USO RECREATIVO DE DROGAS ILICITAS
UNA VISION POLITICA
Guillermo R. Aureano*
Bárbaro es quien piensa que las
costumbres de su tribu y su isla
son leyes de la naturaleza
George Bernard Shaw, César y Cleopatra.
I
La posibilidad de escribir este texto
en forma de ensayo es funcional al tema tratado. La masa de prejuicios e
intereses que domina el debate contemporáneo sobre las drogas hace necesaria la
tarea de proponer nuevas ideas, que tal vez permitan luego, al exigir mayor
rigor y profundidad, un avance significativo del conocimiento. Si la ciencia
está llamada a cuestionar las verdades reveladas, así como sus propios saberes
mistificadores o erróneos, la libertad que otorga redactar un ensayo puede
contribuir a sembrar dudas, a condición de respetar similares criterios de
fundamentación y sistematicidad.
Y éste es aquí precisamente el objetivo: analizar,
de un modo general, las razones por las cuales hemos llegado a creer que el uso
recreativo de drogas ilícitas es una mera puerta al desenfreno, a la decadencia
personal y a un extenso rosario de peligros sociales. Se trata así, ante todo,
de entender la compleja trama de fuerzas que se oponen a la simple posibilidad
de pensar que los individuos pueden establecer “otras” relaciones con las
drogas. Este constituye un paso esencial para examinar con cierta solvencia los
obstáculos que impiden diseñar e implementar políticas públicas y, en especial,
políticas de salud, más justas y eficaces. Todo lo cual puede resultar menos
sencillo de lo que parece a primera vista.
Henri Michaux
sostenía que las drogas nos aburren con sus paraísos y que ya es hora de
sacarles algún saber. El escritor francés se refería entonces a la exploración
del inconsciente y a las drogas como salvoconducto. Lo llamativo es que, hoy
por hoy, las drogas, sin tener la más mínima necesidad de tomar alguna, puedan
enseñarnos tanto sobre la sociedad que nos rodea. Puede uno así preguntarse,
por ejemplo, por qué les producen, a los más ardientes prohibicionistas, los
efectos que ellos mismos invocan para justificar la persecusión de los usuarios
(ideas obsesivas, falta de discernimiento, desprecio por la ley, total
indiferencia por las consecuencias de sus actos, intolerancia manifiesta y, el
dato no es menor, un marcado tribalismo). Son precisamente algunos de los
elementos que explican esta paradoja los que abordaremos en las páginas
siguientes.
II
Para empezar,
ciertas definiciones resultan indispensables. Surge así la eterna pregunta:
¿qué es una droga? Si la pregunta es recurrente, ello se debe a que no ha
habido respuestas satisfactorias, que permitan establecer distinciones claras y
precisas, amén de generar un mínimo consenso entre quienes utilizan el término
desde posiciones de poder (funcionarios, jueces, terapeutas, catedráticos,
periodistas, etc.). Puede invocarse aquí
múltiples tentativas, que abarcan ya más de un siglo. El principal problema
deriva de un hecho simple. La clasificación internacional de las drogas, que
rige de modo casi universal, respeta un solo criterio, el político, cuya
arbitrariedad es manifiesta. Y es en torno a esta clasificación que, de un modo
u otro, se dan las polémicas actuales. Ignorarla es pues imposible.
Los acuerdos internacionales
no incluyen ninguna definición de las drogas, por más sorprendente que esto
pueda resultar, pues es precisamente lo que prohiben[1]. Se limitan a afirmar que son “estupefacientes” o “sustancias psicotrópicas”
(distinción que, por otra parte, no tiene asidero alguno, salvo los apuros,
deshonestidad o incompetencia de quienes negociaron los tratados internacionales)
aquellos fármacos que aparecen en las no menos famosas listas anexas. Esto
quiere decir que será una droga, sujeta a un régimen de regulación estricta,
toda molécula que las autoridades competentes decidan calificar como tal[2]. Al adoptarse los acuerdos, la toxicidad, la tolerancia, el síndrome de
abstinencia y el riesgo social que la propia Organización Mundial de la Salud
había propuesto como indicadores para definir qué es una droga no fueron
tomados en cuenta. Y se entiende: resultaba sencillamente imposible. Tomemos
por caso ejemplos claros. Hubiese sido muy
difícil, apoyándose en dichos indicadores, prohíbir de modo radical la marihuana
y el LSD, dejando simultáneamente sin fiscalizar el uso del alcohol, la nicotina
y la cafeína. Esto por no hablar de otros olvidos oportunos, corregidos sólo
cuando las evidencias en contra eran ya excesivas, como ocurrió con las anfetaminas
y las benzodiacepinas, presentadas durante algún tiempo por los laboratorios
farmaceúticos como modernas panaceas (y en realidad lo fueron, sólo que para
sus propias arcas).
Aparece aquí un
círculo vicioso, de los varios que proliferan en la materia, como veremos
luego. Así, algunas drogas han sido prohibidas porque se las considera
adictivas y son adictivas porque así lo ha establecido la autoridad que las
prohibe. No se trata de una clasificación científica sino de un simple acto de
poder. Algo similar ocurre con el “uso” y el “abuso”, ya que el criterio que
permite distinguirlos es la “autorización legal”. Esta extraña racionalidad
implica que uno puede embotarse con fármacos, siempre y cuando ésten recetados:
sólo los estará usando. Pero no puede probar ocasionalmente sustancias mucho
menos tóxicas, pues lo suyo será abuso y, como tal, sujeto a castigos, curas
forzadas y discriminaciones varias. A pesar de su dudosa cientificidad, tal
racionalidad ha demostrado tener una innegable utilidad. Ha servido y sirve
para consolidar la hegemonía del estamento médico, chantajear a los países del
Tercer Mundo, reemplazar las drogas tradicionales por medicamentos patentados y
justificar intervenciones disciplinarias sobre grupos sociales enteros, que no
son elegidos al azar.
En síntesis, lo que
define a una droga y a las diversas categorías de usuarios es un juego de
poder en el que predominan motivos geoestratégicos, económicos y corporativos,
bajo los cuales persisten prejuicios raciales y morales de notable longevidad,
cuyo entramado es imposible resumir en estas páginas y que, por otra parte,
han sido objeto de numerosos y bien documentados estudios.[3] Baste subrayar que las razones sanitarias, constantemente evocadas por diplomáticos,
expertos y estadistas, no parecen ser siempre prioritarias. De hecho, siguen
vendiéndose libremente drogas que crean innegables problemas sociales e, inversamente,
los efectos específicos de la prohibición sobre la salud de los usuarios fueron
relegados a un muy modesto segundo plano hasta fecha muy reciente. Los países
que, preocupados por la situación socio-sanitaria de los consumidores, modificaron
la clasificación legal de algunas drogas, se muestran particularmente cautelosos
en los foros internacionales y no han denunciado formalmente los acuerdos
que los fuerzan a hacer malabares para continuar respetándolos. Todo esto
prueba la rigidez y vigencia del sistema internacional de control de drogas,
que funciona bajo la mirada vigilante de los Estados Unidos, la única potencia
que ha mantenido la cuestión del comercio y uso de drogas inscrita en su agenda
de política exterior durante los últimos cien años. Apartarse del discurso
dominante implica exponerse a represalias y presiones que pocos países, incluso
desarrollados, están dispuestos a asumir. Los ejemplos tampoco son escasos
en este terreno.
III
Además de tomar en
consideración el carácter político de la prohibición y los conceptos en los
que se apoya, toda reflexión sobre el uso recreativo de drogas y las políticas
de salud debe anticipar (y conjurar, lo que es más complejo) otro fantasma:
la toxicomanía. Sin detenernos a indagar los orígenes de este término[4] y otros semejantes (como adicción, dependencia y el ya mencionado “abuso”),
bueno es recordar que alrededor de ellos se ha tejido una trama de prácticas
discursivas e institucionales, de muy diverso tipo (preventivas, epidemiológicas,
forenses, terapéuticas), que prometen a cada usuario un mismo destino, signado
por el descontrol y la marginalidad. Los mecanismos que permiten operar este
desplazamiento varían según el ámbito en el que fueron creados y los objetivos
específicos que se busquen, también cambiantes. Todos repercuten en el diseño
de las políticas sanitarias al confirmar la gravedad de la situación y la
pertinencia de las ideas sobre la “animalidad”[5] de los usuarios.
Los epidemiólogos,
en vez de formular hipótesis y buscar datos que pudiesen demostrar su falsedad
–como aconseja Popper (1985)–, parecen estar más bien interesados en elaborar
estadísticas que prueben el peligro inminente del “flagelo”. Así, les parece
legítimo establecer generalizaciones a partir de grupos que ya están sometidos
a algún tipo de tutela institucional y que arrastran, por encima de todo,
historias personales marcadas por numerosas miserias sociales[6]. Tampoco dudan en hacer cálculos y proezas metodológicas de escasa o nula
cientificidad. Esto ocurre, por ejemplo, cuando llegan a conclusiones alarmistas
sobre el aumento del consumo basándose en estudios sincrónicos (circunscriptos
a un momento determinado), los cuales, en realidad, no permiten definir tendencias,
y mucho menos a mediano o largo plazo. Ciertas fantasías ejercen también una
poderosa influencia. Una de ellas es la “teoría de la escalada”, que atribuye
a determinadas moléculas –en general, al THC– la capacidad de inducir a consumir
otras supuestamente más “duras” o “pesadas” –cocaína, opiáceos, psicofármacos.
Para ello, los epidemiólogos, sin ruborizarse, invierten la lógica. En vez
de investigar la trayectoria de una cantidad significativa de individuos que
toman la droga considerada “de iniciación” y verificar si ésta los ha llevado
a consumir otras, se contentan con preguntar a los usuarios institucionalizados
con qué sustancia ilegal debutaron su loca carrera. Partiendo de un grupo
ya problemático, y siendo la marihuana la droga ilegal de más fácil acceso,
los resultados no pueden ser sino alarmantes. Es la posibilidad de descubrir
una masa de usuarios irregulares, con hábitos y patrones de conducta heterogéneos,
lo que parece espantar a los epistemólogos: son todos fenómenos que echarían
por tierra sus postulados e hipótesis de trabajo.
Por su parte, los
profesionales que realizan pericias forenses establecen diagnósticos basados en
criterios con los que pueden, en el mejor de los casos, considerar al usuario
un adicto en potencia. Conviene aquí subrayar el hecho que, en regla general,
el saber forense se construye (y se confirma constantemente) a partir de
individuos que han sido detenidos por la policía, la cual actúa guiada por
ideas e intereses que limitan el tipo de usuarios detenidos. De este modo se
da, dentro del dispositivo penal, un proceso de retroalimentación entre la
acción policial y las prácticas forenses que sólo puede revalidar los peores
prejucios sobre el uso de drogas. Aquellos consumidores que no encajan en este
esquema, en caso de ser arrestados y llevados ante un perito, tampoco pueden
desestabilizarlo: sobran los índices, signos y conjeturas que lo convierten en
un probable toxicómano, eventualmente peligroso, cuyo primer desliz es sólo una
cuestión de tiempo.
A la práctica forense, el psicoanálisis, mediante
sesudos razonamientos, pudo aportarle dos postulados más, uno que refuerza
el dramatismo y otro que justifica, in
fine, las medidas represivas. Si bien es cierto que al consumo de drogas
se lo asocia con “inclinaciones mórbidas” desde fines del siglo XIX, el psicoanálisis,
poco a poco, transformó esta idea en la más moderna “búsqueda voluntaria de
la muerte”, que le otorga a los usuarios, sin demasiados miramientos, un halo
trágico adicional. A esto se le agrega la confusión entre la ley simbólica,
noción cara a los psicoanalistas, y la ley positiva[7]. El rol del padre (que encarna
la ley simbólica y permite romper el vínculo edípico) pasa a atribuírsele
al juez, el cual se convierte así en responsable de imponerle al usuario una
sanción penal, tutelar o terapéutica, cuyo efecto, se dice, es sacarlo del
mundo enfermizo en el que se ha encerrado y hacerlo entrar en la realidad.
El siguiente eslabón
de este sistema autorreferente está compuesto por la tribu de terapeutas,
por demás variopinta: predicadores, psicólogos, psiquiatras y ex-adictos luchan
por establecer la legitimidad de sus respectivos métodos de cura, entre los
que no deja de darse un cierto sincretismo. Prevalece una visión desesperada
del consumo de drogas, basada en supuestos que niegan a los pacientes las
dos principales características de los ciudadanos en un régimen democrático:
la racionalidad y la autonomía[8]. A distintas sustancias, inertes, se les atribuye la capacidad de despojar,
a quien las consume por libre decisión, estas dos facultades esenciales de
la personalidad de todo adulto. Este supuesto se apoya en otros dos que lo
hacen irrecusable. Por un lado, la cura total es considerada improbable: el
toxicómano lo es para toda la vida y la abstinencia resulta siempre temporaria,
amenazada por una eventual recaída. Por otro lado, aquel usuario que afirme
controlar el consumo es quien más ayuda necesita, pues se encuentra en una
etapa “de negación”, considerada infinitamente peligrosa. El peligro, en realidad,
reside en el hecho que el paciente “negacionista” desmitifica las verdades
sobre la adicción sostenidas por los terapeutas y otros expertos que viven
de ellas.
Pero no sólo cuentan
los intereses corporativos de los cruzados antidrogas y el apego al pensamiento
convencional de los medios, los políticos y buena parte de la sociedad. La vigencia del discurso y las prácticas
prohibicionistas depende también de los usuarios que adoptan sus preceptos
invalidantes y los utilizan para no asumir responsabilidades. Se crea así un
círculo vicioso extremadamente denso, gracias al cual las conductas escabrosas
y degradantes de unos pocos justifican la persecusión (y a menudo el maltrato
físico y vejaciones psíquicas) de muchísimos otros, cuyos problemas con los
fármacos prohibidos empiezan exactamente cuando se topan con alguna autoridad
(familiar, escolar, policial, laboral, etc.).
Es justamente para revertir esta situación, para
empujar a tomar las riendas de su vida a quienes han sido tratados durante años
como personas incapaces, que surgieron los programas de “reducción de daños”,
los cuales brindan a los usuarios los medios para vivir “normalmente”, lejos de
los circuitos ilegales a los que son irremediablemente condenados por la
prohibición. Para sorpresa y desasosiego de la “vieja guardia”, los usuarios
adoptan conductas responsables cuando disponen de los medios necesarios y se
los deja de perseguir e infantilizar. Volveremos sobre este punto más tarde,
pues la incorporación del uso recreativo de drogas dentro de las políticas de
salud está intimamente ligado al éxito que tengan los programas de reducción de
daños en acabar con las ideas preconcebidas sobre la adicción y los adictos, en
especial las que permiten infundir miedos irracionales sobre todos los tipos de
consumo.
IV
Habiendo repasado
brevemente esta cadena de mecanismos discriminatorios, nos encontramos aquí,
lógicamente, con otra pregunta. ¿Cómo era considerado el uso de drogas antes
del establecimiento de la prohibición como eje del sistema internacional del
control de drogas y la invención de la toxicomanía como categoría médico-penal?
Es imposible contestar esta pregunta en forma sintética, pero pueden destacarse
algunos hechos históricos que, además, sirven para darnos una idea bastante
precisa de los obstáculos que existen hoy para pensar el uso recreativo de
drogas y el diseño de políticas públicas que lo tomen como referente. No se
trata, pues, de volver al pasado con ánimo de describir una pretendida edad de
oro, libertaria y desprejuiciada, sino de buscar en él instrumentos para
reflexionar sobre el presente.
En el ocaso de la Edad Media, Paracelso, uno de los
padres de la medicina moderna, resumió el saber sobre las drogas que se había
acumulado durante los siglos anteriores en una sentencia de claridad meridiana:
sola dosis facit venenum
(el veneno está en la dosis). Están aquí implícitos los dos significados que
el término “fármaco” tuvo para los griegos. Designaba a las sustancias que
podían ser a la vez un remedio y un veneno. Hoy este doble significado se
ha perdido pero, por sobre todo, se ha olvidado que lo principal es el dosaje
y no tanto la sustancia en sí. Este oportuno olvido ha llevado a condenar
algunas drogas y, con ellas, a quienes las consumen. Al mismo tiempo, los
propios usuarios, ocasionales o no, ignoran a menudo todo sobre las propiedades
farmacológicas, la importancia de las dosis y su relación con los efectos
buscados. Y esto en ambos sentidos del verbo ignorar: o lo desconocen o bien
no le dan importancia. Es el mero hecho de consumir lo que cuenta, fenómeno
íntimamente ligado a las dificultades para abastecerse y a los mitos creados
por la prohibición (inimputabilidad, descontrol, perversión), que afectan
de manera negativa las posibilidades de consumir con moderación[9].
Pero no sólo se ha
perdido de vista la importancia del dosaje. Lo mismo ocurre con lo que significa
el hábito de consumir y sus consecuencias. Si la toxicomanía es una noción
de dudosa cientificidad, la tolerancia generada por algunas sustancias es un hecho, aunque también permite evaluaciones y percepciones
subjetivas, incluso por parte de los usuarios, como lo ha demostrado lapidariamente
Alfred Lindesmith (1968, 1965). La tolerancia, desde un punto de vista estríctamente
empírico, supone el acostumbramiento gradual del cuerpo a la ingesta de un
fármaco. Hoy, este fenómeno es considerado de modo negativo, pues sólo se
ve en la tolerancia la necesidad de consumir mayores cantidades para alcanzar
el efecto buscado (y a mayor necesidad de droga, mayores posibilidades que
el usuario intente conseguirla “por cualquier medio”, como rezan, sin ningún
empecho por sus connotaciones morales, desde los documentos de la OMS de los
años ‘50 hasta los manuales que siguen hoy usando maestros, jueces, expertos
y policías). El contraste es intenso con la visión de la tolerancia que prevaleció
desde por lo menos el Imperio Romano hasta principios del siglo XX, período
que cubre casi dos milenios, durante el cual galenos y boticarios consideraban
que “la familiaridad le quita al veneno su aguijón”, dando por entendido que
lo más aconsejable, para obtener efectos benéficos de un producto que también
puede ser tóxico, es aprender a consumirlo, a dosificarlo y, sobre todo, a
estar preparado para usar cantidades importantes en el momento necesario.
Esto se aplicaba especialmente al opio natural[10], consumido en muy diversas
formas, en el cual se había encontrado un poderoso lenitivo para los achaques
de la vida cotidiana y, con mayor frecuencia aún, de la vejez. Salvo por razones
de índole religioso, nadie puso en duda seriamente, en todos estos años –que,
repitámoslo, son muchos– la razonabilidad de aprender a usar las drogas que
producen tolerancia, tanto para sacarles provecho como para controlar sus
efectos no deseados y evitar intoxicaciones.
El hecho que estos
saberes permanezcan soterrados, que sea tan difícil reapropiárselos con los
ajustes y modificaciones que impone la situación contemporánea, se debe en
gran medida a la constante negación a evaluar de manera objetiva las políticas
prohibicionistas. Esto es así desde que se creó el sistema internacional de
fiscalización de drogas. En las negociaciones previas a la adopción del primer
tratado que aún continúa vigente[11], las consecuencias de la prohibición eran sobradamente conocidas. Ya se
habían llevado a cabo algunas experiencias radicales, entre las que se destaca
la promulgación y aplicación de la Ley Seca en los Estados Unidos. El balance
no podía ser más desastroso, y no es ocioso recordarlo, pues constituía un
anticipo inapelable de la situación que vivimos hoy. Derogada en 1933, luego
de casi 13 años de estar en vigor, la legislación que prohibía el alcohol
no consiguió convertir al pueblo americano en virtuoso y abstinente. Sus efectos
concretos fueron muy distintos. Un número elevadísimo de personas resultaron
procesadas y condenadas por traficar bebidas alcohólicas (más de medio millón).
Se generalizó la corrupción en todos los niveles del aparato de Estado (incluyendo
dos ministros federales juzgados por contrabando y colusión con contrabandistas).
Se multiplicaron las intoxicaciones involuntarias (30.000 muertos y 100.000
lisiados graves por consumo de brebajes alcohólicos mal destilados). Y, por
último, se fortalecieron las “familias” mafiosas, que una vez perdido el negocio
del alcohol al finalizar la prohibición se dedicarían prósperamente al tráfico
de heroína[12].
Si hoy estos hechos
se repiten a una escala mucho mayor, concomitantemente con el aumento de la
cantidad de sustancias prohibidas y el rigor impuesto por la tolerancia cero,
también permanece casi incólume la negación a realizar evaluaciones objetivas
de lo que acontece[13]. Y es precisamente allí donde este edificio empieza a resquebrajarse, con
soberana lentitud, que aparece la posibilidad de pensar en los aspectos recreativos
del uso de drogas. La brecha ha sido abierta, como ya lo mencionáramos, por
un nuevo enfoque: la reducción de riesgos.
V
¿Qué es la reducción de riesgos? No hay respuestas
simples ni inmediatas a esta pregunta. En términos muy generales, puede definirse
la reducción de riesgos por su objetivo: la minimización de los efectos negativos del uso de drogas sin apuntar necesariamente a la abstinencia[14]. Los términos en itálica sirven para marcar la diferencia
con los programas antidrogas tradicionales. No se trata ya de erradicar el
consumo, sino de limitar sus consecuencias no deseadas, aceptando además,
explícitamente –por razones pragmáticas y, con menos frecuencia, éticas–,
que siempre habrá consumidores y que las políticas prohibicionistas generan
parte de los problemas que se busca resolver[15].
Para no perdernos en elucubraciones
meramente teóricas, consideremos el caso de Holanda, país que puede ser legítimamente
considerado un pionero en el tema. Producto de la presión de las asociaciones
de usuarios de drogas por vía endovenosa (los Junkebonden), que a principios de los años ’80 lucharon por conseguir
un espacio de autogestión desde el cual promover medidas para controlar el
contagio de las hepatitis, la reducción de riesgos orienta hoy, en los Países
Bajos, el diseño e implementación del conjunto de políticas públicas en materia
de drogas. Si la primera meta sigue siendo prevenir el uso, el gobierno holandés
acepta la complejidad de tener un “doble discurso” y alentar a aquellos que,
pese a todo, consumen drogas, a que lo hagan del modo menos riesgoso posible.
Para ello ha instrumentado una serie de medidas legales o de facto que apuntan a alejar a los usuarios
del mercado negro, en especial a aquellos que consumen la droga ilegal más
difundida, la marihuana, y a evitar en todos los casos el funcionamiento de
los mecanismos de estigmatización. Esto último es particularmente importante
en el caso de los heroinómanos, a quienes no sólo se ayuda a preservar la
salud sino a reintegrarse en la sociedad. Como la reinsersión no va sin el
reconocimiento del resto de los ciudadanos, el término clave es “normalisatie”,
que puede traducirse por normalización, pero recordando que no tiene connotaciones
disciplinarias, puesto que también supone la aceptación social de las diferencias,
el hecho que el Estado y la población en general consideren “normal” la existencia
de personas y grupos con costumbres particulares[16]. La apuesta
es altísima, pues está en juego el nivel de tolerancia con el que una sociedad
decide vivir y la discusión sobre los límites de la libertad individual.
Este proceso innovador esta enmarcado por reglas claras,
lo que refuerza la decidida intención de tratar a los consumidores como personas
responsables de sus actos. Las principales disposiciones son bien conocidas:
distinción entre drogas duras y blandas, claro límite entre la tenencia para
uso personal y para tráfico, despenalización de facto de la tenencia para uso
personal, eliminación del uso como “condición atenuante” para los delincuentes.
A esto se suman medidas netamente pragmáticas, que le dan sustancia a las
anteriores: aprovisionamiento legal de drogas blandas (coffee shops), análisis
gratuito de las drogas compradas en la calle (como el éxtasis) y una red asistencial
integrada de prevención secundaria y terciaria (campañas de información; agentes
de calle; monitoreo de áreas conflictivas; refugios de día y de noche; zonas
de tolerancia del uso de drogas; intercambio o distribución de jeringas; provisión
de equipos de desinfección; distribución de drogas de substitución o acceso
legal a las prohibidas; salas de inyección segura; asistencia médica no persecutoria;
programas de “estabilización” y “motivación” para usuarios problemáticos,
que les facilitan el acceso a la educación, el trabajo y la vivienda; curas
de desintoxicación; programas de rehabilitación y reeducación para usuarios
condenados por la justicia). Las evaluaciones de impacto son un componente
esencial de estos programas, así como las negociaciones permanentes entre
los diferentes participantes del sector público y la sociedad civil. La Confederación
Helvética es otro ejemplo, exitoso[17], de este enfoque basado en la detección temprana de posibles efectos perversos
y la creación de mesas multilaterales de negociación.
No es casual que el
uso recreativo de drogas se haya convertido en un hecho común justamente en
estas sociedades donde la reducción de riesgos consiguió romper con los
postulados básicos de la prohibición. Ni pretexto para alienarse ni excusa para
estigmatizar, las drogas están convirtiéndose en productos “desencantados” que,
como muchos otros cuya utilización puede tener consecuencias eventualmente
perjudiciales, hay que aprender a “gerenciar” racionalmente, tanto en el plano
personal como social. Como decía Cocteau (1983) con respecto al opio, aquellos
consumidores que evitan sucumbir a la tragedia y saben cuidarse, no sufren.
Diferencia que ilustra con extrema claridad la película El Amante, basada en la novela homónima de Marguerite Duras, donde aparecen
simultáneamente dos opiómanos muy distintos. Un anciano chino, sin abandonar
jamás su pipa y su litera, dirige exitosamente un emporio comercial, mientras
que un joven francés, cuyo consumo es esporádico por falta de dinero, ha
abandonado el control de su vida. En esa diferencia, en el tipo de consumidor
que tomen como referencia los poderes públicos, está la clave del tema que nos
ocupa.
VI
Paul Éluard decía que los juegos eróticos de la especie
humana, tan complejos, tan marcados por la cultura, ocultan la naturaleza
reproduciéndola. Mutatis mutandis,
esta noción podría aplicarse al proceso que convirtió al uso de drogas en
blanco de las políticas públicas, salvo que, en este caso, los orígenes no
se encuentran en un impulso primitivo e intemporal, sino en una operación
política compleja, que permite asimilar el uso de ciertas sustancias a la
incapacidad de adaptarse al funcionamiento “normal” de la sociedad. En efecto,
el toxicómano, blanco privilegiado de las investigaciones epidemiológicas,
de la acción policial y del aparato judicial, no surge de la nada. Aparece
allí donde hay un dispositivo institucional que identifica primero, condena
luego y por último reprime ciertas conductas. La toxicomanía es pues definida
y difundida, en tanto preocupación y justificación de medidas punitivas o
terapéuticas, por una serie de instancias de control que la proyectan sobre
los individuos[18]. Pero no se la presenta
así. Se la hace pasar como una verdad independiente de las instituciones que
la producen, lo que le da a la estigmatización de los usuarios la apariencia
de una simple constatación. Es tomando consciencia de este proceso de institucionalización
y conociendo los intereses que lo animan y reproducen, que puede discutirse
con cierta serenidad sobre el uso de drogas. Sólo así se le quita a la toxicomanía
su grandeza y patetismo. Sólo así puede devolvérsele a los usuarios la posibilidad
de romper con los prejuicios que los hacen aparecer como humildes extras de
una película que no dirigen, y a quienes hay tanto que curar como castigar,
para proteger a la sociedad.
No es tal vez
exagerado decir que si los procedimientos de identificación y reeducación no
existiesen, los toxicómanos no existirían. Los usuarios serían entonces otra
cosa que los temibles personajes a los que hoy pueden atribuírseles los rasgos
más disímiles: anomia e irracionalidad cuando se trata de su integración
social, sagacidad y “espíritu emprendedor” al hablar de su tendencia al
proselitismo y la delincuencia. Además, se olvida, muy convenientemente, que el
marco político-legal en el que están obligados a moverse determina muchas de
sus actitudes, empezando por la violación de la ley cada vez que compran o se
encuentran en posesión de una droga. Del mismo modo, el abandono sanitario en
que se los deja los empuja a correr riesgos innecesarios, como el compartir
jeringas, que los expertos (haciendo caso omiso del contexto) no dudan en
considerar un signo de tendencias autodestructivas. ¿Cómo serían, estos
toxicómanos supuestamente inválidos, peligrosos y suicidas si tuviesen libre
acceso a los productos que quieren consumir, a los implementos afines y a las
informaciones necesarias para saber cómo cuidarse? ¿Qué ocurriría si los
epidemiólogos, jueces y terapeutas no asociasen de modo casi automático el uso
de drogas a la peligrosidad, el delito y la muerte? Estas preguntas, en los
países latinoamericanos, siguen siendo casi impensables.
La ausencia de
responsabilidad política agrava esta situación. No se conoce casos de políticos
y funcionarios a los que se les haya exigido rendir cuentas por los efectos
contraproducentes de los programas antidrogas que diseñan o implementan, cuya
única finalidad, muy a menudo, es conservar un puesto, granjearse el
reconocimiento de sus pares extranjeros o explotar las demandas sociales de
mayor seguridad proponiendo soluciones represivas. Las consecuencias de sus
acciones y omisiones no son nada despreciables. Van desde la congestión de los
tribunales por causas menores hasta la diseminación del HIV y las hepatitis,
pasando por otros fenómenos de importancia, como la corrupción policial, la
promulgación de leyes de dudosa constitucionalidad, la incitación a la
intolerancia colectiva y la difusión de datos falsos e informaciones capciosas.
Y cuando éstos son
los parámetros que determinan la vida cotidiana de los consumidores, el uso de
drogas sigue siendo lo que actualmente es: una decisión personal, que justifica
una intromisión exhaustiva en la vida privada. No hay alternativas cuando prima
el castigo y esa mezcla fatal (producto de la prohibición) de pavura y
atractivo, deshonra y orgullo, moralina e irresponsabilidad. Son demasiados los
contrarios que aquí se conjugan para alcanzar, en el debate público, un nivel
mínimo de objetividad y lucidez.
VII
La despenalización del uso de drogas está
emparentada con las luchas que, en nuestro tiempo, apuntan a recuperar el
dominio del cuerpo, como el derecho al aborto y la eliminación de las distintas
formas de discriminación basadas en la apariencia física o la orientación
sexual. Las feministas, los gays y lesbianas han recorrido un largo camino y
pueden contar hoy con el apoyo de numerosas instituciones nacionales e
internacionales. En lo que respecta a la apariencia física, los movimientos
antiracistas han avanzado mucho más que quienes se oponen a la imposición de la
delgadez, la juventud y el body building
como estándares absolutos de la belleza y la felicidad. Pero todos han
conseguido que sus reivindicaciones sean escuchadas por los políticos y los
medios de comunicación. Buena parte de sus reivindicaciones han sido
incorporadas por la retórica de lo que hoy suele llamarse “la rectitud
política”, lo cual demuestra que uno de los discursos más convencionales de
nuestro tiempo también contribuye a combatir los prejuicios que los afectan.
Queda por verse si la criminalización de los usuarios de drogas puede originar
protestas similares que, de manera articulada, defiendan el derecho a la diferencia
y a disponer libremente de su propio cuerpo. Y las dudas son tanto mayores
cuando se recuerda que la mayoría de los organismos y grupos que luchan contra
la discriminación no tienen una posición clara con respecto al uso de drogas.
Peor aún, muchos participan en las campañas prohibicionistas más
intransigentes.
Todo esto quiere decir
que es poco probable que la presión de instituciones extranjeras contribuya
a producir cambios significativos en los países latinoamericanos, como ha
occurido en el caso de otras minorías. El trabajo de ONUSIDA y las ONGs locales
y regionales que, contra viento y marea, han conseguido llevar a cabo proyectos
experimentales de reducción de daños, si no permanece en las sombras, sigue
siendo casi secreto y confidencial. Los gobiernos reaccionan con extrema lentitud
frente a sus demandas, preocupados ante todo por la censura de Washington
y de los organismos antidrogas de la ONU[19]. Brasil es tal vez el país que más ha avanzado en el plano sanitario. Las
autoridades argentinas lo hacen con suma cautela. En México y Uruguay, los
comentarios recientes de sus respectivos presidentes, que pusieron en duda
la legitimidad y eficacia de la penalización del uso personal de drogas, no
son por ahora más que declaraciones, sujetas a los vaivenes de la política
interior y las presiones externas. Si ninguno de estos esfuerzos debe ser
pasado por alto y su valor es innegable, también es cierto que las reformas
emprendidas tienen, en general, un enfoque “top-down”, centrado en la lógica
del “mal menor” y raramente en la ética. Tampoco apuntan a facilitar la creación
de asociaciones y movimientos capaces de hacer valer las opiniones de los
usuarios, que demuestren que el consumo de drogas no implica ineluctablemente
una pérdida de autonomía. Así, parece poco probable que se generen discusiones
amplias en términos de derechos y obligaciones o reconocimiento social de
las diferencias. Por lo demás, las ONGs carecen de los recursos asistenciales
que posibilitan, de manera realista, la “responsabilización” de los usuarios,
en especial la de quienes, durante años, recibieron de la sociedad y las autoridades
públicas una imagen degradante de sí mismos.
Es díficil pensar
que, en ausencia de estas condiciones, los consumidores –crónicos o no– puedan
inventar nociones que los liberen del registro en el que se intenta
constantemente encerrarlos, pautado por deseos imperiosos, tendencias suicidas
y una amoralidad irrenunciable. Inventar nuevas nociones significa quitarle al
uso de drogas todos los sentidos que se le han atribuido, incluso el de ser un
signo de glamour o rebeldía. Implica también pensar en los fármacos de un modo
totalmente diferente, como un medio para procurarse ciertas sensaciones y nada
más. Su uso no permitiría entonces redefinir de manera radical la identidad de
los individuos. Incitaría más bien a adquirir y transmitir conocimientos sobre
las drogas, la exactitud de las dosis, las modalidades de consumo menos
riesgosas y, por sobre todo, a determinar las situaciones y momentos en las que
resulta propicio utilizarlas. Pero no hay que engañarse. Este saber, su lenta
elaboración, son por ahora una utopía. Mientras las políticas antidrogas
provoquen las conductas criticadas (violencia, propagación del VIH y las
hepatitis, intoxicaciones), mientras los usuarios no tengan acceso legal a los
productos, no dispongan de medios sanitarios eficaces y sigan siendo amenazados
por la represión, los prejuicios sobre la toxicomanía y los toxicómanos
seguirán firmes, erigiéndose como un telón de fondo insidioso, listo para
envolver a cualquier consumidor, poco importa el modo en que utilice las drogas
prohibidas. Todo esto permite afirmar que, de no mediar un proceso amplio y
sincero de “desdramatización”, el uso recreativo de drogas no tiene futuro
social: está condenado a ser una exquisitez para pocos, para aquellos que por
su situación social tienen acceso a informaciones objetivas y están al abrigo
de las persecusiones policiales y las incertidumbres y riesgos de comprar
drogas en la calle.
El proceso de “desdramatización” conlleva no sólo
cambios en la percepción de los usuarios, sino medidas de indudable carácter
práctico, que abarcan, como lo demuestran los casos nacionales mencionados,
una modificación profunda de todas
las políticas públicas de prevención. Esto explica que, en lo referido específicamente
a la salud, el desafío mayor para los países latinoamericanos, junto a la
obtención de recursos, es la coordinación de las agencias estatales y las
asociaciones civiles que operan cotidianamente más cerca de los consumidores,
para que las acciones de acercamiento de unas no sean desbaratadas por las
intervenciones disciplinarias o represivas de otras. Los organismos de Estado
responsables de la lucha antidrogas pueden, en efecto, tanto apoyar como obstruir
estos intentos de colaboración. Lo mismo ocurre con los legisladores y el
personal judicial (pues considerando las leyes vigentes, la legalidad de muchas
actividades de reducción de daños es, cuanto menos, dudosa), sin olvidar a
los “formadores de opinión” y su apego al sensacionalismo[20]. Si no hay una tradición
de concertación entre actores tan disímiles –y mucho menos en un tema tan
controvertido–, tampoco existe la costumbre de someterse a evaluaciones independientes,
que además de detectar errores y hacer recomendaciones, establezcan claramente
responsabilidades.
Saber que la
coordinación y la evaluación son dos condiciones esenciales del éxito de los
programas de reducción de daños permite justamente señalar una ventaja que
tienen los países latinoamericanos –aunque el hecho que la tengan no quiere
decir que quieran o puedan explotarla: cuentan con la experiencia de los países
donde se cambió el rumbo de las políticas preventivas desde hace años.
Aprovechar esta experiencia puede servir eventualmente para evitar desaciertos
“técnicos”, pero también para informar a la opinión pública y contrarrestar a
quienes ven en la reducción de riesgos un modo subrepticio de instar al consumo
de drogas.
Sin embargo, la
puesta en práctica de todos estos mecanismos de “desdramatización” parece hoy
más que incierta. Supone la desestabilización (o directamente la desaparición)
de saberes y estructuras institucionales, implantadas con indudable solidez en
el seno del Estado y la sociedad civil, cuyo funcionamiento depende
estrechamente de la identificación y tratamiento de individuos a los que pueda
considerarse como toxicómanos, manifiestos o latentes. Supone también, para los
políticos, una lucha sin concesiones contra los prejuicios que ellos mismos han
contribuido a difundir, a lo que se suma la eventual maledicencia de sus pares
e incluso las presiones internacionales. Y no parecen ser legión los que están
dispuestos a asumir los costos de semejante desafío.
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* Investigador Asociado. Groupe d’étude et de recherche sur la sécurité internationale. Université de Montréal. Email : Guillermo.Aureano@umontreal.ca
[1] Los tratados aludidos son la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 (enmendada por el Protocolo de 1972), el Convenio sobre Substancias Psicotrópicas de 1971 y la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Substancias Psicotrópicas de 1988. Desde la ONU, controlan su aplicación efectiva la Comisión de Estupefacientes (CE), la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) y el Programa de las Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de Drogas (PNUFID). Otras instituciones multilaterales colaboran en sus áreas específicas de competencia (la Organización Mundial de la Salud [OMS], el Consejo de Cooperación Aduanera [CAA] y la Organización Internacional de Policía Criminal [OIPC o Interpol]). Los gobiernos latinoamericanos, como si no bastasen las convenciones internacionales, se dotaron de sus propios instrumentos de fiscalización y cooperación antidrogas. En 1973, firmaron el Acuerdo Sudamericano sobre Estupefacientes y Psicotrópicos (ASEP), que recomendaba a los Estados signatarios adoptar leyes draconianas para eliminar la producción, tráfico y consumo de drogas. Luego de la declaración de la guerra contra las drogas pergeñada por el presidente Ronald Reagan a inicios de los años ochenta, la OEA se ocupó de poner en marcha un mecanismo de supervisión que cubriese todo el continente, y así creó la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (CICAD). Nacida para promover la cooperación intergubernamental, su principal tarea ha consistido en elaborar modelos estandarizados de leyes penales y recolección de datos, amén de multiplicar los tratados y planes de acción de alcance continental. En pocas palabras, el régimen internacional de control de drogas se asienta en una multiplicidad de tratados y organismos que le dan un contenido preciso. No se trata sólo de un conjunto de normas, sino de un aparato institucional bien establecido, con ramificaciones en cada región y Estado. En su seno, un solo principio –la prohibición– y una sola estrategia –la represión– son considerados legítimos. El debate sobre la manera más eficaz y equitativa de controlar la producción, venta y consumo de drogas está así limitado por dos mandatos imperativos: prohibir y combatir.
[2] Este sistema tiene su réplica exacta en la mayoría de los países, donde la inclusión de un producto en las listas de drogas prohibidas o controladas termina dependiendo de una autoridad administrativa luego de la sanción de una ley general. Este dato no es menor pues, dado que están previstas sanciones penales para los infractores, es una dependencia del poder ejecutivo, y no la asamblea legislativa, quien define, en última instancia, a los consumidores de qué productos debe castigarse. Los criterios mínimos de la separación de poderes son así cotidianamente violados.
[3] Entre otros, Caballero (1989), Cockburn & St. Clair (1998), Chepesiuk
(1999), Del Olmo (1998, 1992), Escohotado (1992), McAllister (2000), Musto
(1994, 1987), Sauloy & Le Bonniec (1992).
[4] Para ello, pueden consultarse los
trabajos de Akers (1991), Berridge (1990), Fischler (1992) y Szasz (1994,
1972).
[5] Cf. Ogien (1996).
[6] Sobre las generalizaciones epidemiológicas y su impacto en el diseño de
políticas públicas, ver el trabajo reciente de Beck (2000).
[7] Cf. Stengers
& Ralet (1991).
[8] Ver, entre otros, Peele (1989), Ralet (1992), Stengers (1992), Stockes,
Chalk & Gillen (2000). Bergeron (1999) explica en detalle las dificultades
para revertir esta situación discriminatoria. Sobre este tema, consultar
asimismoTopping (1996) y Touzé (2001).
[9] Este hecho ha sido particularmente notorio allí donde el uso tradicional
es repentinamente prohibido, lo que lleva a la masa de consumidores a tener
comportamientos insensatos. El caso más espectacular es tal vez el de la
prohibición de los opiáceos naturales en la India, producto de la ratificación
del Convenio sobre Estupefacientes de 1961, cuyo efecto sobre los consumidores
fue devastador. Se pasó de una práctica socialmente integrada y métodos de
consumo poco riesgosos a una
marginalización creciente de los usuarios, que no sólo se multiplicaron, sino
que asumen peligros muchísimo mayores. Cf. Escohotado (1992) y Jay (2002).
[10] Sobre el consumo de opio y las sucesivas transformaciones de su
percepción, ver Butel (1995) e Yvorel (1992). Las reflexiones de Cocteau (1983)
también merecen aquí ser tenidas en cuenta. Escohotado (1992), Szasz (1994) y
Vigarello (1991) han hecho aportes más generales sobre los distintos modos
históricos de concebir el consumo de las drogas hoy prohibidas.
[11] Cf. supra nota 1.
[12] De los muchos análisis disponibles de la Ley Seca,
conviene señalar el de Thornton (1991). También puede ser instructivo consultar
el estudio comparado de Jay (2002).
[13] Pocos días antes que se iniciase el Período Extraordinario de Sesiones de
la Asamblea General de las Naciones Unidas dedicado al Problema Mundial de las
Drogas (Nueva York, 8-9 de junio de 1998), el Lindesmith Center, una ONG
estadounidense, publicó a doble página en el New York Times una carta abierta a Kofi Annan, secretario general
de la ONU, que firmaron 600 personalidades de 43 países. Redactada en un tono
formal que no deja de ser directo, esta carta insta a que se realice una
evaluación honesta y franca de las políticas de control de drogas, partiendo
del hecho “que la guerra mundial contra las drogas causa hoy más daños que el
abuso de drogas en sí”. Son ejemplos de ello, se indica, el fortalecimiento de
las organizaciones criminales, el crecimiento de la corrupción gubernamental,
la inseguridad y la violencia, la confusión de los valores morales, la
violación de los derechos humanos, la saturación de las cárceles, la distorsión
de los mercados y la contaminación del medio ambiente. Se subraya asimismo que
la retórica centrada en lograr una sociedad sin drogas y la concentración de los
escasos recursos disponibles en actividades represivas bloquean la posibilidad
de tomar medidas efectivas en los campos de la salud, la educación y el
desarrollo.
[14] El Grupo IGIA, fundado en Barcelona en 1983 dentro del aparato estatal, que reúne profesionales de distintos ámbitos, propuso, en 1998, la siguiente definición: “Entendemos que reducir riesgos es una filosofía de la acción educativa y sanitaria sin valoración moral previa sobre una conducta determinada. Es una política asistencial que organiza y engloba la práctica del conjunto de acciones sanitarias sociales y comunitarias, en relación a los efectos perjudiciales del consumo de drogas. Se engloban en esta estrategia todos aquellos programas y servicios, médicos o sociales, de base individual o colectiva, encaminados o minimizar los efectos negativos asociados al consumo de drogas. En consecuencia, el objetivo de dichas políticas no es la abstinencia. Esta, si se produce, será la consecuencia de un proceso de relación con el consumidor de drogas, que habrá podido introducir cambios lo suficientemente significativos en su dependencia como para hacer que decida abandonar la misma. Y, probablemente, en esta decisión no solo habrán jugado un papel significativo los cuidados que haya recibido en sus modelos de consumo o en el cuidado de su salud física y psíquica. Habrá otros aspectos, como puede ser su propia evolución personal, la imagen de sí mismo, su relación y participación en su contexto social y laboral, que jugarán papeles igual de determinantes” (Baulenas, Borras & Magrí, 1998: 4). Ver también Erickson (1995), Frombergn (1995) y Heather et al. (1993).
[15] Una historia general de las políticas de reducción de daños ha sido
esbozada por Brisson (1997). Datos específicos sobre experiencias locales, nacionales
y regionales pueden encontrarse en los textos de Boekhout van Solinge (2002),
Boggio (1997), Cesoni (1999, 1996), Derks & van Kalmthout (1998), Dorn
(1998), Eisner (1996), Ferret (2000), Henman (1995), Joubert (1999), Martineau
& Gomart (2000) y Van Wormer (1999).
[16] Sobre el caso holandés, el libro de Stengers & Ralet (1991) sigue
siendo una referencia indiscutible. Martineau & Gomart (2000) reseñan
cambios más recientes, así como los numerosos informes disponibles en el sitio
del Centro Cedro, de la Universidad de Amsterdam (www.cedro-uva.org).
[17] Los orígenes y cambios en los programas helvéticos de reducción del daño
han sido estudiados por Mino y Arsever (1996), Eisner (1996) y Boggio et al.
(1997). El Ministerio de Salud Pública tiene un sitio sobre el tema que es
actualizado permanentemente: www.bag.admin.ch/sucht/f/index.htm
[18] Cf. Ogien (1996,
1995); Szasz (1994, 1972).
[19] La Resolución N˚ 43/3 de la Comisión de Estupefacientes de las
Naciones Unidas, adoptada en el año 2000, que hace vagamente alusión a la
reducción del daño al solicitar a los Estados que implementen programas
especiales para los toxicómanos que no están “integrados” o “atendidos” por los
servicios existentes, no ha modificado en nada el enfoque prohibicionista de la
ONU. Significa, apenas, que la epidemia del sida no puede seguir siendo
ignorada. No hay nada aún, en el ámbito international, que se asemeje a una
evaluación global de los efectos negativos de las políticas antidrogas
tradicionales. La reducción del daño debe limitarse a la prevención de
enfermedades infecciosas. Discutir sobre la autonomía y derechos de los
usuarios es imposible. Esta tendencia esquizofrénica de las instituciones
internacionales tiende a pasar desapercibida. Y quienes la aceptan, defendiendo
la factibilidad de la reducción del daño en un contexto donde el uso de drogas
está penalizado, sucumben a lo que Marie-Andrée Bertrand (2000) llama muy
justamente “la hipocresía del Príncipe”, que permite a expertos y funcionarios
mostrar su mejor cara sin efectuar cambios de fondo.
[20] Cabe mencionar que los expertos de toda laya que adoptan, para conformarse
a una tendencia hoy a la moda, algunos principios de los programas de reducción
de daños, no abandonan necesariamente las actitudes disciplinarias e incapacitantes
que tuvieron en el pasado: les dan un nuevo matiz y consiguen así seguir
vigentes. Este problema es particularmente importante en el caso de las
asociaciones civiles latinoamericanas. Las pocas que hacen hincapié en los
derechos del usuario, han de lidiar con el descrédito de las políticas de
reducción del daño provocado por aquéllas que las invocan con fines netamente
oportunistas y continúan operando como ya lo hacían.
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