LAS NACIONES UNIDAS Y LA POLÍTICA INTERNACIONAL DE
CONTROL DE DROGAS: FACTORES PARA UNA INERCIA PROHIBICIONISTA
Martín Barriuso
Introducción
Las vigentes políticas de control de drogas ilícitas, basadas en la suposición de que sea posible y deseable lograr un mundo en el que desaparezcan totalmente, mediante la persecución sistemática de las conductas relacionadas con su producción, transformación y consumo, son día a día más cuestionadas. Cada vez resulta más evidente que los efectos contraproducentes de estas políticas superan con creces a los posibles efectos positivos, alejándose del objetivo declarado, la protección de la salud pública. El Período Especial de Sesiones sobre el Problema Mundial de las Drogas de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que se reunió entre los días 8 y 10 de junio de 1998 en Mueva York, suponía una oportunidad histórica de realizar la deseable evaluación de los resultados de la aplicación de las tres Convenciones de la ONU para el control de drogas: Las de 1961, 1971 y 1988. Una vez más, este espinoso asunto fue dejado de lado en aras de conseguir un consenso formal, que se concretó en la aprobación por unanimidad de la declaración política y todos los documentos presentados a debate. Así, las políticas que diseñan los organismos emanados de las Convenciones, como la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) o el Programa de las Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de Drogas (PNUFID), escaparon de nuevo del análisis crítico.
Sin embargo, aunque las Naciones Unidas eviten una y otra vez tomar en cuenta las consecuencias de la política basada en la prohibición, parece evidente que ésta se encuentra sumida en una profunda crisis de credibilidad, siendo cuestionada por multitud de especialistas en la materia e, incluso, por algunos de los países firmantes de las convenciones sobre estupefacientes. No obstante, estas críticas apenas lograr introducir cambios significativos en el rumbo impuesto, sobre todo, desde los Estados Unidos. Muestra significativa de ello es el nuevo plan para el decenio 1998-2008 que el PNUFID presentó en Viena tres meses antes de la Sesión Especial, con el significativo título de “Un mundo sin drogas: Podemos conseguirlo”. El nuevo plazo de diez años establecido para la erradicación del cultivo ilícito de hoja de coca y amapola de opio, tras los anteriores fracasos en metas similares, es un ejemplo de la tremenda inercia adquirida con el paso del tiempo por las políticas de control de drogas. Las muestras de escepticismo en las manifestaciones públicas de los dirigentes políticos más comprometidos con este plan, antes y durante los actos de Nueva York, ponen en evidencia que casi nadie ve en él nada más que una vía muerta.
Cuando nos enfrentamos con esta terca persistencia en lo que cada día más personas y sectores implicados en la materia consideran un estrepitoso fracaso, resulta tentador achacar tal continuismo a simple cerrazón o ceguera por parte de los gobernantes. Sin embargo, más allá de este diagnóstico simplista, existen complejos y variados factores que favorecen la prórroga del status quo. Asimismo, en el lado opuesto, otros factores parecen debilitar lentamente las bases en las que se sustenta la prohibición. Cualquier cambio normativo en todo lo referido a las sustancias psicoactivas será necesariamente consecuencia de los cambios en el equilibrio entre ambos conjuntos de factores.
En consecuencia, no es posible entender el unánime apoyo que los estados miembros de la ONU ofrecieron a las actuales directrices para el control de drogas y la lucha contra el tráfico el 10 de junio de 1998, sin examinar las razones que convierten la política de prohibición de determinadas sustancias psicoactivas en rentables para quienes las propugnan, señalando los intereses que subyacen en la de otra manera incomprensible prolongación de una política fracasada. A lo largo de este trabajo se intenta enumerar esos factores, con algunos ejemplos ilustrativos, como vía para intentar una mejor comprensión de los mecanismos de toma de decisión que llevan a la presente situación.
Un arma de control
El denominado problema
de la droga, interpretado desde el discurso oficial como una de las
amenazas más graves para la sociedad contemporánea, ha permitido la aprobación,
con un enorme consenso en torno, de leyes y normas que vulneran garantías
jurídicas fundamentales. La aprobación de algunas normas, como el paradigmático
caso español de la Ley Orgánica 1/92 de Protección de la Seguridad Ciudadana,
coincide muchas veces en el tiempo con un incremento de la alarma social
asociada a las drogas (Usó, 1996). En este caso, las propias autoridades
alentaron esta alarma, favoreciendo la aparición de patrullas ciudadanas que
perseguían a consumidores y pequeños traficantes hasta que, con la excusa de
terminar con esta situación, se aprobó la norma que permitía la entrada en
domicilios sin orden judicial, cacheos y toda una batería de sanciones
administrativas[1],
cuya aplicación ha mostrado elevados niveles de arbitrariedad. Su antecesora
directa (Carrera, 1997[2]),
La Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, de 1970, también dedicaba gran
parte de su atención a los consumidores de drogas ilícitas, junto con otras
conductas consideradas “desviadas” por la legislación de la época, como la
homosexualidad. Por tanto, lo que subyace no es, en absoluto, un planteamiento
sanitario, sino de moralidad pública, promoviendo la persecución y
“rehabilitación” de aquellas personas que muestran comportamientos alejados de
la norma. Sin embargo, así como la norma ha evolucionado en lo relativo a la
orientación sexual, hasta el punto de que el vigente Código Penal español
considera delito la discriminación en
razón de la misma, no ha sucedido igual con el uso de drogas, donde la
ilegalidad de algunas de ellas permite justificar y mantener en vigor leyes
que, cuando menos, resultan chocantes en un estado pretendidamente social y
democrático de derecho.
En las zonas donde se cultivan plantas utilizadas en la
elaboración de drogas ilícitas, la situación no difiere en exceso: Solo cambian
los sectores sociales a los que se dirigen los instrumentos excepcionales de
control. Así sucede, por ejemplo, con la llamada ley 1008 en Bolivia,
destinada, sobre todo, a la persecución de la producción de drogas ilícitas,
bajo cuya aplicación se hallan en prisión preventiva miles de personas sin
derecho a libertad provisional. De hecho, Bolivia, donde hace tiempo que no
existen fenómenos de tipo insurreccional, es un ejemplo de cómo la excusa de la
lucha contra la coca permite reprimir con mayor dureza cualquier movimiento de
oposición (Agreda, Rodríguez y Contreras, 1996). Muestra de ello es la
represión contra los movimientos campesinos, especialmente activos en las zonas
productoras de hoja de coca, como el trópico de Cochabamba, donde se utiliza la
excusa de la lucha contra el narcotráfico para cometer todo tipo de violaciones
contra los derechos humanos, masacres incluidas. Esta situación de
excepcionalidad queda reforzada por el hecho de que los operativos queden en
manos de organismos y cuerpos especiales, destinados casi en exclusiva a la
lucha contra la producción de coca, como la Unidad Móvil para el Patrullaje
Rural (UMOPAR), la Policía Ecológica, la Dirección Nacional de la Coca (DINACO)
y la Dirección de Reconversión de la Coca (DIRECO).
En cada estado, los mecanismos para el control de las drogas
sirven a la medida de los conflictos internos, dependiendo de su naturaleza.
Egipto dirige los esfuerzos de su ANGA (Administración General Antinarcóticos),
contra el movimiento islamista de los Hermanos Musulmanes, gracias a la
colaboración de la DEA[3], que difunde poco
creíbles informes sobre cultivos ilícitos en las orillas del Nilo[4]. En los países donde
existen conflictos armados, las acusaciones de vinculación con el narcotráfico
suelen ser mutuas entre los distintos bandos, y lo cierto es que, en la mayoría
de las ocasiones, existen claras disputas por controlar regiones especialmente
ricas en materias primas, como coca y amapola, no en vano hablamos de productos
con un elevado valor añadido y gran aceptación en el mercado mundial. En
Colombia, la supuesta vinculación ha servido para intentar legitimar la
estrategia de guerra de baja intensidad, que incluye fumigaciones aéreas y
operativos armados, tanto por parte de las fuerzas regulares como de los
paramilitares[5]. Estos intentos de
vincular a las guerrillas, especialmente a las FARC, con el narcotráfico, son
especialmente alentados desde los Estados Unidos, que parece haber encontrado
en esto la excusa perfecta para resucitar una formula de intervención en su
“patio trasero” con larga tradición a lo largo del siglo XX. La insistencia de
la DEA, tanto en sus informes como en las intervenciones mediáticas de sus
responsables y agentes especiales, en subrayar la importancia que, según ellos,
tienen en el contexto mundial de los cárteles colombianos y sus conexiones con
la guerrilla, menospreciando otros fenómenos de gran importancia, dan la medida
de ese interés.
En aquellos lugares donde las zonas de producción de
materias primas coinciden con el territorio de minorías étnicas o nacionales,
la existencia de cultivos ilícitos permite desactivar informativamente los
posibles movimientos secesionistas o autonomistas[6].
Así lo hace el gobierno de la República Unida de Myanmar (antigua Birmania), en
una curiosa sintonía con la DEA. En efecto, Myanmar es uno de los países que
carecen de certificación del Departamento de Estado de los Estados Unidos[7]. Tanto el gobierno,
claramente implicado en el tráfico, como los norteamericanos, consideran a los
grupos étnicos que llevan décadas de enfrentamiento armado con el gobierno
central como simples organizaciones de narcotraficantes, ocultando la verdadera
naturaleza de la guerra que enfrenta a diversos grupos de etnia shan, kachin,
hmong o karen con el gobierno militar de Rangón. Por el contrario, una de las
facciones kachin, ante el control que el gobierno ejerce sobre parte de los
laboratorios de producción de heroína dentro del territorio de este pueblo y
los problemas causados por el creciente consumo, adoptó una postura de
persecución encarnizada del opio y sus derivados, persiguiendo incluso el uso
médico tradicional y castigando el tráfico con la muerte, habiendo llegado a
fusilar heroinómanos (Labrousse y Wallon, 1992). Las facciones kachin que
seguían controlando áreas de producción, por el contrario, optaron por
beneficiarse de ello para su causa. En estos casos, en función del uso que de
las drogas hagan el enemigo y el bando propio, la actitud oscila entre la
implicación directa en la producción y tráfico y la adopción del papel
coercitivo –en ocasiones con tintes de verdadero encarnizamiento- habitualmente
reservado a los estados. En tales ocasiones, la guerra antidrogas puede
aparecer como mecanismo de cohesión y “limpieza” del colectivo propio (como en
las acciones de ETA o el IRA contra pequeños traficantes) y/o como forma de
lograr cierto reconocimiento internacional. Ello suele llevar aparejada la
asunción de los tópicos prohibicionistas como parte del ideario del grupo.
En los países receptores de inmigrantes, como en la Unión
Europea, la supuesta vinculación entre las comunidades de extranjeros y el
tráfico permite exacerbar los controles fronterizos e internos contra estos
grupos. Esa relación raras veces es reconocida como algo generalizado por parte
de las autoridades, preocupadas por demostrar un lenguaje políticamente
correcto, pero se expresa implícitamente para justificar el cierre de las
fronteras. Se llega a afirmar que la mejor manera de evitar el tráfico de
drogas por extranjeros es prevenir la inmigración[8].
De esta manera, el tráfico sustituye en el discurso gubernamental a la poco
creíble excusa tradicional (aún usada por los grupos xenófobos) de que los
extranjeros arrebatan sus empleos a la población local. En realidad, todo ello
funciona como un mecanismo disuasorio para obligar a los recién llegados a
aceptar la ilegalidad y las malas condiciones laborales, dado que los gobiernos
correspondientes suelen mirar para otro lado ante la presencia de inmigrantes
ilegales cuando éstos desempeñan un papel importante en la economía local,
normalmente como mano de obra agrícola barata, como sucede en España, Francia o
los Estados Unidos. De hecho, el gobierno español ha llegado a introducir
ilegales él mismo, con la excusa de aliviar la saturación de sus centros de
internamiento en Ceuta y Melilla.
Estrategia y diplomacia
“El narcotráfico es, tras la caída del comunismo, la
principal amenaza para los intereses de los Estados Unidos”. Esta frase del
general Norman Swarzkopf, comandante de las fuerzas aliadas durante la Guerra
del Golfo, refleja a las claras el importante papel que los Estados Unidos
otorgan a la cuestión de las drogas en su política exterior, desde que el
presidente Nixon declarara la “guerra contra las drogas” en 1973. La nueva
situación mundial, tras el fin de la guerra fría, ofrece a la Casa Blanca la
ocasión de afianzarse en su papel de árbitro mundial al colocar como nueva
amenaza para la estabilidad mundial un fenómeno, como el de las drogas, en el
que Estados Unidos lleva casi todo este siglo imponiendo sus puntos de vista
sin apenas discusión. Ello da a su diplomacia una baza para la intervención
exterior en unos tiempos en que el peligro comunista ya no sirve para que los
países aliados abran alegremente sus fronteras.
Este asunto se torna central en el caso de América Latina
(Youngers y Zirnite, 1998[9]), donde la llamada política
de certificación condiciona las ayudas económicas que los distintos países
reciben del poderoso socio del Norte. La intervención estadounidense anti-narco
en estos países oculta, en realidad, operaciones similares a las que, hace
décadas, se ejecutaban con fines abiertamente económicos. De hecho, la
desregulación económica y el incremento de los intercambios comerciales
favorece la circulación de las drogas a través de las fronteras, convirtiendo
en inútiles las medidas adoptadas para controlarla, a la vez que el
neoliberalismo utiliza la guerra contra las drogas como uno de los mecanismos
para su implantación (Blixen, 1992[10]).
Otra peculiaridad de las políticas de control de drogas que
los Estados Unidos ha sabido utilizar en su provecho es el hecho de que la
aplicación de las mismas es, en muchos casos, responsabilidad de instituciones
de ámbito supranacional. Estas instituciones, sin embargo, destacan por su
jerarquía y compleja burocracia, lo que facilita enormemente la tarea de
centralizar en pocas manos la toma de decisiones críticas. Por ejemplo, la
responsable de elaborar las listas de sustancias sujetas a fiscalización es la
Comisión de Estupefacientes del Consejo Económico y Social de las Naciones
Unidas, órgano en el que, desde su fundación, Estados Unidos ha tenido
presencia permanente, presidiéndolo durante casi todo el tiempo, sin que tal
circunstancia aparezca estipulada en tratado o protocolo alguno[11]. De esta forma, los
cambios en las listas propuestos por la estadounidense Food and Drugs
Administration (FDA, Administración para Alimentos y Drogas) se convierten,
invariablemente, en realidad, máxime cuando suele ser la propia FDA la
encargada de formar a los futuros expertos que se sentarán en la Comisión de
Estupefacientes y en la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes[12].
En la fase actual, personaje clave está siendo el director
del PNUFID y Secretario General Adjunto de la ONU, el italiano Pino Arlacchi.
Nombrado directamente por el Secretario General, Kofi Annan, el actual director
del PNUFID es el mejor valedor de las tesis estadounidenses de mantener en su
plenitud la guerra contra las drogas, habiendo llegado a afirmar que “la guerra
contra las drogas no se ha perdido, puesto que aún no se ha iniciado”
(Blickman, 1998). Este ardor guerrero ha ayudado a Arlacchi a arrebatar a los
técnicos del PNUFID la iniciativa a la hora de sacar adelante la estrategia
SCOPE (en castellano, Estrategia de Erradicación de la Coca y la Amapola de
Opio), pieza clave de la actuación futura de la ONU, pero que no ha sido objeto
de discusión durante la pasada Sesión Especial. De esta manera, orlado por su
pasado de luchador contra la mafia, Arlacchi ha logrado que la estrategia
favorita de Washington siga adelante a pesar del escándalo que supuso la firma
de un convenio a diez años para la eliminación de cultivos de opio, por valor
de 250 millones de dólares, con el gobierno talibán de Afganistán, denunciado
con dureza por la Comisaria Europea Emma Bonnino y formalmente rechazado por el
pleno del Parlamento Europeo.
El ejemplo de
Afganistán nos sirve para adentrarnos en otro de los aspectos,
mencionados antes de pasada, pero que juegan un rol central en la actuación de
algunos gobiernos en materia de drogas: El prestigio y la credibilidad
internacionales. Los talibanes, además de unos jugosos fondos que, de otra
manera, es dudoso que hubieran recabado de la comunidad internacional, han
recibido con este plan un fuerte espaldarazo, al convertirse de pronto en
barrera de contención frente al cultivo ilícito de amapola de opio, de la que
Afganistán posee un 60% del total mundial. La República Islámica de Irán (otro
país descertificado, igual que Myanmar y Afganistán) ha intentado algo parecido
y, de hecho, lo ha logrado, al aparecer, al decir de muchos de los asistentes a
Nueva York, como un estado seriamente comprometido en la guerra contra las
drogas. Entre los stands instalados por organizaciones internacionales,
estatales y no-gubernamentales en el interior del edificio de la Asamblea
General entre el 8 y el 10 de junio, el de Irán, uno de los pocos instalados
por un gobierno[13], era de los más
espectaculares: Justo al lado de la cafetería por donde pasan sin parar las
delegaciones y los periodistas, contaba con mapas y maquetas donde se explicaba
el dispositivo militar de control que el gobierno de Teherán ha desplegado en
sus fronteras con el fin oficial –aunque poco creíble- de detener el flujo de
drogas ilícitas a través de las mismas. Todo ello complementado con
conferencias y ruedas de prensa durante los tres días que duró el evento.
La República Popular China, otro país con gran cantidad de
denuncias por violaciones de los derechos humanos, editó y distribuyó un libro (Chongde y Yuán,
1998) en el que se da a conocer la “batalla de China contra las drogas”[14]. De hecho, China
mantiene en vigor y aplica la pena de muerte por simple consumo de drogas,
cuestión que, con la excepción de algunas ONGs acreditadas en la Sesión, ni
siquiera fue mencionada[15]. Buena muestra de lo
rentable que resulta la lucha contra las drogas a la hora de evitar condenas
internacionales.
Dinero fresco y discreto
Es de sobra conocido el importante volumen económico de los
beneficios generados por las drogas, cifrado por fuentes de la ONU entre 45 y
75 billones de pesetas anuales. No solo los llamados narcoestados, sino también
algunos de los países destinatarios y, especialmente, algunos sectores
influyentes de los mismos, tienen intereses en la continuación de la
prohibición, dado que la elevación de precios debida a la clandestinidad
aumenta los rendimientos de las transacciones, sobre todo en algunos segmentos
concretos de la cadena de la producción, transformación y tráfico, convirtiendo
a las drogas en el “negocio del siglo” (Markez, 1994). Estas plusvalías
revierten en los estados por vías diversas, como la recaudación de impuestos
informales, la participación directa de las instituciones o, al menos, parte de
ellas, en las operaciones y sus beneficios, o por un aumento de la actividad
económica, que se traduce en un aumento de la recaudación tributaria[16].
Buen ejemplo de ello es Marruecos, donde la expansión del
cultivo de cáñamo destinado a la producción de hachís, especialmente a partir
de 1980 (OGD, 1997), está teniendo consecuencias claras en la estratificación
social, la cohesión interna y los recursos disponibles por parte del estado
(OGD, 1994; Sabar, 1997[17]). Marruecos cuenta, de
hecho, con un mercado cautivo para su hachís, la mayoría de baja calidad, que
abarca la práctica totalidad de Europa Occidental (Escohotado, 1997), con un
volumen económico de entre dos y tres billones de pesetas anuales. Parte de
este dinero revierte, por las vías antes citadas, en las arcas del estado, que
ha podido emprender ambiciosos planes de construcción de infraestructuras, que
luego son ejecutadas por empresas mayoritariamente francesas, con lo que este
país obtiene una parte indirecta de los beneficios, a la vez que contenta al
que en estos momentos es su mejor aliado en el Magreb, especialmente en unos
momentos en los que Argelia dista de ser un socio fiable. De esta manera se
establece una comunión de intereses, nunca declarada, que ve en una hipotética
normalización del cannabis una catástrofe económica y política. De hecho, el
gobierno francés, que mantiene aún hoy en vigor una de las legislaciones más
duras en materia de drogas de toda Europa, jamás atribuye origen marroquí a las
partidas de hachís de las que se incauta su Policía[18],
a pesar de que su origen es evidente a cualquier persona mínimamente
informada.
Desde que la Convención Única de 1961 estableciera, en su
artículo 49, un plazo de quince años para la completa erradicación de los usos
no médicos de la adormidera y de veinticinco para los de coca y cannabis, la
sustitución de estos cultivos por otros ha sido una de las preocupaciones
fundamentales de la ONU[19]. El llamado desarrollo
alternativo ha intentado encontrar fórmulas que ofrecieran a los productores
actividades económicas compensatorias que paliaran la pérdida de ingresos por
el abandono de los cultivos ilícitos, incomparablemente más rentables. De
hecho, "Eliminación del cultivo ilícito y el desarrollo alternativo"
era el título del punto 6º de la agenda de discusión para la Sesión Especial[20], habiéndose convertido
en uno de los temas estrella de la misma, sobre todo ante el incontestable
fracaso de esta estrategia a la hora de reducir de forma real las superficies
de cultivo, sobre todo por la ausencia de una fuente de ingresos realmente
alternativa[21].
Sin embargo, las distintas medidas asociadas con el
desarrollo alternativo han tenido consecuencias positivas para algunos
sectores, algunos de ellos con gran capacidad de influir en las esferas de toma
de decisión de los estados destinatarios del mismo. El desarme arancelario de
los países más desarrollados frente a determinados productos originarios de
países con áreas de cultivos ilícitos, ha permitido que los mismos, como las
flores colombianas o el espárrago peruano, compitan ventajosamente con los
productos autóctonos de los países de destino. Esto no ha favorecido en
absoluto a los pequeños campesinos productores de hoja de coca, que con
frecuencia no son titulares de los terrenos que laboran, pero sí a determinadas
capas de propietarios y a algunas empresas exportadoras, convertidas así en
cómplices tácitas de la prohibición. Estas políticas, de hecho, contribuyen a
reforzar una división internacional del trabajo que tradicionalmente ha beneficiado
a los países industrializados y a las oligarquías terratenientes.
Otra característica que convierte en especialmente atractiva
a la economía de las drogas ilegales es su opacidad. Aunque, oficialmente,
acabar con el llamado blanqueo de capitales es una de las prioridades de la
política de fiscalización de drogas[22],
lo cierto es que no existe voluntad ni posibilidad real de llevarlo a cabo. Y
no solo por el importante papel que la evasión de capitales desempeña en la
economía (Ziegler, 1990), sino porque el dinero, carente de control, procedente
del narcotráfico permite incrementar de forma sustancial lo que los estados
suelen denominar "fondos reservados". Baste recordar el ya célebre
caso Irán-Contra, donde la CIA se valió de dinero procedente del narcotráfico
para armar a la oposición nicaragüense.
El lobby preventivo-asistencial
La lucha contra el uso ilícito de drogas de drogas descansa
en una triple estrategia ya clásica y sobradamente conocida: Prevención,
represión y tratamiento –o, en lenguaje oficial, reducción de la demanda,
reducción de la oferta y asistencia-. La faceta represiva suele ser la que
acapara una mayor atención informativa y la que, además, concentra la mayor
parte de las críticas, entre las que se halla el habitual interés (conocido de
antiguo) de los encargados de ejecutar las políticas de represión de la
producción, venta y consumo de drogas, en mantener esas mismas políticas en
vigor[23]. El caso de Harry J.
Anslinger, quien, tras perder su empleo como responsable de la lucha contra el
alcohol a causa de la abolición de la Ley Seca, se convirtió en uno de los
impulsores de la represiva Marijuana Tax Act y terminó siendo director de la
Federal Bureau of Narcotics estadounidense hasta 1962 (Escohotado, 1994), es
una muestra de cómo los profesionales de la coerción pueden llegar a
convertirse ellos mismos en agentes de los cambios sociales y legislativos más
regresivos. En cambio, las tareas de tipo preventivo y asistencial han
recibido, en general, críticas mucho menos severas y suelen aglutinar en torno
a ellas un amplio consenso social, sin reparar en el papel que sus diseñadores
y ejecutores desempeñan en la perpetuación del modelo prohibicionista.
En efecto, la doble máxima de "todo lo que se haga
contra las drogas es bueno en sí mismo" y
de “cuanto más se haga, mejor”, aún vigente en el discurso y en la
práctica de la mayoría de los estados, no solo ha provocado el mantenimiento de
ineficientes programas de prevención basados en la promoción de la abstinencia
como única respuesta ante el fenómeno de los consumos problemáticos de drogas,
sino que ha multiplicado la infraestructura destinada a divulgar mensajes
alarmistas con fines disuasorios, a la prevención inespecífica (carente de
objetivos mensurables y concretos, y, en general, de cualquier evaluación
rigurosa de sus resultados) y al tratamiento basado también en el objetivo de
la abstinencia total (los llamados programas libres de drogas). De esta manera,
en medio de una política de persecución que defiende la desaparición de la
práctica totalidad de los usos no médicos de las sustancias psicoactivas, la
difusión de estos mensajes deja de ser una simple y bienintencionada labor de
prevención, para convertirse en cortina de humo de los fracasos de la política
oficial y en soporte ideológico de la misma, divulgando mensajes con un tinte
implícitamente represivo bajo el barniz de la neutralidad científica y el
voluntarismo altruista.
En esta tarea, las Naciones Unidas, los diversos organismos
internacionales y los distintos niveles de las administraciones dentro de los
estados han propiciado o, directamente, creado un conglomerado de
Organizaciones No Gubernamentales –algunas de ellas con una independencia tan
solo nominal de sus respectivos gobiernos- con gran capacidad económica e
influencia social, tan solo comparables a la dependencia económica que el
origen de sus fondos, casi totalmente gubernamentales, les ocasiona. Es bien
significativo que el mini-foro de ONGs organizado en Viena por el Comité de
ONGs sobre Drogas Narcóticas de la ONU comenzara con una alocución de Vincent
Bakeman, del International Council on Alcohol & Addictions (ICAA) y miembro
del Comité de ONGs de Nueva York, acerca de los retos que la globalización de
mercados y el fin de la guerra fría plantean a las ONGs en el terreno de la
eficiencia y la competitividad[24], subrayando “la gran
cantidad de dinero y poder” reunida en torno a aquella mesa, en referencia a
las organizaciones presentes aquel día. De hecho, tanto Bakeman como su
compañera del ICAA, Eva Tongue, presidenta del Comité de ONGs sobre Narcóticos
de Viena, y Eileen MacCafferty, presidenta del Comité de Nueva York, poseen una
gran capacidad de influencia sobre el PNUFID y la JIFE en todo lo referente al
diseño de políticas[25], pero, sobre todo, a la
hora de conseguir fondos para mantener sus actividades y las de grupos afines a
ellos, como la Organización Mundial del Movimiento Scout (que ostenta, en la
persona de Rupert Schildböck, la primera secretaría del comité de Viena),
Soroptimist International, Rotary International, Christian Drug Prevention y
otras, entre las que se encuentran algunas vinculadas desde antiguo con los
mensajes prohibicionistas de ciertos sectores puritanos y defensores de la
temperancia de algunas iglesias cristianas. De hecho, tanto el diagnóstico de
la situación actual como las propuestas de solución de los comités de ONGs de
la ONU apenas se apartan de la línea oficial de ésta y jugaron un importante
papel durante el desarrollo de la Sesión Especial como muro de contención de
todos los planteamientos críticos que otras ONGs intentaban hacer oír.
Los datos acerca del volumen de las ayudas que reciben estos
grupos son casi inexistentes y se hallan muy dispersos, lo que dificulta
enormemente la investigación sobre su realidad, pero no es exagerado afirmar
que manejan presupuestos de cientos de millones de dólares y cuentan con
plantillas de miles de personas por todo el mundo. Dado que la elaboración
teórica de su discurso suele estar en manos de personas asalariadas de las organizaciones,
cuyos ingresos dependen del beneplácito de las instituciones con las que
trabajan en estrecha colaboración, no es de extrañar que realicen esfuerzos
extras para tratar de mantener tal cual la presente situación. A ellos habría
que sumar a numerosos profesionales de la asistencia, sobre todo en la red
sanitaria privada, que llegan a administrar en algunos casos tratamientos
contra dependencias de dudosa existencia, como la de cannabis o MDMA, empresas
y asociaciones dedicadas a la elaboración y distribución de material
divulgativo, etc., que dependen del mantenimiento de la alarma social vinculada
con la prohibición para justificar los desproporcionados medios que reciben de
las arcas públicas y atraer las aportaciones privadas[26].
No se trata, en absoluto, de afirmar que todas las personas trabajan en estos
sectores tengan intereses en la continuación del actual desastre (de hecho,
algunas de las más fundadas críticas a la política oficial provienen de estos
sectores), pero es evidente que la existencia de claros intereses
corporativistas entre quienes se supone que representan a la sociedad civil en
el seno de la ONU supone una dificultad extra a la hora de impulsar cambios
normativos.
En el estado español, la Fundación de Ayuda a la
Drogadicción (FAD) supone un claro ejemplo de cómo este tipo de grupos llegan a
convertirse en mamotretos burocráticos cuyas necesidades económicas terminar
por condicionar la independencia –por decir algo- de su discurso. De los 96
millones de pesetas iniciales con que contaba en 1986 el Fondo Social de la
FAD, en noviembre de 1993 ya había alcanzado los 1.337 millones, de los cuales
800 procedían de ocho grandes bancos españoles, todos ellos con sucursales en
los mismos paraísos fiscales -como las islas Cayman-, donde los organismos
internacionales denuncian que se procede a la legalización de los bienes
procedentes del narcotráfico. El resto también procedía, casi en su totalidad,
de empresas diversas, entre las que destaca, por lo incongruente, la presencia
de Tabacalera, con una aportación de 50 millones[27].
Si a los intereses espurios probablemente ocultos tras las aportaciones de los
patronos de la fundación unimos la escasa tendencia de las grandes empresas a
patrocinar la difusión de ideas fuera de lo establecido y aceptado, no es de
extrañar, pues, que los mensajes de la FAD no se alejen un ápice de los tópicos
al uso del discurso oficial, ocupándose, casi en exclusiva, de las drogas
ilícitas e ignorando los consumos problemáticos de alcohol y, sobre todo, de
tabaco.
Además de la FAD, nos encontramos con el Foro de
Organizaciones de Profesionales para la Prevención de las Drogodependencias,
que trabaja con frecuencia en coordinación con la primera, en una especie de
reparto de papeles entre los creadores de opinión y los ejecutores de
programas. El Foro, que día tras día va adquiriendo más claramente la
apariencia de un grupo de presión encargado de recabar ayudas oficiales para
distribuir entre sus miembros, reúne a grupos con una dilatada trayectoria en
el mundo de la prevención, al lado de verdaderas empresas de servicios que han
logrado aumentar su plantilla y facturación a base de explotar el nuevo nicho
de negocio que ofrece el fenómeno de las drogodependencias. Así, el escaso
margen de maniobra que permite su dependencia de las ayudas de la
Administración hace que, si bien parte de los profesionales que forman parte de
la misma reconocen en privado o en foros técnicos serias reticencias hacia la
validez de las políticas vigentes, los mensajes que dirigen al conjunto de la
sociedad, con honrosas y bien localizadas excepciones, se separen bastante poco
de la ortodoxia al uso. Ello a pesar de que los entes que agrupan a quienes
viven de la prevención poseen, en general, conocimientos suficientes como para
ser conscientes de lo inevitable del fracaso de la política de prohibición y
podrían jugar un papel importante a la hora de fomentar el debate y una
evolución en la distorsionada percepción social de las drogas, íntimamente
asociada con la prohibición.
Para colmo, los programas de prevención que diseñan y
ejecutan estos y otros organismos –incluidos los oficiales- suelen carecer por
completo de evaluación externa y contrastada, no existiendo tampoco un
seguimiento a largo plazo de las poblaciones que han participado en los mismos,
a pesar de que algunos de ellos llevan bastantes años en marcha.
La imparable inercia prohibicionista
La presencia de mensajes negativos –fundamentalmente
emanados de la Administración- acerca de las drogas ilícitas y sus
supuestamente funestas consecuencias en los medios de comunicación de masas, en
los que la consecución de un mundo sin drogas ilícitas a través de la
prohibición se presenta como único objetivo posible, es continua y reiterada.
Este hecho, junto con la penalización, vigente en muchos países[28],
de cualquier opinión crítica hacia estos planteamientos, ha creado, como
decíamos en el apartado anterior, un estado de opinión a escala planetaria que,
sobre todo en países con sistemas democráticos asentados, donde el peso de la
opinión pública es determinante en el juego de los partidos políticos, limita
la capacidad de maniobra de los gobernantes, impidiendo que surjan iniciativas
audaces o experimentos prometedores. Así, las experiencias de reducción de daño
puestas en marcha en los Países Bajos, Suiza o Gran Bretaña son toleradas de
mala gana, cuando no censuradas abiertamente por los organismos
internacionales. De hecho, Suiza, con algunas de las más exitosas experiencias
en paliar los problemas asociados al consumo de drogas ilícitas, es presentado
por los sucesivos informes anuales de JIFE como el mal ejemplo que nadie
debería imitar. Bajo presiones similares o simplemente dejándose llevar por la
corriente internacional, un gran número de países a los que la actual política
de drogas no beneficia en modo significativo en ninguno de los aspectos citados
en los apartados anteriores, y que sufren algunos de los graves problemas
derivados de la misma, asisten inmutables a la evolución de las cosas. Sea por
miedo al castigo de un electorado predispuesto en contra o al bloqueo
diplomático, sea por el deseo de no dar la nota discordante en un tema donde el
consenso internacional se ha vuelto casi sagrado, lo cierto es que la mayoría
de los estados se limitan a repetir la lección aprendida.
Los mensajes institucionales, parte fundamental de esa lección, insisten una y otra vez en un interesado diagnóstico que atribuye al llamado uso indebido de drogas ilícitas y a su tráfico efectos, como la delincuencia, la corrupción institucional o la desestabilización económica, que tienen una evidente relación con las políticas de persecución de estas sustancias promovidas desde la ONU, más que con las sustancias en sí[29]. Esta constatación de que los efectos de las políticas de drogas se han convertido hace ya tiempo en un problema mayor que las drogas en sí, fue el eje central de los discursos opuestos a las directrices que la ONU volvió a confirmar. El día 8 de junio, el diario The New York Times publicaba, a doble página, una carta, promovida por el prestigioso The Lindesmith Center, en la que más de 600 personalidades de la política y la cultura de todo el mundo afirmaban exactamente eso: Que la guerra contra las drogas causa más daño que el mismo abuso de drogas[30]. El llamamiento a una evaluación franca y honesta de los esfuerzos mundiales para el control de drogas, que venía suscrito, entre otros, por ocho premios Nobel, varios ex-presidentes y primeros ministros y el ex–Secretario General de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, no tuvo, sin embargo, efecto alguno sobre la marcha inexorable de los mecanismos de toma de decisiones de las Naciones Unidas, que habían descartado, de an