los píos – una
planta peligrosa, embustera, traicionera... O así, al menos, es que tratarían
de pintarla.
Recientemente vi una entrevista
con Fidel Castro donde denunciaba la oposición a su régimen por parte de
ciertos gobiernos europeos como algo “repugnantemente pío”. Repugnantemente pío...
Voy argumentar que lo más repugnantemente pío – porque compartido por todos los
estados, incluyendo el cubano – es la guerra actual contra las drogas, y más
específicamente, en América del Sur, la guerra a la coca.
Repugnantemente pío... ¿Cómo es posible
que después de más de cincuenta años de enérgicas condenas a la coca no se ha
conseguido siquiera uno de los objetivos trazados por las políticas públicas?
Cómo es que, a pesar de repetidos fracasos a todos los niveles y en todos las
áreas, se sigue reproduciendo exactamente las mismas medidas – con el agravante
de que a cada cambio de ministro se anuncia las mismas banalidades como la
última novedad?
Ahora
sí le vamos dar duro al narcotráfico, ahora sí, va ser un combate sin
cuartel... o, en el vernáculo colombiano, vamos tumbar a estos berracos... No va
sobrar ni semilla, y aún menos de coca. Mejor dicho, aquí se encierra el
capítulo narcotráfico, y vamos hacia un futuro que no incorpora ninguno de
nuestros pasados, de pura modernidad, orden, transparencia, integridad...
¿Por
qué no llega jamás este momento decisivo de la historia? Porqué no se consigue
dar esta vuelta por encima de las circunstancias? No podría ser que el objetivo
está mal trazado, o peor, que los verdaderos objetivos de una permanente guerra
a las drogas no son para nada los declarados, y que le interesa al poder estar
siempre a la vuelta de la esquina de la victoria final que tantas veces ha
invocado, anunciado, declarado?
Voy argumentar que una guerra a la
coca no puede nunca traer nada de positivo, ni para el planeta, ni para la raza
humana. Voy argumentar también que tenemos que invertir nuestra perspectiva
completamente, y hacer la paz con la coca, abrazar la coca, amarla como merece
de ser amada, una planta de muchos dones, muchas calidades, muchas virtudes.
Pero para convencerles de la necesidad de este cambio fundamental, voy tener
que pasar por el registro de las corrientes políticas, económicas, éticas, que
han encontrado en esta humilde mata una forma de expresarse. Voy entrar con la
perspectiva de alguien que ve la cuestión de la coca como un “problema” entre
comillas, pero voy salir con la perspectiva de quien ve la coca más bien como
solución.
Vamos empezar por la razón
explícita de la guerra a la coca, la protección de la salud pública. En 1998,
se realizó en Sao Paulo la primera gran conferencia del movimiento llamado
“Reducción de daños” en Latinoamérica. Quedó claro que las mentes pensantes en
Brasil buscan soluciones importadas del mundo desarollado, modelos derivados de
lo que originó en Inglaterra como “Harm Reduction”. Como Peter Cohen les
explicará en el caso de Holanda, este abordaje tiene límites, por ser
negativista y tomar como punto de partida el daño, no queriendo contemplar la
posibilidad de un uso de drogas con rasgos positivos. En el caso del Brasil, no
veo ningún interés en reivindicar el status de país con un uso tradicional de
la coca, en la forma de ypadú o padú o mambe como es conocida en la Amazonía, aunque la coca en esta
preparación bien podría ofrecer una alternativa y una solución a los problemas
creados por el uso moderno de los derivados ilícitos de esta planta. O sea, una
forma seria y consecuente de reducción de daños tendría que pensar en la mejor
forma de consumir la coca, y así prevenir los usos que pueden incentivar la
delincuencia y la marginalidad.
Un segundo aspecto toca al ámbito
legal. La coca en hoja sólo es legal en Bolivia y Perú, aunque formalmente la
ley peruana sólo permite su uso a partir de los 1500 metros de altitud. Parte de
la explicación por esta anomalía está en la defensa de unas tesis biológicas
sobre la adaptación a la vida en alturas, que fueron usadas por nacionalistas
peruanos para defender la coca de las campañas de las Naciones Unidas en su
contra. Irónicamente, o quizás intencionalmente, este dispositivo tiene el
efecto de criminalizar la producción de la coca, que mayormente se encuentra
por debajo de esta curva de nivel. Aquí también se toca toda la absurda
polémica entre la coca “para uso tradicional” y la coca “excedentária”. Yo
pregunto: ¿Cómo se define el uso tradicional? Por altura sobre el nivel del
mar? Por una especie de apartheid étnico, donde sólo indígenas de pura cepa
tendrían este derecho?
De esta manera, sólo se llega a
favorecer ciertas áreas de producción (los Yungas de La Paz, o el valle de La
Convención, en Cusco) y castigar otros, igualmente “tradicionales” (Monzón, en
Huánuco, y el Chapare boliviano). Aquí en Colombia, se reconoce de forma tácita
– aunque no formalmente, en la ley – el derecho de mambear coca en el caso de
ciertos grupos indígenas (en la Sierra Nevada de Santa Marta, en el Cauca, en
el Putumayo, y en el Vaupés). Pero, a la vez, no se incluye dentro de estos
parámetros la población campesina de las mismas zonas. ¿Porqué no? Hay muchos
usos no “tradicionales” de la coca que apuntan a innovadoras soluciones al
impase actual: el chacchado de la coca entre pesqueros de la costa peruana,
entre la burguesía regionalista de Salta en Argentina, entre los gringos
turistas que vienen a Cusco a aventurarse por los caminos del Inca. Todos
demuestran lo que sabe cualquier sociólogo; que el significado de cualquier
forma de consumo es maleable, históricamente, y que en el caso de la coca puede
tomar rumbos inesperados. Un ejemplo está en el zaguán de entrada de esta sala,
donde un grupo de indígenas del Cauca están ofreciendo un té de coca a todos
los asistentes. Debemos saludar y apoyar su iniciativa.
He hablado del aspecto práctico,
farmacológico del uso de la coca, del hecho que formas como el padú brasileño bien podrían servir para
desintoxicar usuários problemáticos de cocaína, mediante una absorción más
lenta y equilibrada de los alcaloides. También he tocado la cuestión del
enfoque social y cultural que se da a las diferentes formas de consumir la
coca. Pero no puede faltar lo que a muchos parece ser la cuestión central de la
coca en la actualidad, su status ilegal y, como resultado de este status, el
extraordinário dinamismo de la economía de su
producción y comercialización, acompañado de los efectos profundos sobre
los modelos de desarrollo en las áreas productoras, y una serie de distorciones
políticas que aquí en Colombia son de conocimiento público. Desde que la coca
es vista como elemento perturbador del orden público entramos en una espiral de
violencia que parece no tener salida, construyendo cada vez más cárceles,
entrenando cada vez más brigadas anti-narcóticos, erradicando cada vez más
hectáreas... El lema parece ser: “¡matando y envenenando para el bien de
todos!”
Lo absurdo de esta situación, que
efectivamente impide el desarrollo, destruye las instituciones, y vuelve la
coca parte de un proceso de mercantilización maligna de todo el planeta, lleva
muchas mentes inteligentes a proponer una legalización, que por cierto acabaría
con los peores aspectos del regimen actual, y sobretodo con la lógica
criminalizante, que afecta a tantos ciudadanos pobres, tanto en el campo como
en la ciudad. Pero una eventual legalización levanta un cuarto aspecto de mucha
importancia para el futuro del planeta – y aquí nos acercamos al meollo de la
cuestión.
Hace unos diez años, estaba yo en
Coripata, un pueblo de los Yungas de La
Paz, con un equipo de TV. Dije, un poco en ton de broma, que las lomas de la
región podrían tener el mismo destaque en la producción de coca que tienen las
de Borgoña para el vino. En efecto, los esquistos de la formación geológica
local son muy parecidos a las tierras de otras zonas productoras de larga data,
como el valle de Monzón en Huánuco, o el valle del río San Jorge en el sur del
Cauca. La coca sí tiene una ecología particular, y hay que admitir que su
producción bajo el régimen de la prohibición no siempre ha respetado el medio
ambiente. En el valle del río Apurímac, por ejemplo, se están desarrollando
actualmente plantaciones de coca muy densas, destinadas a una corto periodo de
máxima producción, seguido por un rápido abandono, deterioro de los suelos, y
erosión. Puedo imaginar un futuro donde la coca ya no seria producida en gran
escala donde lo es actualmente (el Caquetá, el Putumayo) y volvería a los
sitios que le son más adecuados geológicamente, climatológicamente.
La coca cultivada se divide en dos
especies, y cada especie comparte dos variedades bien demarcadas. Erythroxylum coca, la principal especie
económica, se cultiva en los vertientes orientales de los Andes en Perú y
Bolivia, y recientemente se ha introducido en Colombia bajo el nombre de “coca
Tingo”. Su variedad ypadú es adaptada
a las condiciones de la selva baja, y se cultiva en la zona donde se encuentran
las fronteras de Brasil, Colombia y Perú. Tiene la particularidad de
reproducirse por estacas, alcanzando un crecimiento muy rápido, pero
produciendo hojas muy grandes con un contenido de alcaloide relativamente bajo.
Erythroxylum novogranatense es la
coca del Cauca y de la Sierra Nevada de Santa Marta, que está adaptada a
condiciones estacionalmente más secas que las que favorecen la E. Coca. Su variedad truxillense es la ttupa coca de la costa peruana, cultivada actualmente en los valles
de los ríos Moche y Chicama, en condiciones semi-desérticas, con la ayuda de
agua de riego y bajo una ligera sombra. Tiene fama de ser la coca más
aromática, y es la que se usa como saborizante para gaseosas.
Cada especie, cada variedad, está
adaptada a condiciones específicas. Un adecuado manejo agronómico frenaría la
tala de bosques en zonas inapropiadas, y la coca, en vez de ser una amenaza al
ecosistema, como es pintada actualmente, volvería a ser la base del desarrollo
campesino en determinadas áreas que son particularmente adecuadas para su
cultivo. ¿Será demasiado optimista esta visión? No lo creo. 250,000 hectáreas
de coca no es nada frente a las enormes extensiones dedicadas, por ejemplo, a
la caña de azúcar, tradicional motor de la agro-industria tropical. Es
perfectamente factible combinar la coca con cultivos de pancoger, y asociarla a
otras plantas perennes que frenan la erosión. Lo único que se requiere es, como
en el caso de cualquier planta cultivada, saber evitar grandes extensiones de
monocultivo que atraen plagas y destruyen las complejas relaciones entre las
especies.
Aquí entro en lo esencial de mi
argumento. Por detrás de las cuestiones de actualidad, se esconde un proceso de
aprovechamiento de los recursos naturales cuya historia remonta no apenas al
comienzo al comienzo del actual ciclo de la cocaína en los años 1970s, ni mismo
al error monumental que resultó en la prohibición de ciertas drogas y plantas
al comienzo del siglo XX. El enfoque antropocéntrico – que reza que las demás
especies que existen en el planeta sólo están aquí para satisfacer a las
necesidades humanas – es anterior al liberalismo económico, al surgimiento del
capitalismo moderno, y a la conquista europea de las Américas. Convengamos que
la tiranía del hombre sobre las otras formas de vida es de gran antigüedad,
aunque no compartida por todas las sociedades humanas, y contrária a la
percepción del mundo de muchos grupos indígenas americanos. La visión de estas
sociedades – descrita por el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro
como “perspectivismo” y “multinaturalismo”- implica un planeta habitado por
múltiples seres, cada uno percibiéndose como sujeto, cada uno dotado de una
inteligencia autónoma, cada uno apreciando el mundo desde un punto de vista
distinto a los demás.
Es importante enfatizar aquí que
estamos delante de un entendimiento que es el opuesto de nuestra visión
moderna, multicultural, que supone una unidad en la naturaleza física de las
formas de vida, y una multiplicidad en las adaptaciones culturales. En la
perspectiva multinatural, lo que ocurre es el contrário: se concibe el mundo
con una unidad del espirito, de la cultura, de la percepción, cosas que son
compartidas por todas las especies. La diversidad está en los cuerpos, en los
aparatos cognitivos, en las formas concretas de representación.
Aquí se confunden las categorías y
las dicotomías tan valorizadas en Occidente: la naturaleza y la cultura, la
animalidad y la humanidad, la determinación y el libre albedrío. Desde una
perspectiva multinatural, se aprecia la guerra a las drogas no sólo como
empresa imperialista, ni apenas como una proyección mágica de lo maligno en
substancias y plantas inocentes en sí mismas. Se la ve como realmente es: el
deseo de llevar el mundo a lo que un cierto Dr. Dupont, consejero de drogas del
ex-presidente Ronald Reagan, una vez llamó sin ningún recelo “species
extinction”, defendiendo tal objetivo, en el caso específico de la coca, como
algo deseable para el orden público y la salud del hombre. Me pregunto: ¿Cómo será
que la coca – para no hablar de la amapola y el cannabis, del yagé o ayahuasca,
de los cactus peyote y wachuma, de los hongos, la huilca, la yekuana y muchos
más – cómo será que la inteligencia de esta planta, nuestra cocamama, percibe
el loco afán de los hombres de acabar con ella?
Verá seguramente que los problemas
que tenemos con ella se deben esencialmente a la falta de un correcto
entendimiento de nuestra parte, tanto en saber aprovechar sus dones y
beneficios de forma adecuada, como en establecer una relación respetuosa y
democrática entre las especies, y así ampliar nuestro concepto de lo político
más allá de Homo sapiens. Verá también que negamos a las plantas y animales
la capacidad de intencionalidad que es dada por la posición de sujeto, que los
condenamos para siempre a la condición de meros objetos de nuestro modelo de
consumo. Verá finalmente que nuestra confusión es producto del miedo; miedo de
perder la seguridad utilitaria de un mundo donde todo se convierte en un
elemento de mercado, y sobretodo terror de pasar al reconocimiento de una
subjetividad no-humana, y así, llegar a percibir las plantas psicoactivas como
auténticas “maestras”. El miedo que encierra el Plan Colombia es esencialmente
éste: que la coca más y más largo tiene que enseñarnos que todos los
think-tanks de Washington reunidos...
Si, al contrario, aceptamos que
tenemos mucho que aprender de la coca, todo este cuadro se invierte – ya no
encontramos problemas, sino soluciones. Soluciones ambientales, soluciones para
el desarrollo y la reinserción social, soluciones rituales y pragmáticas para
el consumidor. Vuelvo a insistir sobre el ejemplo de la coca amazónica, el padú o el mambe, cuya forma pulverizada reúne todos los requisitos de un
producto para las nuevas generaciones. Es efectivo y de manejo fácil y, por lo
tanto, podría hacerle competencia a la cocaína refinada. Además, tiene un
perfil sano: selvático y ecológico, orgánico y integral. Ésta, y otras formas
de coca semi-industrializada, podrían hacer con que empecemos a concebir un
futuro en que llegaremos finalmente a vivir en paz con esta planta.
Por su parte, la coca puede, y
hasta quiere, vivir en paz con nosotros. ¿Porqué? Vuelvo a la imagen con que
abrí esta ponencia: sus flores hermafroditas, sus cantidades exageradas de
semilla, su inmensa fertilidad. El botánico Timothy Plowman que, aún más que
yo, conoció en su corta vida casi todas las áreas de producción de coca, una
vez me contó que nunca en todas sus andanzas había encontrado una planta
verdaderamente silvestre de coca. No hablamos de la sacha coca, o de otras de las casi ochenta especies de Erythroxylum que crecen en varias partes
de América del Sur. Tratamos de la coca con alcaloide, de las dos especies o
cuatro variedades que describí antes en esta charla. Juntamos el material
botánico y arqueológico, y llegamos a la conclusión de que la coca
probablemente había sido domesticada en una zona donde hoy casi no existe: la
costa ecuatoriana, en la cultura Valdivia, alrededor de los 3000 años antes de
Cristo.
De allí se desarrollaron las
diferentes razas de la planta cultivada que conocemos hoy en día. La mata
silvestre que dio origen a esta coca ha desaparecido, sepultada bajo los
millones de hectáreas de plátanos y bananos que ahora ocupan la zona. Así que,
desde hace miles de años, la coca depende de nosotros para sobrevivir. Es
nuestra compañera, como muchas otras plantas cultivadas – equivalentes al perro
y al gato en el mundo animal. Es por esta razón que nos quiere, porque depende
de nosotros, y no porque somos ni bellos ni buenos ni inteligentes. Es porque
la hacemos crecer, le damos vida, la acariciamos y la comemos. Nos quiere como
nosotros la queremos a ella: con todas las contradicciones de la pasión y de la
interdependencia. Contra el odio de los guerreros que buscan la extinción de la
especie, tenemos que responder con un solo lema: Amor a la coca.
Paz con la coca.
Ponencia al Foro Social
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Cartagena
de Indias, Junio 19, 2003.
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