USO RECREATIVO DE DROGAS ILICITAS
UNA VISION POLITICA


Guillermo R. Aureano*

Bárbaro es quien piensa que las costumbres de su tribu y su isla
son leyes de la naturaleza

George Bernard Shaw, César y Cleopatra.

 

I

La posibilidad de escribir este texto en forma de ensayo es funcional al tema tratado. La masa de prejuicios e intereses que domina el debate contemporáneo sobre las drogas hace necesaria la tarea de proponer nuevas ideas, que tal vez permitan luego, al exigir mayor rigor y profundidad, un avance significativo del conocimiento. Si la ciencia está llamada a cuestionar las verdades reveladas, así como sus propios saberes mistificadores o erróneos, la libertad que otorga redactar un ensayo puede contribuir a sembrar dudas, a condición de respetar similares criterios de fundamentación y sistematicidad.

Y éste es aquí precisamente el objetivo: analizar, de un modo general, las razones por las cuales hemos llegado a creer que el uso recreativo de drogas ilícitas es una mera puerta al desenfreno, a la decadencia personal y a un extenso rosario de peligros sociales. Se trata así, ante todo, de entender la compleja trama de fuerzas que se oponen a la simple posibilidad de pensar que los individuos pueden establecer “otras” relaciones con las drogas. Este constituye un paso esencial para examinar con cierta solvencia los obstáculos que impiden diseñar e implementar políticas públicas y, en especial, políticas de salud, más justas y eficaces. Todo lo cual puede resultar menos sencillo de lo que parece a primera vista.

Henri Michaux sostenía que las drogas nos aburren con sus paraísos y que ya es hora de sacarles algún saber. El escritor francés se refería entonces a la exploración del inconsciente y a las drogas como salvoconducto. Lo llamativo es que, hoy por hoy, las drogas, sin tener la más mínima necesidad de tomar alguna, puedan enseñarnos tanto sobre la sociedad que nos rodea. Puede uno así preguntarse, por ejemplo, por qué les producen, a los más ardientes prohibicionistas, los efectos que ellos mismos invocan para justificar la persecusión de los usuarios (ideas obsesivas, falta de discernimiento, desprecio por la ley, total indiferencia por las consecuencias de sus actos, intolerancia manifiesta y, el dato no es menor, un marcado tribalismo). Son precisamente algunos de los elementos que explican esta paradoja los que abordaremos en las páginas siguientes. 

 

II

Para empezar, ciertas definiciones resultan indispensables. Surge así la eterna pregunta: ¿qué es una droga? Si la pregunta es recurrente, ello se debe a que no ha habido respuestas satisfactorias, que permitan establecer distinciones claras y precisas, amén de generar un mínimo consenso entre quienes utilizan el término desde posiciones de poder (funcionarios, jueces, terapeutas, catedráticos, periodistas, etc.).  Puede invocarse aquí múltiples tentativas, que abarcan ya más de un siglo. El principal problema deriva de un hecho simple. La clasificación internacional de las drogas, que rige de modo casi universal, respeta un solo criterio, el político, cuya arbitrariedad es manifiesta. Y es en torno a esta clasificación que, de un modo u otro, se dan las polémicas actuales. Ignorarla es pues imposible.

Los acuerdos internacionales no incluyen ninguna definición de las drogas, por más sorprendente que esto pueda resultar, pues es precisamente lo que prohiben[1]. Se limitan a afirmar que son “estupefacientes” o “sustancias psicotrópicas” (distinción que, por otra parte, no tiene asidero alguno, salvo los apuros, deshonestidad o incompetencia de quienes negociaron los tratados internacionales) aquellos fármacos que aparecen en las no menos famosas listas anexas. Esto quiere decir que será una droga, sujeta a un régimen de regulación estricta, toda molécula que las autoridades competentes decidan calificar como tal[2]. Al adoptarse los acuerdos, la toxicidad, la tolerancia, el síndrome de abstinencia y el riesgo social que la propia Organización Mundial de la Salud había propuesto como indicadores para definir qué es una droga no fueron tomados en cuenta. Y se entiende: resultaba sencillamente imposible. Tomemos por caso ejemplos claros. Hubiese sido muy difícil, apoyándose en dichos indicadores, prohíbir de modo radical la marihuana y el LSD, dejando simultáneamente sin fiscalizar el uso del alcohol, la nicotina y la cafeína. Esto por no hablar de otros olvidos oportunos, corregidos sólo cuando las evidencias en contra eran ya excesivas, como ocurrió con las anfetaminas y las benzodiacepinas, presentadas durante algún tiempo por los laboratorios farmaceúticos como modernas panaceas (y en realidad lo fueron, sólo que para sus propias arcas).

Aparece aquí un círculo vicioso, de los varios que proliferan en la materia, como veremos luego. Así, algunas drogas han sido prohibidas porque se las considera adictivas y son adictivas porque así lo ha establecido la autoridad que las prohibe. No se trata de una clasificación científica sino de un simple acto de poder. Algo similar ocurre con el “uso” y el “abuso”, ya que el criterio que permite distinguirlos es la “autorización legal”. Esta extraña racionalidad implica que uno puede embotarse con fármacos, siempre y cuando ésten recetados: sólo los estará usando. Pero no puede probar ocasionalmente sustancias mucho menos tóxicas, pues lo suyo será abuso y, como tal, sujeto a castigos, curas forzadas y discriminaciones varias. A pesar de su dudosa cientificidad, tal racionalidad ha demostrado tener una innegable utilidad. Ha servido y sirve para consolidar la hegemonía del estamento médico, chantajear a los países del Tercer Mundo, reemplazar las drogas tradicionales por medicamentos patentados y justificar intervenciones disciplinarias sobre grupos sociales enteros, que no son elegidos al azar.

En síntesis, lo que define a una droga y a las diversas categorías de usuarios es un juego de poder en el que predominan motivos geoestratégicos, económicos y corporativos, bajo los cuales persisten prejuicios raciales y morales de notable longevidad, cuyo entramado es imposible resumir en estas páginas y que, por otra parte, han sido objeto de numerosos y bien documentados estudios.[3] Baste subrayar que las razones sanitarias, constantemente evocadas por diplomáticos, expertos y estadistas, no parecen ser siempre prioritarias. De hecho, siguen vendiéndose libremente drogas que crean innegables problemas sociales e, inversamente, los efectos específicos de la prohibición sobre la salud de los usuarios fueron relegados a un muy modesto segundo plano hasta fecha muy reciente. Los países que, preocupados por la situación socio-sanitaria de los consumidores, modificaron la clasificación legal de algunas drogas, se muestran particularmente cautelosos en los foros internacionales y no han denunciado formalmente los acuerdos que los fuerzan a hacer malabares para continuar respetándolos. Todo esto prueba la rigidez y vigencia del sistema internacional de control de drogas, que funciona bajo la mirada vigilante de los Estados Unidos, la única potencia que ha mantenido la cuestión del comercio y uso de drogas inscrita en su agenda de política exterior durante los últimos cien años. Apartarse del discurso dominante implica exponerse a represalias y presiones que pocos países, incluso desarrollados, están dispuestos a asumir. Los ejemplos tampoco son escasos en este terreno.

 

III

Además de tomar en consideración el carácter político de la prohibición y los conceptos en los que se apoya, toda reflexión sobre el uso recreativo de drogas y las políticas de salud debe anticipar (y conjurar, lo que es más complejo) otro fantasma: la toxicomanía. Sin detenernos a indagar los orígenes de este término[4] y otros semejantes (como adicción, dependencia y el ya mencionado “abuso”), bueno es recordar que alrededor de ellos se ha tejido una trama de prácticas discursivas e institucionales, de muy diverso tipo (preventivas, epidemiológicas, forenses, terapéuticas), que prometen a cada usuario un mismo destino, signado por el descontrol y la marginalidad. Los mecanismos que permiten operar este desplazamiento varían según el ámbito en el que fueron creados y los objetivos específicos que se busquen, también cambiantes. Todos repercuten en el diseño de las políticas sanitarias al confirmar la gravedad de la situación y la pertinencia de las ideas sobre la “animalidad”[5] de los usuarios.

Los epidemiólogos, en vez de formular hipótesis y buscar datos que pudiesen demostrar su falsedad –como aconseja Popper (1985)–, parecen estar más bien interesados en elaborar estadísticas que prueben el peligro inminente del “flagelo”. Así, les parece legítimo establecer generalizaciones a partir de grupos que ya están sometidos a algún tipo de tutela institucional y que arrastran, por encima de todo, historias personales marcadas por numerosas miserias sociales[6]. Tampoco dudan en hacer cálculos y proezas metodológicas de escasa o nula cientificidad. Esto ocurre, por ejemplo, cuando llegan a conclusiones alarmistas sobre el aumento del consumo basándose en estudios sincrónicos (circunscriptos a un momento determinado), los cuales, en realidad, no permiten definir tendencias, y mucho menos a mediano o largo plazo. Ciertas fantasías ejercen también una poderosa influencia. Una de ellas es la “teoría de la escalada”, que atribuye a determinadas moléculas –en general, al THC– la capacidad de inducir a consumir otras supuestamente más “duras” o “pesadas” –cocaína, opiáceos, psicofármacos. Para ello, los epidemiólogos, sin ruborizarse, invierten la lógica. En vez de investigar la trayectoria de una cantidad significativa de individuos que toman la droga considerada “de iniciación” y verificar si ésta los ha llevado a consumir otras, se contentan con preguntar a los usuarios institucionalizados con qué sustancia ilegal debutaron su loca carrera. Partiendo de un grupo ya problemático, y siendo la marihuana la droga ilegal de más fácil acceso, los resultados no pueden ser sino alarmantes. Es la posibilidad de descubrir una masa de usuarios irregulares, con hábitos y patrones de conducta heterogéneos, lo que parece espantar a los epistemólogos: son todos fenómenos que echarían por tierra sus postulados e hipótesis de trabajo.

Por su parte, los profesionales que realizan pericias forenses establecen diagnósticos basados en criterios con los que pueden, en el mejor de los casos, considerar al usuario un adicto en potencia. Conviene aquí subrayar el hecho que, en regla general, el saber forense se construye (y se confirma constantemente) a partir de individuos que han sido detenidos por la policía, la cual actúa guiada por ideas e intereses que limitan el tipo de usuarios detenidos. De este modo se da, dentro del dispositivo penal, un proceso de retroalimentación entre la acción policial y las prácticas forenses que sólo puede revalidar los peores prejucios sobre el uso de drogas. Aquellos consumidores que no encajan en este esquema, en caso de ser arrestados y llevados ante un perito, tampoco pueden desestabilizarlo: sobran los índices, signos y conjeturas que lo convierten en un probable toxicómano, eventualmente peligroso, cuyo primer desliz es sólo una cuestión de tiempo.

A la práctica forense, el psicoanálisis, mediante sesudos razonamientos, pudo aportarle dos postulados más, uno que refuerza el dramatismo y otro que justifica, in fine, las medidas represivas. Si bien es cierto que al consumo de drogas se lo asocia con “inclinaciones mórbidas” desde fines del siglo XIX, el psicoanálisis, poco a poco, transformó esta idea en la más moderna “búsqueda voluntaria de la muerte”, que le otorga a los usuarios, sin demasiados miramientos, un halo trágico adicional. A esto se le agrega la confusión entre la ley simbólica, noción cara a los psicoanalistas, y la ley positiva[7]. El rol del padre (que encarna la ley simbólica y permite romper el vínculo edípico) pasa a atribuírsele al juez, el cual se convierte así en responsable de imponerle al usuario una sanción penal, tutelar o terapéutica, cuyo efecto, se dice, es sacarlo del mundo enfermizo en el que se ha encerrado y hacerlo entrar en la realidad.

El siguiente eslabón de este sistema autorreferente está compuesto por la tribu de terapeutas, por demás variopinta: predicadores, psicólogos, psiquiatras y ex-adictos luchan por establecer la legitimidad de sus respectivos métodos de cura, entre los que no deja de darse un cierto sincretismo. Prevalece una visión desesperada del consumo de drogas, basada en supuestos que niegan a los pacientes las dos principales características de los ciudadanos en un régimen democrático: la racionalidad y la autonomía[8]. A distintas sustancias, inertes, se les atribuye la capacidad de despojar, a quien las consume por libre decisión, estas dos facultades esenciales de la personalidad de todo adulto. Este supuesto se apoya en otros dos que lo hacen irrecusable. Por un lado, la cura total es considerada improbable: el toxicómano lo es para toda la vida y la abstinencia resulta siempre temporaria, amenazada por una eventual recaída. Por otro lado, aquel usuario que afirme controlar el consumo es quien más ayuda necesita, pues se encuentra en una etapa “de negación”, considerada infinitamente peligrosa. El peligro, en realidad, reside en el hecho que el paciente “negacionista” desmitifica las verdades sobre la adicción sostenidas por los terapeutas y otros expertos que viven de ellas.

Pero no sólo cuentan los intereses corporativos de los cruzados antidrogas y el apego al pensamiento convencional de los medios, los políticos y buena parte de la sociedad.  La vigencia del discurso y las prácticas prohibicionistas depende también de los usuarios que adoptan sus preceptos invalidantes y los utilizan para no asumir responsabilidades. Se crea así un círculo vicioso extremadamente denso, gracias al cual las conductas escabrosas y degradantes de unos pocos justifican la persecusión (y a menudo el maltrato físico y vejaciones psíquicas) de muchísimos otros, cuyos problemas con los fármacos prohibidos empiezan exactamente cuando se topan con alguna autoridad (familiar, escolar, policial, laboral, etc.).

Es justamente para revertir esta situación, para empujar a tomar las riendas de su vida a quienes han sido tratados durante años como personas incapaces, que surgieron los programas de “reducción de daños”, los cuales brindan a los usuarios los medios para vivir “normalmente”, lejos de los circuitos ilegales a los que son irremediablemente condenados por la prohibición. Para sorpresa y desasosiego de la “vieja guardia”, los usuarios adoptan conductas responsables cuando disponen de los medios necesarios y se los deja de perseguir e infantilizar. Volveremos sobre este punto más tarde, pues la incorporación del uso recreativo de drogas dentro de las políticas de salud está intimamente ligado al éxito que tengan los programas de reducción de daños en acabar con las ideas preconcebidas sobre la adicción y los adictos, en especial las que permiten infundir miedos irracionales sobre todos los tipos de consumo.

 

IV

Habiendo repasado brevemente esta cadena de mecanismos discriminatorios, nos encontramos aquí, lógicamente, con otra pregunta. ¿Cómo era considerado el uso de drogas antes del establecimiento de la prohibición como eje del sistema internacional del control de drogas y la invención de la toxicomanía como categoría médico-penal? Es imposible contestar esta pregunta en forma sintética, pero pueden destacarse algunos hechos históricos que, además, sirven para darnos una idea bastante precisa de los obstáculos que existen hoy para pensar el uso recreativo de drogas y el diseño de políticas públicas que lo tomen como referente. No se trata, pues, de volver al pasado con ánimo de describir una pretendida edad de oro, libertaria y desprejuiciada, sino de buscar en él instrumentos para reflexionar sobre el presente.

En el ocaso de la Edad Media, Paracelso, uno de los padres de la medicina moderna, resumió el saber sobre las drogas que se había acumulado durante los siglos anteriores en una sentencia de claridad meridiana: sola dosis facit venenum (el veneno está en la dosis). Están aquí implícitos los dos significados que el término “fármaco” tuvo para los griegos. Designaba a las sustancias que podían ser a la vez un remedio y un veneno. Hoy este doble significado se ha perdido pero, por sobre todo, se ha olvidado que lo principal es el dosaje y no tanto la sustancia en sí. Este oportuno olvido ha llevado a condenar algunas drogas y, con ellas, a quienes las consumen. Al mismo tiempo, los propios usuarios, ocasionales o no, ignoran a menudo todo sobre las propiedades farmacológicas, la importancia de las dosis y su relación con los efectos buscados. Y esto en ambos sentidos del verbo ignorar: o lo desconocen o bien no le dan importancia. Es el mero hecho de consumir lo que cuenta, fenómeno íntimamente ligado a las dificultades para abastecerse y a los mitos creados por la prohibición (inimputabilidad, descontrol, perversión), que afectan de manera negativa las posibilidades de consumir con moderación[9].

Pero no sólo se ha perdido de vista la importancia del dosaje. Lo mismo ocurre con lo que significa el hábito de consumir y sus consecuencias. Si la toxicomanía es una noción de dudosa cientificidad, la tolerancia generada por algunas sustancias es un hecho, aunque también permite evaluaciones y percepciones subjetivas, incluso por parte de los usuarios, como lo ha demostrado lapidariamente Alfred Lindesmith (1968, 1965). La tolerancia, desde un punto de vista estríctamente empírico, supone el acostumbramiento gradual del cuerpo a la ingesta de un fármaco. Hoy, este fenómeno es considerado de modo negativo, pues sólo se ve en la tolerancia la necesidad de consumir mayores cantidades para alcanzar el efecto buscado (y a mayor necesidad de droga, mayores posibilidades que el usuario intente conseguirla “por cualquier medio”, como rezan, sin ningún empecho por sus connotaciones morales, desde los documentos de la OMS de los años ‘50 hasta los manuales que siguen hoy usando maestros, jueces, expertos y policías). El contraste es intenso con la visión de la tolerancia que prevaleció desde por lo menos el Imperio Romano hasta principios del siglo XX, período que cubre casi dos milenios, durante el cual galenos y boticarios consideraban que “la familiaridad le quita al veneno su aguijón”, dando por entendido que lo más aconsejable, para obtener efectos benéficos de un producto que también puede ser tóxico, es aprender a consumirlo, a dosificarlo y, sobre todo, a estar preparado para usar cantidades importantes en el momento necesario. Esto se aplicaba especialmente al opio natural[10], consumido en muy diversas formas, en el cual se había encontrado un poderoso lenitivo para los achaques de la vida cotidiana y, con mayor frecuencia aún, de la vejez. Salvo por razones de índole religioso, nadie puso en duda seriamente, en todos estos años –que, repitámoslo, son muchos– la razonabilidad de aprender a usar las drogas que producen tolerancia, tanto para sacarles provecho como para controlar sus efectos no deseados y evitar intoxicaciones.

El hecho que estos saberes permanezcan soterrados, que sea tan difícil reapropiárselos con los ajustes y modificaciones que impone la situación contemporánea, se debe en gran medida a la constante negación a evaluar de manera objetiva las políticas prohibicionistas. Esto es así desde que se creó el sistema internacional de fiscalización de drogas. En las negociaciones previas a la adopción del primer tratado que aún continúa vigente[11], las consecuencias de la prohibición eran sobradamente conocidas. Ya se habían llevado a cabo algunas experiencias radicales, entre las que se destaca la promulgación y aplicación de la Ley Seca en los Estados Unidos. El balance no podía ser más desastroso, y no es ocioso recordarlo, pues constituía un anticipo inapelable de la situación que vivimos hoy. Derogada en 1933, luego de casi 13 años de estar en vigor, la legislación que prohibía el alcohol no consiguió convertir al pueblo americano en virtuoso y abstinente. Sus efectos concretos fueron muy distintos. Un número elevadísimo de personas resultaron procesadas y condenadas por traficar bebidas alcohólicas (más de medio millón). Se generalizó la corrupción en todos los niveles del aparato de Estado (incluyendo dos ministros federales juzgados por contrabando y colusión con contrabandistas). Se multiplicaron las intoxicaciones involuntarias (30.000 muertos y 100.000 lisiados graves por consumo de brebajes alcohólicos mal destilados). Y, por último, se fortalecieron las “familias” mafiosas, que una vez perdido el negocio del alcohol al finalizar la prohibición se dedicarían prósperamente al tráfico de heroína[12].

Si hoy estos hechos se repiten a una escala mucho mayor, concomitantemente con el aumento de la cantidad de sustancias prohibidas y el rigor impuesto por la tolerancia cero, también permanece casi incólume la negación a realizar evaluaciones objetivas de lo que acontece[13]. Y es precisamente allí donde este edificio empieza a resquebrajarse, con soberana lentitud, que aparece la posibilidad de pensar en los aspectos recreativos del uso de drogas. La brecha ha sido abierta, como ya lo mencionáramos, por un nuevo enfoque: la reducción de riesgos.

 

V

¿Qué es la reducción de riesgos? No hay respuestas simples ni inmediatas a esta pregunta. En términos muy generales, puede definirse la reducción de riesgos por su objetivo: la minimización de los efectos negativos del uso de drogas sin apuntar necesariamente a la abstinencia[14]. Los términos en itálica sirven para marcar la diferencia con los programas antidrogas tradicionales. No se trata ya de erradicar el consumo, sino de limitar sus consecuencias no deseadas, aceptando además, explícitamente –por razones pragmáticas y, con menos frecuencia, éticas–, que siempre habrá consumidores y que las políticas prohibicionistas generan parte de los problemas que se busca resolver[15].

Para no perdernos en elucubraciones meramente teóricas, consideremos el caso de Holanda, país que puede ser legítimamente considerado un pionero en el tema. Producto de la presión de las asociaciones de usuarios de drogas por vía endovenosa (los Junkebonden), que a principios de los años ’80 lucharon por conseguir un espacio de autogestión desde el cual promover medidas para controlar el contagio de las hepatitis, la reducción de riesgos orienta hoy, en los Países Bajos, el diseño e implementación del conjunto de políticas públicas en materia de drogas. Si la primera meta sigue siendo prevenir el uso, el gobierno holandés acepta la complejidad de tener un “doble discurso” y alentar a aquellos que, pese a todo, consumen drogas, a que lo hagan del modo menos riesgoso posible. Para ello ha instrumentado una serie de medidas legales o de facto que apuntan a alejar a los usuarios del mercado negro, en especial a aquellos que consumen la droga ilegal más difundida, la marihuana, y a evitar en todos los casos el funcionamiento de los mecanismos de estigmatización. Esto último es particularmente importante en el caso de los heroinómanos, a quienes no sólo se ayuda a preservar la salud sino a reintegrarse en la sociedad. Como la reinsersión no va sin el reconocimiento del resto de los ciudadanos, el término clave es “normalisatie”, que puede traducirse por normalización, pero recordando que no tiene connotaciones disciplinarias, puesto que también supone la aceptación social de las diferencias, el hecho que el Estado y la población en general consideren “normal” la existencia de personas y grupos con costumbres particulares[16]. La apuesta es altísima, pues está en juego el nivel de tolerancia con el que una sociedad decide vivir y la discusión sobre los límites de la libertad individual.

Este proceso innovador esta enmarcado por reglas claras, lo que refuerza la decidida intención de tratar a los consumidores como personas responsables de sus actos. Las principales disposiciones son bien conocidas: distinción entre drogas duras y blandas, claro límite entre la tenencia para uso personal y para tráfico, despenalización de facto de la tenencia para uso personal, eliminación del uso como “condición atenuante” para los delincuentes. A esto se suman medidas netamente pragmáticas, que le dan sustancia a las anteriores: aprovisionamiento legal de drogas blandas (coffee shops), análisis gratuito de las drogas compradas en la calle (como el éxtasis) y una red asistencial integrada de prevención secundaria y terciaria (campañas de información; agentes de calle; monitoreo de áreas conflictivas; refugios de día y de noche; zonas de tolerancia del uso de drogas; intercambio o distribución de jeringas; provisión de equipos de desinfección; distribución de drogas de substitución o acceso legal a las prohibidas; salas de inyección segura; asistencia médica no persecutoria; programas de “estabilización” y “motivación” para usuarios problemáticos, que les facilitan el acceso a la educación, el trabajo y la vivienda; curas de desintoxicación; programas de rehabilitación y reeducación para usuarios condenados por la justicia). Las evaluaciones de impacto son un componente esencial de estos programas, así como las negociaciones permanentes entre los diferentes participantes del sector público y la sociedad civil. La Confederación Helvética es otro ejemplo, exitoso[17], de este enfoque basado en la detección temprana de posibles efectos perversos y la creación de mesas multilaterales de negociación.

No es casual que el uso recreativo de drogas se haya convertido en un hecho común justamente en estas sociedades donde la reducción de riesgos consiguió romper con los postulados básicos de la prohibición. Ni pretexto para alienarse ni excusa para estigmatizar, las drogas están convirtiéndose en productos “desencantados” que, como muchos otros cuya utilización puede tener consecuencias eventualmente perjudiciales, hay que aprender a “gerenciar” racionalmente, tanto en el plano personal como social. Como decía Cocteau (1983) con respecto al opio, aquellos consumidores que evitan sucumbir a la tragedia y saben cuidarse, no sufren. Diferencia que ilustra con extrema claridad la película El Amante, basada en la novela homónima de Marguerite Duras, donde aparecen simultáneamente dos opiómanos muy distintos. Un anciano chino, sin abandonar jamás su pipa y su litera, dirige exitosamente un emporio comercial, mientras que un joven francés, cuyo consumo es esporádico por falta de dinero, ha abandonado el control de su vida. En esa diferencia, en el tipo de consumidor que tomen como referencia los poderes públicos, está la clave del tema que nos ocupa.

 

VI

Paul Éluard decía que los juegos eróticos de la especie humana, tan complejos, tan marcados por la cultura, ocultan la naturaleza reproduciéndola. Mutatis mutandis, esta noción podría aplicarse al proceso que convirtió al uso de drogas en blanco de las políticas públicas, salvo que, en este caso, los orígenes no se encuentran en un impulso primitivo e intemporal, sino en una operación política compleja, que permite asimilar el uso de ciertas sustancias a la incapacidad de adaptarse al funcionamiento “normal” de la sociedad. En efecto, el toxicómano, blanco privilegiado de las investigaciones epidemiológicas, de la acción policial y del aparato judicial, no surge de la nada. Aparece allí donde hay un dispositivo institucional que identifica primero, condena luego y por último reprime ciertas conductas. La toxicomanía es pues definida y difundida, en tanto preocupación y justificación de medidas punitivas o terapéuticas, por una serie de instancias de control que la proyectan sobre los individuos[18]. Pero no se la presenta así. Se la hace pasar como una verdad independiente de las instituciones que la producen, lo que le da a la estigmatización de los usuarios la apariencia de una simple constatación. Es tomando consciencia de este proceso de institucionalización y conociendo los intereses que lo animan y reproducen, que puede discutirse con cierta serenidad sobre el uso de drogas. Sólo así se le quita a la toxicomanía su grandeza y patetismo. Sólo así puede devolvérsele a los usuarios la posibilidad de romper con los prejuicios que los hacen aparecer como humildes extras de una película que no dirigen, y a quienes hay tanto que curar como castigar, para proteger a la sociedad.

No es tal vez exagerado decir que si los procedimientos de identificación y reeducación no existiesen, los toxicómanos no existirían. Los usuarios serían entonces otra cosa que los temibles personajes a los que hoy pueden atribuírseles los rasgos más disímiles: anomia e irracionalidad cuando se trata de su integración social, sagacidad y “espíritu emprendedor” al hablar de su tendencia al proselitismo y la delincuencia. Además, se olvida, muy convenientemente, que el marco político-legal en el que están obligados a moverse determina muchas de sus actitudes, empezando por la violación de la ley cada vez que compran o se encuentran en posesión de una droga. Del mismo modo, el abandono sanitario en que se los deja los empuja a correr riesgos innecesarios, como el compartir jeringas, que los expertos (haciendo caso omiso del contexto) no dudan en considerar un signo de tendencias autodestructivas. ¿Cómo serían, estos toxicómanos supuestamente inválidos, peligrosos y suicidas si tuviesen libre acceso a los productos que quieren consumir, a los implementos afines y a las informaciones necesarias para saber cómo cuidarse? ¿Qué ocurriría si los epidemiólogos, jueces y terapeutas no asociasen de modo casi automático el uso de drogas a la peligrosidad, el delito y la muerte? Estas preguntas, en los países latinoamericanos, siguen siendo casi impensables.

La ausencia de responsabilidad política agrava esta situación. No se conoce casos de políticos y funcionarios a los que se les haya exigido rendir cuentas por los efectos contraproducentes de los programas antidrogas que diseñan o implementan, cuya única finalidad, muy a menudo, es conservar un puesto, granjearse el reconocimiento de sus pares extranjeros o explotar las demandas sociales de mayor seguridad proponiendo soluciones represivas. Las consecuencias de sus acciones y omisiones no son nada despreciables. Van desde la congestión de los tribunales por causas menores hasta la diseminación del HIV y las hepatitis, pasando por otros fenómenos de importancia, como la corrupción policial, la promulgación de leyes de dudosa constitucionalidad, la incitación a la intolerancia colectiva y la difusión de datos falsos e informaciones capciosas.

Y cuando éstos son los parámetros que determinan la vida cotidiana de los consumidores, el uso de drogas sigue siendo lo que actualmente es: una decisión personal, que justifica una intromisión exhaustiva en la vida privada. No hay alternativas cuando prima el castigo y esa mezcla fatal (producto de la prohibición) de pavura y atractivo, deshonra y orgullo, moralina e irresponsabilidad. Son demasiados los contrarios que aquí se conjugan para alcanzar, en el debate público, un nivel mínimo de objetividad y lucidez.

 

VII

La despenalización del uso de drogas está emparentada con las luchas que, en nuestro tiempo, apuntan a recuperar el dominio del cuerpo, como el derecho al aborto y la eliminación de las distintas formas de discriminación basadas en la apariencia física o la orientación sexual. Las feministas, los gays y lesbianas han recorrido un largo camino y pueden contar hoy con el apoyo de numerosas instituciones nacionales e internacionales. En lo que respecta a la apariencia física, los movimientos antiracistas han avanzado mucho más que quienes se oponen a la imposición de la delgadez, la juventud y el body building como estándares absolutos de la belleza y la felicidad. Pero todos han conseguido que sus reivindicaciones sean escuchadas por los políticos y los medios de comunicación. Buena parte de sus reivindicaciones han sido incorporadas por la retórica de lo que hoy suele llamarse “la rectitud política”, lo cual demuestra que uno de los discursos más convencionales de nuestro tiempo también contribuye a combatir los prejuicios que los afectan. Queda por verse si la criminalización de los usuarios de drogas puede originar protestas similares que, de manera articulada, defiendan el derecho a la diferencia y a disponer libremente de su propio cuerpo. Y las dudas son tanto mayores cuando se recuerda que la mayoría de los organismos y grupos que luchan contra la discriminación no tienen una posición clara con respecto al uso de drogas. Peor aún, muchos participan en las campañas prohibicionistas más intransigentes.

Todo esto quiere decir que es poco probable que la presión de instituciones extranjeras contribuya a producir cambios significativos en los países latinoamericanos, como ha occurido en el caso de otras minorías. El trabajo de ONUSIDA y las ONGs locales y regionales que, contra viento y marea, han conseguido llevar a cabo proyectos experimentales de reducción de daños, si no permanece en las sombras, sigue siendo casi secreto y confidencial. Los gobiernos reaccionan con extrema lentitud frente a sus demandas, preocupados ante todo por la censura de Washington y de los organismos antidrogas de la ONU[19]. Brasil es tal vez el país que más ha avanzado en el plano sanitario. Las autoridades argentinas lo hacen con suma cautela. En México y Uruguay, los comentarios recientes de sus respectivos presidentes, que pusieron en duda la legitimidad y eficacia de la penalización del uso personal de drogas, no son por ahora más que declaraciones, sujetas a los vaivenes de la política interior y las presiones externas. Si ninguno de estos esfuerzos debe ser pasado por alto y su valor es innegable, también es cierto que las reformas emprendidas tienen, en general, un enfoque “top-down”, centrado en la lógica del “mal menor” y raramente en la ética. Tampoco apuntan a facilitar la creación de asociaciones y movimientos capaces de hacer valer las opiniones de los usuarios, que demuestren que el consumo de drogas no implica ineluctablemente una pérdida de autonomía. Así, parece poco probable que se generen discusiones amplias en términos de derechos y obligaciones o reconocimiento social de las diferencias. Por lo demás, las ONGs carecen de los recursos asistenciales que posibilitan, de manera realista, la “responsabilización” de los usuarios, en especial la de quienes, durante años, recibieron de la sociedad y las autoridades públicas una imagen degradante de sí mismos.

Es díficil pensar que, en ausencia de estas condiciones, los consumidores –crónicos o no– puedan inventar nociones que los liberen del registro en el que se intenta constantemente encerrarlos, pautado por deseos imperiosos, tendencias suicidas y una amoralidad irrenunciable. Inventar nuevas nociones significa quitarle al uso de drogas todos los sentidos que se le han atribuido, incluso el de ser un signo de glamour o rebeldía. Implica también pensar en los fármacos de un modo totalmente diferente, como un medio para procurarse ciertas sensaciones y nada más. Su uso no permitiría entonces redefinir de manera radical la identidad de los individuos. Incitaría más bien a adquirir y transmitir conocimientos sobre las drogas, la exactitud de las dosis, las modalidades de consumo menos riesgosas y, por sobre todo, a determinar las situaciones y momentos en las que resulta propicio utilizarlas. Pero no hay que engañarse. Este saber, su lenta elaboración, son por ahora una utopía. Mientras las políticas antidrogas provoquen las conductas criticadas (violencia, propagación del VIH y las hepatitis, intoxicaciones), mientras los usuarios no tengan acceso legal a los productos, no dispongan de medios sanitarios eficaces y sigan siendo amenazados por la represión, los prejuicios sobre la toxicomanía y los toxicómanos seguirán firmes, erigiéndose como un telón de fondo insidioso, listo para envolver a cualquier consumidor, poco importa el modo en que utilice las drogas prohibidas. Todo esto permite afirmar que, de no mediar un proceso amplio y sincero de “desdramatización”, el uso recreativo de drogas no tiene futuro social: está condenado a ser una exquisitez para pocos, para aquellos que por su situación social tienen acceso a informaciones objetivas y están al abrigo de las persecusiones policiales y las incertidumbres y riesgos de comprar drogas en la calle.

El proceso de “desdramatización” conlleva no sólo cambios en la percepción de los usuarios, sino medidas de indudable carácter práctico, que abarcan, como lo demuestran los casos nacionales mencionados, una modificación profunda de todas las políticas públicas de prevención. Esto explica que, en lo referido específicamente a la salud, el desafío mayor para los países latinoamericanos, junto a la obtención de recursos, es la coordinación de las agencias estatales y las asociaciones civiles que operan cotidianamente más cerca de los consumidores, para que las acciones de acercamiento de unas no sean desbaratadas por las intervenciones disciplinarias o represivas de otras. Los organismos de Estado responsables de la lucha antidrogas pueden, en efecto, tanto apoyar como obstruir estos intentos de colaboración. Lo mismo ocurre con los legisladores y el personal judicial (pues considerando las leyes vigentes, la legalidad de muchas actividades de reducción de daños es, cuanto menos, dudosa), sin olvidar a los “formadores de opinión” y su apego al sensacionalismo[20]. Si no hay una tradición de concertación entre actores tan disímiles –y mucho menos en un tema tan controvertido–, tampoco existe la costumbre de someterse a evaluaciones independientes, que además de detectar errores y hacer recomendaciones, establezcan claramente responsabilidades.

Saber que la coordinación y la evaluación son dos condiciones esenciales del éxito de los programas de reducción de daños permite justamente señalar una ventaja que tienen los países latinoamericanos –aunque el hecho que la tengan no quiere decir que quieran o puedan explotarla: cuentan con la experiencia de los países donde se cambió el rumbo de las políticas preventivas desde hace años. Aprovechar esta experiencia puede servir eventualmente para evitar desaciertos “técnicos”, pero también para informar a la opinión pública y contrarrestar a quienes ven en la reducción de riesgos un modo subrepticio de instar al consumo de drogas.

Sin embargo, la puesta en práctica de todos estos mecanismos de “desdramatización” parece hoy más que incierta. Supone la desestabilización (o directamente la desaparición) de saberes y estructuras institucionales, implantadas con indudable solidez en el seno del Estado y la sociedad civil, cuyo funcionamiento depende estrechamente de la identificación y tratamiento de individuos a los que pueda considerarse como toxicómanos, manifiestos o latentes. Supone también, para los políticos, una lucha sin concesiones contra los prejuicios que ellos mismos han contribuido a difundir, a lo que se suma la eventual maledicencia de sus pares e incluso las presiones internacionales. Y no parecen ser legión los que están dispuestos a asumir los costos de semejante desafío.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

Akers, R. (1991). Addiction: the troublesome concept. The Journal of Drug Issues, 21 (4): 777-793.

Aureano, G. R. (1999). La construction politique du toxicomane dans l’Argentine post-autoritaire. Un cas de citoyenneté à basse intensité. Publicación electrónica, Les Presses de l’Université de Montréal. Disponible en línea: http://www.pum.umontreal.ca/theses/pilote/aureano/these.html (enlace activo el 9 de agosto del 2002).

Baulenas, G., Borras, T. & Magrí, N. (1998). Políticas e intervenciones de reducción de riesgos. Barcelona: Grup Igia.

Beck, F. (2000). La tentation de la représentativité dans les enquêtes en population générale sur les usages de substances psychoactives.  Psychotropes, 6 (3): 7-25.

Beck, F. & Peretti-Watel, P. (2001). L'héroïne entre répression et réduction des risques: comment sont perçues les politiques publiques?. Sociétés contemporaines,  41-42:133-158

Becker, H. S. (1985). Outsiders: études de sociologie de la déviance. Paris: Éditions A.-M. Métailié.

Bergeron, H. (1999). L'Etat et la toxicomanie: histoire d'une singularité française. Paris: Presses universitaires de France.

Berridge, V. (1990). Dependence: historical concepts and constructs. En: Edwards, Griffith & Lader, M. H. (Eds.). The Nature of drug dependence. New York: Oxford University Press.

Bertrand, M. A. (2000). La politique des drogues et ses effets aujourd’hui. Psychotropes, 6 (4): 9-25.

Boekhout van Solinge, T. (2002). Drugs and Decision Making in the European Union. Amsterdam: CEDRO/Mets en Schilt. Disponible en línea: http://www.cedro-uva.org/lib/boekhout.eu.pdf  (enlace válido el 9 de agosto del 2002).

Boggio, Y. et al. (1997). Apprendre à gérer: la politique suisse en matière de drogue. Genève : Georg Editeur.

Bourgois, P. (2001). En quête de respect: le crack à New York. Paris: Seuil. 

Brisson, P. (1997). L'approche de réduction des méfaits: sources, situation, pratiques. Québec: Comité permanent de lutte à la toxicomanie.

Butel, P. (1995). L’opium: histoire d’une fascination. Paris: Perrin.

Caballero, F. (1992). Drogues et droits de l’homme en France. En : Caballero, F. (Ed.). Drogues et droits de l’homme. Paris: Les empêcheurs de penser en rond.

_____  (1989). Droit de la drogue. Paris: Dalloz.

Canadá, Senado, Comité especial sobre las drogas ilícitas (2002). Rapports. Disponibles en línea: http://www.parl.gc.ca/common/Committee_SenHome.asp? Language=F&Parl=37&Ses=1&comm_id=85 (enlace válido el 9 de agosto del 2002).

Cesoni, M. L. (1999). Usage de stupéfiants: les variations de la politique criminelle italienne. Déviance et société, 23 (2):221-234.

_____ (Ed.). (1996). Usage de stupéfiants: politiques européennes. Genève: Georg Éditeur.

Chepesiuk, R. (1999). Hard Target: The United States War against International Drug Trafficking, 1982-1997. Jefferson, NC: McFarland.

Chouvy, P-A & Aureano, G. R. (Eds). (2001). Drogues et politiques. Número especial de la revista Cahiers d'études sur la Méditerranée orientale et le monde turco-iranien (CEMOTI), 32:1-256.

Cockburn, A. & St. Clair, J. (1998). Whiteout: the CIA, drugs and the press. Londres: Verso.

Cocteau, J. (1983). Opium: journal d’une désintoxication. Paris: Stock.

Del Olmo, R. (1998). Drogas: Inquietudes e Interrogantes. Caracas: Fundación José Félix Ribas.

_____ (1992). ¿Prohibir o domesticar? Políticas de drogas en América Latina. Caracas: Nueva Sociedad.

Derks, J. T. M. & van Kalmthout, A. M. (1998). Facteurs déterminants de la politique néerlandaise en matière de drogue. Déviance et société, 22 (1): 89-100.

Dorn, N. (Ed.). (1998). Regulating European Drug Problems: Administrative Measures and Civil Law in the Control of Drug Trafficking, Nuisance and Use. La Haya: Kluwer Law International.

Eisner, M. (1996). Déterminants de la politique suisse en matière de drogue: l'exemple du programme de prescription d'héroïne.  Déviance et société, 23 (2):189-204

Erickson, P. (1995). Harm reduction: What it is and is not. Drug and Alcohol Review, 14 (3): 283-285.

Escohotado, A. (1992). Historia de las drogas. Madrid: Alianza Editorial, 3 volúmenes, 3ème édition.

 _____ (1995). Aprendiendo de las drogas. Usos y abusos, prejuicios y desafíos. Barcelona: Anagrama.

Ferret, J. (2000). L'autre Europe des drogues: politiques des drogues dans cinq pays d'Europe: Espagne, Portugal, Hongrie, Pologne et Bulgarie. Paris: La Documentation française.

Fischler, C. (1992). L’addiction: un concept à utiliser avec mesure?. En : Chambat, P. (Ed.). Modes de consommation: mesure et démesure. Paris: Descartes, pp. 11-18.

Frombergn, E. (1995). The Ideologies Behind Harm Reduction. International Journal of Drug Policy, 6 (3):189-192.

Heather, N. et al. (Eds.). (1993). Psychoactive drugs and Harm Reduction: From Faith to Science. London: Whurr Publishers.

Henman, A. (1995). Drogues illégales: l’expérience de Liverpool. Paris: Éditions du Lézard.

Jay, M. (2002). Legalisation: The First Hundred Years. What happened when drugs were legal and why they were prohibited. Disponible en línea: http://www.cedro-uva.org/lib/jay.legalisation.html (enlace válido el 9 de agosto del 2002).

Joubert, M. (1999). Politiques locales et nouveaux dispositifs dans le domaine des toxicomanies. Déviance et Société, 23 (2): 165-187.

Kopp, P. (1998). Drogues: réduire le coût social. Paris: Fondation Saint-Simon.

Lindesmith, A. R. (1968). Adiction and Opiates. Chicago: Aldine Publishing Company.

_____ (1965). The Addict and The Law. Bloomington: Indiana University Press.

Lynch, T. (Ed.). (2000). After Prohibition: An Adult Approach to Drug Policies in the 21st Century. Washington, D.C.: Cato Institute.

Martineau,  H. & Gomart, E. (2000). Politiques et expérimentations sur les drogues aux Pays-Bas. Paris: OFDT. Disponible en línea: www.drogues.gouv.fr/fr/pdf/pro/etudes/rapport20.pdf (enlace válido el 9 de agosto del 2002).

McAllister, W. B.  (2000). Drug Diplomacy in the Twentieth Century: An International History. London: Routledge.

McConville, M. (2000). Global War on Drugs: Why the United States Should Support the Prosecution of Drug Traffickers in the International Criminal Court. American Criminal Law Review, 37 (1): 75-102. 

Médecins du monde (2000).Usages de drogues de synthèse (ecstasy, LSD, dance pills, amphétamines...). Paris: Médecins du monde.

Mino, A. & Arsever, S. (1996). J’accuse: les mensonges qui tue les drogués. Paris: Calman-Lévy.

Musto, D. F. (1987). The American Desease: Origins of Narcotic Control. New York: Oxford University Press.

Ogien, A. (1996). Évaluation et sens commun. L’objectivation du phénomène de l’usage de drogues. En : Cesoni, M. L. (Ed.). Usage de stupéfiants: politiques européennes. Genève: Georg Éditeur, pp. 57-73.

_____ (1995). Sociologie de la déviance. Paris: Armand Colin.

Peele, S. (1989). Diseasing of America: Addiction Treatment Out of Control. Lexington: Lexington Books.

Popper, K (1985). Conjectures et réfutations: la croissance du savoir scientifique. Paris: Payot.

Ralet, O. (1992). Pays-Bas: le toxicomane citoyen. En : Caballero, F. Drogues et Droits de l'Homme. Paris: Les empêcheurs de penser en rond, pp. 93-110.

Rasmussen, D. W. & Benson, B. L. (1993). The Economic Anatomy of a Drug War: Criminal Justice in the Commons. New York: Rowman and Littlefield Publishers, Inc.

Roques, B-P (1999). La dangerosité des drogues. Paris: Odile Jacob.

Sauloy, M. & Le Bonniec, Y. (1992). À qui profite la cocaïne?. Paris: Calman-Lévy.

Stengers, I. (1992). L'expert et le politique. En : Caballero, F. Drogues et Droits de l'Homme. Paris: Les empêcheurs de penser en rond, pp. 31-50.

_____ & Ralet, O. (1991). Drogues. Le défi hollandais. Paris: Les empêcheurs de penser en rond.

Stokes, G., Chalk, P. & Gillen, K. (Eds.). (2000). Drugs and Democracy: In Search of New Directions. Melbourne: Melbourne University Press.

Szasz, T. S. (1994) La persecution rituelle des drogués, boucs émissaires de notre temps: le contrôle d’État de la pharmacopée. Paris: Les Éditions du Lézard.

_____ (1992). Our Rights to Drugs: The Case for a Free Market. New York: Praeger.

_____ (1982). The War Against Drugs. Journal of Drug Issues, 12 (1): 115-121.

_____ (1977) La loi, la liberté, la psychiatrie. Paris: Payot.

_____ (1972). The Ethics of Addiction. Journal of Drug Issues, 2 (1): 75-82.

Thornton, M. (1991). The Economics of Prohibition. Salt Lake City: University of Utah Press.

Tonry, M. (1995). Malign Neglect: Race, Crime, and Punishment in America. New York, Oxford: Oxford University Press.

Topping, D. (1996). Introducing Harm Reduction Concepts in Drug Policy Reform. International Journal of Drug Policy, 7 (3):193-196.

Touzé, G. (2001). Uso de drogues y VIH/sida. De la medicalización a la ciudadanía. Revista Encrucijadas, 1 (8).

_____ & Rossi, D. (1993). Sida y drogas: ¿abstención o reducción del daño?. Buenos Aires: FAT.

Van Wormer, K. (1999). Harm Induction vs. Harm Reduction: Comparing American and British Approaches to Drug Use. Journal of Offender Rehabilitation, 29 (1/2): 35-48. 

Vigarello, G. (1991). La drogue a-t-elle un passé? En: Ehrenberg, A. (Ed.). Individus sous influence: Drogues, alcools, médicaments psychotropes. Paris, Éditions Esprit, pp. 85-100.

Yvorel, J-J. (1992). Les poisons de l’esprit: drogues et drogués au XIXe siècle. Paris: Quais Voltaire.

 


* Investigador Asociado. Groupe d’étude et de recherche sur la sécurité internationale. Université de Montréal. Email : Guillermo.Aureano@umontreal.ca

 

[1] Los tratados aludidos son la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 (enmendada por el Protocolo de 1972), el Convenio sobre Substancias Psicotrópicas de 1971 y la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Substancias Psicotrópicas de 1988. Desde la ONU, controlan su aplicación efectiva la Comisión de Estupefacientes (CE), la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) y el Programa de las Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de Drogas (PNUFID). Otras instituciones multilaterales colaboran en sus áreas específicas de competencia (la Organización Mundial de la Salud [OMS], el Consejo de Cooperación Aduanera [CAA] y la Organización Internacional de Policía Criminal [OIPC o Interpol]). Los gobiernos latinoamericanos, como si no bastasen las convenciones internacionales, se dotaron de sus propios instrumentos de fiscalización y cooperación antidrogas. En 1973, firmaron el Acuerdo Sudamericano sobre Estupefacientes y Psicotrópicos (ASEP), que recomendaba a los Estados signatarios adoptar leyes draconianas para eliminar la producción, tráfico y consumo de drogas. Luego de la declaración de la guerra contra las drogas pergeñada por el presidente Ronald Reagan a inicios de los años ochenta, la OEA se ocupó de poner en marcha un mecanismo de supervisión que cubriese todo el continente, y así creó la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD). Nacida para promover la cooperación intergubernamental, su principal tarea ha consistido en elaborar modelos estandarizados de leyes penales y recolección de datos, amén de multiplicar los tratados y planes de acción de alcance continental. En pocas palabras, el régimen internacional de control de drogas se asienta en una multiplicidad de tratados y organismos que le dan un contenido preciso. No se trata sólo de un conjunto de normas, sino de un aparato institucional bien establecido, con ramificaciones en cada región y Estado. En su seno, un solo principio –la prohibición– y una sola estrategia –la represión– son considerados legítimos. El debate sobre la manera más eficaz y equitativa de controlar la producción, venta y consumo de drogas está así limitado por dos mandatos imperativos: prohibir y combatir.

[2] Este sistema tiene su réplica exacta en la mayoría de los países, donde la inclusión de un producto en las listas de drogas prohibidas o controladas termina dependiendo de una autoridad administrativa luego de la sanción de una ley general. Este dato no es menor pues, dado que están previstas sanciones penales para los infractores, es una dependencia del poder ejecutivo, y no la asamblea legislativa, quien define, en última instancia, a los consumidores de qué productos debe castigarse. Los criterios mínimos de la separación de poderes son así cotidianamente violados.

[3] Entre otros, Caballero (1989), Cockburn & St. Clair (1998), Chepesiuk (1999), Del Olmo (1998, 1992), Escohotado (1992), McAllister (2000), Musto (1994, 1987), Sauloy & Le Bonniec (1992).

[4]  Para ello, pueden consultarse los trabajos de Akers (1991), Berridge (1990), Fischler (1992) y Szasz (1994, 1972).

[5] Cf. Ogien (1996).

[6] Sobre las generalizaciones epidemiológicas y su impacto en el diseño de políticas públicas, ver el trabajo reciente de Beck (2000).

[7] Cf. Stengers & Ralet (1991).

[8] Ver, entre otros, Peele (1989), Ralet (1992), Stengers (1992), Stockes, Chalk & Gillen (2000). Bergeron (1999) explica en detalle las dificultades para revertir esta situación discriminatoria. Sobre este tema, consultar asimismoTopping (1996) y Touzé (2001).

[9] Este hecho ha sido particularmente notorio allí donde el uso tradicional es repentinamente prohibido, lo que lleva a la masa de consumidores a tener comportamientos insensatos. El caso más espectacular es tal vez el de la prohibición de los opiáceos naturales en la India, producto de la ratificación del Convenio sobre Estupefacientes de 1961, cuyo efecto sobre los consumidores fue devastador. Se pasó de una práctica socialmente integrada y métodos de consumo poco riesgosos a una marginalización creciente de los usuarios, que no sólo se multiplicaron, sino que asumen peligros muchísimo mayores. Cf. Escohotado (1992) y Jay (2002).

[10] Sobre el consumo de opio y las sucesivas transformaciones de su percepción, ver Butel (1995) e Yvorel (1992). Las reflexiones de Cocteau (1983) también merecen aquí ser tenidas en cuenta. Escohotado (1992), Szasz (1994) y Vigarello (1991) han hecho aportes más generales sobre los distintos modos históricos de concebir el consumo de las drogas hoy prohibidas.

[11] Cf. supra nota 1.

[12] De los muchos análisis disponibles de la Ley Seca, conviene señalar el de Thornton (1991). También puede ser instructivo consultar el estudio comparado de Jay (2002).

[13] Pocos días antes que se iniciase el Período Extraordinario de Sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas dedicado al Problema Mundial de las Drogas (Nueva York, 8-9 de junio de 1998), el Lindesmith Center, una ONG estadounidense, publicó a doble página en el New York Times una carta abierta a Kofi Annan, secretario general de la ONU, que firmaron 600 personalidades de 43 países. Redactada en un tono formal que no deja de ser directo, esta carta insta a que se realice una evaluación honesta y franca de las políticas de control de drogas, partiendo del hecho “que la guerra mundial contra las drogas causa hoy más daños que el abuso de drogas en sí”. Son ejemplos de ello, se indica, el fortalecimiento de las organizaciones criminales, el crecimiento de la corrupción gubernamental, la inseguridad y la violencia, la confusión de los valores morales, la violación de los derechos humanos, la saturación de las cárceles, la distorsión de los mercados y la contaminación del medio ambiente. Se subraya asimismo que la retórica centrada en lograr una sociedad sin drogas y la concentración de los escasos recursos disponibles en actividades represivas bloquean la posibilidad de tomar medidas efectivas en los campos de la salud, la educación y el desarrollo.

[14] El Grupo IGIA, fundado en Barcelona en 1983 dentro del aparato estatal, que reúne profesionales de distintos ámbitos, propuso, en 1998, la siguiente definición: “Entendemos que reducir riesgos es una filosofía de la acción educativa y sanitaria sin valoración moral previa sobre una conducta determinada. Es una política asistencial que organiza y engloba la práctica del conjunto de acciones sanitarias sociales y comunitarias, en relación a los efectos perjudiciales del consumo de drogas. Se engloban en esta estrategia todos aquellos programas y servicios, médicos o sociales, de base individual o colectiva, encaminados o minimizar los efectos negativos asociados al consumo de drogas. En consecuencia, el objetivo de dichas políticas no es la abstinencia. Esta, si se produce, será la consecuencia de un proceso de relación con el consumidor de drogas, que habrá podido introducir cambios lo suficientemente significativos en su dependencia como para hacer que decida abandonar la misma. Y, probablemente, en esta decisión no solo habrán jugado un papel significativo los cuidados que haya recibido en sus modelos de consumo o en el cuidado de su salud física y psíquica. Habrá otros aspectos, como puede ser su propia evolución personal, la imagen de sí mismo, su relación y participación en su contexto social y laboral, que jugarán papeles igual de determinantes” (Baulenas, Borras & Magrí, 1998: 4). Ver también Erickson (1995), Frombergn (1995) y Heather et al. (1993).

[15] Una historia general de las políticas de reducción de daños ha sido esbozada por Brisson (1997). Datos específicos sobre experiencias locales, nacionales y regionales pueden encontrarse en los textos de Boekhout van Solinge (2002), Boggio (1997), Cesoni (1999, 1996), Derks & van Kalmthout (1998), Dorn (1998), Eisner (1996), Ferret (2000), Henman (1995), Joubert (1999), Martineau & Gomart (2000) y Van Wormer (1999).

[16] Sobre el caso holandés, el libro de Stengers & Ralet (1991) sigue siendo una referencia indiscutible. Martineau & Gomart (2000) reseñan cambios más recientes, así como los numerosos informes disponibles en el sitio del Centro Cedro, de la Universidad de Amsterdam (www.cedro-uva.org).

[17] Los orígenes y cambios en los programas helvéticos de reducción del daño han sido estudiados por Mino y Arsever (1996), Eisner (1996) y Boggio et al. (1997). El Ministerio de Salud Pública tiene un sitio sobre el tema que es actualizado permanentemente: www.bag.admin.ch/sucht/f/index.htm

[18] Cf. Ogien (1996, 1995); Szasz (1994, 1972).

[19] La Resolución N˚ 43/3 de la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas, adoptada en el año 2000, que hace vagamente alusión a la reducción del daño al solicitar a los Estados que implementen programas especiales para los toxicómanos que no están “integrados” o “atendidos” por los servicios existentes, no ha modificado en nada el enfoque prohibicionista de la ONU. Significa, apenas, que la epidemia del sida no puede seguir siendo ignorada. No hay nada aún, en el ámbito international, que se asemeje a una evaluación global de los efectos negativos de las políticas antidrogas tradicionales. La reducción del daño debe limitarse a la prevención de enfermedades infecciosas. Discutir sobre la autonomía y derechos de los usuarios es imposible. Esta tendencia esquizofrénica de las instituciones internacionales tiende a pasar desapercibida. Y quienes la aceptan, defendiendo la factibilidad de la reducción del daño en un contexto donde el uso de drogas está penalizado, sucumben a lo que Marie-Andrée Bertrand (2000) llama muy justamente “la hipocresía del Príncipe”, que permite a expertos y funcionarios mostrar su mejor cara sin efectuar cambios de fondo.

[20] Cabe mencionar que los expertos de toda laya que adoptan, para conformarse a una tendencia hoy a la moda, algunos principios de los programas de reducción de daños, no abandonan necesariamente las actitudes disciplinarias e incapacitantes que tuvieron en el pasado: les dan un nuevo matiz y consiguen así seguir vigentes. Este problema es particularmente importante en el caso de las asociaciones civiles latinoamericanas. Las pocas que hacen hincapié en los derechos del usuario, han de lidiar con el descrédito de las políticas de reducción del daño provocado por aquéllas que las invocan con fines netamente oportunistas y continúan operando como ya lo hacían.

 


Inicio IniciativasPonenciasDocumentosMama Coca

©2003 Mama Coca. Favor compartir esta información y ayudarnos a divulgarla citando a Mama Coca.