Carlos Gustavo Cano
Reinventando el desarrollo alternativo
CUARTA PARTE
FONDOS DE CAPITAL Y DE INNOVACIÓN TECNOLÓGICA
I. FONDOS DE CAPITAL PARA EL DESARROLLO ALTERNATIVO
Desde la iniciación de la pasada década, en pocas áreas del mundo como en América Latina y en particular, en la región Andina, se ha experimentado con mayor intensidad y rapidez el proceso de ajuste estructural de la economía en cuanto a la liberalización del mercado de capitales, la reducción sustancial de los aranceles, el marchitamiento de la intervención del Estado en la comercialización de los bienes y servicios de origen agrícola y la eliminación de cuotas de importación, precios de sustentación o de garantía, incentivos a las exportaciones y subsidios al crédito rural. Al punto de que fue evidente la virtual desaparición de los instrumentos tradicionales de política sectorial agrícola y desarrollo rural, sin haber sido, con antelación, sustituidos por otros; el formidable y creciente costo social de ese proceso ha venido entorpeciendo gravemente el esfuerzo de los Estados de la región y de la sociedad en general por recuperar la concordia ciudadana, derrotar la miseria que se concentra en sus zonas rurales y erradicar los cultivos y el tráfico de sustancias de uso ilícito, cuyo renovado vigor e incesante expansión contrastan con la dramática reducción de las áreas sembradas en productos tradicionales de la canasta básica familiar.
De otra parte, las metas de modernización y reconversión de la agricultura que se esperaban del flamante modelo de apertura e internacionalización de la economía están muy lejos de haberse alcanzado. Y el sector se ha mostrado incapaz de producir nuevos bienes y servicios que, de manera sostenida y bajo las nuevas condiciones, puedan pasar con éxito la prueba de los mercados externos y que, simultáneamente, contribuyan, en forma efectiva, a incrementar el bienestar real de la sociedad de manera equitativa, es decir, sin exclusiones. En otras palabras, que sean verdaderamente competitivos tanto en lo económico como en lo social.
Para corregir la situación y afianzar la competitividad agrícola así concebida, en el mediano y en el largo plazo, una de las condiciones esenciales yace en el aumento de la productividad y en la integración vertical de los productores primarios con los procesos de poscosecha y agregación de valor, preferiblemente partiendo de bienes con posibilidades claras de exportación o, al menos, de aquellos definidos como transables en el ámbito internacional, pero sin subestimar la enorme importancia del mercado interno como un requisito invariable para conquistar los externos. Y, dado que dicho empeño exige grandes inversiones públicas y privadas durante un prolongado tiempo, es preciso concentrarse en renglones específicos y en regiones muy bien definidas, de acuerdo con estrictos órdenes de prioridad.
Sin embargo, en el caso de los alimentos tradicionales –los predominantes en la despensa del hogar–, es decir, la mayoría de los cereales, las oleaginosas y los derivados lácteos, entre otros, su eficiencia no siempre se podrá traducir en competitividad mientras subsista el proteccionismo de los países ricos. Y las limitaciones fiscales de la región Andina no permitirán responder con la misma moneda frente a la concurrencia foránea. Luego el camino a seguir no puede ser otro que el de asistir a los productores, sin caer en el proteccionismo indiscriminado. En tal sentido, los subsidios generalizados deberán ser reemplazados por mecanismos de estímulo y defensa dirigidos hacia grupos de la población campesina, previa y cuidadosamente seleccionados de acuerdo con criterios de equidad social y eficiencia fiscal, bajo el entendido de que preservarlos para evitar que sean reemplazados por cultivos de uso ilícito, constituye un asunto de máxima seguridad ciudadana y, por ende, del más alto interés nacional y regional.
Y en cuanto a nuevas oportunidades de inversión se refiere, dentro del marco del desarrollo alternativo, la vía más indicada consiste en identificar los rubros menos protegidos o subsidiados en el ámbito internacional, con alta elasticidad–ingreso de demanda entre los compradores más prósperos, y para cuya producción se cuente con condiciones naturales, geográficas y sociales –actuales y potenciales– análogas o superiores a las de los sectores y las naciones que hoy los ofrecen, y escoger mercados del mayor poder adquisitivo posible hacia donde sea posible volcar, con intensidad y efectividad máximas, dichas ventajas.
Así las cosas, con el objeto de dar respuesta a estos desafíos, partiendo de la iniciativa de las mismas comunidades rurales beneficiarias y con el apoyo de los Estados, se deben crear instrumentos institucionales del orden regional, derecho privado y propósito público, especializados en la reconversión y modernización de la agricultura de cada zona en particular, de cara a la globalización de la economía y a las realidades de los mercados del siglo XXI. Para ello resulta esencial contar con fondos de capital para el desarrollo alternativo, dotados fundamentalmente con recursos de la cooperación internacional.
La metodología de trabajo y sus enfoques partirían del reconocimiento de algunas de las principales tendencias de tipo estructural que están transformando profundamente el sector primario, ante las cuales es preciso actuar consistentemente si en verdad se quiere sobrevivir a la feroz competencia internacional del presente y el futuro y arrojar resultados concretos en el ámbito de la producción primaria lícita. Entre éstas cabe señalar la continuación de la caída de los precios reales de los productos básicos y las materias primas de origen agropecuario. Por tal razón, es necesario aumentar y reorientar los esfuerzos públicos y privados hacia el desenvolvimiento del segmento de los alimentos, las fibras y demás productos de origen agropecuario, con el más alto valor agregado posible, como ya se ha mencionado.
En cuanto a la evolución de los hábitos de los consumidores más prósperos del planeta se refiere, cuya atención también debe guiar el ajuste organizacional de la actividad y la reorientación de los programas de desarrollo alternativo, es evidente que la urbanización acelerada, el avance de las telecomunicaciones, el envejecimiento relativo de la población como resultado de la transición demográfica, y el trabajo cada vez más frecuente de la mujer fuera del hogar, están provocando un crecimiento inusitado de la demanda por los llamados alimentos de conveniencia (fáciles de preparar o ya preparados), como lo ilustra el hecho de que los hornos micro-onda estén adquiriendo una popularidad similar a la de los televisores.
También ha crecido la demanda de otros productos motivada por la búsqueda de los consumidores de la seguridad de los productos desde el punto de vista de su naturalidad, salubridad y asepsia, con bajo contenido de colesterol, como las frutas, las hortalizas y la piscicultura, y con los denominados orgánicos –libres de plaguicidas–, cuyo mercado, no obstante ser aún reducido, está creciendo al 30% por año, al punto de que se estima que sólo en Estados Unidos alcanzó el año anterior los US $12.000 millones, y en Europa US $15.000 millones, con precios superiores a los de los rubros convencionales entre un 40% y 50%.
De otra parte, asimismo está aumentando notablemente el grado de concentración de la producción. En efecto, se observa que, a medida que se desarrollan las naciones, el número de las fincas –o unidades consorciadas de producción– disminuye, y su área media se incrementa, de suerte que una cantidad más reducida de empresas agrícolas más eficientes atenderá las exigentes demandas de unos consumidores cada vez más sofisticados y amantes de la buena salud y el confort. Se trata de las conocidas economías de escala en el agro.
Y, paralelamente, también está creciendo el grado de integración vertical a partir de dichas economías de escala y de su especialización. Lo que se refleja en la cooperativización o asociación de los más pequeños y medianos productores, no en la propiedad de la tierra, sino en etapas de poscosecha como el almacenamiento, el procesamiento, el transporte y la comercialización. No se debe olvidar que, como ya se ha mostrado, por lo menos, las cinco sextas partes de la agregación de valor en los circuitos agroalimentarios modernos se generan más allá de la puerta de los predios, y es en ese trecho donde yace la clave de la competitividad, la rentabilidad y, en últimas, la capacidad de generar ahorro y acumular capital, que conforma la única vía cierta para la superación de la pobreza extrema.
Ahora bien, para salir bien librados y sobrevivir ante las nuevas realidades de la agricultura del nuevo milenio, habrá que vencer el más grande enemigo: la resistencia al cambio. Y también habrá que redefinir los papeles del Estado y de los productores frente a las emergentes oportunidades de negocios en el campo. Así las cosas, en desarrollo de este ejercicio, es perentoria la aplicación de cinco enfoques diferentes a los tradicionalmente empleados, a saber:
A manera de ilustración, cabe señalar algunas de esas cadenas relevantes para el desarrollo alternativo de la región Andina:
Algodón – textiles – confecciones
Palma aceitera – extracción – refinación.
Maíz, sorgo, soya y / o yuca amarga – avicultura.
Madera comercial – vivienda.
Recuperación del bosque – servicios ambientales – ecoturismo.
Piscicultura – procesamiento – comercialización.
Frutas y hortalizas – pulpas, jugos y derivados – comercialización.
Caña de azúcar – procesamiento – alcohol carburante.
Leche – quesos y derivados – comercialización.
Ganadería bovina – cortes y procesamiento – comercialización.
Camélidos – tejeduría – confecciones.
Cacao – procesamiento – comercialización.
Cafés especiales (tipo gourmet y
orgánico) - procesamiento – sellos ecológicos y de denominación de origen –
comercio justo, etc.
En resumen, hasta ahora el proceso de apertura e internacionalización de la economía ha demostrado que la exposición del aparato productivo agroalimentario y agroindustrial a la concurrencia externa exige adelantar muy profundos cambios en su estructura, a fin de enfrentar exitosamente la prueba de la competencia internacional y de aprovechar las oportunidades que ofrecen la globalización y la transformación de los hábitos de alimentación en todo el mundo.
Dentro de este contexto, implícita en la misión de dichos fondos estaría la transformación del campesino convencional de subsistencia en agroempresario moderno, en términos de su integración vertical con etapas de agregación de valor, la orientación fundamental hacia las preferencias de los consumidores intermedios y finales de hoy y de mañana, la adopción de nuevas tecnologías en cultivos no tradicionales y tradicionales y la práctica de métodos innovadores de gerencia agrícola, dentro de un marco general de conservación de los recursos naturales.
Ahora bien, para cumplir con eficacia dicho propósito, los fondos estarían llamados a invertir capital de manera transitoria, minoritaria y promocional en la creación de actividades empresariales con valor demostrativo alrededor de unos renglones productivos, en zonas específicas, cuidadosa y previamente seleccionadas, a partir de los cuales se pueda adelantar una tarea de difusión y capacitación basada en el liderazgo a través del ejemplo.
En tal sentido promoverían la constitución de sociedades de capital, con su participación accionaria y la de miembros de la comunidad de los agronegocios, cuyo principal objetivo sería inducir la integración de la base agrícola con procesos de poscosecha, en especial por parte de propietarios de predios de reducido tamaño y con limitada capacidad económica.
Con el objeto de contribuir a generar opciones productivas lícitas, rentables y ambientalmente viables para campesinos e indígenas, que permitan superar las condiciones que dieron lugar al establecimiento de los cultivos ilícitos y brindarles a los productores alternativas económicas de vida, dentro de la ley, sus principales funciones serían:
En suma, los fondos, en desarrollo de su misión, estarían dedicados a promover la producción, la agregación de valor, el consumo interno, las exportaciones y la comercialización interna de productos no tradicionales del sector y la modernización de los tradicionales, y a prestar servicios y a realizar inversiones que los particulares, individualmente, no estarían dispuestos a hacer por su propia y exclusiva iniciativa. Los fondos serían un instrumento clave de capitalización rotatoria en el ámbito económico y social y en el campo de la tecnología aplicada, con base en la creación de actividades con valor demostrativo en las áreas del mercadeo, la adopción de tecnologías y la modernización de la gerencia agroalimentaria y agroindustrial, en capacidad de contribuir, de manera sustancial al desarrollo alternativo –entendido en un sentido amplio–, y al acondicionamiento de la agricultura regional a las exigencias de la competitividad contemporánea.
II. EL RETO TECNOLÓGICO DEL TRÓPICO
De las treinta economías clasificadas por el Banco Mundial en la categoría de altos ingresos –o sea con un producto interno bruto per cápita superior a US $9.266 por año–, solamente dos de ellas, las más pequeñas por su condición de ciudades–estado, Hong Kong y Singapur, están ubicadas en el cinturón tropical de la tierra. De suerte que, al relacionar las distintas zonas ecológicas del planeta con los ingresos promedio de su población, se encuentra que la mayoría de los más pobres está concentrada en el Trópico. Dicha área se halla comprendida entre los 23.5 grados de latitud norte (el Trópico de Cáncer) y los 23.5 grados de latitud sur (el Trópico de Capricornio).
Esta circunstancia no es una simple coincidencia. Existen razones relativas a la naturaleza de sus ecosistemas, como, por ejemplo, la mayor fragilidad y vulnerabilidad de sus suelos frente a la erosión, la incidencia más alta de plagas y parásitos derivada de la riqueza de su biodiversidad y de la ausencia de estaciones, los severos efectos de las altas temperaturas del ambiente sobre los procesos de fotosíntesis de las plantas y la negativa influencia de los fenómenos de evaporación sobre la disponibilidad regular de agua. A ello se añade el hecho de que la tecnología tropical, al menos en dos campos críticos, como la agricultura y la salud humana, acusa un sustancial y progresivo retraso de tipo estructural con respecto al avance de las mismas en las regiones de clima templado. En particular, a partir del marchitamiento de la financiación pública de la investigación y del apoyo de fuentes filantrópicas a la misma, que fueron muy importantes durante la era de la guerra fría. Hoy, en esta flamante época de la globalización, los gastos en generación de nuevos conocimientos provienen, casi exclusivamente, de compañías transnacionales privadas, que sólo le apuestan, como es lógico desde el ángulo de su racionalidad económica, a los mercados prósperos y grandes, que son los de las naciones no tropicales. Con el factor agravante de que, en materia científica, los avances suelen ser ecológicamente específicos, es decir, difícilmente transferibles a medios naturales diferentes, además del estrecho y rígido cerco protector que les brindan las patentes.
Dos célebres profesores de Economía de la Universidad de Harvard figuran en el reducido grupo de quienes, con sumo rigor, vienen estudiando el tema del determinismo geográfico del atraso, David Landes[1] y Jeffrey Sachs[2]. Éste último concluye que, para evitar que las tendencias contemporáneas conduzcan a las comunidades del trópico a la condición de parias en el mundo de la tecnología, resulta indispensable acometer reformas institucionales que vayan mucho más allá de la mera liberalización de los mercados y de las privatizaciones. Pues es evidente que las innovaciones no se producirán automáticamente por obra y gracia de aquéllas, y que los descubrimientos no se suceden de acuerdo con las necesidades latentes de la humanidad, desde el punto de vista de la alimentación y la salubridad. Si fuere así, la lepra, la enfermedad de Chagas, la tuberculosis y la fiebre amarilla, que son los males que todavía cobran el mayor número de muertes en el orbe, serían objeto de la más alta prioridad en términos de inversión por parte de las empresas líderes en materia de biotecnología y genética.
En efecto, en contraste con la llamada revolución verde, que tuvo lugar durante las décadas de los años sesenta y setenta en América Latina, los principales autores, actores y líderes de la era contemporánea ya no hacen parte exclusiva de la órbita pública de los países de la región, como sus legendarios institutos nacionales de investigación agropecuaria, ni de la red de centros internacionales que les dieron impulso, conocida como el Consultative Group of International Agriculture Resarch (CGIAR), como, por ejemplo, el Instituto Internacional de Investigación de Arroz (IRRI) con sede en Filipinas, el Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT) en Colombia, el Centro Internacional del Maíz y el Trigo (CIMMYT) en México, y el Centro Internacional de la Papa (CIP) en Perú.
Ahora la iniciativa está mucho más en manos de un minúsculo puñado de compañías transnacionales privadas que ostentan una capacidad económica sideralmente superior a la de aquellos, cuyas enormes inversiones se hallan amparadas en regímenes de propiedad intelectual, regalías y patentes que les permiten apoderarse legalmente del conocimiento derivado de su actividad y les garantizan un retorno, por lo menos, igual al costo de oportunidad de sus recursos en el mercado global de capitales.
Ello implica, de un lado, la eliminación de las fronteras entre la ingeniería genética y el ámbito de los negocios, que ha dado lugar a lo que, sin duda, ya representa una de las industrias más grandes, ricas y dinámicas del mundo, es decir, las llamadas “ciencias de la vida”. Se trata del multibillonario negocio del conocimiento en materia de la manipulación de los códigos genéticos de los seres vivientes de los reinos vegetal y animal, dominado por ese reducido grupo de conglomerados económicos, mucho más poderosos de lo que hoy son, sumadas, Oracle y Microsoft en el sector de la informática. Y, del otro, la convergencia, unificación o fusión entre las industrias químicas, agroquímicas y farmacéuticas, y su integración con otras actividades de alta tecnología, como la espectroscopia, la robótica y la computación. Por ejemplo, Compaq ya construyó uno de los más poderosos equipos del orbe destinado a Celera Genomics, uno de los consorcios que han descifrando la secuencia del genoma humano, el proyecto biológico más ambicioso de la historia universal. En tanto que IBM lanzó su DiscoveryLink, que permite homologar bases de datos farmacéuticas, biotecnológicas y agrocientíficas, y anunció un nuevo supercomputador –llamado “Blue Gene”–, con una velocidad 500 veces superior a los más modernos de la actualidad, que será un factor clave en la investigación genética[3].
Ahí están empresas gigantes tan conocidas desde mucho tiempo atrás como DuPont y su filial Pioneer Hi-Bred, Monsanto y su filial Solutia y Dow Chemical y su filial Agro-Sciences. Y otras de más reciente creación, producto de fusiones y alianzas estratégicas, tales como AstraZeneca (de Zeneca y Astra) y su filial Syngenta, Aventis (de Hoechst y Rhône-Poulenc), Novartis (de Ciba y Sandoz) y la alianza Schering-Plough. Sólo Monsanto cuenta con un presupuesto para investigación y desarrollo en agricultura superior, en más de dos veces, al presupuesto combinado de la red de institutos públicos y centros internacionales de investigación en toda la región tropical de la tierra[4].
Todas ellas vienen invirtiendo colosales fortunas en la industria de semillas, que constituye el mejor medio para venderles a los agricultores plantas transformadas genéticamente, encapsulándolas en nuevos materiales vegetales reproductivos. Y, de contera, para asegurar en el plano comercial su control sobre la propiedad intelectual incorporada en estos, de suerte que puedan recuperar sus inversiones en el menor tiempo posible. Al punto de que algunas, como es el caso de Monsanto, han tomado la determinación de abandonar, o al menos de disminuir, su habitual negocio en el ámbito de la producción de plaguicidas convencionales[5].
En efecto, muchos países han desarrollado a lo largo de varios años sus propias industrias locales de semillas, las cuales han venido siendo adquiridas por las más grandes compañías de agrobiotecnología con el fin de poder insertar sus genes resistentes a ciertos herbicidas o insectos. A manera de ilustración, Monsanto compró, en 1997, Agroceres en Brasil y la división internacional de semillas de Cargill, con lo cual controla ahora la mitad del mercado de semillas de maíz en Argentina. Dow Chemical, a través de Agro-Sciences, adquirió, en 1998, a Morgan Sedes en Argentina, y la brasilera Dinamilho Carol Productos Agrícolas. Phytogen, controlado por Agro-Sciences, se hizo al más importante programa de mejoramiento de algodón en la provincia del Chaco en Argentina. Y Syngenta hizo lo propio con Semillano en Colombia.
Algo similar está sucediendo en el campo de la salud humana, particularmente en la producción de vacunas, donde la tecnología también está siendo generada por un cada vez más reducido grupo de conglomerados empresariales, íntimamente conectados entre sí y con los atrás referidos, cuyo objetivo central, como en el primer caso, consiste, primero que todo, en maximizar su rentabilidad, tanto en el corto como en el largo plazo, y su valor presente neto, para satisfacer el mandato de sus propietarios y accionistas. Ahí se encuentran Merck, Pasteur-Mérieux-Connaught (de Rhône-Poulenc), SmithKline Beecham, Monsanto y Pharmacia & Upjohn, entre otras. Y las negociaciones y alianzas entre Pfizer, Warner-Lambert, American Home Products, SmithKline Beecham y Glaxo.
Es difícil predecir con precisión cual será la estructura definitiva de las industrias de “las ciencias de la vida” en el mediano plazo. Pero lo que sí se puede prever es que el proceso de integración vertical a través de alianzas estratégicas, consolidaciones y fusiones continuará y se acelerará aún más, así como la consiguiente tendencia hacia la concentración. Ello debido a la apremiante necesidad de garantizar enormes economías de escala para estar en capacidad de enfrentar los formidables costos de investigación y desarrollo que significa llevar un nuevo producto de este tipo al mercado, ya sea para la agricultura o para la salud, los cuales se estima que, en promedio, pueden alcanzar el 15% de las ganancias[6].
Por lo pronto, tal es, en la actualidad, la conformación principal del mencionado sector de las “las ciencias de la vida”, cuyo punto de partida nuclear ha sido la biotecnología aplicada a la manipulación y transferencia de genes entre diferentes especies vegetales y animales, con el propósito de obtener determinadas propiedades en términos de resistencia a ciertos patógenos, insectos, pestes fungosas y virales, y calidades y características especiales de distinto orden. Las cuales les permiten a los productores del campo reducir su dependencia de la aplicación de productos agroquímicos y mitigar los efectos nocivos de sus prácticas culturales sobre el medio ambiente.
En el ámbito de la producción de alimentos, fibras naturales y materias primas para la industria, los avances de la genética han hecho posible mejorar cosechas que los fitomejoradores convencionales jamás habían soñado, creando múltiples especies en menos de la mitad del tiempo del que aquellos tenían que dedicar a obtener variedades promisorias a través de la selección natural o la producción de híbridos. Muchas de ellas han sido diseñadas para emitir sus propios pesticidas de manera natural, para poder germinar y desarrollarse en suelos altamente secos y salinos y para producir alimentos nutritivamente superiores a los que hasta hace muy poco habíamos conocido y consumido.
Mientras que en 1996 se sembraron en el mundo 2.8 millones de hectáreas con materiales transgénicos, es decir, organismos modificados genéticamente, en el 2001 la extensión ya era de 52.6 millones, una cifra superior en 19% a la del año anterior, según un informe del International Service for the Aquisition of Agri-biotech Applications. Dentro de semejante extensión, Estados Unidos ocupa las dos terceras partes, y está comprendida más del 50% de su área total sembrada en maíz, soya, algodón y canola[7]. Le sigue en importancia el cono sur del hemisferio, particularmente Argentina, Chile, Uruguay y el sur de Brasil. Y luego vienen Canadá, Australia, China, México, España, Suráfrica, Francia, Portugal, Rumania y Ucrania, principalmente[8]. Se estima que el mercado de estos materiales es hoy más de US $6.000 millones, que dentro de cuatro años habrá superado los US $20.000 millones y que en el año 2020 será de no menos de US $75.000 millones[9].
Gracias a la ingeniería genética molecular se ha podido identificar y aislar el gen procedente de la bacteria Bacilus thuringiensis, que produce la proteína Bt, que es tóxica para la larva de los dípteros. Con base en este hallazgo, Monsanto diseñó en 1996 una semilla de soya resistente al glifosato –el ingrediente activo del herbicida Roundup–, que no se debe aplicar a los cultivos de la soya corriente por su poder destructor de las hojas, dándose la circunstancia de que la misma empresa también fabrica dicho herbicida. De esa manera ha podido obtener grandes utilidades por ambos lados. Es decir, por las ventas de la semilla transgénica y por las del agroquímico, que ya no daña sus frutos, pero sí destruye sus malezas.
Otro caso análogo es el de Novartis, empresa que, basada en el mismo avance científico, produce maíz transgénico, resistente al herbicida conocido comercialmente como “Basta”, y también al “taladro”, un insecto que horada el tallo de la planta hasta destruirla.
Igualmente se han insertado genes resistentes al glifosato en algodón, tomate, maíz y papa, reduciéndose así, de manera sustancial, la necesidad de aplicar plaguicidas para poder garantizar su buen desempeño.
Cabe destacar aquí un aspecto de índole bioética, es decir, de carácter moral, sobre la biotecnología, que se desprende de la posibilidad de introducir en algunas plantas transgénicas el gen denominado coloquialmente como terminator o, científicamente, como GURT (gene-use restriction technology), que anularía la posibilidad de que los agricultores puedan utilizar parte de sus cosechas como semillas para los ciclos vegetativos subsiguientes, de suerte que para cada siembra se vean obligados a comprar nuevos materiales genéticos para poder continuar en su oficio de productores.
Las empresas transnacionales, con el objeto de justificar tal forma de proceder, afirman que su propósito primordial yace en el afán de proteger el medio ambiente de los eventuales desdoblamientos genéticos de este tipo de plantas y de los consiguientes riesgos que se cernirían sobre las estructuras agroecológicas de las regiones circundantes. Sin embargo, es bien sabido que la verdadera razón yace en el propósito de combatir la inseguridad sobre las inversiones de las transnacionales, originada en la piratería genética y en la copia y adopción de sus secretos industriales, principalmente en los países que no tienen legislaciones fuertes y protectoras sobre la propiedad intelectual.
En torno de este asunto se levantó una ola de demandas legales contra algunas de estas compañías, por considerar, de forma análoga al caso de Microsoft, que su modalidad de explotación de las técnicas biotecnológicas estaba permitiéndoles ampliar y consolidar su poder monopolístico en los mercados agrícolas en un grado altamente inconveniente, tanto para los productores como para los consumidores.
Sobre el particular, Ian Willmore, dirigente de la organización Friends of the Earth, de Londres, sostiene que “alimentos modificados genéticamente tienen grandes beneficios potenciales, pero la pregunta es quiénes los controlan, qué hacen ellos con esos alimentos y sus materiales genéticos, y cómo los introducen al mercado. Ocurre que los productos que hoy se están lanzando al mercado benefician a las transnacionales, pero no necesariamente al público en general”.(falta referencia bibliográfica de la cita)
Una de tales querellas fue instaurada conjuntamente por la Foundation on Economic Trends, dirigida desde Washington por el activista en asuntos biotecnológicos Jeremy Rifkin, y la National Family Farm Coalition, de Estados Unidos, con el apoyo de millares de agricultores de América Latina, Asia, Europa y Norteamérica[10] y la asistencia jurídica gratuita de veinte firmas de abogados norteamericanos. Sus argumentos se sustentaron en cuatro puntos principales, a saber:
El empleo de los genes terminator para esterilizar las plantas transgénicas, dicho uso, según afirman, en vez de generar y vender semillas, convertiría el negocio en una peculiar modalidad de leasing o arrendamiento financiero de sus características genéticas por períodos semestrales o anuales, según sea el ciclo vegetativo de cada cosecha.
a) El control del 30% del comercio mundial de semillas (que supera los US $25.000 millones anuales en la actualidad) se encuentra en manos de sólo diez compañías, entre las que cabe destacar DuPont (Pioneer), Pharmacia (Monsanto), Syngenta (Novartis), Advanta (AstraZeneca y Cosun) y Dow.
b) El control virtualmente absoluto sobre los organismos genéticamente modificados lo detentan únicamente cinco empresas, que tienen la propiedad intelectual de la tecnología y de las patentes que amparan su uso industrial[11], y se están integrando verticalmente con las industrias de semillas para protegerse mejor.
c) Algunas semillas transgénicas pueden ser tratadas exclusivamente con insecticidas vendidos por las mismas compañías productoras de aquellas.
Los demandantes sostenían que, el control que semejante estructura del mercado brinda a las compañías de las “ciencias de la vida”, estaría atentando contra la supervivencia de millones de campesinos de los países en desarrollo que dependen de la reproducción de sus cosechas, partiendo del empleo de parte de las mismas en sus tierras. Y que el efecto no sería otro que el desastroso ensanchamiento adicional de la ya intolerable brecha que separa a los ricos de los pobres en el mundo.
Su demanda –y la consecuente y poderosa presión internacional que provocó a través de los medios de comunicación y la comunidad académica–, produjo muy pronto resultados. En efecto, la compañía Monsanto decidió en 1999 retirar los genes tipo terminator de la producción y comercialización de sus materiales y suspender el uso de la tecnología GURT. Pero, a cambio de ello, junto con todos sus pares y competidores, optó por hacer aún mucho más exigentes sus condiciones de protección y virtual blindaje a las patentes para investigar y operar en cada mercado, sin perjuicio de donar a la humanidad algunos de sus hallazgos. Como fue el caso del mapa de la secuencia genética del arroz que descifraron sus científicos e investigadores y que, mediante inversiones complementarias de tipo adaptativo y aplicativo, podría convertirse en la base para un segundo salto tecnológico en la productividad de ese cereal, aún superior al alcanzado durante la etapa de la revolución verde en las décadas de los sesenta y setenta.
Existen otros argumentos, especialmente entre los europeos, esgrimidos por quienes objetan las supuestas bondades de los transgénicos, a saber: la manipulación genética es antinatural y, por tal motivo, inconveniente; los alimentos producidos mediante tales métodos son peligrosos para la salud, y el tipo de agricultura que los emplea se torna altamente nocivo para el medio ambiente.
A su vez, las transnacionales responden, de un lado, subrayando las principales ventajas que aportan los transgénicos: cosechas con rendimientos más altos, mejores atributos nutritivos de los alimentos, sabores más agradables, períodos de conservación en almacenamiento a la intemperie más prolongados, reducción de las aplicaciones de herbicidas e insecticidas (con el consiguiente beneficio para el medio ambiente), aseguramiento de la inocuidad, la calidad y la sanidad de los productos y comida más barata para los consumidores. Y, del otro, reclamando su derecho a proteger sus invenciones e innovaciones tecnológicas, mediante patentes y sistemas de propiedad intelectual de sus semillas, y a disfrutar de índices razonables de participación en el mercado que les permitan amortizar los formidables costos de las inversiones que vienen efectuando en investigación genética.
Otras objeciones y advertencias provienen de autorizados miembros de la comunidad académica mundial, en especial de Estados Unidos, que, como bien se sabe, es el país líder en la producción de organismos modificados genéticamente. Tal es el caso de Joy Bergelson, profesora adjunta de Ecología y Evolución de la Universidad de Chicago[12] y de Allison Snow, profesora adjunta de la Universidad Estatal de Ohio, quienes coinciden en afirmar que tales plantas podrían pasar uno de sus rasgos modificados genéticamente a malezas que se encuentren cerca y dar como resultado, a través de polinización cruzada, híbridos no buscados que pondrían en riesgo el vigor y la productividad de los cultivos, provocando la necesidad de crear nuevos herbicidas que los combatan.
Pero el asunto no se detiene ahí. La aplicación de los conocimientos biotecnológicos no se circunscribe al sector de los agroquímicos y de las semillas provenientes de organismos modificados genéticamente destinados a la agricultura primaria. Los líderes mundiales de la industria alimenticia también están induciendo, de manera jamás antes imaginada, la transformación de los hábitos de nutrición de los consumidores. En efecto, la proliferación de los llamados alimentos funcionales, conocidos, así mismo, como nutracéuticos, ha sido formidable. Se trata de productos diseñados para superar los beneficios que, sobre la salud, ofrece la nutrición convencional. A manera de ilustración, cabe mencionar las margarinas que contienen unos elementos bioquímicos llamados estanoles, que permiten reducir la cantidad de colesterol en la sangre. O la salsa de tomate con lycopenes, para disminuir el riesgo de cáncer. O el yogurt y otras bebidas fermentadas con bacterias probióticas, para mejorar la digestión. O los dulces de chocolate amigables con la dentadura. O el brócoli con defensas contra el cáncer. O el maíz con propiedades que combaten la osteoporosis y las deficiencias cardíacas. O algunas frutas y hortalizas cuyos genes reprogramados podrían ser la base de vacunas contra la diarrea, el tétano, la difteria, la hepatitis B y el cólera. O la leche de cabra transformada para generar anticuerpos que pueden servir como medicinas humanas.
Según el Nutrition Business Journal, el mercado de los alimentos funcionales ya superaba, al comenzar el nuevo milenio, los US $18.000 millones por año en Estados Unidos, los US $12.000 millones en Japón y los US $15.000 millones en Europa. Y, aunque tales cifras apenas representaban un 3% de los US $1.5 trillones de la industria alimentaria del globo terrestre, el crecimiento de su demanda asciende al 25% por año.
Adicionalmente, Novartis lanzó al mercado sus productos Aviva, que incluyen bebidas y cereales diseñados para reducir los niveles de colesterol, mejorar la digestión y fortalecer los huesos. Kellog’s ha desarrollado un conjunto de 22 productos conocido como Ensemble, que incluye cereales y pastas, que supuestamente disminuyen el riesgo de contraer enfermedades cardiovasculares para quienes los incorporen a su dieta, aparte de su bien conocida línea de cereales especiales tipo K para adelgazar. Nestlé produce un yogurt bacterialmente enriquecido, identificado bajo el código LC-1, y se encuentra trabajando en la obtención de micronutrientes antioxidantes que controlen la diabetes, y en alimentos cuya grasa pueda ser aislada y eliminada en su totalidad durante el proceso digestivo, como hoy lo hace la droga Xenical. Y Coca Cola continúa fabricando y mercadeando, con gran éxito, sus jugos de frutas amigables con la salud con base en betacarotenos.
El grado de aceptación de estos productos por parte de las comunidades más prósperas del planeta parece irreversible, en especial de aquellas que más suelen preocuparse por su salud y por la prolongación de su longevidad, donde la frontera entre medicamentos y alimentos enriquecidos y mejorados tiende a desdibujarse. No más Japón tiene 1.200 productos alimenticios funcionales públicamente conocidos y Estados Unidos y Europa, donde, igualmente, se han consolidado la transición demográfica y sus implicaciones sobre el envejecimiento relativo de la población, no se quedan atrás.
Finalmente, después de un minucioso estudio sobre el tema, adelantado a lo largo de 18 meses por el Nuffield Council on Bioethics del Reino Unido, una de las instituciones especializadas en bioética más autorizadas y reconocidas del mundo, concluyó, en 1999, lo siguiente: “No hemos encontrado evidencia alguna sobre daños. Estamos satisfechos de que todos los productos que se hallan en el mercado han sido rigurosamente examinados por las autoridades de regulación, que continúan siendo analizados, y que ninguna evidencia de daño ha sido detectada. Hemos concluido que todos los productos genéticamente modificados hasta ahora en el mercado en este país son seguros para el consumo humano”[13].
No obstante, en Europa la experiencia vivida desde 1996 en torno de la enfermedad de las vacas locas, sobre la cual las autoridades sanitarias británicas habían afirmado equivocadamente que el consumo de carne de animales afectados no ofrecía peligro alguno, provocó en la opinión pública una gran ansiedad sobre la inocuidad o seguridad de los alimentos para la salud humana, a pesar de que este problema no tuvo nada que ver con la modificación genética de los mismos.
Sin embargo, el asunto dio pie para que Greenpeace y otras entidades similares –entre éstas Friends of the Earth–, contribuyeran con sus conceptos a formar una cierta fobia de buena parte de las organizaciones de consumidores contra los alimentos modificados genéticamente, inclusive incorporando a la misma causa a personajes como el príncipe Carlos de Inglaterra y Paul McCartney. Al punto de que las autoridades de Bruselas dejaron de aprobar el uso y la importación de nuevos materiales transgénicos, lo cual ha resultado en la caída de las compras de maíz proveniente de Estados Unidos en cuantía superior a los US $200 millones anuales. Igualmente, la Unión Europea estableció una norma ordenándoles, a partir de 1998, a sus quince países miembros marcar las etiquetas de los productos que contengan soya y maíz transgénicos. El Reino Unido fue más allá, estipulando que los restaurantes, las panaderías, y demás expendedores de comida preparada, deberían informarles a sus clientes sobre los ingredientes transgénicos que empleen.
En la misma dirección han tomado algunas medidas los gobiernos y algunas empresas de Japón[14],Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda, que representan, en conjunto, un mercado de más de US $12.000 millones de importaciones de productos agrícolas de Estados Unidos, cuyo gobierno ha manifestado la creencia de que, detrás de esta política, se esconden intereses estrictamente proteccionistas. Bajo cualquier circunstancia el impacto de esta tendencia amenaza con ser altamente lesivo sobre su sector primario, por su fuerte orientación hacia las exportaciones: más del 25% de la producción de maíz, soya y algodón, y más de la mitad de la de trigo y arroz.
Al interior de Estados Unidos sus consecuencias se han sentido. En efecto, algunas de las más grandes compañías exportadoras, como, por ejemplo, la Archer Daniels Midland Company, comenzaron, a partir de 1999, a exigirles a sus suministradores clasificar los productos transgénicos y los que no lo son en lotes diferentes. Dos grandes firmas especializadas en la alimentación para niños –Gerber y H.J. Heinz–, anunciaron hace dos años que en adelante se abstendrían de utilizar insumos genéticamente modificados. Lo mismo hizo Fito-Lay. Y el Congreso de Estados Unidos estableció la obligación de imprimir en las etiquetas de los productos finales la advertencia de su contenido transgénico, siempre que éste sea superior al 10% del total de ingredientes.
Es de esperar que estas nuevas realidades se reflejen en agudos conflictos en el seno de la Organización Mundial de Comercio (OMC) y de la Convención sobre Diversidad Biológica (CDB). Con todo, el debate que se ha levantado sobre los alegados peligros que para la salud humana, el medio ambiente y la agricultura misma ofrecen los organismos transgénicos y los alimentos enriquecidos funcionalmente, se debe resolver mediante el Protocolo de Bioseguridad, que ya se adoptó en el ámbito planetario, antes que por reacciones precipitadas de quienes acostumbran a cuestionar los cambios por el mero hecho de no haberlos advertido ni conocido con la debida anticipación.
En la agenda de dicha discusión se hallan, entre otros, principios tales como el de la precaución, derivado del desconocimiento sobre los efectos reales de dichos productos, y reconocido por el Acuerdo Sanitario y Fitosanitario de la OMC. El del consentimiento fundamentado previo, relativo al derecho que tiene la comunidad de conocer sus implicaciones, ventajas y riesgos. Y el del etiquetado, ardorosamente defendido por los europeos, consistente en informar a los consumidores, mediante leyendas claras y concisas, en los empaques sobre la naturaleza de los bienes transgénicos.
No debe caber duda acerca de que la discusión pública al más alto nivel científico ha sido fecunda y debe proseguir, pues de su seriedad y de sus argumentos dependerá la idoneidad, la celeridad, la precisión y la oportunidad con que respondan las mismas compañías transnacionales que controlan las ciencias de la vida, aplicando su vasta capacidad científica y económica para hallarles soluciones efectivas y eficaces a los problemas planteados por los ciudadanos, las múltiples organizaciones que velan por sus intereses y diversas agencias gubernamentales.
No obstante toda esta disquisición, todavía un poco académica y especulativa, otro muy distinto debe ser el motivo de las preocupaciones de la región Andina de cara a la presión internacional por la erradicación de los cultivos de uso ilícito y a sus políticas de desarrollo alternativo. Aún suponiendo, como es de esperarse, que el debate internacional sobre el tema rinda pronto sus frutos y que continúe el desarrollo científico de los materiales transgénicos y de los alimentos nutracéuticos, lo cierto es que los avances tecnológicos alcanzados en estas ramas del saber en los países más desarrollados, en general no están siendo difundidos ni adoptados entre los más pobres.
En primer lugar, por no contar estos con sistemas confiables de propiedad intelectual que les garanticen a los dueños del conocimiento un retorno suficiente por su esfuerzo económico en ciencia y tecnología. En segundo término, por hallarse estos últimos concentrados en los mercados más grandes, donde mejor y más rápidamente pueden amortizar el valor de sus inversiones. Y, por último, por la diferencia sustancial que existe entre las condiciones agroecológicas de las zonas templadas del planeta, para las cuales han sido diseñadas dichas tecnologías –donde vive el 93% de la población de las 30 naciones más ricas del orbe–, y las que prevalecen en el cinturón tropical de la tierra, en particular en la región Andina, que se está quedando relativamente huérfana de su presencia[15]. En suma, el libre y espontáneo juego de las flamantes fuerzas del mercado no se encargará de llevarles los nuevos conocimientos a los más pobres.
Algo similar ocurre con las ciencias de la salud, cuyo principal énfasis se halla en el tratamiento de las enfermedades cardiovasculares, la artritis, el cáncer, la osteoporosis y el estrés, en contraste con la muy reducida atención relativa dirigida a combatir los males que siguen siendo las primeras causas de muerte de la humanidad, tales como la malaria, la tuberculosis –que ha vuelto a incrementarse–, la enfermedad de Chagas, la sistosomiasis, la lepra y otros flagelos de origen y naturaleza tropical, cuyos impactos los reciben principalmente comunidades muy pobres, las cuales, en conjunto, no representan un mercado atractivo para los inversionistas privados.
La desigualdad en la distribución del ingreso en el mundo está siendo desbordada por la desigualdad en la distribución del conocimiento, la producción científica y la innovación tecnológica, arrojando como resultado un profundo desequilibrio global, de contera el más poderoso y perverso motor de divergencia entre los pueblos ricos y los pobres, desde el punto de vista de su acceso a las fuentes contemporáneas del bienestar material.
Como se vio antes, ya pasó a la historia el modelo que en el campo de la investigación y la transferencia de tecnología predominó hace cuarenta y treinta años. En esa época las transnacionales privadas que hay hoy no existían, o eran mucho más pequeñas, fragmentadas y predominantemente domésticas o locales, y carecían de un mínimo interés económico para jugar en su generación y ejecución. En cambio, actuaban directamente los gobiernos, algunas instituciones financieras internacionales de su propiedad, como el Banco Mundial, la ayuda externa, que creció y se desarrolló durante la llamada era de la guerra fría, y organizaciones filantrópicas no gubernamentales, como por ejemplo las fundaciones Ford, Rockefeller y Fulbright, que, en su momento desempeñaron un papel crucial.
Los frutos del esfuerzo científico eran del dominio y libre uso públicos; el tema de la propiedad intelectual y las patentes no era importante; y las entonces variedades de alto rendimiento de la revolución verde, como las de arroz y trigo, eran entregadas sin costos significativos a los gremios, a las compañías productoras de semillas o, directamente, a los mismos agricultores por intermedio de centros financiados por la comunidad internacional de la CGIAR –como los de México, Filipinas y Palmira–, o de las mismas entidades gubernamentales de investigación aplicada.
Posteriormente, la mayoría de tales instituciones públicas, antes dedicadas a esas labores, prácticamente desaparecieron o, en el mejor de los casos, se escindieron y conservaron sus funciones de control sanitario y, sólo unas cuantas, lograron sobrevivir, pero con presupuestos muy recortados. Adicionalmente, la ayuda externa a la agricultura de los países pobres se ha reducido en más del 60% desde 1988. Los préstamos del Banco Mundial cayeron en una proporción similar en ese mismo lapso. Y, junto con el languidecimiento de la presencia estatal en ciencia y tecnología, se esfumaron también los donantes nacionales y extranjeros que contribuían de manera sustancial, a sostener los centros internacionales[16].
El mundo requiere, entonces, con suma urgencia, reconsiderar las legislaciones sobre derechos de propiedad intelectual, antes de que usando patentes, unos pocos terminen apropiándose de la totalidad de los códigos genéticos de los alimentos básicos y de las especies animales y vegetales de los cuales depende la humanidad para poder sobrevivir. Pero, también para atraer a las transnacionales a invertir en investigación y desarrollo tecnológico en el trópico, y a otorgar licencias bajo regalías razonables a las industrias locales de semillas y a las organizaciones de productores que decidan producirlas y empelarlas.
Lo indicado es encontrar fórmulas que permitan establecer un balance adecuado entre los incentivos necesarios para la innovación tecnológica, por parte de las compañías transnacionales y demás agentes privados, y el acceso a la misma y su adopción por parte de los pueblos más pobres.
De igual manera, es perentorio replantear el papel de instituciones tales como la Organización Mundial de la Salud, la FAO y el IICA, de suerte que, en adelante, dediquen mayores esfuerzos a la movilización de ciencia y tecnología –en especial de las ciencias de la vida–, hacia los países de menores recursos, sirvan de puente entre las actividades científicas de los países más avanzados y los más rezagados, establezcan muy estrechas relaciones de cooperación con las empresas transnacionales del conocimiento y las universidades líderes a nivel mundial, las cuales deben convertirse en nuevos y estratégicos socios suyos y se ganen la confianza de la cooperación internacional para el desarrollo alternativo, a fin de transferir ciencia y tecnología hacia las comunidades excluidas de su cobertura, en particular las que, en la región Andina, se hallan afincadas en las áreas de cultivos de uso ilícito.
Y, finalmente, resulta indispensable que las naciones de la región adelanten una agresiva campaña mancomunada para explorar, en asocio de aquellas y bajo rigurosa responsabilidad ambiental, el desarrollo sostenible, competitivo y equitativo de su biodiversidad, tomando provecho del impresionante acervo de conocimientos que viene arrojando la nueva revolución biotecnológica, de suerte que logren atraer la esquiva y exigente inversión privada multinacional hacia el interior de sus fronteras. Sobre el particular, cabe recordar que América Latina y el Caribe ocupan el primer lugar en diversidad biológica en el planeta. Que sólo la cuenca amazónica alberga 90.000 especies diferentes de plantas superiores, 950 de aves, 300 de reptiles, 3.000 de peces y 500.000 de insectos. Y que esta maravillosa biodiversidad podría llegar a ser la principal y más valiosa materia prima para las industrias farmacéuticas y de alimentos en el futuro cercano[17].
De otro lado, el uso y el abuso de fertilizantes químicos y pesticidas, bajo los métodos convencionales que caracterizaron a la agricultura comercial de la segunda mitad del siglo anterior, sobre todo la conocida como la de la revolución verde, ha afectado adversamente la calidad de nuestros suelos y del medio ambiente, y la salud humana y animal. Por tal motivo, ha venido surgiendo, con notable fuerza, la llamada agricultura orgánica, también señalada por muchos como agricultura limpia o natural. Como se sabe, una de las diferencias fundamentales con la anterior se basa en el empleo de microorganismos efectivos, obtenidos del medio ambiente natural, como alternativa a los agroquímicos, y en que predica y persigue una producción de alimentos libre de plaguicidas en beneficio de la ecología y de la salud de los consumidores.
Similar al caso de los alimentos funcionales o nutracéuticos, el tamaño de su mercado de ecológicos todavía es relativamente reducido (aproximadamente US $12.000 millones en Estados Unidos este año, como ya se mencionó), pero su tasa de crecimiento es del 30% anual, y el sobreprecio o prima que les reconocen los consumidores por sus bondades, en materia de naturalidad y salud, oscila, en promedio, entre el 40% y el 50%.
En conclusión, desde que terminó la guerra fría, el mundo dejó atrás sus divisiones ideológicas y le abrió el paso a las tecnológicas. Lo cual no significa el fin de la historia, como lo ha sostenido Francis Fukuyama, sino el advenimiento de otra era en la que el poder y la riqueza dependerán del conocimiento. Con base en ello, Jeffrey Sachs elaboró un mapamundi de la tecnología compuesto por tres clases de países: los innovadores, los copiadores y los excluidos o desconectados. En la primera se destacan Norteamérica (¿o Estados Unidos?) y el centro y el norte de Europa. En la segunda, Japón, la península ibérica, el oriente de Europa, Suráfrica, Oceanía, una porción del sureste asiático, México, Costa Rica y el cono sur de América. Y en la última, con una población de dos mil millones de personas, las áreas tropicales de Brasil y África, China, India, el resto de Asia y las cinco naciones andinas[18].
Como quien dice, la suerte de la región Andina estaría echada, en particular mientras no haga lo necesario para superar la fatalidad del juego de las fuerzas del mercado del conocimiento. Juego que, en ausencia de elementos deliberadamente correctivos, no podría conducir sino al ensanchamiento adicional de las, ya intolerables, brechas económicas y sociales entre quienes poco saben o quieren saber y el reducido grupo de empresas transnacionales originarias de las zonas templadas del planeta que hoy detenta el monopolio de las ciencias. O sea, el paradigma que ya está respondiendo, en proporción jamás imaginada, por la competitividad y la distribución de las oportunidades en términos del bienestar humano.
Ni el libre comercio, ni la apertura, ni las privatizaciones, por sí solas, han sido suficientes, entonces, para garantizar el desarrollo de la región Andina. Por el contrario, para su devenir, sus efectos serán cada día más perversos si no se cuenta con sólidas instituciones públicas que, en combinación con las no gubernamentales, se ocupen de garantizar la equidad y la calidad de la educación superior y el fomento de la investigación y la adopción de las tecnologías de punta. Y de diseñar legislaciones de propiedad intelectual que, si bien les deben asegurar a las transnacionales del saber que estén dispuestas a invertir en este lado de la tierra un rédito equiparable al costo de oportunidad de su capital, impidan, asimismo, que, bajo el amparo de las patentes, éstas terminen apoderándose de los códigos genéticos de todas las especies animales y vegetales dispersas en su rica, pero desaprovechada biodiversidad.
En el campo de la tecnología, como en los viejos tiempos del capitalismo, la ruta del laissez faire no podría provocar sino un atraso y una desigualdad aún mucho más profunda y explosiva. Por tanto, en estas materias la intervención del Estado, lejos de marchitarse, tiene que afianzarse aún más. Intervención directa o indirecta, pero de todas formas fiscalmente activa. Así las cosas, los recortes que se avecinan por el lado del gasto público deberían reflejarse en el franco fortalecimiento presupuestal de los centros de investigación y transferencia de tecnología, las universidades públicas y los fondos de becas para las privadas. Por tanto, de la cooperación internacional para el desarrollo alternativo la formación del capital humano no puede quedar ausente.
Estados Unidos, la primera potencia del mundo, exhibe el más formidable desarrollo tecnológico del orbe, producto de una compleja red de instituciones públicas, académicas y privadas. Y, no obstante ser el adalid del libre mercado y la iniciativa privada, su fisco invierte en ciencias básicas, investigación aplicada y transferencia tecnológica no menos de US $90.000 millones por año.
En contraste con ello, si se sumaran las ayudas, donaciones y préstamos que hace, en la actualidad, el Banco Mundial para ciencia y tecnología en todos los países pobres de la tierra, el total resultaría inferior a una quinta parte del presupuesto de investigación de una sola firma farmacéutica norteamericana. Como afirma Sachs en otro escrito, “el tipo de ayuda que los países pobres necesitan es tan distinto a los créditos tradicionales del Banco, que bien haría este en dejar de ser banco y dedicarse en cambio a la creación de conocimiento, cambiando su nombre por el de Agencia Mundial de Desarrollo. El mundo está lleno de bancos, cuando lo que necesita desesperadamente es una institución encargada de la creación y movilización de conocimientos para el desarrollo de los pobres”[19].
La gran paradoja del momento consiste en que, a medida que el modelo globalizante de la economía avanza, la universalidad del conocimiento se contrae. Y los dividendos de aquél tienden a concentrarse cada vez más entre menos gente. A no ser que en esta área se vuelvan a colocar los intereses generales por encima de los particulares. Y que se reconozca que la producción y distribución de bienes y servicios públicos, como debería ser el conocimiento, así se realice a través de agentes privados, tiene que financiarse mayormente con recursos también públicos, obviamente incluidos los de la cooperación internacional para el desarrollo alternativo.
[1] LANDES, David S. The Wealth and Poverty of Nations. Orton, Nueva York 1999, página XX.
[2] SACHCS, Jeffrey. Tropical Underdevelopment. NBER Working Paper no. w 8119, febrero del 2001.
[3] ENRIQUEZ, J. y GOLDBERG, R.A. Transforming Life, Transforming Business: The Life-Science Revolution. Harvard Business Review, marzo-abril de 2000, página XX.
[4] Monsanto incrementó sus inversiones en investigación y desarrollo en 35% durante 1998, hasta llegar a US $1.200 millones, e invirtió más de US $4 billones en la adquisición de plantas productoras de semillas. Mientras que DuPont pasó de invertir el 3% de sus ingresos en 1980 al 11% en 1998. Ibidem, página XX.
[5] Por ejemplo, Monsanto terminó de comprar la totalidad de Pioneer Hi-Bred en 1999 por US $10.000 millones.
[6] FULTON, Murray & GIANNAKAS, Konstantinos. Agricultural Biotechnology and Industry Structure. AgBioForum, vol. 4 no. 2. Enero del 2002.
[7] Fuente: Nicholas G. Kalaitzandonakes de la Universidad de Missouri en Columbia. Citado por Business Week 12 de abril de 1999, página XX.
[8] PAARLBERG, R. The Global Food Fight. Foreign Affairs Mayo-Junio del 2000, página XX.
[9] Fuente: Zeneca Group PLC.
[10] Financial Times, U.S. Edition, Monday September 13, 1999.
[11] Igual fenómeno está sucediendo, paralelamente al avance de la globalización, en la banca y el sector financiero en general, las telecomunicaciones, las cadenas de super e hiper–mercados, algunas industrias alimenticias, las aerolíneas comerciales, la industria aeronáutica, la industria automotriz y otros negocios de vanguardia.
[12] Nature, 3 de Septiembre de 1988.
[13] PAARLBER, G. op.cit, página XX.
[14] Las compañías japonesas Kirin y Sapporo han anunciado la suspensión del uso de harinas de cereales transgénicos para la fabricación de su cerveza.
[15] LANDES, op.cit. Ver también SACHS, Jeffrey. Helping the World’s Poorest. The Economist, 14 de agosto de 1999, página XX.
[16] PAARLBERG, R. op.cit.
[17] ARTUNDUAGA, Rodrigo. El Impacto de las nuevas biotecnologías en el desarrollo sostenible de la agricultura de América Latina y el Caribe: el caso de las plantas transgénicas. IICA, Bogotá, octubre de 1999.
[18] SACHS, Jeffrey. A new map of the world. The Economist, 22de junio del 2000, página XX.
[19] SACHS, Jeffrey. A New Global Consensus on Helping the Poorest of the Poor. Keynote Address to the Annual Bank Conference on Development Economics, Banco Mundial, Washington D.C., 19 de abril del 2000, página XX.
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