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Carlos Gustavo Cano
Reinventando el desarrollo alternativo

PRIMERA PARTE
LAS EXPERIENCIAS ANDINAS

 

I. UN PROBLEMA DE SEGURIDAD CIUDADANA

Ciertamente, la producción mundial y el consumo de drogas sicotrópicas ilícitas han representado, en especial desde la caída del muro de Berlín y la finalización de la era de la guerra fría, uno de los más serios problemas de seguridad nacional tanto para los gobiernos de Estados Unidos como para los gobiernos y los pueblos de la región Andina. Pero no por igual. Para los primeros, el eje de la solución yace en la  supresión forzosa de los cultivos de materias primas de origen agrícola utilizadas en su elaboración, pues, como afirmó Lee Brown, el primer zar antidrogas de la administración Clinton, “es más fácil acabar con el panal que luego con las abejas volando.” En similar sentido se pronunció el zar designado por el Presidente Bush, John P. Walters, quien declaró que es preciso combatir el negocio de las drogas “en la fuente”. Para los segundos, en cambio, lo que está en juego no es la simple erradicación de los cultivos de uso ilícito exigida por otros gobiernos –cuyo mercado sigue estando a la cabeza entre todos los del mundo–, sino la lealtad al Estado de derecho de los cientos de miles de familias campesinas que habitan sus territorios, que, a fin de poder sobrevivir, vienen dependiendo de esa actividad. Lealtad refundida por su desconfianza en el Estado e hipotecada a las guerrillas –primero en Perú y ahora en Colombia–, que se las han arrebatado a la fuerza o comprándosela mediante su protección personal y económica, lo que en realidad se ha convertido en un instrumento de sometimiento servil y de cruel explotación.

En análoga medida cuentan los problemas de seguridad humana y ambiental, materializados en los  efectos sobre la salud, el medio ambiente y los recursos naturales de las fumigaciones, de un lado, y los del desplazamiento forzoso o huida de los cultivadores en busca de espacios geográficos más remotos para reemplazar sus siembras, donde el acceso de los equipos aeronáuticos o de los elementos químicos sea más difícil, por el otro. Todo ello se ha reflejado en masiva tala de bosques, deterioro de los suelos, contaminación de las corrientes de agua, e invasión de parques y reservas naturales. Cabe señalar que para sembrar una hectárea de coca hay que destruir, en promedio, tres de bosque y que en la elaboración de pasta básica de cocaína intervienen hasta 32 precursores químicos nocivos, entre los cuales se destacan permanganato de potasio, hidróxido de amonio, ácidos sulfúrico y clorhídrico, acetona, metil y etil y acetato de etilo y cemento.      

En esta materia, el discurso oficial de Perú, desde 1990, ha sostenido que, sin oponerse al marchitamiento de la clandestina actividad, es evidente que una represión que deje a los agricultores sin otras opciones económicas derivaría en la agudización de su pobreza crítica y en una guerra civil insospechada y que, por ende, urge la presencia efectiva del Estado para “arrebatarles a los narcotraficantes y a los que actúan con ellos, en alianza abierta o encubierta, la lealtad de millones de campesinos”[1].

Ese mismo año, el entonces Presidente George Bush –padre del actual mandatario–  le había pedido al gobierno peruano montar un plan consistente en equipar y entrenar a 4.200 de sus soldados para destruir las plantaciones de hoja de coca mediante acciones contra sus productores. Pero éste se rehusó a hacerlo, tras una década de intentos fallidos por la vía de la represión, marcando una diferencia tajante entre los agricultores y los traficantes o, en otras palabras, entre el campesinado y las redes de compra. Con esa base, lejos de continuar persiguiéndolos , Perú adoptó una conducta inspirada, según la retórica gubernamental de la época, en el reconocimiento de su racionalidad, comenzando por despenalizar la actividad de los cultivadores y, por tanto, optando más bien por la persecución contra las redes de compra y sus aviones; con estas medidas, gracias a las cuales disminuyó la demanda, cayeron los precios de la hoja de coca, que fue el factor realmente clave para que se redujeran las siembras en un porcentaje cercano al 30% al pasar de 115.000 hectáreas en 1995 a 34.000 hectáreas en el 2000[2].

Tales argumentos estuvieron apoyados, en ese momento, por algunos militares, quienes creían, sinceramente, como lo ha explicado el General Alberto Arciniega –el entonces jefe del establecimiento castrense en el Alto Huallaga–, que la propuesta puramente represiva  no habría sido sino un vehículo para fortalecer aún más al movimiento Sendero Luminoso, cuya financiación provenía principalmente de las contribuciones que los cultivadores de hoja de coca le tenían que pagar por su protección. Añadió que, en su lugar, deberían aprender de la máxima de Ho Chi Minh y sus discípulos, según la cual mientras las guerrillas puedan mezclarse con el pueblo campesino como el pez se sumerge en el agua, jamás será derrotado. Fue así como el levantamiento terrorista se debilitó y luego, con el concurso de las célebres ondas campesinas, terminó virtualmente aniquilado.[3]

Luce paradójico que el totalitario régimen de Alberto Fujimori hubiera tomado un camino opuesto al de Colombia, una nación formalmente democrática, para combatir la fuente nutricia de la subversión izquierdista. Sin embargo, los acontecimientos recientes han demostrado que el verdadero ánimo que se escondía detrás de tan bien adornada presentación era transar favores, licencias de funcionamiento y armas con los narcotraficantes, al menos de parte de quien fungía como su asesor en las áreas de inteligencia, defensa y seguridad nacional.   

En análogo sentido al discurso oficial del gobierno peruano se ha planteado lo que podría denominarse la doctrina Antezana, inspirada en el ex viceministro de Agricultura, dos veces jefe de la misma cartera y actual zar antidrogas en Bolivia, Oswaldo Antezana, quien ha sostenido que su país no aspira a recibir ayuda externa reembolsable, sino, en cumplimiento de una obligación moral de los consumidores, el pago de indemnizaciones que, a través del desarrollo alternativo, le compensen el enorme daño propinado a su economía por la erradicación sin sustitución de los cultivos de coca y, así, le permitan recuperar la confianza de sus campesinos y sus indígenas en el Estado. En Bolivia la extensión sembrada pasó de 48.000 hectáreas en 1996, a 15.000 hectáreas el año 2001, según las fuentes oficiales. 

No obstante, la verdad es que tales posiciones, a la postre, no han sido sino un wishful thinking, o sea, la acostumbrada práctica de pensar con el deseo, a juzgar por la miseria en que terminaron atrapados los ex cocacultores de ambas naciones, lo que constituye un elocuente testimonio sobre los nulos resultados del desarrollo alternativo. Y, consecuentemente, por el llamado efecto globo, en virtud del cual, tras la represión en el Monzón y el Alto Huallaga en Perú, y en los Yungas y el Chapare en Bolivia, el área  se multiplicó en Colombia, primero en el departamento de Guaviare y luego en el de Caquetá; finalmente en el de Putumayo, el sur de Bolívar, el Catatumbo y la Serranía del Perijá y, más recientemente, en el de Nariño.

Así ha ocurrido tras la decisión de los narcotraficantes de fomentar las siembras finalmente en el patio colombiano, mediante una audaz y masiva operación de agricultura por contrato, ante la dificultad y los crecientes costos que implicaba seguir dependiendo de sus anteriores fuentes. Al emprenderse ahora, por parte de las autoridades colombianas, bajo la asistencia norteamericana a través del Plan Colombia, la eliminación de las siembras , los habitantes de las provincias vecinas de Ecuador, Venezuela y Brasil, y sus respectivos gobiernos, han entrado en un creciente estado de nerviosismo.

En Ecuador, por ejemplo, ya se han reportado, por primera vez, siembras de hoja de coca y amapola, mientras que en Venezuela la tensión es aguda debido a las migraciones de mano de obra desplazada de Colombia; en Brasil se dice que podría existir un área de hasta 20.000 hectáreas dedicadas al cultivo de la hoja. Y, así, sucesivamente, avanza la ola de este sinfín. O sea que lo ocurrido en Bolivia y Perú representa no más que una victoria pírrica desde el punto de vista del negocio en el ámbito de la región Andina, ya que lo que viene sucediendo es una corrida de la actividad hacia otras áreas, sin reducirse en un ápice el flujo global de las drogas hacia sus tradicionales centros de destino.

Los primeros intentos serios y formales de emprender programas de desarrollo alternativo en la región Andina comenzaron en Bolivia hace 28 años, continuaron en Perú y, más recientemente, se aplicaron en Colombia. Tras el repaso de sus respectivas experiencias, resulta evidente  que existen notorios errores en su concepción y en su aplicación que podrían contribuir a explicar sus fallas y, por ende, a enmendarlas. Así lo sostiene uno de los trabajos mejor documentados que se han hecho recientemente sobre el tema, realizado recientemente por el investigador de la Universidad Internacional de la Florida Francisco Thoumi, el cual será publicado en breve por la John Hopkins University[4]. Y, aunque comparto las observaciones de Thoumi, sobre los errores cometidos en los programas de desarrollo alternativo, porque he podido confirmarlas a través del análisis de ejercicios en campo y de los proyectos elaborados y evaluados en Perú, Bolivia y Colombia, así como del trabajo que he realizado sobre esos tres países en los últimos tres años, no comparto su conclusión según la cual no sería posible, bajo ninguna circunstancia, ni aún con una sustancial reorientación de sus modalidades, que el desarrollo alternativo se torne en una herramienta eficaz para reducir las áreas sembradas en hoja de coca y amapola.

En este orden de ideas, es conveniente enumerar, de manera apenas sumaria y enunciativa, las experiencias más recientes y relevantes de las tres naciones afectadas con mayor intensidad por este flagelo planetario.

II. El CASO DE BOLIVIA

En 1974, por primera vez en la historia de la región Andina, que había formalizado su existencia seis años atrás mediante la firma del Acuerdo de Cartagena, el Secretario de Estado de Estados Unidos autorizó al entonces presidente boliviano, General Hugo Bánzer, el mismo que hasta hace poco ocupaba por segunda vez ese cargo, un aporte de US $5 millones para financiar estudios que condujeran a identificar y promover oportunidades de inversión sustitutivas de los extensos cultivos ilegales de hoja de coca en las zonas de los Yungas y el Chapare.

Doce años más tarde, un grupo de analistas, tras evaluar los primeros proyectos en marcha, llegó a la conclusión de que tales estudios habían sido mal concebidos, advirtiendo que, en su lugar, para prevenir la ulterior expansión de las siembras en el Chapare, se debió haber impulsado la creación masiva de empleos en los sitios de donde provenían los inmigrantes, es decir, en la Sierra, con el objeto de atacar las causas –en vez de los efectos– de este fenómeno, que tiene importantes ingredientes demográficos.

Ese mismo año, en noviembre de 1986, la administración del Presidente Paz Estenssoro desistió de dichos intentos sustitutivos y, a cambio, adoptó una simple política de eliminación de los cultivos, mal llamada voluntaria, consistente en dar una compensación de US $2.000 por hectárea eliminada y un plazo de 12 meses a cada campesino para realizar la labor con la advertencia de que, al cabo de ese período, el Estado aplicaría todo el peso de su fuerza en contra de los que no hubiesen eliminado los cultivos.

Los afectados, entonces, se quejaban de que su participación en la formulación de ésta y las demás políticas de combate a los cultivos era nula; sostenían que todas solían venir de arriba hacia abajo, sin tener en cuenta la opinión de las bases, y que, por tal razón, estaban condenadas al fracaso. En efecto, poco después se comprobó que esta forma de adjudicar las compensaciones produjo una masiva renovación de cocales viejos financiada con esos recursos y tuvo un impacto similar al de un precio de sustentación para la hoja de coca.

Posteriormente, se expidió la Ley 1008 de 1988, que aún está vigente, y que ordena la erradicación gradual a cambio de un plan de desarrollo rural integrado, típico de zonas de colonización, para construir infraestructura de agua potable y vías, generar energía, otorgar crédito, dar asistencia técnica y hacer investigación agrícola. Sin embargo, a pesar de las recomendaciones impartidas por los gobiernos a los organismos ejecutores, casi siempre de origen foráneo y sin conocimientos suficientes sobre la racionalidad andina, la participación de los campesinos en su formulación de los diferentes proyectos  tampoco se materializó y sus resultados han sido, no solamente insignificantes sino, también, notoriamente contraproducentes.

En efecto, en no pocos casos, el mero mejoramiento de la infraestructura en las zonas de cultivo, sin que se crearan fuentes productivas de empleo bien remunerado y permanente para sus pobladores, llevó  a establecer condiciones aún más propicias para una producción cocalera con mayores niveles de eficiencia y competitividad, de la cual se beneficiaron, fundamentalmente sus compradores, dejando a los productores primarios expuestos a las vías represivas de unas autoridades cada vez más frustradas y acosadas por la presión internacional.

Adicionalmente, en materia de crédito agrícola, los cultivadores siempre se han resistido a pagar intereses durante los períodos pre-operativos o pre-productivos de los proyectos sustitutivos de la coca, argumentando muy razonablemente que lo que hay que reemplazar es el flujo de caja de esa actividad por otro similar, en vez de tener que aventurarse a sacrificar sus entradas de hoy por unas inciertas y muy dudosas promesas para el futuro.    

Así las cosas, la mayoría de los programas de desarrollo alternativo no ha obtenido los resultados esperados. En 1997, por ejemplo, tras una evaluación adelantada por Gregorio Lanza en catorce plantas de procesamiento de yuca, palmito, té y leche, se encontró que sólo dos estaban en operación. Durante ese ejercicio se hizo notable el caso de una planta pasteurizadora de leche donada por el gobierno sueco, por intermedio de una iglesia protestante, que se instaló en una zona bananera sin pastos. Este episodio trae a la memoria el triste recuerdo de una pasteurizadora donada por el gobierno italiano a Colombia, tras  la erupción del volcán nevado del Ruiz, en Lérida, un municipio  donde no había vacas.

Ahora bien, a pesar de las circunstancias anteriormente anotadas, el hecho de que en Bolivia el área sembrada en hoja de coca, en lugar de haber crecido, se haya mantenido constante entre 1990 y 1997, sólo se puede explicar por los golpes sufridos por los carteles de Medellín y Cali y, en particular, por la decisión de los sucesores de sus cabecillas de impulsar el traslado de la producción primaria a Colombia en respuesta a los tropiezos sufridos por las labores de interdicción del gobierno de Perú en contra de los vuelos de sus aviones por territorio peruano.

De otra parte, durante todo este tiempo, la más grave consecuencia de la falta de participación de los beneficiarios desde el inicio del trazado de los programas, de la ausencia de consenso entre los productores acerca de los mismos, y del desconocimiento de su específica racionalidad por parte de las entidades ejecutoras, ha sido la pérdida de la confianza del campesinado en el Estado, en los organismos de cooperación internacional y en las políticas de desarrollo alternativo. Al punto de que, para sus voceros, el vocablo ‘alternativo’ se ha tornado, cada vez en mayor medida, en sinónimo de engaño e imposición; los organismos cooperantes y sus consultores, en los grandes ganadores; el Estado, en una categoría ajena, remota y represiva; y la hoja de coca, en el único cultivo que les ha dado poder ante éste y la comunidad internacional, pues de no haberla sembrado, según ellos, no habrían podido llamar su atención.

A partir de 1998 otra fue la suerte de los cocaleros con el regreso al poder del General Bánzer, quien, bajo el lema Por la Dignidad, puso en marcha una política de erradicación forzosa que arrojó resultados eficaces en corto término, si se mira desde el exclusivo ángulo de ese objetivo. De suerte que a Bolivia supuestamente apenas le queda en la actualidad una extensión de coca ilícita por erradicar de 3.000 hectáreas, a juzgar por las cifras reveladas por The Economist. Es decir, sin contar con las 12.000 hectáreas que, por razones históricas y culturales se le permite conservar a la población de la región de los Yungas –concentrada en los municipios de Coroico, la Asunta y Caranavi–, para su propio consumo[5].

Fue un aparente triunfo desde el punto de vista de la estrategia adelantada por el Plan Dignidad del Presidente anterior de eliminación de la oferta excedentaria destinada a elaborar pasta básica de cocaína para su ulterior refinación,. Pero el balance social y político es desastroso, pues, tras su reducción, dicha fuente de empleo e ingresos aún no ha sido suplida de manera suficiente por opción alguna diferente al ocio.

De ahí el levantamiento organizado por la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia, la célebre CSUTCB, cuyo presidente, Felipe Quispe Huanca, suscribió, en octubre del año 2000, un acta de rendición de cincuenta puntos, entre los cuales figuraban cláusulas tan ambiguas como precios justos para la producción agrícola lícita y tan debilitantes para el Estado como el retiro de la fuerza pública del Chapare, a cambio del cese del bloqueo que, con su protesta, habían provocado sus afiliados. En tanto que, bajo el lema “coca o muerte”, una mayoría de rebeldes disidentes, conducida por el diputado y dirigente indígena Evo Morales, reclamaba como solución definitiva la autonomía territorial de las comunidades cocaleras. Como era de esperarse, el Gobierno no pudo cumplir el pliego de promesas y el levantamiento ha vuelto a tomar fuerza y a perturbar la calma.

Recientemente, la situación de orden público se ha tornado aún más tensa, en especial a partir del momento en que el señor Morales fue destituido y despojado de su fuero parlamentario, y con ocasión de la expedición del decreto 26415 del 2001, mediante el cual se prohibía el comercio de la denominada coca excedentaria, con lo que, en la práctica, se oficializaba la interdicción y penalización del productor cocalero y, como era de preverse, se continuaría la escalada alcista de los precios de la hoja de coca provocada por la política de erradicación. En efecto, el precio promedio de la carga en el Chapare, que era de 187 bolivianos en 1997 y de 275 en 1998, en el 2001 se incrementó a 430 y se esperaba que, a raíz de las nuevas medidas, subiera aún en mayor proporción y a un ritmo mucho más acelerado que en el pasado[6].

No obstante, el Gobierno echó para atrás el decreto referido  ante la presión de los cultivadores de la hoja, encabezados por el mismo Morales y otros líderes como Quispe, a través de sus respectivas organizaciones, que llegaron a retener hasta a tres ministros de Estado, entre ellos el de Agricultura, en la población de Coroico en los Yungas, tras interrumpir y bloquear la vía que de allí conduce a La Paz. Dicho cambio en la posición oficial, de un lado, ha envalentonado aún más a los colaleros y, del otro, ha debilitado aún más a las autoridades, que desde entonces han respondido con mayor represión.

III. EL CASO DE PERÚ

En cuanto a Perú se refiere, las conclusiones que se pueden sacar sobre las experiencias de la cooperación internacional son, en lo fundamental, las mismas. Al fin y al cabo, a pesar de que los programas pioneros se iniciaron en Bolivia con, aproximadamente, una década de anterioridad a los del Perú, las  condiciones geográficas, culturales y agroecológicas de ambas naciones no se apartan sustancialmente unas de otras.

Igual aseveración puede hacerse de sus fuentes y modalidades de operación, caracterizadas, sobre todo en el caso de las más importantes–que han sido las norteamericanas–, por la formulación y ejecución de los programas a través de un grupo de organizaciones no gubernamentales también estadounidenses que, ordinariamente, compiten y se rotan entre sí, y que, a su vez, suelen subcontratar a entidades y consultores locales para realizar los trabajos de campo.

Adicionalmente, cabe señalar el marcado acento productivista o primario de los proyectos, es decir, sin articulación suficiente con los procesos de poscosecha, ni acceso efectivo a fuentes formales de crédito, ni conexión directa con los mercados. En otras palabras, sin planes de negocios integrales ni ejercicios confiables de banca de inversión que garantizaran la su ulterior réplica  expansión de los proyectos, cuyo logro no ha sido posible), entre otras razones, por las deficiencias institucionales en materia de financiamiento interno y por el excesivo riesgo de los proyectos en términos bancarios, debido a su fragilidad operativa y a su muy reducida capitalización.  

Por consiguiente, concurren en la misma canasta de problemas las causas ya mencionadas de la endémica ineficacia de los programas: proyectos de arriba hacia abajo que no consultan, ni estimulan, ni cuentan con la participación por consenso de las comunidades antes de ser formulados. De ahí el divorcio entre su índole y la racionalidad económica y cultural de sus supuestos beneficiarios. Y, como consecuencia, la pérdida de confianza de las comunidades en el proceso y en las instituciones que en este intervienen.

A ello se agrega el hecho de que la agencia gubernamental encargada de dichos programas –la Comisión para el Control del Abuso de Drogas, Contradrogas–, probablemente por haber nacido dentro del marco de una estrategia de combate al consumo nacional de narcóticos, en vez de haberse adscrito al Ministerio de Agricultura o a la Presidencia de la República, dependía, al menos en teoría, del Ministerio de Salud. Dicha circunstancia la mantuvo aislada funcionalmente del resto de las políticas de desarrollo rural, en especial de las de corte sectorial, además de imprimirle un sello más policial que racional frente a los productores, característica que contradice en esencia el espíritu que, al menos en la forma, pretendía exhibir la doctrina oficial que impera desde el inicio de la década pasada[7].

Una excepción parece insinuarse, sin embargo, en algunos proyectos impulsados por el Programa de las Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de las Drogas (PNUFID), que tienen como eje la promoción de la palma aceitera en los departamentos de Ucayali y San Martín. Estos proyectos, bajo la dirección del Ministerio de Agricultura y la aprobación y apoyo de la mencionada agencia de las Naciones Unidas, se hallan en proceso de articularse en un programa de desarrollo regional de alta prioridad nacional, según un anuncio oficial. En su ejecución se espera que participen otras órbitas del Estado y de la comunidad internacional, que serían responsables de propiciar la integralidad del proceso en aspectos relativos a la infraestructura física y social, la industria, el comercio exterior, la capacitación y el financiamiento, además de las organizaciones comunitarias de base cuyas demandas y propuestas en tal dirección han sido la llave para lanzar esa iniciativa sobre la palma.

En análogo sentido, el Ministerio de Agricultura ha propuesto convertir también el programa de desarrollo alternativo de cacao en el valle de Apurímac en un plan nacional materializado en dicha zona, dentro del marco del desarrollo regional y bajo su rectoría. Sin embargo, tal determinación dependerá, en últimas, de la agencia de cooperación internacional responsable del programa y, como también sucede en el caso de la palma aceitera, de los recursos que asigne el Gobierno para tal efecto.

La condición de viabilidad bancaria  es clave para el crecimiento sostenible de los programas y proyectos de desarrollo alternativo, pues implica, de un lado, que la cooperación internacional debe concentrar su responsabilidad en la financiación, el diseño y la construcción de los prototipos y su puesta en marcha, mientras que el Estado tiene que continuar cofinanciando los instrumentos de política general que, sobre su perfil, se adopten para garantizar su multiplicación. E implica, también que dichos proyectos y prototipos  deben pasar, primero que todo, las más exigentes pruebas de la competitividad operativa y la viabilidad financiera, De lo contrario, como ha ocurrido en el pasado, apenas se retiren sus consultores con sus recursos, tales programas seguirán derrumbándose como castillos de naipes sin haber superado los estrechos límites de sus plataformas de lanzamiento.

Por razón de la ineficacia de los programas corrientes de desarrollo alternativo o, al menos, de su extrema fragilidad-, las cotizaciones de la hoja de coca comenzaron a recuperar sus anteriores niveles en Perú.

Los más recientes cálculos hechos por Patrice Vandenberghe, representante en Perú del PNUFID, ya mostraban un incremento del 20% sobre las 34.000 hectáreas que en el año 2000 conformaban la extensión plantada en coca en Perú, y una acentuada tendencia a seguir creciendo, lo que representa un punto de inflexión negativo en la lucha contra los cultivos de la hoja en ese país.“Hay más coca de la que se piensa –sostiene Vandenberghe–. Además, vemos una tendencia a sembrar más coca o a recuperar las hectáreas abandonadas (…) Los campesinos han sembrado nuevos cocales fuera de las áreas tradicionales de cada valle. Los han puesto en las cumbres de los cerros y sólo son visibles desde avión o helicóptero. Si bien el crecimiento está ocurriendo en todos los valles, la tendencia es más pronunciada en Apurímac e Inambari –Tambopata, donde también está ocurriendo un cambio sustancial en los lugares de siembra. El precio es la llave del problema. Mientras los precios del cacao, café[8] y palmito, que son cultivos impulsados por los programas de Desarrollo Alternativo, se mantienen bajos, el de la coca está aumentando”.

Según el PNUFID, a mediados del año 2001 el precio de la hoja de coca en los valles de Apurímac, Aguaytía y Uchiza ya se hallaba entre los US $20 y los US $25 por arroba y en incesante ascenso, mientras que en el valle del Monzón llegaba hasta los US $39, un nivel contra el que los cultivos alternativos no pueden competir. Adicionalmente, “durante diez años de programas de Desarrollo Alternativo, sólo hemos beneficiado a cerca de 25.000 familias. Es como una gotita de agua en un terreno seco (…) Durante años se presentó como éxito el abandono de superficies sembradas con cocales cuando el precio de la hoja estuvo bajo. Son estas superficies las que se rehabilitan ahora. Por esto el Perú es tan atractivo para los narcotraficantes. Una pequeña inversión directa les reporta grandes ganancias. En su pobreza, los campesinos ven una oportunidad para mantenerse (…) Para revertir este problema deberíamos multiplicar por 50 las inversiones que están haciendo estos programas”[9].

De otra parte, de acuerdo con un informe de Roger Rumrill, investigador sobre asuntos de narcotráfico y recursos naturales, tras una inspección en la  Amazonia peruana, limítrofe con Colombia, “como efecto del Plan Colombia, los narcotraficantes colombianos han retornado a las cuencas cocaleras peruanas, su antigua ubicación durante los años 80, y los precios de la hoja de coca peruana han comenzado a incrementarse. De 5 dólares en 1998, hoy se puede encontrar a 30 dólares la arroba inglesa (11.5 kilos) de hoja de coca y los campesinos han comenzado de nuevo a cultivarla”.

La verdad es que en Perú la situación parecía estar llegando, al término del Gobierno de Fujimori, a un punto explosivo debido a las denuncias sobre la supuesta aplicación de diversos agentes biológicos con imprevisibles consecuencias en algunas zonas donde se había comprobado la presencia de siembras nuevas, como el Monzón y el valle del Apurímac, a juzgar por las aseveraciones de sus líderes cocaleros durante un simposio sobre el tema, realizado en Lima en el Centro Peruano de Estudios Sociales (Cepes)[10]. “Al paso que vamos, el terrorismo también va a rebrotar. Porque el Desarrollo Alternativo no es más que una estafa para los campesinos, y un medio de enriquecimiento únicamente para organizaciones extranjeras que vienen a plantar unas cuantas maticas de palmito, maracuyá, piña o cacao, a tomarse unas fotos, a cortar una cinta y a imprimir un bello folleto, para luego irse sin dejar rastro alguno y sin rendirle cuentas a nadie”, afirmó Nancy Obregón Peralta, una impulsiva mujer de treinta años procedente de Tocache, un importante centro productor del Alto Huallaga.

“Se trata de la regla de oro, que consiste en que quien pone el oro pone la regla”, agregó José Villanueva, ex alcalde de San Francisco, un pequeño poblado ubicado en la selva en el departamento de Ayacucho, citando otra memorable frase del profesor de Economía de la Universidad del Pacífico y ex ministro de Agricultura Carlos Amat, al describir de manera gráfica la forma en que regularmente ha venido operando buena parte de la cooperación internacional en este campo.

De otro lado, Rebeca Tuesta Cárdenas, una enérgica mujer morena presidenta del Comité de Defensa de los Intereses de Curimaná en la provincia de Padre Abad, departamento de Ucayali, denunció, ante una mesa de diálogo conformada entre representantes del gobierno del Presidente Valentín Paniagua y los cocaleros, la erradicación violenta de cultivos de coca. “Desde helicópteros se dejan caer objetos semejantes a unas pastillas blancas sobre las plantaciones de coca. Varios campesinos hemos visto cómo arrojaban desde los helicópteros estas pastillas. Incluso hemos recogido varias de ellas, pero a los dos días desaparecen. De ello son testigos el párroco, el gobernador y el médico de la zona.”

Durante el mes de mayo del 2001 el malestar se generalizó y, como consecuencia, se presentó un sinnúmero de paros y demostraciones de descontento y preocupación por parte de diversas organizaciones campesinas de las principales zonas de producción, en particular del Alto Huallaga, Alto Monzón, Uchiza, Aucayacu, Chinchao, Padre Abad y Aguaytía. Sus principales quejas se concentran en señalar el recrudecimiento de las acciones de erradicación forzosa y violenta, a pesar de que el cultivo no es ilegal en Perú; el fracaso de los programas de desarrollo alternativo y la celebración de nuevos consorcios con organismos no gubernamentales que se encargarán de “a espalda[s] de los campesinos(…) sin tener en cuenta a las organizaciones de base, Gobierno y agricultores teniendo como base la Mesa de Diálogo y Concertación”[11].

Finalmente, alarmado por el recrudecimiento de las siembras de hoja de coca en el Huallaga, y por la aparición de la amapola en las zonas de San Ignacio y Jaén (Cajamarca), el gobierno norteamericano –por intermedio de su Embajador, señor Hamilton, y luego del propio presidente Bush durante su visita a Lima el 23 de marzo del 2002–, anunció un sustancial aumento de los gastos de su país en la lucha contra las drogas en Perú. De suerte que la cifra acordada y asumida por el Departamento de Estado para el programa del año 2002 fue fijada en US $156 millones, en contraste con un promedio anual de US $50 millones durante el último lustro; de esa cifra se anunció que un poco más de US $80 millones serían para desarrollo alternativo, pero sin señalar los programas específicos que serían financiados. El objetivo prioritario, en cambio, se concentró en el incremento de la capacidad de vuelo de catorce  helicópteros, mediante su repotenciación, para vigilar las zonas más altas, donde se está cultivando la amapola, la modernización de diez aviones A-37 y ocho Tucano y la reparación del sistema de radares, comenzando por el de Iquitos.

Sobre el particular, el Embajador sostuvo que “a veces no es la mejor manera de vigilar vuelos con droga [los radares], porque las avionetas de los narcotraficantes vuelan tan bajo que no se pueden detectar con radares. Por eso siempre hemos utilizado aviones que tienen la capacidad de volar bien alto y vigilar hacia abajo (...) Hace varios años los narcotraficantes empezaron a diversificar sus métodos y eso lo hicieron como reacción al éxito de la interdicción aérea. Antes dependían exclusivamente de los vuelos para hacer llegar su producto a Colombia. Cuando tuvimos tanto éxito en el programa de interdicción aérea empezaron a utilizar toda la red de ríos del oriente (...) Entonces, es lógico pensar que los campesinos están rehabilitando sus campos y sembrando más coca (...) El cultivo de la coca y sus nexos con el terrorismo son problemas de seguridad nacional porque, como lo hemos visto con las FARC, el terrorismo es financiado en gran parte por el narcotráfico”[12].

En suma, se trata del mismo efecto globo que llevó la producción de hoja coca a Colombia, pero que, esta vez,  la está haciendo regresar a Perú, donde el anterior zar antidrogas, Ricardo Vega Llona, aceptó que el área plantada ya iba por 50.000 hectáreas al comienzo del 2002, es decir 47% más que el año anterior. Ese mismo efecto está trayendo a este país las siembras de amapola, un cultivo mucho más fácil de manejar y más rentable y difícil de detectar y combatir desde el aire que el de la hoja de coca, y que parece estar acompañado del resurgimiento de ciertos frentes del movimiento Sendero Luminoso, particularmente en los valles de Monzón y Apurímac, [13] como en Colombia aconteció con la insurgencia de las FARC y del las denominadas Autodefensas Campesinas, AUC, o paramilitares. Así lo reconoció el anterior  ministro del Interior de Perú, Fernando Rospigliosi, anunciando, de paso, un recrudecimiento de la represión, al sostener que “lo que pasa es que al subir los precios de la hoja de coca los campesinos defienden la producción hasta con las uñas (...). Pero los campesinos tienen que saber que la siembra clandestina de la coca tiene un costo. El costo de la represión. Ellos saben que esta actividad ilícita trae violencia, corrupción y una serie de cosas que también los perjudica[n] a ellos. Las personas que siembran y que tienen pozas de maceración sufrirán las consecuencias[14].

IV. EL CASO DE COLOMBIA

En Colombia, aunque al inicio se le conoció como un Programa Especial de Cooperación (PEC), financiado por un grupo de países desarrollados, el desarrollo alternativo comenzó a adquirir un perfil más o menos formal después del asesinato del entonces candidato a la Presidencia de la República, Luis Carlos Galán, en 1989. Sin embargo, en los términos de Thoumi, “la evaluación de este programa muestra un alto grado de improvisación, falta de continuidad y seguimiento, e intentos de la burocracia colombiana de capturar esos fondos externos bilaterales y multilaterales a fin de mantener sus propias operaciones. La mayoría de los proyectos tuvo muy poca relación con la lucha contra las drogas y no fue implementada”. De otra parte, agrega Thoumi, “la vida de las burocracias domésticas e internacionales dedicadas a la cooperación técnica depende de la continuidad de los flujos de la asistencia internacional. Esta fuerza arrolladora supera a la importancia de la calidad de los proyectos”.

Para llegar a esa conclusión, un grupo evaluador, encabezado por Thoumi, examinó 112 proyectos para los cuales el gobierno colombiano había pedido financiamiento externo. El tipo de proyectos y el porcentaje de los fondos solicitados, fueron los siguientes: promoción de exportaciones, 8%; desarrollo industrial, 37%; sustitución de cultivos, 15%; Plan Nacional de Rehabilitación (PNR), 28%; desarrollo rural, 3%; sistema judicial, 6%; programa de libertad de prensa, 2%; programas de la juventud, 1%, y mejoramiento de la imagen del país en el exterior, 0.1%.

Después de agrias confrontaciones entre los países sobre las formas más indicadas para ayudar a Colombia durante la etapa conocida como narcoterrorismo, los aportes finalmente provinieron de las siguiente fuentes: Estados Unidos, US $200 millones; Unión Europea, US $75.6 millones; Luxemburgo, US $20 millones; Alemania, US $15 millones, y PNUFID, US $36 millones. Francia y Gran Bretaña se abstuvieron de contribuir por considerar que los programas de desarrollo alternativo terminarían politizándose, por sus dudas sobre la efectividad de los mismos y por la excesiva influencia de Estados Unidos en su orientación.

A la altura de 1995, solamente el 29% de los proyectos estaba concluido o en proceso de ejecución; el 15% seguía estudiándose, y el 56% había sido abandonado. Entre los primeros cabe destacar la promoción de la producción de seda natural, la modernización del Instituto de Comercio Exterior, los programas de desarrollo e innovación tecnológica, la asistencia técnica para mejorar la calidad en la producción de manzanas y hasta programas para el control de la fiebre aftosa.

Años más tarde, en 1994, entró en funcionamiento el PLANTE, el  programa rector del desarrollo alternativo en el país, adscrito  a la Presidencia de la República. Desde entonces, se han emprendido numerosos proyectos en diversas zonas, en su mayoría muy pequeños y excesivamente dispersos frente a la dimensión real y a la naturaleza del problema, de cuyos resultados infortunadamente aún no se dispone de evaluaciones beneficio - costo sistemáticas y confiables para cada caso[15].Entre estos proyectos figuran muchas inversiones que antes eran atendidas por el Plan Nacional de Rehabilitación (PNR), el programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI), el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), y la Caja Agraria, como construcción de vías, adecuación de tierras, vivienda, recreación, educación, salud y crédito rural. O sea que, en buena parte, ya provenían de recursos de los presupuestos públicos y, por tanto, no deberían contarse como iniciativas genuinamente nuevas ni específicamente destinadas a programas de desarrollo alternativo. Además, se emprendieron proyectos de sustitución en los mismos sitios de producción de hoja de coca por café, banano, yuca, caña de azúcar, fríjol, frutas, cacao, palmito, palma aceitera, caucho, ganadería, porcicultura, acuicultura y reforestación y en localizaciones tan diversas como los departamentos de Cauca, Nariño, Caquetá, Putumayo y Guaviare, entre otras.

Sin embargo, como comúnmente se dice, por sus resultados los conoceréis. Lo cierto es que desde la iniciación del PEC, hace 12 años, el área sembrada en hoja de coca y amapola en Colombia se ha sextuplicado, llegando actualmente a 170.000 hectáreas, según el Sistema Integral de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), creado por el Gobierno y la Organización de las Naciones Unidas, que se basa en el servicio francés de fotografía satelital Spot Image. Todo ello, a pesar del desmonte de los carteles de Medellín y Cali, los más poderosos de la historia contemporánea del mundo, y de masivas operaciones de fumigación, que cubrieron, durante el último año, una superficie cercana a las 100.000 hectáreas y un promedio anual, durante el lustro anterior, de aproximadamente 50.000. 

De otra parte, la incursión de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en el negocio de las drogas es verdad bien sabida. Lo mismo puede decirse de su desviación de los ideales izquierdistas y marxistas que les dieron origen, al haber suplido las fuentes soviéticas y cubanas de financiación por el llamado gramaje, o contribución obligada de los cultivadores de coca y amapola, y por sus cada vez más estrechas vinculaciones con el tráfico de cocaína, heroína y armas.

Adicionalmente, según Bruce Bagley, un investigador de la Universidad de Miami, a los carteles de Medellín y de Cali también los sucedieron, aparte de las FARC, pequeños sindicatos tipo boutique liderados por grupos familiares y profesionales de la clase media, conectados estrechamente con los paramilitares, que controlan el 60% del tráfico de drogas. En el caso de los paramilitares, su cuna fue el mismo narcotráfico, convirtiéndose en el grupo armado del más alto crecimiento, pasando de un pie de fuerza de 1.200 hombres en 1993 a 4.500 en 1998, a 8.000 en el 2000 y, en la actualidad, a 15.000.

Durante la década de los años ochenta los narcotraficantes adquirieron cerca de un millón de hectáreas, principalmente, en el Magdalena Medio, los Llanos Orientales, Córdoba, Antioquia y Sucre, y crearon lo que, a la postre, se conoció con el nombre de autodefensas, en respuesta a la ola de secuestros y extorsiones que, desde aquel entonces, montaron las guerrillas como otra modalidad para financiarse, especialmente en las antes mencionadas zonas ganaderas; los secuestros y extorsiones constituyen otra industria delictiva en la que Colombia, igualmente, ocupa el primer lugar en el mundo.

En suma, los motivos que animan a ambos movimientos hoy son de similar naturaleza, y el enfrentamiento entre ambas fuerzas se reduce a su lucha por el control territorial de las áreas donde se hallan los cultivos y por la sumisión de los campesinos que allí moran, quienes conforman la masa crítica de las víctimas de esta guerra.

No es de extrañar, entonces, que Colombia ocupe el segundo puesto en el planeta en número de desplazados, aproximadamente dos y medio millones de ciudadanos, que representan el 7% de la población total, aumentando a un ritmo de 863, en promedio, por día, sólo superado por Sudán. En Colombia ese fenómeno es, incluso, mucho más grave que en otras naciones célebres por la barbarie que padecen, entre ellas Angola, el Congo, Sierra Leona e Indonesia y, probablemente, aún más que en Afganistán, después de los sucesos del 11 de septiembre del año 2002. Es éste un holocausto silencioso y paulatino que muy pocos parecen advertir, sin duda la consecuencia más dolorosa y el costo humano más oneroso de las luchas intestinas que están siendo alimentadas por el incesante consumo de drogas sicotrópicas prohibidas en las sociedades más prósperas del orbe. Se trata de una categoría diferente a la de refugiados, que, según la definición convencional, está referida exclusivamente a aquellos que, “debido a bien fundadas razones de temor por raza, religión, nacionalidad, grupo social u opinión política, se hallan fuera de su propio país (…) por la incapacidad de sus autoridades de brindarles protección.”

Los narcotraficantes por intermedio de sus redes de compra, suelen operar mediante una muy bien articulada estrategia corporativa y zonal, como rezan los principios contemporáneos del mercado libre y la administración de empresas. Orientados,  fundamentalmente, hacia la demanda y ligados, a través de una singular atención en materia de servicios, a todos los eslabones de las cadenas productivas de las drogas. Empezando por los cultivadores nuevos y antiguos a los que les brindan los paquetes tecnológicos, les proveen las semillas y les suministran la financiación. Y, adicionalmente, velan por su seguridad personal, controlan el procesamiento y la comercialización y les garantizan su correspondiente y cumplido pago, dentro del contexto de una genuina modalidad de compra anticipada o, al menos asegurada, de sus cosechas.

Competir, dentro del actual ámbito de la globalización, por la vía de la disuasión, con semejante red de eslabones especializados del circuito de estas actividades ilícitas y sus derivadas, exige romper primero que todo con la extrema rigidez de los esquemas convencionales de las políticas macroeconómicas y apartarse de la ortodoxia de su manejo. Y luego, garantizar que los países que responden por la mayor parte de la demanda aporten los recursos indispensables y suficientes para financiar y subvencionar una estrategia integral y sostenida de desarrollo alternativo para el conjunto de la región Andina, que preceda a las políticas de erradicación, mientras no ceda el consumo global o los gobiernos mantengan la decisión de no legalizarlo junto con su comercio. La revista The Economist, tan poco amiga de la intervención de los estados en las economías, así lo ha reconocido. Además de sostener que “la ayuda militar del Plan Colombia se halla exclusivamente focalizada hacia la guerra de Estados Unidos contra las drogas, en vez de enfrentar los problemas propios de Colombia. Dos décadas de represión contra la industria de las drogas en los países andinos han fallado en ponerle coto a su producción global”[16].

En adición a ello, Washington resolvió reforzar el Plan Colombia, mediante un suplemento denominado Iniciativa Regional Andina (IRA), de US $731 millones, sometido por el presidente Bush al estudio del Congreso de su país, suma de la cual, a la postre, sólo fueron aprobados US $560, que serían distribuidos entre Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador, Brasil, Venezuela y Panamá.

Esa distribución responde a las presiones de los países vecinos de Colombia derivadas de sus temores por los  efectos de la expansión de los cultivos. El mismo Colin Powell, el Secretario de Estado norteamericano, declaró que con este aporte las autoridades de su nación pretenden “evitar que el problema de la droga se traslade de un país a otro”. En cuanto se refiere a su frente interno, el mandatario también les solicitó a sus legisladores asignar US $4.700 millones al sistema federal de prisiones, sobre la base de un incremento estimado del 32% en el número de detenidos durante el próximo lustro.  Cabe recordar que, cerca de la cuarta parte de los dos millones de prisioneros que hay en Estados Unidos, ya corresponde a sentencias dictadas por delitos conectados con las drogas,  o sea 460.000, cifra que es diez veces mayor a la correspondiente a la situación de 1980.

En tal materia, la presidencia de la Unión Europea declaró, por intermedio de un vocero suyo, en una reunión convocada en Costa Rica en octubre del año 2000 para analizar las implicaciones del Plan Colombia sobre el proceso de paz en esa nación, que “no hay solución militar que permita lograr una paz duradera. Este país conoce una violencia endémica cuyas causas van más allá del conflicto engendrado por las guerrillas y el tráfico de drogas. Por ello, la Unión Europea alienta sin reservas al gobierno colombiano a que adopte con determinación políticas de reformas estructurales que permitan reducir las desigualdades, fomenten el progreso social y aumenten el nivel de vida, sobre todo en el campo”.

Y, al reclamar una “política agraria ambiciosa”, agregaba que “habría que prestar especial atención a los campesinos que han conservado cultivos tradicionales, con el fin de darles los medios para poder resistir la presión o la tentación de optar por la ilegalidad(…). Las experiencias llevadas a cabo en otros países andinos para reducir los cultivos ilícitos han dejado patente que si el problema se aborda en un único país, sólo se consigue desplazando a otro país vecino [la producción]. La lucha contra el tráfico de drogas y la delincuencia organizada sólo sería eficaz si se planea a nivel regional e internacional”[17].

En desarrollo de dicha declaración, la Unión Europea oficializó su apoyo al proceso de paz de Colombia con el anuncio, el 30 de abril del año 2001 en Bruselas, de un aporte de US $330 millones, pero sin determinar aún los programas específicos que financiará, ni los canales a través de los cuales distribuirá esa suma. Sin embargo, sería de esperar que, en concordancia con la posición asumida en Costa Rica, su objetivo prioritario fuera la creación de empleos alternativos en el medio rural para prevenir oportunamente los cultivos de uso ilícito y reemplazarlos en forma gradual, racional, sostenible y pacífica. Lo que sí se sabe es que, del aporte de España a dicho monto, que será de US $100 millones, cerca del 75% corresponderá a créditos reembolsables dentro de los criterios y políticas de su Fondo de Ayuda al Desarrollo (FAD), que ha estado concentrado en operaciones con el sector eléctrico colombiano.

V. LOS TEMORES DE VENEZUELA

En noviembre del año 2000 se realizó, en Caracas, un simposio sobre el Plan Colombia y sus alcances en América Latina, el Caribe y Venezuela, convocado por el Parlamento Latinoamericano, cuyo capítulo venezolano ha sido el más activo del hemisferio[18]. El certamen se hizo célebre, además, por un episodio que le agregó significativos grados de tensión a las relaciones diplomáticas entre Colombia y Venezuela: éste último país permitió la presencia en el evento de miembros de las FARC, sin haber informado antes o realizado consultas previas con el gobierno del primero, a pesar de que el embajador colombiano en Caracas había sido invitado como expositor.

De otra parte, allí se hizo evidente el desconocimiento sobre la naturaleza y la dimensión de las actividades del narcotráfico por parte de los más altos funcionarios encargados del asunto, como es el caso de quienes dirigen la Comisión Nacional Contra el Uso Ilícito de las Drogas (Conacuid). En efecto, según esta, el problema se reduce a la entrada ilegal de “cultivadores cocaleros profesionales de Colombia”, quienes pretenden contaminar a Venezuela con el flagelo que allí  los colombianos no han querido acabar.

No es sino darse  un paseo por los predios y la historia reciente de Bolivia, Perú y Colombia, para verificar y entender  que la mayoría de los desplazados que pasan la frontera son sólo las víctimas desgraciadas de las batallas que se libran entre paramilitares y guerrilleros por el control geográfico del negocio, cuya sofisticación y complejidad va mucho más allá del eslabón más débil de la cadena, es decir, los productores de las materias primas, que apenas representa el 0.5% del valor de las drogas elaboradas al alcance de los consumidores. Y que, en materia de ingredientes directos, los de mayor peso económico y, al mismo tiempo, los que más contribuyen a la depredación de las zonas naturales de Colombia, de donde parten los ríos que finalmente les aportan sus aguas a los venezolanos, son los precursores químicos, que, en una proporción muy significativa -según lo reconocen las mismas autoridades de los estados fronterizos de la patria del Libertador-, tienen origen o ingresan a través de sus propios territorios. Principalmente se trata del cemento y, en menor medida, del permanganato de potasio, el hidróxido de amonio, los ácidos sulfúrico y clorhídrico y la acetona, entre otros.

Adicionalmente, tal como lo ilustró en su disertación Beatriz de Majo, columnista del diario El Espectador de Bogotá y editora de la página sobre Colombia del diario  el  Nacional de Caracas, la cuarta parte de la cocaína exportada por Colombia hace su tránsito por Venezuela y, lo que es aún más grave para su pueblo, una porción cada vez mayor se queda allí para abastecer su demanda interna, que ya conforma uno de los mercados más dinámicos de América Latina.

Tienen, entonces, motivos suficientes los venezolanos para estar preocupados, pero no por causa de los campesinos de Colombia, quienes bien merecen el tratamiento de refugiados genuinos, como lo sostuvo en el mencionado simposio Idelfonso Finol, representante del gobernador del Estado Zulia. Lo que se requiere, sin más dilación, es en vez de alimentar disputas bizantinas que en nada contribuyen a solucionar los problemas comunes de ambos países, un vasto programa de desarrollo alternativo fronterizo de índole  binacional, antes de que sea tarde, como en efecto ocurrió en Colombia en el suroccidente, los páramos del sur de Tolima y en el norte de Huila y el Magdalena Medio.

En ese empeño, los actores fundamentales de semejante empresa deberían ser los gobernadores de los estados venezolanos y de los departamentos colombianos fronterizos, y sus respectivas organizaciones de base. Nadie mejor que ellos está en capacidad de orientarla y manejarla colegiadamente, pues son ellos quienes han padecido las consecuencias de la incomprensión sobre sus dramas locales de parte de las burocracias bogotana y caraqueña, y también quienes tienen en sus manos la posibilidad, alrededor de esta emergencia, de convertir, por fin, en realidad el sueño de la fraternidad colombo–venezolana.

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[1] Doctrina Fujimori sobre la política de control de drogas y desarrollo alternativo. Lima, 26 de octubre de 1990.

[2] COTLER, Julio. Drogas y política en el Perú. Instituto de Estudios Peruanos. Lima, 1999.

[3] ARCINIEGA, Alberto. Buenos días Ejército del Perú. Ediciones Referéndum. Lima, 2001.

[4] THOUMI, Francisco E. Illegal Drugs, Economy and Society in the Andes. Versión en borrador. Viena, 2000.

[5] Tras la renuncia del General Bánzer a la Presidencia, y de su reemplazo por el Vicepresidente Jorge Quiroga, se ha tenido información que indica que la extensión sembrada en coca ilegal es mucho mayor y que tiende a crecer.

[6] Los Tiempos. Cochabamba, 8 de febrero del 2002.

[7] El actual Gobierno, presidido por el economista Alejandro Toledo, creó la Consejería Presidencial de Alto Nivel para la Lucha contra las Drogas, y se halla en el proceso de reestructurar a Contradrogas, ahora llamado Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida), una entidad seriamente cuestionada por el manejo de sus fondos por parte de la Contraloría General de la República. El Ministerio de Agricultura, por su parte,  se apresta a liderar los programas de Desarrollo Rural Alternativo, que antes se encontraban bajo la exclusiva responsabilidad de aquel instituto.

[8] Más adelante se hace un análisis sobre la situación y la crisis internacional de los precios del café.

[9] El Comercio. Lima, 28 de abril del 2001.

[10] Centro Peruano de Estudios Sociales (Cepes). Simposio sobre la Experiencia de la Región Andina en la lucha anti-drogas y el Plan Colombia. Memorias. Lima, 13 y 14 de diciembre del 2000.

[11] Asociación de Agricultores y Productores de Hoja de Coca del Alto Huallga, Valle del Monzón y Padre Abad-Aguaytía. Lima, 11 de mayo  del 2001. Idénticas quejas y reclamos fueron presentados por los líderes campesinos durante una inspección realizada por el autor, el asesor del Consejero Presidencial de Alto Nivel para la Lucha contra las Drogas Hugo Cabieses, y el asesor del Ministro de Agricultura Nils Ericsson, en las zonas cocaleras de Pucallpa, Aguatía y Aucayacu en septiembre del 2001. Dichas denuncias y versiones fueron reiteradas por voceros autorizados de los cultivadores durante la celebración de la primera Mesa de Diálogo convocada por el Gobierno de Toledo el 5 de octubre del 2001 en Lima.

[12] El Comercio. Lima, 10 de febrero del 2002.

[13] The Economist. February 16 – 23, 2002.

[14] El Comercio. Lima, 25 de febrero del 2002.

[15] Se encuentra en proceso de edición un excelente trabajo evaluativo adelantado por el CIDER de la Universidad de los Andes de Bogotá, bajo la dirección del investigador Carlos Zorro, cuyas conclusiones preliminares fueron presentadas durante un  Seminario organizado por PNUFID en Tarapoto (Perú) en noviembre del 2001. Dichas conclusiones confirman las expuestas en este documento.

[16] The Economist. Drugs, War and Democracy: A Survey. April 21 - 27, 2001.

[17] Encuentro entre representantes de la sociedad civil de Colombia, el Gobierno Nacional y la comunidad internacional, celebrado en octubre del 2000 en San José, Costa Rica, para analizar los alcances del Plan Colombia.

[18] El autor participó como conferencista y panelista.


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